“Reunión de religiosos en Belén”

Instituto del Verbo Encarnado en Medio Oriente

Queridos amigos:
Por gracia de Dios, hemos tenido la posibilidad de participar de un encuentro de religiosos de las diversas congregaciones que misionan en Tierra Santa, organizado por “El comité de religiosos de Tierra Santa”.

La reunión fue presidida por Su Beatitud Michel Sabbah, quien recibió a nuestra familia religiosa del Verbo Encarnado en Medio Oriente, y participaron de la misma representantes de muchas y diversas congregaciones actualmente presentes en Medio Oriente, tales como jesuitas, salesianos, dominicanos, asuncionistas, franciscanos, miembros de la Congregación del Sagrado Corazón y finalmente nosotros, sacerdotes del Instituto del Verbo Encarnado.

El Comité de Religiosos de Tierra Santa se reúne periódicamente dos o tres veces al año para reunir representantes de todas las realidades religiosas presentes en el territorio y promover el intercambio y el conocimiento mutuos referente a la actividad misionera de cada congregación.
Este año el comité ha decidido designar para cada reunión a dos exponentes de algunas de las diversas congregaciones para presentarse ante los participantes, informándoles sobre las características de su propia familia religiosa. Los designados para esta ocasión fueron: el Instituto del Verbo Encarnado (exposición a cargo del P. Marcelo Gallardo) y los Padres del Sagrado Corazón.

Al final de las presentaciones, Su Beatitud Mons. Michel Sabbah presentó la undécima carta pastoral de los Patriarcas Católicos del Este, publicada para Pentecostés de 2018.

Digno de mención es el apostolado recíproco entre los religiosos allí presentes respecto a presentar lo propio de cada congregación, lo cual se palpó notablemente en el recreo y momento previo a la reunión, en que pudimos compartir y presentarnos con varios sacerdotes y hasta monjes de otras congregaciones, y dar a conocer así algo más sobre nuestra misión en Séforis.

Damos gracias a Dios por todos los beneficios recibidos durante este encuentro. Encomendamos a sus oraciones, en esta ocasión, especialmente a todos los religiosos que desempeñamos nuestra labor misionera en Medio Oriente, especialmente por nuestra perseverancia, santificación, y que jamás se apague de nuestros corazones el celo misionero.

Con nuestra bendición, en Cristo y María:

Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia,
Séforis, Tierra Santa.

Durante las exposiciones
Su Beatitud Mons. Michel Sabbah
Su Beatitud Mons. Michel Sabbah

La Eucaristía, sacramento de unidad

Catequesis de san Juan Pablo II

1. “¡Sacramento de piedad, signo de unidad y vínculo de caridad!”. Esta exclamación de san Agustín en su comentario al evangelio de san Juan (In Johannis Evangelium 26, 13) de alguna manera recoge y sintetiza las palabras que san Pablo dirigió a los Corintios y que acabamos de escuchar: “Porque el pan es uno, somos un solo cuerpo, aun siendo muchos, pues todos participamos de ese único pan” (1 Co 10, 17). La Eucaristía es el sacramento y la fuente de la unidad eclesial. Es lo que ha afirmado desde el inicio la tradición cristiana, basándose precisamente en el signo del pan y del vino. Así, la Didaché, una obra escrita en los albores del cristianismo, afirma: “Como este fragmento estaba disperso por los montes y, reunido, se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino” (9, 4).

2. San Cipriano, obispo de Cartago, en el siglo III haciéndose eco de estas palabras, dice: “Los mismos sacrificios del Señor ponen de relieve la unidad de los cristianos fundada en la sólida e indivisible caridad. Dado que el Señor, cuando llama cuerpo suyo al pan compuesto por la unión de muchos granos de trigo, indica a nuestro pueblo reunido, que él sustenta; y cuando llama sangre suya al vino exprimido de muchos racimos y granos de uva reunidos, indica del mismo modo a nuestra comunidad compuesta por una multitud unida” (Ep. ad Magnum 6). Este simbolismo eucarístico aplicado a la unidad de la Iglesia aparece frecuentemente en los santos Padres y en los teólogos escolásticos. “El concilio de Trento, al resumir su doctrina, enseña que nuestro Salvador dejó en su Iglesia la Eucaristía “como un símbolo (…) de su unidad y de la caridad con la que quiso estuvieran íntimamente unidos entre sí todos los cristianos” y, por lo tanto, “símbolo de aquel único cuerpo del cual él es la cabeza”” (Pablo VI, Mysterium fidei, n. 23: Ench. Vat., 2, 424; cf. concilio de Trento, Decr. de SS. Eucharistia, proemio y c. 2). El Catecismo de la Iglesia católica sintetiza con eficacia: “Los que reciben la Eucaristía se unen más íntimamente a Cristo. Por ello mismo, Cristo los une a todos los fieles en un solo cuerpo: la Iglesia” (n. 1396).

3. Esta doctrina tradicional se halla sólidamente arraigada en la Escritura. San Pablo, en el pasaje ya citado de la primera carta a los Corintios, la desarrolla partiendo de un tema fundamental: el de la koinon|a, es decir, de la comunión que se instaura entre el fiel y Cristo en la Eucaristía. “El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión (koinon|a) con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es la comunión (koinon|a) con el cuerpo de Cristo?” (1 Co 10, 16). El evangelio de san Juan describe más precisamente esta comunión como una relación extraordinaria de “interioridad recíproca”: “él en mí y yo en él”. En efecto, Jesús declara en la sinagoga de Cafarnaúm: “El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él” (Jn 6, 56).

Es un tema que Jesús subraya también en los discursos de la última Cena mediante el símbolo de la vid: el sarmiento sólo tiene vida y da fruto si está injertado en el tronco de la vid, de la que recibe la savia y la vitalidad (cf. Jn 15, 1-7). De lo contrario, solamente es una rama seca, destinada al fuego: aut vitis aut ignis, “o la vid o el fuego”, comenta de modo lapidario san Agustín (In Johannis Evangelium 81, 3). Aquí se describe una unidad, una comunión, que se realiza entre el fiel y Cristo presente en la Eucaristía, sobre la base de aquel principio que san Pablo formula así: “Los que comen de las víctimas participan del altar” (1 Co 10, 18).

4. Esta comunión-koinon|a, de tipo “vertical” porque se une al misterio divino engendra, al mismo tiempo, una comunión-koinon|a, que podríamos llamar “horizontal”, o sea, eclesial, fraterna, capaz de unir con un vínculo de amor a todos los que participan en la misma mesa. “Porque el pan es uno -nos recuerda san Pablo-, somos un solo cuerpo, aun siendo muchos, pues todos participamos de ese único pan” (1 Co 10, 17). El discurso de la Eucaristía anticipa la gran reflexión eclesial que el Apóstol desarrollará en el capítulo 12 de esa misma carta, cuando hablará del cuerpo de Cristo en su unidad y multiplicidad. También la célebre descripción de la Iglesia de Jerusalén que hace san Lucas en los Hechos de los Apóstoles delinea esta unidad fraterna o koinon|a, relacionándola con la fracción del pan, es decir, con la celebración eucarística (cf. Hch 2, 42). Es una comunión que se realiza de forma concreta en la historia: “Perseveraban en oír la enseñanza de los Apóstoles y en la comunión fraterna (koinon|a), en la fracción del pan y en la oración (…). Todos los que creían vivían unidos, teniendo todos sus bienes en común” (Hch 2, 42-44).

5. Por eso, reniegan del significado profundo de la Eucaristía quienes la celebran sin tener en cuenta las exigencias de la caridad y de la comunión. San Pablo es severo con los Corintios porque su asamblea “no es comer la cena del Señor” (1 Co 11, 20) a causa de las divisiones, las injusticias y los egoísmos. En ese caso, la Eucaristía ya no es ágape, es decir, expresión y fuente de amor. Y quien participa indignamente, sin hacer que desemboque en la caridad fraterna, “come y bebe su propia condenación” (1 Co 11, 29). “Si la vida cristiana se manifiesta en el cumplimiento del principal mandamiento, es decir, en el amor a Dios y al prójimo, este amor encuentra su fuente precisamente en el santísimo Sacramento, llamado generalmente sacramento del amor” (Dominicae coenae, 5). La Eucaristía recuerda, hace presente y engendra esta caridad.

Así pues, acojamos la invitación del obispo y mártir san Ignacio, que exhortaba a los fieles de Filadelfia, en Asia menor, a la unidad: “Una sola es la carne de nuestro Señor Jesucristo y un solo cáliz para unirnos con su sangre; un solo altar, así como no hay más que un solo obispo” (Ep. ad Philadelphenses, 4). Y con la liturgia, oremos a Dios Padre: “Que, fortalecidos con el cuerpo y la sangre de tu Hijo, y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu” (Plegaria eucarística III).

©L’Osservatore Romano – 10 de noviembre de 2000

LA VIRGEN MARÍA, CASA DE LA DIVINA SABIDURIA

De los sermones de san Bernardo

 

  1. Como hay varias sabidurías, debemos buscar qué sabiduría edificó para sí la casa. Hay una sabiduría de la carne, que es enemiga de Dios, y una sabiduría de este mundo, que es insensatez ante Dios. Estas dos, según el apóstol Santiago, son terrenas, animales y diabólicas. Según estas sabidurías, se llaman sabios los que hacen el mal y no saben hacer el bien , los cuales se pierden y se condenan en su misma sabiduría, como está escrito: Cogeré a los sabios en su astucia; Perderé la sabiduría de los sabios y reprobaré la prudencia de los prudente. Y, ciertamente, me parece que a tales sabios se adapta digna y competentemente el dicho de Salomón: Vi una malicia debajo del sol: el hombre que se cree ante sí ser sabio. Ninguna de estas sabidurías, ya sea la de la carne, ya la del mundo, edifica, más bien destruyen cualquiera casa en que habiten. Pero hay otra sabiduría que viene de arriba; la cual primero es pudorosa, después pacífica. Es Cristo, Virtud y Sabiduría de Dios, de quien dice el Apóstol: Al cual nos ha dado Dios como sabiduría y justicia, santificación y redención.
  2. Así, pues, esta sabiduría, que era de Dios, vino a nosotros del seno del Padre y edificó para sí una casa, es a saber, a María virgen, su madre, en la que talló siete columnas. ¿Qué significa tallar en ella siete columnas sino hacer de ella una digna morada con la fe y las buenas obras? Ciertamente, el número ternario pertenece a la fe en la santa Trinidad, y el cuaternario, a las cuatro principales virtudes. Que estuvo la Santísima Trinidad en María (me refiero a la presencia de la majestad), en la que sólo el Hijo estaba por la asunción de la humanidad, lo atestigua el mensajero celestial, quien, abriendo los misterios ocultos, dice: “Dios, te salve, llena de gracia, el Señor es contigo”; y en seguida: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra”. He ahí que tienes al Señor, que tienes la virtud del Altísimo, que tienes al Espíritu Santo, que tienes al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Ni puede estar el Padre sin el Hijo o el Hijo sin el Padre o sin los dos el que procede de ambos, el Espíritu Santo, según lo dice el mismo Hijo: “Yo estoy en el Padre y el Padre está en mí”. Y otra vez: “El Padre, que permanece en mí, ése hace los milagros” . Es claro, pues, que en el corazón de la Virgen estuvo la fe en la Santísima Trinidad.
  3. Que poseyó las cuatro principales virtudes como cuatro columnas, debemos investigarlo. Primero veamos si tuvo la fortaleza. ¿Cómo pudo estar lejos esta virtud de aquella que, relegadas las pompas seculares y despreciados los deleites de la carne, se propuso vivir sólo para Dios virginalmente? Si no me engaño, ésta es la virgen de la que se lee en Salomón: ¿Quién encontrará a la mujer fuerte? Ciertamente, su precio es de los últimos confines. La cual fue tan valerosa, que aplastó la cabeza de aquella serpiente a la que dijo el Señor: “Pondré enemistad entre ti y la mujer, tu descendencia y su descendencia; ella aplastará tu cabeza” Que fue templada, prudente y justa, lo comprobamos con luz más clara en la alocución del ángel y en la respuesta de ella. Habiendo saludado tan honrosamente el ángel diciéndole: “Dios te salve, llena de gracia”, no se ensoberbeció por ser bendita con un singular privilegio de la gracia, sino que calló y pensó dentro de sí qué sería este insólito saludo. ¿Qué otra cosa brilla en esto sino la templanza? Mas cuando el mismo ángel la ilustraba sobre los misterios celestiales, preguntó diligentemente cómo concebiría y daría a luz la que no conocía varón; y en esto, sin duda ninguna, fue prudente. Da una señal de justicia cuando se confiesa esclava del Señor. Que la confesión es de los justos, lo atestigua el que dice: Con todo eso, los Justos confesarán tu nombre y los rectos habitarán en tu presencia. Y en otra parte se dice de los mismos: Y diréis en la confesión: Todas las obras del Señor son muy buenas .
  4. Fue, pues, la bienaventurada Virgen María fuerte en el propósito, templada en el silencio, prudente en la interrogación, justa en la confesión. Por tanto, con estas cuatro columnas y las tres predichas de la fe construyó en ella la Sabiduría celestial una casa para sí. La cual Sabiduría de tal modo llenó la mente, que de su Plenitud se fecundó la carne, y con ella cubrió la Virgen, mediante una gracia singular, a la misma sabiduría, que antes había concebido en la mente pura. También nosotros, si queremos ser hechos casa de esta sabiduría, debemos tallar en nosotros las mismas siete columnas, esto es, nos debemos preparar para ella con la fe y las costumbres. Por lo que se refiere a las costumbres, pienso que basta la justicia, mas rodeada de las demás virtudes. Así, pues, para que el error no engañe a la ignorancia, haya una previa prudencia; haya también templanza y fortaleza para que no caiga ladeándose a la derecha o a la izquierda.

 

Sobre la Inmaculada concepción

SANTA MISA CON OCASIÓN DEL 150° ANIVERSARIO
DE LA PROCLAMACIÓN DEL DOGMA DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN

Homilía de san Juan Pablo II

Miércoles 8 de diciembre de 2004

1. “Alégrate, María, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1, 28).

Con estas palabras del arcángel Gabriel, nos dirigimos a la Virgen María muchas veces al día. Las repetimos hoy con ferviente alegría, en la solemnidad de la Inmaculada Concepción, recordando el 8 de diciembre de 1854, cuando el beato Pío IX proclamó este admirable dogma de la fe católica precisamente en esta basílica vaticana.

Saludo cordialmente a cuantos han venido hoy aquí, en particular a los representantes de las Sociedades mariológicas nacionales, que han participado en el Congreso mariológico y mariano internacional, organizado por la Academia mariana pontificia.

Amadísimos hermanos y hermanas, os saludo también a todos vosotros aquí presentes, que habéis venido a rendir homenaje filial a la Virgen Inmaculada. De modo especial, saludo al señor cardenal Camillo Ruini, al que renuevo mi más cordial felicitación por su jubileo sacerdotal, expresándole toda mi gratitud por el servicio que, con generosa entrega, ha prestado y sigue prestando a la Iglesia como mi vicario general para la diócesis de Roma y como presidente de la Conferencia episcopal italiana.

2. ¡Cuán grande es el misterio de la Inmaculada Concepción, que nos presenta la liturgia de hoy!
Un misterio que no cesa de atraer la contemplación de los creyentes e inspira la reflexión de los teólogos. El tema del Congreso que acabo de recordar -“María de Nazaret acoge al Hijo de Dios en la historia”- ha favorecido una profundización de la doctrina de la concepción inmaculada de María como presupuesto para la acogida en su seno virginal del Verbo de Dios encarnado, Salvador del género humano.

“Llena de gracia”,  “κεχαριτωµευη”:  con este apelativo, según el original griego del evangelio de san Lucas, el ángel se dirige a María. Este es el nombre con el que Dios, a través de su mensajero, quiso calificar a la Virgen. De este modo la pensó y vio desde siempre, ab aeterno.

3. En el himno de la carta a los Efesios, que se acaba de proclamar, el Apóstol alaba a Dios Padre porque “nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales” (Ef 1, 3).
¡Con qué especialísima bendición Dios se ha dirigido a María desde el inicio de los tiempos! ¡Verdaderamente bendita, María, entre todas las mujeres! (cf. Lc, 1, 42).

El Padre la eligió en Cristo antes de la creación del mundo, para que fuera santa e inmaculada ante él por el amor, predestinándola como primicia a la adopción filial por obra de Jesucristo (cf. Ef 1, 4-5).

4. La predestinación de María, como la de cada uno de nosotros, está relacionada con la predestinación del Hijo. Cristo es la “estirpe” que “pisaría la cabeza” de la antigua serpiente, según el libro del Génesis (cf. Gn 3, 15); es el Cordero “sin mancha” (cf. Ex 12, 5; 1 P 1, 19), inmolado para redimir a la humanidad del pecado.

En previsión de la muerte salvífica de él, María, su Madre, fue preservada del pecado original y de todo otro pecado. En la victoria del nuevo Adán está también la de la nueva Eva, madre de los redimidos. Así, la Inmaculada es signo de esperanza para todos los vivientes, que han vencido a Satanás en virtud de la sangre del Cordero (cf. Ap 12, 11).

5. Contemplamos hoy a la humilde joven de Nazaret, santa e inmaculada ante Dios por el amor (cf. Ef 1, 4), el “amor” que, en su fuente originaria, es Dios mismo, uno y trino.

¡La Inmaculada Concepción de la Madre del Redentor es obra sublime de la santísima Trinidad! Pío IX, en la bula Ineffabilis Deus, recuerda que el Omnipotente estableció “con el mismo decreto el origen de María y la encarnación de la divina Sabiduría” (Pii IX Pontificis Maximi Acta, Pars prima, p. 559).

El “sí” de la Virgen al anuncio del ángel se sitúa en lo concreto de nuestra condición terrena, como humilde obsequio a la voluntad divina de salvar a la humanidad, no de la historia, sino en la historia. En efecto, preservada inmune de toda mancha de pecado original, la “nueva Eva” se benefició de modo singular de la obra de Cristo como perfectísimo Mediador y Redentor. Ella, la primera redimida por su Hijo, partícipe en plenitud de su santidad, ya es lo que toda la Iglesia desea y espera ser. Es el icono escatológico de la Iglesia.

6. Por eso la Inmaculada, que es “comienzo e imagen de la Iglesia, esposa de Cristo, llena de juventud y de limpia hermosura” (Prefacio), precede siempre al pueblo de Dios en la peregrinación de la fe hacia el reino de los cielos (cf. Lumen gentium, 58; Redemptoris Mater, 2).

En la concepción inmaculada de María la Iglesia ve proyectarse, anticipada en su miembro más noble, la gracia salvadora de la Pascua.

En el acontecimiento de la Encarnación encuentra indisolublemente unidos al Hijo y a la Madre:  “Al que es su Señor y su Cabeza y a la que, pronunciando el primer “fiat” de la nueva alianza, prefigura su condición de esposa y madre” (Redemptoris Mater, 1).

7. A ti, Virgen inmaculada, predestinada por Dios sobre toda otra criatura como abogada de gracia y modelo de santidad para su pueblo, te renuevo hoy, de modo especial, la consagración de toda la Iglesia.

Guía tú a sus hijos en la peregrinación de la fe, haciéndolos cada vez más obedientes y fieles a la palabra de Dios.

Acompaña tú a todos los cristianos por el camino de la conversión y de la santidad, en la lucha contra el pecado y en la búsqueda de la verdadera belleza, que es siempre huella y reflejo de la Belleza divina.

Obtén tú, una vez más, paz y salvación para todas las gentes. El Padre eterno, que te escogió para ser la Madre inmaculada del Redentor, renueve también en nuestro tiempo, por medio de ti, las maravillas de su amor misericordioso. Amén.