Nos saciaremos con la visión del Verbo

De los Sermones de san Agustín, obispo
(Sermón 194, 3-4: PL 38, 1016-1017)

¿Quién puede conocer los tesoros de sabiduría y ciencia ocultos en Cristo y escondidos en la pobreza de su carne? Él, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para que nos enriqueciéramos con su pobreza. Al asumir nuestra condición mortal, destruyendo así la muerte, se mostró en pobreza; pero con ello nos garantizó las riquezas futuras, sin perder las que había dejado.

¡Cuán grande es la bondad que ha reservado para sus fieles, y que comunica a los que esperan en él!

Ahora nuestro conocimiento es parcial, hasta que llegue lo perfecto. Para hacernos capaces de esta perfección futura, él, igual al Padre por su condición de Dios, se hizo semejante a nosotros, tomando la condición de esclavo, para restituirnos nuestra semejanza con Dios; él, Hijo único de Dios, se hizo Hijo del hombre, para convertir en hijos de Dios a todos los hijos de los hombres; tomando la condición visible de esclavo, abolió nuestra condición de esclavos, haciéndonos libres y capaces de contemplar la naturaleza de Dios.

Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es. Aquellos tesoros de sabiduría y ciencia, aquellas riquezas divinas, son llamados así porque ellos nos bastarán. Y aquella gran bondad es llamada así porque nos saciará. Muéstranos, pues, al Padre, y eso nos bastará.

Y, en uno de los salmos, uno de nosotros, en nosotros y por nosotros, le dice al Señor: Me saciaré cuando aparezca tu gloria. Él y el Padre son una misma cosa, y el que lo ve a él ve también al Padre. Por tanto, el Señor, Dios de los ejércitos, es el Rey de la gloria. Cuando se vuelva a nosotros, nos mostrará su rostro; y seremos salvados y quedaremos saciados, y eso nos bastará.

Hasta que llegue este momento, hasta que nos muestre aquello que ha de bastarnos, hasta que podamos beber y saciarnos de aquella fuente de vida que es él mismo, mientras caminamos por la vía de la fe y vivimos en el destierro, lejos de él, mientras tenemos hambre y sed de perfección y santidad y deseamos con ardor inefable contemplar la belleza de Dios, celebremos con humilde devoción su nacimiento en condición de esclavo.

No podemos aún contemplar cómo es engendrado por el Padre antes de la aurora; festejemos su nacimiento de la Virgen en plena noche. Aún no percibimos cómo su nombre es eterno y su fama dura como el sol; reconozcamos que su tienda ha sido puesta en el sol.

Aún no vemos al Unigénito que permanece en el Padre; recordemos al Esposo que sale de su alcoba. Aún no ha llegado el momento de sentarnos a la mesa de nuestro Padre; veneremos el pesebre de nuestro Señor Jesucristo.

Jesucristo, hombre y Dios y jefe de la Iglesia

San Agustín, sermón 341

Cartago, en la basílica Restituta;

12 de diciembre del año 418 ó 419

 

1. Por cuanto he podido vislumbrar en las páginas sagradas, hermanos, a nuestro Señor Jesucristo se le considera y nombra de tres modos cuando es anunciado tanto en la ley y los profetas como en las cartas apostólicas o en los hechos merecedores de fe que conocemos por el Evangelio. El primero de ellos, anterior a la asunción de la carne, es en cuanto Dios y en referencia a la divinidad, igual y coeterna a la del Padre. El segundo se refiere al momento en que ha asumido ya la carne, en cuanto se lee y se entiende que el mismo que es Dios es hombre y el mismo que es hombre es Dios, según una cierta propiedad de su excelsitud, por la que no se equipara a los restantes hombres, sino que es mediador y cabeza de la Iglesia. El tercer modo es lo que en cierta manera denominamos Cristo total, en la plenitud de su Iglesia, es decir, cabeza y cuerpo, según la plenitud de cierto varón perfecto, de quien somos miembros cada uno en particular. Tal es lo que se proclama a los creyentes y se ofrece como cognoscible a los sabios. En tan breve espacio de tiempo no me es posible ni recordar ni explicar los numerosos testimonios de la Escritura con que probar los tres modos mencionados; pero no puedo dejar todo sin probar. Así, pues, trayendo a la memoria algunos de esos testimonios, vosotros mismos podéis ver y encontrar en las Escrituras los restantes, que la premura del tiempo no me permite mencionar.

2. Al primer modo de indicar a nuestro Señor y Salvador Jesucristo, el Hijo único de Dios, por quien fueron hechas todas las cosas, se refiere aquel texto destacado y deslumbrante del evangelio según San Juan: En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba en Dios, y la Palabra era Dios; ella estaba al principio junto a Dios; todo fue hecho por ella, y sin ella no se hizo nada. Todo lo que fue hecho era vida en ella; y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la acogieron1. Palabras estas que causan admiración y estupor y que hay que abrazar antes incluso de comprenderlas. Si se presenta a vuestra boca cualquier alimento, uno recibe una parte de él y otro, otra: a todos llega el mismo alimento, pero no a todos el alimento entero. De idéntica manera se presentan ahora a vuestros oídos mis palabras a modo de alimento y bebida, pero este alimento y bebida llega a todos íntegramente. ¿O es que, cuando hablo, uno se queda con una sílaba y otro con otra? ¿O uno con una palabra y otro con otra? Si así fuera, tendría que decir tantas palabras cuantos hombres estoy viendo, para que a cada uno le llegue, al menos, una. Ciertamente es muy probable que diga más palabras que hombres veo; pero todas llegan a todos. La palabra, pues, del hombre no se divide en sílabas para que todos la escuchen; ¿y va a haber que dividir en pedazos la Palabra de Dios para que esté por doquier? ¿Acaso pensamos, hermanos, que estas palabras que suenan y pasan sufren alguna comparación con aquella Palabra que permanece inconmutablemente? ¿La he comparado yo al decir lo anterior? No quise más que insinuaros de algún modo que lo que Dios muestra en las cosas corporales ha de serviros para creer lo que aún no veis a propósito de las palabras espirituales. Mas pasemos ya a cosas superiores, pues las palabras suenan y desaparecen. De entre las cosas espirituales, pensad en la justicia. Si piensan en la justicia uno en occidente y otro en oriente, ¿cómo se explica que tanto el uno como el otro piensen en ella en su totalidad y uno y otro la vean en su plenitud? En efecto, se comporta justamente quien ve la justicia y actúa de acuerdo con ella. La ve dentro y actúa fuera. ¿Cómo la ve dentro, si no dispone de nada para ello? Por el hecho de estar uno en un lugar, ¿no puede llegar el pensamiento del otro a ese mismo lugar? Luego, si tú que te hallas aquí ves con tu mente lo mismo que ve el otro tan alejado de ti, si resplandece para ti en su totalidad y en su totalidad resulta visible para él, puesto que las cosas divinas e incorpóreas están íntegras por doquier, cree que la Palabra está íntegra en el Padre e íntegra en el seno. Créelo de la Palabra de Dios, que es Dios cabe Dios.

3. Pero escucha ya otra denominación, otro modo de indicar a Cristo que utiliza la Escritura. Lo que acabo de decir se refería al tiempo anterior a asumir la carne. Ahora, en cambio, escucha lo que, a su vez, proclama de la Escritura: La Palabra, dice, se hizo carne y habitó entre nosotros2. En efecto, el que había dicho: En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios; ella estaba al principio junto a Dios; todo se hizo por ella, y sin ella no se hizo nada, hubiese perdido el tiempo al anunciarnos la divinidad de la Palabra si hubiese callado su humanidad. Pues, para que yo pueda verla, ella colabora aquí conmigo; ella viene en socorro de mi debilidad para purificarme y poder contemplarla. Tomando la naturaleza humana de la misma naturaleza humana, se hizo hombre. Con el jumento de su carne se acercó al que yacía herido en el camino3 para dar forma y nutrir con el sacramento de su encarnación nuestra pequeña fe, para purificar el entendimiento para que vea lo que nunca perdió a través de aquello que asumió. Efectivamente, comenzó a ser hombre, no dejó de ser Dios. Esto es, pues, lo que se proclama de nuestro Señor Jesucristo en cuanto mediador, en cuanto cabeza de la Iglesia: que Dios es hombre y el hombre es Dios, puesto que dice Juan: Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros4.

4. Escuchad ya una y otra cosa en aquel conocidísimo texto del apóstol Pablo: Quien, existiendo en la forma de Dios, dice, no consideró una rapiña al ser igual a Dios5. Esto equivale a: En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios6. ¿Cómo dijo el Apóstol: No consideró una rapiña el ser igual a Dios, si no es igual a Dios? Si, en cambio, es Dios el Padre, pero no él, ¿cómo es igual? Así, pues, donde Juan dice: La Palabra era Dios, dice Pablo: No consideró una rapiña el ser igual a Dios. Y donde aquél: La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, éste: Pero se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo7. Prestad atención: en cuanto que se hizo hombre, en cuanto que la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, en ese mismo sentido se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo. ¿Cómo se anonadó? No de manera que perdiese la divinidad, sino revistiéndose de la humanidad, mostrando a los hombres lo que no era antes de ser hombre. Así, se anonadó haciéndose visible, es decir, ocultando la dignidad de su majestad y mostrando la carne, vestimenta de su humanidad. Se anonadó, pues, a sí mismo, tomando la forma de siervo, sin perder la forma de Dios. En efecto, al hablar de la forma de Dios, no dijo «tomó», sino: Existiendo en la forma de Dios, no consideró una rapiña el ser igual a Dios8; mas cuando llegó a la forma de siervo, dijo: Tomando la forma de siervo. Por tanto, en cuanto que se anonadó a sí mismo, es mediador y cabeza de la Iglesia, por quien nos reconciliamos con Dios por el sacramento de su humildad, pasión, resurrección, ascensión y juicio futuro, de forma que se oigan aquellas dos cosas futuras, a pesar de que Dios haya hablado una sola vez. ¿Cuándo se escucharán las dos cosas? Cuando pague a cada uno según las propias obras9.

5. Manteniendo, pues, esto, no os sorprendan las cuestiones humanas, que, según palabras del Apóstol10, se propagan como el cáncer; antes bien, custodiad vuestros oídos y la virginidad de vuestra mente, como desposados por el amigo del esposo a un solo varón para mostraros a Cristo como virgen casta. Vuestra virginidad, pues, está en la mente. La virginidad corporal la poseen pocos en la Iglesia; la virginidad de la mente debe hallarse en todos los fieles. Esta virginidad la quiere profanar la serpiente, de la que dice el mismo Apóstol: Os he desposado con un solo varón para presentaros a Cristo como virgen casta. Y temo que la serpiente os engañe con su astucia, como engañó a Eva, y de esa manera también vuestros sentidos se corrompan y se alejen de la castidad, que radica en Cristo Jesús11. Vuestros sentidos, dijo, es decir, vuestras mentes. Y esta forma de hablar es más apropiada, pues se entiende por sentidos también los de este cuerpo: la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto. El Apóstol temió que se corrompieran nuestras mentes donde se halla la virginidad de la fe. Ahora, ¡oh alma, ponte en marcha, conserva tu virginidad, que ha de ser fecundada luego en el abrazo de tu esposo. Cercad, pues, según está escrito, vuestros oídos con espinos12.

El problema arriano turbó a los hermanos débiles de la Iglesia; mas, con la misericordia del Señor, triunfó la fe católica. No abandonó él a su Iglesia, y si temporalmente la llenó de turbación, fue para que continuamente le suplicara a él, por quien iba a ser cimentada sobre roca firme. La serpiente sigue susurrando aún y no calla. Con cierta promesa de ciencia, busca arrojar del paraíso de la Iglesia a los cristianos para no permitirles volver al paraíso aquel del que fue arrojado el primer hombre.

6. Estad atentos, hermanos. Lo que ocurrió en aquel paraíso, eso mismo ocurre en la Iglesia. Que nadie nos aleje de este paraíso. Bástenos ya el haber perdido aquél; que al menos la experiencia nos corrija. La serpiente es la misma, la que siempre sugiere la iniquidad y la impiedad. A veces promete la impunidad, como la prometió también allí al decir: ¿Acaso vais a morir?13 Con el fin de que los cristianos vivan mal, sugiere cosas semejantes: «¿Acaso, dice, va a perder Dios a todos? ¿Va a condenarlos a todos por ventura?» Dios dice: «Los condenaré, perdonaré a quienes cambien; si ellos cambian sus hechos, yo cambio mis amenazas». La serpiente es, pues, quien murmura y musita, diciendo: «Ved donde está escrito: El Padre es mayor que yo14; ¿y tú dices que es igual al Padre?» Acepto lo que dices, pero acepto ambas cosas, puesto que ambas leo. ¿Por qué tú aceptas una cosa y no quieres aceptar la otra? Conmigo has leído una y otra. He aquí que el Padre es mayor que yo; lo acepto no porque lo digas tú, sino porque lo dice el Evangelio; acepta también tú que el Hijo es igual a Dios Padre; acepta la palabra del Apóstol. Une ambas afirmaciones; vayan de acuerdo ambas, puesto que quien habló en el Evangelio por medio de Juan fue el mismo que habló por medio de Pablo en su carta. No puede, pues, estar en contradicción consigo mismo; mas tú, como amas el litigar, no quieres comprender la concordia de las Escrituras. Él dice: —Te lo pruebo por el Evangelio: El Padre es mayor que yo. —También yo te lo pruebo con el Evangelio: Yo y el Padre somos una sola cosa15. ¿Cómo pueden ser verdaderas ambas afirmaciones? ¿Cómo nos enseña el Apóstol que yo y el Padre somos una sola cosa? Quien, existiendo en la forma de Dios, no consideró una rapiña el ser igual a Dios. Escucha: El Padre es mayor que yo; pero se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo16. Advierte que te muestro por qué el Padre es mayor; tú muéstrame en qué no es igual. Una y otra cosa la leemos. Es menor que el Padre en cuanto hijo del hombre; igual al Padre en cuanto Hijo de Dios, puesto que la Palabra era Dios. Como mediador es Dios y hombre, Dios igual al Padre, hombre menor que el Padre. Es, pues, al mismo tiempo, igual y menor: igual en la forma de Dios, menor en la forma de siervo. Muestra, pues, tú de dónde le viene el ser igual y menor. ¿Acaso es igual en una parte y menor en otra? Dejando de lado la asunción de la carne, muéstrame que es igual y menor. Quiero ver cómo lo vas a demostrar.

7. Considerad la impiedad estúpida que es pensar según la carne, de acuerdo con lo que está escrito: Pensar según la carne es la muerte17. Párate aquí. Prescindo todavía, aún no hablo de la encarnación de nuestro Señor Jesucristo, el Hijo único de Dios; como si aún no fuera realidad lo que ya lo ha sido, considero contigo: En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios; ella estaba al principio junto a Dios18. Considero contigo: Quien, existiendo en la forma de Dios, no consideró una rapiña el ser igual a Dios19. Muéstrame aquí que es mayor y menor. ¿Qué vas a decirme? ¿Vas a establecer en Dios cualidades, es decir, ciertas afecciones del cuerpo o del alma en las que experimentamos que es una y otra cosa? Con referencia a la naturaleza, puedo afirmarlo ciertamente, pero sabe Dios si también vosotros lo entendéis así. Por tanto, como había comenzado a decir, muéstrame que es menor, muéstrame que es igual antes de la asunción de la carne, antes de que la Palabra se hiciera carne y habitara entre nosotros. ¿Acaso Dios es una y otra cosa, de manera que en una parte el Hijo es menor que él y en otra igual a él? Como si dijéramos que se trata de ciertos cuerpos, donde puedes decirme: «Es igual en longitud, pero menor en dureza». En efecto, con frecuencia ocurre que dos cuerpos son iguales en longitud, mas la dureza de uno es mayor y la de otro menor. Entonces, ¿hemos de pensar a Dios y a su Hijo como si fueran cuerpos? ¿Hemos de imaginar así a quien existió íntegro en María, íntegro junto al Padre, íntegro en la carne e íntegro sobre los ángeles? ¡Aleje Dios estos pensamientos de las mentes de los cristianos! Tus pensamientos pudieran tal vez decir: «Son iguales en dureza y longitud, pero desiguales en el color». ¿Dónde hay color sino en las cosas corporales? Allí, en cambio, existe la luz de la sabiduría. Muéstrame el color de la justicia. Si estas cosas no tienen color, tú no dirías tales cosas de Dios con sólo que tuvieras el color del pudor.

8. ¿Qué has de decir, pues? ¿Que son iguales en poder, pero que el Hijo es menor en prudencia? Dios sería injusto sí hubiese dado un poder igual a una prudencia menor. Si son iguales en prudencia, pero el Hijo es menor en poder, Dios es envidioso al otorgar un poder menor a una prudencia igual. Pero en Dios todo lo que se dice de él es él mismo. Pues en él no es una cosa el poder y otra la prudencia, una la fortaleza, otra la justicia y otra la castidad. Cualesquiera de estas cosas que afirmes de Dios, no se entienden como cosas distintas; además, nada se afirma dignamente de él, puesto que esas cosas son propias de las almas que en cierto modo penetra aquella luz y las llena según sus cualidades, del mismo modo que esta luz visible llena a los cuerpos cuando aparece. Si desaparece, todos los cuerpos tienen el mismo color, aunque es más apropiado hablar de ningún color. Mas cuando, proyectada, ilumina los cuerpos, aunque ella sea uniforme, cubre a los cuerpos con un brillo distinto según las diversas cualidades de los mismos. Así, pues, aquellas virtudes son afecciones de las almas que han sido afectadas positivamente por aquella luz a la que nada afecta y formadas por la que no es formada.

9. Sin embargo, hermanos, hablamos así de Dios porque no encontramos nada mejor que decir. Digo que Dios es justo porque no encuentro palabra humana mejor; en realidad, él está más allá de la justicia. Dice la Escritura: El Señor es justo, y amó la justicia20. Pero allí se dice también que Dios se arrepintió21 y que Dios ignora22. ¿Quién no se horroriza? ¿Ignora Dios algo? ¿Se arrepiente Dios? Sin embargo, también la Sagrada Escritura se rebaja saludablemente hasta estas palabras que te causan horror, precisamente para que no pienses que se afirman de él dignamente aquellas otras que tú consideras grandes. Y así, si preguntas: «¿Qué se puede afirmar dignamente de Dios?», quizá te responda alguien y te diga: «Que es justo». Pero otro más inteligente que éste te dirá que incluso esa palabra queda superada por su excelencia y que es indigna de ser afirmada de él, aunque se acomode justamente a la capacidad humana. De esta forma, si aquél quisiera probar su punto de vista con la Escritura, puesto que está escrito: El Señor es justo23, se le responderá correctamente que en las mismas Escrituras aparece que Dios se arrepiente. Como esto no se entiende en la forma habitual de hablar, es decir, como suelen arrepentirse los hombres, así ha de comprenderse que tampoco corresponde a su sobreeminencia el llamarle justo. Todo ello, aunque la Escritura haya empleado el término de forma adecuada, para conducir gradualmente al alma, por medio de palabras ordinaria, hasta lo que no puede decirse. Dices ciertamente que Dios es justo; piensa, sin embargo, en algo que está más allá de la justicia que sueles aplicar a los hombres. «Pero las Escrituras dijeron que era justo». Por eso dijeron también que se arrepiente e ignora, cosa que ya no quieres afirmar de él. Como comprendes que esas cosas que aborreces se afirman de él en atención a tu debilidad, de idéntica manera estas otras que tú tanto valoras han sido dichas en atención a alguna robustez más consistente. Quien trascienda todo esto y comience a pensar de manera digna de Dios en cuanto le está concedido al hombre, hallará un silencio digno de ser alabado con la voz inefable del corazón.

10. Por tanto, hermanos, puesto que en Dios es lo mismo el poder que la justicia —cuanto digas de él, dices siempre lo mismo, aunque nada digas de manera digna—, no puedes decir que el Hijo es igual al Padre por la justicia y no lo es por el poder, o que es igual por el poder y desigual por la ciencia, puesto que, si es igual en alguna cosa, lo es en todas. Todas las cosas que allí afirmas son idénticas y valen lo mismo. Basta, pues, puesto que no eres capaz de decir cómo el Hijo es desigual al Padre, a no ser que establezcas algunas diversidades en la sustancia de Dios. Y, si las introduces, te arroja fuera la verdad y no accedes a aquel santuario de Dios donde se le ve con absoluta claridad. Dado que no puedes afirmar que es igual en una parte y desigual en otra, puesto que en Dios no hay partes, tampoco puedes decir que en una es igual y en otra es menor, puesto que en Dios no existen cualidades. En cuanto Dios, no puedes hablar de igualdad si no es de igualdad absoluta. ¿Cómo, pues, puedes decir que es menor, a no ser porque tomó la forma de siervo? Por tanto, hermanos, estad siempre atentos a estas cosas. Si en el uso de las Escrituras tomáis una norma fija, la misma luz os mostrará todas las cosas. De esta manera, cuando encontréis que se dice que el Hijo es igual que el Padre, aceptadlo en cuanto a la divinidad. En cambio, por lo que se refiere a la forma asumida de siervo, reconocedle menor. Respectivamente, según se ha dicha: Yo soy el que soy; y: Yo soy el Dios de Abrahán, y el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob24; así os aferraréis a lo que es en su naturaleza y lo que es en su misericordia.

Pienso que ya he hablado bastante también de aquel modo por el que a Jesucristo nuestro Señor y Salvador, hecho mediador y cabeza de la Iglesia, por quien nos reconciliamos con Dios, se le indica en las Escrituras como Dios y hombre.

11. El tercer modo tiene lugar cuando se anuncia el Cristo total en cuanto Iglesia, es decir, la cabeza y el cuerpo. La cabeza y el cuerpo forman un único Cristo; no en el sentido de que no esté íntegro sin el cuerpo, sino en cuanto que se dignó ser un todo íntegro con nosotros el que aun sin nosotros existe íntegro no sólo en cuanto Palabra, como Hijo unigénito del Padre, sino incluso en el hombre mismo que tomó, con el cual es, al mismo tiempo, Dios y hombre. Con todo, hermanos, ¿cómo somos nosotros su cuerpo y él un único Cristo con nosotros? ¿Dónde encontramos que el único Cristo lo forman la cabeza y el cuerpo, es decir, la cabeza con su cuerpo? En Isaías, la Esposa habla con el esposo como en singular; ciertamente es una y misma persona la que habla. Pero ved lo que dice: Como a esposo, me ciñó la diadema, y como a esposa, me revistió de adornos25. Como a esposo y como a esposa; a la misma persona llama esposo, en cuanto cabeza, y esposa, en cuanto cuerpo. Parecen dos y es uno solo. De otro modo, ¿cómo somos miembros de Cristo? El Apóstol lo dice clarísimamente: Vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros26. Todos en conjunto somos los miembros y el cuerpo de Cristo; no sólo los que estamos en este recinto, sino también los que se hallan en la tierra entera; ni sólo los que viven ahora, sino también, ¿qué he de decir? Desde el justo Abel hasta el fin del mundo, mientras haya hombres que engendren y sean engendrados, cualquier justo que pase por esta vida, todo el que vive ahora, es decir, no en este lugar, sino en esta vida, todo el que venga después; todos ellos forman el único cuerpo de Cristo y cada uno en particular son miembros de Cristo. Si, pues, en conjunto son el cuerpo y en particular son miembros, tiene que haber una cabeza para ese cuerpo. Y él mismo es, dice, la cabeza del cuerpo de la Iglesia; el primogénito, el que tiene el primado27. Y como dijo también de él que siempre es la cabeza de todo principado y potestad28, esta Iglesia, peregrina ahora, se asocia a aquella otra Iglesia celeste, donde tenemos a los ángeles como ciudadanos, y pecaríamos de arrogantes al pretender ser iguales a ellos tras la resurrección de los cuerpos, de no haberlo prometido la Verdad al decir: Serán iguales a los ángeles de Dios29. Así se constituye la única Iglesia, la ciudad del gran rey.

12. Por tanto, Cristo aparece en las Escrituras en forma que has de entenderlo, a veces, como la Palabra igual al Padre; a veces, como mediador, cuando la Palabra se hizo carne para que habitase entre nosotros; cuando el Unigénito, por quien fueron hechas todas las cosas, no juzgó una rapiña el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo y haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz30; a veces, como la cabeza y el cuerpo, explicando el mismo Apóstol con toda claridad lo que se dijo en el Génesis del varón y la mujer: Serán dos en una sola carne. Ved que es él quien lo expone, no parezca que soy yo quien osa presentar propias conjeturas. Serán, dijo, dos en una sola carne; y añadió: Esto encierra un gran misterio. Y para que nadie pensase todavía que hablaba del varón y de la mujer, refiriéndose a la unión natural de ambos sexos y a la cópula carnal, dijo: Yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia31. Lo dicho: Serán dos en una sola carne, no son ya dos, sino una sola carne, se entiende según esa realidad que se da en Cristo y la Iglesia. Como se habla de esposo y esposa, así también de cabeza y cuerpo, puesto que el varón es la cabeza de la mujer. Sea que yo hable de cabeza y cuerpo, sea que hable de esposo y esposa, entended una sola cosa. Por eso, el mismo Apóstol, cuando aún era Saulo, escuchó: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?32, puesto que el cuerpo va unido a la cabeza. Y cuando él, ya predicador de Cristo, sufría, de parte de otros, lo mismo que él había hecho sufrir cuando era perseguidor, dice: Para suplir en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo33, mostrando que cuanto él padecía pertenecía a la pasión de Cristo. Esto no puede aplicarse a él en cuanto cabeza, puesto que, presente ya en el cielo, nada padece; sino en cuanto cuerpo, es decir, la Iglesia; cuerpo que con su cabeza forma el único Cristo.

13. Mostrad, pues, que sois un cuerpo digno de tal cabeza, una esposa digna de tal esposo. Tal cabeza no puede sino tener un cuerpo adecuado a ella, ni tan gran varón toma una mujer no digna de él. Para mostrarse a sí, dijo, a la Iglesia gloriosa, sin mancha, ni arruga, ni nada parecido34. Esta es la esposa de Cristo, la que no tiene ni mancha ni arruga. ¿Quieres no tener mancha? Cumple lo que está escrito: Lavaos, estad limpios; eliminad las maldades de vuestros corazones35. ¿Quieres no tener arrugas? Tiéndete en la cruz. Para estar sin mancha ni arruga no necesitas solamente lavarte, sino también tenderte. Por medio del lavado se eliminan los pecados; al tenderte se produce el deseo del siglo futuro, razón por la que fue crucificado Cristo. Escucha al mismo Pablo, ya lavado: Nos salvó no por las obras de justicia que hubiéramos hecho, sino, en su misericordia, por el baño de la regeneración36. Escúchale a él mismo tendido: Olvidando, dijo, lo que está atrás y tendido hacia lo que está delante, en mi intención, persigo la palma de la suprema vocación de Dios en Cristo Jesús37.

“El monje”

Poesía dedicada a

mis compañeros monjes de todo el mundo

 

“El Monje”
(En ocasión de la jornada pro orantibus 2019)

¿Qué es un monje? me preguntas,
pues te explico lo que entiendo:
por afuera, sólo un hombre,
mas por dentro, un predilecto…;

Es un hombre como todos
carne y huesos más flaquezas,
miserable por ser polvo
pues también salió de tierra.
Más en algo se distingue
y de allí se sigue el resto,
en que a Dios constante sigue,
no se guarda ni un momento.

Ya su vida no es su vida
sólo es suyo el corazón,
corazón que no mezquina
pues de él dispone Dios;
en su entrega generosa
prefirió la soledad,
soledad que al mundo choca
y esto es una gran verdad;
no es ausencia de personas
sólo cambia compañía,
sus palabras se hacen pocas,
sus plegarias infinitas;
pues oculto en el silencio
pide a Cristo que lo tome,
que las culpas de otro tiempo
las convierta en oraciones:

Oraciones que en el cielo
son fragantes como rosas,
que se elevan como incienso
y hermosean al que ora:
oraciones que interceden
por el alma en agonía,
oraciones que mantienen
en los hombres la fe viva;
oraciones que reparan
los pecados cometidos,
oraciones que acompañan
a sus seres más queridos.

Otra cosa que hace el monje
es clamar en el silencio,
se asemeja al Cristo pobre
que lloraba allá en el huerto;
ese Cristo doloroso
que con lágrimas rogaba
a su Padre Bondadoso
que a los hombres perdonara;
aquel Cristo tan amante
que asumiendo los pecados
“por clemente fue culpable”
y al madero lo clavaron.

El monje también se clava,
se clava con el Maestro,
comparte su misma espada
y combate en el silencio;
su batalla no es ruidosa
pues combátese a sí mismo,
los defectos se reprocha,
quiere andar en heroísmo.

Pide a Dios, en su miseria,
le conceda las virtudes;
caridad y fortaleza,
y a la Virgen que lo ayude
a ser ejemplo de humildad,
esperanza y sacrificio,
a ser en definitiva
fiel imagen de su Hijo:
obediente en todo al Padre,
consagrado a sus hermanos,
por amor dispuesto a muerte
y enemigo del pecado.

Caballero del Divino
dejó el mundo por las almas;
de este mundo fue cautivo,
y ahora es libre por la gracia;
de esa gracia que lo alegra,
que regocija su interior,
que promete vida eterna
al vasallo fiel de Dios.

Ya sus armas son distintas
no pelea con fusiles:
un rosario con sus cuentas
y la gracia que lo anime,
fuerte yelmo es su capucha,
lo separa de los ruines,
la armadura que lo cuida
es el hábito que viste.

Sus plegarias son la lanza
con que vence al tentador,
sus palabras son espada
que se blande en el ambón;
con paciencia y sacrificios
cabalgando va en tesón
y la fuente de sus bríos
es la Madre del Señor;
esa Madre que lo cubre,
que protege su pureza,
que lo mira siempre dulce,
que resguarda su inocencia,
que lo toma de la mano
como niño balbuciente
y lo lleva con cuidado
hacia la patria celeste.

Y para llegar al cielo
eligió parte mejor:
de rodillas, al Maestro
se entregó en contemplación.
contribuye al plan divino
con su vida de oración,
pero el mérito es de Cristo:
Verbo eterno y Redentor;

Pide siempre ser constante
a la Santa Trinidad,
y lo libre de aferrarse
a la propia voluntad.
Sólo en Dios abandonado
en la fe vive y se esconde…;
mi respuesta he formulado,
algo de esto es un monje.

P. Jason.
(Escrito durante el tiempo de diaconado)

La Virgen María, modelo de la virginidad de la Iglesia

Catequesis de Juan Pablo II

(20-VIII-97)

 1. La Iglesia es madre y virgen. El Concilio, después de afirmar que es madre, siguiendo el modelo de María, le atribuye el título de virgen, y explica su significado: «También ella es virgen que guarda íntegra y pura la fidelidad prometida al Esposo, e imitando a la Madre de su Señor, con la fuerza del Espíritu Santo, conserva virginalmente la fe íntegra, la esperanza firme y la caridad sincera» (Lumen gentium, 64).

Así pues, María es también modelo de la virginidad de la Iglesia. A este respecto, conviene precisar que la virginidad no pertenece a la Iglesia en sentido estricto, dado que no constituye el estado de vida de la gran mayoría de los fieles. En efecto, en virtud del providencial plan divino, el camino del matrimonio es la condición más general y, podríamos decir, la más común de los que han sido llamados a la fe. El don de la virginidad está reservado a un número limitado de fieles, llamados a una misión particular dentro de la comunidad eclesial.

Con todo, el Concilio, refiriendo la doctrina de san Agustín, sostiene que la Iglesia es virgen en sentido espiritual de integridad en la fe, en la esperanza y en la caridad. Por ello, la Iglesia no es virgen en el cuerpo de todos sus miembros, pero posee la virginidad del espíritu («virginitas mentis»), es decir, «la fe íntegra, la esperanza firme y la caridad sincera» (In Ioannem Tractatus, 13, 12: PL 35, 1.499).

2. La constitución Lumen gentium recuerda, a continuación, que la virginidad de María, modelo de la de la Iglesia, incluye también la dimensión física, por la que concibió virginalmente a Jesús por obra del Espíritu Santo, sin intervención del hombre.

María es virgen en el cuerpo y virgen en el corazón, como lo manifiesta su intención de vivir en profunda intimidad con el Señor, expresada firmemente en el momento de la Anunciación. Por tanto, la que es invocada como «Virgen entre las vírgenes», constituye sin duda para todos un altísimo ejemplo de pureza y de entrega total al Señor. Pero, de modo especial, se inspiran en ella las vírgenes cristianas y los que se dedican de modo radical y exclusivo al Señor en las diversas formas de vida consagrada.

Así, después de desempeñar un papel importante en la obra de la salvación, la virginidad de María sigue influyendo benéficamente en la vida de la Iglesia.

3. No conviene olvidar que el primer ejemplar, y el más excelso, de toda vida casta es ciertamente Cristo. Sin embargo, María constituye el modelo especial de la castidad vivida por amor a Jesús Señor.

Ella estimula a todos los cristianos a vivir con especial esmero la castidad según su propio estado, y a encomendarse al Señor en las diferentes circunstancias de la vida. María, que es por excelencia santuario del Espíritu Santo, ayuda a los creyentes a redescubrir su propio cuerpo como templo de Dios (cf. 1 Co 6,19) y a respetar su nobleza y santidad.

A la Virgen dirigen su mirada los jóvenes que buscan un amor auténtico e invocan su ayuda materna para perseverar en la pureza.

María recuerda a los esposos los valores fundamentales del matrimonio, ayudándoles a superar la tentación del desaliento y a dominar las pasiones que pretenden subyugar su corazón. Su entrega total a Dios constituye para ellos un fuerte estímulo a vivir en fidelidad recíproca, para no ceder nunca ante las dificultades que ponen en peligro la comunión conyugal.

4. El Concilio exhorta a los fieles a contemplar a María, para que imiten su fe «virginalmente íntegra», su esperanza y su caridad.

Conservar la integridad de la fe representa una tarea ardua para la Iglesia, llamada a una vigilancia constante, incluso a costa de sacrificios y luchas. En efecto, la fe de la Iglesia no sólo se ve amenazada por los que rechazan el mensaje del Evangelio, sino sobre todo por los que, acogiendo sólo una parte de la verdad revelada, se niegan a compartir plenamente todo el patrimonio de fe de la Esposa de Cristo.

Por desgracia, esa tentación, que se encuentra ya desde los orígenes de la Iglesia, sigue presente en su vida, y la impulsa a aceptar sólo en parte la Revelación o a dar a la palabra de Dios una interpretación restringida y personal, de acuerdo con la mentalidad dominante y los deseos individuales. María, que aceptó plenamente la palabra del Señor, constituye para la Iglesia un modelo insuperable de fe «virginalmente íntegra», que acoge con docilidad y perseverancia toda la verdad revelada. Y, con su constante intercesión, obtiene a la Iglesia la luz de la esperanza y el fuego de la caridad, virtudes de las que ella, en su vida terrena, fue para todos ejemplo inigualable.

[L’Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 22-VIII-97]

Eucaristía, fruto y expresión de la amistad divina en esta vida

“A vosotros os llamo amigos…”

 

P. Jason Jorquera M.

Amor en general

Es bastante conocida la obra literaria de Saint Exupéry titulada “El principito”, en donde el autor narra un inolvidable encuentro con este pequeño hombrecito que busca amigos. Me gustaría citar el libro hacia el final (pero no es el final, por si alguno todavía no lo ha leído), porque resalta de una manera muy clara y a la vez profunda el valor de la verdadera amistad. Comienza así el principito este breve dialogo:

-Mirarás por la noche las estrellas. No sabrás exactamente cuál es la mía pues mi casa es demasiado pequeña. Pero será mejor así. Para ti mi estrella será alguna de todas ellas; te agradará mirarlas y todas serán tus amigas. Luego te haré un regalo…

Rió nuevamente.

-Ah! cómo me gusta oír tu risa!

-Precisamente, será mi regalo… será como el agua…

-No comprendo.

-Las estrellas no significan lo mismo para todas las personas. Para algunos viajantes son guías. Para otros no son más que lucecitas. Para los sabios son problemas. Para mi hombre de negocios eran oro. Ninguna de esas estrellas habla. En cambio tú…, tendrás estrellas como ninguno ha tenido.

-Qué intentas decirme?

-Por las noches tú elevarás la mirada hacia el cielo. Como yo habitaré y reiré en una de ellas, será para ti como si rieran todas las estrellas. Tú poseerás estrellas que saben reír.

Volvió a reír.

-Cuando hayas encontrado consuelo (siempre se encuentra), te alegrarás por haberme conocido. Siempre seremos amigos.

 

La amistad es una de las especies del amor, es decir, que los amigos realmente se aman y buscan acrecentar ese mutuo afecto, estima y deseo del bien del otro; eso es la amistad.

Antes de seguir adelante, mencionemos brevemente el proceso del amor en general, para comprender mejor la particularidad del amor de Cristo.

 Cuando los hombres descubrimos algo de bondad en los demás, ello capta nuestra atención. Luego de detenernos algún tiempo y “comprender” la bondad de aquello que llamó nuestra atención, surge lo que llamamos “atracción” hacia el objeto que contemplamos. Y si el objeto que posee la bondad que nos atrae es capaz de ser alcanzado, brota entonces la esperanza y junto con ella nuestra actitud de ir por él. Finalmente, cuando entre nosotros y el objeto, bajo razón de bien (aun cuando en esto pueda haber error, como el que considera bueno algo que está mal y comete un pecado), se produce verdadera correspondencia entonces surge el amor; y el fruto del amor, es la unión. Es por eso que dos personas que se aman, ya sean hermanos, amigos, esposos, padres e hijos, etc., necesariamente tienden a buscar la unión de corazones; y en la medida que ese amor se vaya acrecentando y se vaya haciendo más puro, el que ama irá haciendo lo posible por entregarse más profundamente a la persona que ama. Y así, pues, podemos decir del amor verdadero que:

–  Se corresponde: por ejemplo, los amigos que se buscan constantemente.

–  Se manifiesta: como los esposos cada vez que se dicen que se quieren.

–  y busca cada vez más la unión de los que se aman.

El amor de Cristo

Habiendo considerado todo esto vemos claramente que el amor de amistad, al igual todas las especies del amor, es capaz de generar lazos tan fuertes entre aquellos que se aman, que se dice que se van volviendo “como una sola alma”, en cuanto que aman lo mismo, es decir, la bondad que descubren en el otro, como por ejemplo David y Jonatán en el Antiguo Testamento: “Saúl ya no dejó que David volviera a su casa, sino que lo mantuvo cerca de él, de modo que Jonatán se hizo muy amigo de David. Tanto lo quería Jonatán que, desde ese mismo día, le juró que serían amigos para siempre, pues lo amaba como a sí mismo” (1 Sam 18, 1-3); “Y Jonatán dijo a David: Lo que deseare tu alma, haré por ti.” (1 Sam 20,4)

La amistad perfecta, verdadera y agradable a los ojos de Dios, es la amistad que se funda en la virtud; por lo tanto:

– no es amistad verdadera la que se funda en el interés,

– no es amistad verdadera la que se funda en el placer,

– y no es amistad verdadera la que se fundamenta en el pecado;

sino la que sinceramente se asienta sobre la base de la virtud, y a partir de ella genera sus lazos. Pero para formase estos lazos se necesita además tiempo y hábito… El deseo de ser amigo puede ser rápido, pero la amistad no lo es.  En consecuencia: la amistad con Jesucristo se va a dar esencialmente a partir de nuestro contacto con Él en la oración; en nuestros ratos a solas con Él y en las obras de caridad que hagamos con los demás por amor a Él.

Por parte de Jesucristo, digamos una vez más, que de alguna manera como que rompe todos estos esquemas, pero porque en realidad los trasciende, está por sobre ellos, ya que Él siendo Dios se dignó amar a los hombres por su solo amor: de modo gratuito, y tomando Él mismo la iniciativa contra todo lo que la humana sabiduría nos podría sugerir, ya que:

– No hay proporción entre ambas partes: Dios es perfecto y el hombre pecador.

– El hombre se había enemistado con Dios por el pecado y lo abandonó… pero Dios no abandonó al hombre y, además, le envió a su propio Hijo.

– El hombre había rechazado la gracia divina: pero Dios se la volvió a ofrecer.

– Correspondía el justo castigo por la rebelión: pero Dios prefirió ofrecernos su misericordia.

Y nos podemos preguntar: ¿cómo es posible que Dios nos ofrezca incansablemente sus dones?, y la respuesta es muy sencilla; Él mismo nos la dejó escrita en una carta que se llama Sª Eª, donde claramente nos dice que “Él  nos amó primero[1]…, porque Dios siempre se nos adelanta; y para que no hubiera lugar a dudas, su propio Hijo decidió hacerse fruto y sacramento de este amor por los hombres “hasta el fin de los tiempos”[2], quedándose presente en la sagrada Eucaristía, con su cuerpo y con su sangre; expresión también de su predilección por los pecadores que ha venido a rescatar y alegría de la humanidad redimida capaz ahora de hacerse poseedora de Dios y de la eternidad: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del mundo[3] Son palabras de Dios hecho hombre, y en favor de los hombres.

Cuando el amor es verdadero, implica el deseo y además la necesidad de darse, y “el que se da, crece” (San Alberto Hurtado). Jesucristo, el Hijo del Dios-Amor, no quiso eximirse de este aspecto y decidió darse a sí mismo a los hombres hecho sacramento. Cierto que nos dio su vida, pero como es Dios bondadoso no se conformó con darnos mucho, y entonces decidió darnos todo. Y Él mismo, para poder dársenos todo y a todos, decidió hacerse sacramento para unir más perfectamente a los hombres con Dios: «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene Vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.
Porque mi carne es la verdadera comida y mi sangre, la verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él
[4]

El mayor fruto de este amor de amistad íntima que nos ofrece Dios en el sacramento del cuerpo y sangre de su Hijo, es la unión. Y este es “el colmo del amor de Dios”, que colma y sobrepasa nuestra medida, y por eso nosotros tenemos un gran consuelo: que a Dios siempre se lo puede amar más y que Él siempre va a corresponder a ese amor con fidelidad.

“Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos.
Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando.
Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor: a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer.” (Jn 15, 13-16)

 

[1] 1Jn 4,19

[2] Cfr Mt 28,20

[3] Jn 6,51

[4] Jn 6, 55-56

Domingo de Pentecostés en Belén

Celebración en Belén

Queridos amigos:

Por gracia de Dios, hemos podido participar este año de la solemnidad de Pentecostés en Belén, junto con nuestra familia religiosa y voluntarios. Y, providencialmente, como queriendo tomar parte de aquella “variedad en la unidad” que se palpa claramente en Pentecostés, para la ocasión celebramos la santa Misa entre cristianos representantes de Belén mismo, Argentina, Chile, España e Italia; de hecho, la predicación fue en árabe e italiano; todo lo cual no es poco significativo, ya que el Espíritu Santo ha venido a ser el alma de la Iglesia, extendida ahora por todo el mundo y sus diversas culturas, pero bajo la sublime unidad de una misma fe.

La santa Misa fue presidida por el P. Pablo De Santo, quien predicó acerca de cómo el Espíritu Santo santifica a la Iglesia -y en ella a nosotros- con sus dones, para emprender valientemente la misión de ser evangelizadores de Jesucristo. De hecho, luego del envío del Espíritu Santo, el Nuevo Testamento nos narra claramente que, gracias a Él, los discípulos que anteriormente estaban escondidos por temor, salen a predicar llenos del Espíritu divino, sin importar ya ningún sufrimiento con tal de defender y difundir nuestra fe, dándolos así preclaro ejemplo de cómo debemos obrar también nosotros.

Los cantos estuvieron a cargo de los voluntarios italianos y las hermanas, y la liturgia se llevó a cabo en la capilla del Hogar Niño Dios.

Posteriormente pudimos compartir un almuerzo festivo todos juntos, como corresponde a tan importante solemnidad, para, finalmente, regresar al monasterio luego de dicha celebración.

Como siempre, damos gracias a Dios por sus innumerables beneficios, especialmente por darse Él mismo como alma de la Iglesia y guía de los corazones. Nos encomendamos a sus oraciones, y pedimos especialmente por todos los cristianos del mundo, especialmente los que más sufren por dar valiente testimonio de nuestra fe, para que jamás pierdan la confianza en Aquel que sabrá bien recompensar sus sacrificios, y que de nosotros también permanezcamos fieles a Jesucristo hasta las últimas consecuencias.

Con nuestra bendición, en Cristo y María:

Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia.

“Consumada la obra que el Padre encomendó realizar al Hijo sobre la tierra (cf. Jn 17,4), fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés a fin de santificar indefinidamente la Iglesia y para que de este modo los fieles tengan acceso al Padre por medio de Cristo en un mismo Espíritu (cf. Ef 2,18). Él es el Espíritu de vida o la fuente de agua que salta hasta la vida eterna (cf. Jn 4,14; 7,38-39), por quien el Padre vivifica a los hombres, muertos por el pecado, hasta que resucite sus cuerpos mortales en Cristo (cf. Rm 8,10-11). El Espíritu habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo (cf. 1 Co 3,16; 6,19), y en ellos ora y da testimonio de su adopción como hijos (cf. Ga 4,6; Rm 8,15-16 y 26).”

Lumen Gentium 4.

Con los voluntarios “representantes” de Argentina, Chile, Italia y España.

Pentecostés: nacimiento oficial de la Iglesia

Homilía del Domingo de Pentecostés 2019

P.Jason Jorquera.

 

Queridos hermanos:

Escribe Dom Próspero Guéranger, abad fundador de Solesmes en su gran obra “el año litúrgico”, que «Desde la pascua hemos visto deslizarse siete semanas; he aquí el día que le sigue y hace el número misterioso de cincuenta. Este día es Domingo, consagrado al recuerdo de la creación de la luz y la resurrección de Cristo; le va a ser impuesto su último carácter, y por él vamos a recibir “la plenitud de Dios”»[1]

Para comprender mejor la importancia que tiene la solemnidad de pentecostés para nosotros, es conveniente distinguir entre el antiguo pentecostés, es decir, el pentecostés del Antiguo Testamente y el de nosotros, los cristianos católicos.

Pentecostés antiguo

 Antes del envío del Espíritu Santo, desde Jesucristo hacia atrás, «…Pentecostés se había transformado de fiesta de la cosecha en fiesta conmemorativa de la conclusión de la alianza en el Sinaí»[2]; el día de pentecostés, para el pueblo de la Alianza, «fue marcado por la promulgación de los diez mandamientos de la ley divina, y este gran recuerdo quedó en Israel con la conmemoración anual de tal acontecimiento. Pero así como la Pascua, también pentecostés era profético: debía haber un segundo pentecostés para todos los pueblos, como hubo una segunda Pascua para el rescate del género humano. Para el Hijo de Dios, vencedor de la muerte, la Pascua con todos sus triunfos; y para el Espíritu Santo, Pentecostés, que le vio entrar como legislador en el mundo puesto en adelante bajo la ley»[3]; es decir, que el antiguo pentecostés, a la luz del Nuevo Testamento, se convirtió en figura del nuevo y definitivo, en que sería el mismo “Dios-Espíritu Santo” el gran protagonista y autor de la santificación de las almas.

Pentecostés cristiano

 ¿Qué significa esto del “nuevo Pentecostés” ?; pues que a partir del envío del Espíritu Santo, el hombre se hace capaz de vivir “eficazmente bajo la ley de Dios” que no es otra cosa que la misma “ley de la gracia”. Esta es la gran diferencia entre el antiguo pentecostés y el nuestro: en que la primera ley se escribió en el desierto, entre truenos y relámpagos, y sobre dos tablas de piedra, como significando la dureza de los corazones de los hombres; la segunda ley, la ley de la gracia, en cambio, se escribió en Jerusalén, la ciudad de Dios y en los corazones de los hombres de buena voluntad.

Esto lo explica de una manera hermosísima el ya citado abad de Solesmes: «En este segundo pentecostés, el cielo no se ensombrece, no se oyen los estampidos de los rayos; los corazones de los hombres no están petrificados de espanto como a la falda del Sinaí; sino que laten bajo la impresión del arrepentimiento y acción de gracias. Se ha apoderado de ellos un fuego divino y este fuego abrasará la tierra entera. Jesús había dicho: “He venido a traer fuego a la tierra y ¡qué quiero sino que se encienda!” Ha llegado la hora, y el que en Dios es amor, la llama eterna e increada, desciende del cielo para cumplir la intención misericordiosa del Emmanuel»[4]

Y esta intención misericordiosa es la que san Pablo nos enseña claramente en su carta a Timoteo: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad[5]

A partir de este momento se comprende más claramente la bondad divina y sobre todo la Paternidad de Dios que, buscando siempre su mayor gloria y nuestra salvación, pensó en todo porque a Dios jamás se le escapa nada, y es así que para facilitar al hombre el encuentro con la Verdad, que no es otra cosa que el encuentro con Él mismo, quiso depositar esta verdad de salvación, esta buena nueva del Evangelio, en una sociedad que se extiende desde la tierra hasta el cielo. Esta sociedad es la santa Iglesia católica, nacida el día de Pentecostés en que, a la vez, se constituyó como el cuerpo místico de Cristo; cuerpo en el que el Espíritu Santo hace de alma de esta gran sociedad que ha pasado a llamarse, con toda verdad, “familia de Dios”. La Iglesia es la familia de Dios, y todos los que estamos en ella somos hermanos en Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

«En Pentecostés, la Iglesia no es constituida por una voluntad humana, sino por la fuerza del Espíritu de Dios. Inmediatamente se ve cómo este Espíritu da vida a una comunidad que es al mismo tiempo una y universal, superando así la maldición de Babel[6]. En efecto, sólo el Espíritu Santo, que crea unidad en el amor y en la aceptación recíproca de la diversidad, puede liberar a la humanidad de la constante tentación de una voluntad de potencia terrena que quiere dominar y uniformar todo. » (Benedicto XVI)

En uno de sus sermones, san Agustín llama a la Iglesia “Societas Spiritus”, sociedad del Espíritu (Serm. 71, 19, 32: PL 38, 462). Pero ya antes de él san Ireneo había formulado una verdad que quiero recordar aquí: “Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios, y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia, y el Espíritu es la verdad; alejarse de la Iglesia significa rechazar al Espíritu” y por eso “excluirse de la vida” (Adv. haer. III, 24, 1).

A partir del acontecimiento de Pentecostés se manifiesta plenamente esta unión entre el Espíritu de Cristo y su Cuerpo místico, es decir, la Iglesia.

Iglesia, comunidad universal

 «La Iglesia que nace en Pentecostés, ante todo, no es una comunidad particular —la Iglesia de Jerusalén—, sino la Iglesia universal, que habla las lenguas de todos los pueblos. De ella nacerán luego otras comunidades en todas las partes del mundo, Iglesias particulares que son todas y siempre actuaciones de una sola y única Iglesia de Cristo. Por tanto, la Iglesia católica no es una federación de Iglesias, sino una única realidad: la prioridad ontológica corresponde a la Iglesia universal. Una comunidad que no fuera católica en este sentido, ni siquiera sería Iglesia.»[7]

A partir del envío del Espíritu Santo, el llamado de la nuestra Santa Madre Iglesia se ha extendido universalmente (de hecho que sea “católica” significa que es “universal”); no existen más restricciones, ya no hay más distinciones entre judíos y gentiles[8]; la gran obra de la redención de los hombres invita a formar parte del único rebaño de Dios a las ovejas que andaban dispersas para que haya un solo rebaño y un solo pastor[9] santificados en un mismo Espíritu[10]. A partir del envío del Espíritu Santo nuestras propias miserias ya no son excusas puesto que Dios es quien se encarga de devolvernos la amistad con Él que el pecado había destruido y pese a nuestras limitaciones, nuestros defectos e inclusive nuestros propios pecados, la invitación se vuelve eficaz, puesto que es una invitación al arrepentimiento y seguimiento de Dios en su Iglesia animados por su mismo Espíritu: alma de la Iglesia.

Debemos decir que no hay hombre que no esté herido por el pecado, que no esté “enfermo” en este sentido, y, sin embargo, Dios se hace medicina del alma y la invita a entrar a habitar con Él en su morada: la Iglesia militante (y también la purgante), que es como la antesala del encuentro definitivo en la Casa del Padre[11] y que se alcanza en la otra vida en la medida en que seamos fieles a su Iglesia peregrina en el mundo, que nació hace casi 2000 años en un día como hoy. He aquí el gran motivo de alegría para nosotros los católicos en este día: en Pentecostés ha venido el Espíritu Santo a fundar la Iglesia y hacernos partícipes de su peregrinar hacia la eternidad. La Iglesia es nuestra Madre y como tal la debemos defender, respetar y amar.: “La misión de la Iglesia tiene como fin la salvación de los hombres, la cual hay que conseguir con la fe en Cristo y con su gracia. Por tanto, el apostolado de la Iglesia y de todos sus miembros se ordena en primer lugar a manifestar al mundo con palabras y obras el mensaje en Cristo y a comunicar su gracia.”[12]

Le pedimos en este día a María Santísima, quien primero recibió al Espíritu Santo en su corazón maternal, que nos alcance la gracia de ser dóciles a este eficaz santificador de las almas que vino a dar origen oficial a la santa Iglesia, cubriéndola también con su sombra y haciendo las veces de alma.

Ave María Purísima.

[1] Dom Próspero Guéranger, El año litúrgico, primera edición española, Ediciones Aldecoa 1956, tomo III pág. 512.

[2] Homilía del Papa Benedicto XVI el domingo 15 de mayo de 2005

[3] Dom Próspero Guéranger, El año litúrgico, pág. 513.

[4] Ídem, págs. 513-514

[5] 1 Tim 2,4

[6] cf. Gn 11, 7-9: Bajemos, pues, y, una vez allí, confundamos su lenguaje, de modo que no se entiendan entre sí.” Y desde aquel punto los desperdigó Yahvé por toda la faz de la tierra, y dejaron de edificar la ciudad. Por eso se la llamó Babel, porque allí embrolló Yahvé el lenguaje de todo el mundo, y desde allí los desperdigó Yahvé por toda la faz de la tierra.

[7] Ídem.

[8] Ro 3,29 ¿Acaso Dios lo es únicamente de los judíos y no también de los gentiles? ¡Sí, por cierto!, también de los gentiles

[9] Cf. Jn 10,16  También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ésas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor.

[10] Cf. Hch 1,14: Hch 2,46; Ro 8,16; 1 Cor 12,4; 2 Cor 12,18; etc.

[11] Cf. Jn 14,2

[12] CONC. VAT. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 6.

El hombre en oración V

Moisés, el amigo de Dios

La intercesión de Moisés por su pueblo (Ex 32, 7-14)

Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

Leyendo el Antiguo Testamento, resalta una figura entre las demás: la de Moisés, precisamente como hombre de oración. Moisés, el gran profeta y caudillo del tiempo del Éxodo, desempeñó su función de mediador entre Dios e Israel haciéndose portador, ante el pueblo, de las palabras y de los mandamientos divinos, llevándolo hacia la libertad de la Tierra Prometida, enseñando a los israelitas a vivir en la obediencia y en la confianza hacia Dios durante la larga permanencia en el desierto, pero también, y diría sobre todo, orando. Reza por el faraón cuando Dios, con las plagas, trataba de convertir el corazón de los egipcios (cf. Ex 8–10); pide al Señor la curación de su hermana María enferma de lepra (cf. Nm 12, 9-13); intercede por el pueblo que se había rebelado, asustado por el relato de los exploradores (cf. Nm 14, 1-19); reza cuando el fuego estaba a punto de devorar el campamento (cf. Nm 11, 1-2) y cuando serpientes venenosas hacían estragos (cf. Nm 21, 4-9); se dirige al Señor y reacciona protestando cuando su misión se había vuelto demasiado pesada (cf. Nm 11, 10-15); ve a Dios y habla con él «cara a cara, como habla un hombre con su amigo» (cf. Ex 24, 9-17; 33, 7-23; 34, 1-10.28-35).

También cuando el pueblo, en el Sinaí, pide a Aarón que haga el becerro de oro, Moisés ora, explicando de modo emblemático su función de intercesor. El episodio se narra en el capítulo 32 del Libro del Éxodo y tiene un relato paralelo en el capítulo 9 del Deuteronomio. En la catequesis de hoy quiero reflexionar sobre este episodio y, en particular, sobre la oración de Moisés que encontramos en el relato del Éxodo. El pueblo de Israel se encontraba al pie del Sinaí mientras Moisés, en el monte, esperaba el don de las tablas de la Ley, ayunando durante cuarenta días y cuarenta noches (cf. Ex 24, 18; Dt 9, 9). El número cuarenta tiene valor simbólico y significa la totalidad de la experiencia, mientras que con el ayuno se indica que la vida viene de Dios, que es él quien la sostiene. El hecho de comer, en efecto, implica tomar el alimento que nos sostiene; por eso, en este caso ayunar, renunciando al alimento, adquiere un significado religioso: es un modo de indicar que no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca del Señor (cf. Dt 8, 3). Ayunando, Moisés muestra que espera el don de la Ley divina como fuente de vida: esa Ley revela la voluntad de Dios y alimenta el corazón del hombre, haciéndolo entrar en una alianza con el Altísimo, que es fuente de la vida, es la vida misma.

Pero, mientras el Señor, en el monte, da a Moisés la Ley, al pie del monte el pueblo la transgrede. Los israelitas, incapaces de resistir a la espera y a la ausencia del mediador, piden a Aarón: «Anda, haznos un dios que vaya delante de nosotros, pues a ese Moisés que nos sacó de Egipto no sabemos qué le ha pasado» (Ex 32, 1). Cansado de un camino con un Dios invisible, ahora que también Moisés, el mediador, ha desaparecido, el pueblo pide una presencia tangible, palpable, del Señor, y encuentra en el becerro de metal fundido hecho por Aarón, un dios que se ha vuelto accesible, manipulable, al alcance del hombre. Esta es una tentación constante en el camino de fe: eludir el misterio divino construyendo un dios comprensible, correspondiente a sus propios esquemas, a sus propios proyectos. Lo que acontece en el Sinaí muestra toda la necedad y la ilusoria vanidad de esta pretensión porque, como afirma irónicamente el Salmo 106, «cambiaron su gloria por la imagen de un toro que come hierba» (Sal 106, 20). Por eso, el Señor reacciona y ordena a Moisés que baje del monte, revelándole lo que el pueblo estaba haciendo y terminando con estas palabras: «Deja que mi ira se encienda contra ellos hasta consumirlos. Y de ti haré un gran pueblo» (Ex 32, 10). Como hizo a Abraham a propósito de Sodoma y Gomorra, también ahora Dios revela a Moisés lo que piensa hacer, como si no quisiera actuar sin su consentimiento (cf. Am 3, 7). Dice: «Deja que mi ira se encienda contra ellos». En realidad, ese «deja que mi ira se encienda contra ellos» se dice precisamente para que Moisés intervenga y le pida que no lo haga, revelando así que el deseo de Dios siempre es la salvación. Como en el caso de las dos ciudades del tiempo de Abraham, el castigo y la destrucción, en los que se manifiesta la ira de Dios como rechazo del mal, indican la gravedad del pecado cometido; al mismo tiempo, la petición de intercesión quiere manifestar la voluntad de perdón del Señor. Esta es la salvación de Dios, que implica misericordia, pero a la vez denuncia de la verdad del pecado, del mal que existe, de modo que el pecador, reconociendo y rechazando su pecado, deje que Dios lo perdone y lo transforme. Así, la oración de intercesión hace operante, dentro de la realidad corrompida del hombre pecador, la misericordia divina, que encuentra voz en la súplica del orante y se hace presente a través de él donde hay necesidad de salvación.

La súplica de Moisés está totalmente centrada en la fidelidad y la gracia del Señor. Se refiere ante todo a la historia de redención que Dios comenzó con la salida de Israel de Egipto, y prosigue recordando la antigua promesa dada a los Padres. El Señor realizó la salvación liberando a su pueblo de la esclavitud egipcia. ¿Por qué entonces —pregunta Moisés— «han de decir los egipcios: “Con mala intención los sacó, para hacerlos morir en las montañas y exterminarlos de la superficie de la tierra”?» (Ex 32, 12). La obra de salvación comenzada debe ser llevada a término; si Dios hiciera perecer a su pueblo, eso podría interpretarse como el signo de una incapacidad divina de llevar a cabo el proyecto de salvación. Dios no puede permitir esto: él es el Señor bueno que salva, el garante de la vida; es el Dios de misericordia y perdón, de liberación del pecado que mata. Así Moisés apela a Dios, a la vida interior de Dios contra la sentencia exterior. Entonces —argumenta Moisés con el Señor—, si sus elegidos perecen, aunque sean culpables, él podría parecer incapaz de vencer el pecado. Y esto no se puede aceptar. Moisés hizo experiencia concreta del Dios de salvación, fue enviado como mediador de la liberación divina y ahora, con su oración, se hace intérprete de una doble inquietud, preocupado por el destino de su pueblo, y al mismo tiempo preocupado por el honor que se debe al Señor, por la verdad de su nombre. El intercesor, de hecho, quiere que el pueblo de Israel se salve, porque es el rebaño que le ha sido confiado, pero también para que en esa salvación se manifieste la verdadera realidad de Dios. Amor a los hermanos y amor a Dios se compenetran en la oración de intercesión, son inseparables. Moisés, el intercesor, es el hombre movido por dos amores, que en la oración se sobreponen en un único deseo de bien.

Después, Moisés apela a la fidelidad de Dios, recordándole sus promesas: «Acuérdate de tus siervos, Abraham, Isaac e Israel, a quienes juraste por ti mismo: “Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo, y toda esta tierra de que he hablado se la daré a vuestra descendencia para que la posea para siempre”» (Ex 32, 13). Moisés recuerda la historia fundadora de los orígenes, recuerda a los Padres del pueblo y su elección, totalmente gratuita, en la que únicamente Dios tuvo la iniciativa. No por sus méritos habían recibido la promesa, sino por la libre elección de Dios y de su amor (cf. Dt 10, 15). Y ahora, Moisés pide al Señor que continúe con fidelidad su historia de elección y de salvación, perdonando a su pueblo. El intercesor no presenta excusas para el pecado de su gente, no enumera presuntos méritos ni del pueblo ni suyos, sino que apela a la gratuidad de Dios: un Dios libre, totalmente amor, que no cesa de buscar a quien se ha alejado, que permanece siempre fiel a sí mismo y ofrece al pecador la posibilidad de volver a él y de llegar a ser, con el perdón, justo y capaz de fidelidad. Moisés pide a Dios que se muestre más fuerte incluso que el pecado y la muerte, y con su oración provoca este revelarse divino. El intercesor, mediador de vida, se solidariza con el pueblo; deseoso únicamente de la salvación que Dios mismo desea, renuncia a la perspectiva de llegar a ser un nuevo pueblo grato al Señor. La frase que Dios le había dirigido, «Y de ti haré un gran pueblo», ni siquiera es tomada en cuenta por el «amigo» de Dios, que en cambio está dispuesto a asumir sobre sí no sólo la culpa de su gente, sino todas sus consecuencias. Cuando, después de la destrucción del becerro de oro, volverá al monte a fin de pedir de nuevo la salvación para Israel, dirá al Señor: «Ahora, o perdonas su pecado o me borras del libro que has escrito» (v. 32). Con la oración, deseando lo que es deseo de Dios, el intercesor entra cada vez más profundamente en el conocimiento del Señor y de su misericordia y se vuelve capaz de un amor que llega hasta el don total de sí. En Moisés, que está en la cima del monte cara a cara con Dios y se hace intercesor por su pueblo y se ofrece a sí mismo —«o me borras»—, los Padres de la Iglesia vieron una prefiguración de Cristo, que en la alta cima de la cruz realmente está delante de Dios, no sólo como amigo sino como Hijo. Y no sólo se ofrece —«o me borras»—, sino que con el corazón traspasado se deja borrar, se convierte, como dice san Pablo mismo, en pecado, lleva sobre sí nuestros pecados para salvarnos a nosotros; su intercesión no sólo es solidaridad, sino identificación con nosotros: nos lleva a todos en su cuerpo. Y así toda su existencia de hombre y de Hijo es un grito al corazón de Dios, es perdón, pero perdón que transforma y renueva.

Creo que debemos meditar esta realidad. Cristo está delante del rostro de Dios y pide por mí. Su oración en la cruz es contemporánea de todos los hombres, es contemporánea de mí: él ora por mí, ha sufrido y sufre por mí, se ha identificado conmigo tomando nuestro cuerpo y el alma humana. Y nos invita a entrar en esta identidad suya, haciéndonos un cuerpo, un espíritu con él, porque desde la alta cima de la cruz él no ha traído nuevas leyes, tablas de piedra, sino que se trajo a sí mismo, trajo su cuerpo y su sangre, como nueva alianza. Así nos hace consanguíneos con él, un cuerpo con él, identificados con él. Nos invita a entrar en esta identificación, a estar unidos a él en nuestro deseo de ser un cuerpo, un espíritu con él. Pidamos al Señor que esta identificación nos transforme, nos renueve, porque el perdón es renovación, es transformación.

Quiero concluir esta catequesis con las palabras del apóstol san Pablo a los cristianos de Roma: «¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, que murió, más todavía, resucitó y está a la derecha de Dios y que además intercede por nosotros? ¿Quién nos separará del amor de Cristo? (…) Ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, (…) ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8, 33-35.38.39).

Plaza de San Pedro
Miércoles 1 de junio de 2011

Dios alcanzado intelectualmente en la negación, en la noche

Texto de san Alberto Hurtado

 

Reflexión del Padre Hurtado, sobre el proceso del alma que, dejando atrás lo sensible, se aferra a Dios por Él mismo y no por los posibles consuelos, purificando así su fe y estrechando más su unión con Él.

San Alberto Hurtado, un contemplativo en acción.

El primer contacto divino está muy cargado de sensible. El ser dependiente tiende fisiológicamente hacia el Ser superior. Uno es movido por un sentimiento. Uno se da en un tender, uno gusta con suavidad. Pero, sentimiento, tendencia, suavidad, son como la base carnal del acto de adhesión espiritual y de amor voluntario.

Estas dulzuras de la primera contemplación, cuando el alma se resuelve a tender resueltamente a Dios, no son despreciables. Tienen gran importancia en el comienzo de la vida generosa. Dios aparece al alma como el mayor bien que se puede alcanzar, el que asegura más paz y más alegría, Aquel al cual vale más darse y abandonarse, en un deseo ardiente y sincero.

El alma en lo más profundo de ella misma está en apetito de Dios. Desde que se libra del pecado se vuelve a Aquel que la llama, se dirige al Ser. Ella va al Ser, llevando su cuerpo con ella. Éste también necesita ser animado por el amor. Coopera. Ayuda al alma a lanzarse mejor. El alma utiliza sus movimientos, ella resbala, como puede, su amor que comienza. Todo esto aún es pesado, es carnal.

El gozo de la contemplación todavía pesa más que Dios, aunque el alma no se da bien cuenta de esto. Ella se da; está feliz de darse. Dios la invade, la llena. Ella se lanza y se deja llevar. Ella no ve que se busca [a sí misma], que es golosa. Ella necesita numerosas y profundas purificaciones, para llegar a ser cristalina, verdaderamente libre.

Dios la tiene, con todo; no quiere soltarla. Será necesario que aprenda poco a poco, a soportar a Dios solo. Es un aprendizaje duro, en el que el alma sufre de muchas maneras; es aprender a pasar de las tinieblas a la fe pura.

Dios no es ya aprehendido con suavidad, con exuberancia de dulzuras sensibles; es aprehendido por el espíritu sin que la sensibilidad parezca interesada: es lo que los místicos llaman la cima, la punta, la fina punta del espíritu.

El alma adhiere a Dios, un Dios vacío de toda imagen, de todo concepto, trascendente. Negación de todo lo que no es Él. El término absoluto del acto del alma es el mismo Dios, sólo Dios, conocido de una manera mucho más segura. Dios ha conquistado el alma que se ha dado y vuelto a dar en una serie de actos de voluntad muy firmes. El alma vive en Dios, está establecida en Dios, que ella encuentra en el término de su acto, desde que se separa de su actuación material. Dios ha llegado a ser el Omnipresente, el Todo, El que cuenta y da valor a todo lo que no es Él. La vida se hace naturalmente teocéntrica, todo habla de Dios al hombre, todo se lo da.

Y todo esto se realiza en el medio de una noche obscura, la noche de la nada de lo que no es Dios. Dios está presente en todas partes en este vacío. El alma con frecuencia está sola, desamparada, en pleno combate, en medio de las mayores dificultades, como perdida en la noche. Y con todo, en la última punta de su alma, ella permanece tranquila delante de Dios, por encima de las cosas, por su adhesión ya del todo espontánea, ya en tensión al acto puro, más allá de las tinieblas, que es tiniebla.

La tiniebla es también la imagen más exacta del gran Dios que se esconde a la fe, detrás del velo. El alma adhiere a esta tiniebla bienhechora, que la arranca de sí misma y le da una profunda paz.