Jesucristo, hombre y Dios y jefe de la Iglesia

San Agustín, sermón 341

Cartago, en la basílica Restituta;

12 de diciembre del año 418 ó 419

 

1. Por cuanto he podido vislumbrar en las páginas sagradas, hermanos, a nuestro Señor Jesucristo se le considera y nombra de tres modos cuando es anunciado tanto en la ley y los profetas como en las cartas apostólicas o en los hechos merecedores de fe que conocemos por el Evangelio. El primero de ellos, anterior a la asunción de la carne, es en cuanto Dios y en referencia a la divinidad, igual y coeterna a la del Padre. El segundo se refiere al momento en que ha asumido ya la carne, en cuanto se lee y se entiende que el mismo que es Dios es hombre y el mismo que es hombre es Dios, según una cierta propiedad de su excelsitud, por la que no se equipara a los restantes hombres, sino que es mediador y cabeza de la Iglesia. El tercer modo es lo que en cierta manera denominamos Cristo total, en la plenitud de su Iglesia, es decir, cabeza y cuerpo, según la plenitud de cierto varón perfecto, de quien somos miembros cada uno en particular. Tal es lo que se proclama a los creyentes y se ofrece como cognoscible a los sabios. En tan breve espacio de tiempo no me es posible ni recordar ni explicar los numerosos testimonios de la Escritura con que probar los tres modos mencionados; pero no puedo dejar todo sin probar. Así, pues, trayendo a la memoria algunos de esos testimonios, vosotros mismos podéis ver y encontrar en las Escrituras los restantes, que la premura del tiempo no me permite mencionar.

2. Al primer modo de indicar a nuestro Señor y Salvador Jesucristo, el Hijo único de Dios, por quien fueron hechas todas las cosas, se refiere aquel texto destacado y deslumbrante del evangelio según San Juan: En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba en Dios, y la Palabra era Dios; ella estaba al principio junto a Dios; todo fue hecho por ella, y sin ella no se hizo nada. Todo lo que fue hecho era vida en ella; y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la acogieron1. Palabras estas que causan admiración y estupor y que hay que abrazar antes incluso de comprenderlas. Si se presenta a vuestra boca cualquier alimento, uno recibe una parte de él y otro, otra: a todos llega el mismo alimento, pero no a todos el alimento entero. De idéntica manera se presentan ahora a vuestros oídos mis palabras a modo de alimento y bebida, pero este alimento y bebida llega a todos íntegramente. ¿O es que, cuando hablo, uno se queda con una sílaba y otro con otra? ¿O uno con una palabra y otro con otra? Si así fuera, tendría que decir tantas palabras cuantos hombres estoy viendo, para que a cada uno le llegue, al menos, una. Ciertamente es muy probable que diga más palabras que hombres veo; pero todas llegan a todos. La palabra, pues, del hombre no se divide en sílabas para que todos la escuchen; ¿y va a haber que dividir en pedazos la Palabra de Dios para que esté por doquier? ¿Acaso pensamos, hermanos, que estas palabras que suenan y pasan sufren alguna comparación con aquella Palabra que permanece inconmutablemente? ¿La he comparado yo al decir lo anterior? No quise más que insinuaros de algún modo que lo que Dios muestra en las cosas corporales ha de serviros para creer lo que aún no veis a propósito de las palabras espirituales. Mas pasemos ya a cosas superiores, pues las palabras suenan y desaparecen. De entre las cosas espirituales, pensad en la justicia. Si piensan en la justicia uno en occidente y otro en oriente, ¿cómo se explica que tanto el uno como el otro piensen en ella en su totalidad y uno y otro la vean en su plenitud? En efecto, se comporta justamente quien ve la justicia y actúa de acuerdo con ella. La ve dentro y actúa fuera. ¿Cómo la ve dentro, si no dispone de nada para ello? Por el hecho de estar uno en un lugar, ¿no puede llegar el pensamiento del otro a ese mismo lugar? Luego, si tú que te hallas aquí ves con tu mente lo mismo que ve el otro tan alejado de ti, si resplandece para ti en su totalidad y en su totalidad resulta visible para él, puesto que las cosas divinas e incorpóreas están íntegras por doquier, cree que la Palabra está íntegra en el Padre e íntegra en el seno. Créelo de la Palabra de Dios, que es Dios cabe Dios.

3. Pero escucha ya otra denominación, otro modo de indicar a Cristo que utiliza la Escritura. Lo que acabo de decir se refería al tiempo anterior a asumir la carne. Ahora, en cambio, escucha lo que, a su vez, proclama de la Escritura: La Palabra, dice, se hizo carne y habitó entre nosotros2. En efecto, el que había dicho: En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios; ella estaba al principio junto a Dios; todo se hizo por ella, y sin ella no se hizo nada, hubiese perdido el tiempo al anunciarnos la divinidad de la Palabra si hubiese callado su humanidad. Pues, para que yo pueda verla, ella colabora aquí conmigo; ella viene en socorro de mi debilidad para purificarme y poder contemplarla. Tomando la naturaleza humana de la misma naturaleza humana, se hizo hombre. Con el jumento de su carne se acercó al que yacía herido en el camino3 para dar forma y nutrir con el sacramento de su encarnación nuestra pequeña fe, para purificar el entendimiento para que vea lo que nunca perdió a través de aquello que asumió. Efectivamente, comenzó a ser hombre, no dejó de ser Dios. Esto es, pues, lo que se proclama de nuestro Señor Jesucristo en cuanto mediador, en cuanto cabeza de la Iglesia: que Dios es hombre y el hombre es Dios, puesto que dice Juan: Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros4.

4. Escuchad ya una y otra cosa en aquel conocidísimo texto del apóstol Pablo: Quien, existiendo en la forma de Dios, dice, no consideró una rapiña al ser igual a Dios5. Esto equivale a: En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios6. ¿Cómo dijo el Apóstol: No consideró una rapiña el ser igual a Dios, si no es igual a Dios? Si, en cambio, es Dios el Padre, pero no él, ¿cómo es igual? Así, pues, donde Juan dice: La Palabra era Dios, dice Pablo: No consideró una rapiña el ser igual a Dios. Y donde aquél: La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, éste: Pero se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo7. Prestad atención: en cuanto que se hizo hombre, en cuanto que la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, en ese mismo sentido se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo. ¿Cómo se anonadó? No de manera que perdiese la divinidad, sino revistiéndose de la humanidad, mostrando a los hombres lo que no era antes de ser hombre. Así, se anonadó haciéndose visible, es decir, ocultando la dignidad de su majestad y mostrando la carne, vestimenta de su humanidad. Se anonadó, pues, a sí mismo, tomando la forma de siervo, sin perder la forma de Dios. En efecto, al hablar de la forma de Dios, no dijo «tomó», sino: Existiendo en la forma de Dios, no consideró una rapiña el ser igual a Dios8; mas cuando llegó a la forma de siervo, dijo: Tomando la forma de siervo. Por tanto, en cuanto que se anonadó a sí mismo, es mediador y cabeza de la Iglesia, por quien nos reconciliamos con Dios por el sacramento de su humildad, pasión, resurrección, ascensión y juicio futuro, de forma que se oigan aquellas dos cosas futuras, a pesar de que Dios haya hablado una sola vez. ¿Cuándo se escucharán las dos cosas? Cuando pague a cada uno según las propias obras9.

5. Manteniendo, pues, esto, no os sorprendan las cuestiones humanas, que, según palabras del Apóstol10, se propagan como el cáncer; antes bien, custodiad vuestros oídos y la virginidad de vuestra mente, como desposados por el amigo del esposo a un solo varón para mostraros a Cristo como virgen casta. Vuestra virginidad, pues, está en la mente. La virginidad corporal la poseen pocos en la Iglesia; la virginidad de la mente debe hallarse en todos los fieles. Esta virginidad la quiere profanar la serpiente, de la que dice el mismo Apóstol: Os he desposado con un solo varón para presentaros a Cristo como virgen casta. Y temo que la serpiente os engañe con su astucia, como engañó a Eva, y de esa manera también vuestros sentidos se corrompan y se alejen de la castidad, que radica en Cristo Jesús11. Vuestros sentidos, dijo, es decir, vuestras mentes. Y esta forma de hablar es más apropiada, pues se entiende por sentidos también los de este cuerpo: la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto. El Apóstol temió que se corrompieran nuestras mentes donde se halla la virginidad de la fe. Ahora, ¡oh alma, ponte en marcha, conserva tu virginidad, que ha de ser fecundada luego en el abrazo de tu esposo. Cercad, pues, según está escrito, vuestros oídos con espinos12.

El problema arriano turbó a los hermanos débiles de la Iglesia; mas, con la misericordia del Señor, triunfó la fe católica. No abandonó él a su Iglesia, y si temporalmente la llenó de turbación, fue para que continuamente le suplicara a él, por quien iba a ser cimentada sobre roca firme. La serpiente sigue susurrando aún y no calla. Con cierta promesa de ciencia, busca arrojar del paraíso de la Iglesia a los cristianos para no permitirles volver al paraíso aquel del que fue arrojado el primer hombre.

6. Estad atentos, hermanos. Lo que ocurrió en aquel paraíso, eso mismo ocurre en la Iglesia. Que nadie nos aleje de este paraíso. Bástenos ya el haber perdido aquél; que al menos la experiencia nos corrija. La serpiente es la misma, la que siempre sugiere la iniquidad y la impiedad. A veces promete la impunidad, como la prometió también allí al decir: ¿Acaso vais a morir?13 Con el fin de que los cristianos vivan mal, sugiere cosas semejantes: «¿Acaso, dice, va a perder Dios a todos? ¿Va a condenarlos a todos por ventura?» Dios dice: «Los condenaré, perdonaré a quienes cambien; si ellos cambian sus hechos, yo cambio mis amenazas». La serpiente es, pues, quien murmura y musita, diciendo: «Ved donde está escrito: El Padre es mayor que yo14; ¿y tú dices que es igual al Padre?» Acepto lo que dices, pero acepto ambas cosas, puesto que ambas leo. ¿Por qué tú aceptas una cosa y no quieres aceptar la otra? Conmigo has leído una y otra. He aquí que el Padre es mayor que yo; lo acepto no porque lo digas tú, sino porque lo dice el Evangelio; acepta también tú que el Hijo es igual a Dios Padre; acepta la palabra del Apóstol. Une ambas afirmaciones; vayan de acuerdo ambas, puesto que quien habló en el Evangelio por medio de Juan fue el mismo que habló por medio de Pablo en su carta. No puede, pues, estar en contradicción consigo mismo; mas tú, como amas el litigar, no quieres comprender la concordia de las Escrituras. Él dice: —Te lo pruebo por el Evangelio: El Padre es mayor que yo. —También yo te lo pruebo con el Evangelio: Yo y el Padre somos una sola cosa15. ¿Cómo pueden ser verdaderas ambas afirmaciones? ¿Cómo nos enseña el Apóstol que yo y el Padre somos una sola cosa? Quien, existiendo en la forma de Dios, no consideró una rapiña el ser igual a Dios. Escucha: El Padre es mayor que yo; pero se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo16. Advierte que te muestro por qué el Padre es mayor; tú muéstrame en qué no es igual. Una y otra cosa la leemos. Es menor que el Padre en cuanto hijo del hombre; igual al Padre en cuanto Hijo de Dios, puesto que la Palabra era Dios. Como mediador es Dios y hombre, Dios igual al Padre, hombre menor que el Padre. Es, pues, al mismo tiempo, igual y menor: igual en la forma de Dios, menor en la forma de siervo. Muestra, pues, tú de dónde le viene el ser igual y menor. ¿Acaso es igual en una parte y menor en otra? Dejando de lado la asunción de la carne, muéstrame que es igual y menor. Quiero ver cómo lo vas a demostrar.

7. Considerad la impiedad estúpida que es pensar según la carne, de acuerdo con lo que está escrito: Pensar según la carne es la muerte17. Párate aquí. Prescindo todavía, aún no hablo de la encarnación de nuestro Señor Jesucristo, el Hijo único de Dios; como si aún no fuera realidad lo que ya lo ha sido, considero contigo: En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios; ella estaba al principio junto a Dios18. Considero contigo: Quien, existiendo en la forma de Dios, no consideró una rapiña el ser igual a Dios19. Muéstrame aquí que es mayor y menor. ¿Qué vas a decirme? ¿Vas a establecer en Dios cualidades, es decir, ciertas afecciones del cuerpo o del alma en las que experimentamos que es una y otra cosa? Con referencia a la naturaleza, puedo afirmarlo ciertamente, pero sabe Dios si también vosotros lo entendéis así. Por tanto, como había comenzado a decir, muéstrame que es menor, muéstrame que es igual antes de la asunción de la carne, antes de que la Palabra se hiciera carne y habitara entre nosotros. ¿Acaso Dios es una y otra cosa, de manera que en una parte el Hijo es menor que él y en otra igual a él? Como si dijéramos que se trata de ciertos cuerpos, donde puedes decirme: «Es igual en longitud, pero menor en dureza». En efecto, con frecuencia ocurre que dos cuerpos son iguales en longitud, mas la dureza de uno es mayor y la de otro menor. Entonces, ¿hemos de pensar a Dios y a su Hijo como si fueran cuerpos? ¿Hemos de imaginar así a quien existió íntegro en María, íntegro junto al Padre, íntegro en la carne e íntegro sobre los ángeles? ¡Aleje Dios estos pensamientos de las mentes de los cristianos! Tus pensamientos pudieran tal vez decir: «Son iguales en dureza y longitud, pero desiguales en el color». ¿Dónde hay color sino en las cosas corporales? Allí, en cambio, existe la luz de la sabiduría. Muéstrame el color de la justicia. Si estas cosas no tienen color, tú no dirías tales cosas de Dios con sólo que tuvieras el color del pudor.

8. ¿Qué has de decir, pues? ¿Que son iguales en poder, pero que el Hijo es menor en prudencia? Dios sería injusto sí hubiese dado un poder igual a una prudencia menor. Si son iguales en prudencia, pero el Hijo es menor en poder, Dios es envidioso al otorgar un poder menor a una prudencia igual. Pero en Dios todo lo que se dice de él es él mismo. Pues en él no es una cosa el poder y otra la prudencia, una la fortaleza, otra la justicia y otra la castidad. Cualesquiera de estas cosas que afirmes de Dios, no se entienden como cosas distintas; además, nada se afirma dignamente de él, puesto que esas cosas son propias de las almas que en cierto modo penetra aquella luz y las llena según sus cualidades, del mismo modo que esta luz visible llena a los cuerpos cuando aparece. Si desaparece, todos los cuerpos tienen el mismo color, aunque es más apropiado hablar de ningún color. Mas cuando, proyectada, ilumina los cuerpos, aunque ella sea uniforme, cubre a los cuerpos con un brillo distinto según las diversas cualidades de los mismos. Así, pues, aquellas virtudes son afecciones de las almas que han sido afectadas positivamente por aquella luz a la que nada afecta y formadas por la que no es formada.

9. Sin embargo, hermanos, hablamos así de Dios porque no encontramos nada mejor que decir. Digo que Dios es justo porque no encuentro palabra humana mejor; en realidad, él está más allá de la justicia. Dice la Escritura: El Señor es justo, y amó la justicia20. Pero allí se dice también que Dios se arrepintió21 y que Dios ignora22. ¿Quién no se horroriza? ¿Ignora Dios algo? ¿Se arrepiente Dios? Sin embargo, también la Sagrada Escritura se rebaja saludablemente hasta estas palabras que te causan horror, precisamente para que no pienses que se afirman de él dignamente aquellas otras que tú consideras grandes. Y así, si preguntas: «¿Qué se puede afirmar dignamente de Dios?», quizá te responda alguien y te diga: «Que es justo». Pero otro más inteligente que éste te dirá que incluso esa palabra queda superada por su excelencia y que es indigna de ser afirmada de él, aunque se acomode justamente a la capacidad humana. De esta forma, si aquél quisiera probar su punto de vista con la Escritura, puesto que está escrito: El Señor es justo23, se le responderá correctamente que en las mismas Escrituras aparece que Dios se arrepiente. Como esto no se entiende en la forma habitual de hablar, es decir, como suelen arrepentirse los hombres, así ha de comprenderse que tampoco corresponde a su sobreeminencia el llamarle justo. Todo ello, aunque la Escritura haya empleado el término de forma adecuada, para conducir gradualmente al alma, por medio de palabras ordinaria, hasta lo que no puede decirse. Dices ciertamente que Dios es justo; piensa, sin embargo, en algo que está más allá de la justicia que sueles aplicar a los hombres. «Pero las Escrituras dijeron que era justo». Por eso dijeron también que se arrepiente e ignora, cosa que ya no quieres afirmar de él. Como comprendes que esas cosas que aborreces se afirman de él en atención a tu debilidad, de idéntica manera estas otras que tú tanto valoras han sido dichas en atención a alguna robustez más consistente. Quien trascienda todo esto y comience a pensar de manera digna de Dios en cuanto le está concedido al hombre, hallará un silencio digno de ser alabado con la voz inefable del corazón.

10. Por tanto, hermanos, puesto que en Dios es lo mismo el poder que la justicia —cuanto digas de él, dices siempre lo mismo, aunque nada digas de manera digna—, no puedes decir que el Hijo es igual al Padre por la justicia y no lo es por el poder, o que es igual por el poder y desigual por la ciencia, puesto que, si es igual en alguna cosa, lo es en todas. Todas las cosas que allí afirmas son idénticas y valen lo mismo. Basta, pues, puesto que no eres capaz de decir cómo el Hijo es desigual al Padre, a no ser que establezcas algunas diversidades en la sustancia de Dios. Y, si las introduces, te arroja fuera la verdad y no accedes a aquel santuario de Dios donde se le ve con absoluta claridad. Dado que no puedes afirmar que es igual en una parte y desigual en otra, puesto que en Dios no hay partes, tampoco puedes decir que en una es igual y en otra es menor, puesto que en Dios no existen cualidades. En cuanto Dios, no puedes hablar de igualdad si no es de igualdad absoluta. ¿Cómo, pues, puedes decir que es menor, a no ser porque tomó la forma de siervo? Por tanto, hermanos, estad siempre atentos a estas cosas. Si en el uso de las Escrituras tomáis una norma fija, la misma luz os mostrará todas las cosas. De esta manera, cuando encontréis que se dice que el Hijo es igual que el Padre, aceptadlo en cuanto a la divinidad. En cambio, por lo que se refiere a la forma asumida de siervo, reconocedle menor. Respectivamente, según se ha dicha: Yo soy el que soy; y: Yo soy el Dios de Abrahán, y el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob24; así os aferraréis a lo que es en su naturaleza y lo que es en su misericordia.

Pienso que ya he hablado bastante también de aquel modo por el que a Jesucristo nuestro Señor y Salvador, hecho mediador y cabeza de la Iglesia, por quien nos reconciliamos con Dios, se le indica en las Escrituras como Dios y hombre.

11. El tercer modo tiene lugar cuando se anuncia el Cristo total en cuanto Iglesia, es decir, la cabeza y el cuerpo. La cabeza y el cuerpo forman un único Cristo; no en el sentido de que no esté íntegro sin el cuerpo, sino en cuanto que se dignó ser un todo íntegro con nosotros el que aun sin nosotros existe íntegro no sólo en cuanto Palabra, como Hijo unigénito del Padre, sino incluso en el hombre mismo que tomó, con el cual es, al mismo tiempo, Dios y hombre. Con todo, hermanos, ¿cómo somos nosotros su cuerpo y él un único Cristo con nosotros? ¿Dónde encontramos que el único Cristo lo forman la cabeza y el cuerpo, es decir, la cabeza con su cuerpo? En Isaías, la Esposa habla con el esposo como en singular; ciertamente es una y misma persona la que habla. Pero ved lo que dice: Como a esposo, me ciñó la diadema, y como a esposa, me revistió de adornos25. Como a esposo y como a esposa; a la misma persona llama esposo, en cuanto cabeza, y esposa, en cuanto cuerpo. Parecen dos y es uno solo. De otro modo, ¿cómo somos miembros de Cristo? El Apóstol lo dice clarísimamente: Vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros26. Todos en conjunto somos los miembros y el cuerpo de Cristo; no sólo los que estamos en este recinto, sino también los que se hallan en la tierra entera; ni sólo los que viven ahora, sino también, ¿qué he de decir? Desde el justo Abel hasta el fin del mundo, mientras haya hombres que engendren y sean engendrados, cualquier justo que pase por esta vida, todo el que vive ahora, es decir, no en este lugar, sino en esta vida, todo el que venga después; todos ellos forman el único cuerpo de Cristo y cada uno en particular son miembros de Cristo. Si, pues, en conjunto son el cuerpo y en particular son miembros, tiene que haber una cabeza para ese cuerpo. Y él mismo es, dice, la cabeza del cuerpo de la Iglesia; el primogénito, el que tiene el primado27. Y como dijo también de él que siempre es la cabeza de todo principado y potestad28, esta Iglesia, peregrina ahora, se asocia a aquella otra Iglesia celeste, donde tenemos a los ángeles como ciudadanos, y pecaríamos de arrogantes al pretender ser iguales a ellos tras la resurrección de los cuerpos, de no haberlo prometido la Verdad al decir: Serán iguales a los ángeles de Dios29. Así se constituye la única Iglesia, la ciudad del gran rey.

12. Por tanto, Cristo aparece en las Escrituras en forma que has de entenderlo, a veces, como la Palabra igual al Padre; a veces, como mediador, cuando la Palabra se hizo carne para que habitase entre nosotros; cuando el Unigénito, por quien fueron hechas todas las cosas, no juzgó una rapiña el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo y haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz30; a veces, como la cabeza y el cuerpo, explicando el mismo Apóstol con toda claridad lo que se dijo en el Génesis del varón y la mujer: Serán dos en una sola carne. Ved que es él quien lo expone, no parezca que soy yo quien osa presentar propias conjeturas. Serán, dijo, dos en una sola carne; y añadió: Esto encierra un gran misterio. Y para que nadie pensase todavía que hablaba del varón y de la mujer, refiriéndose a la unión natural de ambos sexos y a la cópula carnal, dijo: Yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia31. Lo dicho: Serán dos en una sola carne, no son ya dos, sino una sola carne, se entiende según esa realidad que se da en Cristo y la Iglesia. Como se habla de esposo y esposa, así también de cabeza y cuerpo, puesto que el varón es la cabeza de la mujer. Sea que yo hable de cabeza y cuerpo, sea que hable de esposo y esposa, entended una sola cosa. Por eso, el mismo Apóstol, cuando aún era Saulo, escuchó: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?32, puesto que el cuerpo va unido a la cabeza. Y cuando él, ya predicador de Cristo, sufría, de parte de otros, lo mismo que él había hecho sufrir cuando era perseguidor, dice: Para suplir en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo33, mostrando que cuanto él padecía pertenecía a la pasión de Cristo. Esto no puede aplicarse a él en cuanto cabeza, puesto que, presente ya en el cielo, nada padece; sino en cuanto cuerpo, es decir, la Iglesia; cuerpo que con su cabeza forma el único Cristo.

13. Mostrad, pues, que sois un cuerpo digno de tal cabeza, una esposa digna de tal esposo. Tal cabeza no puede sino tener un cuerpo adecuado a ella, ni tan gran varón toma una mujer no digna de él. Para mostrarse a sí, dijo, a la Iglesia gloriosa, sin mancha, ni arruga, ni nada parecido34. Esta es la esposa de Cristo, la que no tiene ni mancha ni arruga. ¿Quieres no tener mancha? Cumple lo que está escrito: Lavaos, estad limpios; eliminad las maldades de vuestros corazones35. ¿Quieres no tener arrugas? Tiéndete en la cruz. Para estar sin mancha ni arruga no necesitas solamente lavarte, sino también tenderte. Por medio del lavado se eliminan los pecados; al tenderte se produce el deseo del siglo futuro, razón por la que fue crucificado Cristo. Escucha al mismo Pablo, ya lavado: Nos salvó no por las obras de justicia que hubiéramos hecho, sino, en su misericordia, por el baño de la regeneración36. Escúchale a él mismo tendido: Olvidando, dijo, lo que está atrás y tendido hacia lo que está delante, en mi intención, persigo la palma de la suprema vocación de Dios en Cristo Jesús37.

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