Archivo del mes: septiembre 2020
A nuestra Madre de amor
Nuestro bendito cuarto voto…
A todos los miembros de mi amada familia religiosa:
el Instituto del Verbo Encarnado.
P. Jason Jorquera Meneses.
Bien sabemos que aquello que nos constituye propiamente en religiosos son nuestros sagrados votos; aquella profesión solemne que irrumpió en nuestras vidas para hacernos morir… y vivir más intensamente que nunca: morir a los terrenales lazos para aferrarnos a los eternos; al modo humano, ciertamente porque tales somos, pero según el modelo de una concreta humanidad; aquella misma que zanjó la historia con un estilo de vida propio, completamente consagrado al Padre, y cuya gran enseñanza es la de rendir la voluntad para triunfar, pero rendirla totalmente y sin reservas hasta el extremo del amor, el cual “mientras más extremo, es más cercano a Dios”. Es así que el estilo de vida de Jesucristo en la tierra, se precisó en los consejos evangélicos; entregando el corazón y todos sus afectos por medio de la castidad; reconociendo efectivamente a Dios como nuestra riqueza absoluta mediante la pobreza; y haciendo de nuestra existencia toda el más preciado don al Cielo, mediante la obediencia.
Los sagrados votos, “aquellos lazos que liberan”[1], son el modelo acabado de una vida que se ofrece en la patena y se eleva con agrado al trono del Eterno, cuyo brillo será tanto mayor cuanto lo sea su fidelidad, y cuya manifestación primera al mundo no será otra que la de reproducir -en la medida de nuestras “generosas posibilidades”-, como hemos dicho, la atractiva manera de vivir la vida según el Verbo Encarnado.
Y como Jesucristo siempre ha sido generoso con nuestra familia religiosa, desde los comienzos -y desde sus raíces-, decidió entregarnos un medio más: el mejor y más acabado; el mismo que moldea a las almas predilectas para hacer las cosas grandes, las que sólo alcanzan los humildes, las que cantaremos de generación en generación a la creatura cuya imagen es la más perfecta; la llena de gracia y la más parecida a Jesucristo; y no sólo por sus rasgos físicos al haberlo concebido en su vientre y dado luego a luz, sino principalmente por la similitud de su alma, la única capaz de merecer la contribución en el plan de redención, cuya amorosa decisión en la eternidad comenzó aquí en la tierra con un humilde “sí”, expresado en las perpetuas y siempre profundas palabras de la joven purísima de Nazaret: “hágase en mí según tu palabra”[2], prefiguración de la más absoluta entrega que se llevaría a cabo en Getsemaní, 33 años después, en Jesucristo y hasta el fin de los tiempos en sus consagrados, y que sintetizaría la esencia de la consagración religiosa mediante los sagrados votos: “…no se haga mi voluntad sino la tuya”[3]: he ahí la razón sobrenatural del alma dedicada completamente a Dios.
Siendo María santísima nuestra Madre, necesariamente nos corresponden los deberes de los hijos respecto a ella, comenzando con amarla, y de ahí a todo lo demás: el respeto, la ternura, la confianza y la piedad; sin dejar de lado el buen ejemplo de los hijos de tal Madre con respecto los demás. Ahora bien, esto es común a todo hijo de la Iglesia, pero en nuestro caso existe, además, el solemne compromiso de abrazarnos con la vida a esta Madre castísima, como el niño pequeño en los brazos que primero lo acogieron como cuna, y de manera inalienable. Nuestro voto de esclavitud mariana no está orientado hacia un consejo evangélico o una virtud, sino hacia una persona que es ejemplo de virtudes; más aún: nuestro voto a María santísima nos es propiamente “tender” sino “aferrarse” a esta buena madre, la mejor de todas, con un lazo “sumamente filial”, es decir, en el aspecto más propio de la relación de dependencia entre madre e hijo, con la particularidad de que en este caso, en vez de madurar hasta seguir adelante por nuestra propia cuenta -como los hijos al crecer-, mientras más crece nuestra vida espiritual más intensa y más estrecha se vuelve nuestra relación con María santísima y viceversa, poniendo todas nuestras obras en sus manos al haberla asumido como Madre con un compromiso sellado y aceptado por el mismo Dios.
Cualquier religioso que decidiera formalmente renunciar a alguno de sus votos se haría traidor y despreciable, pues no se renuncia a aquello que se ha abrazado poniendo a Dios como testigo, más aún cuando Él mismo será quien lleve a término la obra comenzada si le somos fieles. Ahora bien, el voto de esclavitud mariana es demasiado importante como para pretender desentenderse de él o serle indiferente, así que no olvidemos jamás a nuestra Madre. El voto, como hemos dicho, es una promesa hecha a Dios, y en este caso de imitar a Jesucristo también en cuanto hijo de María en amorosa “esclavitud de amor”; agradándole y buscando en todo contentarla sin poner excusas, sencillamente porque le pertenecemos, y porque en virtud de este voto somos los más beneficiados por ella: al asumirnos como hijos predilectos se convierte en nuestra primera intercesora ante el trono celestial, mientras nos alcanza todas las gracias necesarias para “hacer lo que su Hijo nos diga”[4] en miras a la eternidad; “Pero, ¿qué serán estos servidores, esclavos e hijos de María? Serán fuego encendido, ministros del Señor, que prenderán por todas partes el fuego del amor divino. Serán flechas agudas en la mano poderosa de María para atravesar a sus enemigos: como saetas en mano de un valiente. Serán hijos de Levi, bien purificados por el fuego de grandes tribulaciones y muy unidos a Dios. Llevarán en el corazón el fuego del amor, el incienso de la oración en el espíritu y en el cuerpo la mirra de la mortificación.”[5]
Es así que “marianizar la vida” consiste en darle una verdadera impronta, no tan sólo en las devociones tradicionales sino, y principalmente, en el espíritu mariano que debe embeber toda nuestra existencia, porque “todo fiel esclavo de Jesús en María debe, por tanto, invocarla, saludarla, pensar en Ella, hablar de Ella, honrarla, glorificarla, recomendarse a Ella, gozar y sufrir con Ella, trabajar, orar y descansar con Ella y, en fin, desear vivir siempre por Jesús y por María, con Jesús y con María, en Jesús y en María, para Jesús y para María”[6]
Que jamás nos olvidemos de nuestra Madre, que cantemos con la vida las grandezas de María, que nuestra devoción filial sea la impronta y el perfume de nuestra jornada, llevando a todas las almas a María y por medio de ella a Jesucristo; porque este es nuestro “compromiso solemne” … no le fallemos a María santísima, y no le fallaremos a nuestro Señor Jesucristo.
[1] Título de otro artículo -no terminado aun-, acerca de los sagrados votos como expresión de la máxima libertad aquí en la tierra.
[2] Lc 1, 38
[3] Lc 22, 42; Mt 26, 39
[4] Cf. Jn 2, 5
[5] San Luis María Grignion de Montfort
[6] Constituciones nº 89
El dulce nombre de María
Una Madre a quien siempre invocar
A partir de la Cruz
Una reflexión y una poesía de Viernes Santo
P. Jason Jorquera M.
Es un hecho de experiencia que existen acontecimientos históricos tan importantes que no pueden pasar desapercibidos, y por eso marcan para siempre un antes y un después, como la invención de la rueda, la caída del imperio romano o la creación de la imprenta. Pero en el cristianismo existe un antes y un después del cual depende absolutamente todo, no sólo la fe y la redención sino la historia de toda la humanidad; y es el “antes y después de Cristo”, acontecimiento tan grande que, de hecho, rige el tiempo hasta el día de hoy… Pero esta venida en la persona del Hijo de Dios al mundo tuvo su culminación 33 años después de la Encarnación, y eso es exactamente lo que conmemoramos en Viernes Santo: el antes y después definitivo contra el pecado y contra la muerte de Jesucristo en la cruz. Porque “a partir de la Cruz de nuestro Señor Jesucristo”, todas las cosas cambiaron:
Antes de la Cruz de Cristo, la humanidad entera se encontraba con que las puertas del Cielo estaban cerradas por culpa del pecado, rebelión de la creatura contra su Creador tras la absurda elección de lo incorrecto;
Antes del Calvario el sufrimiento de la humanidad estaba impregnado completamente de un sentido penal, pero después de Jesucristo el dolor humano se transformó en una fuente abundante de gracias para el Cielo, haciendo posible el mérito del hombre para la eternidad, y configurándolo con el Cordero de Dios que por medio del dolor lo redimió;
Antes del “amor hasta el extremo” de la cruz, no teníamos ejemplo de hasta dónde llegan las consecuencias del amor total de Dios hacia nosotros; pero ahora sabemos cuál es el extremo hacia el cual debemos ir, cuál es el extremo al cual debemos corresponder, y hasta qué punto estuvo dispuesto a llegar el Hijo de Dios para salvarnos. Después de la cruz no tenemos excusas para no amar a Dios.
Antes del sacrificio de Jesucristo, no teníamos la gracia necesaria para comenzar nuestra santificación en serio, porque el hombre tenía solamente sus pocas fuerzas y su naturaleza herida; pero ahora sabemos y tenemos muchos ejemplos en los santos, de cómo la gracia de Dios es capaz de hacer milagros;
Antes de que Jesucristo expirase en la Cruz, no estaba “todo consumado”, porque no se habían cumplido las profecías; pero luego de la cruz el Mesías ya vino, y además está con nosotros “hasta el fin de los tiempos”, sacramentalmente en cada Sagrario, en cada hostia consagrada, y espiritualmente en cada alma en gracia que le de lugar y lo acoja con sinceridad. Ahora sí, después de la cruz, todo está consumado y en ella se consuma nuestra unión con Dios aquí en la tierra.
La cruz marca también un antes y un después en la vida espiritual. Cuando un alma abraza la cruz de Cristo recién allí comienza a caminar, a progresar, a crecer; en definitiva, a “parecerse” a Jesucristo, su modelo a seguir. Por eso despreciar la cruz es despreciar a Cristo, porque está clavado en ella y no se quiere separar, y desde ella invita a las almas a ser sus verdaderos discípulos: la cruz de nuestro Señor Jesucristo, a primera vista parece resaltar más bien el aspecto oblativo del sacrificio del Dios encarnado; pero jamás debemos olvidar que esta oblación es una manifestación que clava sus raíces en lo más profundo del amor de Dios por los hombres. Por lo tanto, aquella cruz que antes de Cristo fue el signo de la mayor de las humillaciones, después de Él se ha convertido en el signo y señal más grande del amor, porque todo amor, si es verdadero, implica también la cruz. Por lo tanto, la semejanza con Cristo mediante la cruz necesariamente ha de desembocar en la correspondencia al amor de Dios que nos amó primero… cargar la cruz, entonces, no es otra cosa que amar a Dios con sinceridad, no como los fariseos que la despreciaban, sino como María santísima que besaba en ella a su Hijo amado.
Renovemos nuestros deseos de no despreciar lo que Cristo no despreció y abrazar lo que Cristo abrazó, y a su modo: queriendo que se cumpla en todo la voluntad de su Padre, como la cruz.
“Cuando el tiempo quiso detenerse”
(Poesía de Viernes Santo)
Un día el tiempo quiso detenerse
pero bien sabía
que era vano el imponerse,
pues no podía.
Y una profecía lo impedía.
Aquel día el tiempo contempló
con indecible pena
la más terrible escena;
cuando el hombre sentenció
-con su fatal condena-
a Aquel que lo creó.
El tiempo quiso llorar
y dejar de continuar,
y gritar a la humanidad
que cesara tal maldad…
mientras él no podía parar,
pues su esencia es continuar.
Y entonces, desesperado,
pidió ayuda a su manera
para que alguien algo hiciera
contra el hecho despiadado
de quien “imagen divina” fuera,
y ahora “infamia” se volviera.
De pronto, el cielo intervino
luciendo su manto gris,
queriendo llamar así
la atención de los asesinos,
pero nada consiguió
por más que gris se quedó;
Quiso ayudar el viento
y arremetió con violencia,
mientras la tierra, rugiendo,
se sacudió sin clemencia…
pero nada consiguieron:
sus propósitos se hundieron,
y los hombres sólo huyeron.
Luego llegó el silencio
y contempló con dolor
la muerte del gran Amador,
mientras seguía pasando el tiempo
de balde haciendo el intento
de ir un poco más lento;
pero no podía parar
pues su esencia es continuar…
El tiempo desde aquel día
observa a la humanidad
recordando la iniquidad
contra su Dios y Mesías,
y sin poder comprender
por qué consumó su mal
pudiéndose detener.