A nuestra Madre de amor

Nuestro bendito cuarto voto…

A todos los miembros de mi amada familia religiosa:

el Instituto del Verbo Encarnado.

P. Jason Jorquera Meneses.

Bien sabemos que aquello que nos constituye propiamente en religiosos son nuestros sagrados votos; aquella profesión solemne que irrumpió en nuestras vidas para hacernos morir… y vivir más intensamente que nunca: morir a los terrenales lazos para aferrarnos a los eternos; al modo humano, ciertamente porque tales somos, pero según el modelo de una concreta humanidad; aquella misma que zanjó la historia con un estilo de vida propio, completamente consagrado al Padre, y cuya gran enseñanza es la de rendir la voluntad para triunfar, pero rendirla totalmente y sin reservas hasta el extremo del amor, el cual “mientras más extremo, es más cercano a Dios”. Es así que el estilo de vida de Jesucristo en la tierra, se precisó en los consejos evangélicos; entregando el corazón y todos sus afectos por medio de la castidad; reconociendo efectivamente a Dios como nuestra riqueza absoluta mediante la pobreza; y haciendo de nuestra existencia toda el más preciado don al Cielo, mediante la obediencia.

Los sagrados votos, “aquellos lazos que liberan”[1], son el modelo acabado de una vida que se ofrece en la patena y se eleva con agrado al trono del Eterno, cuyo brillo será tanto mayor cuanto lo sea su fidelidad, y cuya manifestación primera al mundo no será otra que la de reproducir -en la medida de nuestras “generosas posibilidades”-, como hemos dicho, la atractiva manera de vivir la vida según el Verbo Encarnado.

Y como Jesucristo siempre ha sido generoso con nuestra familia religiosa, desde los comienzos -y desde sus raíces-, decidió entregarnos un medio más: el mejor y más acabado; el mismo que moldea a las almas predilectas para hacer las cosas grandes, las que sólo alcanzan los humildes, las que cantaremos de generación en generación a la creatura cuya imagen es la más perfecta; la llena de gracia y la más parecida a Jesucristo; y no sólo por sus rasgos físicos al haberlo concebido en su vientre y dado luego a luz, sino principalmente por la similitud de su alma, la única capaz de merecer la contribución en el plan de redención, cuya amorosa decisión en la eternidad comenzó aquí en la tierra con un humilde “sí”, expresado en las perpetuas y siempre profundas palabras de la joven purísima de Nazaret: “hágase en mí según tu palabra”[2], prefiguración de la más absoluta entrega que se llevaría a cabo en Getsemaní, 33 años después, en Jesucristo y hasta el fin de los tiempos en sus consagrados, y que sintetizaría la esencia de la consagración religiosa mediante los sagrados votos: “…no se haga mi voluntad sino la tuya”[3]: he ahí la razón sobrenatural del alma dedicada completamente a Dios.

Siendo María santísima nuestra Madre, necesariamente nos corresponden los deberes de los hijos respecto a ella, comenzando con amarla, y de ahí a todo lo demás: el respeto, la ternura, la confianza y la piedad; sin dejar de lado el buen ejemplo de los hijos de tal Madre con respecto los demás. Ahora bien, esto es común a todo hijo de la Iglesia, pero en nuestro caso existe, además, el solemne compromiso de abrazarnos con la vida a esta Madre castísima, como el niño pequeño en los brazos que primero lo acogieron como cuna, y de manera inalienable. Nuestro voto de esclavitud mariana no está orientado hacia un consejo evangélico o una virtud, sino hacia una persona que es ejemplo de virtudes; más aún: nuestro voto a María santísima nos es propiamente “tender” sino “aferrarse” a esta buena madre, la mejor de todas, con un lazo “sumamente filial”, es decir, en el aspecto más propio de la relación de dependencia entre madre e hijo, con la particularidad de que en este caso, en vez de madurar hasta seguir adelante por nuestra propia cuenta -como los hijos al crecer-, mientras más crece nuestra vida espiritual más intensa y más estrecha se vuelve nuestra relación con María santísima y viceversa, poniendo todas nuestras obras en sus manos al haberla asumido como Madre con un compromiso sellado y aceptado por el mismo Dios.

Cualquier religioso que decidiera formalmente renunciar a alguno de sus votos se haría traidor y despreciable, pues no se renuncia a aquello que se ha abrazado poniendo a Dios como testigo, más aún cuando Él mismo será quien lleve a término la obra comenzada si le somos fieles. Ahora bien, el voto de esclavitud mariana es demasiado importante como para pretender desentenderse de él o serle indiferente, así que no olvidemos jamás a nuestra Madre. El voto, como hemos dicho, es una promesa hecha a Dios, y en este caso de imitar a Jesucristo también en cuanto hijo de María en amorosa “esclavitud de amor”; agradándole y buscando en todo contentarla sin poner excusas, sencillamente porque le pertenecemos, y porque en virtud de este voto somos los más beneficiados por ella: al asumirnos como hijos predilectos se convierte en nuestra primera intercesora ante el trono celestial, mientras nos alcanza todas las gracias necesarias para “hacer lo que su Hijo nos diga”[4] en miras a la eternidad; “Pero, ¿qué serán estos servidores, esclavos e hijos de María? Serán fuego encendido, ministros del Señor, que prenderán por todas partes el fuego del amor divino. Serán flechas agudas en la mano poderosa de María para atravesar a sus enemigos: como saetas en mano de un valiente. Serán hijos de Levi, bien purificados por el fuego de grandes tribulaciones y muy unidos a Dios. Llevarán en el corazón el fuego del amor, el incienso de la oración en el espíritu y en el cuerpo la mirra de la mortificación.”[5]

Es así que “marianizar la vida” consiste en darle una verdadera impronta, no tan sólo en las devociones tradicionales sino, y principalmente, en el espíritu mariano que debe embeber toda nuestra existencia, porque “todo fiel esclavo de Jesús en María debe, por tanto, invocarla, saludarla, pensar en Ella, hablar de Ella, honrarla, glorificarla, recomendarse a Ella, gozar y sufrir con Ella, trabajar, orar y descansar con Ella y, en fin, desear vivir siempre por Jesús y por María, con Jesús y con María, en Jesús y en María, para Jesús y para María”[6]

Que jamás nos olvidemos de nuestra Madre, que cantemos con la vida las grandezas de María, que nuestra devoción filial sea la impronta y el perfume de nuestra jornada, llevando a todas las almas a María y por medio de ella a Jesucristo; porque este es nuestro “compromiso solemne” … no le fallemos a María santísima, y no le fallaremos a nuestro Señor Jesucristo.

 

[1] Título de otro artículo -no terminado aun-, acerca de los sagrados votos como expresión de la máxima libertad aquí en la tierra.

[2] Lc 1, 38

[3] Lc 22, 42; Mt 26, 39

[4] Cf. Jn 2, 5

[5] San Luis María Grignion de Montfort

[6] Constituciones nº 89