Madre de misericordia

P. Gustavo Pascual, IVE.

Esta advocación comienza con San Odón, abad de Cluny.

            María es madre de misericordia porque nos dio a Jesucristo y también por ser madre espiritual de los fieles. Ella presenta en el cielo las necesidades de sus hijos ante su Hijo como lo hizo en las bodas de Caná.

            María es la profetiza que ensalza la misericordia de Dios.

            María en el Magnificat alaba la misericordia de Dios:

            “Y su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen”[1].

            “Acogió a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia”[2].

            Nosotros debemos proclamar la misericordia de Dios como lo hizo María pues tiene con cada cristiano una misericordia particular.

            María es la mujer que ha experimentado de modo especial la misericordia de Dios.

            “María es la que de manera singular y excepcional ha experimentado —como nadie— la misericordia y, también de manera excepcional, ha hecho posible con el sacrificio de su corazón la propia participación en la revelación de la misericordia divina”[3].

  1. María participa en grado eminente la misericordia divina

           En el Evangelio se narra la compasión de Jesús por nosotros. En esa compasión está nuestra salvación y seguridad, y en ella debemos aprender a ser misericordiosos con los demás. A mayor misericordia con los demás, alcanzaremos con más prontitud el favor de Dios[4].

            De esta misericordia es ejemplo la Santísima Virgen; ella “es la que conoce mas a fondo el misterio de la misericordia divina. Sabe su precio y sabe cuán alto es”[5].

            “La misericordia nace del corazón y se apiada de la miseria ajena de tal manera que le duele y entristece como si fuera propia, llevando a poner los remedios oportunos para intentar sanarla”[6].

            En Jesucristo está la expresión plena de la misericordia divina: se entregó en la cruz, en acto supremo de amor misericordioso y ahora la ejerce desde el Cielo y en el sagrario; “No es tal nuestro Pontífice, que sea incapaz de compadecerse de nuestras miserias […] Lleguémonos, pues, confiadamente, al trono de la gracia, a fin de alcanzar misericordia”[7].

            En María la misericordia se une a la bondad de madre; el título de madre de la misericordia fue ganado por ella en su “fiat” en Nazaret y en su “fiat” en el Calvario. “Por su amor materno cuida de los hermanos de su Hijo que peregrinan y se debaten entre peligros y angustias y luchan contra el pecado hasta que sean llevados a la patria feliz”[8].

  1. Salud de los enfermos; refugio de los pecadores

           El título de madre de misericordia se ha expresado tradicionalmente a través de las siguientes advocaciones: salud de los enfermos, refugio de los pecadores, consuelo de los afligidos, auxilio de los cristianos.

            La Santísima Virgen obtiene la curación del cuerpo, sobre todo cuando está ordenada al bien del alma. Otras veces hace entender el dolor, el mal físico como instrumento de la providencia de Dios para nuestro bien.

            La Santísima Virgen nos remedia también las heridas del pecado original que han sido agravadas por nuestros pecados personales. Fortalece a los que vacilan, levanta a los caídos y ayuda a disipar las tinieblas de la ignorancia y del error.

            En María encontramos amparo seguro. Ella acoge a los pecadores y los mueve al arrepentimiento.

  1. Consuelo de los afligidos y auxilio de los cristianos

           Durante su vida fue consuelo de San José en Belén, y también en la huída a Egipto. Fue consuelo de las mujeres en Nazaret y consuelo de los apóstoles en la Pasión y en el Cenáculo.

            Y finalmente auxilio de los cristianos, porque favorece principalmente a quienes ama y nadie amó más a quienes formamos parte de la familia de su Hijo. En ella encontramos todas las gracias para vencer en las tentaciones, en el apostolado, en el trabajo.

            “En mí se encuentra toda gracia de doctrina y de verdad, toda esperanza de vida y de virtud”[9].

[1] Lc 1, 50

[2] Lc 1, 54

[3] Juan Pablo II, Carta Encíclica “Dives in misericordia” nº 9, Paulinas Buenos Aires 1980, 41-2.

[4] Cf. Mt 6, 14

[5] Juan Pablo II, “Dives in misericordia” nº 9…, 42

[6] Cf. San Agustín, la Ciudad de Dios, 9. Cit. Carvajal, Hablar con Dios, t. III, Palabra Barcelona 1993, 338.

[7] Hb 4, 15-16

[8] L.G. 62

[9] Si 24, 25

Las virtudes en general

Extracto del Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica sobre las virtudes humanas y teologales
377. ¿Qué es la virtud?
La virtud es una disposición habitual y firme para hacer el bien: “El fin de una vida virtuosa consiste en llegar a ser semejante a Dios” (San Gregorio de Nisa). Hay virtudes humanas y virtudes teologales.
378. ¿Qué son las virtudes humanas?
Las virtudes humanas son perfecciones habituales y estables del entendimiento y de la voluntad, que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta en conformidad con la razón y la fe. Adquiridas y fortalecidas por medio de actos moralmente buenos y reiterados, son purificadas y elevadas por la gracia divina.
379. ¿Cuáles son las principales virtudes humanas?
Las principales virtudes humanas son las denominadas cardinales, que agrupan a todas las demás y constituyen las bases de la vida virtuosa. Son la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza.
380. ¿Qué es la prudencia?
La prudencia dispone la razón a discernir, en cada circunstancia, nuestro verdadero bien y a elegir los medios adecuados para realizarlo. Es guía de las demás virtudes, indicándoles su regla y medida.
381. ¿Qué es la justicia?
La justicia consiste en la constante y firme voluntad de dar a los demás lo que les es debido. La justicia para con Dios se llama “virtud de la religión”.
382. ¿Qué es la fortaleza?
La fortaleza asegura la firmeza en las dificultades y la constancia en la búsqueda del bien, llegando incluso a la capacidad de aceptar el eventual sacrificio de la propia vida por una causa justa.
383. ¿Qué es la templanza?
La templanza modera la atracción de los placeres, asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados.
384. ¿Qué son las virtudes teologales?
Las virtudes teologales son las que tienen como origen, motivo y objeto inmediato a Dios mismo. Infusas en el hombre con la gracia santificante, nos hacen capaces de vivir en relación con la Santísima Trinidad, y fundamentan y animan la acción moral del cristiano,
vivificando las virtudes humanas. Son la garantía de la presencia y de la acción del Espíritu Santo en las facultades del ser humano.
385. ¿Cuáles son las virtudes teologales?
Las virtudes teologales son la fe, la esperanza y la caridad
386. ¿Qué es la fe?
La fe es la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha revelado, y que la Iglesia nos propone creer, dado que Dios es la Verdad misma. Por la fe, el hombre se abandona libremente a Dios; por ello, el que cree trata de conocer y hacer la voluntad de Dios, ya que “la fe actúa por la caridad” (Ga 5, 6).
387. ¿Qué es la esperanza?
La esperanza es la virtud teologal por la que deseamos y esperamos de Dios la vida eterna como nuestra felicidad, confiando en las promesas de Cristo, y apoyándonos en la ayuda de la gracia del Espíritu Santo para merecerla y perseverar hasta el fin de nuestra vida terrena.
388. ¿Qué es la caridad?
La caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor a Dios. Jesús hace de ella el mandamiento nuevo, la plenitud de la Ley. Ella es “el vínculo de la perfección” (Col 3, 14) y el fundamento de las demás virtudes, a las que anima, inspira y ordena: sin ella “no soy nada” y “nada me aprovecha” (1 Co 13, 2-3).
389. ¿Qué son los dones del Espíritu Santo?
Los dones del Espíritu Santo son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir las inspiraciones divinas. Son siete: sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios.
390. ¿Qué son los frutos del Espíritu Santo?
Los frutos del Espíritu Santo son perfecciones plasmadas en nosotros como primicias de la gloria eterna. La tradición de la Iglesia enumera doce: “caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia y
castidad” (Ga 5, 22-23 [Vulgata]).

Bondad

San Alberto Hurtado

Para amar hay que poner mucha bondad, esto es, mucho don de nosotros mismos. Pensar en los demás, agradarlos, sacrificarse por ellos. Conciliarlo todo en la bondad que acoge, y acoge con alegría.

La bondad no es una simpatía superficial, no es la sensibilidad afectuosa: es la intuición de la situación de otro, de su necesidad, de su llamamiento, de su corazón, de su drama íntimo; porque lo amo, porque entro en comunión con él, con su sufrimiento, y hago confianza a la capacidad de superación que en él existe.

La bondad no es un sentimiento dulzarrón, sino un sentimiento fuerte. El que ama quiere el bien de quien ama. Por eso debe a veces mostrarse duro.

Bondad es comprender al otro, llorar con el otro, orar con el otro, ayudarlo. Bondad, es impedirle que se extravíe. Bondad es aceptar que se crea incomprendido cuando se le contradice por su bien, porque se le ama.

El exceso de bondad es el menos peligroso de los excesos. El exceso de bondad existe sólo cuando se cede al deseo del otro, contra su bien, o contra el bien común.

La bondad supone capacidad para soportar los golpes duros, las incomprensiones, los desfallecimientos, las oposiciones de dentro y las de fuera, el paquete de cada día con noticias desagradables, el asalto de los importunos que le roban lo único que le queda: el tiempo; y muchas veces por motivos totalmente fútiles.

Bondad con los otros y también con uno mismo, pues si no tengo bondad y paciencia conmigo tampoco la tendré con los demás. Bondad ante mi propia debilidad, ante mi pereza, mis prisas infantiles, mi inexperiencia, mis fracasos…

Quedar siempre dueño de mí mismo. Siempre dulce ante las cosas: ellas nunca tienen la culpa. Dulce con los otros. Ellos son lo que son: hay que tomarlos como son. Vale más torcerlos que quebrarlos. Ser bueno conmigo mismo; utilizarme en la mejor forma, en vez de gastarme en recriminaciones. No poseo a nadie sino en la bondad.

Cuando [uno está] descorazonado

Después de un tiempo de trabajo, al examinar el camino recorrido, ¡cuántos fracasos! Todos esos [hombres] que uno ha tratado de sacudir, de alentar, de agrupar… y que poco a poco lo han ido abandonando. Todos esos esfuerzos heroicos, gota a gota, y cuyo resultado no aparece. ¿Qué ha pasado? La obra que se anunciaba tan magnífica, ¿qué queda de ella?.

Esos viajes, esas asambleas, esas miles de diligencias para que reine un poco más de justicia. ¿Qué queda? Tal vez el pensamiento que tú eras un interesado, que trabajabas por ti como un candidato… Tantas diligencias por los pobres, tantas visitas, esfuerzos, mendigar por ellos. ¡Haber perdido el tiempo, las fuerzas, quizás el cariño de los míos, que he abandonado por los extraños…!

Pero no, nada ha sido perdido, porque todo fue realizado con un gran amor. El amor, cuando es profundo, cuando es puro, lleva en sí mismo su plenitud. Toda acción cargada de amor, tiene valor. Ella alcanza a Dios.

No, nada de esos esfuerzos, aparentemente estériles, nada ha sido perdido. Yo he amado, eso basta. Ellos necesitaban más de mi amor que de mi influencia. En Dios yo los encuentro.

Breves del Monasterio de la Sagrada Familia

Queridos amigos:
Junto con la correspondiente acción de gracias a Dios, a la Sagrada Familia y a sus constantes oraciones, considerando los muchos e incontables beneficios recibidos durante el pasado año, pese a la dificultad propia de la situación actual, queremos compartirles brevemente algo acerca de lo que han sido estas últimas e intensas semanas. Ciertamente podríamos escribir algo más extenso respecto a varias de estas actividades por separado, pero por cuestiones de tiempo y de trabajo debemos, por fuerza, resumirlo:
“Navidad en Belén”
Por gracia de Dios este año nuevamente pudimos participar de las celebraciones navideñas en Belén con nuestros padres y hermanas de distintas comunidades, tanto en la basílica principal cuanto en la misma gruta que presenció el nacimiento en el tiempo del Hijo de Dios; una gracia ciertamente maravillosa, donde tuvimos presente las intenciones y necesidades de todas las almas encomendadas a nuestras oraciones y a nuestro ministerio sacerdotal.
“Navidad en el Monasterio”
Después del almuerzo de Navidad en Belén, regresamos al monasterio para celebrar con nuestros amigos que asisten a Misa al Monasterio, pudiendo compartir la cena festiva y la guitarreada a cargo del P. Gonzalo, cantando Villancicos tradicionales de varios países y en distintas lenguas.
“Trabajos”
Además del correspondiente y constante mantenimiento del monasterio, aprovechamos de preparar algunas mermeladas como parte de los regalos para nuestros misioneros, con quienes festejamos como siempre en el más agradable espíritu de familia en el Hogar Niño Dios de Belén, donde nos juntamos los religiosos de las distintas misiones por estos lugares.
“Visitas”
Si bien son pocos los peregrinos que actualmente recibimos, no hemos dejado de tener algunas visitas, como nuestras hermanas de la Parroquia de san Jorge en Mughar, quienes aprovecharon para hacer su retiro mensual aquí, predicado por el P. Jason (quien trató acerca de la importancia de vivir bien la caridad fraterna en nuestras comunidades), aprovechando el favorable silencio del monasterio, así como la Adoración y santa Misa con los monjes. También recibimos -entre otros-, a tres sacerdotes extranjeros residentes en Jerusalén, quienes actualmente se encuentran terminando sus respectivos doctorados en Sagrada Escritura, compartiendo con ellos la Adoración eucarística y la santa Misa. También cabe destacar la visita del P. Carlos Ferrero, nuestro Provincial, con quien pudimos compartir y realizar un par de edificantes peregrinaciones por los santos lugares, aprovechando la especial octava de Navidad.
“Encuentro fronterizo”
Para ir a Belén o Jerusalén desde Galilea, tenemos dos caminos principales; el más largo es la llamada ruta del desierto, donde se puede ir a Jericó antes de llegar a Jerusalén, pasando por el lugar del bautismo de nuestro Señor Jesucristo (Mt 3,13-17; Mc 1,9-11; Lc 3,21-22; Jn 1,29-34), donde la Tradición sitúa también el paso del pueblo elegido para entrar en la Tierra Prometida (Jos 3), y donde Eliseo vio a Elías ser arrebatado hacia los cielos (2Re 2, 1-12). Luego de renovar las promesas bautismales y nuestra fe en el Credo católico, y rezar tranquilamente, nos encontramos con nuestros monjes de Jordania “orilla a orilla”, ya que precisamente el lugar del Bautismo es actualmente parte de la frontera entre ambos países, y si bien no se puede pasar de un lado a otro, debido a la corta distancia entre un punto y el otro pudimos conversar tranquilamente y compartir un momento muy agradable, hasta que los grupos que llegaban comenzaron a preguntarnos acerca de quiénes éramos, haciendo un maravilloso apostolado con quienes saben poco o nada acerca de nuestra fe, y atendiendo ambos monjes a las consultas en hebreo o en inglés según se fueron dando las cosas.
Muchas más gracias recibimos, ciertamente, durante todo este tiempo, y por todas ellas agradecemos al Cielo. Nos encomendamos como siempre a sus oraciones y seguimos comprometiendo las nuestras por sus necesidades y las del mundo entero.
Con nuestra bendición, en Cristo y María:
Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia;
Séforis, Tierra Santa.

MADRE, ENSÉÑANOS…

María es nuestra maestra

P. Gustavo Pascual, IVE.

            María es maestra nuestra que nos enseña la contemplación de Jesús[1].

            En “Ecclesia de Eucharistia” el Papa Juan Pablo II señala la relación estrecha de María con la Eucaristía. Ella es maestra incomparable de amor a Jesús Eucaristía.

            El canon romano la venera: “veneramos la memoria ante todo, de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de Jesucristo, nuestro Dios y Señor” y en las otras plegarias eucarísticas esa veneración se transforma en imploración: “así, con María, la Virgen Madre de Dios… merezcamos, por tu Hijo Jesucristo, compartir la vida eterna y cantar tus alabanzas” (II), “Que él nos transforme en ofrenda permanente, para que gocemos de tu heredad con María, la Virgen Madre de Dios” (III), “El cual se encarnó por obra del Espíritu Santo, nació de María, la Virgen” (IV). Y el prefacio cuarto de Adviento: “Te alabamos, te bendecimos y te glorificamos por el misterio de la Virgen Madre. Porque, si del antigua adversario nos vino la ruina, en el seno virginal de la hija de Sión ha germinado aquel que nos nutre con el pan de los ángeles, y ha brotado para todo el género humano la salvación y la paz”.

            ¿Quién puede hacernos gustar la grandeza del misterio eucarístico mejor que María? Nadie como ella puede enseñarnos con qué fervor se han de celebrar los santos Misterios y cómo hemos de estar en compañía de su Hijo escondido bajo las especies eucarísticas.

            Sacerdote… “ahí tienes a tu madre”[2] que ella sea tu maestra[3], cristiano fiel… “ahí tienes a tu madre” que ella sea tu maestra.

            En la encíclica sobre el Rosario el Papa presentaba a María como Maestra en la contemplación del rostro de Cristo, e incluía entre los misterios de luz la institución de la Eucaristía[4]. María puede guiarnos a la Eucaristía.

            María no aparece en el relato evangélico de la Ultima Cena, sí estaba con los Apóstoles en Pentecostés[5] y seguramente estaba en las celebraciones eucarísticas ya que los primeros cristianos eran asiduos “en la fracción del pan”[6].

            María es principalmente mujer eucarística con toda su vida.

            La Eucaristía es Misterio de la fe y, por tanto, ante ella es necesario un total abandono a la palabra de Dios, de lo cual es ejemplo María en la respuesta al Ángel: “hágase”[7].

            “Haced esto en recuerdo mío”[8]. Mandato del Señor que es eco de la enseñanza de María en Caná: “Haced lo que él os diga”[9]. María quiere que nos fiemos de la palabra de Jesús porque así como en las bodas convirtió el agua en vino pudo hacer del pan y el vino su cuerpo y su sangre.

            María practicó la fe eucarística antes de su institución, pues ofreció su seno virginal para la encarnación del Verbo de Dios, y la Eucaristía, memorial de la pasión, está en estrecha relación con la Encarnación. Nos alimentamos de la carne del Verbo Encarnado.

            María concibió en la anunciación al Hijo de Dios, incluso en la realidad física de su cuerpo y sangre, anticipando en cierta forma, lo que se realiza en el que recibe la Eucaristía.

            Hay una analogía profunda entre el “hágase” de María y el amén que cada fiel pronuncia al comulgar. A María se le pidió creer que a quien concibió por obra del Espíritu Santo era el Hijo de Dios[10]. Al que comulga se le pide creer que el mismo Jesús, Hijo de Dios e hijo de María, se hace presente con todo su ser humano-divino en las especies sacramentales.

            María anticipa en la Encarnación la fe eucarística de la Iglesia. En la visitación se convierte, en cierto modo, en “tabernáculo” en donde Jesús se ofrece a la adoración de Isabel. El abrazo de María al Niño recién nacido ¿no es modelo de amor en el que ha de inspirarse cada comunión eucarística?

            María, con toda su vida junto a Cristo y no solo en el Calvario, hizo suya la dimensión sacrificial de la eucaristía. Desde la presentación donde Simeón manifiesta su vida sacrificial[11] hasta el “Stabat Mater” del Calvario.

            ¡Qué sentimientos brotarían del corazón de María al escuchar de los apóstoles “Este es mi cuerpo que es entregado por vosotros”[12]!. Ese cuerpo bajo los signos sacramentales era el mismo cuerpo concebido en su seno. Recibir la Eucaristía sería para María una nueva Encarnación.

            “Haced esto en recuerdo mío”. En el “memorial” del Calvario también esta incluida la entrega de María como nuestra Madre.

            Vivir en la Eucaristía el memorial de la muerte de Cristo implica también recibir continuamente este don. Significa acoger por madre a María. Significa el compromiso de conformarnos a Cristo aprendiendo de María y dejándonos acompañar por ella. María está presente en todas las celebraciones eucarísticas.

            En la Eucaristía, la Iglesia se une a Cristo y a su sacrificio, haciendo suyo el espíritu de María.

            Recordemos su Magnificat…

            La Eucaristía como el Magnificat es alabanza y acción de gracias. María al cantar alaba al Padre “por” Jesús, pero también lo alaba “en” Jesús y “con” Jesús. Esta es la verdadera “actitud eucarística”.

            En el Magnificat María rememora las maravillas de Dios en la historia de la salvación principalmente la encarnación redentora. También en este canto está presente la tensión escatológica de la Eucaristía.

            Cada vez que Jesús se presenta bajo las especies eucarísticas suenan las palabras “exaltó a los humildes”[13]. María canta el “cielo nuevo” y la “tierra nueva” que se anticipan en la Eucaristía.

            El Magnificat expresa la espiritualidad de María, por tanto, debemos vivir el misterio eucarístico como un Magnificat sin fin[14].

[1] Cf. Juan Pablo II, Carta Apostólica “Novo millennio ineunte” nº 23-24; Carta Apostólica “Rosarium Virginis Mariae nº 9-10, Instituto del Verbo Encarnado New York 2002, 9-10; Carta Encíclica “Ecclesia de Eucharistia” nº 53-58, Ediciones del Verbo Encarnado 2003, 47-50.

[2] Jn 19, 27

[3] Cf. Juan Pablo II, Carta a los sacerdotes para el jueves santo de 2005, nº 8. Roma 13/03/05, V Domingo de Cuaresma de 2005

[4] Cf. nº 21

[5] Cf. Hch 1, 14

[6] Act 2, 42

[7] Lc 1, 38

[8] Lc 22, 17

[9] Jn 2, 5

[10] Cf. Lc 1, 30.35

[11] Cf. Lc 2, 34.35

[12] Lc 22, 19

[13] Lc 1, 52

[14] Cf. Ecclesia de Eucharistia nº 53-58…, 47-50.