Santa Misa y caminata en el desierto de Judea

Desde la casa de santa Ana

Escribía san Juan de la Cruz: “…Así lo hacían los anacoretas y otros santos ermitaños, que en los anchísimos y graciosísimos desiertos escogían el menor lugar que les podía bastar, edificando estrechísimas celdas y cuevas y encerrándose allí; donde san Benito estuvo tres años, y otro, que fue san Simón, se ató con una cuerda para no tomar más ni andar más que lo que alcanzase; y de esta manera muchos, que nunca acabaríamos de contar. Porque entendían muy bien aquellos santos que, si no apagaban el apetito y codicia de hallar gusto y sabor espiritual, no podían venir a ser espirituales.”

El desierto, como bien sabemos, no es propiamente un lugar que ofrezca consuelos y comodidades en cuanto tal, es decir, cuando se edifica algo en el desierto, se podrá adaptar, aclimatar y hasta acomodar para poder quedarse allí, pero todo esto sólo se puede realizar en la medida en que se le quite al desierto -al menos en un punto específico-, lo que tiene de propio y característico, que es su rudeza, soledad, extensión, aridez, etc.; figura perfecta del trabajo arduo que debe realizar un alma para disponerse a adentrase en las arideces y soledades de la purificación de sus desórdenes para encaminarse hacia la unión con Dios; la cual depende de nuestras renuncias, de nuestros despojos de todo aquello que ocupa el lugar que sólo a Dios le corresponde en nuestra alma, y que debemos preparar y disponer echando afuera el pecado, el desorden, y hasta las imperfecciones voluntarias en cuanto a que éstas Dios tampoco las quiere, porque refrenan nuestro vuelo hacia la santidad… en definitiva, la figura del desierto es la figura del despojo, del vaciarse de sí mismo para dejar a Dios llenar Él mismo ese lugar. Por esta razón aquellas almas heroicas que iniciaron el monacato cristiano se apartaban al desierto, para combatir contra sí mismos y conquistar así la estrecha unión con Dios, asentando las bases de lo que deben ser hasta nuestros días los monasterios, “desiertos” en que el alma se dedique a tratar a solas con Dios en bien del mundo entero y de ella misma, mediante el despojo y las renuncias… dedicando la vida entera a esta purificación y unión con Dios: “A medida, pues, que nos veamos libres de toda falta, de cualquier imperfección, de toda criatura, de todo móvil humano, para pensar sólo en Él, para obrar según su beneplácito, más abundante irá siendo la vida en nosotros, y con mayor plenitud se nos dará Dios a sí mismo”, decía Dom Columba Marmion a sus monjes; y el gran Maestro de la Cruz nos exhorta: “mejor es aprender a poner las potencias en silencio y callando, para que hable Dios; …cuando venga el alma según estas sus potencias a soledad y le hable Dios al corazón” (San Juan de la Cruz).

Pues bien, teniendo esto siempre presente, para nosotros los llamados por la Divina Misericordia a la vida monástica y en el inicio de esta santa Cuaresma, ha sido realmente una gracia muy grande haber podido celebrar la santa Misa en el desierto de Judea, teniendo como retablo las soledades que hace 2000 años se vieran ornamentadas por la santa presencia de nuestro Señor Jesucristo, incluido el llamado “Monte de las tentaciones” según la antigua tradición, en donde el Hijo de Dios padeció las tentaciones que nos dejó como ejemplo de victoria sobre el demonio y el pecado (Mt 4, 1-11; Mc 1:12-13; Lc 4,1-13), asentando de manera clara las bases de la lucha que todo cristiano realmente comprometido con Dios y con su fe, también deberá padecer en esta vida y sobrellevar para darle gloria a su Señor e ir aprendiendo a ensanchar el alma, que se irá santificando en la medida que lo hagan sus batallas y victorias… o su volver a levantarse con fuerzas y propósitos renovados por la Divina Misericordia.

Para esta ocasión, salimos muy temprano con nuestros padres de Belén hacia el testigo del largo ayuno de nuestro Señor, habiendo preparado los ánimos y todo lo necesario para la santa Misa y posterior caminata a través del yermo.

Debido a la época, el desierto deja ver algunas partes verdes y hasta flores en la zona en que celebramos el santo sacrificio, las cuales después desaparecerán por casi todo el resto del año, y que dejamos de ver apenas nos apartamos del lugar, donde dicha santa Misa la ofrecimos por tantas intenciones de las almas que se encomiendan a nuestras oraciones, además del término de la guerra (pidiendo especialmente por Ucrania). A continuación, luego de viajar un poco más al sur, comenzamos la travesía por el árido aunque hermoso paisaje, con gran entusiasmo interior, bastante agua en la mochila, y solamente el sol y su calor por techo; conversando a ratos (cuando no eran subidas o bajadas que exigieran algo más de aliento), y aprovechando para rezar y meditar cuando solamente el viento se dejaba oír… en definitiva, una salida muy acorde a este tiempo penitencial que nos regala nuevamente la Iglesia, para reflexionar sobre nuestras vidas, extirpar lo que haya que extirpar (cualquier desorden o pecado que haya hecho nido en el corazón), adquirir las virtudes que haya que adquirir, y ser más generosos para con Dios en nuestras ofrendas, especialmente las espirituales; reparando así nuestros pecados, enderezando nuestras almas hacia la eternidad, y caminando decididamente por la senda de la santificación.

Les deseamos una muy fructífera y santa Cuaresma.

Con nuestra bendición, en Cristo y María:

Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia,

Séforis, Tierra Santa.

“Si la conciencia está limpia, hermosa está el alma”

Santo Tomás de Villanueva

(Sermón 64, Miércoles de Ceniza)

 

Ha llegado el tiempo de mirar por el bien de uno mismo, y de escudriñar la conciencia. Ya es hora de despertarnos de nuestro letargo (Rom 13,11). Ha llegado el tiempo de la poda de los pecados; es el tiempo de oír en nuestra tierra el arrullo de la tórtola, es decir, del pecador que se lamenta (Cant 2,12). Que abandone el malvado sus caminos y el inicuo sus designios y se convierta al Señor (Is 55,7). Bástenos ya con haber consumido el tiempo en vanidades; bástenos ya con haber andado desenfrenadamente detrás de nuestras concupiscencias. Yo os pregunto: ¿Qué frutos habéis cosechado en aquello de lo que ahora os avergonzáis? Pasó el gozo, quedó la tristeza; volaron los placeres, y han quedado las penas; “pasó el acto y quedó el reato”, como dice Agustín. Breve ha sido ese acto; el reato y la confusión y el castigo, eternos.

Bástenos, pues, con haber sido engañados y atraídos por nuestras concupiscencias y halagados por ellas, como dice Santiago (Sant 1,14). Convertíos, convertíos (Ez 33,11). Entrad en vosotros mismos, ¡oh prevaricadores! (Is 46,8). Entra dentro de tu corazón y examínalo: ocúltate en una hoya bajo tierra de la vista airada del Señor; tápate la cara con el manto de la vergüenza y confúndete ante él, porque hay vergüenza que conduce a la gloria (Sir 4,25), y teme que se diga de ti aquello del Profeta: Han cometido abominaciones y no sienten vergüenza (Jr 6,15).

Ciertamente hemos pecado mucho, pero generoso es el Señor para perdonar: Él tiene soberanos pensamientos de paz y no de aflicción, tanto para los justos como para los pecadores. Escucha al Profeta que dice: Porque hablará de paz en favor de su pueblo y de sus fieles, y también de cuantos de corazón vuelven a él (Sal 84,9).

Mira que el Señor quiere hacer las paces con los pecadores convertidos; invita a ello el mismo que ha sido injuriado, el que ha sido vilipendiado. Pide la paz el mismo que debía tomar venganza. Quiere unirse en amistad el que debía castigar. El juez quiere hacer la paz con el culpable.

Ahora bien, ¿cuál es la manera de lograr esa paz? Lávate la cara y perfuma tu cabeza. ¿Quieres ser aceptado por el Señor? Lava la cara. ¿Quieres que él te ame? Perfuma tu cabezaLava tu cara para que seas aceptado; unge tu cabeza para ser amado, pues la fragancia del perfume atraerá al Señor y el esplendor de tu rostro le encantará.

¿Y cuál es la casa del alma? Sin duda la conciencia. Por la cara conocemos a las personas, la conciencia es conocida por Dios. Si la conciencia está limpia, hermosa está el alma. Dios no reconoce la lengua de una persona: Mirad, muchos van a venir diciendo: Señor, Señor, y el Señor a ellos: No os conozco (Mt 7,22). No conoce tampoco las manos, o sea, las obras exteriores, pues hay muchos que hacen obras externas muy llamativas y tampoco son conocidos por el Señor: Señor, ¿no es verdad que hemos profetizado en tu nombre?

¿Acaso no hemos hecho milagros? ¿No hemos expulsado demonios? … Y él les responderá: Nunca os reconocí en aquellos tiempos en que os teníais por familiares e íntimos míos al hacer aquellos milagros. Yo no os reconocía: Alejaos de mí, ejecutores de maldad (Mat 25,41), pues yo sólo reconozco la pureza de conciencia, sólo la limpieza si va además acompañada por la unción de la cabeza.

Así que, lávate la cara, y además perfuma tu cabeza. Sin duda Dios reconocerá en ti lo que de él plantó en ti: reconocerá su imagen en ti, la que él plasmó en ti. Afirmaba Gregorio: “Lo mismo que los hombres se dan a ver y conocer por la apariencia exterior del cuerpo, así por nuestra imagen interior somos por Dios conocidos y dignos de que él nos mire”. El hombre no sólo fue hecho a imagen de Dios, sino también a semejanza suya. La imagen de Dios permanece indeleble en las potencias del alma; la semejanza, en los actos y virtudes, extraordinariamente deleble junto con la caridad. La semejanza, pues, está en la nitidez de la imagen; si falta la semejanza de la caridad la imagen está más renegrida que el carbón (Lam 4,8). Tiene el rostro de Dios, pero no tiene el esplendor de Dios: Dios no la conoce. Cuando el hombre peca, pierde la semejanza, pero no la imagen, pues el pecador pasa en la imagen.

Por consiguiente, el esplendor de la imagen de Dios, es decir, el amor de Dios, es el ungüento. Unge por tanto con él tu cabeza, o sea, tu mente. La cabeza es lo más alto en el hombre, pero lo supremo en él es la mente, como dice san Agustín. Unge, pues, tu mente, en la que reside la imagen, con el ungüento de la semejanza y de la caridad para que perdures como te hicieron: y te hicieron, por cierto, a imagen y semejanza de Dios (Gn 1,26). Si continúas siendo como te crearon en imagen y semejanza, serás reconocido por Dios; de otro modo, aquel supremo Artífice no reconoce una obra suya deformada. Lávala, pues, y úngela; lávala para quitar el polvo, y úngela para arrancarle las manchas. ¿Y cómo lo haremos? Llorando. Si ya la tienes limpia de polvo, pero aún le quedan manchas, sigue limpiando. Aprende de aquellas cinco vírgenes necias: en ellas estaba todavía sucia la cara, por eso no las reconoció el Esposo.