Homilía de Domingo de Ramos
P. Jason Jorquera M., IVE.
Queridos hermanos:
Finalmente nos encontramos en la antesala de la Semana Santa, en el llamado: Domingo de Ramos; donde conmemoramos la entrada triunfal de nuestro Señor Jesucristo en Jerusalén, entre aplausos y alabanzas, entre el reconocimiento de algunos como Mesías y la incredulidad definitiva de otros; y sin embargo, entre todo ese jolgorio y alegría de quienes lo acompañaban y ponían sus mantos y ramas a lo largo del camino, solamente Jesús podía ver perfectamente lo que significaba esta entrada definitiva, en que se celebraría tanto la última Pascua figurada, como la primera santa Misa de la historia oficiada por el mismo Hijo de Dios, mediante un sacrificio real, cruento, triste hasta la muerte… y dónde ninguna de estas personas que ahora lo aclamaban intercedería después por Él ante sus mortales acusadores. Jesucristo sabía todo esto perfectamente, y aun así continúa adelante, hacia la ciudad santa.
Jesucristo sabía bien que había llegado su hora, “la gran hora del Cordero de Dios”, del “Siervo sufriente”; y que esta hora sería cubierta por la sombra de cruz y el sacrificio inigualable de su propia vida, y aún así -como hemos dicho- continúa; porque sabe bien también las consecuencias de esta entrega, y cómo de esta manera se abrirán nuevamente las puertas del Cielo para las almas que lo acepten con fe; y justamente es esta fe la que nos debe enseñar a ver mucho más allá de la cruz, de nuestras cruces, que a veces parecen hasta castigos cuando en realidad pueden perfectamente bendiciones: cuántas veces una cruz aleja a algunos del pecado y hace a otros ir corriendo tras de Dios en busca de ayuda, fortaleza, consuelo, etc. Dicho todo esto, vemos con mayor claridad en Jesucristo el modelo perfecto de entrega generosa que no retrocede ante el sufrimiento que se avecina, porque lo mueve un amor que llega siempre hasta las últimas consecuencias.
Jesucristo sabe bien lo que se viene, sabe que las turbas de hoy no estarán el viernes siguiente ni siquiera para consolarlo; sabe que algunos lo verán en la cruz como alguien que fracasó… pero también sabe que las almas con fe sabrán ir más allá del Calvario… Jesucristo con su muerte conquistará la vida eterna para todos aquellos que sepan llegar también con Él hasta el calvario, con todos aquellos que vayan más allá de la entrada triunfal y lo acompañen hasta ese amor extremo que solamente la fe puede mostrar. Respecto a esto escribía muy acertadamente el Kempis: “Jesús tiene ahora muchos enamorados de su reino celestial pero muy poco que quieran llevar su cruz. Tiene muchos que desean los consuelos y pocos la tribulación. Muchos que aspiran comer en su mesa y pocos que anhelan imitarlo es su abstinencia. Todos apetecen gozar con Él pero pocos sufrir algo por él.
Muchos siguen a Jesús hasta la fracción del pan, mas pocos hasta beber el cáliz de la pasión. Muchos admiran sus milagros, pero pocos le siguen en la ignominia de la cruz.
Muchos aman a Jesús mientras no haya contrariedades. Muchos lo alaban y bendicen en el tiempo de las dulzuras, pero si Jesús se esconde y los deja por un tiempo, enseguida se quejan o desalientan.”
Podemos ver esta entrada triunfal de Jesucristo como lo que Él quiere realizar en nosotros: entrar en nuestras almas como Rey, entre nuestras aclamaciones y compromiso de seguirlo hasta el final. Pero la diferencia aquí es que nosotros sí tenemos la oportunidad de no abandonarlo cuando llegue su pasión; y nosotros sí tenemos la oportunidad de defenderlo a Él y a nuestra fe con nuestras palabras, ejemplos y hasta con nuestra propia vida si Él así lo dispone; nosotros aun estamos a tiempo de acompañarlo hasta el final y no salir huyendo como los apóstoles y todos los demás cuando se acerca la hora de la dificultad, de la oscuridad, de la sequedad, en definitiva, de la Cruz.
La invitación de hoy, queridos hermanos, es a considerar hasta dónde estamos dispuestos a seguir a Jesucristo ahora que comienza su camino final a la pasión, es decir, a ofrecerse como Víctima inocente y expiatoria por cada uno de nosotros… sabemos bien que Jesucristo llegó hasta la cruz por nosotros; la pregunta es pues, ¿hasta dónde estamos nosotros dispuestos a llegar por Jesucristo?; no digo solamente asistir fielmente cada Domingo a la santa Misa, sino más (Dios se preocupa cada instante de nosotros y nos pide como mínimo esa horita a la semana); no digo solamente confesarse frecuentemente y más o menos llevar una vida de oración, sino mucho más. Esto está bien, está perfecto, pero es sólo la base de la gran obra de santidad que Jesucristo tiene dispuesta para cada uno de nosotros si lo dejamos obrar, si vamos más allá de la entrada a Jerusalén y llegamos hasta el Calvario, y sabemos ser generosos con Él, enamorados realmente, con sed de aprender más y más sobre la verdad, sobre nuestra fe, en definitiva, sobre cómo darle mayor gloria a Dios con nuestra vida. Entonces, y sólo entonces, podremos arrogarnos la verdadera victoria, la entrada triunfal definitiva en el Reino de los Cielos, reservada para aquellos que sigan a Jesucristo realmente hasta el final: con la cruz, con trabajos, con esfuerzos; pero especialmente con la alegría sobrenatural que nos mueve a emprender lo que sea que Dios nos pida con tal de tomar parte de su victoria absoluta en la Cruz: aparente fracaso para los incrédulos, señal de predilección para los creyentes.
Respecto a esto último escribía san Alberto Hurtado: “Los fracasos conducen al apóstol hacia Cristo. Todos ellos son un eco del fracaso grande de la Cruz, cuando fariseos, saduceos y los poderes establecidos triunfaron visiblemente sobre Jesús. ¿No fue Él acaso vestido de blanco y de púrpura, coronado de espinas y crucificado desnudo, con el título ridículo de Rey de los Judíos? Los suyos lo habían traicionado o huido. Era el hundimiento de su obra, y (sin embargo), en ese mismo momento Jesús comenzaba su triunfo. Aceptando la muerte, Jesús la dominaba. Al dejarse elevar sobre la Cruz, elevaba la humanidad hasta el Padre, realizaba su vocación y cumplía su oficio de Salvador.”
Queridos hermanos, pidamos en este día a María santísima que nos alcance la gracia de no retroceder jamás ante la cruz, y de acompañar a nuestros Señor Jesucristo hasta el final, hasta el verdadero final que consiste en poder estar toda la eternidad junto con Él.