Homilía del Domingo XIII del Tiempo Ordinario, ciclo b
Queridos hermanos:
Estaremos todos de acuerdo con que el Evangelio que acabamos de escuchar nos regala uno de los versículos más hermosos de la Sagrada Escritura, donde Jesucristo, Dios venido del Cielo y hecho hombre para redimir a los pecadores, deja salir de sus labios estas consoladoras palabras: “Hija, tu fe te ha curado; vete en paz, y queda libre de tu mal”.
En esta oportunidad nos detendremos ante la figura de la hemorroísa, representación perfecta del alma herida por el pecado al punto de ya no poder hacer nada más por su cuenta, y haberse desgastado en busca de una ayuda que jamás pudo encontrar… hasta este momento, hasta buscarla con confianza donde sí se encontraba, abriéndose paso entre las turbas hasta llegar donde se hallaba el único capaz de sanarla.
Según el relato evangélico, la mujer padecía de hemorragias desde hacía 12 años. Consideremos ahora lo que implica, en general, una enfermedad. “Enfermedad”, se define como “Alteración más o menos grave de la salud”, es decir, una anormalidad, algo que no corresponde a la salud y perjudica; tiene consecuencias más o menos graves y en la medida de lo posible debe ser tratada, combatida y desarraigada. Ahora bien, dentro de esto debemos mencionar que hay enfermedades más o menos dolorosas, más o menos perjudiciales, más o menos agresivas y hasta -por qué no-, más o menos humillantes. Sea como sea la enfermedad no es lo normal. Con esto presente, fijemos ahora nuestros ojos en esta mujer enferma, mujer llena de fe, ejemplar, quien luego de tanto sufrimiento finalmente llegó hasta Jesucristo. Pasaron años de dolor, de humillación, de marginación de la sociedad, etc., pues esta enfermedad afectaba el cuerpo, pero también dolía en el espíritu. Sumamente incómoda y apenada entre los suyos, sin embargo, por esas cosas que solamente Dios conoce bien, todos esos años de malestar condujeron a esta alma buena hacia este momento crucial en su vida, donde aquella hermosa semilla de la fe que deseaba pasar desapercibida sería hecha resplandecer por el mismo Hijo de Dios, quien la pondría de manifiesto ante la multitud para hacer de ella un ejemplo al mismo tiempo que cumplía sus deseos: “Y dijo en su corazón: Si toco aunque solo sea la orla de su vestido, quedaré sana2. Decirlo fue tocarlo. A Cristo se le toca con la fe. Se acercó y lo tocó: se realizó lo que creyó.” (san Agustín).
Detengámonos en esta verdad maravillosa de nuestra fe que nos trae el doctor de la Iglesia: “a Cristo se lo toca con la fe”, y una vez “tocado con nuestra fe”, Él puede hacer milagros en nuestra vida, en nuestras almas, en nuestro entorno, y concedernos aquellas gracias que más necesitamos y que tal vez debieron ser forjadas a través del sufrimiento, a través de la paciencia, o más concreto aún, mediante la perseverancia y confianza que sabe mantener y acrecentar nuestra fe hasta que madure y sea suficiente para alcanzar de Dios lo que le pedimos: “Se necesita fe: Al padre fiel epiléptico le exige la fe, diciendo «Todo es posible para quien cree» (Mt 9, 23). Admira la fe del centurión: «Anda, que te suceda cono has creído» (Mt 8, 13), y la de la cananea: «Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas» (Mt 15, 28). El milagro hecho en favor del ciego Bartimeo lo atribuye a la fe «Tu fe te ha salvado» (Mc 10, 52) Palabras semejantes dirige a la hemorroísa: «Hija, tu fe te ha salvado» (Mc 5, 34).” (Juan Pablo II).
Es por la fe, como hemos dicho, que entramos en contacto con Dios y de Él recibimos su poder sanador y salvador. Ahora bien, preguntémonos con sinceridad, ¿cómo está ahora mi fe respecto a tal o cual enfermedad?, y no hablamos primeramente del cuerpo (aunque también es importante), sino de nuestra alma, donde se encuentra la muy dañina enfermedad del pecado: ¿Acaso arrastro años envenenando mi corazón con el rencor?, ¿será que el orgullo se asentó cómodamente en mis entrañas?, ¿o la ira, la tristeza, la angustia, etc.?; queridos hermanos, examinémonos en profundidad, tal vez llegó la hora de entrar en contacto con Jesucristo y abrirnos paso a través de nuestras pasiones desordenadas, de nuestras excusas, de nuestros aplazamientos a la conversión, y empeñar todas nuestras fuerzas para “tocar la orla del manto de Jesús” por lo menos; aunque siendo realistas debemos afirmar que hoy por hoy Jesucristo nos ofrece a cada instante mucho más que dicha orla, pues se ofrece a sí mismo, principalmente en la Sagrada Eucaristía.
Toda nuestra vida debe ser así: un “ir en pos de Cristo”, como Él mismo nos enseñó, “llevando nuestra Cruz”, confiando en Él; porque siempre arrastraremos la enfermedad del pecado y sus consecuencias, pero al mismo tiempo, si nosotros lo decidimos, combatiendo nuestra enfermedad mediante la gracia de Dios y la práctica de las virtudes.
Hemos dicho que Jesucristo hizo de esta mujer un ejemplo, por eso preguntó a quienes lo seguían que “quién lo había tocado”, para hacer resplandecer la fe de esta alma buena; así también nosotros debemos aprender a estar siempre en contacto con Dios, y “alcanzarlo” en la oración, en la santa comunión, en la vida sacramental. No importa si hay que abrirse paso a través de nuestros defectos, de las adversidades, del respeto humano o hasta de la persecución; Jesucristo espera que entremos en contacto con Él para concedernos sus gracias, y se alegra de recibir nuestra compañía; así que preguntémonos también ¿cuánto contacto tengo con Él a diario?, es decir, ¿me conformo con la santa Misa y confesión regular o lo hago parte de mi vida, el centro de mi vida?: “Nuestros planes, que deben ser parte del plan de Dios, deben cada día ser revisados, corregidos. Esto se hace sobre todo en las horas de calma, de recogimiento, de oración. Después de la acción hay que volver continuamente a la oración para encontrarse a sí mismo y encontrar a Dios; para darse cuenta, sin pasión, si en verdad caminamos en el camino divino, para escuchar de nuevo el llamado del Padre, para sintonizar con las ondas divinas, para desplegar las velas, según el soplo del Espíritu.” (San Alberto Hurtado)
Que el Evangelio de este día “nos mueva”, que no sea una simple consideración que se vuela con el viento, sino que realmente se traduzca en obras, dejando a Dios obrar en nuestras almas la salud que solamente se consigue si acudimos a Él con fe: “Él entonces le dijo: Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz, y queda libre de tu mal. No dijo, pues, tu fe te salvará, sino te ha salvado, que es como si dijese: desde que creíste fuiste curada.” (san Agustín)
Que María santísima, nuestra tierna Madre del Cielo, nos alcance la gracia de acudir a su Hijo en todas nuestras necesidades, en todas nuestras luchas y dificultades, como lo hizo la mujer del Evangelio, que comprendió perfectamente el milagro que es capaz de causar en una vida el contacto con Aquel que vino a sanar, a redimir y a salvar para siempre a quienes se acerquen con confianza a Él.
P. Jason, IVE.