Una reflexión y una poesía de Viernes Santo
P. Jason Jorquera M.
Es un hecho de experiencia que existen acontecimientos históricos tan importantes que no pueden pasar desapercibidos, y por eso marcan para siempre un antes y un después, como la invención de la rueda, la caída del imperio romano o la creación de la imprenta. Pero en el cristianismo existe un antes y un después del cual depende absolutamente todo, no sólo la fe y la redención sino la historia de toda la humanidad; y es el “antes y después de Cristo”, acontecimiento tan grande que, de hecho, rige el tiempo hasta el día de hoy… Pero esta venida en la persona del Hijo de Dios al mundo tuvo su culminación 33 años después de la Encarnación, y eso es exactamente lo que conmemoramos en Viernes Santo: el antes y después definitivo contra el pecado y contra la muerte de Jesucristo en la cruz. Porque “a partir de la Cruz de nuestro Señor Jesucristo”, todas las cosas cambiaron:
Antes de la Cruz de Cristo, la humanidad entera se encontraba con que las puertas del Cielo estaban cerradas por culpa del pecado, rebelión de la creatura contra su Creador tras la absurda elección de lo incorrecto;
Antes del Calvario el sufrimiento de la humanidad estaba impregnado completamente de un sentido penal, pero después de Jesucristo el dolor humano se transformó en una fuente abundante de gracias para el Cielo, haciendo posible el mérito del hombre para la eternidad, y configurándolo con el Cordero de Dios que por medio del dolor lo redimió;
Antes del “amor hasta el extremo” de la cruz, no teníamos ejemplo de hasta dónde llegan las consecuencias del amor total de Dios hacia nosotros; pero ahora sabemos cuál es el extremo hacia el cual debemos ir, cuál es el extremo al cual debemos corresponder, y hasta qué punto estuvo dispuesto a llegar el Hijo de Dios para salvarnos. Después de la cruz no tenemos excusas para no amar a Dios.
Antes del sacrificio de Jesucristo, no teníamos la gracia necesaria para comenzar nuestra santificación en serio, porque el hombre tenía solamente sus pocas fuerzas y su naturaleza herida; pero ahora sabemos y tenemos muchos ejemplos en los santos, de cómo la gracia de Dios es capaz de hacer milagros;
Antes de que Jesucristo expirase en la Cruz, no estaba “todo consumado”, porque no se habían cumplido las profecías; pero luego de la cruz el Mesías ya vino, y además está con nosotros “hasta el fin de los tiempos”, sacramentalmente en cada Sagrario, en cada hostia consagrada, y espiritualmente en cada alma en gracia que le de lugar y lo acoja con sinceridad. Ahora sí, después de la cruz, todo está consumado y en ella se consuma nuestra unión con Dios aquí en la tierra.
La cruz marca también un antes y un después en la vida espiritual. Cuando un alma abraza la cruz de Cristo recién allí comienza a caminar, a progresar, a crecer; en definitiva, a “parecerse” a Jesucristo, su modelo a seguir. Por eso despreciar la cruz es despreciar a Cristo, porque está clavado en ella y no se quiere separar, y desde ella invita a las almas a ser sus verdaderos discípulos: la cruz de nuestro Señor Jesucristo, a primera vista parece resaltar más bien el aspecto oblativo del sacrificio del Dios encarnado; pero jamás debemos olvidar que esta oblación es una manifestación que clava sus raíces en lo más profundo del amor de Dios por los hombres. Por lo tanto, aquella cruz que antes de Cristo fue el signo de la mayor de las humillaciones, después de Él se ha convertido en el signo y señal más grande del amor, porque todo amor, si es verdadero, implica también la cruz. Por lo tanto, la semejanza con Cristo mediante la cruz necesariamente ha de desembocar en la correspondencia al amor de Dios que nos amó primero… cargar la cruz, entonces, no es otra cosa que amar a Dios con sinceridad, no como los fariseos que la despreciaban, sino como María santísima que besaba en ella a su Hijo amado.
Renovemos nuestros deseos de no despreciar lo que Cristo no despreció y abrazar lo que Cristo abrazó, y a su modo: queriendo que se cumpla en todo la voluntad de su Padre, como la cruz.
“Cuando el tiempo quiso detenerse”
(Poesía de Viernes Santo)
Un día el tiempo quiso detenerse
pero bien sabía
que era vano el imponerse,
pues no podía.
Y una profecía lo impedía.
Aquel día el tiempo contempló
con indecible pena
la más terrible escena;
cuando el hombre sentenció
-con su fatal condena-
a Aquel que lo creó.
El tiempo quiso llorar
y dejar de continuar,
y gritar a la humanidad
que cesara tal maldad…
mientras él no podía parar,
pues su esencia es continuar.
Y entonces, desesperado,
pidió ayuda a su manera
para que alguien algo hiciera
contra el hecho despiadado
de quien “imagen divina” fuera,
y ahora “infamia” se volviera.
De pronto, el cielo intervino
luciendo su manto gris,
queriendo llamar así
la atención de los asesinos,
pero nada consiguió
por más que gris se quedó;
Quiso ayudar el viento
y arremetió con violencia,
mientras la tierra, rugiendo,
se sacudió sin clemencia…
pero nada consiguieron:
sus propósitos se hundieron,
y los hombres sólo huyeron.
Luego llegó el silencio
y contempló con dolor
la muerte del gran Amador,
mientras seguía pasando el tiempo
de balde haciendo el intento
de ir un poco más lento;
pero no podía parar
pues su esencia es continuar…
El tiempo desde aquel día
observa a la humanidad
recordando la iniquidad
contra su Dios y Mesías,
y sin poder comprender
por qué consumó su mal
pudiéndose detener.