Dejémosle a Dios intervenir…
P. Jason Jorquera M., IVE.
“Nosotros no somos sino discípulos y pecadores. ¿Cómo podremos realizar el plan divino, si no detenemos con frecuencia nuestra mirada sobre Cristo y sobre Dios? Nuestros planes, que deben ser parte del plan de Dios, deben cada día ser revisados, corregidos. Esto se hace sobre todo en las horas de calma, de recogimiento, de oración.”
(San Alberto Hurtado)
Cuando estaba en tercer año de filosofía en el seminario -si mal no recuerdo-, encontré una hermosa foto del rostro del padre Pío que realmente me encantó. Por entonces todavía no había dedicado mis manos al cuidado y mantenimiento de algún parque o jardín como actual y felizmente pasa hoy en Séforis, así que, apelando a cierto talento sobre el lápiz de carbón, me animé a dibujar dicho santo rostro, quedando bastante conforme para el nivel artístico que en aquel momento poseía. Y apenas terminé, me fui donde uno de los padres que por esos años estaba viviendo en el seminario, cuyo talento siempre ha sido notable y admirable, además de variado, pues sabe dibujar, pintar, tallar, tocar algunos instrumentos, etc., y siempre que le pedíamos consejo respecto a alguno de estos aspectos en seguida nos ayudaba. Así que partí donde él muy satisfecho de mi dibujo pues yo solamente sabía hacer caricaturas y esto era para mí realmente una novedad: me había costado bastante, no tenía muy buena técnica, y a mi parecer había quedado bien hecho… hasta que se lo mostré al padre, quien antes de escuchar mi explicación completa, con una gran sonrisa se adelantó a felicitarme y a sorprenderme de la manera más inesperada:
“Mira qué bueno, te quedó muy bien el padre Pío”, me decía al mismo tiempo que agregaba -mientras pasaba sus dedos sobre el dibujo-, “pero acá te conviene mezclar un poco, y acá oscurecer más; no le tengas miedo al contraste de las luces y sombras…”; y yo que miraba mi dibujo al revés, creo que alcancé a decirle algo así como “pero oiga no po’h…”, y recuerdo que solamente pensé en que “me lo había manchado y ya no se parecería”. Entonces lo giró y me lo mostró, mientras me decía: “mira, mezcla más estas partes y contrasta más estas otras, yo sólo te hice un poquito para que aprendas cómo se hace, ahora mejóralo tú”. Y la verdad es que fue muy grande mi sorpresa cuando me di cuenta de que ahora parecía menos caricatura y más realista, y eso que era solamente una parte; entonces comprendí perfectamente a qué se refería el padre, quien después hasta me enseñó a pasar la goma en algunos puntos estratégicos para que el retrato se viera aún más real. En definitiva, cuando no veía el dibujo desde el ángulo correcto, y solamente me fijaba en que “el padre me lo estaba arruinando” (¡él, el artista profesional -según yo-, “estaba arruinando mi dibujo”!), no llegaba a ver las cosas como correspondía: no tuve en cuenta que él más que nadie sabía lo que hacía, y que en realidad era yo quien no sabía todavía cómo terminar la obra para que quedara realmente bien hecha, incluso mejorando después las propias capacidades con la ayuda de este experto.
Pues bien, la moraleja que deseo compartir a partir de esta sencilla anécdota que hace pocos días recordaba, no es nada nuevo, y, sin embargo, es algo siempre actual: Dios sí sabe ver las cosas desde el ángulo correcto, sabe hacerlas bien y quiere enseñarnos a -con su ayuda- hacerlas bien.
¿Cuántas veces llegamos con nuestras propuestas delante de Dios, y resulta que pareciera irrumpir con su mano providente para borrar “nuestros perfectos planes” y reescribir los suyos encima?; ¿Acaso alguna vez no hemos deseado que nuestro Padre celestial confirme nuestras buenas ideas, pero resulta que finalmente se derrumban?; y el problema aquí es pensar que esto es algo malo, es decir, que es motivo de tristeza; que esa “reescritura” es una especie de reproche cruel, cuando en realidad es una paternal contribución recompensando nuestra buena voluntad, y supliendo la falta de un discernimiento un poco más profundo. Esto lo entienden perfectamente los santos que no quieren otra cosa que aprender a adentrarse lo más posible en la voluntad divina y sus designios, gozándose cada vez que las cosas se derrumban para edificar sobre esos escombros unos edificios nuevos e inamovibles: “Señor, si mis planes no son los tuyos, destrúyelos”, decía san Agustín, totalmente convencido de que si la mano de Dios viene a cambiar los trazos de los cuales nos sentíamos seguros, es buena señal, ¡excelente señal!, porque significa que le estamos dejando a Dios intervenir en nuestras vidas para nuestro bien, y que vamos removiendo los obstáculos que impiden encaminarse hacia la perfección.
Pero no es todo destrucción, claro que no, sino solamente de lo que no estamos haciendo bien o de lo que debemos hacer mejor: “mira, mezcla más estas partes y contrasta más estas otras…, ahora mejóralo tú”. Podemos aplicar estas palabras a las propias virtudes, que por naturaleza deben contrastar con lo incorrecto, con los vicios y pecados; de hecho, en el momento en que nos examinamos en profundidad y tomamos la firme decisión de contrastar todo lo que hubiere de desordenado en nuestra vida y mejorar lo bueno, entonces dejaremos de gatear para comenzar a caminar – y, por qué no, ¡a correr! -, en nuestra vida espiritual hacia la unión con Dios, mediante el santo abandono a su divina voluntad.
“Ahora, mejóralo tú”, es decir, ¿qué he de hacer para mejorar aquello sobre lo cual Dios ha puesto su mano paternal?; ¿qué he aprendido de mis errores e imperfecciones para que la próxima vez haga las cosas bien, mejor, y hasta perfectamente? No olvidemos que la vida espiritual implica ir progresando, cada uno a su ritmo, cada cual a partir de su experiencia, sus heridas, sus fracasos y sus victorias, sopesando tanto las buenas como las malas decisiones para darles el lugar que les corresponde; y siempre a la luz de la fe, suplicando al Cielo esa mirada sobrenatural que tanto nos ayuda y enseña a mirar las cosas desde el ángulo correcto, es decir, desde la bondad divina que sabe dónde debe corregir, borrar, trazar nuevas líneas o simplemente confirmar lo que va bien.
Presentemos nuestras buenas obras a Dios (abundantes buenas obras); dejémosle intervenir y hacer su parte, y seamos luego dóciles y fieles a hacer la nuestra. Si en esto nos enfocamos, probablemente descubriremos al final que la obra salió mejor de lo que pensábamos, y que el bosquejo inicial terminó siendo una hermosa y meritoria obra de arte, como todo aquello en nuestra vida que ha pasado por las manos de Dios.