Todas las entradas de Monasterio «Sagrada Familia»

Mi dibujo del padre Pío

Dejémosle a Dios intervenir…

P. Jason Jorquera M., IVE.

“Nosotros no somos sino discípulos y pecadores. ¿Cómo podremos realizar el plan divino, si no detenemos con frecuencia nuestra mirada sobre Cristo y sobre Dios? Nuestros planes, que deben ser parte del plan de Dios, deben cada día ser revisados, corregidos. Esto se hace sobre todo en las horas de calma, de recogimiento, de oración.”

(San Alberto Hurtado)

Cuando estaba en tercer año de filosofía en el seminario -si mal no recuerdo-, encontré una hermosa foto del rostro del padre Pío que realmente me encantó. Por entonces todavía no había dedicado mis manos al cuidado y mantenimiento de algún parque o jardín como actual y felizmente pasa hoy en Séforis, así que, apelando a cierto talento sobre el lápiz de carbón, me animé a dibujar dicho santo rostro, quedando bastante conforme para el nivel artístico que en aquel momento poseía. Y apenas terminé, me fui donde uno de los padres que por esos años estaba viviendo en el seminario, cuyo talento siempre ha sido notable y admirable, además de variado, pues sabe dibujar, pintar, tallar, tocar algunos instrumentos, etc., y siempre que le pedíamos consejo respecto a alguno de estos aspectos en seguida nos ayudaba. Así que partí donde él muy satisfecho de mi dibujo pues yo solamente sabía hacer caricaturas y esto era para mí realmente una novedad: me había costado bastante, no tenía muy buena técnica, y a mi parecer había quedado bien hecho… hasta que se lo mostré al padre, quien antes de escuchar mi explicación completa, con una gran sonrisa se adelantó a felicitarme y a sorprenderme de la manera más inesperada:

“Mira qué bueno, te quedó muy bien el padre Pío”, me decía al mismo tiempo que agregaba -mientras pasaba sus dedos sobre el dibujo-, “pero acá te conviene mezclar un poco, y acá oscurecer más; no le tengas miedo al contraste de las luces y sombras…”; y yo que miraba mi dibujo al revés, creo que alcancé a decirle algo así como “pero oiga no po’h…”, y recuerdo que solamente pensé en que “me lo había manchado y ya no se parecería”. Entonces lo giró y me lo mostró, mientras me decía: “mira, mezcla más estas partes y contrasta más estas otras, yo sólo te hice un poquito para que aprendas cómo se hace, ahora mejóralo tú”. Y la verdad es que fue muy grande mi sorpresa cuando me di cuenta de que ahora parecía menos caricatura y más realista, y eso que era solamente una parte; entonces comprendí perfectamente a qué se refería el padre, quien después hasta me enseñó a pasar la goma en algunos puntos estratégicos para que el retrato se viera aún más real. En definitiva, cuando no veía el dibujo desde el ángulo correcto, y solamente me fijaba en que “el padre me lo estaba arruinando” (¡él, el artista profesional -según yo-, “estaba arruinando mi dibujo”!), no llegaba a ver las cosas como correspondía: no tuve en cuenta que él más que nadie sabía lo que hacía, y que en realidad era yo quien no sabía todavía cómo terminar la obra para que quedara realmente bien hecha, incluso mejorando después las propias capacidades con la ayuda de este experto.

Pues bien, la moraleja que deseo compartir a partir de esta sencilla anécdota que hace pocos días recordaba, no es nada nuevo, y, sin embargo, es algo siempre actual: Dios sí sabe ver las cosas desde el ángulo correcto, sabe hacerlas bien y quiere enseñarnos a -con su ayuda- hacerlas bien.

¿Cuántas veces llegamos con nuestras propuestas delante de Dios, y resulta que pareciera irrumpir con su mano providente para borrar “nuestros perfectos planes” y reescribir los suyos encima?; ¿Acaso alguna vez no hemos deseado que nuestro Padre celestial confirme nuestras buenas ideas, pero resulta que finalmente se derrumban?; y el problema aquí es pensar que esto es algo malo, es decir, que es motivo de tristeza; que esa “reescritura” es una especie de reproche cruel, cuando en realidad es una paternal contribución recompensando nuestra buena voluntad, y supliendo la falta de un discernimiento un poco más profundo. Esto lo entienden perfectamente los santos que no quieren otra cosa que aprender a adentrarse lo más posible en la voluntad divina y sus designios, gozándose cada vez que las cosas se derrumban para edificar sobre esos escombros unos edificios nuevos e inamovibles: “Señor, si mis planes no son los tuyos, destrúyelos”, decía san Agustín, totalmente convencido de que si la mano de Dios viene a cambiar los trazos de los cuales nos sentíamos seguros, es buena señal, ¡excelente señal!, porque significa que le estamos dejando a Dios intervenir en nuestras vidas para nuestro bien, y que vamos removiendo los obstáculos que impiden encaminarse hacia la perfección.

Pero no es todo destrucción, claro que no, sino solamente de lo que no estamos haciendo bien o de lo que debemos hacer mejor: “mira, mezcla más estas partes y contrasta más estas otras…, ahora mejóralo tú”. Podemos aplicar estas palabras a las propias virtudes, que por naturaleza deben contrastar con lo incorrecto, con los vicios y pecados; de hecho, en el momento en que nos examinamos en profundidad y tomamos la firme decisión de contrastar todo lo que hubiere de desordenado en nuestra vida y mejorar lo bueno, entonces dejaremos de gatear para comenzar a caminar – y, por qué no, ¡a correr! -, en nuestra vida espiritual hacia la unión con Dios, mediante el santo abandono a su divina voluntad.

“Ahora, mejóralo tú”, es decir, ¿qué he de hacer para mejorar aquello sobre lo cual Dios ha puesto su mano paternal?; ¿qué he aprendido de mis errores e imperfecciones para que la próxima vez haga las cosas bien, mejor, y hasta perfectamente? No olvidemos que la vida espiritual implica ir progresando, cada uno a su ritmo, cada cual a partir de su experiencia, sus heridas, sus fracasos y sus victorias, sopesando tanto las buenas como las malas decisiones para darles el lugar que les corresponde; y siempre a la luz de la fe, suplicando al Cielo esa mirada sobrenatural que tanto nos ayuda y enseña a mirar las cosas desde el ángulo correcto, es decir, desde la bondad divina que sabe dónde debe corregir, borrar, trazar nuevas líneas o simplemente confirmar lo que va bien.

Presentemos nuestras buenas obras a Dios (abundantes buenas obras); dejémosle intervenir y hacer su parte, y seamos luego dóciles y fieles a hacer la nuestra. Si en esto nos enfocamos, probablemente descubriremos al final que la obra salió mejor de lo que pensábamos, y que el bosquejo inicial terminó siendo una hermosa y meritoria obra de arte, como todo aquello en nuestra vida que ha pasado por las manos de Dios.

EL SILENCIO

«La desgracia del hombre comienza cuando no está en condiciones de quedarse solo consigo mismo en una habitación» (B. Pascal)

Josef Pieper

Sólo quien calla, escucha. Si alguien me preguntara por las reglas fundamentales de la vida del alma y del espíritu, le pediría ante todo que pensara en esta frase. A primera vista parece una perogrullada. Resulta obvio que uno no puede al mismo tiempo hablar y escuchar lo que otro le dice. Con todo, la sentencia va mucho más allá de lo puramente «acústico». Se trata de algo más que de un mero callar con la boca. Incluso en el trato normal entre las personas se requiere un callar más profundo, por ejemplo cuando la palabra del otro intenta realmente alcanzarnos, y especialmente cuando alguien que nos necesita nos dirige un llamado de auxilio, quizás sin palabras, con la esperanza de llegar a nuestro corazón. Cuán verdadera resulta en este sentido la vieja sentencia: «Callar y oír es el trabajo más arduo».

Sin embargo la idea se relaciona más a la raíz de la existencia, apunta a un nivel más profundo. En última instancia, la palabra alemana que designa a la «razón» –«Vernunft»– deriva de «comprender» –«Vernehmen»–, en la que se incluyen todas las maneras de alcanzar la realidad: tanto oír como mirar, y cualquier tipo de conocimiento y de comprensión. Todo esto, entonces, como lo pretende aquella frase inicial, se realiza solamente con la condición de que uno calle, lo que se cumple precisamente cuando uno está «sólo consigo mismo en una habitación» y ninguna palabra humana lo requiere.

El silencio que aquí se nos pide es, sin duda, algo no fácilmente descriptible. Sobre todo su contrario, es decir, el no-callar tiene diversas formas. La actitud acogedora de un estar atento silencioso puede sofocarse no solamente por la indiferencia o por un saber mejor, que interrumpe el lenguaje de las cosas, sino también, digámoslo a modo de ejemplo, cuando uno deja que de afuera entre en su interior el ruido del mercado y de la calle, las ruidosas sensaciones cotidianas, la acumulación óptica de cosas que se pueden ver, de cosas carentes de valor, que están en todas partes, y que, como todos sabemos, están disponibles al hombre según su voluntad, tan pronto como alguien que está aburrido busca un «cambio». El fruto de todo esto, que a veces puede ser ocultamente querido, es la frustración del oír.

Sin embargo, se trata de saber oír. Uno puede también callar cerrando los sentidos, apretando los labios; y hay también un silencio muerto. En realidad nosotros callamos no precisamente en medio de un mundo por decirlo así sin palabras; las cosas no son mudas, como terriblemente pretenden algunos filósofos. Ciertas enseñanzas orientales sobre la meditación, en las cuales se nos recomienda la actitud de un silencio vacío, que conscientemente no apunta a ningún objeto concreto, deben parecer extrañas a quien quiera comprender al mundo como una creación que ha salido de la Palabra Fontal de Dios, y que también comprende que esa misma Palabra le ofrece al que oye en silencio un mensaje de mil voces, cuya comprensión significa para dicha persona su verdadera riqueza. Goethe, uno de los grandes silenciosos (lo que a más de uno puede parecer extraño), cuando tenía treinta años formuló en su Diario la máxima de la propia existencia interior: «Lo mejor es el silencio profundo, en el que vivo enfrentado al mundo, y en el que crezco y venzo, lo que no me podrán quitar con el fuego ni con la espada». Lo que uno gana para sí mismo en un silencio tan profundo es quizás precisamente la capacidad de proferir la palabra. Porque si ésta no procediera de un silencio escuchante, se reduciría a un charlatanismo sin sustento, sería sonido y humo, si no un engaño.

Naturalmente puede también suceder que a un hombre que se abre hasta el fondo de su alma a la realidad verdadera, se le paralice el habla, porque la sobreabundancia de lo que está comprendiendo supera la capacidad de la palabra formal. Por eso no es casual que los grandes místicos hayan recurrido a expresiones profundas tales como «la oscuridad del silencio» y «el júbilo mudo». Y aun cuando a pesar de ello hablen y escriban de lo que han visto y comprendido se percibe siempre «en la plata del habla el oro de un silencio, que no ha podido traducir en palabras la riqueza más escondida del alma» (J. Bernhart). Quizás esto también vale en relación con el más alto objeto del conocimiento humano, invirtiendo por un momento la frase que hemos puesto al principio: Quien escucha, calla.

* En «Revista Gladius», Año 8, n°25. 25 de diciembre de 1992.

EL MANDAMIENTO NUEVO

Hijitos, me queda poco de estar con vosotros – Jn 13, 31-35

Hijitos, me queda poco de estar con vosotros… Con esta frase podemos adentrarnos en los misterios de la liturgia de este Vº Domingo de Pascua.

Sabemos que el tiempo está avanzado, pues el tiempo pascual este año ya tiene más pasado que futuro; se acerca ya la solemnidad de la Ascensión del Señor. En este contexto es que la Iglesia nos propone las exhortaciones del Señor que hemos ido escuchando en los últimos días: para que podamos vivir el Camino que nos ha trazado y sellado en la Semana Santa, Camino con mayúscula, confirmando aquello que el Señor mismo había dicho de sí: Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida (Cfr. Jn 8, 32).

¡Todo está consumado! La revelación estaba hecha; lo que le tocaba a Jesús él ya lo ha concluido aquí en esta tierra. Debía alentar a los suyos para su partida definitiva, debía ya empezar a volver a recordarles del Paráclito que sería enviado y seguiría el trabajo de convencerles, de defenderles, de guiarles.

El camino es en dirección a su Ascensión, como dijimos. Esta Ascensión, como indica Santo Tomás de Aquino[1] fue algo útil para nosotros porque según él, Cristo subió a los cielos para conducirnos hacia allí. Nosotros no conocíamos el camino, pero Él nos lo enseñó. Se recuerda con esto la profecía de Miqueas que dice: Subió abriendo el camino delante de ellos (2,13). Sin embargo, el Evangelio de hoy nos trae un hecho: el Señor les advirtió a los apóstoles de que ellos le buscarían y que, por ahora, nadie podría seguirle. Tenía que prepararles un lugar; y también dice -versículo seguido-, que podrían seguirle más tarde. ¿Y por qué? Porque nuestro fin siempre será unirnos a Dios, estar con el Señor: en esto consiste nuestra verdadera felicidad. Sabemos que ahora Él está glorioso en el cielo; es imposible unirnos a él aquí, en esta vida, pero nos alentó el Señor diciendo que más tarde estaríamos con Él. Debemos estar tranquilos en cuanto a esto, pero no quiere decir que no debemos esforzarnos por alcanzar al Señor.

Partiendo de ahí es que debemos meditar en el camino concreto que debemos recorrer para alcanzar la unión con el Señor. San Juan de la Cruz nos enseña que, en esta vida el único modo de unirnos a Nuestro Señor es por medio de las virtudes; propiamente por las que llamamos teologales, es decir, las que tienen a Dios mismo por su obyecto. Estas virtudes son tres: fe, esperanza y caridad. Mientras estamos en esta vida, la fe es el modo más seguro de unión con el Señor, pues la fe es siempre de algo que no se ve, como enseña la Carta a los hebreos. Sin embargo, mientras nos unimos en la fe con el Señor, tenemos la esperanza de alcanzar la unión plena que se dará en el cielo por la virtud de la caridad. Así tenemos todo el organismo de estas tres virtudes teologales puesto en movimiento.

Volviendo a la liturgia de este domingo, es posible notar en la primera lectura el tema de la primera virtud teologal: la fe. En efecto, Pablo y Bernabé, dice la Escritura, volvieron a Listra… animando a los discípulos y exhortándolos a perseverar en la fe… Les contaron lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe. Es decir, se alegraban los apóstoles de que les fuera posible anunciar la resurrección del Señor, enseñar la doctrina de Cristo y conseguir nuevas almas para el seguimiento de Jesús; y todo esto en medio de los gentiles. Les había presentado la fe, y ellos habían creído y se unieron al Señor, esperando poder unirse a Él definitivamente en la patria celestial.

En la segunda lectura, ya en el libro del Apocalipsis, vemos una alusión a la virtud de la esperanza. Estamos en el contexto de las visiones de San Juan que fue llevado por el Espíritu a contemplar las realidades celestes y misteriosas, siendo guiado por un anciano que le mostraba muchas cosas. Le fue pedido que escribiese todo lo que había visto para provecho nuestro, los que vamos de camino.

Escuchamos un versículo en el que el discípulo amado nos enseña el modo cómo nuestra esperanza será colmada allí en el cielo: ya no habrá más llanto, ni dolor, ni tristeza, solamente la alegría de la unión con el Señor, la alegría del encuentro perpetuo y gozoso con Dios mismo. Dice el texto: Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor, porque lo primero ha desaparecido.

En el Evangelio, nuestro Señor Jesucristo nos habla de la caridad y nos da un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros. ¿Pero Señor, acaso el Deuteronomio ya no nos mandaba esto? ¿No está ya escrito que debemos amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos?[2] ¿En qué consistiría entonces la novedad de este mandamiento? Creo que esta pregunta nos cabría hacerla en este momento, pues si no hubiese nada que distinga el mandato nuevo de lo que está escrito en el Levítico, ¿en qué seríamos distintos del pueblo elegido en el Antiguo Testamento? Siendo que justamente Él nos ha llamado a ser discípulos suyos, y ser reconocidos por esto: por el amor que debemos tener los unos a los otros, es por esto que debe haber algo distinto en este amor.

Es justamente en este punto que llegamos el eje en torno al cual gira todo lo demás: Cristo nos dejó el ejemplo para que sigamos sus huellas… ¡El amor debe ser elevado a un nuevo grado! ¿Debemos amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas nuestras fuerzas? ¡Sí! ¿Debemos amar al prójimo como a nosotros mismos? ¡Sí! Pero ahora, debemos hacerlo todo imitando el amor de Cristo. Él mismo lo puso de relieve luego de dejar a los apóstoles el mandamiento nuevo, les dijo: os doy un mandamiento nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado. ¡Ahí está!

Quizá podríamos objetar todo esto con otra observación: en definitiva, Cristo es Dios y no nos es posible amar al modo divino. Nos engañamos; justamente es lo que nos enseña San Pablo cuando dice que este amor divino ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que se nos ha dado.

Este es el motivo por el que Jesús nos pidió que fuésemos santos como Dios; es decir, que ¡no nos es más imposible amar al modo divino! Pues Jesús siendo Dios -y sin dejar de ser Dios- se hizo hombre. San Juan escuchó una gran voz en el Cielo que decía: He aquí la morada de Dios entre los hombres, y morará entre ellos, y ellos serán su pueblo, y el “Dios con ellos” será su Dios. Sin dejar de ser Dios Él asumió nuestra naturaleza humana y nos amó con amor divino, para que nosotros, no dejando de ser hombres, pudiésemos amar como Dios.

¿Y cómo es este amor divino? Es un amor sin medidas, un amor dispuesto a renunciar a lo más precioso que tenemos naturalmente: nuestra vida… y hacerlo por otra persona… Hay más: Cristo dio su vida incluso por sus enemigos. Esto lo prueba Él mismo con su exclamación al Padre desde el alto de la Cruz, pidiendo perdón por sus verdugos, pues no sabían lo que hacían, y poco después entregó su espíritu.

Para concluir, debemos tener siempre en la mente y en el corazón, este pensamiento de San Bernardo de Claraval: “La medida del amor es amar sin medidas”. Es decir que, en nuestra vida concreta, cuando pensamos que estamos haciendo las cosas bien, debemos poner más amor; siempre hay más espacio para poner más amor. Hacerlo todo siempre por amor a Cristo: si debo contestar a alguien, debo hacerlo por amor a Dios; si debo hacer algún trabajo, debo hacerlo poniendo ahí él amor a Dios; si debo cuidar de mi casa, debo hacerlo con lo máximo de amor a Dios que pueda; así, cuánto más practiquemos esto, cuánto más intensamente vivamos esto, más estaremos creciendo en este amor y como es infinito -porque Dios es amor-, podemos crecer siempre en esta virtud.

Por fin, con la fe -que es el elemento esencial para poder practicar esta caridad de la que estamos hablando-, esperamos poder colmar esta caridad en el Cielo, junto a los ángeles y santos, alabando y amando a Dios, por todos los siglos de los siglos. ¡Amén!

P. Harley D. Carneiro, IVE

[1] Sermón sobre el Credo, Artículo VI

[2] Cfr. Lev 19,18

LA MUJER QUE EL MUNDO AMA

En toda la humanidad hay solamente una persona de la que Dios tiene tan sólo una imagen, y en la que resplandece una perfecta conformidad entre lo que Dios deseó que Ella fuera y lo que es: su propia Santísima Madre.

Ven. Fulton Sheen

Dios tiene en Sí diseños, módulos de todo lo que hay en el universo. Así como el arquitecto tiene en su mente el plan de la casa, antes de construirla, así Dios tiene en Su Mente una idea arquetipo de toda flor, de toda ave, árbol, de la primavera, de toda melodía. Jamás un pincel roza una tela, o un cincel hiere el mármol sin que haya una idea preexistente. Así también, cada átomo y cada rosa es la realización, la concretización de una idea existente en la Mente de Dios, y desde toda la eternidad. Todas las creaturas, inferiores al ser humano, corresponden al modelo que Dios tiene en Su Mente. Un árbol es verdaderamente un árbol porque responde a la idea que Dios tiene del árbol; una rosa es una rosa porque tal es la idea de Dios, realizada en compuestos químicos, en tintes y vida. Pero, no es así con las personas. Acerca de nosotros Dios tiene dos imágenes: la una es la que corresponde a lo que somos: la otra a lo que debemos ser; tiene el modelo y tiene la realidad; el plano y el edificio; la partitura de la música y la ejecución que hacemos de la misma. Dios tiene que tener ambas porque en todos y cada uno de nosotros hay alguna desproporción y carencia de conformidad entre el plan original y el modo cómo lo realizamos. La imagen es borrosa, la impresión desleída. Sucede que nuestra personalidad no es completa en el tiempo, necesitamos un cuerpo renovado. Además, los pecados disminuyen nuestra personalidad, los malos actos manchan la tela diseñada por la Mano del Maestro. Como huevos separados del nidal, algunos seres humanos se niegan a ser calentados por el Amor Divino, necesario para la incubación que los ha de elevar a un nivel superior. Necesitamos continuamente ser reparados, nuestros actos libres no coinciden con la ley de nuestro ser, distamos mucho de lo que Dios quiere que seamos. San Pablo nos hace saber que, aun antes de que fueran echados los fundamentos del mundo, ya estábamos predestinados a ser hijos de Dios. Pero, algunos de nosotros no cumplimos ese anhelo.

En toda la humanidad hay solamente una persona de la que Dios tiene tan sólo una imagen, y en la que resplandece una perfecta conformidad entre lo que Dios deseó que Ella fuera y lo que es: su propia Santísima Madre. En la mayoría de nosotros predomina el signo negativo, en cuanto no satisfacemos los altos anhelos que el Padre Celestial alienta por nosotros. Pero en la Virgen María se halla el signo de igualdad: el ideal que Dios formó acerca de Ella, Ella lo es, lo ha concretizado, y en su carne. El modelo y la copia son perfectos: es Ella lo que fue previsto, planeado y soñado. La melodía de su vida ha sido ejecutada exactamente como fue compuesta. María fue pensada, concebida y planeada como el signo de igualdad entre el ideal y la historia, el pensamiento y la realidad, la esperanza y la realización.

Es por este motivo por el que la liturgia cristiana, a través de los siglos, ha aplicado a Ella las palabras del Libro de los Proverbios. Porque es lo que Dios quiso que fuéramos todos nosotros. Ella puede hablar de sí como del modelo eterno en la Mente de Dios, el ser al que Dios amó aún antes de que fuera una creatura. Hasta se la describe como siendo con Él no sólo en la creación, sino desde antes de la creación. Existió en la Mente Divina como un Pensamiento Eterno antes de que hubiera madres. Es la Madre de madres: Es EL PRIMER AMOR DEL MUNDO.

«El Señor me tuvo al comienzo de sus caminos; antes de que nada hiciera desde el comienzo, yo era desde la eternidad, y desde antiguo, antes de que la tierra fuera hecha. Aun no existían los abismos y yo ya estaba concebida; aun no habían brotado las fuentes de las aguas ni se alzaban los montes con su enorme volumen, yo veía la luz antes que las montañas; aun no había hecho la tierra, los ríos ni los ejes del orbe terráqueo. Mientras preparaba los cielos yo estaba presente, mientras limitaba a los abismos con ley y compás determinado, cuando aseguraba los etéreos en lo alto, y abría las fuentes de las aguas, cuando circundaba al mar dentro de sus límites poniendo a las aguas una ley a fin de que no salieran de sus términos, cuando balanceaba los fundamentos de la tierra, yo estaba con Él haciendo todas las cosas y me deleitaba diariamente jugando ante Él, en todo momento jugando en el orbe de las tierras, y mis delicias eran estar con los hijos de los hombres. Ahora, pues hijos, oídme: ¡Bienaventurados los que guardan mis caminos! Oíd las instrucciones y sed sabios y no queráis rehusarlas. Feliz el hombre que me oye y el que vela diariamente a mis puertas y observa junto a ellas. El que me encontrare hallará la vida y tendrá la salvación del Señor» (Prov. VIII-22-35).

Pero no sólo pensó Dios en ella desde la eternidad, la tenía en su mente desde el comienzo de los tiempos. En los albores de la historia, cuando la raza humana cayó por la debilidad de una mujer, Dios habló al Demonio y le dijo: «Pondré enemistad entre tú y la mujer, entre tu descendencia y la suya; ella quebrantará tu cabeza y tú tenderás acechanzas a sus pies» (Génesis, III, 15). Decía con esa frase que, si por una mujer había caído el hombre, también mediante una mujer Dios sería reivindicado. Quienquiera hubiera de ser Su Madre, ciertamente sería bendita entre las mujeres, y por ser elegida por Él, se preocuparía de que todas las generaciones la bendijeran.

Cuando Dios quiso hacerse hombre hubo de decidir el tiempo de su venida a la tierra, el país en que nacería, la ciudad en que habría de ser criado y formado, la gente, la raza, los sistemas político y económico que le rodearían, la lengua que hablaría y las aptitudes psicológicas con que estaría en contacto como Señor de la Historia y Salvador del Mundo.

Todos estos detalles dependerían enteramente de un factor: la mujer que habría de ser Su Madre. Elegir una madre es elegir una posición social, un lenguaje, una población, un ambiente, una crisis, un destino.

Su Madre no sería como la nuestra, a la que aceptamos como algo históricamente fijado y que no podemos cambiar; Él nació de una mujer a la que eligió antes de nacer. Es el único ejemplo en la historia en que ambos: el Hijo, quiso desde antes a la Madre y la Madre quiso al Hijo. A ello alude el Credo al decir: «nació de Santa María Virgen». Fue llamada por Dios lo mismo que Aarón, y Nuestro Señor nació no sólo de su carne, sino por su consentimiento.

Antes de tomar para Sí la naturaleza humana consultó con la Mujer, para preguntarle si estaba dispuesta a dar a Él, a Dios, un hombre. El hombre que fue Jesús no fue robado a la humanidad, como Prometeo robó fuego del cielo; fue dado como un regalo.

El primer hombre, Adán, fue hecho del limo de la tierra. La primera mujer fue hecha de un hombre en éxtasis. Cristo, el nuevo Adán, procede de la nueva Eva: María, en un éxtasis de oración y amor a Dios y en la plenitud de la libertad.

No nos debe sorprender que se hable de Ella como un pensamiento de Dios antes que el mundo fuera hecho. Cuando Whistler hizo el retrato de su madre, ¿acaso no tenía la imagen de ella en su mente antes de reunir los colores en su paleta? Si usted hubiera podido preexistir a su madre (no artísticamente, sino realmente), ¿no hubiera hecho de ella la mujer más perfecta que jamás haya existido, tan hermosa que hubiera sido la dulce envidia de todas las mujeres, tan gentil y misericordiosa que las demás madres se hubieran esforzado en imitar sus virtudes? ¿Por qué, entonces, hemos de pensar que Dios procederá de otra forma? Cuando Whistler fue felicitado por el cuadro de su madre, respondió: «Ustedes saben cómo sucede en esto, uno procura hacer a su madrecita lo más hermosa que puede». Cuando Dios se hizo Hombre, creo que también Él procuraría hacer a su Madre lo más hermosa que le fuera posible… y que la haría una Madre Perfecta.

Dios jamás hace algo sin extremada preparación. Sus dos grandes obras maestras son la Creación del ser humano y la Re-creación o Redención del mismo. La Creación fue hecha para seres humanos no caídos; su Cuerpo Místico para seres humanos caídos. Antes de crear al hombre hizo un jardín de delicias, hermoso como solamente Dios es capaz de hacerlo. En aquel Paraíso de la Creación se celebraron las primeras nupcias del hombre y la mujer. Pero el hombre no quiso recibir favores sino aquéllos que concordaban con su naturaleza inferior. Y no sólo perdió su felicidad sino que, además, hirió su propia mente y su voluntad. Entonces planeó Dios el renacimiento o redención del hombre, pero antes de realizarlo haría otro Jardín. Este nuevo no sería de tierra sino de carne; sería un jardín encima de cuyos portales jamás se escribiría la palabra pecado; un Jardín en el que no crecerían las malas hierbas de la rebelión que impiden el crecimiento de las flores de la gracia; un Jardín del que dimanarían cuatro ríos de redención hacia los cuatro ángulos de la tierra; un Jardín tan puro que el Padre Celestial no hallaría desmedro en enviar a Él a Su Propio Hijo, y ese «Paraíso ceñido de carne para ser cultivado por el Nuevo Adán», fue Nuestra Santísima Madre. Así como el Edén fue el Paraíso de la Creación, María es el Paraíso de la Encarnación, y en Ella, así como en el anterior, fueron celebradas las primeras nupcias de Dios y el hombre. Cuanto mayor es la proximidad al fuego, mayor es el calor que se experimenta; cuanto más cerca se está de Dios, mayor es la pureza del que se avecina. Y, como ningún ser pudo jamás estar más cerca de Dios que la Mujer de cuya envoltura humana se sirvió para ingresar en la tierra, luego, nadie ni nada pudo ser más puro que Ella.

[…]

Nosotros denominamos a esa pureza exclusiva la Inmaculada Concepción. No es la Natividad de la Virgen. La palabra «inmaculada» procede etimológicamente de dos palabras latinas que significan «sin mácula», «no manchada». «Concepción» significa que desde el primer momento de su concepción en el seno de su madre: Santa Ana, y en virtud de los anticipados méritos de la Redención de su Hijo, estuvo preservada, fue libre de las manchas del pecado original.

 * En «El primer amor del mundo», Ed. Difusión, Buenos Aires, pp. 12-17.

TODO POR CUSTODIAR A UNA PIEDRA [CRÓNICA]

“El Trabajo del Instituto del Verbo Encarnado en Tierra Santa quiere ser un granito de arena al aporte multisecular y heroico de la Custodia franciscana durante alrededor de 800 años y con la Iglesia peregrina en Jerusalén y en Medio Oriente en cualquiera de sus comunidades cristianas, que son los Santuarios vivos del Pueblo de Dios.”[1] Así, con estas palabras, de un modo muy sintético, resumía nuestro Padre fundador el trabajo del IVE en las tierras de Medio Oriente. ¿Qué decir entonces, cuándo, por gracia de Dios, nos es posible visitar, conocer, rezar en los lugares donde el Verbo Encarnado vivió, actuó, predicó? ¿Qué podemos decir entonces cuándo recibimos el don inconmensurable de ofrecer el Santo Sacrificio en estos lugares? Es la memoria de la pasión, muerte y resurrección del Señor, siendo actualizada en lugares impares en la historia del cristianismo.

Por gracia de Dios, el pasado lunes (12/05), con los monjes del Monasterio de la Sagrada Familia, en Séforis, pudimos realizar un día de peregrinación, siendo que el lugar pensado para conocer un poco mejor fue nada menos que la sede de la Iglesia Madre, la ciudad de Jerusalén.

 Habiendo apuntado un horario para poder celebrar la Santa Misa en el Santo Sepulcro a las 6:00, estuvieron también presentes algunos de nuestros sacerdotes misioneros. Ya por aquí me quedo, dejando para otro momento lo demás que ocurrió en el día, para intentar describir bien, o mejor, compartir lo que se pueda del sentimiento que ha dado vueltas y vueltas en mi corazón desde los días previos y especialmente en el momento de ofrecer el  Santo Sacrificio ahí, en la Tumba del Santo Sepulcro, en el altar sobre la roca que señaliza exactamente el lugar de la Resurrección de Cristo y que, por supuesto, fue el único testigo del hecho admirable de dicha Resurrección de entre los muertos del Hijo de Dios, que murió para redimir al hombre y resucitó para darnos una vida inmortal.

El Evangelio nos dice que la primera peregrinación a la tumba de Jesús tuvo lugar en la madrugada del domingo, es decir, del primer día de la semana. A ejemplo de las santas mujeres nosotros nos desplazamos en dirección a Jerusalén, saliendo de la casa de los padres en Bethlehen a las 4:30 de la mañana, llegando temprano a la basílica del Santo Sepulcro. Estaban terminando su oficio litúrgico en la tumba los griegos ortodoxos, con sus liturgia cantada e incienso ininterrumpido que subía al Cielo en la penumbra de la noche que se terminaba, y en la alborada del día que estaba por empezar.

A las 5:55, ya revestidos con los ornamentos sacerdotales y preparados, nos dirigimos a la Edicola, saliendo de la sacristía de los Frailes Franciscanos. Era muy grande lo que iba a suceder a partir de ahí.

Comenzamos la Santa Misa, siguiendo el proprio de la Misa del Domingo de Pascua, una gracia permitida a los que celebran en el Santo Sepulcro. La Misa transcurrió normalmente -lo que por sí solo ya es una cosa magnífica- y en los distintos momentos dónde uno puede hacer una pausa silenciosa entre las oraciones, fue posible contemplar lo que yacía delante nuestro.

Resonaban en mi mente fragmentos sueltos del Evangelio que tenían conexión con aquel lugar: “María la Magdalena fue al sepulcro al amanecer, cuando aún estaba oscuro, y vio la losa quitada del sepulcro.” (Jn 20,1) / “¿Quién nos correrá la piedra de la entrada del sepulcro?” (Mc 16,3) / “Encontraron corrida la piedra del sepulcro.” (Lc 24,2) / “…un ángel del Señor, bajando del cielo y acercándose, corrió la piedra y se sentó encima.” (Mt 28,2) / “Por qué buscáis entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado.” (Lc 24,5-6) / “No está aquí: ¡ha resucitado!, como había dicho.” (Mt 28,6) / “Entrando, no encontraron el cuerpo del Señor Jesús.” (Lc 24,3) / “No tengáis miedo. ¿Buscáis a Jesús el Nazareno, el crucificado? Ha resucitado. No está aquí. Mirad el sitio donde lo pusieron.” (Mc 16,6)

Por supuesto que le miraba: tenía varias veces la mirada fija ahí, en esta piedra, piedra que fue testigo del hecho de la resurrección de un Dios que había muerto por el hombre, su criatura. Suena como locura esto, ¿verdad?; pero es que así fue. Nosotros no fuimos testigos del momento histórico, pero hemos recibido la predicación desde los apóstoles hasta nuestros días, y en esto creemos: “La Resurrección pertenece al centro del Misterio de la fe, que transciende y sobrepasa a la historia.”[2]

San Pablo, el Apóstol de los gentiles, ha exclamado que “si Cristo no ha resucitado, vana es nuestra predicación y vana también nuestra fe[3], pero sabemos la verdad. Creemos y profesamos que Jesucristo, Hijo Unigénito de Dios, muerto por nosotros los hombres, en el Calvario el Viernes Santo, ha bajado a los infiernos, ha vencido la muerte con su muerte, para traernos la vita: Mors et vita duelo, conflixere mirando –canta la secuencia del Victimae Paschalis el domingo de Pascua- y al final, Dux vitae mortuus, regnat vivus.

Cristo ha resucitado verdaderamente, existe un signo esencial que fue testigo de esta verdad: la piedra del santo Sepulcro. “Ciertamente que lo que más nos movió a prestar el servicio de misioneros para Tierra Santa fue la presencia de un lugar, único en el mundo, que se ha constituido para todos como ‘un signo esencial’ de la Resurrección como ‘acontecimiento histórico y transcendente’: el sepulcro vacío.”[4], nos dejó escrito nuestro fundador en su último libro; y poder celebrar la Santa Misa en este preciso lugar, es algo excepcional. Sé que muchos de los nuestros ya lo han hecho, y creo que para cada uno esto conlleva un sentimiento muy particular que nos marca y nos anima, cada uno a su modo, a seguir el trabajo misionero que nos ha sido encomendado.

Entiendo el motivo por el cual el padre ha querido que los misioneros que fuesen enviados a estas tierras, a Tierra Santa, se preparasen también conociendo, estudiando a la historia, a la geografía de la tierra por donde Jesús vivió, pues, él mismo escribió: “Junto a la ‘historia de la salvación’ existe una ‘geografía de la salvación’. Por tanto, los lugares santos tienen el privilegio de ofrecer a la fe un irrefragable sustento, permitiendo al cristiano venir en contacto directo con el ambiente, en el cual ‘el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros’.[5] Todo el trabajo de nuestra pequeña familia religiosa aquí en estas tierras consiste en ayudar, aunque sea en forma de un granito de arena, a custodiar a una piedra.

Con el prefacio Pascual III, en el Misal Romano, rezamos: Porque él no cesa de ofrecerse por nosotros, intercediendo continuamente ante ti; inmolado, ya no vuelve a morir; sacrificado, vive para siempre. Y con la Santa Misa celebrada ahí, en el Santo Sepulcro, rebosantes de gozo pascual, ofrecimos en el Señor el sacrificio en el que tan maravillosamente renace y se alimenta la Iglesia.[6]

Por fin, hay un pasaje de San Pablo a los Corintios que hermosamente podría concluir estas palabras, dejándonos la síntesis de la fe y la esperanza que nos mueve a seguir adelante en el anuncio de Cristo Resucitado:

Mirad, os voy a declarar un misterio: no todos moriremos, pero todos seremos transformados. En un instante, en un abrir y cerrar de ojos, cuando suene la última trompeta; porque sonará, y los muertos resucitarán incorruptibles, y nosotros seremos transformados. Porque es preciso que esto que es corruptible se vista de incorrupción, y que esto que es mortal se vista de inmortalidad. Y cuando esto corruptible se vista de incorrupción, y esto mortal se vista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: ‘La muerte ha sido absorbida en la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria? ¿Dónde está, muerte, tu aguijón?’. El aguijón de la muerte es el pecado, y la fuerza del pecado, la ley. ¡Gracias a Dios, que nos da la victoria por medio de Nuestro Señor Jesucristo! De modo que, hermanos míos queridos, mantenemos firmes e inconmovibles. Entregaos siempre sin reservas a la obra del Señor, convencidos de que vuestro esfuerzo no será vano en el Señor.”[7]

Y pensar que todo esto solamente es posible porque hay una piedra a ser custodiada…

 

P. Harley D. Carneiro, IVE

Misionero en Tierra Santa.

[1] El Señor es mi Pastor, p. 504

[2] El Señor es mi Pastor, p. 503

[3] 1Cor 15,14

[4] El Señor es mi Pastor, p. 497

[5] El Señor es mi Pastor, p. 498

[6] Cfr. Oración sobre las ofrendas, Misa del Domingo de Pascua

[7] 1Cor 15,51-58

SOBRE LA ORACIÓN [Parte II]

II. La segunda razón por la cual debemos recurrir a la oración es que todas las ventajas se vuelven contra nosotros si no lo hacemos. El buen Dios quiere que seamos felices y sabe que solo por medio de la oración podemos lograrlo. Además, hermanos míos, ¿qué mayor honor puede haber para una criatura humilde como nosotros que Dios esté dispuesto a descender tan bajo como para hablarnos con tanta familiaridad, como un amigo habla con otro? Ved la bondad que Él nos ha mostrado permitiéndonos compartir con Él nuestras penas. Y este buen Salvador se apresura a consolarnos, a sostenernos en nuestras pruebas, o mejor dicho, sufre por nosotros. Decidme, hermanos míos, ¿si no orásemos, no estaríamos renunciando a nuestra salvación y a nuestra felicidad en la tierra? Pues sin la oración sólo podemos ser desgraciados, y con la oración tenemos la certeza de obtener todo lo que necesitamos para el tiempo y para la eternidad, como veremos.

Primero os digo, hermanos míos, que todo ha sido prometido a la oración, y en segundo lugar, que la oración lo obtiene todo cuando es bien hecha: esta es una verdad que Jesucristo nos repite en casi todas las páginas de la Sagrada Escritura. La promesa que Jesucristo nos hace es explícita: “Pedid, y se os dará; buscad, y encontraréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo el que pide, recibe; el que busca, encuentra; y al que llama, se le abrirá… Y todo lo que pidáis con fe en la oración, lo recibiréis”. Jesucristo no se contenta con decirnos que la oración bien hecha lo obtiene todo. Para convencernos aún más, nos lo asegura con un juramento: “En verdad, en verdad os digo que, si pedís algo a mi Padre en mi nombre, Él os lo concederá”. Por las palabras del mismo Jesucristo, hermanos míos, me parece que sería imposible dudar del poder de la oración. Además, hermanos míos, ¿de dónde puede venir nuestra desconfianza? ¿Será de nuestra indignidad? Pero el buen Dios sabe que somos pecadores y culpables, que nos apoyamos en su infinita bondad y que es en su nombre que oramos. ¿Y no está acaso nuestra indignidad cubierta y oculta por sus méritos? ¿Será porque nuestros pecados son demasiado terribles o demasiado numerosos? ¿Pero no le es tan fácil a Él perdonarnos mil pecados como uno solo? ¿Acaso no fue sobre todo por los pecadores que Él dio su vida? Escuchad lo que nos dice el santo Rey-Profeta cuando se pregunta si alguien ha orado al Señor y no ha sido escuchado: “En verdad, Señor, Tú eres bueno y clemente, lleno de misericordia para todos los que te invocan”.

Veámoslo por medio de algunos ejemplos, que os facilitarán la comprensión. Ved a Adán, después de su pecado, pedir misericordia. El Señor no solo lo perdonó a él, sino también a todos sus descendientes; le envió a su Hijo, que tuvo que encarnarse, sufrir y morir para reparar su pecado. Ved el caso de los ninivitas, que eran tan culpables que el Señor les envió a su profeta Jonás para avisarles de que iba a destruirlos de la manera más terrible, es decir, con fuego del cielo. Todos ellos se entregaron a la oración, y el Señor les concedió el perdón. Incluso cuando el buen Dios estaba dispuesto a destruir el universo con un diluvio universal, si esos pecadores hubieran recurrido a la oración, habrían tenido la certeza de que el Señor los perdonaría. Yendo más lejos, miremos a Moisés en la montaña, mientras Josué lucha contra los enemigos del pueblo de Dios. Mientras Moisés ora, ellos vencen; pero en cuanto deja de orar, son derrotados. Ved también al mismo Moisés, que intercede ante el Señor por treinta mil culpables que el Señor había decidido destruir: con sus oraciones, obligó al Señor —por así decirlo— a perdonarlos. “No, Moisés”, le dijo el Señor, “no pidas misericordia para este pueblo; no quiero perdonarlo”. Moisés insistió, y el Señor, vencido por las oraciones de su siervo, los perdonó.

¿Qué hace Judit, hermanos míos, para liberar a su nación de este enemigo formidable? Comienza por orar, y llena de confianza en Aquel a quien acaba de orar, va donde Holofernes, le corta la cabeza y salva a su nación. Ved al piadoso rey Ezequías, a quien el Señor envió a su profeta para decirle que pusiera en orden sus asuntos, porque iba a morir. Entonces se postra ante el Señor, suplicándole que no lo lleve aún de este mundo. El Señor, conmovido por su oración, le concedió quince años más de vida. Yendo más lejos, mirad al publicano que, reconociendo su culpa, va al templo a pedir perdón al Señor. El mismo Jesucristo nos dice que sus pecados fueron perdonados. Mirad a la pecadora que, postrada a los pies de Jesucristo, le reza con lágrimas. ¿No le dice Jesucristo: “Tus pecados te son perdonados”? El buen ladrón ora en la cruz, a pesar de estar cargado con los crímenes más graves: Jesucristo no solo lo perdona, sino que le promete que ese mismo día estará con Él en el cielo. Sí, hermanos míos, si tuvierais que nombrar a todos aquellos que obtuvieron el perdón por medio de la oración, tendríais que nombrar a todos los santos que fueron pecadores, pues fue solamente a través de la oración que lograron reconciliarse con el buen Dios, que se dejó tocar por sus súplicas.

[…]

Fuente: Sermons du vénérable serviteur de Dieu, Jean-Baptiste-Marie Vianney, Curé D’Ars tomo II, pp. 57-80.

VENGO EN EL NOMBRE DE DIOS

“¡Decid a nuestros amigos, a nuestros hijos, a nuestros parientes cuán grande es el mal que nos hacen sufrir! ¡Nos arrojamos a sus pies para implorar el auxilio de sus oraciones! ¡Ah! ¡Decidles que desde que fuimos separados de ellos, hemos estado ardiendo en llamas! ¡Oh! ¿Quién podría permanecer tan indiferente ante los sufrimientos que estamos enfrentando?”

San Juan Maria Vianney

¿Por qué estoy yo hoy de pie en este púlpito, queridos hermanos? ¿Qué vengo a decirles? ¡Ah! Vengo en nombre del mismo Dios. Vengo en nombre de sus pobres padres, para despertar en ustedes ese amor y gratitud que les deben. Vengo para refrescar en sus memorias toda la ternura y amor que ellos les dieron mientras vivían en esta tierra.

Vengo a decirles que ellos sufren en el purgatorio, que lloran y claman con gritos urgentes el auxilio de sus oraciones y buenas obras. Los he visto clamar desde lo profundo de esas llamas que los devoran:

“¡Decid a nuestros amigos, a nuestros hijos, a nuestros parientes cuán grande es el mal que nos hacen sufrir! ¡Nos arrojamos a sus pies para implorar el auxilio de sus oraciones! ¡Ah! ¡Decidles que desde que fuimos separados de ellos, hemos estado ardiendo en llamas! ¡Oh! ¿Quién podría permanecer tan indiferente ante los sufrimientos que estamos enfrentando?”

¿Ves, querido hermano? ¿Escuchas a esa madre tierna, a ese padre devoto y a todos esos parientes que te ayudaron y formaron parte de tu vida? Ellos claman: “¡Líbranos de este dolor, tú puedes!”

Consideren, entonces, queridos amigos:

1° – La magnitud de los sufrimientos por los que pasan las almas del purgatorio

y

2° – Los medios de que disponemos para aliviar esos sufrimientos: nuestras buenas obras, nuestras oraciones y, sobre todo, el Santo Sacrificio de la Misa.

No me detendré aquí para probar la existencia del purgatorio, pues sería una pérdida de tiempo. Espero que ninguno de ustedes tenga la menor duda al respecto. La Iglesia, a la que Jesucristo prometió la guía del Espíritu Santo, y que, por lo tanto, no puede engañarse ni engañarnos, nos enseña claramente sobre el purgatorio. Es una certeza absoluta que allí las almas de los justos completan la expiación de sus pecados antes de ser admitidas en la gloria del Paraíso, la cual, dicho sea de paso, ya les está asegurada.

Sí, mis queridos hermanos, esto es un artículo de fe:

Si no hemos hecho penitencia proporcional a la gravedad de nuestros pecados, aunque hayamos sido absueltos en el Sagrado Tribunal de la Confesión, estaremos obligados a expiar por ellos.

En las Sagradas Escrituras hay muchos textos que muestran claramente que, aunque nuestros pecados puedan ser perdonados, Dios aún nos impone la obligación de sufrir en este mundo trabajos penosos o en el próximo por medio de las llamas del purgatorio.

Vean lo que ocurrió con Adán:

Porque se arrepintió luego de haber cometido el pecado original, Dios le aseguró que lo había perdonado, pero aun así lo condenó a pasar nueve siglos sobre esta tierra haciendo penitencia.

Penitencias que superan cualquier cosa que podamos imaginar:

“¡Maldita sea la tierra por tu causa! Con trabajos penosos sacarás de ella tu sustento todos los días de tu vida. Ella te producirá espinas, y comerás la hierba del campo. Comerás el pan con el sudor de tu rostro hasta que vuelvas a la tierra de donde fuiste tomado; porque polvo eres, y en polvo te convertirás…” (Génesis 3,17).

Vean también: David ordenó, contra la voluntad de Dios, que se hiciese el censo de Israel:

Afligido por el remordimiento de conciencia, reconoció su pecado, se arrojó al suelo suplicando al Señor que lo perdonara. Consecuentemente, Dios, tocado por su arrepentimiento, lo perdonó. Pero a pesar de ello, envió a Gad para decirle a David que tendría que elegir entre tres tipos de castigos que Dios había preparado para reparar su pecado: peste, hambre o guerra.

David respondió: “¡Ah! ¡Caiga yo en las manos del Señor, porque inmensa es su misericordia; pero que no caiga en manos de los hombres!” (I Crónicas 21). Eligió la peste, y esta duró solo tres días, pero mató a siete mil personas de su pueblo.

Si el Señor no hubiera detenido la mano del Ángel que se extendía sobre Israel, ¡Jerusalén entera habría quedado despoblada! David, al ver todo el mal causado por su pecado, imploró la gracia de Dios pidiendo que castigase solo a él mismo, pero que perdonase a su pueblo, que era inocente.

Vean también las penitencias de Santa María Magdalena. ¡Quizás ablanden un poco sus corazones!

Mis queridos hermanos, ¿cuántos años tendremos que sufrir en el purgatorio, nosotros que hemos cometido tantos pecados y que, con el pretexto de haberlos confesado, no hacemos penitencia ni lloramos por ellos? ¿Cuántos años de sufrimiento nos esperan en la otra vida?

¿Cómo podría yo pintar el cuadro de los sufrimientos que esas pobres almas soportan, cuando los santos Padres de la Iglesia nos dicen que los tormentos que ellas padecen son comparables a los que soportó Nuestro Señor Jesucristo durante su dolorosa Pasión?

Una cosa es cierta: si el menor de los sufrimientos que soportó Nuestro Señor hubiese sido compartido por toda la humanidad, todos habrían muerto debido a la violencia de ese sufrimiento.

El fuego del purgatorio es el mismo que el fuego del infierno. La única diferencia es que el fuego del purgatorio no es eterno.

¡Oh, si Dios permitiese que una de esas pobres almas que está sumida en las llamas apareciese ahora en este lugar, envuelta completamente en el fuego que la consume, y ella misma nos relatase los sufrimientos que está soportando! ¡Toda esta iglesia, mis queridos hermanos, sería sacudida por el eco de sus gritos y sollozos, y quizás, quién sabe, eso ablandaría sus corazones!

Esa pobre alma nos diría:

“¡Cómo sufrimos! ¡Oh, hermanos, libradnos de estos tormentos! ¡Ah, si pudierais experimentar lo que es vivir separados de Dios!… Cruel separación. ¡Arder en un fuego encendido por la justicia de Dios!… Sufrir dolores incomprensibles para la mente humana… ¡Ser devorados por el remordimiento, sabiendo que podríamos haber evitado fácilmente estos tormentos! Oh, hijos míos —gritan los padres y las madres—, ¿cómo podéis abandonarnos en esta hora, nosotros que tanto os amamos cuando vivíamos en esta tierra?

¿Cómo podéis dormir tranquilos en vuestras camas mientras nosotros ardemos en un lecho de fuego? ¿Cómo tenéis el valor de entregaros a los placeres y alegrías mientras nosotros sufrimos y lloramos día y noche? Vosotros heredasteis nuestros bienes, nuestras propiedades; os divertís con el fruto de nuestros trabajos, mientras nosotros sufrimos males tan indescriptibles y durante tantos años… ¡Y no sois capaces de ofrecer una pequeña oración por nosotros, ni siquiera una simple Misa, que tanto nos ayudaría a liberarnos de estas llamas!… ¡Vosotros podéis aliviar nuestro sufrimiento, podéis abrir nuestras prisiones, y simplemente nos abandonáis! ¡Oh, cuán crueles son estos sufrimientos!”

Sí, hermanos míos, ¡los hombres juzgan muy a la ligera lo que es estar en las llamas del purgatorio por esas “faltas leves”! Si es que puede llamarse “leve” a algo que nos hace soportar castigos tan rigurosos. ¡Qué espanto para el hombre, exclama el profeta real, si incluso el justo fuese juzgado por Dios sin ninguna misericordia!

Si Dios halló manchas hasta en el sol, y malicia en los ángeles, ¿qué será entonces del hombre pecador?

Y nosotros, que hemos cometido tantos pecados mortales y que prácticamente no hacemos nada para satisfacer la justicia de Dios… ¡Cuántos años de purgatorio nos esperan!

¡Dios mío! —dijo Santa Teresa de Ávila—: “¿Qué alma será suficientemente pura para entrar directamente en el Cielo sin pasar por las llamas de la justicia?”

Durante su última enfermedad, de repente gritó: “¡Oh, justicia y poder de mi Dios, cuán terribles sois!”

Durante su agonía, Dios le permitió contemplar por unos instantes Su Santidad, tal como lo hacen los ángeles y los santos del Cielo. Y eso causó en ella un pavor tan grande que se puso a temblar y a agitarse de modo tan extraordinario, que las hermanas le preguntaron llorando:

—“¡Ah, Madre! ¿Qué le pasa? ¿Acaso teméis la muerte después de tantos años de penitencia y lágrimas amargas?”

—“No, hijas mías, no temo la muerte. Al contrario, la deseo, porque es el único medio para estar unida eternamente a Dios.”

—“¿Serán entonces vuestros pecados los que aún os atormentan después de tantas mortificaciones?”

—“Sí, hijas mías —respondió Teresa—, temo por mis pecados, pero aún más temo por algo mayor.”

—“¿Sería entonces el juicio?”

—“Sí, temo la cuenta formidable que tendré que rendir ante Dios. Porque en ese momento seremos juzgados según la justicia, y no según la misericordia.”

—“Pero hay algo que aún me hace morir de terror.”

Las pobres hermanas estaban profundamente angustiadas:

—“Madre, ¿acaso es el infierno?”

—“No —respondió ella—, gracias a Dios, el infierno no es para mí. ¡Oh, hijas mías! Es la Santidad de Dios. ¡Dios mío, ten misericordia de mí! ¡Mi vida será confrontada cara a cara con Cristo mismo! ¡Ay de mí si tengo la menor mancha o falla! ¡Ay de mí si tengo la menor sombra de pecado!”

—“¡Ay de nosotras! —gritaron las pobres hermanas— ¿Qué será entonces el día de nuestra muerte?”

Mis queridos hermanos, ¿cuántos de nosotros no hemos cometido faltas semejantes? ¿Cuántos de nosotros hemos recibido de nuestros familiares y amigos la tarea de mandar celebrar Misas y dar limosnas, y simplemente nos olvidamos de hacerlo? ¿Cuántos de nosotros evitamos hacer buenas obras por simple respeto humano? ¡Y todas esas almas atrapadas en las llamas, porque no tenemos el valor de satisfacer sus deseos! ¡Pobres padres y pobres madres, ustedes están siendo sacrificados por la felicidad de sus hijos y parientes! ¡Tal vez ustedes hayan descuidado su propia salvación para construir sus fortunas, y ahora están siendo traicionados por las buenas obras que dejaron de hacer mientras aún estaban vivos! ¡Pobres padres!

¡Cuánta ceguera es olvidar nuestra propia salvación!

Tal vez me dirás: “Nuestros padres eran personas buenas y honradas. No hicieron nada tan grave como para merecer esas llamas”. ¡Ah! Si supieras cuánto menos necesitaban hacer para caer en esas llamas… Vean lo que dijo Alberto el Grande, un hombre cuyas virtudes brillaron de manera extraordinaria. Él reveló a uno de sus amigos que Dios lo había llevado al purgatorio por haberse enorgullecido de un pensamiento sobre su propio conocimiento. Lo más sorprendente fue que allí se encontraban verdaderos santos, muchos de los cuales ya habían sido canonizados por la Iglesia, y que estaban pasando por las llamas del purgatorio.

San Severino, arzobispo de Colonia, apareció a uno de sus amigos mucho tiempo después de su muerte y le dijo que había pasado un largo tiempo en el purgatorio por haber retrasado las oraciones del breviario que debía recitar por la mañana y haberlas hecho por la noche.

¡Oh, cuántos años de purgatorio pasarán esos cristianos que no tienen el menor escrúpulo en retrasar sus oraciones para otra hora, solo por la excusa de tener algo más importante que hacer!

Si realmente deseáramos la felicidad de poseer la visión beatífica de Dios, evitaríamos tanto los pecados mortales como los veniales, ya que la separación de Dios constituye un tormento tan terrible para esas almas.

“Mis ovejas escuchan mi voz”

Homilía del Domingo

Queridos hermanos:

Nuestro Señor Jesucristo comienza su discurso del Evangelio de este Domingo, con estas palabras que, especialmente hoy en día, deberían ser una meditación constante para todo creyente: “Mis ovejas escuchan mi voz…”; y ¿por qué hablamos de “meditar” estas palabras?, pues porque actualmente son muchas las “ovejas sordas” o, mejor dicho, “que se hacen las sordas” a la voz del divino Maestro.

“Escuchar la voz de Jesucristo”

A partir de aquí comienza nuestra reflexión, ya que son muchas y variadas las hermosas palabras que nos dejó “la voz del Maestro” en los evangelios, y que se nos siguen transmitiendo en la liturgia de la Iglesia para examinar con total sinceridad si “escucho o me hago el sordo”; porque escuchar la voz de Cristo es, por ejemplo, perdonar de corazón y no guardar rencor; ser misericordiosos con los demás; no devolver mal por mal; no murmurar ni infamar a nadie; defender su nombre sin avergonzarse de nuestra fe; no dejarse guiar por respetos humanos sino por la ley de Dios, y, finalmente y de lo más importante: no tener una “fe selectiva”, es decir, seleccionar yo mismo los mandamientos que deseo cumplir o no. Hacer lo contrario a esto que nos enseña el mismo Hijo de Dios en el Evangelio, que conocemos y nos ofrece palabras de vida eterna, equivaldría a “no querer oír la voz del Maestro”, como el hijo que ha sido educado y aconsejado, pero hace caso omiso a las palabras de sus padres.

Sin embargo, también existen las buenas ovejas, y muchas, que son las que oyen de verdad la voz del Maestro, es decir, que las ponen en práctica, las hacen vida, y son capaces de perdonar, de anteponer la misericordia a los defectos de los demás, de renunciar a sí por amor al prójimo, etc.; en definitiva, de imitar lo mejor posible y con todas sus fuerzas a Jesucristo, preguntándose qué haría Él en cada momento para obrar según su voluntad. Éstas “buenas ovejas”, son las que tienen verdadera felicidad en el corazón porque caminan con la certeza de que, mientras permanezcan fieles a las enseñanzas del Evangelio, no se equivocarán, se santificarán, y ayudarán a santificarse a los demás.

En este punto es de suma importancia tener presente una consoladora realidad: si por alguna razón hemos dejado de escuchar o comprender la voz de Dios, no hay por qué desanimarse sino tomar nuevas fuerzas en el contacto íntimo con Dios en la oración y reemprender la súplica confiada del hijo que espera la paternal respuesta a sus angustias. Si es por culpa nuestra, de nuestras infidelidades y del ruido del mundo que hayamos dejado entrar en nuestra alma, apartémonos de él y refugiémonos en Dios; pero si no es por nuestra culpa, probablemente Dios nos esté haciendo esperar un poco para purificarnos y hacernos desear más todavía esa sutileza de sus palabras que poco a poco se dejan comprender en los corazones de buena voluntad; sea como sea hay que seguir confiando en Aquel que desea hablarnos: “Hay un hambre de Él; y de ahí que cuando uno no hace su oración siente una sequedad, un vacío, un disgusto, que es como una campana, es la voz misma de Dios que nos llama a volver a Él. Feliz aquel que es dócil. Desgraciado del que la desoye, porque la voz del Señor no es como el trueno, ni como el cañonazo de manera que esa voz irá haciéndose cada vez más lejana y terminará por apagarse. Pobrecito de aquel en quien se ha apagado, cuyo hilo de teléfono con el cielo está cortado. Y sentarse en la Iglesia, arrodillarse y aburrirse, y sentirse en el vacío todo es lo mismo. Pero, aunque así sea, que no desespere, porque si humildemente ora, podrá reparar la línea, porque Dios es tan bueno que basta que nos vea trabajando para que inmediatamente mande reparar los desperfectos y nos da línea… será trabajo de más o menos tiempo, pero la comunicación quedará restablecida.” (san Alberto Hurtado)

“Yo las conozco y ellas me siguen”

Jesucristo conoce bien a sus ovejas, es decir, quién está de su lado y le es fiel. Y esto debe ser un gran incentivo para nosotros ya que, pese a nuestros defectos y debilidades, también Jesucristo conoce nuestros esfuerzos por ser mejores y le son sumamente gratos, ¡claro que sí!; y ése ha de ser nuestro gran acicate o motor para continuar el trabajo de nuestra santificación: eso es seguir a Cristo, continuar siempre aun cuando haya tropezones o caídas, sin desanimarse ni desconfiar del buen Pastor que nos guía, y que nos asegura que “no seremos arrebatados de sus manos” si no nos alejamos de Él: “Habla de las ovejas, de las que se dice: El Señor conoce a aquellos que le pertenecen (2Tim 2,19); ni el lobo los arrebata, ni el ladrón los roba, ni el salteador los mata; seguro está del número de aquellos, el que sabe lo que ha dado por ellos…” (san Agustín)

Para seguir a nuestro Señor Jesucristo en todo, debemos ir donde Él está y huir de donde no lo está, es decir, ir siempre y sólo tras su voz: no tras la voz del mundo, no tras la voz de nuestras pasiones desordenadas, no tras la voz del enemigo; y para aprender a conocer y reconocer en todo la amorosa voz de nuestro Dios, debemos acudir constantemente a “la escuela de la oración”, donde se aprende a fuerza de amor e intimidad con Dios, pues solamente el contacto amoroso con Dios nos enseña, lejos del ruido del mundo, a escuchar su bondadosa voz de Padre y de pastor.

“Va delante de ellas -dice el P. Hurtado-. No va detrás, retándolas, pegándoles, va delante con el ejemplo. Recorre primero el camino: las atrae por el amor, la suavidad, la mansedumbre. El concepto cristiano de autoridad: no el derecho de mandar; el deber de proteger. Tengo autoridad en la medida en que puedo proteger; como el cirujano, el bombero y el superior. No para gloriarse, sino por el bien del súbdito, por eso se aconseja: es cordial. Por su carácter se vuelve forma del rebaño. Por eso los superiores son siervos. El Santo Padre: Siervo de los siervos, de todos, sobre todo de los humildes. La autoridad es un servicio que ama, y un amor que sirve. El primado de la autoridad es el primado del amor.”

En este día y durante toda nuestra vida, pidámosle a María santísima que nos alcance de su Hijo, la gracia para estar siempre atentos a su voz sin ignorarla jamás; y serle siempre fieles, con plena conciencia de la nobleza de aquel que continuamente nos llama a seguirlo desde cerca, imitándolo en todas las virtudes.

P. Jason Jorquera M., IVE.

La gratitud

¡Dad gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterno su amor!

(Sal 118)

a)   Deber primario, escala para el amor

No hay nada más fecundo que la gratitud para con Dios. Recomendar la gratitud para con Dios, es recomendar el cumplimiento de un deber elementalísimo. Si lo que hacemos lo debemos a Dios, ¿por qué no estar pendientes de Dios? Si tuviéramos claro conocimiento de lo que debemos a Dios, no podríamos hacer otra cosa. Nos sería fácil olvidarnos de nosotros mismos para tener nuestro pensamiento puesto en Dios y en Él moraríamos como en nuestro descanso y nuestra luz. Entonces, viéndolo todo en Dios, serían sobrenaturales nuestros pensamientos, y no se infiltrarían en nuestra vida juicios y máximas del mundo. No viviríamos ausentes de la obra de amor que el Señor en nosotros realiza.

Las almas agradecidas tienen los ojos muy limpios, están iluminadas por el fuego santo del amor, y así llegan a conocer al Señor con una claridad maravillosa, aun dentro de las oscuridades de la fe. La gratitud es como una escala, que comienza con el conocimiento de nuestra propia nada y acaba en el seno mismo de Dios, a quien por ninguna otra senda se conoce mejor. Seamos, pues, agradecidos con eterna gratitud. Esa gratitud nos asegura el Cielo.

Achaque es de almas ruines esquivar la gratitud; las almas santas, en cambio, agradecen a Dios no tan sólo las misericordias que a ellas les hace, sino cuantas hace a los demás. Como saben amar de veras, agradecen los dones divinos donde los ven, y, si además los ven en quienes las aman a ellas con sincero amor, la gratitud se enciende sin medida.

Parece que no podemos o no sabemos descansar nunca en el perdón de Dios, y esto, que podría parecer un sentimiento de humildad, tiene el inconveniente de que apaga mucho la gratitud. Cuando uno reconoce que Dios le ha perdonado, de ese reconocimiento brota espontáneamente la gratitud; en cambio, cuando deja uno ese perdón en duda, la gratitud no puede brotar con tanta fuerza.

b)   La memoria de los beneficios divinos

Los beneficios del Señor no son ni se nos hacen para que apartemos de ellos nuestra mirada; son para que los miremos y los agradezcamos.

No basta el conocimiento general, esquemático, frío, de estos beneficios; eso no es más que una fórmula que se dice con los labios pero que ha dejado helado como un témpano el corazón. La gratitud no es eso. Es aquella meditación profunda, continuada, perseverante, que acaba por convertir en vida del espíritu el recuerdo de cada beneficio del Señor. Así es como la gratitud puede transformar nuestra vida en vida verdadera, y poner su sello en cada una de nuestras obras.

Vivimos sin ese sentimiento fundamental de gratitud que debería ser el sentimiento habitual de nuestra vida a la vista de la providencia amorosísima de Dios y de los beneficios que nos hace, que son infinitos, porque, además de los beneficios que nosotros conocemos, hay muchísimos más que no conocemos.

P. Alfonso Torres.

SOBRE LA ORACIÓN [Parte I]

Para mostraros, hermanos míos, el poder de la oración y las gracias que nos obtiene del cielo, os diré que es únicamente por medio de la oración que todos los justos han tenido la dicha de perseverar.

San Juan María Vianney

 

“Amen, amen dico vobis : si quid petieritis Patrem in nomine meo, dabit vobis.

«En verdad, en verdad os digo: si pedís algo al Padre en mi nombre, Él os lo concederá.» (Jn 16, 23)

No, hermanos míos, no hay nada más consolador para nosotros que las promesas que Jesucristo nos hace en el Evangelio, diciéndonos que todo lo que pidamos al Padre en su nombre, Él nos lo concederá. No contento con eso, hermanos míos, Él no sólo nos permite pedirle lo que deseamos, sino que llega al punto de ordenarnos que lo hagamos y de suplicarnos que lo hagamos. Decía a sus Apóstoles: «Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid y recibiréis, para que vuestro gozo sea completo» (Jn 16, 24). Esto nos muestra que la oración es la fuente de todo bien y de toda felicidad que podemos esperar en la tierra.
De acuerdo con estas palabras, hermanos míos, si somos tan pobres y tan faltos de luz y de los bienes de la gracia, es porque no rezamos o rezamos mal. ¡Ay de nosotros, hermanos míos!, digámoslo con un gemido: muchos ni siquiera saben qué es orar, y otros sienten una gran repugnancia por un ejercicio tan dulce y tan consolador para un buen cristiano.
Sin embargo, vemos a algunas personas que rezan y no obtienen nada, y esto se debe a que rezan mal: es decir, sin preparación y sin saber siquiera lo que van a pedirle a Dios.
Pero para daros una mejor idea del gran bien que la oración nos aporta, hermanos míos, os diré que todos los males que nos afligen en la tierra provienen del hecho de que no rezamos o rezamos mal. Y si queréis saber la razón, aquí está: si tuviésemos la dicha de rezar al buen Dios como es debido, nos sería imposible caer en pecado; y si estuviésemos libres del pecado, nos encontraríamos, por así decirlo, como Adán antes de su caída.
Para animaros, hermanos míos, a rezar con frecuencia y a rezar como se debe, voy a mostraros:

  1. que sin la oración es imposible salvarse;
  2. que la oración es todopoderosa ante Dios;
  3. qué cualidades debe tener una oración para ser agradable a Dios y meritoria para quien la realiza.
  1. Para mostraros, hermanos míos, el poder de la oración y las gracias que nos obtiene del cielo, os diré que es únicamente por medio de la oración que todos los justos han tenido la dicha de perseverar. La oración es para nuestra alma lo que la lluvia es para la tierra. Fertilizad la tierra cuanto queráis; si no llueve, todo será en vano. Del mismo modo, haced todas las buenas obras que queráis; si no oráis con frecuencia y como es debido, nunca os salvaréis; porque la oración abre los ojos de nuestra alma, le hace sentir la grandeza de su miseria, la necesidad de recurrir a Dios y le hace temer su propia debilidad.
    En todo, el católico confía únicamente en Dios y en nada en sí mismo.
    Sí, hermanos míos, fue por medio de la oración que todos los justos perseveraron. En efecto, ¿qué llevó a todos esos santos a hacer sacrificios tan grandes como abandonar todos sus bienes, a sus padres y todas sus comodidades para ir a pasar el resto de sus vidas en los bosques, a fin de llorar sus pecados? Fue la oración, hermanos míos, la que inflamó sus corazones con el pensamiento de Dios, con el deseo de agradarle y de vivir sólo para Él.
    Mirad a Santa María Magdalena: ¿qué hizo después de su conversión? ¿No fue la oración?
    Mirad a San Pedro; mirad también a San Luis, rey de Francia, que, durante sus viajes, en vez de pasar la noche en la cama, la pasaba en una iglesia, rezando allí, pidiendo al buen Dios el precioso don de perseverar en su gracia.
    Pero sin ir tan lejos, hermanos míos, ¿no vemos nosotros mismos que, apenas descuidamos nuestras oraciones, perdemos inmediatamente el gusto por las cosas del cielo? Sólo pensamos en la tierra; y, si retomamos la oración, sentimos volver en nosotros el pensamiento y el deseo de las cosas celestiales.
    Sí, hermanos míos, si tenemos la dicha de estar en gracia de Dios, o recurrimos a la oración, o ciertamente no perseveraremos mucho tiempo en el camino del cielo.

En segundo lugar, hermanos míos, decimos que todos los pecadores deben su conversión exclusivamente a la oración, salvo un milagro extraordinario, que sucede muy raramente.
Mirad a Santa Mónica y lo que hizo para pedir la conversión de su hijo: ora está a los pies de su crucifijo rezando y llorando; ora está junto a los sabios pidiendo la ayuda de sus oraciones.
Mirad al mismo San Agustín cuando quiso convertirse seriamente; vedlo en un jardín, entregado a la oración y a las lágrimas, para tocar el corazón de Dios y cambiar el suyo.
Sí, hermanos míos, aunque seamos pecadores, si recurriésemos a la oración y rezásemos como es debido, tendríamos la certeza de que el buen Dios nos perdonaría.
¡Ay de nosotros, hermanos míos! No nos sorprenda que el demonio haga todo lo posible para que faltemos a nuestras oraciones o las hagamos mal; es que él comprende mucho mejor que nosotros cuán temible es la oración para las fuerzas del infierno, y que es imposible que el buen Dios nos niegue lo que le pedimos por medio de la oración.
¡Oh, ¡cuántos pecadores saldrían del infierno si tuvieran la dicha de recurrir a la oración!

En tercer lugar, digo que todos los condenados fueron condenados porque no rezaron o rezaron mal.
De ahí concluyo, hermanos míos, que sin la oración nuestro destino es perdernos por toda la eternidad, y que con la oración bien hecha, tenemos la certeza de salvarnos.
Sí, hermanos míos, todos los santos estaban tan convencidos de que la oración era absolutamente necesaria para su salvación, que no sólo pasaban los días orando, sino también noches enteras.
¿Por qué, hermanos míos, sentimos tanta aversión por un ejercicio tan suave y consolador?
Lamentablemente, hermanos míos, es porque, al hacerlo mal, nunca sentimos la dulzura que en ella experimentaban los santos.
Mirad a San Hilarión, que oró durante cien años sin interrupción, y esos cien años de oración fueron tan breves que su vida le pareció pasar como un relámpago.
En efecto, hermanos míos, una oración bien hecha es como un bálsamo perfumado que se extiende por toda nuestra alma, que ya le hace gustar la felicidad que disfrutan los bienaventurados en el cielo.
Esto es tan cierto que leemos en la vida de San Francisco de Asís que, muchas veces, al orar, caía en tal éxtasis que no distinguía si estaba en la tierra o en el cielo, entre los bienaventurados.
El fuego divino que la oración encendía en su corazón le producía un calor natural. Un día, estando en la iglesia, sintió un amor tan violento que comenzó a gritar en voz alta: «¡Dios mío, no lo soporto más!»

Pero tal vez pensáis: eso está muy bien para quien sabe orar bien y hacer oraciones hermosas.
—Hermanos míos, no son las oraciones largas ni las oraciones hermosas las que el buen Dios mira, sino aquellas que se hacen desde lo profundo del corazón, con gran respeto y con un deseo sincero de agradar a Dios.
He aquí un bello ejemplo: en la vida de San Buenaventura, que fue un gran doctor de la Iglesia, se cuenta que un religioso muy sencillo le dijo:
«Padre, yo, que no soy muy instruido, ¿creéis que puedo rezar al buen Dios y amarlo?»
San Buenaventura le respondió:
«Ah, amigo mío, son sobre todo estos los que el buen Dios más ama y los que más le agradan.»
Este buen religioso, maravillado con tan buena noticia, fue y se quedó en la puerta del monasterio, diciendo a todos los que pasaban:
«Venid, amigos míos, tengo una buena noticia que daros: el doctor Buenaventura me ha dicho que nosotros, aunque seamos ignorantes, podemos amar al buen Dios tanto como los sabios. ¡Qué felices somos por poder amar a Dios y agradarle sin saber nada!»
Desde ahí, hermanos míos, os diré que nada hay más fácil que rezar al buen Dios, y que nada hay más consolador.

Decimos que la oración es una elevación de nuestro corazón a Dios. Mejor aún, hermanos míos, es la conversación afectuosa de un niño con su padre, de un súbdito con su rey, de un siervo con su señor, de un amigo con su amigo, en cuyo seno deposita sus penas y dolores. Para expresar aún mejor esta felicidad, es una vil criatura que el buen Dios acoge en sus brazos para derramarle toda clase de bendiciones. Es la unión de todo lo más vil con todo lo más grande, lo más poderoso y lo más perfecto en todos los sentidos. Decidme, hermanos míos, ¿acaso hace falta más para hacernos sentir el gozo de la oración y su necesidad? Por esto, hermanos míos, podéis ver que la oración es absolutamente necesaria si queremos agradar a Dios y salvarnos.

Por otro lado, sólo podemos encontrar la felicidad en la tierra amando a Dios, y sólo podemos amarlo orándole. Vemos que Jesucristo, para animarnos a recurrir frecuentemente a Él por la oración, promete no negarnos nunca nada si le oramos como conviene. Pero, sin esforzarnos mucho por demostraros que debemos orar frecuentemente, basta con abrir vuestro catecismo y veréis que el deber de un buen cristiano es orar por la mañana, por la noche y muchas veces durante el día, es decir, siempre. Digo primero que, por la mañana, un cristiano que quiera salvar su alma debe, en cuanto se despierte, hacer la señal de la cruz, entregar su corazón a Dios, ofrecerle todas sus acciones y prepararse para orar. Nunca se debe comenzar el trabajo antes de hacer esto: arrodillarse ante el crucifijo y santiguarse con agua bendita. Nunca perdamos de vista, hermanos míos, que es por la mañana cuando el buen Dios nos prepara todas las gracias que necesitamos para pasar santamente el día; porque el buen Dios conoce todas las ocasiones que tendremos de pecar, todas las tentaciones que el demonio nos pondrá durante el día; y si oramos de rodillas y como se debe, nos da todas las gracias necesarias para no sucumbir. Por eso el demonio hace todo lo posible para que no oremos o para que lo hagamos mal; y él está muy convencido de ello, como confesó un día por la boca de un poseso, al decir que, si consigue tener el primer momento del día, tendrá ciertamente todos los demás. ¿Quién de nosotros, hermanos míos, podría oír sin llorar de compasión a esos pobres cristianos que se atreven a decir que no tienen tiempo? ¡No tenéis tiempo! Pobres ciegos, ¿cuál es la cosa más preciosa que podéis hacer: trabajar para agradar a Dios y salvar vuestra alma, o ir a alimentar vuestros animales en el establo, o llamar a vuestros hijos o criados y mandarlos a mover la tierra o el estiércol? ¡Dios mío, el hombre es ciego!… Pero decidme, ingratos, si el buen Dios os hubiera hecho morir anoche, ¿habríais hecho algo? Si el buen Dios os hubiera enviado tres o cuatro meses de enfermedad, ¿habríais trabajado? Vamos, desdichados, merecéis ser abandonados por el buen Dios a vuestra ceguera para que perezcáis. ¡Nos parece demasiado darle unos minutos para agradecerle las gracias que nos concede a cada momento! Decís que queréis hacer vuestro trabajo. Pero, amigo mío, estás muy equivocado: tu única obra es agradar a Dios y salvar tu alma; todo lo demás no es tu obra: si no lo haces tú, otros lo harán; pero si pierdes tu alma, ¿quién la salvará? Continúa, eres un necio: cuando estés en el infierno, aprenderás lo que debiste haber hecho; pero, ¡ay!, no lo hiciste.

[…]

Fuente: Sermons du vénérable serviteur de Dieu, Jean-Baptiste-Marie Vianney, Curé D’Ars tomo II, pp. 57-80.