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El amor, fin del adorador I/II

Vivir para Jesús

Tomado de “Obras eucarísticas”

San Pedro Julian Eymard

 

Jesús sacramentado debe ser no sólo centro, sino también fin del cristiano. El que me comiere vivirá para mí, dijo el Salvador. Nada tan justo como combatir el soldado por la gloria de su rey, como trabajar el criado para provecho de su amo y el hijo por amor de sus padres.

¿Y qué es vivir para Jesús sacramentado sino vivir entero con la mira puesta en su amor y su mayor gloria, sino hacer de su adorable servicio fin de los dones, de la piedad, de las virtudes y del celo, sino convertirla en nobilísima pasión de toda la vida?

La Eucaristía, fin de los dones y de las gracias

Todos los dones de naturaleza y de gracia del adorador deben ser un obsequio de amor a Jesús en el santísimo Sacramento.

Para su divino Hijo, para adorarle, amarle y servirle nos los ha dado el Padre. Para celebrar el amor y cantar las alabanzas de Jesús eucarístico me ha dado el creador una lengua y una voz; me ha dado ojos para ver su adorable persona oculta en la Hostia y para contemplar sus virtudes eucarísticas, oídos para escuchar sus alabanzas, sentidos para servirle, entendimiento para adorarle, razón para conversar con su divina sabiduría, memoria para recordar sus verdades y su vida; imaginación para pintarme los rasgos de su humanidad santísima y un corazón tierno para amarle como a mi salvador, Dios y hombre juntamente.

Jesús en el santísimo Sacramento debe ser fin de todas mis facultades, del ejercicio de mis sentidos, en suma, de todo mi ser. Hay desorden en un ser cuando no tiende a su fin; es monstruoso el oponerse a su fin y necedad buscar otro. Como todos los rayos de luz proceden del sol y a él conducen, así todos los dones y todas las gracias de Dios deben conducirme a mi principio y a mi fin divino, que es Jesús y Jesús sacramentado.

San Agustín buscaba a Jesús en los libros: Jesum quaerens in libris; santo Tomás, en la ciencia; san Francisco, en las criaturas; pero el adorador, en el sagrario. El adorador debe referirlo todo a su gloria, y una ciencia, una cosa o una acción que no pueda referir al servicio y gloria de su soberano Señor debe serle indiferente. Y si se tratase de cosas contrarias y hostiles a la gloria de su divino Rey, entonces tendría que volver a comenzar el combate del cielo contra los ángeles malos.

Lo primero que debe decirse en todas las cosas es: ¿qué hay en esto para la gloria de la divina Eucaristía?

La Eucaristía, fin de la piedad cristiana

La devoción eucarística debe ser la devoción regia del cristiano. El servicio del rey pasa antes que el de los ministros. El sol eclipsa todas las estrellas y todo el cielo estrellado gira en torno del astro polar. Del mismo modo también hay que dar a la devoción eucarística el primer puesto entre los ejercicios de piedad. Todas las prácticas piadosas deben depender de ella y a ella referirse. Obrar de otro modo sería separar a Jesucristo de su corte, rendir culto absoluto a los santos separándolos de su Dios.

La sagrada comunión debe ser fin de la piedad.

La sagrada comunión es el acto supremo del amor de Jesucristo para con el hombre, es el último límite de la gracia, la extensión de la encarnación es Jesucristo uniendo con su vida a cada uno de los que comulgan.

Por eso la piedad cristiana no debe ser otra cosa que ejercicio preparatorio de la sagrada comunión o hacimiento de gracias por ella. Todo ejercicio que así no se refiera a la sagrada comunión anda fuera de su mejor fin. Por eso, si invoco a los santos es para que sean medianeros más poderosos ante el Rey; si me pongo de hinojos a los pies de María es con el fin de que me conduzca a su divino Hijo; si honro un misterio pasado cualquiera de la vida de Jesús es con el fin de ver en él cómo el amor prepara el estado sacramental. Toda piedad, para ser conforme a su gracia y a su fin, debe ser eucarística. Así como los arroyos y los ríos van a la mar, así también todo en la vida cristiana va a parar en el océano del adorable sacramento.

 

El valor salvífico de la resurrección

De las catequesis de

san Juan Pablo Magno


15 de marzo de 1989

l. Si, como hemos visto en anteriores catequesis, la fe cristiana y la predicación de la Iglesia tienen su fundamento en la resurrección de Cristo, por ser ésta la confirmación definitiva y la plenitud de la revelación, también hay que añadir que es fuente del poder salvífico del Evangelio y de la Iglesia en cuanto integración del misterio pascual. En efecto, según San Pablo, Jesucristo se ha revelado como ‘Hijo de Dios con poder, según el espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos’ (Rom 1, 4). Y El transmite a los hombres esta santidad porque ‘fue entregado por nuestros pecados y fue resucitado para nuestra justificación’ (Rom 4, 25). Hay como un doble aspecto en el misterio pascual: la muerte para liberar del pecado y la resurrección para abrir el acceso a la vida nueva.

Ciertamente el misterio pascual, como toda la vida y la obra de Cristo, tiene una profunda unidad interna en su función redentora y en su eficacia, pero ello no impide que puedan distinguirse sus distintos aspectos con relación a los efectos que derivan de él en el hombre. De ahí la atribución a la resurrección del efecto específico de la ‘vida nueva’, como afirma San Pablo.

2. Respecto a esta doctrina hay que hacer algunas indicaciones que, en continua referencia los textos del Nuevo Testamento, nos permitan poner de relieve toda su verdad y belleza.

Ante todo, podemos decir ciertamente que Cristo resucitado es principio y fuente de una vida nueva para todos los hombres. Y esto aparece también en la maravillosa plegaria de Jesús, la víspera de su pasión, que Juan nos refiere con estas palabra: ‘Padre… glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique a ti. Y que según el poder que le has dado sobre toda carne, dé también vida eterna a todos los que tú le has dado’ (Jn 17, 1-2). En su plegaria Jesús mira y abraza sobre todo a sus discípulos a quienes advirtió de la próxima y dolorosa separación que sé verificaría mediante su pasión y muerte, pero a los cuales prometió asimismo: ‘Yo vivo y también vosotros viviréis (Jn 14, 19). Es decir: tendréis parte en mi vida, la cual se revelará después de la resurrección. Pero la mirada de Jesús se extiende a un radio de amplitud universal. Les dice: ‘No ruego por éstos (mis discípulos), sino también por aquellos, que por medio de su palabra, creerán en mí… (Jn 17, 20): todos deben formar una sola cosa al participar en la gloria de Dios en Cristo.

La nueva vida que se concede a los creyentes en virtud de la resurrección de Cristo, consiste en la victoria sobre la muerte del pecado y en la nueva participación en la gracia. Lo afirma San Pablo de forma lapidaria: ‘Dios, rico en misericordia…, estando muertos a causa de nuestros delitos nos vivificó juntamente con Cristo’ (Ef 2, 4-5). Y de forma análoga San Pedro: ‘El Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo…, por su gran misericordia, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos nos ha reengendrado para una esperanza viva’ (1 Pe 1, 3).

Esta verdad se refleja en la enseñanza paulina sobre el bautismo: ‘Fuimos, pues, con El (Cristo) sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva’ (Rom 6, 4).

3. Esta vida nueva (la vida según el Espíritu) manifiesta la filiación adoptiva: otro concepto paulino de fundamental importancia. A este respecto, es ‘clásico’ el pasaje de la Carta a los Gálatas: ‘Envió Dios a su Hijo… para rescatar a los que se hallaban bajo la ley y para que recibiéramos la filiación adoptiva’ (Gal 4, 4-5). Esta adopción divina por obra del Espíritu Santo, hace al hombre semejante al Hijo unigénito: ‘…Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios’ ‘m 8, 14). En la Carta a los Gálatas San Pablo se apela a la experiencia que tienen los creyentes de la nueva condición en que se encuentran: ‘La prueba de que sois hijos de Dios es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios’ (Gal 4, 6)7). Hay, pues, en el hombre nuevo un primer efecto de la redención: la liberación de la esclavitud; pero la adquisición de la libertad llega al convertirse en hijo adoptivo, y ello no tanto por el acceso legal a la herencia, sino con el don real de la vida divina que infunden en el hombre las tres Personas de la Trinidad (Cfr. Gal 4, 6; 2 Cor 13, 13). La fuente de esta vida nueva del hombre en Dios es la resurrección de Cristo.

La participación en la vida nueva hace también que los hombres sean ‘hermanos’ de Cristo, como el mismo Jesús llama a sus discípulos después de la resurrección: ‘Id a anunciar a mis hermanos…’ (Mt 28, 10; Jn 20, 17). Hermanos no por naturaleza sino por don de gracia, pues esa filiación adoptiva da una verdadera y real participación en la vida del Hijo unigénito, tal como se reveló plenamente en su resurrección.

4. La resurrección de Cristo (y, más aún, el Cristo resucitado) es finalmente principio y fuente de nuestra futura resurrección. El mismo Jesús habló de ello al anunciar la institución de la Eucaristía como sacramento de la vida eterna, de la resurrección futura: ‘El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día’ (Jn 6, 54). Y al ‘murmurar’ los que lo oían, Jesús les respondió: ‘¿Esto os escandaliza? ¿Y cuándo veáis al Hijo del hombre subir a donde estaba antes…?’ (Jn 6, 61-62).De ese modo indicaba indirectamente que bajo las especies sacramentales de la Eucaristía se da los que la reciben participación en el Cuerpo y Sangre de Cristo glorificado.

También San Pablo pone de relieve la vinculación entre la resurrección de Cristo y la nuestra, sobre todo en su Primera Carta a los Corintios; pues escribe: ‘Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que murieron… Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo’ (1 Cor 15, 20-22). ‘En efecto, es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y que este ser mortal se revista de inmortalidad. Y cuando este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: !La muerte ha sido devorada en la victoria!’ (1 Cor 15, 53-54). ‘Gracias sean dadas a Dios que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo’ (1 Cor 15, 57).

La victoria definitiva sobre la muerte, que Cristo ya ha logrado, El la hace partícipe a la humanidad en la medida en que ésta recibe los frutos de la redención. Es un proceso de admisión a la ‘vida nueva’, a la ‘vida eterna’, que dura hasta el final de los tiempos. Gracias a ese proceso se va formando a lo largo de los siglos una nueva humanidad: el pueblo de los creyentes reunidos en la Iglesia, verdadera comunidad de la resurrección. A la hora final de la historia, todos resurgirán, y los que hayan sido de Cristo, tendrán la plenitud de la vida en la gloria, en la definitiva realización de la comunidad de los redimidos por Cristo ‘para que Dios sea todo en todos’ (1 Cor 15, 28).

5. El Apóstol enseña también que el proceso redentor, que culmina con la resurrección de los muertos, acaece en una esfera de espiritualidad inefable, que supera todo lo que se puede concebir y realizar humanamente. En efecto, si por una parte escribe que ‘la carne y la sangre no pueden heredar el reino de los cielos; ni la corrupción hereda la incorrupción’ (1 Cor 15, 50) lo cual es la constatación de nuestra incapacidad natural para la nueva vida), por otra, en la Carta a los Romanos asegura a los que creen lo siguiente: ‘Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en nosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros’ (Rom 8, 11). Es un proceso misterioso de espiritualización, que alcanzará también a los cuerpos en el momento de la resurrección por el poder de ese mismo Espíritu Santo que obró la resurrección de Cristo.

Se trata, sin duda, de realidades que escapan a nuestra capacidad de comprensión y de demostración racional, y por eso son objeto de nuestra fe fundada en la Palabra de Dios, la cual, mediante San Pablo, nos hace penetrar en el misterio que supera todos los límites del espacio y del tiempo: ‘Fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente; el último Adán, espíritu que da vida'(1 Cor 15, 45). ‘Y del mismo modo que hemos llevado la imagen del hombre terreno, llevaremos también la imagen del celeste’ (1 Cor 15, 49).

6. En espera de esa transcendente plenitud final, Cristo resucitado vive en los corazones de sus discípulos y seguidores como fuente de santificación en el Espíritu Santo, fuente de la vida divina y de la filiación divina, fuente de la futura resurrección.

Esa certeza le hace decir a San Pablo en la Carta a los Gálatas: ‘Con Cristo estoy crucificado; y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí. La vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí’ (Gal 2, 20). Como el Apóstol, también cada cristiano, aunque vive todavía en la carne (Cfr. Rom 7, 5), vive una vida ya espiritualizada con la fe (Cfr. 2 Cor 10, 3), porque el Cristo vivo, el Cristo resucitado se ha convertido en el sujeto de todas sus acciones: Cristo vive en mí (Cfr. Rom 8, 2. 10)11;. Flp 1, 21; Col 3, 3). Y es la vida en el Espíritu Santo.

Esta certeza sostiene al Apóstol, como puede y debe sostener a cada cristiano en los trabajos y los sufrimientos de esta vida, tal como aconsejaba Pablo al discípulo Timoteo en el fragmento de una Carta suya con el que queremos cerrar )para nuestro conocimiento y consuelo) nuestra catequesis sobre la resurrección de Cristo: ‘Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos, descendiente de David, según mi Evangelio… Por eso todo lo soporto por los elegidos, para que también ellos alcancen la salvación que está en Cristo Jesús con la gloria eterna. Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con El, también viviremos con El; si nos mantenemos firmes, también reinaremos con El; si le negamos, también El nos negará; si somos fieles, El permanece fiel, pues no puede negarse a sí mismo…’ (2 Tim 2, 8-13).

‘Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos’: esta afirmación del Apóstol nos da la clave de la esperanza en la verdadera vida en el tiempo y en la eternidad.

Dones y frutos del Espíritu Santo

Columnas de nuestra vida moral

Catecismo de la Iglesia Católica nº 1830-1845

La vida moral de los cristianos está sostenida por los dones del Espíritu Santo. Estos son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo.

Los siete dones del Espíritu Santo son: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Pertenecen en plenitud a Cristo, Hijo de David (cf Is 11, 1-2). Completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas.

«Tu espíritu bueno me guíe por una tierra llana» (Sal 143,10).

«Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios […] Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo» (Rm 8, 14.17)

Los frutos del Espíritu son perfecciones que forma en nosotros el Espíritu Santo como primicias de la gloria eterna. La tradición de la Iglesia enumera doce: “caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia, castidad” (Ga 5,22-23, vulg.).

Resumen

La virtud es una disposición habitual y firme para hacer el bien.

Las virtudes humanas son disposiciones estables del entendimiento y de la voluntad que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta según la razón y la fe. Pueden agruparse en torno a cuatro virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza.

La prudencia dispone la razón práctica para discernir, en toda circunstancia, nuestro verdadero bien y elegir los medios justos para realizarlo.

La justicia consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido.

La fortaleza asegura, en las dificultades, la firmeza y la constancia en la práctica del bien.

La templanza modera la atracción hacia los placeres sensibles y procura la moderación en el uso de los bienes creados.

Las virtudes morales crecen mediante la educación, mediante actos deliberados y con el esfuerzo perseverante. La gracia divina las purifica y las eleva.

Las virtudes teologales disponen a los cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad. Tienen como origen, motivo y objeto, a Dios conocido por la fe, esperado y amado por Él mismo.

Las virtudes teologales son tres: la fe, la esperanza y la caridad (cf 1 Co 13, 13). Informan y vivifican todas las virtudes morales.

Por la fe creemos en Dios y creemos todo lo que Él nos ha revelado y que la Santa Iglesia nos propone como objeto de fe.

Por la esperanza deseamos y esperamos de Dios con una firme confianza la vida eterna y las gracias para merecerla.

Por la caridad amamos a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios. Es el “vínculo de la perfección” (Col 3, 14) y la forma de todas las virtudes.

Los siete dones del Espíritu Santo concedidos a los cristianos son: sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios.

La resurrección culmen de la Revelación

De las catequesis de san Juan Pablo Magno


SS Juan Pablo II, 8 de marzo, 1989

1. En la Carta de San Pablo a los Corintios, recordada ya varias veces a lo largo de estas catequesis sobre la resurrección de Cristo, leemos estas palabras del Apóstol: ‘Sino resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación, vacía es también vuestra fe’ (1 Cor 15, 14). Evidentemente, San Pablo ve en la resurrección el fundamento de la fe cristiana y casi la clave de bóveda de todo el edificio de doctrina y de vida levantado sobre la revelación, en cuanto confirmación definitiva de todo el conjunto de la verdad que Cristo ha traído. Por esto, toda la predicación de la Iglesia, desde los tiempos apostólicos, a través de los siglos y de todas las generaciones, hasta hoy, se refiere a la resurrección y saca de ella la fuerza impulsora y persuasiva, así como su vigor. Es fácil comprender el porqué.

2. La resurrección constituía en primer lugar la confirmación de todo lo que Cristo mismo había ú hecho y enseñado’. Era el sello divino puesto sobre sus palabras y sobre su vida. El mismo había indicado a los discípulos y adversarios este signo definitivo de su verdad. El ángel del sepulcro lo recordó a las mujeres la mañana del ‘primer día después del sábado’: ‘Ha resucitado, como lo había dicho’ (Mt 28, 6). Si esta palabra y promesa suya se reveló como verdad también todas sus demás palabras y promesas poseen la potencia de la verdad que no pasa, como El mismo había proclamado: ‘El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasará’ (Mt 24, 35; Mc 13, 31; Lc 21, 33). Nadie habría podido imaginar ni pretender una prueba más autorizada, más fuerte, más decisiva que la resurrección de entre los muertos. Todas las verdades, también las más inaccesibles para la mente humana, encuentran, sin embargo, su justificación, incluso en el ámbito de la razón, si Cristo resucitado ha dado la prueba definitiva, prometida por El, de su autoridad divina.

3. Así, la resurrección confirma la verdad de su misma divinidad. Jesús había dicho: ‘Cuando hayáis levantado (sobre la cruz) al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo soy’ (Jn 8, 28). Los que escucharon estas palabras querían lapidar a Jesús, puesto que ‘YO SOY’ era para los hebreos el equivalente del nombre inefable de Dios. De hecho, al pedir a Pilato su condena a muerte presentaron como acusación principal la de haberse ‘hecho Hijo de Dios’ (Jn 19, 7). Por esta misma razón lo habían condenado en el Sanedrín como reo de blasfemia después de haber declarado que era el Cristo, el Hijo de Dios, tras el interrogatorio del sumo sacerdote (Mt 26, 63-65; Mc 14, 62; Lc 22, 70): es decir, no sólo el Mesías terreno como era concebido y esperado por la tradición judía, sino el Mesías Señor anunciado por el Salmo 109/110 (Cfr. Mt 22, 41 ss.), el personaje misterioso vislumbrado por Daniel (7, 13-14). Esta era la gran blasfemia, la imputación para la condena a muerte: ¡el haberse proclamado Hijo de Dios! Y ahora su resurrección confirmaba la veracidad de su identidad divina y legitimaba la atribución hecha a Si mismo, antes de la Pascua, del ‘nombre’ de Dios: ‘En verdad, en verdad os digo: antes de que Abrahán existiera, Yo soy’ (Jn 8, 58). Para los judíos ésa era una pretensión que merecía la lapidación (Cfr. Lv 24, 16), y, en efecto, ‘tomaron piedras para tirárselas; pero Jesús se ocultó y salió del templo’ (Jn 8, 59). Pero si entonces no pudieron lapidarlo, posteriormente lograron ‘levantarlo’ sobre la cruz: la resurrección del Crucificado demostraba, sin embargo, que El era verdaderamente Yo soy, el Hijo de Dios.

4. En realidad, Jesús aun llamándose a Sí mismo Hijo del hombre, no sólo había confirmado ser el verdadero Hijo de Dios, sino que en el Cenáculo, antes de la pasión, había pedido al Padre que revelara que el Cristo Hijo del hombre era su Hijo eterno: ‘Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo para que el Hijo te glorifique’ (Jn 17, 1). ‘… Glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes que el mundo fuese’ (Jn 17, 5). Y el misterio pascual fue la escucha de esta petición, la confirmación de la filiación divina de Cristo, y más aún, su glorificación con esa gloria que ‘tenia junto al Padre antes de que el mundo existiera’: la gloria del Hijo de Dios.

5. En el periodo prepascual Jesús, según el Evangelio de Juan, aludió varias veces a esta gloria futura, que se manifestaría en su muerte y resurrección. Los discípulos comprendieron el significado de esas palabras suyas sólo cuando sucedió el hecho.

Así, leemos que durante la primera pascua pasada en Jerusalén, tras haber arrojado del templo a los mercaderes y cambistas, Jesús respondió a los judíos que le pedían un ‘signo’ del poder por el que obraba de esa forma: ‘Destruid este Santuario y en tres días lo levantaré… El hablaba del Santuario de su cuerpo. Cuando resucitó, pues, de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho eso, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había dicho Jesús’ (Jn 2,19-22).

También la respuesta dada por Jesús a los mensajeros de las hermanas de Lázaro, que le pedían que fuera a visitar al hermano enfermo, hacia referencia a los acontecimientos pascuales: ‘Esta enfermedad no es de muerte, es para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella’ (Jn 11 , 4).

No era sólo la gloria que podía reportarle el milagro, tanto menos cuanto que provocaría su muerte (Cfr. Jn 11, 46)54); sino que su verdadera glorificación vendría precisamente de su elevación sobre la cruz (Cfr. Jn 12,32). Los discípulos comprendieron bien todo esto después de la resurrección.

6. Particularmente interesante es la doctrina de San Pablo sobre el valor de la resurrección como elemento determinante de su concepción cristológica, vinculada también a su experiencia personal del Resucitado. Así, al comienzo de la Carta a los Romanos se presenta: ‘Pablo, siervo de Cristo Jesús, apóstol por vocación, escogido para el Evangelio de Dios, que había ya prometido por medio de sus profetas en las Escrituras Sagradas, acerca de su Hijo, nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos; Jesucristo, Señor nuestro’ (Rom 1, 1-4).

Esto significa que desde el primer momento de su concepción humana y de su nacimiento (de la estirpe de David), Jesús era el Hijo eterno de Dios, que se hizo Hijo del hombre. Pero, en la resurrección, esa filiación divina se manifestó en toda su plenitud con el poder de Dios que, por obra del Espíritu Santo, devolvió la vida a Jesús (Cfr. Rom 8, 11) y lo constituyó en el estado glorioso de ‘Kyrios’ (Cfr. Flp 2, 9-11; Rom 14, 9; Hech 2, 36), de modo que Jesús merece por un nuevo titulo mesiánico el reconocimiento, el culto, la gloria del nombre eterno de Hijo de Dios (Cfr. Hech 13, 33; Hb 1,1-5; 5, 5).

7. Pablo había expuesto esta misma doctrina en la sinagoga de Antioquía de Pisidia, en sábado, cuando, invitado por los responsables de la misma, tomó la palabra para anunciar que en el culmen de la economía de la salvación realizada en la historia de Israel entre luces y sombras, Dios había resucitado de entre los muertos a Jesús, el cual se había aparecido durante muchos días a los que habían subido con El desde Galilea a Jerusalén, los cuales eran ahora sus testigos ante el pueblo. ‘También nosotros (concluía el Apóstol) os anunciamos la Buena Nueva de que la Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros, los hijos, al resucitar a Jesús, como está escrito en los salmos: Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy’ (Hech 13, 32-33; Cfr. Sal 2, 7).

Para Pablo hay una especie de ósmosis conceptual entre la gloria de la resurrección de Cristo y la eterna filiación divina de Cristo, que se revela plenamente en esta conclusión victoriosa de su misión mesiánica.

8. En esta gloria del ‘Kyrios’ se manifiesta ese poder del Resucitado (Hombre-Dios), que Pablo conoció por experiencia en el momento de su conversión en el camino de Damasco al sentirse llamado a ser Apóstol (aunque no uno de los Doce), por ser testigo ocular del Cristo vivo, y recibió de El la fuerza para afrontar todos los trabajos y soportar todos los sufrimientos de su misión. El espíritu de Pablo quedó tan marcado por esa experiencia, que en su doctrina y en su testimonio antepone la idea del poder del Resucitado a la de participación en los sufrimientos de Cristo, que también le era grata: Lo que se había realizado en su experiencia personal también lo proponía a los fieles como una regla de pensamiento y una norma de vida: ‘Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor… para ganar a Cristo y ser hallado en él… y conocerle a él el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos’ (Flp 3, 8-11). Y entonces su pensamiento se dirige a la experiencia del camino de Damasco: ‘… Habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús’ (Flp 3, 12).

9. Así pues, los textos referidos dejan claro que la resurrección de Cristo está estrechamente unida con el misterio de la encarnación del Hijo de Dios: es su cumplimiento, según el eterno designio de Dios. Más aún, es la coronación suprema de todo lo que Jesús manifestó y realizó en toda su vida, desde el nacimiento a la pasión y muerte, con sus obras, prodigios, magisterio, ejemplo de una vida perfecta, y sobre todo con su transfiguración. El nunca reveló de modo directo la gloria que había recibido del Padre ‘antes que el mundo fuese’ (Jn 17, 5), sino que ocultaba esta gloria con su humanidad, hasta que se despojó definitivamente (Cfr. Flp 2, 7-8) con la muerte en cruz.

En la resurrección se reveló el hecho de que ‘en Cristo reside toda la plenitud de la Divinidad corporalmente’ (Col 2, 9; cfr. 1, 19). Así, la resurrección ‘completa’ la manifestación del contenido de la Encarnación. Por eso podemos decir que es también la plenitud de la Revelación. Por tanto, como hemos dicho, ella está en el centro de la fe cristiana y de la predicación de la Iglesia

El sepulcro vacío y el encuentro con Cristo Resucitado

De las catequesis de san Juan Pablo Magno


1 de febrero, 1989

1. La profesión de fe que hacemos en el Credo cuando proclamamos que Jesucristo ‘al tercer día resucitó de entre los muertos’, se basa en los textos evangélicos que, a su vez, nos transmiten y hacen conocer la primera predicación de los Apóstoles. De estas fuentes resulta que la fe en la resurrección es, desde el comienzo, una convicción basada en un hecho, en un acontecimiento real, y no un mito o una ‘concepción’, una idea inventada por los Apóstoles o producida por la comunidad postpascual reunida en torno a los Apóstoles en Jerusalén, para superar junto con ellos el sentido de desilusión consiguiente a la muerte de Cristo en cruz. De los textos resulta todo lo contrario y por ello, como he dicho, tal hipótesis es también crítica e históricamente insostenible. Los Apóstoles y los discípulos no inventaron la resurrección (y es fácil comprender que eran totalmente incapaces de una acción semejante). No hay rastros de una exaltación personal suya o de grupo, que les haya llevado a conjeturar un acontecimiento deseado y esperado y a proyectarlo en la opinión y en la creencia común como real, casi por contraste y como compensación de la desilusión padecida. No hay huella de un proceso creativo de orden psicológico)sociológico)literario ni siquiera en la comunidad primitiva o en los autores de los primeros siglos. Los Apóstoles fueron los primeros que creyeron, no sin fuertes resistencias, que Cristo había resucitado simplemente porque vivieron la resurrección como un acontecimiento real del que pudieron convencerse personalmente al encontrarse varias veces con Cristo nuevamente vivo, a lo largo de cuarenta días. Las sucesivas generaciones cristianas aceptaron aquel testimonio, fiándose de los Apóstoles y de los demás discípulos como testigos creíbles. La fe cristiana en la resurrección de Cristo está ligada, pues, a un hecho, que tiene una dimensión histórica precisa.

2. Y sin embargo, la resurrección es una verdad que, en su dimensión más profunda, pertenece a la Revelación divina: en efecto, fue anunciada gradualmente de antemano por Cristo a lo largo de su actividad mesiánica durante el período prepascual. Muchas veces predijo Jesús explícitamente que, tras haber sufrido mucho y ser ejecutado, resucitaría. Así, en el Evangelio de Marcos, se dice que tras la proclamación de Pedro en las cerca de Cesarea de Filipo, Jesús ‘comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días. Hablaba de esto abiertamente’ (Mc 8, 31-32). También según Marcos, después de la transfiguración, ‘cuando bajaban del monte les ordenó que a nadie contaran lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos’ (Mc 9. 9). Los discípulos quedaron perplejos sobre el significado de aquella ‘resurrección’ y pasaron a la cuestión, y agitada en el mundo judío, del retorno de Elías (Mc 9, 11): pero Jesús reafirmó la idea de que el Hijo del hombre debería ‘sufrir mucho y ser despreciado’ (Mc 9, 12). Después de la curación del epiléptico endemoniado, en el camino de Galilea recorrido casi clandestinamente, Jesús toma de nuevo la palabra para instruirlos: ‘El Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres; le matarán y a los tres días de haber muerto resucitará’. ‘Pero ellos no entendían lo que les decía y temían preguntarle’ (Mc 9, 31-32). Es el segundo anuncio de la pasión y resurrección, al que sigue el tercero, cuando ya se encuentran en camino hacia Jerusalén: ‘Mirad que subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y los escribas; le condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles, y se burlarán de él, le escupirán, le azotarán y le matarán, y a los tres días resucitará’ (Mc 10, 33-34).

3. Estamos aquí ante una previsión profética de los acontecimientos, en la que Jesús ejercita su función de revelador, poniendo en relación la muerte y la resurrección unificadas en la finalidad redentora, y refiriéndose al designio divino según el cual todo lo que prevé y predice ‘debe’ suceder. Jesús, por tanto, hace conocer a los discípulos estupefactos e incluso asustados algo del misterio teológico que subyace en los próximos acontecimientos, como por lo demás en toda su vida. Otros destellos de este misterio se encuentran en la alusión al ‘signo de Jonás’ (Cfr. Mt 12, 40) que Jesús hace suyo y aplica a los días de su muerte y resurrección, y en el desafío a los judíos sobre ‘la reconstrucción en tres días del templo que será destruido’ (Cfr. Jn 2, 19). Juan anota que Jesús ‘hablaba del Santuario de su cuerpo. Cuando resucitó, pues, de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho eso, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había dicho Jesús’ (Jn 2 20-21). Una vez más nos encontramos ante la relación entre la resurrección de Cristo y su Palabra, ante sus anuncios ligados ‘a las Escrituras’.

4. Pero además de las palabras de Jesús, también a actividad mesiánica desarrollada por El en el período prepascual muestra el poder de que dispone sobre la vida y sobre la muerte, y la conciencia de este poder, como la resurrección de la hija de Jairo (Mc 5, 39-42), la resurrección del joven de Naín (Lc 7, 12-15), y sobre todo la resurrección de Lázaro (Jn 11, 42-44) que se presenta en el cuarto Evangelio como un anuncio y una prefiguración de la resurrección de Jesús. En las palabras dirigidas a Marta durante este último episodio se tiene la clara manifestación de a autoconciencia de Jesús respecto a su identidad de Señor de la vida y de la muerte y de poseedor de las llaves del misterio de la resurrección: ‘Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás’ (Jn 11, 25-26).

Todo son palabras y hechos que contienen de formas diversas la revelación de la verdad sobre la resurrección en el período prepascual.

5. En el ámbito de los acontecimientos pascuales, el primer elemento ante el que nos encontramos es el ‘sepulcro vacío’. Sin duda no es por sí mismo una prueba directa. A Ausencia del cuerpo de Cristo en el sepulcro en el que había sido depositado podría explicarse de otra forma, como de hecho pensó por un momento María Magdalena cuando, viendo el sepulcro vacío, supuso que alguno habría sustraído el cuerpo de Jesús (Cfr. Jn 20, 15). Más aún, el Sanedrín trató de hacer correr la voz de que, mientras dormían los soldados, el cuerpo había sido robado por los discípulos. ‘Y se corrió esa versión entre los judíos, (anota Mateo) hasta el día de hoy’ (Mt 28, 12-15).

A pesar de esto el ‘sepulcro vacío’ ha constituido para todos, amigos y enemigos, un signo impresionante. Para las personas de buena voluntad su descubrimiento fue el primer paso hacia el reconocimiento del ‘hecho’ de la resurrección como una verdad que no podía ser refutada.

6. Así fue ante todo para las mujeres, que muy de mañana se habían acercado al sepulcro para ungir el cuerpo de Cristo. Fueron las primeras en acoger el anuncio: ‘Ha resucitado, no está aquí… Pero id a decir a sus discípulos y a Pedro…’ (Mc 16, 6-7). ‘Recordad cómo os habló cuando estaba todavía en Galilea, diciendo: !Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores y sea crucificado, y al tercer día resucite!. Y ellas recordaron sus palabras’ (Lc 24, 6-8).

Ciertamente las mujeres estaban sorprendidas y asustadas (Cfr. Mc 24, 5). Ni siquiera ellas estaban dispuestas a rendirse demasiado fácilmente a un hecho que, aun predicho por Jesús, estaba efectivamente por encima de toda posibilidad de imaginación y de invención. Pero en su sensibilidad y finura intuitiva ellas, y especialmente María Magdalena, se aferraron a la realidad y corrieron a donde estaban los Apóstoles para darles la alegre noticia.

El Evangelio de Mateo (28, 8-10) nos informa que a lo largo del camino Jesús mismo les salió al encuentro les saludó y les renovó el mandato de llevar el anuncio a los hermanos (Mt 28, 10). De esta forma las mujeres fueron las primeras mensajeras de la resurrección de Cristo, y lo fueron para los mismos Apóstoles (Lc 24, 10). ¡Hecho elocuente sobre la importancia de la mujer ya en los días del acontecimiento pascual!

7. Entre los que recibieron el anuncio de María Magdalena estaban Pedro y Juan (Cfr. Jn 20, 3-8). Ellos se acercaron al sepulcro no sin titubeos, tanto más cuanto que María les había hablado de una sustracción del cuerpo de Jesús del sepulcro (Cfr. Jn 20, 2). Llegados al sepulcro, también lo encontraron vacío. Terminaron creyendo, tras haber dudado no poco, porque, como dice Juan, ‘hasta entonces no habían comprendido que según la Escritura Jesús debía resucitar de entre los muertos’ (Jn 20, 9).

Digamos la verdad: el hecho era asombroso para aquellos hombres que se encontraban ante cosas demasiado superiores a ellos. La misma dificultad, que muestran las tradiciones del acontecimiento, al dar una relación de ello plenamente coherente, confirma su carácter extraordinario y el impacto desconcertante que tuvo en el ánimo de los afortunados testigos. La referencia ‘a la Escritura’ es la prueba de la oscura percepción que tuvieron al encontrarse ante un misterio sobre el que sólo la Revelación podía dar luz.

8. Sin embargo, he aquí otro dato que se debe considerar bien: si el ‘sepulcro vacío’ dejaba estupefactos a primera vista y podía incluso generar acierta sospecha, el gradual conocimiento de este hecho inicial, como lo anotan los Evangelios, terminó llevando al descubrimiento de la verdad de la resurrección.

En efecto, se nos dice que las mujeres, y sucesivamente los Apóstoles, se encontraron ante un ‘signo’ particular: el signo de la victoria sobre la muerte. Si el sepulcro mismo cerrado por una pesada losa, testimoniaba la muerte, el sepulcro vacío y la piedra removida daban el primer anuncio de que allí había sido derrotada la muerte.

No puede dejar de impresionar la consideración del estado de ánimo de las tres mujeres, que dirigiéndose al sepulcro al alba se decían entre si: ‘¿Quién nos retirará la piedra de la puerta del sepulcro?’ (Mc 16, 3), y que después, cuando llegaron al sepulcro, con gran maravilla constataron que ‘la piedra estaba corrida aunque era muy grande’ (Mc 16, 4). Según el Evangelio de Marcos encontraron en el sepulcro a alguno que les dio el anuncio de la resurrección (Cfr. Mc 16, 5); pero ellas tuvieron miedo y, a pesar de las afirmaciones del joven vestido de blanco, ‘salieron huyendo del sepulcro, pues un gran temblor y espanto se había apoderado de ellas’ (Mc 16, 8). ¿Cómo no comprenderlas? Y sin embargo la comparación con los textos paralelos de los demás Evangelistas permite afirmar que, aunque temerosas, las mujeres llevaron el anuncio de la resurrección, de la que el ‘sepulcro vacío’ con la piedra corrida fue el primer signo.

9. Para las mujeres y para los Apóstoles el camino abierto por ‘el signo’ se concluye mediante el encuentro con el Resucitado: entonces la percepción aun tímida e incierta se convierte en convicción y, más aún, en fe en Aquél que ‘ha resucitado verdaderamente’. Así sucedió a las mujeres que al ver a Jesús en su camino y escuchar su saludo, se arrojaron a sus pies y lo adoraron (Cfr. Mt 28, 9). Así le pasó especialmente a María Magdalena, que al escuchar que Jesús le llamaba por su nombre, le dirigió antes que nada el apelativo habitual: Rabbuni, ¡Maestro! (Jn 20, 16) y cuando El la iluminó sobre el misterio pascual corrió radiante a llevar el anuncio a los discípulos: ‘!He visto al Señor!’ (Jn 20, 18). Lo mismo ocurrió a los discípulos reunidos en el Cenáculo que la tarde de aquel ‘primer día después del sábado’, cuando vieron finalmente entre ellos a Jesús, se sintieron felices por la nueva certeza que había entrado en su corazón: ‘Se alegraron al ver al Señor’ (Cfr. Jn 20,19-20).

¡El contacto directo con Cristo desencadena la chispa que hace saltar la fe!

La Resurrección como hecho histórico

De las catequesis de san Juan Pablo Magno

25 de enero, 1989

1. En esta catequesis afrontamos la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, documentada por el Nuevo Testamento, creída y vivida como verdad central por las primeras comunidades cristianas, transmitida como fundamental por la tradición, nunca olvidada por los cristianos verdaderos y hoy profundizada, estudiada y predicada como parte esencial del misterio pascual, junto con la cruz; es decir la resurrección de Cristo. De El, en efecto, dice el Símbolo de los Apóstoles que ‘al tercer día resucitó de entre los muertos’; y el Símbolo niceno-constantinopolitano precisa: ‘Resucitó al tercer día, según las Escrituras’.

Es un dogma de la fe cristiana, que se inserta en un hecho sucedido y constatado históricamente. Trataremos de investigar ‘con las rodillas de lamente inclinadas’ el misterio enunciado por el dogma y encerrado en el acontecimiento, comenzando con el examen de los textos bíblicos que lo atestiguan.

2. El primero y más antiguo testimonio escrito sobre la resurrección de Cristo se encuentra en la primera Carta de San Pablo a los Corintios. En ella el Apóstol recuerda a los destinatarios de la Carta (hacia la Pascua del año 57 d. De C.): ‘Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales todavía la mayor parte viven y otros murieron. Luego se apareció a Santiago; más tarde a todos los Apóstoles. Y en último lugar a mi, como a un abortivo’ (1 Cor 15, 3-8).

Como se ve, el Apóstol haba aquí de la tradición viva de la resurrección, de la que él había tenido conocimiento tras su conversión a las puertas de Damasco (Cfr. Hech 9, 3)18). Durante su viaje a Jerusalén se encontró con el Apóstol Pedro, y también con Santiago, como lo precisa la Carta a los Gálatas (1,18 ss.), que ahora ha citado como los dos principales testigos de Cristo resucitado.

3. Debe también notarse que, en el texto citado, San Pablo no habla sólo de la resurrección ocurrida el tercer día ‘según las Escrituras’ (referencia bíblica que toca ya la dimensión teológica del hecho), sino que al mismo tiempo recurre a los testigos a los que Cristo se apareció personalmente. Es un signo, entre otros, de que la fe de la primera comunidad de creyentes, expresada por Pablo en la Carta a los Corintios, se basa en el testimonio de hombres concretos, conocidos por los cristianos y que en gran parte vivían todavía entre ellos. Estos ‘testigos de la resurrección de Cristo’ (Cfr. Hech 1, 22), sonante todo los Doce Apóstoles, pero no sólo ellos: Pablo habla de a aparición de Jesús incluso a más de quinientas personas a la vez, además de las apariciones a Pedro, a Santiago y a los Apóstoles.

4. Frente a este texto paulino pierden toda admisibilidad las hipótesis con las que se ha tratado, en manera diversa, de interpretar la resurrección de Cristo abstrayéndola del orden físico, de modo que no se reconocía como un hecho histórico; por ejemplo, la hipótesis, según la cual la resurrección no sería otra cosa que una especie de interpretación del estado en el que Cristo se encuentra tras la muerte (estado de vida, y no de muerte), o la otra hipótesis que reduce la resurrección al influjo que Cristo, tras su muerte, no dejó de ejercer (y más aún reanudó con nuevo e irresistible vigor) sobre sus discípulos. Estas hipótesis parecen implicar un prejuicio de rechazo a la realidad de la resurrección, considerada solamente como ‘el producto’ del ambiente, o sea, de la comunidad de Jerusalén. Ni la interpretación ni el prejuicio hallan comprobación en los hechos. San Pablo, por el contrario, en el texto citado recurre a los testigos oculares del ‘hecho’: su convicción sobre la resurrección de Cristo, tiene por tanto una base experimental. Está vinculada a ese argumento ‘ex factis’, que vemos escogido y seguido por los Apóstoles precisamente en aquella primera comunidad de Jerusalén. Efectivamente, cuando se trata de la elección de Matías, uno de los discípulos más asiduos de Jesús, para completar el número de los ‘Doce’ que había quedado incompleto por la traición y muerte de Judas Iscariote, los Apóstoles requieren como condición que el que sea elegido no sólo haya sido ‘compañero’ de ellos en el período en que Jesús enseñaba y actuaba, sino que sobre todo pueda ser ‘testigo de su resurrección’ gracias a la experiencia realizada en los días anteriores al momento en el que Cristo (como dicen ellos) ‘fue ascendido al cielo entre nosotros’ (Hech 1, 22).

5. Por tanto no se puede presentar la resurrección, como hace cierta crítica neostestamentaria poco respetuosa de los datos históricos, como un ‘producto’ de la primera comunidad cristiana, la de Jerusalén. La verdad sobre la resurrección no es un producto de la fe de los Apóstoles o de los demás discípulos pre o post-pascuales. De los textos resulta más bien que la fe ‘prepascual’ de los seguidores de Cristo fue sometida a la prueba radical de la pasión y de la muerte en cruz de su Maestro. El mismo había anunciado esta prueba, especialmente con las palabras dirigidas a Simón Pedro cuando ya estaba a las puertas de los sucesos trágicos de Jerusalén; ‘¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca’ (Lc 22, 31-32). La sacudida provocada por la pasión y muerte de Cristo fue tan grande que los discípulos (al menos algunos de ellos) inicialmente no creyeron en la noticia de la resurrección. En todos los Evangelios encontramos la prueba de esto. Lucas, en particular, nos hace saber que cuando las mujeres, ‘regresando del sepulcro, anunciaron todas estas cosas (o sea, el sepulcro vacío) a los Once y a todos los demás…, todas estas palabras les parecieron como desatinos y no les creían’ (Lc 24, 9. 11).

6. Por lo demás, la hipótesis que quiere ver en la resurrección un ‘producto’ de la fe de los Apóstoles, se confuta también por lo que es referido cuando el Resucitado ‘en persona se apareció en medio de ellos y les dijo: ¡Paz a vosotros!’. Ellos, de hecho, ‘creían ver un fantasma’. En esa ocasión Jesús mismo debió vencer sus dudas y temores y convencerles de que ‘era El’: ‘Palpadme y ved, que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo’. Y puesto que ellos ‘no acababan de creerlo y estaban asombrados’ Jesús les dijo que le dieran algo de comer y ‘lo comió delante de ellos’ (Cfr. Lc 24,36-43).

7. Además, es muy conocido el episodio de Tomás, que no se encontraba con los demás Apóstoles cuando Jesús vino a ellos por primera vez, entrando en el Cenáculo a pesar de que la puerta estaba cerrada (Cfr. Jn 20, 19). Cuando, a su vuelta, los demás discípulos le dijeron: ‘Hemos visto al Señor’, Tomás manifestó maravilla e incredulidad, y contestó: ‘Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado no creeré. Ocho días después, Jesús vino de nuevo al Cenáculo, para satisfacer la petición de Tomás ‘el incrédulo’ y le dijo: ‘Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente’. Y cuando Tomás profesó su fe con las palabras ‘Señor mío y Dios mío’, Jesús le dijo: ‘Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído’ (Jn 20, 24-29).

La exhortación a creer, sin pretender ver lo que se esconde Por el misterio de Dios v de Cristo, permanece siempre válida; pero la dificultad del Apóstol Tomás para admitir la resurrección sin haber experimentado personalmente la presencia de Jesús vivo, y luego suceder ante las pruebas que le suministró el mismo Jesús, confirman lo que resulta de los Evangelios sobre la resistencia de los Apóstoles y de los discípulos a admitir la resurrección.

Por esto no tiene consistencia la hipótesis de que la resurrección haya sido un ‘producto’ de la fe (o de la credulidad) de los Apóstoles. Su fe en la resurrección nació, por el contrario (bajo a acción de la gracia divina), de la experiencia directa de la realidad de Cristo resucitado.

8. Es el mismo Jesús el que, tras la resurrección, se pone en contacto con los discípulos con el fin de darles el sentido de la realidad y disipar la opinión (o el miedo) de que se tratara de un ‘fantasma’ y por tanto de que fueran víctimas de una ilusión. Efectivamente, establece con ellos relaciones directas, precisamente mediante el tacto. Así es en el caso de Tomás, que acabamos de recordar, pero también en el encuentro descrito en el Evangelio de Lucas, cuando Jesús dice a los discípulos asustados: ‘Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo’ (24, 39). Les invita a constatar que el cuerpo resucitado, con el que se presenta a ellos, es el mismo que fue martirizado y crucificado. Ese cuerpo posee sin embargo al mismo tiempo propiedades nuevas: se ha ‘hecho espiritual’ (y ‘glorificado’ y por lo tanto ya no está sometido a las limitaciones habituales a los seres materiales y por ello a un cuerpo humano. (En efecto, Jesús entra en el Cenáculo a pesar de que las puertas estuvieran cerradas, aparece y desaparece, etc.) Pero al mismo tiempo ese cuerpo es auténtico y real. En su identidad material está la demostración de la resurrección de Cristo.

9. El encuentro en el camino de Emaús, referido en el Evangelio de Lucas, es un hecho que hace visible de forma particularmente evidente cómo se ha madurado en la conciencia de los discípulos la persuasión de la resurrección precisamente mediante el contacto con Cristo resucitado (Cfr. Lc 24, 15-21). Aquellos dos discípulos de Jesús, que al inicio del camino estaban ‘tristes y abatidos’ con el recuerdo de todo lo que había sucedido al Maestro el día de la crucifixión y no escondían la desilusión experimentada al ver derrumbarse la esperanza puesta en El como Mesías liberador (‘Esperábamos que sería El el que iba a librar a Israel’) experimentan después una transformación total, cuando se les hace claro que el Desconocido, con el que han hablado, es precisamente el mismo Cristo de antes, y se dan cuenta de que El, por tanto, ha resucitado. De toda la narración se deduce que la certeza de la resurrección de Jesús había hecho de ellos casi hombres nuevos. No sólo habían readquirido la fe en Cristo, sino que estaban preparados para dar testimonio de la verdad sobre su resurrección.

Todos estos elementos del texto evangélico, convergentes entre sí, prueban el hecho de la resurrección, que constituye el fundamento de la fe de los Apóstoles y del testimonio que, como veremos en las próximas catequesis, está en el centro de su predicación.

“¡En Cristo también nosotros resucitaremos”

Domingo de resurrección

 

P.  Jason Jorquera M.,

Sermón de Domingo de resurrección

En este domingo junto con toda la iglesia estamos celebrando la resurrección del Señor, la resurrección de Jesucristo de entre los muertos para que nosotros también podamos resucitar con Él en la eternidad. Pero más propiamente podemos decir que nosotros, por la gracia, ya hemos resucitado de alguna manera con Cristo; porque en ella comienza la resurrección de toda la humanidad redimida.

La humanidad, en Cristo, ya ha resucitado; y la salvación le es posible. Pero esto no quiere decir que cada hombre alcance esa salvación; que cada muerto haya resucitado; que cada nacido pueda llamar a Dios su Padre; que todas las plantas, que somos nosotros, florezcan la flor de la santidad.
La Redención está operada, pero hay que aplicarla a cada alma. La fuente de aguas ha brotado en la tierra árida, pero hay que llevarla a cada alma y regar con ella cada planta para que florezca la santidad.
Por la fe miramos a Cristo resucitado, y en Él nos miramos a nosotros mismos.
– Ha resucitado la Cabeza, por tanto también resucitará el Cuerpo;
– Venció a la muerte el Dios de los Ejércitos, por tanto, también sus vasallos;
– Conquistó el reino de la luz el Sol de Justicia, por tanto no experimentaremos la oscuridad y la frialdad de la muerte.

1) Qué nos da a nosotros la fe en Cristo resucitado

Creer en Cristo Resucitado, en primer lugar, da consuelo a nuestros corazones afligidos; da calor a nuestra alma para que se entusiasme nuevamente a reparar nuestra vida de pecado y seguir las huellas del divino Maestro; nos mueve a correr en busca de la Madre de los Dolores, pero no ya para consolarla, sino para contemplarla gloriosa en la gloria de su divino Hijo;
Porque creer en Cristo es sintonizar nuestros corazones con el Corazón del resucitado, con su propio corazón, para que ambos corazones puedan latir juntos por su gracia en el Amor de la redención.
Contemplar la resurrección de Cristo es dar seguridad a nuestra fe, avivar nuestra esperanza, enardecer nuestra caridad. Contemplar la resurrección del Señor es dar descanso y consuelo a nuestro corazón.
La resurrección de Cristo, en definitiva, nos colma de todas las gracias necesarias para llegar a la eternidad.

2) Qué nos pide a nosotros la resurrección

“Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes del cielo, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios”, hoy nos exhorta San Pablo.
Si la resurrección de Cristo ha sido un consuelo para nuestros corazones, si ha sido la luz gloriosa que disipó la oscuridad del pecado y de la muerte, si ha sido el calor que fermenta en nuestras almas la esperanza de la bienaventuranza final, la resurrección del Señor implica también la exigencia de un nuevo estilo de vida.

Tras la victoria de nuestra Cabeza, debemos mirar hacia el cielo; viviendo en la tierra, debemos tender hacia lo alto.
Cristo resucitado ennoblece nuestra naturaleza caída. Entonces ya no podemos seguir obrando como seres irracionales. Es el mismo Cristo quien nos llama a levantar nuestra cabeza, a vivir la nobleza de ser cristianos. Jesús nos llama a “aspirar a las cosas de arriba”, a buscar lo trascendental por sobre lo caduco, lo que permanece por sobre lo superfluo de las modas y los estilos, lo que pertenece al reino de la luz, por su claridad y belleza, por sobre lo oscuro, intrigante y deforme.
Se nos llama, en definitiva, a elevar y transfigurar nuestro estilo de vida; a recordar que es más importante ser que tener; a darnos cuenta que exigirnos es mejor que reclamar derechos; que vivir con recogimiento es más digno que dedicarse a mil actividades distractivas.
La resurrección de Cristo nos invita a vivir del Resucitado, de la gracia, de su Iglesia, de la belleza de su doctrina. Nos invita a resucitar con Él, a inaugurar un nuevo tipo de vida, muriendo a la vida esclavizante del pecado.
Cristo resucitado se nos ofrece así, como consuelo para nuestros corazones, al mismo tiempo que se vuelve convocatoria a una nueva vida.
Nuestra resurrección por la fe, significa morir a la anterior vida de pecado, para comenzar a vivir seriamente la vida de la gracia, y aprender a vivir muriendo:
– Morir a nuestros gustos desordenados, para vivir en la voluntad de Dios;
– Morir a nuestro orgullo, para vivir en humildad;
– Morir a nuestro egoísmo, para vivir en el amor por los demás.

Su resurrección sucedió “el primer día de la semana”. Ese “primer día” fue y es el domingo. Por ello los cristianos cada “día del Señor” –que eso significa “domingo”– nos reunimos a celebrar los misterios del Dios que, haciéndose hombre y habiendo resucitado, se vuelve Eucaristía para alimento de su Cuerpo Místico, la Iglesia, que peregrina hacia la resurrección final.

La resurrección de Cristo es, en cierta manera, el comienzo de la Vida Eterna, el principio de una era nueva sin fin. Vivir la resurrección de Cristo es incorporarse a este nuevo estado, preparándose así a la vuelta gloriosa del Señor. De ahí lo que nos anuncia San Pablo: “Cuando se manifieste Cristo, que es vuestra vida, entonces vosotros también apareceréis con Él, llenos de gloria”. Nos toca, pues, vivir la resurrección de Cristo, y pregustar su triunfo definitivo. Mientras tanto, seguimos peregrinando en esta vida mortal, con nuestros defectos y limitaciones, con nuestros pecados y tentaciones. Pero a pesar de todo, en todas nuestras dificultades y en cada una de nuestras batallas nos anima saber que nuestra Cabeza ya ha triunfado. Lo que nos queda es tan sólo librar la batalla y alcanzar la victoria en el interior de nuestro corazón.

3) El gozo de la resurrección

P. Hurtado: Los peces del océano viven en agua salada y a pesar del medio salado, tenemos que echarles sal cuando los comemos: se conservan insípidos, sosos. Así podemos vivir en la alegría de la resurrección sin empaparnos de ella: sosos. Debemos empaparnos, pues, en la resurrección. El mensaje de la resurrección es alentador, porque es el triunfo completo de la bondad de Cristo.

Demos rienda suelta a nuestra alegría. ¡Cristo ha resucitado! Pero no olvidemos que para resucitar tuvo primero que haber una muerte. Justamente nos gozamos por la Pascua de Resurrección, porque antes hubo un Viernes Santo de Pasión. Cada día Cristo quiere resucitar en nuestro corazón por el ardor de la caridad, pero ello no sucederá si antes nuestra voluntad no tiene su pasión y muerte, si cada día no vamos dejando un poco más a nuestros criterios y juicios mundanos, “porque vosotros estáis muertos –dice San Pablo–, y vuestra vida está desde ahora oculta con Cristo en Dios”.

El gozo de la resurrección que Cristo nos ha brindado se fundamenta en su mismo amor porque, una vez resucitado, no se contentó con gozar Él solo su felicidad, sino que quiso hacernos partícipes de ella invitándonos a vivir desde ya resucitados en su gracia. La alegría de la resurrección está en que por la gracia, tomamos parte desde ahora en la vida eterna que nos mereció Cristo con su cruz y resurrección, y lo único capaz de hacernos perder esa eternidad es el pecado.

En este domingo de resurrección, alegrémonos con Cristo de sabernos salvados por su sacrificio, alegrémonos de sabernos amados por Dios hasta la vida de su propio hijo, alegrémonos de haber recibido la llave del cielo que es la gracia: gocemos en nuestra alma porque Cristo venció nuestra muerte y nos ganó la vida eterna.

Que la alegría pascual se prolongue en nuestras vidas, en cada momento, en cada cosa que hagamos, sabiendo que en nuestra fidelidad a la gracia de Dios ya está presente nuestra resurrección de entre los muertos para vivir junto con Cristo para siempre, para nunca más morir.

Le pedimos esta gracia a la santísima Virgen, madre de Jesucristo resucitado.

P Jason.

Lavarse las manos

¿Desentenderse de la Verdad?…

Mt 27,24-26

…y se lavó las manos delante de la gente, diciendo:

 «Inocente soy de la sangre de este justo.

Vosotros veréis.»

P. Jason Jorquera M.

 

Irrevocablemente unida a la consideración de la propuesta inicua entre Jesús y Barrabás, se encuentra la del “lavado de manos” de Pilato. Porque siempre que el hombre juzga en favor de la injusticia hay alguien detrás que se ha lavado las manos buscando desentenderse del asunto, pretendiendo que el día en que deba comparecer delante de Dios para ser él juzgado esto no le sea tenido en cuenta. Y por supuesto que se equivoca.

Nada fácil debe haber sido para nuestro Señor Jesucristo beber el cáliz de su Pasión. Su sensibilidad era perfecta, y en consecuencia el dolor de su corazón era indecible al ser Él mismo, Juez de toda la creación, entregado a la injusticia de sus creaturas. Pero para comprender mejor este terrible sufrimiento debemos considerar, además, dos incuestionables realidades: la Divina Providencia y la humana contumacia; ¿por qué?, ¿qué tienen que ver estas dos realidades con este pasaje?, simple: que si el “lavarse las manos”, como hemos dicho, significa el “desentenderse”, pero de un asunto que por fuerza nos compete –de ahí que Pilato propiamente haya abdicado de su responsabilidad como juez-, se nos muestra de manera más patente la espantosa oposición que establece el hombre entre aquel Dios providente que jamás se desentiende de su creatura, es decir, que nunca deja de preocuparse por ella[1], y la rebeldía del alma que pretende “desentenderse” del sacrificio mediante el cual le es posible alcanzar el Paraíso, lo cual es imposible ya que cada uno de nosotros está realmente involucrado en la Sagrada Pasión de Cristo. De hecho por nosotros es que se lleva a cabo.

Habiendo dejado esto en claro, razonemos brevemente sobre cómo este “lavarse las manos” de Pilato tiene la ponzoñosa capacidad de extenderse, con sus más y sus menos, a muchos más aspectos de los que normalmente consideramos en nuestra vida diaria.

El primer error

En la existencia de cada uno de nosotros, capaces de discernir el bien y el mal, de asumir responsabilidades y de cumplir nuestras obligaciones, siempre tomamos contacto con aquello que llamamos “negociable” e “innegociable”, y esto forma parte de lo normal; así por ejemplo, puedo negociar el precio de algo que deseo vender o comprar, un lugar para ir a pasear o alguna posible alianza. Pero también es cierto que otras cosas no admiten negociación alguna, como el decidir la vida o muerte de un niño por nacer o darle al error los derechos que le competen sólo a la verdad. Pues bien, el primer error en el juicio de Pilato lo encontramos en este ámbito, ya que se atrevió a “negociar lo innegociable”: la vida de Jesucristo, el Hijo de Dios. Pilato sabía bien que a Jesús se lo habían entregado por envidia[2], de hecho él mismo afirma no haberle encontrado culpa alguna[3], y sin embargo, decide absurdamente negociar la liberación de quien sabía inocente. Es aquí donde debemos preguntarnos ¿cuál es el motivo de esta actitud?, para responder con total sinceridad que la embustera “causa aparente” que a veces pretenden transmitirnos, como intentando aminorar la responsabilidad del procurador, por desatinado que nos parezca, es un “acto de bondad”: Pilato “queriendo ayudar a Jesús de las garras de sus falsos acusadores, busca la manera de liberarlo”[4], regateando con ellos la libertad del que ya había sido condenado por la ceguera de quienes se lo habían entregado. Pero la “causa real” de dicho comportamiento, lo sabemos, no ha sido la bondad sino la cobardía de Pilato, cuyo eco malicioso llega hasta nuestros días bajo la ya conocida actitud de “querer quedar bien con todos”, es decir, de no asumir la responsabilidad que implica dejar descontentos a algunos –y en este caso, ¡los injustos!-. Pues bien, ¡qué de malo hay en eso!; sacrificar lo correcto por temor a los hombres, constituye una “terrible cobardía”, cuya maldad  se deja ver claramente al preferir su aprobación en vez de la Verdad. Y quien niega la Verdad, como en todo, deberá asumir las consecuencias[5].

El gesto infame

Hemos dicho anteriormente que el gesto de lavarse las manos, quiere significar el desentenderse de un asunto que por fuerza nos compete, que nos involucra, y por tanto se convierte automáticamente en deplorable. De aquí que su principal malicia sea la de representar el pecaminoso hecho de desentenderse de la propia conciencia: El juez debe juzgar y punto, debe buscar hacer justicia haciendo relucir la verdad; en cambio Pilato apostata de su oficio menospreciando la vida de Jesús, quien en este momento se arroga perfectamente el título de “Cordero de Dios”, al asumir silencioso la triste consecuencia de este cobarde “desentenderse”, que resulta ser nada menos que una injusta condena a muerte. Es así que este gesto, el cual quedaría unido para siempre a la figura del procurador, asume diversos y variados matices, cada uno más patético que el otro, dignos de consideración al momento de examinar nuestra propia conciencia respecto a si nos hemos desentendido alguna vez de Cristo o no, pero siempre en orden a afianzar nuestra unión con Él; así por ejemplo, lavarse las manos resulta infame, porque atenta contra la irreprochable honra de Jesús, de cuya boca jamás salió engaño alguno[6], y a quien el mismo Padre manda escuchar[7] porque todo lo ha hecho bien[8]; y también es hipócrita, ya que a Pilato le compete hacer justicia, no dejar a merced del odio al Dios-Amor encarnado; y, en consecuencia, resulta ser también terriblemente culpable, ya que jamás podrá ser excusa para negar la verdad el simple hecho de querer simpatizar con la impiedad de los hombres. En resumen: Pilato no fue “bondadoso” con Jesús al intentar liberarlo de las acusaciones que sabía injustas, sino un verdadero apóstata de la justicia que se atrevió a negociar la vida de un inocente, cuya terrible consecuencia fue una injusta y letal crucifixión[9].

Un “desentenderse solapado”

Ha quedado claro que querer dar un paso atrás so pretexto de virtud es cobardía, y en el caso de Pilato es además bastante manifiesto. Pero como bien sabemos que el pecado a menudo busca “infiltrarse” sigilosamente hasta anidar en los corazones, intentando extender en ellos lo más posible sus raíces, no está de más ejemplificar un poco más la actitud maléfica que venimos tratando, especialmente cuando se trata de “lavarse las manos” respecto a la doctrina evangélica.

De muchas cosas buenas nos podemos desentender injustamente, como Pilato, pero el mayor peligro está en asumir como habitual el desentenderse del mandato que nuestro Señor Jesucristo nos dejó explícitamente en su emotiva despedida la noche del Jueves Santo: Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros; como yo os he amado…, porque en esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros.[10] Sin pretender desviarnos del tema, parece apropiado exponer esta breve consideración: no debemos lavarnos las manos respecto a aquello que nos ha de identificar como verdaderos discípulos de Cristo, es decir, no es justo lavarse las manos de la caridad fraterna que Jesús nos dejó mandada (y peor aún si lo hacemos alegando virtud), como aquellos que llegado el momento adecuado no hacen una corrección fraterna porque les falta interés por la santificación de los demás, o como quienes se quedan criticando los defectos ajenos en vez de ayudar a corregirlos, o tal vez como aquellos que prefieren guardar silencio cuando podrían, en cambio, ofrecer cristianamente alguna palabra de consuelo, o al menos escuchar: he aquí el malicioso “desentenderse solapado”: dar un paso atrás cuando la caridad fraterna –que Jesucristo nos mandó- nos exige dejar de lado nuestro egoísmo para atender al prójimo que nos necesita, como hizo siempre nuestro Señor, actitud completamente opuesta a la de Pilato quien prefiriéndose a sí mismo, como antes hemos dicho, alegó una falsa bondad para dejar a Jesús a merced de la injusticia, y buscando acallar la voz de su conciencia con un pérfido “lavado de manos”, no hizo otra cosa que ensuciarla con la culpa de haber tomado parte en toda esta maléfica iniquidad.

Pero volvamos al pretorio.

Jesucristo está sufriendo como nadie: ya comenzó en su corazón el camino hacia el Calvario, ya porta en su alma los clavos y las espinas; un beso traicionero y un abandono inmensurable. Ya carga sobre sí el peso de la cruz de nuestros pecados, pagando a fuerza de amor nuestro rescate y, sin embargo, pese a su indecible sufrimiento no se lava las manos dando un paso atrás ante el alto precio de nuestra salvación (pudiéndolo hacer perfectamente), sino que continúa fielmente comprometido con su misión redentora, para darnos a entender que los designios divinos siempre valen la pena, que el quedar bien con los hombres “sacrificando lo correcto” jamás será aceptable, y que rendir ante  Dios nuestra voluntad es la más grande victoria que podamos alcanzar.

Contemplando la injusticia del pretorio, convenzámonos de la locura que es lavarse las manos cuando la invitación del Redentor a empaparnos con su sangre es la única opción salvífica en todo este escenario. Jesucristo jamás se desentiende de nosotros. Aferrémonos, pues, a la convicción de que el respeto humano jamás vale la pena, porque nunca habrá derecho a desentenderse del amor de Jesucristo.

[1] Cf. Lc 12, 22-31

[2] Cf. Mt 27,18

[3] Cf. Lc 23,4

[4] Cf. Lc 23,20

[5] Cf. Mt 10, 32-33

[6] Cf. 1Pe 2,22

[7] Cf. Mt 17,5

[8] Cf. Mc 7,37

[9] Cf. Mt 27,26

[10] Jn 13,34-35

¿Jesús o Barrabás?

Una invitación a elegir lo correcto…

Lc 23, 17- 25

  “Quita de en medio a éste y suéltanos a Barrabás…”

P. Jason Jorquera M.

 

Para aquellas personas que por gracia de Dios gozamos del don eximio de la fe, este pasaje en el cual el Evangelio nos presenta la absurda y a la vez abominable elección entre Jesucristo y Barrabás, no puede menos que conmovernos, cuando no molestarnos en demasía, sabiendo que ni siquiera humanamente se concibe condenar al inocente simplemente porque otro decida que es mejor que ocupe el lugar del culpable. Sí, ciertamente que si se nos preguntara a quién dejaríamos libre, ¿Jesús o Barrabás?, responderíamos sin lugar a dudas que a Jesús.

Ahora bien, considerando, en cambio, no directamente al Hijo de Dios en contraposición  al acusado de homicidio sino a aquella verdad teológica que nos enseña que Jesucristo murió por nosotros, y que de alguna manera “misteriosa”, sí, pero a la vez “real”, todos nosotros estamos presentes en su Sagrada Pasión, entonces este pasaje, al igual que todo el Evangelio, se vuelve parte de nuestra historia personal con Dios, y en él podemos descubrir más de una enseñanza existencial y catequética respecto al Amor que Dios nos profesa, y al amor con que nosotros le debemos corresponder. Y de aquí, dos grandes consideraciones.

 Primera consideración

La elección; expresión de lo absurdo, lo infame y lo diabólico.

 Jesús de Nazaret es inocente, y Barrabás culpable; Jesús es el Autor de la vida, Barrabás un homicida; Jesús representa la elección del bien, Barrabás la del mal; y finalmente, sus enemigos hacen de Jesucristo un obstáculo, puesto que al elegir a Barrabás dicen claramente “quita de en medio a este…”, palabras que no son menos significativas que el resto del juicio inicuo en su conjunto, y esto es sumamente importante tanto para adentrarse con sinceridad de corazón en la Sagrada Pasión de nuestro Señor, cuanto para considerar honestamente en nuestras vidas cuántas veces nos alistamos en las ya conocidas filas que gritan estas terribles palabras. “Quita de en medio a éste…”, ¿por qué?, pues porque sólo se desea quitar de en medio aquello que implica para nosotros un obstáculo, y esto es lo que significa Jesús para aquellos que conociendo su doctrina, sin embargo, hacen de ella un estorbo que les impide ir tranquilamente en pos del pecado; y he aquí la gran mentira satánica que se sigue repitiendo a lo largo de la historia: que los mandamientos de Dios son un escollo para nuestra felicidad, ¡cuando es totalmente lo contrario!; Jesucristo no puede ser un impedimento por la sencilla razón de que Él mismo es Camino,  Verdad y Vida[1] para nuestras almas; y también la luz del mundo[2] y el Buen pastor[3] que nos guía por el recto camino. No, Jesucristo no puede ser un obstáculo para quien realmente quiera ser feliz. Pero si aun así alguien quisiera llamarlo “obstáculo”, pues que sea sincero y lo aplique sólo contra la verdadera causa de muerte para nuestras almas, la cual no es otra que el pecado; y así, Jesucristo solamente puede decirse obstáculo contra el pecado, lo que en realidad significa que es un faro luminoso y seguro que guía por el sendero correcto a aquellos que buscan la felicidad con un corazón sincero.

 Jesús o Barrabás…, nos encontramos ante una elección que jamás debió acontecer, y sin embargo, desde Lucifer hasta el último condenado, ésta ha sido siempre la crucial alternativa que puede salvar o perder a la creatura, fruto del amor de Dios que tanto nos amó que nos envió a su propio Hijo a recordárnoslo, dejando bien en claro que sólo tenemos dos alternativas: o querer quitar a Dios de en medio en nuestras vidas, o combatir incansablemente contra el pecado, sabiendo que nuestras almas son tan preciosas a los ojos del Omnipotente que decidió comprarlas mediante el sacrificio de su propio Hijo. Y con todo esto dicho, podemos comprender mejor cuán absurda resulta esta elección; porque absurdo es preferir entregar a la muerte a quien vino a ofrecernos eternidad; y es además infame, puesto que a quien se hace iniquidad es al mismo Dios, autor de la justicia y pródigo de misericordia; y asimismo y sobre todo esta deliberación es diabólica, ya que no fue otro que el demonio quien primero que nadie decidió elegirse a sí mismo en vez de Dios, es decir, pretender quitar al Creador de su camino cuando en realidad no hizo otra cosa que “elegir el obstáculo”, cuyo nombre es pecado; lo mismo que hoy en día hacen las almas cuando se engañan a sí mismas eligiendo sus propias cadenas -so pretexto de libertad-, al momento de abrazar un afecto desordenado, es decir, aquello que nos ata a la tierra en vez de elevarnos al cielo.

 En definitiva, una fe lánguida e inactiva verá a Jesucristo puesto entre el alma y el pecado intentando evitar una elección que, junto con la injuria hecha a Dios, acarrea la perdición de quien decida en favor del pecado; en cambio una fe profunda y operante, lazarillo seguro en esta vida pasajera en que lo eterno nos está velado, ve las cosas de manera completamente diferente, pues comprende y experimenta la realidad tal como es: no Jesucristo entre el alma y el pecado, sino éste entre ella y el Redentor, es decir, Jesucristo nuestra meta y el pecado nuestro obstáculo.

 Entre Jesús y Barrabás, al igual que entre nosotros y el pecado hasta el fin de los tiempos, se encontrará siempre aquello que puede salvar o perder, unir o separar de Dios, lo correcto o lo incorrecto: nuestra elección. Que ésta no sea “quitar a Jesucristo de en medio”, sino Él mismo, abriéndose esmerado paso entre la turba, removiendo valientemente todo aquello que se interponga entre Él y nosotros.

 Segunda consideración

“Todos somos Barrabás”

 En la Sagrada Escritura no resulta extraño encontrarnos con un  binomio siempre inmerso en un profundo sentido espiritual: el de “figura y figurado”; el cual en los Evangelios está constantemente arrojando sus destellos de verdad, capaces de iluminar tanto nuestra limitada comprensión de los misterios divinos que en ellos se presentan, cuanto la real dependencia que de ellos tiene nuestra vida espiritual y, en consecuencia, nuestra eterna salvación, ya que nos manifiestan claramente cómo todas las figuras salvíficas del Antiguo Testamento, se ven realizadas en Jesucristo, “el figurado” en dichos textos sagrados pre evangélicos. Sin embargo, según el pasaje que venimos tratando, podríamos proponer una consideración que atañe directamente a nuestra participación en la Sagrada Pasión, la cual -como sabemos- una vez realizada se ha convertido en parte de nuestra historia personal con Dios (aquel Padre misericordioso que mediante ella, en virtud de la sangre de su Hijo, nos ha querido ofrecer nuevamente –y mientras no nos alcance la muerte-, la esperanzadora posibilidad de reconciliarnos con Él y conquistar el Reino de los cielos por su gracia); y ésta consiste en el hecho de “vernos representados por Barrabás”, ¿por qué?, simplemente porque él había pecado, había sido atrapado y hallado culpable y, sin embargo, es a él a quien el pueblo exige dejar en libertad en lugar de Jesús: “Quita de en medio a éste y suéltanos a Barrabás…”, es decir, “deja libre al culpable y condena al inocente”; así de retorcida y execrable suele ser la lógica humana cuando en vez de la fe se deja guiar por las heridas e inestables pasiones desordenadas de quienes en vez de representar la justicia divina, usurpan su lugar gobernados por la diabólica rebeldía contra el Creador. Sí, podemos vernos perfectamente representados en Barrabás, podemos decir que de alguna manera, en cuanto culpables, “todos somos Barrabás”; pero tampoco olvidemos que,  ya sea Barrabás en sus fechorías, o Pedro en sus negaciones, o la Magdalena en su vida disoluta, merced a la gracia divina, al menos de éstos últimos sabemos que tanto el negador como la libertina decidieron, sinceramente compungidos, consagrar toda su vida a seguir de cerca a Aquel que vino a ofrecerse voluntariamente en nuestro lugar, y dejar así obrar aquella conversión a la cual nos invita el Cordero de Dios que por nosotros padece su Sagrada Pasión.

 ***

 Hoy en día, más que nunca se nos pone por delante esta elección, y a veces hasta se nos impone. Pero tampoco olvidemos que en este trágico episodio los papeles no son muchos, y nos resulta ineludible tomar parte en alguno de ellos: ahí están los que exigen la condena del inocente; los que lo ven como un escollo; los que callan en vez de defenderlo; los que ejercen la injusticia; los que corrompen la verdad y, finalmente, los que se lavan las manos. Hoy es tiempo de asumir con valentía que el lugar correcto, pese a que implica ir hasta el Calvario, se encuentra solamente junto a Jesucristo, aquel a quien “no hay que quitar de en medio” sino, por el contrario, hacer el centro irrevocable de nuestra vida.

[1] Cf. Jn 14,6

[2] Cf. Jn 8,12

[3] Cf. Jn 10,11

Del amor a la Eucaristía

¿Cómo puede el amor eucarístico de Jesús llegar a ser el principio de la vida del adorador y su virtud dominante?

Tomado de “Obras Eucarísticas”

San Pedro Julián Eymard

 

Para lograr este felicísimo resultado nos es de todo punto necesario, en primer lugar, convencernos íntimamente de que la sagrada Eucaristía es el acto supremo de amor de Jesucristo para con sus hombres; y en segundo lugar, persuadirnos íntimamente de que el fin que se propuso el Salvador al instituirla fue conquistar a todo trance el amor de los hombres.

1.º Para comprender el amor supremo de Jesucristo, al legarnos la Eucaristía basta considerar la definición misma de este admirable Sacramento. La Eucaristía es el sacramento del cuerpo, de la sangre, del alma y de la divinidad de nuestro Señor Jesucristo bajo las especies o apariencias de pan y de vino. Es la posesión verdadera, real y sustancial de la adorable persona del redentor. Es la Comunión sustancial de su cuerpo, sangre, alma y divinidad; en suma, de todo Jesucristo; es el sacrificio del calvario perpetuado y representado en todos los altares en continua inmolación mística de Jesucristo. Dice santo Tomás que la Eucaristía es la maravilla de las maravillas del Salvador. “La Eucaristía –dice el mismo doctor, en otra parte– es el don supremo de su amor, porque en ella da todo lo que es y todo lo que tiene”. En la Eucaristía, dice el concilio de Trento, agotó Jesucristo todas las riquezas de su amor para con los hombres (Sess. XIII, c. 2). La Eucaristía es el límite supremo de su poder y de su bondad, añade el doctor angélico.

Finalmente, los santos Padres llaman a la Eucaristía la extensión de la encarnación. Mediante ella, dice san Agustín, se encarna Jesucristo en manos del sacerdote, como en otro tiempo se encarnara en el seno sin mancilla de la virgen María. Y asimismo, por medio de la Comunión, Jesucristo se encarna en el alma y en el cuerpo de cada fiel, pues tiene dicho: “Quien come mi carne y bebe mi sangre mora en mí y yo en él” (Jn 6, 57).

¿Puede obrar mayores maravillas el amor? No, no; Jesucristo no puede darnos nada más preciado que su misma persona. Por ello, cuando se estudia y se comprende el amor eucarístico de Jesucristo queda uno asombrado. Esto le hacía decir a san Agustín: Insanis, Domine; Señor, vuestro amor al hombre os ha vuelto loco.

El cristiano que medita continuamente el misterio de la sagrada Eucaristía siente un apremiante sentimiento semejante al de san Pablo ante la cruz: Charitas Chistri urget nos –Porque el amor de Cristo nos apremia (2Co 5, 14). Para lo cual basta considerar los sacrificios que le ha costado la Eucaristía. Sacrificios en su cuerpo, que, apenas resucitado, glorioso y triunfante, comienza su esclavitud bajo los velos del Sacramento, viéndosele privado de su libertad, de la vida de sus sentidos e inseparablemente unido a la inmovilidad de las especies eucarísticas. Jesucristo se ha constituido en su Eucaristía el prisionero perpetuo del hombre hasta el fin de los siglos. Sacrificio de la gloria de su cuerpo; un milagro permanente; Jesús oculta perpetuamente su cuerpo glorioso, el cual se ve en la Eucaristía más humillado y anonadado que lo fue en la encarnación y en la pasión. Al menos entonces aparecían a los ojos de todos la dignidad del hombre, el poder de la palabra y los encantos del amor, en tanto que aquí todo está oculto y velado, sin que podamos ver otra cosa que la nube sacramental que nos encubre tantas maravillas. Sacrificios en su alma. –Por la Eucaristía Jesús se expone indefenso a los insultos y agravios de los hombres; el número de los nuevos verdugos sería inmenso.

Su bondad será desconocida y aun menospreciada por muchísimos malos cristianos. Su santidad será vilipendiada por innumerables profanaciones y sacrilegios llevados a cabo muchas veces por sus mejores hijos y amigos. La indiferencia de los cristianos le dejará desamparado en la soledad del sagrario, rehusará sus gracias y abandonará y despreciará la misma Comunión y el santo sacrificio de los altares. La maldad del hombre llegará hasta negar su adorable presencia en la Hostia, hasta pisotearlo y arrojarlo a animales inmundos y entregarlo a los artificios del demonio.

A la vista de esta monstruosa ingratitud del hombre, Jesús debió sentirse turbado y perplejo por unos momentos antes de proceder a la institución de la Eucaristía. ¡Cuántas razones le disuadían de la obra que proyectaba! Pero la que más fuerza le hacía era, sin duda ninguna, esta nuestra ingratitud. ¡Qué vergüenza para su gloria tener que vivir entre los suyos como un extraño y un desconocido y verse obligado a huir y buscar hospitalidad entre paganos y salvajes! ¡Cuán triste es la historia de esta ingratitud, que destierra cruelmente a la divina Eucaristía! El mahometismo ha arrojado a Jesucristo de Asia y de África e invade parte de Europa. El protestantismo ha profanado los templos de Jesucristo, ha derribado sus altares, destruido sus tabernáculos, despreciado su sacerdocio y renegado de él.

El deísmo, consecuencia necesaria del protestantismo, ha hecho al hombre indiferente frente a Dios y a Jesucristo. Ya no tiene el hombre más vida que la de los sentidos: es un hombre animal, terrestre, sensual. Tal es la última forma de la herejía y de la impiedad. Ahora bien, ante cuadro tan triste y desolador, ¿qué hará el corazón de Jesús? ¿Se dejará vencer su amor por no poder triunfar del corazón humano? ¿Dejará de instituir la Eucaristía, ya que ha de resultar inútil? No; antes al contrario, su amor triunfará por encima de todos los sacrificios. “No –exclama Jesús–; nunca podrá decirse que el hombre puede ofenderme más de lo que yo puedo amarle. Lo amaré mal que le pese; lo amaré a pesar de su ingratitud y de sus crímenes; Yo, que soy su rey, esperaré su visita; Yo, que soy su dueño, le ofreceré primero mi Corazón; Yo, que soy su Salvador, me pondré a su disposición; Yo, su Dios, me daré entero a él para que él se me dé también entero; y, por mi parte, puedo darle junto con mi amor todos los tesoros de mi bondad y toda la magnificencia de mi gloria, a fin de que Yo reine en él y él reine en mí”.

“Aun cuando no hubiera más que unos cuantos corazones fieles, aun cuando no hubiera más que un alma agradecida y generosa, tendría por compensados todos los sacrificios. Por esa sola alma instituiré la Eucaristía y reinaré como Dueño siquiera en un corazón humano”.

Y entonces instituye Jesucristo el Sacramento adorable de excesivamente generosa caridad. Su amor triunfa de su mismo amor, ya que este Sacramento no es tan sólo el acto supremo de su amor, sino también el compendio de todos sus actos de amor y el fin de todos los demás misterios de su vida; para llegar a la Eucaristía murió en la cruz con el objeto de proporcionarnos, como dice san Ligorio, a los sacerdotes una víctima de sacrificio, y para los fieles la carne de esta víctima divina; y como dice Bossuet, hacerlos participar de la virtud y del mérito de su oblación.

Más todavía. La Eucaristía no es únicamente el fin de la encarnación y de la pasión, sino también su continuación. Bajo la forma de Sacramento, Jesús continúa la pobreza de su nacimiento, la obediencia de Nazaret, la humildad de su vida, las humillaciones de su pasión y su estado de víctima en la cruz. Asimismo perpetúa su sepultura en el estado sacramental, pues las sagradas especies son como el sudario que envuelve su cuerpo, el copón es su tumba y el sagrario su sepulcro. Tan sólo la gloria de la resurrección y el triunfo de la ascensión no aparecen sobre el altar del amor.

La Eucaristía es, por tanto, el don regio, el acto supremo de Jesucristo en favor del hombre. Entre los dones de Jesucristo, la Eucaristía es lo que el sol entre los astros y en la naturaleza. Por medio de ella sobrevino y se perpetúa Jesús para ser entre los hombres como un sol de amor.

2.º Mas ¿cuál es el fin que Jesucristo se propuso al instituir la Eucaristía? Queda anteriormente indicado: conseguir el amor total del hombre. Sí, Jesucristo instituyó el santísimo Sacramento del altar para ser amado del hombre, poseer su corazón y ser principio de su vida.

Así lo dijo expresamente: “Quien me comiere vivirá por mí” (Jn 6, 58). Vivir por alguno es rendirle el homenaje de nuestra libertad, de nuestro trabajo y de la gloria de nuestras obras. Quien comulga ha de vivir por Jesucristo, ya que Jesucristo es su sustento. “Ya que soy Yo quien te alimento –nos dice el Salvador–, por mí debes trabajar. Trabaja santamente por mí, que soy tu vida, tu Pan de vida eterna. Trabaja por mi amor, puesto que yo te alimento de mi amor sustancial. De tal, árbol, tal fruto”.

Jesucristo dijo: “Quien come mi carne y bebe mi sangre, mora en mí y Yo en él” (Jn 6, 57). Y así como un criado debe mostrarse respetuoso ante su amo, el soldado ante el rey y el hijo ante el padre, del mismo modo lo que es y tiene el hombre debe honrar a nuestro Señor, por una completa sumisión y cumplido homenaje por haberse dignado hospedarse en nosotros en la Comunión.

En la Comunión debe producirse igual efecto que el que se produjo en la encarnación, en la que la naturaleza humana de Jesucristo se unió hipostáticamente, esto es, totalmente a la persona del Verbo. La voluntad humana de Jesucristo se sometía perfectamente a la divina; Dios mandaba al hombre y el hombre tenía a mucha honra el obedecer a Dios. Ahora bien, siendo la Comunión la extensión de la encarnación en cada hombre, es natural que Jesucristo viva y reine en el que comulga. Todo el que comulga debiera poder exclamar como san Pablo: “Ya no soy yo el principio de mi vida; lo es Jesucristo que en mí vive; lo es el creador en su criatura; lo es el Salvador en el cautivo rescatado, el amor divino en el reino que ha conquistado”.

No cabe duda que Jesucristo se propone ganar el corazón del hombre con la Eucaristía. Si Jesús llega al hombre con todos los dones y atractivos de su infinita bondad, lo hace por cautivar al hombre con la gratitud. Si Jesús es el primero en dar su corazón, es para tener el derecho de reclamar al hombre el suyo. Y como el amor exige de suyo comunidad de bienes, sociedad de vida, fusión de sentimientos, quien ama a Jesucristo como es amado por Él logrará formar con Él una admirable unión de vida. Es éste cabalmente el verdadero triunfo de Jesucristo: transformar la vida del que comulga en su propia vida, y en sus costumbres, obrando con la suavidad del amor y sin violencia ni coacciones.

La Comunión es la más rápida y más perfecta conversión de un alma; el fuego acaba pronto con la herrumbre, da nuevo temple al acero y devuelve al oro impuro su brillo y su belleza.

La Eucaristía es el reinado de Jesús en el cristiano.

En Belén Jesús es el amigo del pobre, en Nazaret, el hermano del obrero, en sus correrías evangélicas es el médico, pastor y doctor de las almas; en la cruz es su salvador. Pero en la Eucaristía es el rey que reina doquiera: en el individuo y en la sociedad. El cuerpo del que comulga es su templo; el corazón su altar; la razón su trono, y la voluntad su fiel sierva.

Por la Eucaristía Jesús reinará en todo el hombre; su verdad será la luz de su entendimiento; su divina ley, la regla invariable e inflexible de su voluntad; su amor, la noble pasión de su corazón; su mortificación, la virtud de su cuerpo su gloria eucarística será el fin de toda la vida del comulgante.

¡Oh, dichoso mil veces el reinado eucarístico de Jesús! Es el paraíso en el alma, ya que posee en ella al Dios de los ángeles y santos.

La Eucaristía es el Dios de la paz que viene a descansar en nuestra alma, ya curada de la fiebre de las pasiones y del pecado; es el Dios de los ejércitos que viene triunfante a tomar posesión de su imperio y guardar y defender su conquista; es el Dios de bondad que ha menester un alma para entregarse a ella y formar con ella una sociedad amorosa; es el ternísimo Salvador que, no teniendo paciencia para esperar hasta la eternidad para hacer felices a los hijos de la cruz, adelanta el día de la gloria para dar comienzo al cielo por medio de la Eucaristía, admirable cielo de amor.

¡Oh cuán desdichado es quien no conoce a Dios en la Eucaristía! Se encuentra huérfano y solo en el mundo. ¡Cuán desdichado es el hombre sin la Eucaristía entre los bienes, los placeres y las glorias mundanas! Es un pobre náufrago arrojado a isla salvaje.

Pero con la Eucaristía el cristiano se encuentra bien en todas partes y puede prescindir de todo porque posee a Jesucristo. No hay destierro para quien está con Él, ni hay cárcel para quien vive con Él. El cristiano tan sólo teme una desgracia: la de perder a Jesucristo, la de perder la Eucaristía. La Eucaristía es su bien supremo. Por la Eucaristía Jesucristo es el rey de las naciones. Jesús no vino sólo para salvar al hombre, sino también para establecer una sociedad cristiana y escogerse un pueblo más fiel que el judío, integrado por todos los hijos de Dios esparcidos por toda la tierra. Jesús será el único soberano de este pueblo, mandará a pueblos y reyes, que le rendirán honores divinos y majestuosos homenajes.

¡Qué hermoso es este regio y popular triunfo de Jesús en la fiesta del Corpus! Toda la belleza del arte y de la naturaleza, todo el encanto de la armonía, toda la terrible grandeza de las armas, todo el poder y magnificencia de la majestad real y todo el amor y entusiasmo del pueblo adornan, embellecen y honran el paso del Dios de la Eucaristía. Tan sólo Jesús es grande este día en las naciones; es el día de su Realeza en la tierra.

La Eucaristía es el lazo fraternal que une a los pueblos entre sí; en el sagrado banquete, al pie del altar, todos somos hermanos, todos forman una familia.

El santo sacrificio es el calvario perpetuo del mundo.

La Eucaristía es el verdadero distintivo católico por el que se conoce al discípulo de Jesucristo. En la sagrada Comunión y sólo en ella nos reconocemos. El grado en que la Eucaristía reina en un hombre o en un pueblo nos da la medida de su virtud, de su caridad y hasta de su inteligencia. La debilitación del reinado eucarístico trae consigo la decadencia, y la ausencia de este reinado es esclavitud, tinieblas de muerte, la noche horrible del sepulcro. Sin la Eucaristía ya no hay sol ni vida; hombres y pueblos viven como bestias nocturnas que buscan furtivamente su pasto, huyen de la luz y se ocultan en cavernas salvajes: ¡tienen miedo de Dios!

De todo lo cual se colige que el motivo y toda la razón de ser de la Eucaristía consiste en hacer ver al hombre el amor supremo de Jesús y en establecer en el hombre el reinado del amor de Jesús. De ahí que el amor deba ser el primer principio de la vida del adorador.