1. ‘Tú eres mi hijo: / yo te he engendrado hoy’ (Sal 2, 7). En el intento de hacer comprender la plena verdad de la paternidad de Dios, que ha sido revelada en Jesucristo, el autor de la Carta a los Hebreos se remite al testimonio del Antiguo Testamento (Cfr. Heb 1, 4-14), citando, entre otras cosas, la expresión que acabamos de leer tomada del Salmo 2, así como una frase parecida del libro de Samuel:
‘Yo ser para él un padre / y él será para mí un hijo’ (2 Sm 7, 14):
Son palabras proféticas: Dios habla a David de su descendiente. Pero, mientras en el contexto del Antiguo Testamento estas palabras parecían referirse sólo a la filiación adoptiva, por analogía con la paternidad y filiación humana, en el Nuevo Testamento se descubre su significado auténtico y definitivo: hablan del Hijo que es de la misma naturaleza que el Padre, del Hijo verdaderamente engendrado por el Padre. Y por eso hablan también de la paternidad real de Dios, de una paternidad a la que le es propia la generación del Hijo consubstancial al Padre. Hablan de Dios, que es Padre en el sentido más profundo y más auténtico de la palabra. Hablan de Dios, que engendra eternamente al Verbo eterno, al Hijo consubstancial al Padre. Con relación a El Dios es Padre en el inefable misterio de su divinidad.
‘Tú eres mi hijo: / yo te he engendrado hoy’:
El adverbio ‘hoy’ habla de la eternidad. Es el ‘hoy’ de la vida íntima de Dios, el ‘hoy’ de la eternidad, el ‘hoy’ de la Santísima e inefable Trinidad: Padre, Hijo y Espíritu Santo, que es Amor eterno y eternamente consubstancial al Padre y al Hijo.
2. En el Antiguo Testamento el misterio de la paternidad divina intratrinitaria no había sido aún explícitamente revelado. Todo el contexto de la Antigua Alianza era rico, en cambio, de alusiones a la verdad de la paternidad de Dios, tomada en sentido moral y analógico. Así, Dios se revela como Padre de su Pueblo Israel, cuando manda a Moisés que pida su liberación de Egipto: ‘Así habla el Señor: Israel es mi hijo primogénito. Yo te mando que dejes a mi hijo ir.’ (Ex 4, 22-23).
Al basarse en la Alianza, se trata de una paternidad de elección, que radica en el misterio de la creación. Dice Isaías: ‘Tú eres nuestro padre, nosotros somos la arcilla, y tú nuestro alfarero, todos somos obra de tus manos’ (Is 64, 7; 63, 16).
Esta paternidad no se refiere sólo al pueblo elegido, sino que llega a cada uno de los hombres y supera el vínculo existente con los padres terrenos. He aquí algunos textos: ‘Si mi padre y mi madre me abandonan, el Señor me acogerá’ (Sal 26, 10). ‘Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles’ (Sal 102, 13). ‘El Señor reprende a los que ama, como un padre a su hijo preferido’ (Prov 3, 12). En los textos que acabamos de citar está claro el carácter analógico de la paternidad de Dios-Señor, al que se eleva la oración: ‘Señor, Padre Soberano de mi vida, no permitas que por ello caiga. Señor, Padre y Dios de mi vida, no me abandones a sus sugestiones’ (Sir 23, 1-4). En el mismo sentido dice también: ‘Si el justo es hijo de Dios, El lo acogerá y lo librará de sus enemigos’ (Sab 2, 18).
3. La paternidad de Dios, con respecto tanto a Israel como a cada uno de los hombres, se manifiesta en el amor misericordioso. Leemos, p.e., en Jeremías: ‘Salieron entre llantos, y los guiar con consolaciones. pues yo soy el padre de Israel, y Efraín es mi primogénito’ (Jer 31, 9).
Son numerosos los pasajes del Antiguo Testamento que presentan el amor misericordioso del Dios de la Alianza. He aquí algunos: ‘Tienes piedad de todos, porque todo lo puedes, y disimulas los pecados de los hombres para traerlos a penitencia. Pero a todos perdonas, porque son tuyos, Señor, amador de las almas’ (Sab 11, 24-27). ‘Con amor eterno te amé , por eso te he mantenido mi favor’ (Jer 31, 3). En Isaías encontramos testimonios conmovedores de cuidado y de cariño:
‘Sión decía: el Señor me ha abandonado, y mi Señor se ha olvidado de mí. ¿Puede acaso una mujer olvidarse de su niño, no compadecerse del hijo de sus entrañas.? Aunque ella se olvidare, yo no te olvidaría’ (Is 49, 14-15. Cfr. también 54, 10). Es significativo que en los pasajes del Profeta Isaías la paternidad de Dios se enriquece con connotaciones que se inspiran en la maternidad (Cfr. Dives in misericordia, nota 52).
4. En la plenitud de los tiempos mesiánicos Jesús anuncia muchas veces la paternidad de Dios con relación a los hombres remitiéndose a las numerosas expresiones contenidas en el Antiguo Testamento. Así se expresa a propósito de la Providencia Divina para con las criaturas, especialmente con el hombre: vuestro Padre celestial las alimenta.’ (Mt 6, 26. Cfr. Lc 12, 24), ‘sabe vuestro Padre celestial que de eso ten is necesidad’ (Mt 6, 32. Cfr. Lc 12, 30). Jesús trata de hacer comprender la misericordia divina presentando como propio de Dios el comportamiento acogedor del padre del hijo pródigo (Cfr. Lc 15, 11-32); y exhorta a los que escuchan su palabra: ‘Sed misericordiosos, como vuestro Padre es misericordioso’ (Lc 6, 36).
Terminar diciendo que, para Jesús, Dios no es solamente ‘el Padre de Israel, el Padre de los hombres’, sino ‘mi Padre’.
A pesar de lo que ustedes piensen, no es hacer penitencias corporales a lo loco de las cuales leemos en los padres del desierto especialmente porque no hacemos mucho de eso. Lo que diría yo que es lo más difícil es cumplir la petición mencionada arriba del salmista: tener pensamientos agradables hacia Dios. Lo que sigue es una elaboración del tema.
¿Cuál es el oficio que distingue al contemplativo? Contemplar. ¿Qué es contemplar? Es una mirada amorosa a Dios. Entonces se puede entender que la tarea más difícil del contemplativo es retirar todo aquello que nos impide hacer nuestro deber, aquello que nos distrae de la contemplación de Dios. ¿Que nos imposibilita la contemplación? Nuestros pensamientos distractivos o divagantes.
Nadie puede escaparse de las distracciones. Son parte de la vida que acompaña nuestro ser racional. “A pesar de todo nuestro fervor, nos vemos asaltados con distracciones…las distracciones son inevitables. Somos débiles y hay muchos objetos que atraen nuestra atención y que disipan nuestra alma”[1] “Desde el momento en el cual el hombre deja de conversar con otros, empieza a conversar interiormente con sí mismo.”[2]
Para el contemplativo que dedica una gran parte del día en silencio, esta realidad antropológica está siempre presente. El hombre siempre está pensando en algo.
El P. Walter Ciszek experimentó lo mismo de un modo potentísimo durante sus años de celda en su aislamiento en Rusia: “La mente humana es inquieta y no puede estar limitada. Trabaja en cada momento que está despierta, siempre pensando, recordando, soñando, o temiendo del futuro con ansiedad y temor en el presente. Se puede controlar esta inquietud encauzándola, pero no se puede detener.”[3]
Aunque parezca que el contemplativo no hace mucho y aunque exteriormente de hecho no esté haciendo nada, su facultad más noble está trabajando a toda velocidad. Todos experimentamos esta calma exterior con la actividad interior durante los ejercicios espirituales, días de retiro, y diariamente durante la Adoración al Santísimo.
¿Entonces, qué debe hacer el monje con todos estos pensamientos? Simplemente debe rezar. El día del monje debe ser una oración continua en cumplimiento del precepto de San Pablo de “rezar sin cesar” (1 Tess. 5,17). Pero hay tantas maneras de oración que esto puede significar un sinfín de actividades. ¿Están los monjes haciendo meditaciones según San Ignacio a cada hora del día?, ¿estamos constantemente recitando versículos bíblicos de memoria?, ¿nos colocamos a menudo en los distintos escenarios de la vida de Cristo? Aunque estos ejercicios son laudables, sería un error el limitar la oración sólo a estas actividades. Como lo ha dicho un monje trapense, “ser un hombre de piedad, un hombre de oración, significa ser un hombre en quien todos los pensamientos, palabras, obras no son sólo sobre Dios sino dirigidos hacia Dios…un hombre piadoso es un hombre que reza siempre pero no uno que está siempre diciendo oraciones.”[4]
La oración que buscamos practicar todo el día es conocida en la espiritualidad Teresiana como recogimiento y no es fácil.
El P. Marie-Eugene nos recuerda que “debemos tener recogimiento dentro de nosotros mismo aun en nuestras ocupaciones ordinarias.”[5] No hay un momento en el cual no podamos practicar esta oración. Es siempre posible: en la celda, en el refectorio, en el taller, en el campo, en el pasillo, todos estos nos sirven como oratorios.
¿En qué consiste esta oración? Nada más que en recordar que la Santísima Trinidad está substancialmente presente dentro de nuestras almas, en la medida que estemos en el estado de gracia santificante.
Dando respuesta a una pregunta sobre sus sueños, St. Teresa del Niño Jesús menciona que está todo el día pensando en Dios. Una teoría simple pero ardua de poner en práctica.
Como dice nuestro directorio, “una de las tareas más arduas será la lucha acética de adquirir el silencio interior, una lucha que presupone la purificación interna de los sentidos y de los pensamientos.”[6] El directorio continúa haciendo una conexión entre este silencio interior y el silencio exterior. Silencio exterior sólo es útil si lleva al monje al silencio interior; estamos en silencio por fuera para estar en silencio interiormente: ¿qué es el ruido interior?, “todo lo que nos quita la atención a Dios”[7]
Santa Teresa habla detenidamente sobre esta oración de recogimiento. No es “un estado sobrenatural sino que depende de nuestro querer.” [8] Dicho de otra manera, recogernos es algo que está al alcance de nuestras capacidades naturales. Se presupone la necesidad de la gracia que es necesaria para casi actividad[9] pero este estado requiere inicialmente mucha cooperación de nuestra parte. Sólo después de haber logrado adquirir este recogimiento por nuestros esfuerzos asistidos por la gracia, podremos recibir un estado de recogimiento más alto que es el estado infuso.
Sin embargo, el recogimiento natural adquirido no es fácil de obtener, por lo que santa Teresa anima a los que se esfuerzan por alcanzar este estado a “no cansarse de acostumbrarse al método descrito.” [10] Aunque “nos pasemos todo un año sin obtener lo que pedimos, preparémonos para seguir intentando por más tiempo aun.” [11] No es algo que se dá aquellos que no se esfuerzan por conseguirlo, “el alma tiene que poner su esfuerzo vigoroso. Recogimiento lleva un ascetismo difícil.” [12]
Todos hemos experimentado la lucha con las distracciones y nuestros pensamientos divagantes durante la Adoración, durante largas horas de estudio en preparación para el tiempo de exámenes, o en los días que estamos enfermos en cama. Ahora imagínense que este hecho se lleva a cabo durante todo el día. “Recogimiento y distracción son dos adjetivos que están en oposición.” [13] “Distracción es una invasión a una o todas las facultades por otro objeto que interrumpe nuestro recogimiento.” [14] Algunos de los padres del desierto hablan hasta de ahuyentar “el violento combate interior de nuestros pensamientos.”, y e l beato Columba Marmion recomienda “estrellar los pensamientos distractivos contra la roca que es Cristo.” [15]
Si cumplimos esto de vencer sobre las batallas del combate interior contra los pensamientos que no sean Dios, lograremos que el monasterio sea verdaderamente una prefiguración, anticipación, o vestíbulo del cielo.[16] De hecho en eso consiste el cielo: en pensar en Dios. En la visión beatifica tendremos una visión intelectual de Dios. En el monasterio, estamos constantemente empeñados en una batalla espiritual contra nuestros pensamientos ociosos para que podamos amorosamente contemplarlo a Él en todo momento.
María, que siempre reflexionó sobre los misterios de la vida de Cristo en su corazón (Lc 2,19), nos alcance la gracia de perseverar en esta batalla para que podamos siempre tener a Cristo delante de nosotros.
[1] Bl. Columba Marmion, Jesucristo: Ideal del monje, 931.
[2] Garrigou-Lagrange, The Three Ages of the Interior Life, I, pg. 2
Con gran alegría, luego de haber preparado un jardín con una cruz de 3 metros de alto en nuestro monasterio, queremos compartirles la construcción e inauguración de una ermita dedicada a la santísima Virgen María, quien cuando niña vivió, jugó y se santificó en este santo lugar que fue la casa de su mamá, santa Ana.
Como en todas las cosas que nos acontecen, la mano de la Divina Providencia siempre presente y atenta a nuestras necesidades, se valió de un amigo del monasterio: Daniel, primer feligrés de este sencillo lugar, quien nos hizo llegar la imagen de la santísima Virgen (donada a su vez a para alguna casa religiosa en Tierra Santa), quien quiso contribuir pagando todo lo necesario para la construcción de la ermita; y así fue que con gran esfuerzo y dedicación, hicimos las veces de constructores, y con ayuda de varias personas: un voluntario, un par de benefactores, muchas oraciones y finalmente nuestra improvisada mano de obra, pudimos finalmente inaugurar y bendecir el pasado 28 de enero la imagen de nuestra Señora durante la santa Misa, pare ser posteriormente colocada en el lugar a ella destinada por manos del mismo Daniel, quien feliz la llevaba en sus brazos durante la solemne procesión, para quedarse al centro del jardín, y a quien le encomendamos nuestra misión y a los peregrinos que vengan a visitar este santo lugar, ubicado en las afueras de un Moshav hebreo y en consecuencia desconocido para muchos cristianos de Nazaret, quienes poco a poco han ido tomando conocimiento de su existencia y van apareciendo de vez en cuando para rezar, pedir alguna confesión o participar de la santa Misa aquí, en la casa de santa Ana.
Nos encomendamos a sus oraciones y les pedimos también por las intenciones de los peregrinos y nuestra santificación.
Con nuestra Bendición, en Cristo y María: Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia.
P. Enrique González
P. Jason Jorquera M.
P. Néstor Andrada
A veces al leer la vida de los santos, encendidos en animoso ardor, decimos “qué admirable, qué grandioso sería hacer aquello” y nos quedamos en el umbral contemplando impresionados, pero sin entrar a compartir y realizar aquellas grandes hazañas. ¿Por qué nos estancamos en vez de fluir como agua de vertiente?; sí, es cierto, nadie está obligado a lo imposible, ya que no todos tenemos las mismas cualidades y/o facultades físicas ni espirituales, y sin embargo, es cierto también que todos estamos llamados a fluir e ir arrastrando en nuestras aguas aquellos “minerales” que la tierra nos va proporcionando. Los minerales son los beneficios, dones, talentos, etc., que tenemos que llevar a las almas -y lo digo especialmente como religioso-; y la tierra es la gracia, que es la que nos entrega todos esos beneficios. Corramos pues por aquella buena tierra.
Quizá alguno objete: “pero ¿qué soy yo, pequeño riachuelo, comparado a aquellos magníficos torrentes que son los santos?”, y no obstante, muchos de aquellos torrentes comenzaron siendo pequeños hilos de agua; algunos incluso en su momento fueron tierra árida y seca, pero la primera y más grandiosa obra que realizaron fue la de ser dóciles a la gracia y esto está a nuestro alcance, no lo podemos objetar. “Un santo no nace, se hace” reza el dicho; ¿hasta cuándo, pues, nos excusaremos en nuestra debilidad, propia de nuestra naturaleza caída?; es cierto que somos frágiles e inclinados al mal, pero también es cierto que la gracia que nuestro Señor Jesucristo nos concedió gratuitamente en la cruz eleva nuestra naturaleza hacia las cumbres más altas e inimaginables de la vida espiritual: el mismo San Pablo antes de ser el apóstol de los gentiles fue el perseguidor de los cristianos, pero donde abundó el pecado sobreabundó la gracia[1] -nos dejó escrito después él mismo-, y nuestro Señor Jesucristo nos dice sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial[2], y evidentemente Él no pide nada sin antes concedernos la gracia que necesitamos para su cumplimiento, de ahí que también se diga: haz lo posible y lo imposible déjaselo a Dios.
Venerable Antonietta Meo
Ciertamente que no es fácil, es necesario pasar por la cruz, y ése es exactamente el denominador común entre todos los santos, que son aquellos que sinceramente quisieron imitar a Cristo, pero a Cristo Crucificado. Así también debemos tener en claro que todo árbol por enorme e imponente que se vea salió de una pequeña semilla que paulatinamente se fue regando antes de llegar a ser lo que es. Es verdad que Dios si quiere puede encender un alma hasta hacer que se funda en amor, pero eso dejémoselo a Dios que obra libremente en quien quiere, cuando quiere y cuanto quiere: ¿quién eres tú para pedirle cuentas a Dios?[3]; conformémonos con los medios ordinarios que en sí mismos son extraordinarios pues que Dios habite en nuestras almas por su gracia ¿no es acaso una desbordante y desproporcionada muestra de su infinita misericordia?, reguemos, pues, la semilla que Dios ha plantado en nosotros, pongamos cada día en nuestros actos el mayor fervor posible; por insignificante que parezca lo que hacemos, cuando es hecho con total entrega siempre glorifica a Dios y predispone nuestra alma al aumento de santidad y méritos que posteriormente recibiremos de nuestro Creador.
San Martín de Porres se santificó con la escoba y Dios, además, lo coronó con grandiosos prodigios ya desde su vida aquí en la tierra, los cuales “no son requisito necesario” o demostración de la práctica de las virtudes humanas que nos llevan a las heroicas. Tantos santos hay que jamás hicieron grandes milagros en la tierra y, sin embargo, llegaron a altísimos grados de contemplación y unión con Dios; como por ejemplo el mismo san José del cual históricamente no tenemos prácticamente datos escritos o testimonios de que ya en su vida terrenal haya realizado grandes y maravillosos milagros, es más, ni siquiera en los evangelios podemos encontrar siquiera algunas palabras salidas de su boca, simplemente se santificó amando a Dios sobre todas las cosas en una humilde y sencilla carpintería; y pensemos con cuánto amor amaba a Dios que Él mismo lo eligió como custodio de sus dos más grandes tesoros: su propio Hijo y su madre. No busquemos hacer milagros, ni realizar grandes hazañas a los ojos de los hombres, sino sencillamente esforcémonos en dar gloria a Dios incondicionalmente, eso es la santidad. Si queremos gloriarnos que sea en Jesús y en nada más; pongamos los medios que nos permitan nuestras fuerzas, pero “todas nuestras fuerzas” al servicio y entrega a Dios, en nuestro estado, en nuestro oficio, pero sobre todo hagámoslo siempre para la Mayor Gloria de Dios y salvación de las almas: quizás no podré realizar las grandes penitencias de un San Pedro de Alcántara pero sí arrodillarme un minuto ante el sagrario, y después cinco, y después más o tal vez no, pero poniendo todo de mi parte aun cuando no logre todo lo que quiera pues más importa hacer todo lo que Dios quiera; quizás tampoco podré dormir menos de una hora al día como hacía Santa Catalina de Siena, ni mucho menos convertir a un pecador con dos o tres palabras como San Juan María Vianney; pero sí puedo, como todos ellos, pedirle a Dios constantemente crecer en las virtudes que me asemejan a Cristo, ese es un derecho que el mismo Mesías nos regaló y que no debemos desaprovechar en absoluto, ya que Él mismo nos dijo Pedid y se os dará…[4], y por más insignificantes y miserables que seamos podemos siempre rogar confiadamente al Cielo sin dejar que nuestra miseria nos oprima, ya que si bien es cierto que somos pecadores y de naturaleza caída también es cierto que somos imagen y semejanza de Dios[5]. Podemos llorar nuestros pecados ¿Quién nos lo impide?, y ¿acaso no fue esta una actitud fundamental en la vida de los santos?, ¿apuntamos a lo accidental o a lo esencial en nuestra vida ascética?; podemos también ayudar a Cristo en nuestros hermanos, podemos imitar a Cristo en la cruz rogando por nuestros enemigos, perdonando a quienes nos han ofendido, haciendo pequeños sacrificios, ofreciéndole nuestras buenas obras, etc., en fin, viviendo movidos por la caridad iluminada por la fe y fortalecida por la gracia: si después Dios nos quiere exaltar con prodigios extraordinarios que haga como a Él le plazca pues para eso es Dueño y Señor de la creación entera, pero si no ocurre así ¡lo mismo bendito sea Dios!, pues como dijimos anteriormente aquellas “cosas extraordinarias” no son necesarias para progresar sino mero don gratuito de Dios; de nuestra parte corresponde dar el puntapié inicial y seguir caminando abandonados con plena confianza en Él. No debemos ser mediocres y estancarnos sino fluir incansablemente animados por la gracia, entregados completamente, para que Dios pueda obrar en y por nosotros aquel hermosísimo plan divino de salvación que nos tiene preparado desde toda la eternidad: He aquí nuestra santificación, en ser dóciles al Espíritu Santo en aquello que Dios me pide “a mí”, porque la salvación es personal, la santificación también, y yo me santifico en aquello que la voluntad divina tiene preparado para mí. Es verdad que puedo y es muy loable querer hacer lo que los santos han hecho pero cada uno de ellos llegó a ese elevado grado de unión con Dios siendo fiel al Espíritu Santo en el designio divino que tenía para ellos en concreto, designio que si bien puede materialmente parecer inclusive el mismo para mí o ser mi ideal (por ejemplo el monje que quiere imitar a san Antonio, o el médico que desea ser como san José Moscati) es concretamente distinto pues yo soy una persona realmente diferente, que debe ser fiel a Dios en aquello que propiamente Él me pide: de ahí la importancia de la docilidad, sea ésta manifestada (como ocurre de ordinario) en el director espiritual o claramente por moción divina. Eso es lo que nos eleva y diviniza, el cumplimiento de lo que Dios me tiene preparado a mí y hacerlo con el mayor entusiasmo posible.
Santa Gianna Beretta Molla
Finalmente no debemos cometer el grave error de querer solamente imitar a los santos, pues si queremos verdaderamente emular sus virtudes ha de ser porque éstas son participación de las de Cristo y por tanto siempre limitadas por extraordinarias y heroicas que sean: Cristo es el modelo perfectísimo que debemos imitar; si obramos como los santos es porque aquellos resaltan de modo admirable (lo cual es innegable) algún o algunos de los muchos aspectos de la perfección de Cristo, y queremos ser como ellos porque queremos ser como Jesucristo, ese es nuestro fin: la amorosa configuración con nuestro Señor Jesucristo que se da sólo, como ya sabemos, en la cruz, en su bendita cruz a la cual nos invita a clavarnos junto con Él para resucitar así también con Él. No le neguemos nada entonces y seamos generosos con aquel que fue primero desmedidamente generoso con nosotros sin haberlo merecido, porque, como decía el doctor melifluo: La medida del amor a Dios es amarlo sin medida.
Pidámosle a la Santísima Virgen María, madre de nuestro modelo a imitar por excelencia, la gracia de parecernos a su Hijo, empezando por las cosas pequeñas pero sin dejarnos desanimar por nuestra miseria y finitud sino más bien encendiendo cada uno de nuestros actos en el amor divino cuyo apogeo es el calvario: No hay cosas grandes ni chicas, pues todo es para la mayor gloria de Dios. (P. Casanova).
Esta mañana, al leer en la santa Misa el Evangelio de hoy, me ha venido un fuerte deseo de escribirte para decirte algo que tengo atravesado entre el pecho y la espalda desde hace tiempo, y que jamás me atrevía a decírtelo, a pesar de la confianza que me has dado, por respetar en forma total tu libertad, como tú has visto que lo he hecho siempre….
Si recuerdas el santo Evangelio de hoy (S. Lucas 14,16-24), el Señor hizo una cena y los llamados comienzan a excusarse con los pretextos más fútiles desairando así a quien generosamente los había invitado. Esta lectura me trajo a la mente tu recuerdo, pues, si quieres que te diga francamente mi impresión, ésta es que tú querrías servir a Cristo, ser generoso con Él, pero que no acabas nunca de decidirte a cortar las amarras, porque éstas son fuertes, justas, santas, bellas, las más bellas en el orden de lo lícito: las del hogar donde uno ha nacido, y en un caso como el tuyo, de un hogar donde todo el cariño se reconcentra en el hijo único. Yo debo pensar en los que el Señor ha confiado a mis cuidados y muchas veces he pensado que tu inconsciente lucha muy fuertemente contra el llamamiento del Señor que te dice HOY, y tú le dices: MAÑANA… y yo me temo que ese “mañana”, pueda equivaler a “nunca”, como ha resultado verdad para tantos amigos nuestros, incluso para otros que, en el mismo puesto que tú ocupas en la A. C., sintieron un día el llamamiento de Cristo y hoy van por otro camino, honesto, lícito, pero que no es el que ellos creyeron en un primer momento, y en el que yo siempre he pensado que habrían dado más gloria a Dios, si a tiempo hubiesen marchado generosamente. Después, los oídos se endurecen, los ojos no tienen la finura para percibir y llega uno a creerse no llamado.
Tú has reaccionado violentamente contra una actitud semejante, pero te pido, […], que delante de Nuestro Señor, ante su Cruz pienses si eres sincero con Él al esperar aún más; o si no sería mejor afrontar la dificultad en la forma más valiente que sea posible: fijarte una fecha, hablar con tus padres, quemar las naves y echarte al agua, esto es, en los brazos de Cristo para trabajar por su gloria y por la salvación de las almas. Si tú en tu conciencia crees que la conducta debe ser otra, ten por no dichos mis consejos, pero si la voz de Cristo persiste, tú que has “puesto la mano al arado no vuelvas los ojos atrás”, porque ese “no es apto para el Reino de los cielos”. “El Reino de los cielos padece violencia y sólo los esforzados lo arrebatan”. “El que ama su alma la perderá y el que la perdiere por mí la hallará”. “El que quiera venir en pos de Mí, niéguese, tome su cruz y sígame”. [cf. Lc 9,62; 16,16; 17,33; 9,23].
Quizás el Señor espera para bendecir a la A. C. y a otras vocaciones en germen, tu sacrificio. No dudes en hacer en cada momento, hoy mismo, lo que creas delante de Dios que debas hacer. El mañana es muy peligroso.
Esta carta es sólo para ti, y tu confianza para con tu ex-asesor y [actual] Director espiritual es la que me ha dado fuerzas para escribirla. Ruega a Jesús que yo también no ponga obstáculos a sus designios sobre mí. Afectísimo amigo y hermano en Cristo.
1. La Iglesia profesa su fe en el Dios único: que es al mismo tiempo Trinidad Santísima e inefable de Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Y la Iglesia vive de esta verdad, contenida en los más antiguos Símbolos de la Fe, y recordada en nuestros tiempos por Pablo VI, con ocasión del 1900 aniversario del martirio de los Santos Apóstoles Pedro y Pablo (1968), en el Símbolo que él mismo presentó y que se conoce universalmente como ‘Credo del Pueblo de Dios’.
Sólo el que se nos ha querido dar a conocer y que ‘habitando en una luz inaccesible’ (1 Tim 6, 16) es en Sí mismo por encima de todo nombre, de todas las cosas y de toda inteligencia creada. puede darnos el conocimiento justo y pleno de Sí mismo, revelándose como Padre, Hijo y Espíritu Santo, a cuya eterna vida nosotros estamos llamados, por su gracia, a participar, aquí abajo en la oscuridad de la fe y, después de la muerte, en la luz perpetua.(Cfr. Pablo VI, Credo.).
2. Dios, que para nosotros es incomprensible, ha querido revelarse a Sí mismo no sólo como único creador y Padre omnipotente, sino también como Padre, Hijo y Espíritu Santo. En esta revelación la verdad sobre Dios, que es amor, se desvela en su fuente esencial: Dios es amor en la vida interior misma de una única Divinidad.
Este amor se revela como una inefable comunión de Personas.
3. Este misterio -el más profundo: el misterio de la vida íntima de Dios mismo- nos lo ha revelado Jesucristo: ‘El que está en el seno del Padre, se le ha dado a conocer’ (Jn 1, 18). Según el Evangelio de San Mateo, las últimas palabras, con las que Jesucristo concluye su misión terrena después de la resurrección, fueron dirigidas a los Apóstoles: ‘Id. y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo'(Mt 28, 18). Estas palabras inauguraban la misión de la Iglesia, indicándole su compromiso fundamental y constitutivo. La primera tarea de la Iglesia es enseñar y bautizar -y bautizar quiere decir ‘sumergir’ (por eso, se bautiza con agua)- en la vida trinitaria de Dios.
Jesucristo encierra en estas últimas palabras todo lo que precedentemente había enseñado sobre Dios: sobre el Padre, sobre el Hijo y sobre el Espíritu Santo. Efectivamente, había anunciado desde el principio la verdad sobre el Dios único, en conformidad con la tradición de Israel. A la pregunta: ‘¿Cuál es el primero de todos los mandamientos?’, Jesús había respondido: ‘El primero es: Escucha Israel: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor’ (Mc 12, 29). Y al mismo tiempo Jesús se había dirigido constantemente a Dios como a ‘su Padre’, hasta asegurar: ‘Yo y el Padre somos una sola cosa’ (Jn 10, 30). Del mismo modo había revelado también al ‘Espíritu de verdad, que procede del Padre’ y que -aseguró- ‘yo os enviaré de parte del Padre’ (Jn 15, 26).
4. Las palabras sobre el bautismo ‘en nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo’, confiadas por Jesús a los Apóstoles al concluir su misión terrena, tienen un significado particular, porque han consolidado la verdad sobre la Santísima Trinidad, poniéndola en la base de la vida sacramental de la Iglesia. La vida de fe de todos los cristianos comienza en el bautismo, con la inmersión en el misterio del Dios vivo. Lo prueban las Cartas apostólicas, ante todo las de San Pablo. Entre las fórmulas trinitarias que contienen, la más conocida y constantemente usada en la liturgia, es la que se halla en la segunda Carta a los Corintios: ‘La gracia de nuestro Señor Jesucristo, el amor de Dios (Padre) y la comunión del Espíritu Santo est con todos vosotros’ (2 Cor 13,13). Encontramos otras en la primera Carta a los Corintios; en la de los Efesios y también en la primera Carta de San Pedro, al comienzo del primer capítulo.
Como un reflejo, todo el desarrollo de la vida de oración de la Iglesia ha asumido una conciencia y un aliento trinitario: en el Espíritu, por Cristo, al Padre.
5. De este modo, la fe en el Dios uno y trino entró desde el principio en la Tradición de la vida de la Iglesia y de los cristianos. En consecuencia, toda la liturgia ha sido -y es- por su esencia, trinitaria, en cuanto que es la expresión de la divina economía. Hay que poner de relieve que a la comprensión de este supremo misterio de la Santísima Trinidad ha contribuido la fe en la redención, es decir, la fe en la obra salvífica de Cristo. Ella manifiesta la misión del Hijo y del Espíritu Santo que en el seno de la Trinidad eterna proceden ‘del Padre’, revelando la ‘economía trinitaria’ presente en la redención y en la santificación. La Santa Trinidad se anuncia ante todo mediante la sotereología, es decir, mediante el conocimiento de la ‘economía de la salvación’, que Cristo anuncia y realiza en su misión mesiánica. De este conocimiento arranca el camino para el conocimiento de la Trinidad ‘inmanente’, del misterio de la vida íntima de Dios.
6. En este sentido el Nuevo Testamento contiene la plenitud de la revelación trinitaria. Dios, al revelarse en Jesucristo, por una parte desvela quién es Dios para el hombre y, por otra, descubre quién n es Dios en Sí mismo, es decir, en su vida íntima. La verdad ‘Dios es amor’ (1 Jn 4, 16), expresada en la primera Carta de Juan, posee aquí el valor de clave de bóveda. Si por medio de ella se descubre quién n es Dios para el hombre, entonces se desvela también (en cuanto es posible que la mente humana lo capte y nuestras palabras lo expresen), quién es El en Sí mismo. El es Unidad, es decir, Comunión del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
7. El Antiguo Testamento no reveló esta verdad de modo explícito, pero la preparó, mostrando la Paternidad de Dios en la Alianza con el Pueblo, manifestando su acción en el mundo con la Sabiduría, la Palabra y el Espíritu (Cfr., p.e., Sab. 7, 22-30; 12, 1: Prov 8, 22-30; Sal 32, 4-6; 147, 15; Is 55, 11;11, 2; Sir 48, 12). El Antiguo Testamento principalmente consolidó ante todo en Israel y luego fuera de él la verdad sobre el Dios único, el quicio de la religión monoteísta. Se debe concluir, pues, que el Nuevo Testamento trajo la plenitud de la revelación sobre la Santa Trinidad y que la verdad trinitaria ha estado desde el principio en la raíz de la fe viva de la comunidad cristiana, por medio del bautismo y de la liturgia. Simultáneamente iban las reglas de la fe, con las que nos encontramos abundantemente tanto en las Cartas apostólicas, como en el testimonio del kerigma, de la catequesis y de la oración de la Iglesia.
8. Un tema aparte es la formación del dogma trinitario en el contexto de la defensa contra las herejías de los primeros siglos. La verdad sobre Dios uno y trino es el más profundo misterio de la fe y también el más difícil de Comprender: se presentaba, pues, la posibilidad de interpretaciones equivocadas, especialmente cuando el cristianismo se puso en contacto con la cultura y la filosofía griega. Se trataba de ‘inscribir’ correctamente el misterio del Dios trino y uno ‘en la terminología del será’, es decir, de expresar de manera precisa en el lenguaje filosófico de la poca los conceptos que definían inequívocamente tanto la unidad como la trinidad del Dios de nuestra Revelación.
Esto sucedió ante todo en los dos grandes Concilios Ecuménicos de Nicea (325) y de Constantinopla (381). El fruto del magisterio de estos Concilios es el ‘Credo’ niceno-constantinopolitano, con el que, desde aquellos tiempos, la Iglesia expresa su fe en el Dios uno y trino: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Recordando la obra de los Concilios, hay que nombrar a algunos teólogos especialmente beneméritos, sobre todo entre los Padres de la Iglesia.
9. Del siglo V proviene el llamado Símbolo atanasiano, que comienza con la palabra ‘Quicumque’, y que constituye una especie de comentario al Símbolo niceno-constantinopolitano.
El ‘Credo del Pueblo de Dios’ de Pablo VI confirma la fe de la Iglesia primitiva cuando proclama: ‘Los mutuos vínculos que constituyen eternamente las tres Personas, que son cada una el único e idéntico Ser divino, son la bienaventurada vida íntima de Dios tres veces Santo, infinitamente más allá de todo lo que nosotros podemos concebir según la humana medida’ (Pablo VI. El Credo.): realmente, “inefable y santísima Trinidad – único Dios!.
1. ‘Dios es Amor.’: estas palabras, contenidas en uno de los últimos libros del Nuevo Testamento, la Primera Carta de San Juan (4, 16),constituyen como la definitiva clave de bóveda de la verdad sobre Dios, que se abrió camino mediante numerosas palabras y muchos acontecimientos, hasta convertirse en plena certeza de la fe con la venida de Cristo, y sobre todo con su cruz y su resurrección. Son palabras en las que encuentra un eco fiel la afirmación de Cristo mismo: ‘Tanto amó Dios al mundo, que dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en El no perezca sino que tenga la vida eterna'(Jn 3, 16).
La fe de la Iglesia culmina en esta verdad suprema: “Dios es amor!. Se ha revelado a Sí mismo de modo definitivo como Amor en la cruz y resurrección de Cristo. ‘Nosotros hemos conocido y creído en el amor que Dios nos tiene -continúa diciendo el Apóstol Juan en su Primera Carta-. Dios es amor, y el que vive en el amor permanece en Dios, y Dios está en él’ (4,16).
2. La verdad de que Dios es Amor constituye como el ápice de todo lo que fue revelado ‘por medio de los profetas y últimamente por medio del Hijo.’, como dice la Carta a los Hebreos (1, 1). Esta verdad ilumina todo el contenido de la Revelación divina, y en partícula la realidad revelada de la creación y de la Alianza. Si la creación manifiesta la omnipotencia del Dios-Creador, el ejercicio de la omnipotencia se explica definitivamente mediante el amor. Dios ha creado porque podía, porque es omnipotente; pero su omnipotencia estaba guiada por la Sabiduría y movida por el Amor. Esta es obra de la creación. Y la obra de la redención tiene una elocuencia aún más potente y nos ofrece una demostración todavía más radical: frente al mal, frente al pecado de las criaturas permanece el amor como expresión de la omnipotencia. Sólo el amor omnipotente sabe sacar el bien del mal y la vida nueva del pecado y de la muerte.
3. El amor como potencia, que da la vida y que anima, está presente en toda la Revelación. El Dios vivo, el Dios que da la vida a todos los vivientes es Aquel de quien nos hablan los Salmos: ‘Todos ellos aguardan a que les eches comida a su tiempo; se la echas y la atrapan, abres tu mano, y se sacian de bienes; escondes tu rostro, y se espantan, les retiras el aliento, y expiran, y vuelven a ser polvo’ (Sal 103, 27-29). La imagen está tomada del seno mismo de la creación. Y si este cuadro tiene rasgos antropomórficos (como muchos textos de la Sagrada Escritura), este antropomorfismo posee una motivación bíblica: dado que el hombre es creado a imagen y semejanza de Dios, hay una razón para hablar de Dios ‘a imagen y semejanza’ del hombre. Por otra parte, este antropomorfismo no ofusca la transcendencia de Dios: Dios no queda reducido a dimensiones de hombre. Se conservan todas las reglas de la analogía y del lenguaje analógico, así como las de la analogía de la fe.
4. En la Alianza Dios se da a conocer a los hombres, ante todo a los del Pueblo elegido por El. Siguiendo una pedagogía progresiva, el Dios de la Alianza manifiesta las propiedades de su ser, las que suelen llamarse atributos. Estos son ante todo atributos de orden moral, en los cuales se revela gradualmente el Dios-Amor. Efectivamente, si Dios se revela -sobre todo en la alianza del Sinaí- como Legislador, Fuente suprema de la Ley, esta autoridad legislativa encuentra su plena expresión y confirmación en los atributos de la actuación divina que la Sagrada Escritura nos hace reconocer.
Los manifiestan los libros inspirados del Antiguo Testamento. Así, por ejemplo, leemos en el libro de la Sabiduría: ‘Porque tu poder es el principio de la justicia y tu poder soberano te autoriza para perdonar a todos. Tú, Señor de la fuerza, juzgas con benignidad y con mucha indulgencia nos gobiernas, pues cuando quieres tienes el poder en la mano’ (12, 16.18).
Y también: ‘El poder de tu majestad ¿Quién lo contará, y quién podrá enumerar sus misericordias’ (Sir 18, 4).
Los escritos del Antiguo Testamento ponen de relieve la justicia de Dios, pero también su clemencia y misericordia.
Subrayan especialmente la fidelidad de Dios a la alianza, que es un aspecto de su ‘inmutabilidad’ (Cfr., p.ej., Sal 110, 7-9; Is 65, 1-2, 16-19).
Si hablan de la cólera de Dios, ésta es siempre la justa cólera de un Dios que, además, es ‘lento a la ira y rico en piedad’ (Sal 144, 8). Si, finalmente siempre en la mencionada concepción antropomórfica, ponen de relieve los ‘celos’ del Dios de la Alianza hacia su pueblo, lo presentan siempre como un atributo del amor: ‘el celo del Señor de los ejércitos’ (Is 9, 7).
Ya hemos dicho anteriormente que los atributos de Dios no se distinguen de su Esencia; por eso, sería más correcto hablar no tanto del Dios justo, fiel, clemente, cuanto del Dios que es justicia, fidelidad, clemencia, misericordia, lo mismo que San Juan escribió que ‘Dios es amor’ (1 Jn 4, 16).5.
El Antiguo Testamento prepara a la revelación definitiva de Dios como Amor con abundancia de textos inspirados. En uno de ellos leemos: ‘Tienes piedad de todos, porque todo lo puedes. Pues amas todo cuanto existe y nada aborreces de lo que has hecho; pues si hubieses odiado alguna cosa, no la habrías formado. ¿Y cómo podría subsistir nada si Tú no quisieras?. Pero a todos perdonas, porque son tuyos, Señor amigo de la vida’ (Sab 11, 23-26).
¿Acaso no puede decirse que en estas palabras del libro de la Sabiduría, a través del ‘Ser’ creador de Dios, se transparenta ya con toda claridad Dios-Amor (Amor-Caritas)?.
Pero veamos otros textos, como el del libro de Jonás: “Sabía que Tú eres Dios clemente y misericordioso, tardo a la ira, de gran piedad, y que te arrepientes de hacer el mal’ (Jon 4, 2).
O también el Salmo 144: ‘El Señor es clemente y misericordioso, lento a la cólera y rico en piedad; el Señor es bueno con todos, es cariñoso con sus criaturas’ (Sal 144, 8-9).
Cuanto más nos adentramos en la lectura de los escritos de los Profetas Mayores, tanto más se nos descubre el rostro de Dios-Amor. He aquí cómo habla el Señor por boca de Jeremías a Israel: ‘Con amor eterno te amo, por eso te he mantenido con fervor (hesed) (Jer 31, 3).
Y he aquí las palabras de Isaías: ‘Sión de Cía: el Señor me ha abandonado, y mi Señor se ha olvidado de mí. Puede acaso una mujer olvidarse de su niño, no compadecerse del hijo de sus entrañas?. Aunque ellas se olvidaran, yo no te olvidaría’ (Is 49, 14-15). Qué significativa es en las palabras de Dios esta referencia al amor materno: la misericordia de Dios, además de a través de la paternidad, se hace conocer también por medio de la ternura inigualable de la maternidad. Dice Isaías: ‘Que se retiren los montes, que tiemblen los collados, no se apartará de ti mi amor, ni mi alianza de paz vacilará, dice el Señor que se apiada de ti’ (Is 54, 10).
6. Esta maravillosa preparación desarrollada por Dios en la historia de la Antigua Alianza, especialmente por medio de los Profetas, esperaba el cumplimiento definitivo. Y la palabra definitiva del Dios-Amor vino con Cristo. Esta palabra no se pronunció solamente sino que fue vivida en el misterio pascual de la cruz y de la resurrección. Lo anuncia el Apóstol: ‘Dios, que es rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, y estando nosotros muertos por nuestros delitos, nos dio vida por Cristo: de gracia habéis sido salvados’ (Ef 2, 4-5).
Verdaderamente podemos dar plenitud a nuestra profesión de fe en ‘Dios Padre omnipotente, creador del cielo y de la tierra’ con la estupenda definición de San Juan ‘Dios es amor’ (1 Jn 4, 16).
Cediendo de buena voluntad a vuestras instancias, Nos regocijamos, queridas hijas, al dirigir hoy la palabra a todas las religiosas del mundo católico y hablaros del asunto que más íntimamente tenéis en vuestro corazón: vuestra vocación a la vida contemplativa.
Cuántas veces, quizá, habéis envidiado la dicha de los peregrinos que se reunían, ya en las espaciosas naves de la Basílica de San Pedro, ya en las salas del Vaticano, para manifestarnos su orgullo de pertenecer a la Iglesia Católica Romana y su alegría al escuchar la palabra de su Pastor Supremo. Ahora, Nos recordamos vuestros tres mil doscientos monasterios diseminados en el mundo entero y, en cada uno de ellos, vuestros grupos reunidos, audiencia invisible y silenciosa, pero vibrante por la caridad que os une. ¿Cómo no habíais de estar vosotras presentes en Nuestro pensamiento y en Nuestro corazón, vosotras que formáis en la Iglesia una porción escogida y llamada a participar más estrechamente en el misterio de la Redención? Así, pues, con todo nuestro paternal afecto, querríamos hablaros acerca de la vida religiosa, idéntica para todas en sus elementos esenciales, pero matizada en las diferentes Órdenes con perfiles diversos según la inspiración de los fundadores y las circunstancias históricas por las cuales ha atravesado su obra.
La vida contemplativa canónica es un camino hacia Dios, una ascensión con frecuencia austera y dura, pero donde el trabajo cotidiano, fundado en las promesas divinas, se ilumina ya con la posesión, oscura todavía, pero cierta, de Aquel hacia el cual tendéis con todas vuestras fuerzas, Dios. Para mejor corresponder a vuestra vocación, esperáis de Nos palabras que os ayuden a comprenderla mejor, a amarla con un amor más puro y generoso y a realizarla más perfectamente en todas y cada una de vuestras actividades.
Esta ascensión hacia Dios no es el simple movimiento de la creación inanimada, ni solo ímpetu de los seres dotados de razón, que le reconocen como su Creador y le adoran como Ser Infinito que trasciende sin medida todo lo que existe de grande, de hermoso y de bueno 1. Es más que la elevación de la vida cristiana ordinaria, o que la misma tendencia a la perfección en general; es un ideal de vida determinado, por las leyes de la Iglesia y por eso se llama vida contemplativa canónica. Sin embargo, lejos de realizarse en un tipo determinado, tal vida reviste diversas formas según las características y los rasgos propios de las diversas familias contemplativas, como, por ejemplo, entre las Ordenes femeninas, las Carmelitas, las Clarisas, las Cistercienses, las Cartujas, las Benedictinas, las Dominicas las Ursulinas. Esta vida contemplativa, diversificada según las familias religiosas -y aún en cada una de ellas, según sus miembros- es un camino que conduce a Dios; es Dios quien constituye su principio y su fin, quien sostiene sus fervores y la llena por completo.
PARTE I: CONOCER LA VIDA CONTEMPLATIVA
Queremos primeramente hablaros del conocimiento dentro de la vida contemplativa como camino que conduce a Dios. Para vivir plenamente el ideal que os proponéis, es menester que conozcáis lo que sois y lo que proponéis alcanzar.
La Constitución Apostólica “Sponsa Christi”, del 1° de noviembre de 1950 2, en la primera parte, contiene una expresión del estado de las vírgenes consagradas a Dios, desde los orígenes del cristianismo hasta las recientes formas de la institución monacal. Sin repetir lo que entonces escribimos, llamamos vuestra atención sobre el interés que tiene para vosotras el conocimiento, aunque sea sumario, de la evolución de la vida religiosa femenina y de los diferentes aspectos que tomó en el curso del tiempo. Así apreciaréis mejor la dignidad de vuestro estado, la originalidad de la Orden a que pertenecéis, y sus vínculos con toda la tradición católica.
Nos detendremos solamente aquí en los principios generales que permiten precisar, con respecto a otros géneros de vida, la naturaleza de esta que vosotras vivís. Para ello detengámonos en la doctrina tan sobria y tan segura de Santo Tomás. Según este Maestro de la Teología Católica, la actividad humana puede distinguirse en vida activa y vida contemplativa, de la misma manera que en la inteligencia humana, que constituye la parte propia del hombre, pueden considerarse dos aspectos, activo o pasivo. Ella se ordena, en efecto, tanto al conocimiento de la verdad, obra de la inteligencia contemplativa, como a la acción exterior que procede el entendimiento práctico o activo 3. Pero para Santo Tomás, la vida contemplativa, lejos de encerrarse en un intelectualismo sin alma y limitado a la especulación abstracta, pone en juego también la afectividad, el corazón. Y encuentra la razón de ello en la naturaleza misma del hombre, porque es la voluntad la que hace obrar a las otras facultades humanas; es ella la que moverá a la inteligencia a ejercer sus actos. La voluntad pertenece al dominio de la afectividad; y así es el amor el que mueve la inteligencia en su ejercicio: ya sea amor a la cosa conocida. Citando a San Gregorio, S. Tomás muestra la parte que tiene el amor de Dios de la vida contemplativa: “en cuanto que por el amor de Dios el hombre se inflama en el deseo de contemplar su hermosura”. El amor de Dios que Santo Tomás pone al principio de la contemplación, lo pone también a su término: la contemplación se completa en el gozo y la quietud que gusta cuando ella posee el objeto amado 4. Así, la vida contemplativa está penetrada completamente de la caridad divina que inspira sus caminos y recompensa sus esfuerzos.
El objeto de la contemplación para Santo Tomás, es principalmente la verdad divina, fin último de toda la vida humana; como disposiciones preparatorias, requiere en el hombre el ejercicio de las virtudes morales; en sus progresáis, se sirve de los otros actos de la inteligencia; antes de llegar al término de su especulación, se apoya en las obras visibles de la creación, reflejo de las realidades invisibles 5; pero su perfección última la encuentra únicamente en la contemplación de la verdad divina, bienaventuranza suprema del espíritu humano 6. ¡Cuántas incomprensiones, cuánta estrechez de miras, cuántos juicios erróneos se evitarían sí, cuando se habla de vida contemplativa, se tuviese cuidado de recordar la doctrina del Doctor Angélico, de la cual Nos hemos recordado los riesgos esenciales!
Debemos ahora determinar en qué consiste la vida contemplativa canónica que vosotras practicáis. Tomamos su definición de la Constitución Apóstólica “Sponsa Christi”, en el artículo 2, p. 2 de los Estatutos generales para las monjas: “Con el nombre de vida contemplativa canónica se entiende, no esa vida interior y teologal a la cual todas las almas que viven en religión y aun en el mundo, están llamadas, y que cada una puede llevar consigo misma a todas partes; sino la profesión externa de vida religiosa que, tanto por la clausura cuanto por los ejercicios de piedad, oración y mortificación, como también por los trabajos a los cuales las monjas deben dedicarse, está dirigida a la contemplación interior, de tal manera que toda la vida y toda la actividad puedan fácilmente y deban eficazmente estar penetradas por la prosecución de este fin” 7. Las artículos siguientes enumeran una serie de elementos propios del estado monacal: los votos solemnes de religión, la clausura papal, el oficio divino, la autonomía de los monasterios, el trabajo monástico, y, en fin, el apostolado. Nuestra intención no es detenernos en cada uno de estos puntos, sino hacer una breve exégesis de la definición antes citada.
Precisemos primero lo que no es la vida contemplativa canónica.
No es, dice el texto, esa vida interior y teologal a la cual todas las almas que viven en religión aun en el mando están llamadas, y que cada uno puede llevar consigo mismo a todas partes 8.
La Constitución Sponsa Christi no añade a esta parte negativa ninguna distinción: da a entender claramente que no tratará ese aspecto de la vida religiosa, y que no se dirige por consiguiente a quienes la practican exclusivamente. Precisa, además, que todos están invitados a ella por Cristo, aun los que viven en el mundo, sea cual fuere su estado, aunque estén casados. Pero ya que la Constitución no habla de eso, Nos querríamos indicar la existencia de una forma de vida contemplativa practicada en secreto por un reducido número de personas que viven en el mundo. En nuestra alocución del 9 de diciembre de 1957 al II Congreso Internacional de Estados de Perfección 9, dijimos que se encuentran hoy cristianos que se dan a la práctica de los consejos evangélicos por medio de votos privados y secretos que sólo Dios conoce, y se guían, en lo que se refiere a la sumisión de la obediencia y de la pobreza, por personas que la Iglesia juzga aptas para este fin, y a quienes confía el oficio de dirigir a otros en el ejercicio de la perfección. Esas almas hacen vida de perfección cristiana autentica, pero al margen de toda forma canónica de los Estados de Perfección. Y formulamos nuestra conclusión en estos términos: Algunos elementos constitutivos de la perfección cristiana y una tendencia efectiva a su adquisición, no faltan en estos hombres y mujeres; ellos participan, pues, realmente, de esa perfección, aunque no pertenezcan a un estado jurídico o canónico de perfección 10. Podemos confirmar esta observación a propósito de un género de vida en el que se tiende a la perfección por los tres votos y de una manera privada, independientemente de las formas canónicas previstas en la Constitución Apostólica “Sponsa Christi”, pero en la vida contemplativa. Sin duda que las condiciones exteriores necesarias para este género de vida son las de la vida activa, sin embargo es posible encontrarlas. Estas personas no tienen protección de ninguna clausura canónica y practican la soledad y el recogimiento de manera heroica. En el Evangelio de San Lucas encontramos un hermoso ejemplo: el de la profetisa Ana, viuda después de siete años de matrimonio, la cual se retiró al templo donde servía al Señor día y noche, en ayunos y oraciones 11. La Iglesia no desconoce tal forma privada de vida contemplativa a la que otorga, en principio, su aprobación.
La parte positiva del párrafo 2 de la Constitución Sponsa Christi define la vida contemplativa canónica como una profesión externa de vida religiosa que… está ordenada a la contemplación interior, de tal modo que toda la vida y toda la actividad puedan fácilmente y deban eficazmente estar penetradas por este intento. Entre las prescripciones de la disciplina religiosa, el texto enumera la clausura, los ejercicios de piedad, de oración, de mortificación, y, finalmente, los trabajos manuales, a los cuales deben dedicarse las religiosas. Sin embargo, estos puntos particulares no son citados sino como medios al servicio de una realidad esencial: la contemplación interior, Lo que se exige, en primer lugar, es que por la plegaria, la meditación, la contemplación, la religiosa se una a Dios; que todos sus pensamientos y sus acciones sean penetradas de su presencia, y ordenadas a su servicio. Si esto faltare, el alma de la vida contemplativa sería defectuosa, y ninguna prescripción canónica podría suplirla. Es cierto que la vida contemplativa no comprende tan sólo la contemplación, sino que incluye también otros elementos; pero la contemplación ocupa el primer lugar entre ellos; más aun la llena totalmente; no en el sentido de que no permita pensar ni hacer otra cosa, sino porque ella es, en último análisis, la que le da su significado, su valor, su orientación. La preponderancia de la meditación y de la contemplación de Dios y de las verdades divinas sobre los otros medios de perfección, sobre todas las prácticas, sobre todas las formas de organización y de reunión: he ahí lo que Nos queremos señalar y fomentar con toda Nuestra autoridad. Si vuestro ser no está anclado en Dios, si vuestro espíritu no se vuelve incesantemente hacia Él, como hacia un polo de atracción irresistible, se tendrá que decir de vuestra vida contemplativa aquello que San Pablo, en su primera Epístola a los Corintios, decía de ciertos cristianos, que apreciaban falsamente los dones espirituales y descuidaban el poner la caridad en primer lugar: Si no tengo caridad, no soy más que un bronce que suena, o una campana que retiñe… Si no tengo caridad, aquello no me sirve de nada 12. Sin duda alguna, una vida contemplativa sin verdadera contemplación, merecería que se dijese de ella: no sirve para nada.
Del mismo modo que el cuerpo humano provisto de todos sus órganos, pero privado de la alma, no es un hombre, así, todas las reglas y todos los ejercicios de una orden religiosa no constituyen la vida contemplativa si falta la contemplación, que es el principio vital.
Si comentarios teóricos como el que Nos acabamos de exponer, pueden contribuir a enriquecer vuestro conocimiento de la vida contemplativa, la práctica cotidiana de vuestra vocación os ofrece, por su parte, enseñanzas abundantes y variadas. A través de los siglos, santas mujeres han llegado, por la observancia fiel de sus reglas y constituciones –fueran Carmelitas, Cistercienses, Cartujas, Benedictinas, Clarisas, Dominicas o Ursulinas- a una inteligencia profunda de la naturaleza y de las exigencias de la vida contemplativa canónica. Desde la entrada en el claustro, las candidatas son instruidas en las reglas y usos propios de su Orden, y esta formación del espíritu y de la voluntad, comenzada en el noviciado, continúa durante toda la vida religiosa. Tal es el fin de las instrucciones y de la dirección espiritual que son dadas por las Superioras de la Orden, o por las sacerdotes, confesores, directores de almas, predicadores de retiros. Las religiosas que viven de una espiritualidad propia, reciben, la mayor parte del tiempo, dirección y consejo de sacerdotes pertenecientes a la rama masculina de la Orden y que poseen la misma espiritualidad.
Por lo demás, a través de los siglos, la Iglesia cultiva particularmente la Teología Mística, que se considera no solamente útil, sino necesaria en la dirección de las contemplativas; ella, en efecto, les da orientaciones seguras y rinde grandes servicios para desviar las ilusiones, y distinguir lo sobrenatural auténtico, de los estados patológicos. En este delicado terreno, también las mujeres han prestado señalados servicios a la teología y a los directores de almas. Baste mencionar aquí los escritos de la gran Teresa de Ávila, que, como se sabe, para superar las cuestiones difíciles de la vida contemplativa, prefería los avisos de un teólogo experimentado, a los de un místico, desprovisto de una ciencia teológica clara y segura.
Para profundizar por medio de la práctica cotidiana, en el sentido de la vida contemplativa, importa permanecer abierto a las enseñanzas recibidas, escucharlas con atención y con deseo de penetrarlas, cada una según su grado de formación anterior y su capacidad. Sería igualmente erróneo querer que se mire más alto o más bajo, pretender que se siga sólo un camino idéntico para todas, y exigir de todas los mismos esfuerzos. Las Superioras, responsables de la formación de sus súbditas, sabrán guardar un justo medio: no exigirán demasiado a las naturalezas simples, ni las constreñirán a sobrepasar sus límites de capacidad. Asimismo, no obligarán a una asiática o una africana a adoptar actitudes religiosas del todo semejantes a las que adopta naturalmente una europea. A una joven de esmerada educación y provista de extensa cultura, no se la deberá mantener en una forma de contemplación suficiente para quienes no tienen los mismos dones.
Se llega a veces a citar las invectivas de San Pablo contra la sabiduría del mundo, en su primera Carta a los Corintios, para detener el legítimo deseo de las monjas de lograr un grado de vida contemplativa conforme a sus aptitudes. Se les repiten las palabras del Apóstol: “Nosotros predicamos a Cristo crucificado” (I Corintios 2, 23), o estas otras: “No he querido saber nada entre vosotros, sino a Jesucristo y éste Crucificado” (I Corintios 2, 2). Mas esto es no entender la intención de San Pablo, que denuncia las vanas pretensiones de la ciencia humana. El deseo de poseer una formación espiritual adecuada, nada tiene de reprensible y en nada se opone al espíritu de humildad y renuncia que exige el sincero amor a la Cruz de Cristo.
Terminamos aquí, amadas hijas, la primera parte de nuestra exposición, e invocamos sobre vosotras las luces del Espíritu Santo, para que os ayude a comprender el esplendor de vuestra vocación y a vivirla plenamente. En prenda de estos favores, os otorgamos, de todo corazón nuestra Paternal Bendición Apostólica.
1. En nuestras catequesis tratamos de responder de modo progresivo a la pregunta: ¿Quién es Dios?. Se trata de una respuesta auténtica, porque se funda en la palabra de la auto-revelación divina. Esta respuesta se caracteriza por la certeza de la fe, pero también por la convicción del entendimiento humano iluminado por la fe.
2. Volvamos una vez más al pie del monte Horeb, donde Moisés que apacentaba la grey, oyó en medio de la zarza ardiente la voz que decía: ‘Quita las sandalias de tus pies, que el lugar en que estás es tierra santa’ (Ex 3, 5). La voz continuó: ‘Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob’. Por lo tanto, es el Dios de los padres quién envía a Moisés a liberar a su pueblo de la esclavitud egipcia.
Sabemos que, después de haber recibido esta misión, Moisés preguntó a Dios su nombre. Y recibió la respuesta: ‘Yo soy el que soy’. En la tradición exegética, teológica y magisterial de la Iglesia, que fue asumida también por Pablo VI en el ‘Credo del Pueblo de Dios’ (1968), esta respuesta se interpreta como la revelación de Dios como el ‘Ser’
En la respuesta dada por Dios: ‘Yo soy el que soy’, a la luz de la historia de la salvación se puede leer una idea más rica y más precisa. Al enviar a Moisés en virtud de este Nombre, Dios -Yahvéh- se revela sobre todo como del Dios de la Alianza: “Yo soy el que soy para vosotros’; estoy aquí como Dios deseoso de la alianza y de la salvación, como el Dios que os ama y os salva. Esta clave de lectura presenta a Dios como un Ser que es Persona y se auto-revela a personas, a las que trata como tales. Dios, ya al crear el mundo, en cierto sentido salió de su propia ‘soledad’, para comunicarse a Sí mismo, abriéndose al mundo y especialmente a los hombres creados a su imagen y semejanza (Gen 1, 26). En la revelación del Nombre ‘Yo soy el que soy’ (Yahvéh), parece poner de relieve sobre todo la verdad de que Dios es el Ser-Persona que conoce, ama, atrae hacia sí a los hombres, el Dios de la Alianza.
3. En el coloquio con Moisés prepara una nueva etapa de la Alianza con los hombres, una nueva etapa de la historia de la salvación. La iniciativa del Dios de la Alianza, efectivamente, va rimando la historia de la salvación a través de numerosos acontecimientos, como se manifiesta en la IV Plegaria Eucarística con las palabras; “Reiteraste tu alianza a los hombres’.
Conversando con Moisés al pie del monte Horeb, Dios -Yahvéh- se presenta como ‘el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob’, es decir, el Dios que había hecho una Alianza con Abrahán (Cfr. Gen 17, 1-14) y con sus descendientes, los patriarcas, fundadores de las diversas estirpes del pueblo elegido, que se convirtió en Pueblo de Dios.
4. Sin embargo, las iniciativas del Dios de la Alianza se remontan incluso antes de Abrahán. El libro del Génesis registra la Alianza con Noé después del diluvio (Cfr. Gen 9, 1-17). Se puede hablar también de la Alianza originaria antes del pecado original (Cfr. Gen 2, 15-17). Podemos afirmar que la iniciativa del Dios de la Alianza sitúa, desde el principio, la historia del hombre en la perspectiva de la salvación. La salvación es comunión de vida sin fin con Dios; cuyo símbolo estaba representado en el paraíso por el ‘árbol de la vida’ (Cfr. Gen 2, 9). Todas las alianzas hechas después del pecado original confirman, por parte de Dios, la misma voluntad de salvación. El Dios de la Alianza es el Dios ‘que se dona’ al hombre de modo misterioso: El Dios de la revelación y el Dios de la gracia. No sólo se da a conocer al hombre, sino que lo hace partícipe de su naturaleza divina (2 Pe 1, 4).
5. La Alianza llega a su etapa definitiva en Jesucristo: la ‘nueva’ y ‘eterna alianza’ (Heb 12, 24; 13, 20). Ella da testimonio de la total originalidad de la verdad sobre Dios que profesamos en el ‘Credo’ cristiano. En la antigüedad pagana la divinidad era más bien el objeto de la aspiración del hombre. La revelación del Antiguo y todavía más del Nuevo Testamento muestra a Dios que busca al hombre, que se acerca a él. Es Dios quien quiere hacer la alianza con el hombre: ‘Ser vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo’ (Lev 26, 12); ‘Ser su Dios y ellos serán mi pueblo’ (2 Cor 6, 16).
6. La Alianza es, igual que la creación, una iniciativa divina completamente libre y soberana. Revela de modo aún más eminente la importancia y el sentido de la creación en las profundidades de la libertad de Dios. La Sabiduría y el Amor, que guían la libertad transcendente de Dios-Creador, resaltan aún más en la transcendente libertad del Dios de la Alianza.
7. Hay que añadir también que si mediante la Alianza, especialmente la plena y definitiva en Jesucristo, Dios se hace de algún modo inmanente con relación al mundo, El conserva totalmente la propia transcendencia. El Dios encarnado, y más aún el Dios Crucificado, no sólo sigue siendo un Dios incomprensible e inefable, sino que se convierte todavía en más incomprensible e inefable para nosotros precisamente en cuanto que se manifiesta como Dios de un infinito, inescrutable amor.
8. No queremos anticipar temas que constituirán el objeto de futuras catequesis. Volvemos de nuevo a Moisés. La revelación del Nombre de Dios al pie del monte Horeb prepara la etapa de la Alianza que el Dios de los Padres estrecharía con su pueblo en el Sinaí. En ella se pone de relieve de manera fuerte y expresiva el sentido monoteísta del ‘credo’ basado en la Alianza: ‘creo en un sólo Dios’: Dios es uno, es único.
He aquí las palabras del Libro del Éxodo: ‘Yo soy el Señor, tu Dios, que te ha sacado de la tierra de Egipto, de la casa de la servidumbre. No tendrás otro Dios que a mí’ (Ex 20, 2-3). En el Deuteronomio encontramos la fórmula fundamental del ‘Credo’ veterotestamentario expresado con las palabras: ‘Oye, Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es único’ (6, 4; cfr. 4, 39-40).
Isaías dará a este ‘Credo’ monoteísta del Antiguo Testamento una magnífica expresión profética: ‘Vosotros sois mis testigos -dice Yahvéh- mi siervo, a quien yo elegí, para que aprendáis y me creáis y comprendáis que soy yo. Antes de mí no fue formado Dios alguno, ninguno habrá después de mí. Yo, yo soy el Señor, y fuera de mí no hay salvador. Vosotros sois mis testigos, dice Yahvéh, y yo Dios desde la eternidad y también desde ahora lo soy’ (Is 45, 22).
9. Esta verdad sobre el único Dios constituye el depósito fundamental de los dos Testamentos. En la Nueva Alianza lo expresa, por ejemplo, San Pablo con las palabras: “Un Dios y Padre de todos, que está sobre todos, por todos y en todos’ (Ef 4, 6). Y siempre es Pablo el que combatía el politeísmo pagano(Cfr. Rom 1, 23; Gal 3, 8), con no menor ardor del que se halla presente en el antiguo Testamento, quien con igual firmeza proclama que este Único verdadero Dios ‘es Dios de todos, tanto de los circuncisos como de los incircuncisos, tanto de los judíos como de los paganos’ (Cfr. Rom. 3, 29-30). La revelación de un sólo verdadero Dios, dada en la Antigua Alianza al pueblo elegido de Israel, estaba destinada a toda la humanidad, que encontraría en el monoteísmo la expresión de la convicción a la que el hombre puede llegar también con la luz de la razón: porque si Dios es el ser perfecto, infinito, subsistente, no puede ser más que Uno. En la Nueva Alianza, por obra de Jesucristo, la verdad revelada en el Antiguo Testamento se ha convertido en la fe de la Iglesia universal, que confiesa: ‘creo en un sólo Dios’.
Práctica de la misericordia por los contemplativos
“…Nos referimos a aquellos que, por vocación, se han consagrado a Dios por medio de la oración, la penitencia y la reparación en los conventos y monasterios.”
Es obvio que al hablar de “contemplativos” no nos estamos refiriendo a aquellos que viven en el mundo llevando adelante distintas obras de misericordia, como son hospitales, escuelas, asilos de ancianos, atención a los pobres, etc., quienes pueden y deben ser verdaderos contemplativos en sus distintos apostolados. Nos referimos a aquellos que, por vocación, se han consagrado a Dios por medio de la oración, la penitencia y la reparación en los conventos y monasterios.
La vida contemplativa, como no podría ser de otro modo, no está exenta de la práctica de las obras de misericordia. San Benito prescribe en el capítulo IV de su Regla algunas de ellas. En efecto, escribe el Padre del monacato occidental, hablando de los instrumentos de las buenas obras:
“Regalar a los pobres. Vestir al desnudo. Visitar a los enfermos. Enterrar a los muertos. Socorrer al atribulado. Consolar al afligido.” [1]
Al referirse a los huéspedes del monasterio, señala:
“A todos los huéspedes que vienen al monasterio se les recibe como a Cristo, porque él dirá: fui forastero y me hospedasteis. A todos les darán el trato adecuado, sobre todo a los hermanos en la fe y a los extranjeros. Cuando se anuncie la llegada de un huésped acudan a su encuentro el superior y los hermanos con las mayores muestras de caridad… Póngase el máximo cuidado y atención en recibir a pobres y extranjeros, porque de modo especial en ellos se recibe a Cristo.”[2]
Sobre la atención a los enfermos, manda:
“Ante todo y por encima de todo se debe cuidar de los enfermos, para que de verdad se les sirva como a Cristo, porque él dijo: Estuve enfermo y me visitasteis, y: cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis. Pero recuerden también los enfermos que se les sirve en atención a Dios, y no angustien con sus caprichos a los hermanos que les sirven. No obstante, se les debe soportar con paciencia, porque en con ellos se adquiere una mayor recompensa.”[3]
Sobre la corrección fraterna:
“Si algún hermano recalcitrante, o desobediente, o soberbio, o murmurador, o infractor en algo de la santa regla y de los preceptos de los ancianos demostrara con ello una actitud despectiva, siguiendo el mandato del Señor, sea amonestado por sus ancianos por primera y segunda vez. Y, si no se corrigiere, se le reprenderá públicamente. Pero, si ni aún así se enmendare, incurrirá en excomunión, en el caso de que sea capaz de comprender el alcance de esta pena. Pero, si es un obstinado, se le aplicarán castigos corporales.”[4]
Y sobre la paciencia ante las faltas:
“Tolérense con suma paciencia sus flaquezas así físicas como morales.”[5]
Si en la realización de estas obras el monje no llega al ideal propuesto, “jamás desesperar de la misericordia de Dios”[6] sino que debe abandonarse humilde y confiadamente en las manos de este Padre rico en misericordia.
Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz y Santa Teresa del Niño Jesús, los santos Doctores del Carmelo, hablan de la misericordia de Dios para con ellos, y dan gran importancia a la práctica de la misma para con los demás.
Escribe Santa Teresa a sus hijas:
“Mas bien sabe Su Majestad que sólo puedo presumir de su misericordia; y ya que no puedo dejar de ser la que he sido, no tengo otro remedio sino llegarme a ella y confiar en los méritos de su Hijo y de la Virgen, madre suya, cuyo hábito indignamente trayo y traéis vosotras.”[7]
Ella se sabe “misericordiada” por parte de Dios:
“Acuérdense de sus palabras y miren lo que ha hecho conmigo, que primero me cansé de ofenderle que Su Majestad dejó de perdonarme. Nunca se cansa de dar ni se pueden agotar sus misericordias; no nos cansemos nosotros de recibir.”[8]
“Por donde claro se me representó el excesivo amor que Dios nos tiene en perdonar todo esto, cuando nos queremos tornar a El, y más conmigo que con naide, por muchas causas.”[9]
De allí que, al saberse objeto de esa misericordia divina, practica la misericordia con aquellos que no la entienden o la calumnian:
“… me parece cualquier cosa perdonara yo por que Vos me perdonárades a mí… que todos quedan cortos; aunque los que no saben la que soy, como Vos lo sabéis, piensan que me agravian. Ansí, Padre mío, que de balde me havéis de perdonar; aquí cabe bien vuestra misericordia. Bendito seáis Vos, que tan pobre me sufrís.”[10]
Ella, que había experimentado el perdón de Dios de modo tan particular, no puede entender al alma que no es capaz de perdonar:
“No puedo yo creer que alma que tan junto llega de la mesma misericordia, adonde conoce la que es y lo mucho que le ha perdonado Dios, deje de perdonar luego con toda facilidad y quede allanada en quedar muy bien con quien la injurió”.[11]
San Juan de la Cruz escribe su Oración del Alma Enamorada como un canto a la misericordia infinita de Dios. Es claro que el alma enamorada no puede sino alabar la misericordia divina.
“¡Señor Dios, amado mío! Si todavía te acuerdas de mis pecados para no hacer lo que te ando pidiendo, haz en ellos, Dios mío, tu voluntad, que es lo que yo más quiero, y ejercita tu bondad y misericordia y serás conocido en ellos. Y si es que esperas a mis obras para por ese medio concederme mi ruego, dámelas tú y óbramelas, y las penas que tú quisieras aceptar, y hágase. Y si a las obras mías no esperas, ¿qué esperas, clementísimo Señor mío?; ¿por qué te tardas? Porque si, en fin, ha de ser gracia y misericordia la que en tu Hijo te pido, toma mi cornadillo, pues le quieres, y dame este bien, pues que tú también lo quieres.”[12]
Comentando la canción 31 del Cantico Espiritual afirma:
“… si él por su gran misericordia no nos mirara y amara primero,… y se abajara, ninguna presa hiciera en él el vuelo del cabello de nuestro bajo amor…”[13]
Y en Llama de amor viva agrega:
“Porque cuando uno ama y hace bien a otro, hácele bien y ámale según su condición y propiedades; y así tu Esposo, estando en ti, como quien él es, te hace las mercedes;… siendo misericordioso, piadoso y clemente, sientes su misericordia y piedad y clemencia.”[14]
El experimentar la misericordia de Dios hizo de Juan de Yepes un insigne practicante de la misericordia con los demás.
“A nuestro Juan de Yepes, a lo largo de la vida –con ser hombre retraído, como si no mirase dentro de sí-, se le iban los ojos hacia toda necesidad que pidiese remedio… Tan embebido como andaba siempre en Dios, a la primera ocasión de hacer caridad se volcaba como si se desdoblase y fuese otro”[15]
“No puede ver tristes a sus frailes. Cuando lo está alguno, le llama, sale con él a la huerta se lo lleva incluso al campo para distraerle y consolarle; ya no para hasta que logra trocar la tristeza en alegría.”[16]
“Sus correcciones van envueltas en espíritu de mansedumbre, in spiritu lenitatis… Nadie le ha oído jamás una palabra fuerte ni le ha vista alterado al corregir. Sus súbditos, lejos de exacerbarse, reconocen su falta quedaban decididos a enmendarse. Lejos de andar a la caza de un religioso que fala al silencia para descargar sobre él el peso de las leyes, la han oído toser por el claustro o hacer ruido con el gran rosario que llevaba pendiente de la correa, como un aviso para que los religiosos que estaban hablando fuera de tiempo y lugar se recojan antes de que les vea.
Si, a pesar de esto, sorprende en falta a alguno, le llama a solas y le reprende en particular, evitando que los demás lleguen a enterarse de la falta cometida.”[17]
La tercera Doctora del Carmelo, Santa Teresa de Lisieux, hizo de la misericordia su vocación, como lo hizo del amor:
“Comprendo, sin embargo, que no todas las almas se parezcan; tiene que haberlas de diferentes alcurnias, para honrar de manera especial cada una de las perfecciones divinas.
A mí me ha dado su misericordia infinita, ¡y a través de ella contemplo y adoro las demás perfecciones divinas…! Entonces todas se me presentan radiantes de amor…”[18]
Todo el manuscrito A[19] es una larga meditación de la acción de la misericordia divina en su vida:
“sólo pretendo una cosa: comenzar a cantar lo que un día repetiré por toda la eternidad: “¡¡¡Las misericordias del Señor!!!”…”[20]
“He ahí el misterio de mi vocación, de mi vida entera, y, sobre todo, el misterio de los privilegios que Jesús ha querido dispensar a mi alma… El no llama a los que son dignos, sino a los que él quiere, o, como dice san Pablo: “Tendré misericordia de quien quiera y me apiadaré de quien me plazca. No es, pues, cosa del que quiere o del que se afana, sino de Dios que es misericordioso” (Cta. a los Romanos, cap. IX, v. 15 y 16).”[21]
“me parece que el amor me penetra y me cerca, me parece que ese amor misericordioso me renueva a cada instante, purifica mi alma y no deja en ella el menor rastro de pecado.”[22]
“[Jesús] quería hacer resplandecer en mí su misericordia. Porque yo era débil y pequeña, se abajaba hasta mí y me instruía en secreto en las cosas de su amor.”[23]
En el culmen del camino del amor, se ofrece como víctima al amor misericordioso de Dios. Escribe el día 9 de junio de 1895:
“A fin de vivir en un acto de perfecto amor, yo me ofrezco como víctima de holocausto a tu Amor misericordioso, y te suplico que me consumas sin cesar, haciendo que se desborden sobre mi alma las olas de ternura infinita que se encierran en ti, y que de esa manera llegue yo a ser mártir de tu amor, Dios mío…”[24]
También ella, al saberse misericordiada de Dios, practica la misericordia con sus hermanas de religión:
“Cuanto más unida estoy a él, más amo a todas mis hermanas. Cuando quiero hacer que crezca en mí ese amor, y sobre todo cuando el demonio intenta poner ante los ojos de mi alma los defectos de tal o cual hermana que me cae menos simpática, me apresuro a buscar sus virtudes y sus buenos deseos, pienso que si la he visto caer una vez, puede haber conseguido un gran número de victorias que oculta por humildad, y que incluso lo que a mí me parece una falta puede muy bien ser, debido a la recta intención, un acto de virtud. Y no me cuesta convencerme de ello, pues yo misma viví un día una experiencia que me demostró que no debemos juzgar a los demás.”[25]
“Entonces, para no ceder a la antipatía natural que experimentaba, me dije a mí misma que la caridad no debía consistir en simples sentimientos, sino en obras, y me dediqué a portarme con esa hermana como lo hubiera hecho con la persona a quien más quiero. Cada vez que la encontraba, pedía a Dios por ella, ofreciéndole todas sus virtudes y sus méritos…
No me conformaba con rezar mucho por esa hermana que era para mí motivo de tanta lucha. Trataba de prestarle todos los servicios que podía; y cuando sentía la tentación de contestarle de manera desagradable, me limitaba a dirigirle la más encantadora de mis sonrisas y procuraba cambiar de conversación, pues, como dice la Imitación: Mejor es dejar a cada uno con su idea que pararse a contestar.
Con frecuencia también, fuera de la recreación (quiero decir durante las horas de trabajo), como tenía que mantener relaciones con esta hermana a causa del oficio, cuando mis combates interiores eran demasiado fuertes, huía como un desertor.
Como ella ignoraba por completo lo que yo sentía hacia su persona, nunca sospechó los motivos de mi conducta, y vive convencida de que su carácter me resultaba agradable.”[26]
“La verdad es que en el Carmelo una no encuentra enemigos, pero sí que hay simpatías. Se siente atracción por una hermana, mientras que ante otra darías un gran rodeo para evitar encontrarte con ella, y así, sin darse cuenta, se convierte en motivo de persecución. Pues bien, Jesús me dice que a esa hermana hay que amarla, que hay que rezar por ella, aun cuando su conducta me indujese a pensar que ella no me ama: «Pues si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman». San Lucas, VI.
Y no basta con amar, hay que demostrarlo. Es natural que nos guste hacer un regalo a un amigo, y sobre todo que nos guste dar sorpresas. Pero eso no es caridad, pues también los pecadores lo hacen. Y Jesús nos dice también: «A todo el que te pide, dale, y al que se lleve lo tuyo no se lo reclames».”[27]
“Y ésta es la conclusión que yo saco: en la recreación y en la licencia, debo buscar la compañía de las hermanas que peor me caen y desempeñar con esas almas heridas el oficio de buen samaritano. Una palabra, una sonrisa amable bastan muchas veces para alegrar a un alma triste.”[28]
No hay duda pues, y no podría haberla, que el contemplativo debe practicar las obras de misericordia, tanto corporales como espirituales.
Si bien el monje no siempre tendrá la posibilidad de atender a los pobres que llegan a golpear la puerta del monasterio, o de servir a los huéspedes que se alojan en la hospedería (ya que sólo pueden hacerlo aquellos monjes designados por el Abad o por el Superior), tendrá la posibilidad de visitar y servir al hermano enfermo con caridad, solicitud y paciencia. Por otro lado, le será siempre posible instruir al que no sabe, aconsejar al necesitado, corregir al que yerra, soportar los defectos ajenos, perdonar las ofensas recibidas, consolar al triste, y rezar por vivos y difuntos. Difícilmente transcurra un día en el monasterio sin tener ocasión de practicar alguna de estas obras espirituales de misericordia.
“La misericordia fluye espontáneamente de la caridad. Es ésta difusiva y tiende a comunicarse y beneficiar a todos de lo que posee. La vida del monasterio, mientras hace imposible su práctica en algunos de sus aspectos, deja en otros un amplio margen a su ejercicio. Sólo el Abad o aquellos a quienes él lo encomiende podrán satisfacer el anhelo de perdigarse con los pobres y desvalidos que llamen a la puerta del monasterio. No obstante, las diferencias naturales existentes entre los monjes siempre ofrecerán óptimas ocasiones para escanciar en el vaso exhausto de un hermano el vino de la alegría espiritual, el aceite suave de la misericordia, mostrándose asequible y generoso en su afecto hacia aquellos a quienes la naturaleza ha dotado escasamente, haciéndose presente en la soledad al que está enfermo: cumpliendo con respeto las últimas demostraciones de honor a los que abandonan la tierra; llevando al espíritu atribulado una palabra de consejo que contribuya a encontrar de nuevo la paz; sosteniendo al afligido con el bálsamo de una palabra buena, reanimarlo con demostraciones de compresión que le llenen de consuelo. El monje no puede vivir desinteresado de sus hermanos. Es menester que de su pobreza y austeridad sepa sacar y atesorar las riquezas, si no materiales, al menos espirituales, para satisfacer toda necesidad.”[29]
Por otro lado, ya lo hemos mencionado, el monje que es objeto de la misericordia de otro debe saberse también actor de misericordia. Él es, al mismo tiempo, misericordiado y misericordiante, ya que recibe misericordia de los demás monjes y la practica con ellos.
El monje del IVE
Nuestro Directorio de Vida Contemplativa se hace eco de estas enseñanzas sobre las prácticas de obras de misericordia. Hablando de la oración afirma:
“el monje en su oración pedirá no sólo por sí mismo, sino por todos los hombres, recordando permanentemente lo que enseña el Concilio Vaticano II: “…los institutos de vida contemplativa tienen una importancia particular en la conversión de las almas por sus oraciones, porque es Dios quien, por medio de la oración, envía obreros a la mies (cf. Mt. 9,38), y abre las almas de los no cristianos para escuchar el Evangelio (cf. Act 16,14), y fecunda las palabras de salvación en sus corazones (cf. 1 Cor 3,7)”. Olvidarse de la dimensión apostólica de su consagración a sólo Dios, sería renunciar a la misma, porque en la raíz de su vocación está el pedir por toda la Iglesia.”[30]
Y más adelante:
“Todo monje del Instituto del Verbo Encarnado consagrará su oración y sacrificio por los grandes temas e intenciones de la Iglesia, especialmente por aquellos dones que ningún mérito sino sólo la oración y la penitencia pueden obtener de Dios: la conversión de los pecadores -sobre todo de las almas consagradas-, las intenciones del Santo Padre, el acrecentamiento en cantidad y calidad de las vocaciones sacerdotales y religiosas y la perseverancia de todos los miembros de la Iglesia. Rezarán y ofrecerán penitencias, por las almas del Purgatorio, por el ecumenismo, por la vida de la Iglesia, por la promoción humana, y otros problemas que hacen a la realización del orden temporal según Dios y a la instauración del Reino de Dios en las almas.”[31]
También se establecen normas sobre las obras de misericordia:
“De acuerdo con la tradición monástica, atiéndase con especial solicitud a los pobres, los enfermos, y a los desamparados, que manifiestan especialmente la Pasión de Cristo en sus miembros.”[32]
Y siguiendo la tradición benedictina, se nos manda socorrer a los necesitados y alojar a los visitantes:
“regalar a los pobres, vestir al desnudo, visitar a los enfermos, enterrar a los muertos…. Estas actividades no implicarán obras de caridad organizadas o institucionalizadas, sino atención a las personas que espontáneamente asistan al monasterio.[33]
“A todos los huéspedes que llegan al monasterio recíbaseles como al mismo Cristo, pues Él ha de decir: huésped fui y me recibisteis. Y tribútese a todos el honor debido, en especial a nuestros hermanos en la fe y a los peregrinos.”[34]
Sobre la atención a los enfermos, se dice:
“Cuando en el monasterio haya enfermos se les tendrá en la estima que merecen, y serán una fuente de gracia para todos. Los miembros doloridos son los que exigen la primera y más delicada atención, y se los servirá con la conciencia de que es a Cristo en persona a quien se sirve, pues Él mismo quiso identificarse con ellos… El que sirve a un enfermo lo hará con el mismo afán con que lo haría por Cristo, y si a cambio de sus delicadezas recibe en premio desatenciones y molestias, las recibirá con paciencia y considerará con gozo, ya que precisamente con eso aumenta el mérito.”[35]
A modo de conclusión
El contemplativo ha de ser misericordioso en sus acciones, en sus palabras, en su oración, en su penitencia. Toda su vida, en cualquier lugar o circunstancia, debe reflejar la misericordia del Padre “rico en misericordia”.
Jesús mismo le reveló a Sor Faustina Kowalska el plan misericordioso a seguir:
“Exijo de ti obras de misericordia que deben surgir del amor hacia Mí. Debes mostrar misericordia siempre y en todas partes. No puedes dejar de hacerlo ni excusarte ni justificarte.
Te doy tres formas de ejercer misericordia: la primera, -la acción, la segunda -la palabra, la tercera – la oración. En estas tres formas está contenida la plenitud de la misericordia y es el testimonio irrefutable del amor hacia Mí. De este modo el alma alaba y adora Mi Misericordia.“[36]
El alma unida a su divino Esposo y Maestro no quiere otra cosa sino transformarse en El y ser reflejo de su misericordia. Admirablemente expresa Sor Faustina este modo de actuar misericordioso. He aquí sus palabras que constituyen todo un plan de vida para el cristiano, en general, y para el contemplativo, en particular:
“Deseo transformarme toda en Tu misericordia y ser un vivo reflejo de Ti, oh Señor. Que este más grande atributo de Dios, es decir su insondable misericordia, pase a través de mi corazón al prójimo.
Ayúdame, oh Señor, a que mis ojos sean misericordiosos, para que yo jamás recele o juzgue según las apariencias, sino que busque lo bello en el alma de mi prójimo y acuda a ayudarla.
Ayúdame a que mis oídos sean misericordiosos para que tome en cuenta las necesidades de mi prójimo y no sea indiferente a sus penas y gemidos.
Ayúdame, oh Señor, a que mi lengua sea misericordiosa para que jamás hable negativamente de mis prójimos sino que tenga una palabra de consuelo y perdón para todos.
Ayúdame, oh Señor, a que mis manos sean misericordiosas y llenas de buenas obras para que sepa hacer sólo el bien a mi prójimo y cargue sobre mí las tareas más difíciles y más penosas.
Ayúdame a que mis pies sean misericordiosos para que siempre me apresure a socorrer a mi prójimo, dominando mi propia fatiga y mi cansancio. (…)
Ayúdame, oh Señor, a que mi corazón sea misericordioso para que yo sienta todos los sufrimientos de mi prójimo (…)[37]
San Juan afirma que “Dios es amor” (1Jn 4,8), y San Juan Pablo II nos dice que la misericordia es el segundo nombre del amor[38]. Por tanto, podemos decir que Dios es misericordia.[39] Dios es amor en sí mismo y cuando ese amor se vuelca en la creación, en la redención y en la santificación es misericordia. El amor del Padre que nos ha creado es misericordia; el amor del Hijo que nos ha redimido es misericordia; el amor del Espíritu Santo que nos ha santificado es misericordia. Dios que es el mismo Amor, es la misma Misericordia.
Jesús nos manda amarnos unos a otros como él nos ha amado (cf. Jn 13,24) y, al mismo tiempo, ser misericordiosos como el Padre celestial es misericordioso (cf. Lc 6,36). Amor y misericordia son dos caras de la misma moneda; no pueden separarse, pues fueron inseparables en Dios. Nosotros, criaturas hechas a su imagen y semejanza (cf. Gen 1,26), hemos de reflejarlas en nuestro accionar cotidiano.[40] Quien ama a Dios y al prójimo debe ser misericordioso; quien no es misericordioso, no ama ni al prójimo ni a Dios. Y quien no ama y no practica la misericordia, un juicio severo le espera, un juicio sin misericordia, como ya lo hemos indicado.[41]
Sólo nos resta elevar nuestra mirada y nuestro corazón a quien es Madre de la Misericordia Encarnada y Madre de misericordia, María Santísima. Ella que, como nadie, experimentó la misericordia divina por estar íntimamente asociada a la pasión de su divino Hijo,[42] y que la practicó como ninguna otra criatura lo ha hecho, nos conceda la gracia de poder nosotros ser instrumentos de misericordia y manifestar al mundo la novedad de la realidad divina: que Dios es Padre, rico en misericordia.
[4] Ibidem XXIII, 1-5. Pueden verse sobre este tema de la corrección de las faltas los capítulos XXIII a XXVIII. El lenguaje usado por San Benito muestra cuán esencial era en su mente la práctica fiel de la obediencia a la Regla y de la caridad entre los hermanos.
[7]Moradas Terceras, 1,3, en SANTA TERESA DE JESUS, Obras Completas, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1986, 488.
[8]Vida, 19,15, Obras Completas, op. cit., 108. En ediciones anteriores de las Obras Completas editadas por la BAC, como las de 1962 y 1979, el texto citado aparece en Vida 19,17, página 77 y 89, respectivamente.
[9]Cuentas de Conciencia, 14,3, Obras Completas, op. cit., 600.
[10]Camino de Perfección, versión del Escorial, 63,2, Obras Completas, op. cit., 391.
[11]Camino de Perfección, versión de Valladolid, 36,12, Obras Completas, op. cit., 395.
[12]Dichos de luz y amor, 26, en S. JUAN DE LA CRUZ, Obras Completas, Editorial Monte Carmelo, Burgos 1982, 67.
[13]Cantico Espiritual B, 31,8, Obras Completas, op. cit., 1107.
[14]Llama de amor viva, 3,6, Obras Completas, op. cit., 1269.
[15] EFREN DE LA MADRE DE DIOS-STEGGINK OTGER, Tiempo y vida de San Juan de la Cruz, BAC, Madrid 1992, 104.
[16] CRISOGONO DE JESÚS, Vida de San Juan de la Cruz, en Vida y obras de San Juan de la Cruz, BAC, Madrid 1955, 301.
[36] SANTA FAUSTINA KOWALSKA, Diario, 742, en SANTA MARIA FAUSTINA KOWALSKA, Diario, La Divina Misericordia en mi alma, Ediciones Levántate, Granada 2003, 305. (El resaltado está en el texto original). “Tú Mismo me mandas ejercitar los tres grados de la misericordia. El primero, la obra de misericordiosa, de cualquier tipo que sea. El segundo, la palabra de misericordia; si no puedo llevar a cabo una obra de misericordia, ayudaré con mis palabras. El tercero, la oración. Si no puedo mostrar misericordia por medio de obras o palabras, siempre puedo mostrarla por medio de la oración. Mi oración llega hasta donde físicamente no puedo llegar.” Diario, 163, op. cit., 109.
[39] “Cuando nos damos cuenta que el amor de Dios por nosotros no cesa ante nuestro pecado ni se retracta ante nuestras ofensas, sino que se hace aún más atento y generoso; cuando nos damos cuenta que este amor causó la Pasión y Muerte de la Palabra hecha carne, quien consintió redimirnos al precio de su propia sangre, entonces exclamamos con gratitud: ‘Sí, el Señor es rico en misericordia’, y aún: ‘El Señor es misericordia’.” RP, 2.
[40] Considerando que amor y misericordia son inseparables y, aún más, convertibles entre sí, podríamos reemplazar la palabra amor por la palabra misericordia y sus derivados misericordiar y misericordiado, usados por el Papa, en el texto admirable de la Primera Carta de San Juan del capítulo 4, versículos 7-11. Quedaría del siguiente modo: “Queridos, misericordiémonos unos a otros, ya que la misericordia es de Dios, y todo el que misericordia [es decir -usada en su forma verbal- el que practica la misericordia con el prójimo] ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no misericordia [al prójimo] no ha conocido a Dios, porque Dios es Misericordia. En esto se manifestó la misericordia que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él. En esto consiste la misericordia: no en que nosotros hayamos misericordiado a Dios, sino en que él nos misericordió y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados. Queridos, si Dios nos misericordió de esta manera, también nosotros debemos misericordiarnos unos a otros.”
[41] “Si el alma no practica la misericordia de alguna manera no conseguirá Mi misericordia en el día del juicio. Oh, si las almas supieran acumular los tesoros eternos, no serían juzgadas, porque su misericordia anticiparía Mi juicio.” SANTA FAUSTINA KOWALSKA, Diario, 1317, op. cit., 471-472. (El resaltado está en el texto original).