Archivos de categoría: Formación católica

EL NOMBRE DE JESÚS – FULTON SHEEN

La salvación que se promete con el nombre «Jesús» no es una salvación social, sino más bien espiritual. No habría de salvar necesariamente a la gente de la pobreza, sino del pecado.

Fulton Sheen

El nombre «Jesús» era muy corriente entre los judíos. En la forma hebrea originaria era «Josué». El ángel dijo a José que María Parirá un hijo, al que darás el nombre de Jesús; porque Él salvará a su pueblo de sus pecados. (Mt 1, 21)

La primera indicación de la naturaleza de su misión sobre la tierra no hace mención de su doctrina, ya que la doctrina sería ineficaz a menos que primero hubiera la salvación. Al mismo tiempo se le dio otro nombre, el de «Emmanuel».

He aquí que la Virgen concebirá y dará a luz un hijo, y será llamado Emmanuel; que, traducido, quiere decir: Dios con nosotros. (Mt 1, 23)

Este nombre fue tomado de la profecía de Isaías, y aseguraba algo además de la divina presencia: junto con el nombre «Jesús», significaba una divina presencia que libera y salva. El ángel también dijo a María:

Y he aquí que concebirás en tu seno, y darás a luz un hijo, y le darás el nombre de Jesús. Él será grande y será llamado Hijo del Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David su padre, y reinará sobre la casa de Jacob eternamente; y su reino no tendrá fin. (Lc 1, 31-33)

El título «Hijo del Altísimo» es el mismo que dio al Redentor el mal espíritu que tenía obseso al joven de Gerasa. De este modo, el ángel caído confesó que Él era lo mismo que el ángel no caído había anunciado que sería:

¿Qué quieres de mí, Jesús, Hijo del Dios Altísimo? (Mc 5, 7)

La salvación que se promete con el nombre «Jesús» no es una salvación social, sino más bien espiritual. No habría de salvar necesariamente a la gente de la pobreza, sino del pecado. Destruir el pecado es arrancar las raíces de la pobreza. El nombre «Jesús» evocó para los judíos el recuerdo de aquel gran caudillo que los llevó a la tierra prometida. El hecho de que Jesús estuviera prefigurado por Josué indica que poseía las cualidades militares necesarias para la victoria final sobre el mal, victoria que provendría de la aceptación gozosa del sufrimiento, del valor inquebrantable, de la resolución de la voluntad y de la firme devoción al mandato del Padre.

El pueblo judío, esclavizado bajo el yugo romano, anhelaba liberación; de ahí que presintiera que todo cumplimiento profético de Josué tendría algo que ver con la política. Más tarde la gente le preguntaría cuándo iría a liberarlos del poder del césar. Pero aquí, en el mismo comienzo de su vida, el divino soldado afirmaba por medio de un ángel que habría que vencer a un enemigo mayor que el césar. De momento tenían que dar al césar las cosas que fuesen del césar, ya que la misión de Él era librarlos de una tiranía mucho más grande, la del pecado. Durante toda su vida, el pueblo continuaría materializando el concepto de salvación, creyendo que la liberación había de interpretarse solamente en términos de política. El nombre de «Jesús», o «Salvador», no le fue dado después de haber obrado la salvación, sino en el preciso instante en que fue concebido en las entrañas de su madre. El fundamento de su salvación se hallaba en la eternidad, y no en el tiempo.

LA ALEGRÍA QUE BROTA DE LA FE

Alegraos siempre en el Señor… Flp 4,4

El desierto y el yermo se regocijarán, se alegrarán el páramo y la estepa” (Is 35, 1). Una insistente invitación a la alegría caracteriza la liturgia de este tercer domingo de Adviento, llamado domingo “Gaudete”, porque precisamente “Gaudete” es la primera palabra de la antífona de entrada. “Regocijaos”, “alegraos”. Además de la vigilancia, la oración y la caridad, el Adviento nos invita a la alegría y al gozo, porque ya es inminente el encuentro con el Salvador.”[1]

Si en el primer domingo de este Adviento, la Iglesia nos invitaba a reavivar nuestra esperanza para la llegada del Mesías, en el domingo pasado (IIº del Adviento), nos propuso una especie de figura perfecta de esta esperanza, de esta preparación: Juan el Bautista, primo del Señor, profeta elegido por Dios. Hombre realmente grande, como lo hemos escuchado de la boca del mismo Jesús en el Evangelio de hoy: “En verdad os digo que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan el Bautista”. Ahora, en este domingo IIIº del Adviento, estamos ya muy cerca de la Navidad y el tema que nos circunda en la liturgia de hoy es sí, de la alegría, como señalaba el Papa Juan Pablo II en las palabras mencionadas antes, pero además de esto, podemos fundamentar esta alegría en la fe, una fe consistente, confirmada con hechos; fe que recoge la esperanza confiada de todos los profetas y justos del Antiguo Testamento hasta Juan el Bautista.

La pregunta que Juan manda hacerle al Señor: “¿Eres tú el que ha de venir o tenemos que esperar a otro?” Es la concatenación de toda la historia de la salvación antes del Señor encarnarse, desde que Adán y Eva pecaron, la humanidad esperaba por este momento.

La respuesta del Señor no deja lugar a dudas: “Id a anunciar a Juan lo que estáis viendo y oyendo…” No solamente soy el que debería venir, sino que lo estoy comprobando con las obras, ellas dan testimonio de mí (Cfr. Jn 5, 36). Créanme, crean en las obras que hago. Es lo que ha predicho hace muchos años el profeta Isaías: “Entonces se despegarán los ojos de los ciegos, los oídos de los sordos se abrirán; entonces saltará el cojo como un ciervo.” (Is 35, 1-6ª.10) Por esto es que el desierto y el yermo se regocijarán, se alegrará la estepa y florecerá, germinará y florecerá como flor de narciso, festejará con gozo y cantos de júbilo. […] ¡He aquí vuestro Dios!

“Aquí radica la razón profunda de nuestra alegría: en Cristo se cumplió el tiempo de la espera. Dios realizó finalmente la salvación para todo hombre y para la humanidad entera. Con esta íntima convicción nos preparamos para celebrar la fiesta de la santa Navidad, acontecimiento extraordinario que vuelve a encender en nuestro corazón la esperanza y el gozo espiritual.”[2] Y solamente “aguardamos con esperanza segura la segunda venida de Cristo, porque hemos conocido la primera”[3], decía el Papa Benedicto XVI. Hay un himno de vísperas para este tiempo, en portugués, que es muy hermoso y sintetiza muy bien esta realidad de la que hablamos, trata de una certeza: la venida primera en la que creemos, y habla de la venida segunda, que confiadamente esperamos:

Não foi para punir este mundo

que ele veio na vinda primeira.

Ele veio sarar toda chaga

e salvar quem no mal perecera.

Mas a vinda segunda anuncia

que o Cristo Senhor vai chegar,

para abrir-nos as portas do reino

e os eleitos no céu coroar.[4]

Es esta la fe que tenemos y profesamos, esto es lo que fundamenta nuestra esperanza.

Así como la semana pasada tuvimos a Juan el Bautista como modelo de la esperanza de la cual hablábamos en el primer domingo, en el próximo domingo, ya a las puertas de la Navidad, la liturgia nos llevará a contemplar un modelo acabado de esta fe de la que estamos hablando hoy: la Sagrada Familia. En efecto, el Evangelio del nacimiento del Señor de San Mateo será propuesto para la semana que viene, y en la docilidad con que tanto José, pero también -y especialmente- María han acogido su misión, es de una fe que impresiona e inspira a cualquiera.

Un detalle muy interesante y que me parece, merece la pena considerarlo, es que la alegría que estamos celebrando hoy en este domingo Gaudete, originaria de la fe sólida en el cumplimiento de las promesas y profecías del Antiguo Testamento, se manifiesta en todos los aspectos, siempre muy sencilla, humilde, más íntima y recogida. En efecto, es una alegría totalmente distinta de la del mundo. Una alegría nacida del silencio, de la pobreza y de la sencillez interior. Incluso la penitencia tomada en días anteriores debe vivirse con gozo, porque es parte del camino que nos acerca al Señor.

Es posible imaginar la escena: los pastores, humildes hombres que trabajaban en el campo para sustentar a sus familias, sabían de algún modo, por algún resquicio de formación religiosa que habrán tenido en su vida, que debía venir el Mesías. Imaginar a los reyes magos, venidos de Oriente, caminando. Todos ellos fatigados, separados quizás por algunos días, sin embargo, se presentan delante de la cuna, en el pesebre. A ellos se les podría consolar con las palabras de Isaías que escuchamos en la primera lectura de hoy: “Fortaleced las manos débiles, afianzad las rodillas vacilantes; decid a los inquietos: ‘Sed fuertes, no temáis. ¡He aquí vuestro Dios! Llega el desquite, la retribución de Dios. Viene en persona y os salvará.” (Is 35, 10)

Aquí es donde justamente encontramos el modelo para vivir -y recibir- esta alegría a la cual nos invita la Iglesia en este día: reconocerse humildes y necesitados de Dios y buscar en Él consuelo. A esto se encaminan las palabras de Juan Pablo II: “Al reconocerse humildes, pobres y necesitados de la ayuda de Dios, los creyentes se unen para acoger a su Mesías que está a punto de venir. Vendrá en el silencio, en la humildad y en la pobreza del pesebre, y a quien le abra el corazón le traerá su alegría.[5]

Que la Santísima Virgen María, Madre de la Esperanza, Modelo de Fe, Alegría de los Humildes nos alcance la gracia de verdaderamente alegrarnos con la presencia del Señor que llega, que ya llega para regir la tierra (Cfr. Sl 97,9), y que muy pronto vendrá para juzgar al mundo y conducir a las moradas eternas a los que perseverantes han esperado con paciencia la venida del Señor. (Cfr. St 5,7)

Ave María Purísima.

P. Harley Carneiro, IVE

 

[1] Homilía San Juan Pablo II en Roma el Domingo 16 de diciembre de 2001

[2] Ibid.

[3] Ángelus del Papa Benedicto XVI en la Plaza de San Pedro el Domingo 16 de diciembre de 2007

[4] Tr: No fue para punir este mundo / que Él vino en su venida primera. / Él vino curar toda llaga / y salvar quién en el mal perecerá // Pero la venida segunda anuncia / que el Cristo Señor va a llegar, / para abrirnos las puertas del reino / y a los elegidos en el cielo coronar.

[5] Homilía San Juan Pablo II en Roma el Domingo 16 de diciembre de 2001

DE LA PREHISTORIA A LA HISTORIA – FULTON SHEEN

Belén se convirtió en un eslabón entre el cielo y la tierra; Dios y el hombre se encontraron allí y se miraron cara a cara. Al asumir la carne humana, el Padre la preparó, el Espíritu la formó y el Hijo la recibió. El que tenía un nacimiento eterno en el seno del Padre tuvo ahora un nacimiento temporal. 

Fulton Sheen

«El Verbo se hizo carne.» La naturaleza divina, que era pura y santa, entró como principio renovador en la línea corrompida de la raza de Adán, sin ser afectada por la corrupción. Por medio de su nacimiento virginal, Jesucristo llegó a convertirse en un principio operativo en la historia humana sin hallarse sujeto al pecado.

Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros; y vimos su gloria, gloria que tuvo de su Padre, como Unigénito, lleno de gracia y de verdad. (Jn 1, 14)

Belén se convirtió en un eslabón entre el cielo y la tierra; Dios y el hombre se encontraron allí y se miraron cara a cara. Al asumir la carne humana, el Padre la preparó, el Espíritu la formó y el Hijo la recibió. El que tenía un nacimiento eterno en el seno del Padre tuvo ahora un nacimiento temporal. El que había nacido en Belén vino a nacer en los corazones de los hombres. Porque, ¿de qué habría servido que hubiera nacido mil veces en Belén, a menos que naciera de nuevo en el hombre?

Mas a todos los que le recibieron les dio privilegio de ser hechos hijos de Dios. (Jn 1, 12)

Ahora el hombre no necesita esconderse de Dios, como hizo en otro tiempo Adán, ya que Él puede ser visto a través de la naturaleza humana de Cristo. Al hacerse hombre, Cristo no ganó ninguna nueva perfección, ni tampoco perdió nada de lo que poseía como Dios. Hallábase la omnipotencia de Dios en el movimiento de su brazo; el infinito amor de Dios en los latidos de su corazón humano, y la inconmensurable compasión de Dios hacia los pecadores en el brillo de sus ojos. Dios ha sido manifestado ahora en la carne; he aquí a lo que llamamos la encarnación. Toda la serie de atributos divinos de poder, bondad, justicia, amor y belleza se hallaban en Él. Y cuando nuestro divino Señor obraba y hablaba, Dios, en su naturaleza perfecta, se manifestaba a los que lo veían y escuchaban sus palabras o tocaban su cuerpo. Tal como Él mismo dijo más tarde a Felipe:

El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. (Jn 14, 9)

Nadie puede amar una cosa a menos que pueda rodearla con sus brazos. Y el cosmos es demasiado grande y abulta demasiado. Pero tan pronto como Dios llegó a ser un niño y fue envuelto en pañales y colocado en un pesebre, entonces la gente pudo decir: «Éste es Emmanuel, éste es Dios con nosotros’.» Por el hecho de descender Él hasta la frágil naturaleza humana y elevar a ésta hasta la incomparable prerrogativa de la unión con Él mismo, fue dignificada la naturaleza humana. Tan real era esta unión, que siendo propiamente humanos todos sus actos y palabras, todas sus congojas y lágrimas, todos sus pensamientos y razonamientos, resoluciones y emociones, eran al mismo tiempo los actos y las palabras, las congojas y las lágrimas, los pensamientos y razonamientos, las resoluciones y emociones del eterno Hijo de Dios.

Lo que los hombres denominan encarnación no es sino la unión de dos naturalezas, la divina y la humana, en una sola persona que gobierna a una y otra. Esto no es difícil de entender, puesto que, después de todo, ¿qué es el hombre, sino un ejemplo, a un nivel inconmensurablemente más bajo, de unión de dos substancias completamente diferentes, una material y otra inmaterial, una el cuerpo, otra el alma, regidas por una única personalidad humana? ¿Qué existe más distinto entre sí, que los poderes y facultades de la carne y el espíritu? Procediendo a su unidad, ¿qué dificultad habría, sin embargo, en concebir un momento en que el alma y el cuerpo estuvieran unidos en una sola personalidad? Que se hallen de tal manera unidos, constituye una experiencia bien clara para cualquier mortal. Y, con todo, es una experiencia que a nadie extraña, porque estamos familiarizados con ella.

Dios, que junta el cuerpo y el alma para formar una sola personalidad humana, a pesar de su diferente naturaleza, seguramente podría verificar la unión de un cuerpo humano y un alma humana con su divinidad bajo la fiscalización de su eterna persona. Esto es lo que quiere significarse con:

Y el Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros. (Jn 1, 14)

La persona que asumió la naturaleza humana no fue creada como las demás personas. Su persona fue el Verbo, Palabra o Logos preexistente. Por otra parte, su naturaleza humana derivó de la concepción en el seno de María, en cuya concepción se fundió de la manera más hermosa el asombro del Espíritu con el humano fiat, o consentimiento de la mujer.

Éste es el comienzo de una nueva humanidad a partir del material del linaje caído. El hecho de que la Palabra llegara a hacerse carne, no quería decir que en la divina Palabra, o Verbo divino, se efectuara algún cambio. La Palabra de Dios, al extenderse, no abandonó al Padre. Lo que sucedió no fue tanto la conversión de la Divinidad en carne, como la incorporación del hombre en la Divinidad.

Hubo continuidad con la raza caída del hombre mediante la humanidad tomada de María; hay discontinuidad debido al hecho de que la persona de Cristo es el Logos preexistente. De este modo, Cristo llega a ser literalmente el segundo Adán, el hombre por medio del cual la raza humana empieza de nuevo. Su enseñanza se basaba en la incorporación de las naturalezas humanas a Él, del mismo modo que la naturaleza humana que Él había tomado de María estaba unida al Verbo eterno.

Es difícil para un ser humano llegar a comprender la humildad que implica el hecho de que el Verbo se hiciera carne. Imaginemos, si fuera posible, que una persona humana se despojara de su cuerpo y luego enviara su alma al cuerpo de una serpiente. Ello sería la causa de una doble humillación. Primero, aceptar las limitaciones de un organismo reptil, sabiendo la gran superioridad de la mente del hombre sobre la mente de la serpiente y que los colmillos de ésta no podrían articular adecuadamente unos pensamientos que nunca tuvo serpiente alguna. La segunda humillación consistiría en verse obligado, como resultado de este «vaciamiento de sí mismo», a vivir en compañía de serpientes. Pero todo esto no es nada en comparación con el vaciamiento de Dios, por medio del cual tomó forma de hombre y aceptó las limitaciones de la humanidad, tales como el hambre y la persecución; tampoco fue insignificante para la sabiduría de Dios condenarse a sí mismo a asociarse con pobres pescadores, que tan pocas cosas sabían. Pero esta humillación, que comenzó en Belén cuando fue concebido de María Virgen, fue solamente la primera humillación entre muchas realizadas para contrarrestar el orgullo del hombre, hasta la humillación final de la muerte en la cruz. Si no hubiese habido cruz, no habría existido pesebre; si no hubiera habido clavos, no habría habido paja. Pero no podía enseñar la lección de la cruz como rescate por el pecado; tenía que tomar la cruz. Dios, el Padre, no perdonó a su Hijo… tanto era el amor que sentía por la humanidad. Éste era el secreto que venía envuelto en los pañales.

BELÉN – FULTON SHEEN

Por tanto, vemos que el pesebre y la cruz se hallan en los dos extremos de la vida del Salvador. Aceptó el pesebre porque no había sitio en la posada; aceptó la cruz porque la gente decía: «No queremos por rey a ese hombre.» Expropiado de su derecho al entrar, rechazado cuando se iba, fue colocado al principio en establo ajeno y fue puesto, al fin, en una tumba ajena. 

Fulton Sheen

César Augusto, el mayor burócrata del mundo, se hallaba en su palacio cerca del Tíber. Ante él tenía extendido un mapa en que se veía la siguiente inscripción: Orbis Terrarum, Imperium Romanum. Estaba a punto de decretar un censo del mundo, ya que todas las naciones del mundo civilizado se hallaban sometidas a Roma. No había más que una sola capital para este mundo: Roma; una sola lengua oficial: el latín; un solo gobernante: el césar. La orden partió hacia todas las avanzadas, hacia todos los sátrapas y gobernantes del imperio: todo súbdito romano había de ser empadronado en su propia ciudad. En los confines del imperio, en el pequeño pueblo de Nazaret, unos soldados fijaron en las paredes el bando que ordenaba que todos los habitantes fueran a empadronarse en las ciudades de donde sus familias eran oriundas.

José, el artesano, un oscuro descendiente del gran rey David, tuvo que ir a empadronarse en Belén, la ciudad de David. Conforme a lo decretado, María y José partieron de Nazaret para encaminarse a Belén, que se encuentra a unos ocho kilómetros más allá de Jerusalén. Quinientos años antes, el profeta Miqueas había profetizado con respecto a aquel pueblecillo:

Y tú Belén, tierra de Judá, no eres de ninguna manera el menor entre los príncipes de Judá, porque de ti saldrá un jefe que pastoreará a mi pueblo Israel. (Mt 2, 6)

José se hallaba lleno de esperanza cuando entró en la ciudad de su familia, y estaba completamente convencido de que no tendría dificultad alguna en encontrar albergue para María, sobre todo teniendo en cuenta el estado en que se hallaba. Pero José anduvo de casa en casa y todas estaban atestadas de gente. En vano buscó un sitio donde pudiera nacer aquel a quien pertenecen el cielo y la tierra. ¿Sería posible que el Creador no encontrara un hogar en la creación? José subió la empinada cuesta de una colina, en dirección a una débil luz que brillaba suspendida de una cuerda, delante de una puerta. Debía de ser la posada del pueblo. Allí era donde había mayores posibilidades de encontrar alojamiento. Había sitio para los soldados de Roma que brutalmente habían sojuzgado al pueblo judío; había sitio para las hijas de los ricos mercaderes orientales; había sitio para aquellos personajes ricamente vestidos que vivían en los palacios del rey; había sitio en realidad para todo aquel que tuvo una moneda que entregar al posadero, mas no lo había para quien venía para ser la Posada de todo corazón que estuviera sin hogar en este mundo. Cuando el libro de la historia esté completo hasta la última palabra en lo temporal, la línea más triste de todas será la siguiente: «No había sitio para ellos.»

Por último, José y María descendieron de la colina, se dirigieron a una cueva que servía de establo, adonde a veces los pastores llevaban sus rebaños durante las tormentas, $ allí buscaron su cobijo. Allí, en un sitio de paz, en el abandono solitario de una cueva barrida por el frío viento; allí, debajo del suelo del mundo, aquel que nació sin madre en el cielo había de nacer sin padre en la tierra. De todos los demás niños que vienen al mundo, las personas amigas de la familia pueden decir que se parecen a su madre. Ésta fue la primera vez en el tiempo que hubiera podido decirse que la madre se parecía al Hijo. Tal es la hermosa paradoja del Hijo que hizo a su propia madre; la madre, por su parte, era sólo una criatura. Fue también la primera vez en la historia en que alguien pudo haber pensado que el cielo se encontraba en algún otro lugar más que «en alguna parte de allá arriba»: cuando el Niño se hallaba en sus brazos, María, con sólo bajar la cabeza, podía contemplar el cielo.

En el sitio más repugnante del mundo, en un establo, había nacido la Pureza, Aquel que más tarde había de ser sacrificado por hombres que actuaban como bestias, nació entre bestias. Aquel que habría de denominarse a sí mismo «el pan de la vida que descendió del cielo», fue colocado en un pesebre, que es precisamente el lugar en que comen las reses. Siglos antes, los judíos habían adorado el becerro de oro, y los griegos el asno. Los hombres se inclinaban ante estos animales como ante Dios. El buey y el asno se hallaban ahora presentes para realizar su inocente reparación inclinándose delante de su Dios.

No había sitio en la posada, pero lo hubo en el establo. La posada es el lugar de concurrencia de la opinión pública, el centro de las maneras mundanas, el sitio donde se cita la gente del mundo, los que tienen popularidad y gozan del éxito. Pero el establo es el lugar de los proscritos, de los oscuros, de los olvidados. El mundo no podía haber esperado que el Hijo de Dios naciera — si es que en realidad había de nacer— en una posada. Un establo era el último lugar del mundo en que podía ser esperado. La Divinidad se halla donde menos se espera encontrarla.

Ninguna mente mundana podría haber sospechado jamás que aquel que pudo hacer que el sol calentara la tierra hubiera de necesitar un día a un buey y a un asno para que le calentasen con su aliento; que a aquel que, en el lenguaje de las Escrituras, podía detener la carrera de la estrella Arturo, le sería decretado, en virtud de un censo imperial, el lugar de nacimiento; que aquel que vistió de hierba los campos habría de estar desnudo; que aquel cuyas manos crearon los planetas y los mundos vendría un día en que con sus brazos diminutos no podría alcanzar siquiera a tocar las cervices del ganado; que los pies que hollaban las eternas colinas serían un día demasiado flacos para caminar sobre la tierra; que la eterna Palabra estaría muda; que la omnipotencia se vería envuelta en pañales; que la salvación se recostaría en un pesebre; que el pájaro llegaría a ser incubado en el nido que él mismo se había construido… nadie habría sospechado que al venir Dios a esta tierra se hallara hasta tal punto desvalido. Y ésta es precisamente la razón por la que muchos no quieren creer en Él. La Divinidad se halla siempre donde menos se espera encontrarla.

Si el artista se encuentra en su ambiente en su estudio, porque los lienzos que en él figuran son creación de su propia mente; si el escultor se encuentra en su ambiente en medio de sus estatuas, porque éstas son la obra de sus propias manos; si el labrador se encuentra en su ambiente entre sus vides, porque él mismo las plantó, y si el padre se encuentra en su ambiente entre sus hijos, porque son los suyos, entonces, arguye el mundo, aquel que hizo el mundo debería hallarse en su ambiente, en su propio hogar, en este mundo. Debería venir a él como un artista a su estudio, y como un padre a su hogar; pero esto de que el Creador viniera en medio de sus criaturas para ser ignorado por ellas; esto de que Dios viniera a los suyos para no ser recibido por los suyos; esto de que Dios estuviera sin hogar en su propia casa… todo esto no podía significar más que una sola cosa para la mente mundana: que aquel Niño no podía haber sido Dios de ninguna manera. Y he ahí la razón por la cual no creyeron en Él. La Divinidad se halla siempre donde menos se espera encontrarla. El Hijo del Dios hecho hombre entró en su propio mundo por una puerta trasera.

Exiliado de la tierra, nació debajo de la tierra, y en cierto modo llegó a ser el primer Hombre de las cavernas dentro de la historia escrita. Allí sacudió la tierra hasta sus cimientos. Puesto que nació en una caverna, todos los que desean verle tienen que agacharse. Agacharse es señal de humildad. Los orgullosos se niegan a hacerlo, y por ello pierden de vista a la Divinidad. Sin embargo, aquellos que doblan el espinazo de su ego, de su propio yo, y entran en la cueva, advierten que en realidad no se trata en modo alguno de ninguna cueva, sino que se hallan en un nuevo universo en el cual un Niño está sentado en el regazo de su madre y sostiene el universo en la mano.

Por tanto, vemos que el pesebre y la cruz se hallan en los dos extremos de la vida del Salvador. Aceptó el pesebre porque no había sitio en la posada; aceptó la cruz porque la gente decía: «No queremos por rey a ese hombre.» Expropiado de su derecho al entrar, rechazado cuando se iba, fue colocado al principio en establo ajeno y fue puesto, al fin, en una tumba ajena. Un buey y un asno rodeaban su cuna en Belén; dos ladrones estaban a su lado en el Calvario. Fue envuelto en pañales en su lugar de nacimiento, fue envuelto de nuevo en mortajas, en los pañales de la muerte, en su tumba, y esos lienzos simbolizan en uno y otro caso las limitaciones impuestas a su divinidad cuando asumió la forma humana.

Los pastores que estaban guardando sus rebaños por allí fueron advertidos por los ángeles:

Esto os será la señal: hallaréis al niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. (Lc 2, 12)

Ya llevaba entonces su cruz, la única cruz que un recién nacido podía llevar, una cruz de pobreza, de destierro y limitación. Su intención de sacrificio se traslucía ya en el mensaje que los ángeles cantaron a las colinas de Belén:

Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, que es Cristo el Señor. (Lc 2, 11)

Ya entonces su pobreza había desafiado a la ambición, mientras que el orgullo tenía que habérselas con la humillación de un establo. Que el divino poder, que no admite trabas, pudiera estar fajado con los pañales de un niño es una idea tal que, concebirla, exige una contribución demasiado fuerte para que puedan pagarla las mentes que no piensan más que en el poder. No pueden concebir la idea de la condescendencia divina, o el «hombre rico que se hace pobre para poder llegar a ser rico mediante su pobreza». Los hombres no habrían de tener un signo mayor de la Divinidad que la ausencia de poder en el momento en que lo esperan, el espectáculo de un Niño que dijo que vendría en las nubes del cielo, siendo ahora envuelto en los pañales de la tierra.

Aquel al que los ángeles llaman «Hijo del Altísimo» descendió al barro del que todos nosotros nacimos para llegar a ser uno con el hombre débil, con el hombre caído, igual a él en todas las cosas, salvo en el pecado. Y éstos son los pañales que constituyen su «señal». Si el que es la omnipotencia misma hubiera venido en medio de rayos y truenos, no habría habido señal alguna. No hay señal a menos que ocurra algo contrario a la naturaleza. El resplandor del sol no es ninguna señal, pero un eclipse sí lo es. Él dijo que en el último día su venida sería anunciada por «señales en el sol», quizás una extinción de la luz. En Belén, el divino Hijo se eclipsó, de suerte que sólo los humildes en espíritu pudieran reconocerle.

Sólo dos clases de personas encontraron al Niño: los pastores y los magos; los sencillos y los doctos; aquellos que sabían que no sabían nada y aquellos que sabían que no lo sabían todo. Nunca ha sido visto por el hombre de un solo libro; tampoco lo ha sido nunca por el hombre que cree saber. ¡Ni siquiera a Dios le es posible decir algo al orgulloso! Sólo los humildes pueden encontrar a Dios.

Como acertadamente dijo Caryll Houselander, «Belén es el trasunto del Calvario, tal como el copo de nieve lo es del universo». Esta misma idea expresó el poeta que dijo que, si conociera en todos sus detalles la flor que crece en unas ruinas, conocería también «lo que es Dios y el hombre».

Los científicos nos dicen que el átomo comprende en sí mismo el misterio del sistema solar. No es tan exacto que su nacimiento proyectara una sombra sobre su vida, y que así le condujese a la muerte; fue más bien que la cruz estaba allí desde el principio y proyectaba su sombra hacia su nacimiento. Los mortales corrientes pasan de lo conocido a lo desconocido, sometiéndose a fuerzas que escapan a su dominio; de ahí que podamos hablar de sus «tragedias». Pero Él pasó de lo conocido a lo conocido, desde la razón de su venida, a saber, de ser «Jesús» o «Salvador», a la consumación de su venida, es decir, a la muerte en la cruz. Por lo tanto, no hubo tragedia en su vida, ya que la tragedia implica lo imprevisible, lo incontrolable, lo fatal.

La vida moderna es trágica en cuanto hay en ella oscuridad espiritual y culpa irredimible. Mas para el Niño Jesús no había fuerzas incontrolables; no había para Él ninguna sumisión a cadenas fatalistas de las que no pudiera evadirse; pero había un «trasunto», el del pesebre micro cósmico que resumía, a la manera de un átomo, a macro cósmica cruz del Gólgota. En su primera venida, tomó el nombre de «Jesús», o «Salvador»; sólo en su segunda venida será cuando tomará el nombre de «Juez». «Jesús» no era un nombre que Él tuviera antes de asumir la naturaleza humana; propiamente se refiere al hecho de que estaba unido a su Divinidad, no a que existiera desde toda la eternidad. Algunos dicen: «Jesús enseñó»; tal como dirían: «Platón enseñó», sin pensar una sola vez que su nombre significa «el que salva del pecado». Una vez recibió este nombre, el Calvario llegó a ser completamente una parte de su existencia. La sombra de la cruz que se proyectaba sobre su cuna cubría también el significado de su nombre. Esto era «asunto de su Padre»; y todo lo demás sería algo secundario.

LA PREHISTORIA DE CRISTO – FULTON SHEEN

En la inmensidad de la eternidad, la palabra estaba con Dios. Pero hubo un momento en el tiempo en que Él no había venido de la Divinidad, tal como hay un momento en que un pensamiento de la mente humana no ha sido formulado todavía. 

Fulton Sheen

El Señor que había de nacer de María es la única persona del mundo que tuvo alguna vez una prehistoria; una prehistoria a estudiar no en el cieno primigenio y en las selvas primitivas, sino en el seno del eterno Padre. Aunque apareció como el hombre de las cavernas en Belén, ya que nació en un establo franqueado en la roca, su comienzo en el tiempo como hombre careció de comienzo, como Dios en la inmensidad de la eternidad. Sólo progresivamente fue revelando su divinidad, y esto no fue debido a que fuera creciendo en la conciencia de su divinidad, sino más bien a su deseo de no apresurarse a revelar el propósito de su venida. Al comienzo de su evangelio, refiere san Juan la prehistoria de Cristo como Hijo de Dios:

En el principio era el Verbo, y el Verbo era con Dios; y el Verbo era Dios. Él estaba en el principio con Dios. Todo fue hecho por Él, y sin Él nada fue hecho. (Jn 1, 1-3)

«En el principio era el Verbo.» Todo lo que hay en el mundo ha sido hecho conforme al pensamiento de Dios, pues todas las cosas exigen el pensamiento. Todo pájaro, toda flor, todo árbol fueron hechos conforme a una idea que existía en la divina mente. Los filósofos griegos sostenían que el pensamiento era algo abstracto. Ahora bien, el pensamiento o la Palabra de Dios se nos revelan como algo personal. La sabiduría es revestida de personalidad. Antes de su existencia terrena, Jesucristo es eternamente Dios, la sabiduría, el pensamiento del Padre. En su existencia terrena, Él es aquel pensamiento o Palabra de Dios que habla a los hombres. Las palabras de los hombres desaparecen cuando han sido concebidas y pronunciadas, pero la Palabra de Dios es pronunciada eternamente y jamás puede dejar de ser pronunciada. Por medio de su Palabra, el eterno Padre expresa todo lo que Él entiende, todo lo que Él conoce. Así como la mente conserva consigo misma por medio del pensamiento y ve y conoce el mundo merced a su pensamiento, el Padre se contempla a sí mismo como en un espejo en la persona de su Palabra. La inteligencia finita necesita muchas palabras para expresar ideas; pero Dios habla una vez por todas consigo mismo, una sola Palabra que alcanza el abismo de todas las cosas que son conocidas y pueden ser conocidas. En esa Palabra de Dios se hallan escondidos todos los tesoros de la sabiduría, todos los secretos de las ciencias, todas las formas de las artes, todo el saber de la humanidad. Pero este saber, comparado con la Palabra, es solamente la sílaba más insignificante.

En la inmensidad de la eternidad, la palabra estaba con Dios. Pero hubo un momento en el tiempo en que Él no había venido de la Divinidad, tal como hay un momento en que un pensamiento de la mente humana no ha sido formulado todavía. Así como el sol nunca está sin su resplandor, así el Padre no está jamás sin su Hijo; y así como el pensador no está sin un pensamiento, de la misma manera, en grado infinito, la divina mente no está nunca sin su Palabra. Dios no pasó las eternas edades en una sublime actividad solitaria. Tenía una Palabra con Él, que era igual a Él mismo.

Todo fue hecho por Él y nada sin Él fue hecho. De todo ser Él era la vida; y la vida era la luz de los hombres. Y la luz resplandece en medio de las tinieblas, y las tinieblas no han podido alcanzarla. (Jn 1, 3-5)

Todo lo que existe en el espacio y en el tiempo, existe en virtud del poder creador de Dios. La materia no es eterna; el universo posee una personalidad inteligente que lo respalda, un arquitecto, un constructor, un sustentador. La creación es obra de Dios. El escultor trabaja con mármol, sobre el lienzo trabaja el pintor, pero ninguno de ellos puede crear propiamente nada. Realizan nuevas combinaciones con cosas ya existentes, pero nada más. La creación es obra exclusivamente de Dios. Dios escribe su nombre en el alma de cada ser humano. La razón y la conciencia son el Dios que tenemos dentro de nosotros en el orden natural.

Los padres de la primitiva Iglesia solían hablar de la sabiduría de Platón y de Aristóteles como si se tratara del Cristo inconsciente que tenemos dentro de nosotros. Los hombres son a manera de muchos libros que salen de la prensa divina, y si ninguna otra cosa se halla escrita en ellos, por lo menos el nombre de su Autor se encuentra grabado en la última página. Dios es como la marca de agua del papel, sobre la cual puede escribirse sin que desaparezca jamás.

TIEMPO PARA REAVIVAR NUESTRA ESPERANZA

Domingo I de Adviento – Año A

Hermanos: Comportaos reconociendo el momento en que vivís – Rm 13, 11

“¿Qué es el tiempo?” Cierta vez se preguntaba san Agustín, sin arrojar esfuerzos en intentar descifrar este enigma y acabó por concluir: “Si nadie me lo pregunta, lo sé. Pero si tuviese que explicárselo a alguien no sabría cómo hacerlo.” Esto se da pues el hombre, el ser más excelente -después de los ángeles- que Dios ha creado, está creado justamente en el tiempo, pero al mismo tiempo, valga la redundancia, este mismo hombre, está, en palabras bien poéticas del Doctor Angélico, “en el confín entre el tiempo y la eternidad.”[1] Y como justamente es en este hombre, situado en este marco, que se encuentra el camino por el que la Iglesia desarrolla su misión (Cfr. Redemptor Hominis, 14), nada habría de extrañarnos de que los tiempos, en la Iglesia, sean un auxilio para que el hombre disfrute mejor de esta su condición.

Este es el motivo por el cual hay en la liturgia distintos tiempos bien marcados en la Iglesia, para que el hombre pueda vivir mejor la realidad del más allá del tiempo, de lo que pasa en la eternidad, y también para prepararse para momentos fuertes. Esto sucede, por ejemplo, cuándo tenemos por delante las festividades de la Pascua, donde la Iglesia nos propone un tiempo fuerte de preparación antes, la Cuaresma y después se prolonga por todo el Tiempo Pascual hasta Pentecostés. También pasa lo mismo en Navidad. Hoy empezamos el tiempo del Adviento, preparándonos para el Nacimiento del Niño Dios, fiesta que se prolongará en el tiempo de Navidad que se extiende hasta la fiesta del Bautismo del Señor.

En el tiempo que nos toca vivir ahora, la Iglesia, con su sabiduría milenaria, quiere disponernos y ayudarnos a vivir mejor los acontecimientos que estamos por rememorar. Dice San Luís Beltrán: “Trata nuestra Madre la Iglesia en todo este tiempo de Adviento de disponer y aderezar nuestras almas con doctrinas espirituales, para que en aquel día se hallen vestidas de ropas dignas de tal boda y solemnidad.”[2]

El Papa Benedicto XVI, hablando de este tiempo, en el año 2007 dice en un sermón que “el Adviento es, por excelencia, el tiempo de la esperanza. Cada año, esta actitud fundamental del espíritu se renueva en el corazón de los cristianos que, mientras se preparan para celebrar la gran fiesta del nacimiento de Cristo Salvador, reavivan la esperanza de su vuelta gloriosa al final de los tiempos. La primera parte del Adviento insiste precisamente en la parusía, la última venida del Señor. En efecto, la esperanza cristiana está inseparablemente unida al conocimiento del rostro de Dios, el rostro que Jesús, el Hijo unigénito, nos reveló con su encarnación, con su vida terrena y su predicación, y sobre todo con su muerte y resurrección.”[3]

En efecto, la esperanza cristiana está inseparablemente unida al conocimiento del rostro de Dios, el rostro que Jesús nos reveló con su encarnación y con mayor razón, que se hizo visible, se hizo carne, se hizo objeto de contemplación a la vista del hombre en Navidad, en la gruta en Belén.

Es significativo el hecho de que, para entrar en la Basílica de la Natividad, en Belén, en la parte de los Griegos, haya una diminuta puerta por donde, sí o sí, para entrar en el templo, uno debe abajarse mucho, nos trae a la mente la virtud de la humildad, que fue tan necesaria, y es aún hoy, para reconocer al Niño Dios que va a nacer, la humildad de la gruta, de pesebre, de la cuna que la Sagrada Familia ha improvisado para acoger al Verbo de Dios hecho carne, humildad de los pastores que lo contemplan, de los Magos de oriente, que vienen reconocer que toda su sabiduría no es nada comparada con la Sabiduría eterna que acababa de entrar en el tiempo, en la historia de la humanidad.

Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango y tomó la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. Y así, actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz.” (Cfr. Flp 2,6-11) Este himno cristológico, lo rezamos siempre en la liturgia de las horas, especialmente en las primeras vísperas del Domingo; es un cántico que nos llena de esperanza, nos sintetiza una verdad muy importante que celebramos justamente en Navidad, y que por eso, estamos preparándonos para tal dicha: vamos a recibir a Dios de Dios.

Antes de que Cristo asumiese la carne humana en el seno purísimo de la Virgen María, el acceso a Dios era algo muy lejano para al hombre, por más que en su corazón siempre hubo la inquietud y el deseo de alcanzarlo. Fue necesario que Dios mismo bajase y se nos diese a sí mismo. Santo Tomás lo pone como una razón incluso de conveniencia, pues como se sabe por la filosofía, el bien es difusivo de sí[4], y santo Tomás dice que Dios, siendo la bondad infinita, encontró el mejor y más conveniente modo de entregarse a nosotros, asumiendo nuestra propia naturaleza y abriéndonos la puerta para que también nosotros alcanzásemos el deseo que la serpiente había inculcado en Eva allá en el Edén: Serán como dioses. Pero ahora de la manera correcta.

Aún estando en el punto de convergencia entre el tiempo y la eternidad, y tendiendo naturalmente a este segundo polo, dice el Papa Benedicto XVI que “el hombre es la única criatura libre de decir sí o no a la eternidad, o sea, a Dios. El ser humano puede apagar en sí mismo la esperanza eliminando a Dios de su vida. ¿Cómo puede suceder esto? ¿Cómo puede acontecer que la criatura «hecha para Dios», íntimamente orientada a él, la más cercana al Eterno, pueda privarse de esta riqueza?”[5]

El mismo Papa responde a estas cuestiones diciendo que: “Dios conoce el corazón del hombre. Sabe que quien lo rechaza no ha conocido su verdadero rostro; por eso no cesa de llamar a nuestra puerta, como humilde peregrino en busca de acogida. El Señor concede un nuevo tiempo a la humanidad precisamente para que todos puedan llegar a conocerlo. Este es también el sentido de un nuevo año litúrgico que comienza: es un don de Dios, el cual quiere revelarse de nuevo en el misterio de Cristo, mediante la Palabra y los sacramentos.”[6]

Por eso nosotros debemos aprovechar para empezar, para adentrarnos en este tiempo de Adviento que se inicia, para buscar nuestra esperanza que asumió un rostro de niño; debemos prepararnos para recibir tan grande don, tan inmerecida dádiva. Es un tiempo para aprovechar para renovar nuestra esperanza, justamente en este mundo donde vemos que tan perdida está esta virtud fundamental, precisamente ahora, el Señor nos regala este tiempo, con este propósito, decía Benedicto XVI: “A la humanidad, que ya no tiene tiempo para él, Dios le ofrece otro tiempo, un nuevo espacio para volver a entrar en sí misma, para ponerse de nuevo en camino, para volver a encontrar el sentido de la esperanza.”[7]

Esta esperanza, en definitiva, consiste en esperar a Dios de Dios, como decíamos, y por lo tanto, en orientar el corazón hacia el cielo, donde nos encontraremos con Él.

La tradición espiritual resume esta actitud interior con una frase muy conocida de San Juan de la Cruz, el místico maestro de Fontiveros: “Olvido de lo criado, memoria del Criador, atención a lo interior, y estarse amando al Amado.”[8]

El olvido de lo creado implica dejar a un lado, en este ejercicio de memoria, todo lo material y todo aquello que nos ocupa o distrae: el dinero, el trabajo, lo que sentimos en ese momento, el aburrimiento… Es un gesto de abandono interior, olvidarse de todo lo del mundo, incluso de uno mismo para dejar espacio a Dios.

La memoria del Creador consiste en pensar en Dios a través de su Palabra, trayéndolo a la mente con sencillez.

La atención a lo interior se vive en el silencio, que permite encontrarse con uno mismo y con Dios.

Y por fin, la actitud de estarse amando al Amado es descubrir que, una vez que has conseguido atender a lo interior, ya sólo te queda amar a Dios, a este Dios que tanto nos ama, que quiso venir a habitar en un cuerpito pequeñito, que cupo dentro de un pequeño cajoncito de madera, llevando consigo toda su ternura y teniendo en sus cándidas sonrisas y tiernas manitas, el poder de reavivar nuestra esperanza y colmarnos de la alegría más verdadera que uno jamás podría imaginar.

Aprovechemos, queridos hermanos, para prepararnos para esta Navidad que se acerca, que está ahí, a las puertas, con un corazón generoso y al mismo tiempo lleno de esperanza, de ver al Niño Dios que va a nacer.

¡Ave María Purísima!

P. Harley Carneiro, IVE

[1] In I De Causis, lect. II, s.15.

[2] San Luís Beltrán, Obras y sermones, vol. I, pp.10-14

[3] Homilía del Papa Benedicto XVI en la Basílica de San Pedro el Domingo 1 de diciembre de 2007

[4] Cfr. S.Th. IIIª Pars, q.1

[5] Homilía del Papa Benedicto XVI… op. cit.

[6] Ibid.

[7] Ibid.

[8] Obras Completas, p. 81, Suma de la perfección, Ed. Maestros Espirituales Carmelitas, Burgos, 2021, 10ª Edición

LA ANUNCIACIÓN – FULTON SHEEN

En la plenitud del tiempo, vino un ángel de luz desde el gran trono de luz hasta una virgen arrodillada en oración, para preguntarle si estaba dispuesta a dar a Dios una naturaleza humana.

Fulton Sheen

Toda civilización ha tenido una tradición que le habla de una pasada edad dorada. Un registro judaico más preciso nos refiere la caída de un estado de inocencia y felicidad debido a un hombre que fue tentado por una mujer. Si una mujer desempeñó tal papel en la caída del género humano, ¿no habría de desempeñar un gran papel en su restauración? Y si hubo un paraíso perdido en el cual se celebraron las primeras nupcias del hombre y la mujer, ¿no podría haber un nuevo paraíso en el que se celebraran las nupcias de Dios y el hombre? En la plenitud del tiempo, vino un ángel de luz desde el gran trono de luz hasta una virgen arrodillada en oración, para preguntarle si estaba dispuesta a dar a Dios una naturaleza humana. La respuesta de ella fue que «no conocía hombre», y que, por lo tanto, no podía ser la madre del «Esperado de las naciones».

No puede haber nacimiento sin amor. En esto, la doncella tenía razón. Para engendrar una nueva vida se requieren los fuegos del amor. Pero es que, además de la pasión humana que engendra la vida, existe la «pasión desapasionada y la vehemente serenidad» del Espíritu Santo; y fue éste el que asombró a la mujer y engendró en ella a Emmanuel, o sea a «Dios con nosotros». En el momento en que María pronunció la palabra fiat, o «hágase», sucedió algo más grande que el fíat lux («hágase la luz») de la creación, ya que la luz que ahora estaba haciéndose no era el sol, sino el Hijo de Dios en la carne. Al pronunciar María su fiat, consumó todo el papel propio de la feminidad, el de ser portadora de los dones que Dios hace al hombre. Hay una receptividad pasiva en la cual la mujer dice fiat al cosmos al participar en su ritmo, fiat al amor del hombre en el momento en que lo recibe, y fiat a Dios cuando recibe el Espíritu.

Los niños no vienen al mundo siempre como resultado de un distinto acto de amor de hombre y mujer. Aunque el amor es querido entre los dos, el fruto de su amor, que es el hijo, no es querido de la misma manera que el amor del uno para el otro. En el amor humano existe un elemento indeterminado. Los padres no saben si el hijo será niño o niña, o la hora exacta de su nacimiento, porque la concepción se pierde en cierta desconocida noche de amor. Los hijos son más tarde aceptados y amados por sus padres, pero nunca fueron directamente queridos en sí mismos.

Pero en la anunciación el Hijo no fue aceptado de una manera imprevista, sino que el Hijo fue querido. Hubo una colaboración entre la mujer y el Espíritu del divino Amor. El consentimiento fue voluntario bajo el fiat; la cooperación física fue libremente ofrecida por medio de la misma palabra.

Las otras madres se hacen conscientes de su maternidad por medio de cambios fisiológicos que se producen en su interior; María llegó a ser consciente de la suya en virtud de un cambie espiritual operado por el Espíritu Santo. Probablemente recibió un éxtasis espiritual mucho más grande que el que se concede al hombre y a la mujer en el acto unitivo de su amor.

De la misma manera que la caída del hombre fue un acto libre, así también la redención había de ser libre. Lo que llamamos anunciación fue en realidad la petición que Dios hizo a una criatura para que le diera su libre consentimiento de ayudarle a incorporarse a la humanidad. Supongamos que en una orquesta un músico produce libremente una nota desafinada. El director es competente, la música está correctamente anotada y es fácil de ejecutar, pero el músico, con su libre albedrío, introduce una disonancia que inmediatamente pasa al espacio. El director puede hacer una de estas dos cosas: ordenar que se comience de nuevo la pieza o pasar por alto la disonancia. En realidad, poco importa lo que haga, puesto que la nota falsa sigue viajando por el espacio a muchos metros por segundo, y en tanto continúe habrá una disonancia en el universo. ¿Existe algún medio para restablecer en el mundo la armonía? Sólo puede hacerlo alguien que venga de la eternidad y detenga la nota en su rápida carrera. Pero ¿será todavía una nota falsa?

La falta de armonía sólo puede destruirse de una manera. Si aquella nota se convierte en la primera nota de una nueva melodía, entonces se hará armoniosa. Esto fue precisamente lo que ocurrió con el nacimiento de Jesucristo. Se había producido una nota falsa de disonancia moral introducida por el primer hombre, que infectó a la humanidad entera. Dios podía haberla pasado por alto, pero ello habría representado para Él una violación de la justicia, cosa que es, naturalmente, inconcebible. Lo que hizo, por tanto, fue pedir a una mujer, la cual representaba a la humanidad, que le diera libremente una naturaleza humana con la cual Él iniciaría una nueva humanidad. Así como había una vieja humanidad en Adán, habría una nueva humanidad en Cristo, el cual era Dios hecho hombre merced a la libre actuación de una madre humana. Cuando el ángel se apareció a María, Dios estaba anunciando este amor para la nueva humanidad. Era el comienzo de una nueva tierra, y María llegó a ser «un paraíso ceñido de carne para ser labrado por el nuevo Adán». Así como en el primer jardín Eva trajo la destrucción, en el jardín de su vientre María traería la redención.

Durante los nueve meses que Él estuvo enclaustrado en ella, todo alimento, el trigo, las uvas que ella consumía, servían a modo de natural eucaristía que pasaba al ser de aquel que más tarde habría de declarar que era el pan y el vino de la vida. Pasados los nueve meses, el lugar adecuado para que Él naciera fue Belén (Bethlehem), que significa «casa de pan». Posteriormente Él había de decir:

Porque el pan de Dios es aquel que descendió del cielo y da la vida al mundo. (Jn 6, 33(

Yo soy el pan de vida; el que viene a mí jamás tendrá hambre.

(Jn 6, 35)

Cuando el divino Niño fue concebido, la humanidad de María le dio manos y pies, ojos y oídos, y un cuerpo con el cual pudiera sufrir. De la misma manera que los pétalos de una rosa después de haber caído en ellos el rocío se cierran sobre éste como si quisieran absorber sus energías, así también María, como la mística Rosa, se cerró sobre aquel que el Antiguo Testamento había descrito como un rocío que desde el cielo descendía sobre la tierra. Cuando por fin le dio a luz, fue como si se abriera un gran copón y ella estuviera sosteniendo en sus dedos a la Hostia del mundo, como si dijera: «He aquí que éste es el Cordero de Dios; he aquí el que quita los pecados del mundo.»

Cristo Rey

¡Dejémosle reinar y cooperemos a su reinado!

Homilía del Domingo

Queridos hermanos:

Para los que han tenido la maravillosa oportunidad de realizar ejercicios espirituales según el método de san Ignacio, la “contemplación de Cristo Rey” resulta gratamente familiar. En ella se nos propone considerar, en primer lugar, un rey temporal para pasar luego a la gran consideración de nuestro Señor Jesucristo como nuestro Rey eterno. Y parte de lo interesante de esta meditación es que el rey temporal que se nos propone al principio tiene una característica muy especial: es digno de admiración a causa de sus muchas virtudes, e inspira y mueve, de hecho, a seguirlo. Y este es el punto de partida para hacer el salto hacia nuestro Señor; un rey que no solamente es admirable y virtuoso sino el verdadero cúmulo de las virtudes, en cuya humanidad nos enseñó cómo se vive según la voluntad de Dios, y hasta dónde está dispuesto a llegar por cumplirla y salvar así nuestras pobres almas. En síntesis, Jesucristo es nuestro soberano absoluto porque traspasa todos los límites posibles para nuestro entendimiento, pues ha venido a instaurar un reino que va más allá de las naciones y las razas, ¡y más aún!, más allá de las imperfecciones y hasta de los pecados… ¿qué significa esto?, que, si hay arrepentimiento sincero, no hay pecado capaz de impedir que un alma se ponga bajo el amoroso servicio de nuestro Señor Jesucristo.

Jesucristo: un reinado diferente

Detengámonos por un momento en esta consideración, mis queridos hermanos: los discípulos y súbditos de Cristo, somos todos pecadores, es decir, corazones capaces de ofenderlo y herirlo con nuestros pecados. Digamos más aun, ¿nos damos cuenta de que nosotros, la razón de la Pasión de nuestro Señor, somos los mismos invitados a formar parte de sus filas? El reinado de Jesucristo busca extenderse a través de la misma humanidad que ha traicionado la bondad divina, y esto porque la mirada de Dios es diferente: Él, donde hubo traición, en lugar de castigo ofrece redención, en lugar de condena propone salvación, y donde lo defraudamos en vez de reproche nos pide arrepentimiento y seguimiento; es por esto que el alma que se condena lo hace voluntariamente, pues de parte de Dios todo está dispuesto para su salvación, conversión y santificación. ¿Y cómo es posible este reinado de Jesucristo tan inefable?, porque Dios también se encargó de eso, haciéndolo un reinado que radica no en la tierra sino en lo más profundo del alma que lo acepta.

Los reinos terrenos no son como el de Cristo, por lo que muchos quedaron defraudados cuando lo vieron morir en el Calvario (los que se quedaron con la cruz y no fueron más allá, hasta su amor hasta el extremo). Jesús no vino a imponerse con las armas, ni a amontonar terrenos ni acrecentar poderes humanos, ¡claro que no!; porque nada de eso salva al momento de presentarse delante de Dios el día de nuestro juicio; allí solamente importa lo que hayamos acumulado en el corazón; allí serán nuestras obras las que cuenten: nuestra caridad, nuestra generosidad, nuestro perdón, compasión, honestidad, etc. Este reino de Jesús no se impone, sino que se ofrece; no obliga sino que invita, y no esclaviza sino que libera, pero no siempre de las cadenas humanas ni tantas veces de las injusticias de los hombres, por duro que sea escucharlo; sino la esclavitud que puede perder al alma para siempre. La gloria eterna, en cambio, es donde Dios ejecutará su justicia definitiva, y consolará a los que ahora sufren, y recompensará a los que ahora padecen por su fidelidad al Evangelio; en definitiva, donde reinarán con Cristo para siempre los que hayan aceptado su reinado en esta vida, como explica hermosamente san Alberto Hurtado:

“El Reino de Cristo, Reino de justicia, de amor, de paz… Reino que viene no a destruir al hombre sino a regenerarlo: “a esto he venido, a que tengan vida y la tengan abundante” (Jn 10,10); a levantarlo del fango de las pasiones que lo esclavizan, a hacerlo libre: libre de la tiranía del pecado, libre de la impureza, libre del egoísmo, libre del odio, libre del orgullo, libre del mal que es el pecado y el desorden. Pero no basta esto; viene a elevarlo a una grandeza que jamás el hombre podía sospechar: amigo de Dios: “ya no os llamaré siervos sino amigos” (Jn 15,15); templos donde Él habita: “vendremos a él y haremos en Él nuestra morada” (Jn 14,23); elevados por participación a la vida divina, a la unión con el Creador, a vivir la misma vida de Dios por la gracia santificante: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos” (Jn 15,5); viene Cristo en el colmo de su amor no a traerle sus dones, sino a darse Él mismo como don, a alimentarnos a nosotros, pobres mortales, con su Cuerpo y Sangre, prenda de la vida eterna. Y mientras dura nuestro curso por el mundo, la actividad del soldado de Cristo es hacer el bien: la caridad material, la limosna al pobre, el consuelo al débil, la justicia al oprimido, la caridad al que sufre. En una palabra: a continuar la redención de nuestros pobres hermanos, los hombres.”

El gran peligro: rechazar el reinado de Cristo

¿Cuándo rechazamos el sublime reinado de nuestro Señor?, pues cuando queremos ponernos nosotros en su lugar: cuando queremos arrebatarle el trono que ha puesto en nuestros corazones para gobernarnos según nuestro parecer desordenado y no según la verdad del Evangelio que es la que nos salva.

Pensemos, por ejemplo, en un súbdito que se encuentra combatiendo junto a su rey en el campo de batalla, y de pronto, para que el enemigo no lo mate, apuñala a un compañero y se lo ofrece al enemigo: por supuesto que se convertiría en un traidor. Pues bien, así como este soldado traicionero dejó entrar el mal en su corazón, así también pasa cuando dejamos entrar en nosotros el pecado, y peor aún, cuando se pretende rebajar a Dios al punto de pensar que tiene tanto derecho a habitar en el corazón como el pecado; por ejemplo, pretendiendo que la morada de nuestro corazón la compartan tanto la caridad fraterna como el egoísmo; o dejar salir de nuestros labios hermosas oraciones, pero escondiendo un oscuro rencor que mancha dichas plegarias.

El reinado de Jesucristo, en síntesis, exige la integridad y repudia los dobleces: Dios no quiere que “le sirvamos de a pedacitos”: algunas veces sí pero otras no; cuando me sienta fuerte sí, pero cuando esté cansado no; y esta coherencia de vida no es más que seguir el ejemplo de Cristo rey en su humanidad: ni las largas caminatas, ni las noches en vela, ni el cansancio, ni el desprecio de los enemigos, ni la incomprensión de su pueblo, y ni siquiera la decisión de hacerlo morir lo detuvieron. Y como en todo esto nos ha dado ejemplo, lo mismo espera de sus servidores, a quienes ha sepultado sus traiciones con su perdón y su gracia, y a quienes pide imitación y fidelidad para tomar parte en la extensión de su reinado. Ante esta hermosa realidad, queridos hermanos, no olvidemos que tanto Pedro como Judas traicionaron, pero uno desconfió y se apartó de Jesús; el otro, en cambio, regresó con fidelidad renovada y la firme determinación de no volver a traicionar a su Señor, y por eso alcanzó la gloria.

El verdadero fiel cristiano deja que Cristo reine en su alma cada vez que cumple la voluntad de Dios antes que la suya (y buscando siempre unirlas).

– Cristo debe reinar en nuestra vida: debemos cumplir por amor sus mandamientos

– Cristo debe reinar en nuestro progreso espiritual: debemos acudir a sus sacramentos (Él lo quiso)

– Y si realmente queremos ser servidores fieles y agradecidos, nos esforzaremos sin tregua por no ser nosotros un impedimento al reinado de nuestro Dios, y contribuiremos valientemente a su reinado social como corresponde a quienes nos decimos servidores de Cristo Rey: defendiendo los derechos de Dios, la vida y la ley natural; manifestando sin vergüenzas ni respetos humanos nuestra fe; trabajando por dejar bien a la Iglesia con nuestros buenos ejemplos; abogando siempre en favor de la verdad; no dejando que el error tenga derechos que hagan perderse a tantas almas; ofreciendo oraciones y penitencias, devoción y reparación, etc.; en fin, cumpliendo la misión que nuestro Dios y Señor nos tiene preparada y desea llevar adelante reinando desde lo más profundo de nuestros corazones.

Que María santísima, nuestra tierna madre del Cielo, nos alcance la gracia de que toda nuestra vida sea un reflejo de ese nobilísimo y glorioso grito cristero: ¡Viva Cristo Rey!

P. Jason Jorquera, IVE.

 

 

 

 

 

LA ESPERANZA PARA EL FUTURO

Queridos hermanos y hermanas:

En la página evangélica de hoy, san Lucas vuelve a proponer a nuestra reflexión la visión bíblica de la historia, y refiere las palabras de Jesús que invitan a los discípulos a no tener miedo, sino a afrontar con confianza dificultades, incomprensiones e incluso persecuciones, perseverando en la fe en él: “Cuando oigáis noticias de guerras y de revoluciones, no tengáis miedo. Porque eso tiene que ocurrir primero, pero el final no vendrá en seguida” (Lc 21, 9).

La Iglesia, desde el inicio, recordando esta recomendación, vive en espera orante del regreso de su Señor, escrutando los signos de los tiempos y poniendo en guardia a los fieles contra los mesianismos recurrentes, que de vez en cuando anuncian como inminente el fin del mundo. En realidad, la historia debe seguir su curso, que implica también dramas humanos y calamidades naturales. En ella se desarrolla un designio de salvación, que Cristo ya cumplió en su encarnación, muerte y resurrección. La Iglesia sigue anunciando y actuando este misterio con la predicación, la celebración de los sacramentos y el testimonio de la caridad.

Queridos hermanos y hermanas, aceptemos la invitación de Cristo a afrontar los acontecimientos diarios confiando en su amor providente. No temamos el futuro, aun cuando pueda parecernos oscuro, porque el Dios de Jesucristo, que asumió la historia para abrirla a su meta trascendente, es su alfa y su omega, su principio y su fin (cf. Ap 1, 8). Él nos garantiza que en cada pequeño, pero genuino, acto de amor está todo el sentido del universo, y que quien no duda en perder su vida por él, la encontrará en plenitud (cf. Mt 16, 25).

Nos invitan con singular eficacia a mantener viva esta perspectiva las personas consagradas, que han puesto sin reservas su vida al servicio del reino de Dios.

Entre estas, quiero recordar en particular a las llamadas a la contemplación en los monasterios de clausura. A ellas la Iglesia dedica una Jornada especial el miércoles próximo, 21 de noviembre, memoria de la Presentación de la santísima Virgen María en el Templo. Debemos mucho a estas personas que viven de lo que la Providencia les proporciona mediante la generosidad de los fieles. El monasterio, “como oasis espiritual, indica al mundo de hoy lo más importante, más aún, en definitiva, lo único decisivo: existe una razón última por la que vale la pena vivir, es decir, Dios y su amor inescrutable” (Discurso a los monjes cistercienses de la abadía de Heiligenkreuz, Austria, 9 de septiembre de 2007: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 21 de septiembre de 2007, p. 6). La fe que actúa en la caridad es el verdadero antídoto contra la mentalidad nihilista, que en nuestra época extiende cada vez más su influencia en el mundo.

María, Madre del Verbo encarnado, nos acompaña en la peregrinación terrena. A ella le pedimos que sostenga el testimonio de todos los cristianos, para que se apoye siempre en una fe firme y perseverante.

Ángelus del Papa Benedicto XVI en la Plaza San Pedro el Domingo 18 de noviembre de 2007

Seamos cristianos, es decir, amemos a nuestros hermanos

Éste es el Mensaje de Cristo: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo”

San Alberto Hurtado

“Seamos cristianos, es decir, amemos a nuestros hermanos”. En este pensamiento lapidario resume el gran Bossuet su concepción de la moral cristiana. Poco antes había dicho: “Quien renuncia a la caridad fraterna, renuncia a la fe, abjura del cristianismo, se aparta de la escuela de Jesucristo, es decir, de su Iglesia”.

Éste es el Mensaje de Cristo: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lc 10,27). El Mensaje de Jesús fue comprendido en toda su fuerza por sus colaboradores más inmediatos, los apóstoles: “El que no ama a su hermano no ha nacido de Dios” (1Jn 2,1). “Si pretendes amar a Dios y no amas a tu hermano mientes” (1Jn 4,20). “¿Cómo puede estar en él el amor de Dios, si, rico en los bienes de este mundo, viendo a su hermano en necesidad, le cierra el corazón?” (1Jn 3,17). Con qué insistencia inculca Juan esta idea: es puro egoísmo pretender complacer a Dios mientras se despreocupa de su prójimo.

Después de recorrer tan rápidamente unos cuantos textos escogidos al azar, no podemos menos de concluir que no puede pretender llamarse cristiano quien cierra su corazón al prójimo. Se engaña, si pretende ser cristiano, quien acude con frecuencia al templo, pero no al conventillo para aliviar las miserias de los pobres. Se engaña quien piensa con frecuencia en el cielo, pero se olvida de las miserias de la tierra en que vive. No menos se engañan los jóvenes y adultos que se creen buenos porque no aceptan pensamientos groseros, pero que son incapaces de sacrificarse por sus prójimos. Un corazón cristiano ha de cerrarse a los malos pensamientos, pero también ha de abrirse a los pensamientos que son de caridad.

La primera encíclica dirigida al mundo cristiano por San Pedro encierra un elogio tal de la caridad que la coloca por encima de todas las virtudes, incluso de la oración: “Sed perseverantes en la oración, pero por encima de todo practicad continuamente entre vosotros la caridad” (1Pe 4,8-9).

Con mayor cuidado que la pupila de los ojos debe ser mirada la caridad. La menor tibieza, o desvío voluntario, hacia un hermano, deliberadamente admitida, será un estorbo más o menos grave a nuestra unión con Cristo. Al comulgar recibimos el Cuerpo físico de Cristo, Nuestro Señor, y no podemos, por tanto, en nuestra acción de gracias rechazar su Cuerpo Místico. Es imposible que Cristo baje a nosotros con su gracia y sea un principio de unión si guardamos resentimiento con alguno de sus miembros.

Este amor al prójimo es fuente para nosotros de los mayores méritos que podemos alcanzar, porque es el que ofrece los mayores obstáculos. Amar a Dios en sí mismo es más perfecto, pero más fácil; en cambio, amar al prójimo, duro de carácter, desagradable, terco, egoísta, pide al alma una gran generosidad para no desmayar.

Este amor, ya que todos formamos un sólo Cuerpo, ha de ser universal, sin excluir a nadie, pues Cristo murió por todos y todos están llamados a formar parte de su Reino. Por tanto, aun los pecadores deben ser objeto de nuestro amor, puesto que pueden volver a ser miembros del Cuerpo Místico de Cristo: que hacia ellos se extienda, por tanto, también nuestro cariño, nuestra delicadeza, nuestro deseo de hacerles el bien, y que al odiar el pecado no odiemos al pecador.

El amor al prójimo ha de ser ante todo sobrenatural, esto es, amarlo con la mira puesta en Dios, para alcanzarle o conservarle la gracia que lo lleva a la bienaventuranza. Amar es querer bien, como dice Santo Tomás, y todo bien está subordinado al bien supremo; por eso es tan noble la acción de consagrar una vida a conseguir a los demás los bienes sobrenaturales, que son los supremos valores de la vida. Pero hay también otras necesidades que ayudar: un pobre que necesita pan, un enfermo que requiere medicinas, un triste que pide consuelo, una injusticia que pide reparación… y sobre todo, los bienes positivos que deben ser impartidos, pues, aunque no haya ningún dolor que restañar hay siempre una capacidad de bien que recibir.

La ley de la caridad no es para nosotros ley muerta, tiene un modelo vivo que nos dio ejemplo de ella desde el primer acto de su existencia hasta su muerte y continúa dándonos pruebas de su amor en su vida gloriosa: ese es Jesucristo. San Pedro, que vivió con Jesús tres años, nos resume su vida diciendo que pasó por el mundo haciendo el bien (cf. Hech 10,38).

Junto a estos grandes signos de amor, nos muestra su caridad con los leprosos que sanó, con los muertos que resucitó, con los adoloridos a los cuales alivió. Consuela a Marta y María, en la pena de la muerte de su hermano, hasta bramar su dolor; se compadece del bochorno de dos jóvenes esposos y para disiparlo cambió el agua en vino; en fin, no hubo dolor que encontrara en su camino que no aliviara. Para nosotros el precepto de amar es recordar la palabra de Jesús: “Amaos los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 13,34). ¡Cómo nos ha amado Jesús!

Los verdaderos cristianos, desde el principio, han comprendido maravillosamente el precepto del Señor. En la esperanza de estos prodigiosos cristianos es donde hay que buscar la fuerza para retemplar nuestro deber de amar, a pesar de los odios macizos como cordilleras que nos cercan hoy por todas partes.

Al mirar esta tierra, que es nuestra, que nos señaló el Redentor; al mirar los males del momento, el precepto de Cristo cobra una imperiosa necesidad: Amémonos mutuamente. La señal del cristiano no es la espada, símbolo de la fuerza; ni la balanza, símbolo de la justicia; sino la cruz, símbolo del amor. Ser cristiano significa amar a nuestros hermanos como Cristo los ha amado.