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“SI ME AMÁIS, GUARDARÉIS MIS MANDAMIENTOS”

Homilía del Domingo 6º de Pascua, Ciclo A
Queridos hermanos:
El Evangelio de este Domingo nos presenta una afirmación breve y sencilla salida de los purísimos labios de nuestro Señor Jesucristo, la cual, sin embargo, es una de aquellas hermosas y abundantes verdades sumamente profundas, siempre iluminadoras, que a veces se encuentran como escondidas en unas pocas palabras: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos”.
Comencemos hablando acerca del acto del amor, que es en primer lugar “el amar”, anterior al ser amados y más importante aun porque es lo esencial. Santo Tomás de Aquino enseña que “a la caridad atañe más amar que ser amado, porque a cualquiera le concierne más lo que le corresponde de suyo y sustancialmente que lo que le compete por otro. Esto lo confirman dos hechos significativos. Primero, al amigo se le alaba más por amar que por ser amado; más aún, se les reprocha si son amados y no aman. Segundo, las madres, “que son las que más aman”, estiman más amar que ser amadas.”; es decir, que el amor verdadero no se detiene, ni se achica, ni retrocede por más que no sea correspondido, porque su acto propio es amar, como bien claro nos lo ha dejado el santo y como vemos de la manera más sublime e irrefutable en el sacrificio de nuestro Señor en la cruz, en la cual pese a sus terribles tormentos y a la no correspondencia de los hombres a su amor, Él siguió adelante hasta el final, porque jamás dejó de amar. A partir de aquí debemos pasar a considerar cómo es nuestro amor a Jesucristo, o sea, cómo es nuestra correspondencia a un amor que -como hemos dicho anteriormente-, jamás retrocede ni retrocederá por más que nosotros le demos la espalda mediante el pecado; y entonces debemos ponernos de cara a este buen Dios que vino a redimirnos simplemente por amor y que exige sólo amor: no vino en razón de la justicia porque no nos debía nada, no vino por una exigencia de su naturaleza porque ésta es perfecta, sino que simplemente “nos amó primero” y desde siempre; y esta vez nos viene a iluminar de una manera especial, diciéndonos claramente qué es lo que debemos examinar en nuestra vidas para poder conocer y reconocer nuestro amor respecto a Él: si lo amamos -pero de verdad-, guardaremos sus mandamientos.
Llegados a este punto debemos recordar que, si bien los mandamientos parecen resaltar más bien el aspecto negativo (“no hacer tal o cual cosa”), así como el imperativo (“amarás al Señor tu Dios…”), sin embargo, estos mandamientos no son como los de los hombres, porque son mandamientos dictados por el mismo amor de Dios para, justamente, liberarnos de las cadenas que nos atan a este mundo y que nos ponen en peligro de no poderlas cortar jamás en la eternidad si las abrazamos “gustosos” eligiendo el pecado que se encuentra al otro extremo. Es así que los mandamientos de Dios, es como que perdieran de alguna manera ese aspecto impositivo cuando amamos, para ponernos en el alma aquel aspecto liberador, santificador y unitivo en nuestra relación con Dios; porque amándolo de verdad aprendemos a amar también aquello que Él ama, y a detestar lo que Él detesta: el pecado y su más terrible consecuencia, es decir, aquella triste posibilidad de perderlo para siempre y privarnos sin remedio del amor que, pese nuestras heridas e infidelidades, siempre nos ofrece y nos está esperando. ¿Qué considerar en este momento, mis queridos hermanos?; que si al examinarnos vemos que nuestro amor aun no es suficiente, en vez de perder el tiempo en vanas quejas y lamentaciones, nos dediquemos a enderezar nuestras sendas y caminar hacia el amor de Dios, correspondiendo en todo y corrigiendo poco a poco lo que sea necesario: porque así como a la bondad divina le corresponde siempre difundirse y jamás retroceder, así también a nosotros nos corresponde no volver atrás en el camino de la santificación; removiendo escombros, cicatrizando heridas, pidiendo perdón y levantándonos cuantas veces sea necesario, demostrándole de esta manera a Dios que desde nuestra pequeñez lo amamos a Él y a sus mandamientos, y a todo aquello que su divina voluntad desee para nuestra salvación.
Cumplir los mandamientos de Dios, no significa simplemente “estar al día” con lo escrito en las tablas dadas a Moisés, sino también buscar tener una vida espiritual realmente profunda, en comunión con Dios, en intimidad con Dios, en amor de Dios; de tal manera que vayamos poco a poco comprendiendo “qué más” nos quiere decir que hagamos, para lo cual también nos envía al Espíritu de la Verdad, es decir, al Espíritu Santo, tercera persona de la Santísima Trinidad que se encargará de susurrar a los oídos de nuestras almas los designios de santidad que Dios nos tiene preparados y que podremos descubrir para seguir, en la medida en que aprendamos a amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas nuestras fuerzas.
Termino con un texto que nos muestra una de las grandes consecuencias de este amar a Dios con total sinceridad, que es el sufrir por amor de los santos, quienes finalmente llegaron a tales cumbres de perfección, con gran trabajo, esfuerzo y paciencia de su parte, que llegaron a sufrir tan sólo el no amar más a Dios como Él se merece, dolor sobrenatural que ni quita la paz ni el entusiasmo por corresponder cada vez más y mejor a Dios, sino todo lo contrario.
Escribía Luis Fernando Arnáiz de una de las últimas visitas que le hizo a su hermano, san Rafael Arnáiz en el monasterio: “Lo que más me impresionó aquella tarde, fue cuando empezó a explayarse, llorando, del terrible sufrimiento que tenía. No era el sufrimiento que le producían las cosas terrenales de la vida austera que había abrazado, ni el sufrimiento que le pudieran producir aquellas criaturas de Dios con quienes convivía, de las cuales se valió Dios para santificarle. En realidad el gran sufrimiento de Rafael era el ver, con aquella fe grande e intensa que él tenía, cómo Dios le amaba con su infinito amor, y sentirse tan sujeto a las miserias y cuidados de su cuerpo mortal, no pudiendo corresponder como él quería, a aquel amor de Dios que él sentía, pues se veía francamente impotente, siendo su gran deseo que su corazón se diese más a su ser querido, y que su alma volase de una vez a su encuentro, pues le era difícil vivir en aquella situación y en aquel fuego que le abrasaba…”
Que María santísima nos alcance la gracia de demostrarle nuestro amor a Dios mediante el fiel cumplimiento de sus mandamientos y la amorosa docilidad al Espíritu Santo.
P. Jason, IVE.

Las imperfecciones

Combatir el pecado para ser buenos; combatir además las imperfecciones para ser santos

Dice Royo Marín: Aunque es cuestión vivamente discutida entre los teólogos, creemos que la imperfección, aun la voluntaria, es distinta del pecado venial. Un acto en sí bueno no deja de estar en la línea del bien, aunque hubiera podido ser mejor. El pecado venial, en cambio, está en la línea del mal, por mínimo que sea. Hay un verdadero abismo entre ambas líneas.

Sin embargo, en la práctica, la imperfección plenamente voluntaria trae consecuencias muy funestas en la vida espiritual y es de suyo suficiente para impedir el vuelo de un alma hacia la santidad.

El alma, para elevarse a Dios, debe liberarse, desapegarse de todos los apetitos voluntarios, ya sean de pecado mortal, pecado venial, o incluso las mismas imperfecciones porque para que el alma se una a Dios debe hacerlo según su voluntad “transformada a la voluntad de Dios (Dice San Juan de la Cruz) de manera que llegue a no tener en sí misma nada contrario a la voluntad de Dios.”

Esta es la razón fundamental de la necesidad de trabajar en nuestra vida espiritual incluso en las imperfecciones voluntarias, por más que no llegasen a constituir pecado pues, de hecho, son opuestas a la voluntad de Dios con la que debemos conformarnos para alcanzar eficazmente la santidad.

Esto mismo explica con mayor claridad San Juan de la Cruz en la subida al monte Carmelo:

Pues si esta alma quisiere alguna imperfección que no quiere Dios, no estaría hecha una voluntad de Dios, pues el alma tenía voluntad de lo que no la tenía Dios. Luego claro está que para venir el alma a unirse con Dios perfectamente por amor y voluntad ha de carecer primero de todo apetito de voluntad por mínima que sea. Esto es que advertidamente y conocidamente no consienta con la voluntad en la imperfección y venga a tener poder y libertad para poderlo hacer en advirtiendo.

 Por lo tanto, siempre se habla de actos voluntarios pues las imperfecciones por fragilidad e inadvertencia, debido a nuestra condición son imposibles de evitar del todo, como dice la Escritura: El justo caerá siete veces en el día y se levantará (Prov 24,16). Justamente, en aquel levantarse continuamente estará nuestra santificación.

Escribía san Francisco de Sales en una carta: “Debéis renovar los propósitos de enmienda que hasta ahora habéis hecho, y aunque veáis que, a pesar de esas resoluciones, continuáis enredada en vuestras imperfecciones, no debéis desistir de buscar la enmienda, apoyándoos en la asistencia de Dios. Toda vuestra vida seréis imperfecta y tendréis mucho que corregir; por eso tenéis que aprender a no cansaros en este ejercicio”.

El santo Cura de Ars propone a la virtud de la humildad como nuestra gran bienhechora para descubrir y poder así combatir nuestras imperfecciones: “La humildad es una antorcha que presenta a la luz del día nuestras imperfecciones; no consiste, pues, en palabras ni en obras, sino en el conocimiento de sí mismo, gracias al cual descubrimos en nuestro ser un cúmulo de defectos que el orgullo nos ocultaba hasta el presente”

De aquí aquella conocida inadmisión de san Ignacio de Loyola de dejar el examen de conciencia, que le exigía incluso a sus religiosos enfermos, porque el conocimiento personal es el trampolín hacia un trabajo espiritual serio y generoso, que no se conforma simplemente con vivir sin pecar y combatiendo el pecado, sino también las malas inclinaciones y estando atento a las maneras de darle a Dios una gloria siempre mayor según las crecientes buenas disposiciones del alma.

Una síntesis perfecta nos la escribe el P. Luis de la Puente en estas breves palabras: “Yo he caído en muchas imperfecciones, pero jamás he hecho las paces con ellas”.

Que María santísima nos alcance la gracia de trabajar hasta en las cosas más pequeñas para nuestra santificación, de tal manera que podamos llegar por medio de ellas, poco a poco, a hacer las cosas grandes a las cuales Dios nos tiene destinados.

Monasterio de la Sagrada Familia.

La divina misericordia

“Felices son los misericordiosos, puesto que a ellos se les mostrará misericordia.”  Mt 5, 7

(Homilía)

Dice el profeta Nehemías en el A.T.: Pero tú eres Dios de perdones, clemente y piadoso, tardo a la ira y de mucha misericordia, y no los abandonaste (Neh 9,17); y también el profeta Miqueas: ¿Qué Dios como tú, que perdonas la maldad y olvidas el pecado del resto de tu heredad? No persiste por siempre en su enojo, porque ama la misericordia. El volverá a tener piedad de nosotros, conculcará nuestras iniquidades y arrojará a lo hondo del mar nuestros pecados (Miq 7,18).
Hoy celebramos el segundo domingo de pascua, dedicado a la divina misericordia por petición del mismo Jesucristo a santa Faustina Kowalzka en Plock el año 1931, cuando comunicó a la santa su deseo de que pintara la imagen de la divina misericordia [señalar]: “Deseo que haya una Fiesta de la Misericordia. Quiero que esta imagen que pintarás con el pincel sea bendecida con solemnidad el primer domingo después de la Pascua de Resurrección; ese domingo debe ser la Fiesta de la Misericordia” (Diario, 49).
Por lo tanto, esta celebración tiene gran importancia para nosotros por el hecho de que ha sido un pedido que el Hijo de Dios ha hecho a los hombres.
Recordemos, además que toda la historia de la salvación está marcada por la misericordia divina:
– Por misericordia Dios envió a su Hijo al mundo, para rescatarnos del pecado
– Por misericordia Jesucristo llegó hasta el culmen del amor divino en la cruz
– Por misericordia Dios también nos dejó los sacramentos, para que nos pudiéramos reconciliar con Él si lo volvemos a ofender
En definitiva, la misericordia de Dios seguirá actuando hasta el fin de los tiempos porque como es una virtud divina, no puede no seguir existiendo junto con Dios… y más aún, se identifica con Él (Dios es misericordia)
Expliquemos un poco en qué consiste la misericordia de Dios:
Enseña Santo Tomás de Aquino que la misericordia tiene dos actos:
– el tener tristeza o dolor de compasión por las miserias (padecer con)
– y el socorrer o remediar esas miserias.
El primero es imposible que exista en Dios ya que no puede entristecerse o padecer, porque Dios es suma perfección.
En cambio, el segundo acto le compete y en grado máximo ya que las miserias (que son defectos o ausencias de perfecciones) se remedian con el bien o la perfección opuestos a esas miserias y a Dios máximamente le compete dar perfecciones y, por lo tanto, máximamente le compete la misericordia. Porque consiste en querer reparar, como hemos dicho, nuestras miserias, y eso Dios nos lo ofrece constantemente durante toda nuestra vida.
Y como la misericordia de Dios implica el auxilio de lo alto, necesariamente significa que abandonarnos en la majestad de Dios -que nos quiere sanar- es lo más seguro para nuestras almas. Por eso decía Jesucristo a sor Faustina: “Deseo que la Fiesta de la Misericordia sea un refugio y amparo para todas las almas y, especialmente, para los pobres pecadores (Diario, 699). Las almas mueren a pesar de Mi amarga Pasión. Les ofrezco la última tabla de salvación, es decir, la Fiesta de Mi Misericordia. Si no adoran Mi misericordia morirán para siempre” (Diario, 965)… quien acepte la misericordia de Dios no perderá su alma sino que la ganará para la eternidad.
Y, como hemos dicho que la salvación del alma está directamente relacionada con la aceptación de la Misericordia de Dios, tenemos que hacer aquí una aclaración muy importante: la misericordia de Dios no se opone a su justicia, sino que está como por encima de ella y realiza su plenitud. Por eso se dice que la misericordia de Dios es la corona de su justicia; y agrega san Anselmo: “Cuando castigas a los malos obras con justicia, porque lo merecen; y cuando los perdonas, eres justo, porque obras con arreglo a tu bondad”.
Para entender esta verdad es necesario recordar que la justicia de Dios presupone, en nosotros, la misericordia que Dios nos ha tenido, ¿por qué?, porque Dios mediante el sacrificio de amor de Jesucristo, nos ganó con su sangre los méritos que sin ella jamás hubiéramos podido alcanzar. O en otras palabras: por el sacrificio de Cristo, fruto del amor y misericordia de Dios, nos hacemos justos ante Dios en la medida en que aprovechemos ese santo sacrificio y así Jesucristo nos alcanzó la justificación ante el Padre. Es por esta razón que el sufrimiento del inocente, además de reparar los pecados es capaz de alcanzar abundantes méritos para quien los sufre y para aquellos por quienes los ofrece, porque tienen la capacidad de unirse a los de Cristo.
Y como Cristo nos dejó el ejemplo de toda su vida, nos pide que así como hemos recibido su misericordia divina, también seamos misericordiosos nosotros con los demás, y por eso dice “…si no perdonáis a los hombres, tampoco vuestro Padre perdonará vuestras ofensas.” (Mt 6,15); porque debemos compartir con los demás los beneficios que de Dios hemos recibido y la misericordia es uno de los primeros; además Jesucristo enseña en el sermón de la montaña: “Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.” (Mt 5,7); y más adelante agregará el apóstol que más experimentó esta misericordia del corazón de Dios cuando después de negarlo fue el mismo traicionado quien le ofreció reparar su falta, escribió en una de sus cartas con un semblante lleno de paternidad: “En conclusión, tened todos unos mismos sentimientos, sed compasivos, amaos como hermanos, sed misericordiosos y humildes.”· (1Pe 3,8).
A la luz de todo esto que venimos diciendo, se comprenden claramente las lamentaciones del corazón de Jesús que dirige a los hombres que no confían en su misericordia y sigue llamando incesantemente a abrazarla:
“La humanidad no conseguirá la paz hasta que no se dirija con confianza a Mi misericordia. –Dice a santa Faustina, y continúa diciendo nuestro Señor- Oh, cuánto Me hiere la desconfianza del alma. Esta alma reconoce que soy santo y justo, y no cree que Yo soy la Misericordia, no confía en Mi bondad. También los demonios admiran Mi justicia, pero no creen en Mi bondad.” Y agrega la gran razón que tenemos para confiar en Él además de su amor crucificado cuando afirma: “cuanto más grande es el pecador, tanto mayor es el derecho que tiene a la Divina Misericordia”
Porque Jesucristo no vino por los justos sino por los pecadores (Cfr. Mc 2,17), y si nos reconocemos pecadores, entonces debemos reconocer también que por el sólo amor de Dios, tenemos derecho a alcanzar su misericordia… solamente hay que confiar en Dios, pero confiar en serio y desconfiar de nosotros mismos.
En este domingo dedicado a la Misericordia de Dios, le pedimos a María santísima que nos alcance la gracia de aceptar la compasión de Dios que nos quiere sanar de nuestras heridas y de nuestros pecados mediante su misericordia, para lo cual debemos también aprender a compartirla con los demás.
P. Jason Jorquera M., IVE

Carta a los sacerdotes con ocasión del Jueves Santo

“Si todos los días de nuestra vida están marcados por este gran misterio de la fe, el de hoy lo está de modo particular. Este es nuestro día con él.”

San Juan Pablo II

1. «Jesucristo es el mismo ayer y hoy y siempre» (Hb 13, 8).

Queridos hermanos en el sacerdocio de Cristo: Mientras nos encontramos hoy en torno a tantas cátedras episcopales del mundo —los miembros de las comunidades presbiterales de todas las Iglesias junto con los pastores de las diócesis—, vuelven con nueva fuerza a nuestra mente las palabras sobre Jesucristo, que han sido el hilo conductor del 500 aniversario de la evangelización del nuevo mundo.

«Jesucristo es el mismo ayer y hoy y siempre»: son las palabras sobre el único y eterno Sacerdote, que «penetró en el santuario una vez para siempre… con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna» (Hb 9, 12). Éstos son los días —el «Triduum sacrum» de la liturgia de la Iglesia— en los que, con veneración y adoración incluso más profunda, renovamos la pascua de Cristo, aquella «hora suya» (cf. Jn 2, 4; 13, 1) que es el momento bendito de la «plenitud de los tiempos» (Ga 4, 4).

Por medio de la Eucaristía, esta «hora» de la redención de Cristo sigue siendo salvífica en la Iglesia y precisamente hoy la Iglesia recuerda su institución durante la última Cena. «No os dejaré huérfanos: volveré a vosotros» (Jn 14, 18). «La hora» del Redentor, «hora» de su paso de este mundo al Padre, «hora» de la cual él mismo dice: «Me voy y volveré a vosotros» (Jn 14, 28). Precisamente a través de su «ir pascual», él viene continuamente y está presente en todo momento entre nosotros con la fuerza del Espíritu Paráclito. Está presente sacramentalmente. Está presente por medio de la Eucaristía. Está presente realmente.

Nosotros, queridos hermanos, hemos recibido después de los Apóstoles este inefable don, de modo que podamos ser los ministros de este ir de Cristo mediante la cruz y, al mismo tiempo, de su venir mediante la Eucaristía. ¡Qué grande es para nosotros este Santo Triduo! ¡Qué grande es este día, el día de la última Cena! Somos ministros del misterio de la redención del mundo, ministros del Cuerpo que ha sido ofrecido y de la Sangre que ha sido derramada para el perdón de nuestros pecados. Ministros de aquel sacrificio por medio del cual él, el único, entró de una vez para siempre en el santuario: «ofreciéndose a sí mismo sin tacha a Dios, purifica de las obras muertas nuestra conciencia para rendir culto a Dios vivo» (cf. Hb 9, 14).

Si todos los días de nuestra vida están marcados por este gran misterio de la fe, el de hoy lo está de modo particular. Este es nuestro día con él.

2. En este día nos encontramos juntos, en nuestras comunidades presbiterales, para que cada uno pueda contemplar más profundamente el misterio de aquel sacramento por medio del cual hemos sido constituidos en la Iglesia ministros del sacrificio sacerdotal de Cristo. Al mismo tiempo, hemos sido constituidos servidores del sacerdocio real de todo el pueblo de Dios, de todos los bautizados, para anunciar las «magnalia Dei», las «maravillas de Dios» (Hch 2, 11).

Este año es oportuno incluir en nuestra acción de gracias un particular aspecto de reconocimiento por el don del «Catecismo de la Iglesia católica». En efecto, este texto es también una respuesta a la misión que el Señor ha confiado a su Iglesia: custodiar el depósito de la fe y transmitirlo íntegro a las generaciones futuras con diligente y afectuosa solicitud.

Fruto de la fecunda colaboración de todo el Episcopado de la Iglesia católica, el Catecismo es confiado ante todo a nosotros, pastores del pueblo de Dios, para reforzar nuestros profundos vínculos de comunión en la misma fe apostólica. Compendio de la única y perenne fe católica, constituye un instrumento cualificado y autorizado para testimoniar y garantizar la unidad en la fe por la que Cristo mismo, al acercarse su «hora», dirigió al Padre una ferviente plegaria (cf. Jn 17, 21-23).

Al proponer de nuevo los contenidos fundamentales y esenciales de la fe y de la moral católica, tal y como la Iglesia de hoy los cree, celebra, vive y reza, el Catecismo es un medio privilegiado para profundizar en el conocimiento del inagotable misterio cristiano, para dar nuevo impulso a una plegaria íntimamente unida a la de Cristo, para corroborar el compromiso de un coherente testimonio de vida.

Al mismo tiempo, este Catecismo nos es dado como punto de referencia seguro para el cumplimiento de la misión, que se nos ha confiado en el sacramento del orden, de anunciar la «buena nueva» a todos los hombres, en nombre de Cristo y de la Iglesia. Gracias a él podemos cumplir, de manera siempre renovada, el mandamiento perenne de Cristo: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes… enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt 28, 19-20).

En ese sintético compendio del depósito de la fe, podemos encontrar una norma auténtica y segura para la enseñanza de la doctrina católica, para el desarrollo de la actividad catequética entre el pueblo cristiano, para la nueva evangelización, de la que el mundo de hoy tiene inmensa necesidad.

Queridos sacerdotes, nuestra vida y nuestro ministerio llegarán a ser, por sí mismos, elocuente catequesis para toda la comunidad que se nos ha encomendado si están enraizados en la verdad que es Cristo. Entonces, nuestro testimonio no será aislado sino unánime, dado por personas unidas en la misma fe y que participan del mismo cáliz. A este «contagio» vital es al que debemos mirar juntos, en comunión efectiva y afectiva, para realizar la «nueva evangelización», que es cada vez más urgente.

3. El Jueves santo, reunidos en todas las comunidades presbiterales de la Iglesia en toda la faz de la tierra, damos gracias por el don del sacerdocio de Cristo, del que participamos a través del sacramento del orden. En esta acción de gracias queremos incluir el tema del «Catecismo» porque su contenido y su objetivo están vinculados particularmente con nuestra vida sacerdotal y el ministerio pastoral en la Iglesia.

En efecto, en el camino hacia el gran jubileo del año 2000, la Iglesia ha conseguido elaborar, después del concilio Vaticano II, el compendio de la doctrina sobre la fe y la moral, la vida sacramental y la oración. De diversas maneras, esta síntesis podrá ayudar a nuestro ministerio sacerdotal. También podrá iluminar la conciencia apostólica de nuestros hermanos y hermanas que, en conformidad con su vocación cristiana, juntamente con nosotros desean dar testimonio de aquella esperanza (cf. 1 P 3, 15) que nos vivifica en Jesucristo.

El Catecismo presenta la «novedad del Concilio» situándola, al mismo tiempo, en la Tradición entera; es un Catecismo, tan lleno de los tesoros que encontramos en la sagrada Escritura y después en los padres y doctores de la Iglesia a lo largo de milenios, que permite que cada uno de nosotros se parezca a aquel hombre de la parábola evangélica «que extrae de su arca cosas nuevas y cosas antiguas» (Mt 13, 52), las antiguas y siempre nuevas riquezas del depósito de la revelación.

Al reavivar en nosotros la gracia del sacramento del orden, conscientes de lo que significa para nuestro ministerio sacerdotal el «Catecismo de la Iglesia católica», confesamos con la adoración y el amor a aquel que es «el camino, la verdad y la vida» (Jn 14, 6).

«Jesucristo es el mismo ayer y hoy y siempre».

Vaticano, 8 de abril, jueves santo, del año 1993, decimoquinto de mi pontificado.

Jesucristo y su entrada triunfal

Homilía de Domingo de Ramos

P. Jason Jorquera M., IVE.

Queridos hermanos:

Finalmente nos encontramos en la antesala de la Semana Santa, en el llamado: Domingo de Ramos; donde conmemoramos la entrada triunfal de nuestro Señor Jesucristo en Jerusalén, entre aplausos y alabanzas, entre el reconocimiento de algunos como Mesías y la incredulidad definitiva de otros; y sin embargo, entre todo ese jolgorio y alegría de quienes lo acompañaban y ponían sus mantos y ramas a lo largo del camino, solamente Jesús podía ver perfectamente lo que significaba esta entrada definitiva, en que se celebraría tanto la última Pascua figurada, como la primera santa Misa de la historia oficiada por el mismo Hijo de Dios, mediante un sacrificio real, cruento, triste hasta la muerte… y dónde ninguna de estas personas que ahora lo aclamaban intercedería después por Él ante sus mortales acusadores. Jesucristo sabía todo esto perfectamente, y aun así continúa adelante, hacia la ciudad santa.

Jesucristo sabía bien que había llegado su hora, “la gran hora del Cordero de Dios”, del “Siervo sufriente”; y que esta hora sería cubierta por la sombra de cruz y el sacrificio inigualable de su propia vida, y aún así -como hemos dicho- continúa; porque sabe bien también las consecuencias de esta entrega, y cómo de esta manera se abrirán nuevamente las puertas del Cielo para las almas que lo acepten con fe; y justamente es esta fe la que nos debe enseñar a ver mucho más allá de la cruz, de nuestras cruces, que a veces parecen hasta castigos cuando en realidad pueden perfectamente bendiciones: cuántas veces una cruz aleja a algunos del pecado y hace a otros ir corriendo tras de Dios en busca de ayuda, fortaleza, consuelo, etc. Dicho todo esto, vemos con mayor claridad en Jesucristo el modelo perfecto de entrega generosa que no retrocede ante el sufrimiento que se avecina, porque lo mueve un amor que llega siempre hasta las últimas consecuencias.

Jesucristo sabe bien lo que se viene, sabe que las turbas de hoy no estarán el viernes siguiente ni siquiera para consolarlo; sabe que algunos lo verán en la cruz como alguien que fracasó… pero también sabe que las almas con fe sabrán ir más allá del Calvario… Jesucristo con su muerte conquistará la vida eterna para todos aquellos que sepan llegar también con Él hasta el calvario, con todos aquellos que vayan más allá de la entrada triunfal y lo acompañen hasta ese amor extremo que solamente la fe puede mostrar. Respecto a esto escribía muy acertadamente el Kempis: “Jesús tiene ahora muchos enamorados de su reino celestial pero muy poco que quieran llevar su cruz. Tiene muchos que desean los consuelos y pocos la tribulación. Muchos que aspiran comer en su mesa y pocos que anhelan imitarlo es su abstinencia. Todos apetecen gozar con Él pero pocos sufrir algo por él.

Muchos siguen a Jesús hasta la fracción del pan, mas pocos hasta beber el cáliz de la pasión. Muchos admiran sus milagros, pero pocos le siguen en la ignominia de la cruz.

Muchos aman a Jesús mientras no haya contrariedades. Muchos lo alaban y bendicen en el tiempo de las dulzuras, pero si Jesús se esconde y los deja por un tiempo, enseguida se quejan o desalientan.”

Podemos ver esta entrada triunfal de Jesucristo como lo que Él quiere realizar en nosotros: entrar en nuestras almas como Rey, entre nuestras aclamaciones y compromiso de seguirlo hasta el final. Pero la diferencia aquí es que nosotros sí tenemos la oportunidad de no abandonarlo cuando llegue su pasión; y nosotros sí tenemos la oportunidad de defenderlo a Él y a nuestra fe con nuestras palabras, ejemplos y hasta con nuestra propia vida si Él así lo dispone; nosotros aun estamos a tiempo de acompañarlo hasta el final y no salir huyendo como los apóstoles y todos los demás cuando se acerca la hora de la dificultad, de la oscuridad, de la sequedad, en definitiva, de la Cruz.

La invitación de hoy, queridos hermanos, es a considerar hasta dónde estamos dispuestos a seguir a Jesucristo ahora que comienza su camino final a la pasión, es decir, a ofrecerse como Víctima inocente y expiatoria por cada uno de nosotros… sabemos bien que Jesucristo llegó hasta la cruz por nosotros; la pregunta es pues, ¿hasta dónde estamos nosotros dispuestos a llegar por Jesucristo?; no digo solamente asistir fielmente cada Domingo a la santa Misa, sino más (Dios se preocupa cada instante de nosotros y nos pide como mínimo esa horita a la semana); no digo solamente confesarse frecuentemente y más o menos llevar una vida de oración, sino mucho más. Esto está bien, está perfecto, pero es sólo la base de la gran obra de santidad que Jesucristo tiene dispuesta para cada uno de nosotros si lo dejamos obrar, si vamos más allá de la entrada a Jerusalén y llegamos hasta el Calvario, y sabemos ser generosos con Él, enamorados realmente, con sed de aprender más y más sobre la verdad, sobre nuestra fe, en definitiva, sobre cómo darle mayor gloria a Dios con nuestra vida. Entonces, y sólo entonces, podremos arrogarnos la verdadera victoria, la entrada triunfal definitiva en el Reino de los Cielos, reservada para aquellos que sigan a Jesucristo realmente hasta el final: con la cruz, con trabajos, con esfuerzos; pero especialmente con la alegría sobrenatural que nos mueve a emprender lo que sea que Dios nos pida con tal de tomar parte de su victoria absoluta en la Cruz: aparente fracaso para los incrédulos, señal de predilección para los creyentes.

Respecto a esto último escribía san Alberto Hurtado: “Los fracasos conducen al apóstol hacia Cristo. Todos ellos son un eco del fracaso grande de la Cruz, cuando fariseos, saduceos y los poderes establecidos triunfaron visiblemente sobre Jesús. ¿No fue Él acaso vestido de blanco y de púrpura, coronado de espinas y crucificado desnudo, con el título ridículo de Rey de los Judíos? Los suyos lo habían traicionado o huido. Era el hundimiento de su obra, y (sin embargo), en ese mismo momento Jesús comenzaba su triunfo. Aceptando la muerte, Jesús la dominaba. Al dejarse elevar sobre la Cruz, elevaba la humanidad hasta el Padre, realizaba su vocación y cumplía su oficio de Salvador.”

 

Queridos hermanos, pidamos en este día a María santísima que nos alcance la gracia de no retroceder jamás ante la cruz, y de acompañar a nuestros Señor Jesucristo hasta el final, hasta el verdadero final que consiste en poder estar toda la eternidad junto con Él.

Un tesoro más ofrecido a los pecadores

Sobre el sacramento de la confesión

P. Jason Jorquera M., IVE.

“…habrá más alegría en el cielo

por un solo pecador que se convierta

que por 99 justos que no tengan

necesidad de conversión”

(Lc 15, 7)

A menudo nos encontramos ante la siguiente objeción: ¿por qué confesarse? Ciertamente que para nosotros, los cristianos católicos, la respuesta no tendría mayor complejidad que afirmar que así lo enseña la santa iglesia, cuerpo místico de Cristo, mediante la jerarquía que Él mismo instituyó para guía y salvación de las almas mediante los sacramentos… o porque es un regalo más que Dios nos dejó en su Iglesia.

Pero el problema es que más de una vez pueda pasar que estas interrogantes salgan de labios de los mismos católicos que, a causa de la falta de formación debida (no necesariamente culpable, claro),  no han profundizado bien su fe y, por tanto, pueden engañarse o dejarse engañar respecto a este sacramento, y así alejarse de él paulatinamente privándose de sus maravillosos beneficios comenzando por la santificación y salvación del alma, todo lo cual, en definitiva, se fundamenta en una lamentable y perniciosa pérdida del sentido del pecado: “Este sentido tiene su raíz en la conciencia moral del hombre y es como su termómetro. Está unido al sentido de Dios, ya que deriva de la relación consciente que el hombre tiene con Dios como su Creador, Señor y Padre. Por consiguiente, así como no se puede eliminar completamente el sentido de Dios ni apagar la conciencia, tampoco se borra jamás completamente el sentido del pecado”[1].

Para ilustrar un poco acerca de este admirable sacramento, daremos algunas simples pautas acerca de lo que es, implica y significa en la vida del cristiano católico.

 

LO QUE ES

 La confesión o penitencia es definida por Royo Marín como el Sacramento de la nueva ley, en el que por la absolución del sacerdote, se confiere al pecador  penitente la espiritual reparación, o sea, la remisión de los pecados cometidos después del bautismo[2]; y la Lumen Gentium enseña que “los que se acercan al sacramento de la penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de los pecados cometidos contra Él y, al mismo tiempo, se reconcilian con la iglesia, a la que ofendieron con sus pecados. Ella les mueve a la conversión con su amor, su ejemplo y sus oraciones[3]

 Es llamado sacramento de la confesión porque la declaración o manifestación, la confesión de los pecados ante el sacerdote, es un elemento esencial de este sacramento. En un sentido profundo este sacramento es también una “confesión”, reconocimiento y alabanza de la santidad de Dios y de su misericordia para con el hombre pecador.

Se le llama sacramento del perdón porque, por la absolución sacramental del sacerdote, Dios concede al penitente “el perdón y la paz[4] .

Se le denomina sacramento de reconciliación porque otorga al pecador el amor de Dios que reconcilia: “Dejaos reconciliar con Dios[5] . El que vive del amor misericordioso de Dios está pronto a responder a la llamada del Señor: “Ve primero a reconciliarte con tu hermano” (Mt 5, 24)[6].

Para un cristiano el sacramento de la penitencia es el camino ordinario para obtener el perdón y la remisión de sus pecados graves cometidos después del bautismo. Es cierto que la acción del Salvador no está ligada a ningún signo sacramental, de tal manera que no pueda en cualquier tiempo y sector de la historia de la salvación actuar fuera y por encima de los sacramentos. Pero la fe nos dice que el Salvador ha querido y dispuesto que los sacramentos de la fe sean ordinariamente los medios eficaces por los que pasa y actúa su redención.

Sería insensato y presuntuoso querer prescindir arbitrariamente de los instrumentos de la gracia que Dios ya ha dispuesto.[7]

Es así que el mismo Jesucristo, Hijo de Dios y Redentor nuestro, ha instituido este sacramento en atención a su infinita misericordia para con nosotros y en consideración a nuestra frágil condición humana. Nuestra naturaleza, herida por el pecado, ha quedado inclinada al mal y por tanto necesitamos un auxilio especial que eleve nuestra naturaleza para poder combatir el pecado y adquirir las virtudes que nos vayan asemejando a Jesucristo, el varón perfecto y modelo de nuestro obrar. Este auxilio sobrenatural se llama gracia divina y como sabemos, se nos comunica cada vez que recibimos los sacramentos y, por lo tanto, también cuando realizamos una humilde sincera confesión de nuestros pecados ante el ministro de Dios.

Una vez más se ha de proclamar la fe de la Iglesia en el acto redentor de Cristo, en el misterio pascual de su muerte y resurrección, como causa de la reconciliación del hombre en su doble aspecto de liberación del pecado y de comunión de gracia con Dios [8].

Este importante aspecto de la obra realizada por Cristo en beneficio del hombre –liberación del pecado y comunión con Dios- continúa realizándose ininterrumpidamente en el cuerpo místico de Cristo que nació del costado herido y es quien nos hace partícipes, por el bautismo, es sus sagrados misterios: … como decía San León Magno hablando de la pasión de Cristo, “todo lo que el Hijo de Dios obró y enseñó para la reconciliación del mundo, no lo conocemos solamente por la historia de sus acciones pasadas, sino que lo sentimos también en la eficacia de lo que él realiza en el presente”.

Experimentamos la reconciliación realizada en su humanidad mediante la eficacia de los sagrados misterios celebrados por su Iglesia, por la que Él se entregó a sí mismo y la ha constituido signo y, al mismo tiempo, instrumento de salvación [9].

De aquí deducimos que el sacramento de la reconciliación, al igual que los demás sacramentos, ha sido verdaderamente querido e instituido por Cristo quien transmitió tal poder a sus ministros en bien de las almas por las cuales murió y resucitó[10]; venciendo con la muerte en la cruz el mal y el poder del pecado con su total obediencia de amor, Él ha traído a todos la salvación y se ha hecho “reconciliación” para todos. En Él Dios ha reconciliado al hombre consigo mismo[11].

Podemos decir con total propiedad que la confesión es, una vez más, una amorosa invitación de Dios a reencontrarnos con él mediante un humilde y sincero acto de reconocimiento de nuestras ofensas, lo cual implica necesariamente realizarlo con

 

LO QUE IMPLICA

Para realizar una buena confesión de los pecados, recordemos la clásica y clarísima síntesis explicativa en 5 pasos:

1º Examen de conciencia.

2º Dolor de los pecados.

3º Propósito de enmienda.

4º Decir los pecados al confesor.

5º Cumplir la penitencia.

Examen de conciencia: para el examen de conciencia es conveniente, aunque no obligatorio, hacer alguna breve oración pidiendo la gracia de recordar lo mejor posible los pecados cometidos. Tenemos un deber de conciencia de confesar todos los pecados graves para que la confesión sea auténtica, de tal manera que la gracia nos sea restituida en caso de haberla perdido. Este examen debe ser realizado “desde la última confesión bien hecha”. Este punto es muy importante pues si alguna vez hemos callado algún pecado grave por vergüenza o lo que sea, significa que esa confesión no ha sido válida y, por lo tanto, tampoco las posibles confesiones posteriores. Muy distinto es el caso de haberlo omitido por haberlo olvidado en dicho momento, en este caso simplemente hay que hacer un acto de contrición y manifestarlo en la siguiente confesión en cuanto sea posible, tal cual ha sido y quedarse tranquilo: “padre, perdón, pero en la confesión anterior olvidé mencionar que…”, y listo. También es lícito y hasta conveniente examinar los pecados veniales que, si bien no son materia obligatoria de la confesión, nos pueden ayudar a aprender a detestar cada vez más el pecado y movernos a practicar las virtudes de manera más determinada, además de manifestar a Dios mejor nuestra buena voluntad de querer alejarnos de cualquier tipo de ofensa a su bondad.

Dolor de los pecados: es aquella pena o dolor interior que surge en el alma por haber ofendido a Dios, pero no un dolor que hunde y aplasta al alma, sino un dolor confiado, que se abandona a la Divina Misericordia de Dios, el gran perdonador. En definitiva, un dolor que incentiva y mueve al alma a la reparación y verdadera conversión.

Propósito de enmienda: es una firme resolución de no volver a pecar y de evitar todo lo que pueda ser ocasión de cometer pecados. Este propósito supone la confianza en Dios que es quien devuelve la gracia a aquel que la ha perdido, gracia que a partir de ahora puede ser incluso mayor que antes en la medida de la compunción con la cual nos hayamos confesado. Esta determinación deja atrás el pasado y se concentra más bien en el futuro, en lo que a partir de ahora puede hacer el alma con la gracia y la asistencia del Cielo.

Decir los pecados al confesor: como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, “La confesión de los pecados (acusación), incluso desde un punto de vista simplemente humano, nos libera y facilita nuestra reconciliación con los demás. Por la confesión, el hombre se enfrenta a los pecados de que se siente culpable; asume su responsabilidad y, por ello, se abre de nuevo a Dios y a la comunión de la Iglesia con el fin de hacer posible un nuevo futuro. La confesión de los pecados hecha al sacerdote constituye una parte esencial del sacramento de la Penitencia: “En la confesión, los penitentes deben enumerar todos los pecados mortales de que tienen conciencia tras haberse examinado seriamente, incluso si estos pecados son muy secretos y si han sido cometidos solamente contra los dos últimos mandamientos del Decálogo (cf Ex 20,17; Mt 5,28), pues, a veces, estos pecados hieren más gravemente el alma y son más peligrosos que los que han sido cometidos a la vista de todos” (Concilio de Trento: DS 1680): «Cuando los fieles de Cristo se esfuerzan por confesar todos los pecados que recuerdan, no se puede dudar que están presentando ante la misericordia divina para su perdón todos los pecados que han cometido. “Quienes actúan de otro modo y callan conscientemente algunos pecados, no están presentando ante la bondad divina nada que pueda ser perdonado por mediación del sacerdote. Porque si el enfermo se avergüenza de descubrir su llaga al médico, la medicina no cura lo que ignora” (Concilio de Trento: DS 1680; cf San Jerónimo, Commentarius in Ecclesiasten 10, 11).”[12]

Recordemos que la confesión no debe ser exhaustiva, sino sencilla, sincera y precisa: “padre, pido perdón a Dios por haber cometido tal y tal pecado”; es acusarse y no excusarse, y en esto se deja ver claramente su sinceridad, en que no busca justificarse sino reconocer y esperar confiadamente de Dios su perdón. Debemos aprender a confesarnos bien, de tal manera que el sacerdote pueda aconsejar con mayor precisión al penitente y éste pueda aprovechar al máximo este bendito sacramento.

Cumplir la penitencia: El sentido de la penitencia que impone el confesor al penitente es el de satisfacer de alguna manera por las faltas cometidas, ya que todo pecado implica un daño que debe ser reparado en la medida de las posibilidades. Por más oculto que pueda ser un pecado, siempre tiene alguna repercusión en el Cuerpo místico, y esta satisfacción es la que justamente busca reparar el daño cometido y enderezar nuevamente al alma hacia el bien.

Respecto a esto nos enseña claramente el catecismo que: “Muchos pecados causan daño al prójimo. Es preciso hacer lo posible para repararlo (por ejemplo, restituir las cosas robadas, restablecer la reputación del que ha sido calumniado, compensar las heridas). La simple justicia exige esto. Pero además el pecado hiere y debilita al pecador mismo, así como sus relaciones con Dios y con el prójimo. La absolución quita el pecado, pero no remedia todos los desórdenes que el pecado causó (cf Concilio de Trento: DS 1712). Liberado del pecado, el pecador debe todavía recobrar la plena salud espiritual. Por tanto, debe hacer algo más para reparar sus pecados: debe “satisfacer” de manera apropiada o “expiar” sus pecados. Esta satisfacción se llama también “penitencia”.”[13]

 

LO QUE SIGNIFICA EN LA VIDA DEL CATÓLICO

El sacramento de la confesión en nuestra vida es un tesoro más de esos que solamente Dios nos podía regalar. Es un tesoro que podemos tomar cuando queramos; está allí, esperando que nos decidamos a aprovechar de su riqueza, de la gracia que nos ofrece a cambio del humilde y sincero arrepentimiento de nuestras ofensas. Por medio de la confesión podemos degustar de una manera del todo especial la misericordia divina, aquella siempre sale al encuentro del pecador para sacarlo del lodo y devolverle su dignidad de hijo de Dios, como el padre del hijo pródigo de la parábola: “Pero el padre dijo a sus siervos: Pronto; traigan la mejor ropa y vístanlo; pónganle un anillo en su mano y sandalias en los pies. Traigan el becerro engordado, mátenlo, y comamos y regocijémonos; porque este hijo mío estaba muerto y ha vuelto a la vida; estaba perdido y ha sido hallado” (Lc 15, 11-32).

Cada confesión que realizamos es importante, tanto para nosotros como para Dios: para nosotros, porque ayuda a recuperar lo perdido o a fortalecer lo débil, a renovar nuestro interior y manifestarle a Dios nuestra buena voluntad al levantarnos y seguir en pos de la santidad que nos ofrece; y para Dios, porque se alegra con nosotros y nos brinda aquellas gracias que por medio de este sacramento nos quiere conceder. Es por eso que debemos acudir a la confesión cuando la precisemos y debemos aprender a hacerla bien: preparada, clara y precisa; conscientes de sus beneficios y teniendo muy presente que siempre marca un antes y un después, el cual a veces puede transformar completamente una vida como tantas veces vemos relatado en las vidas de los santos, especialmente los santos confesores como el padre Pío, el cura de Ars o san Leopoldo Mandic, quienes tuvieron la dicha inefable de ver tantas veces en sus vidas entrar al confesionario a grandes pecadores que salieron de allí mansos como corderos, realmente decidido a cambiar y hasta perfumando santidad completamente renovados por el perdón divino y la gracia recuperada o acrecentada; por eso nos aconseja el santo: “Emplea tus tiempos libres también en preparar tu confesión. No es menester que ésta sea general, pero sí es absolutamente necesario que arregles todas tus cuentas con Dios, resuelvas todas las dudas que puedas tener y empieces una página nueva. Acuérdate que, si tienes a Dios, aunque te falte todo lo demás, serás millonario. Si Él te falta, aun teniendo todo lo demás, serás un pordiosero.” (san Alberto Hurtado)

[1] Reconciliatio et Poenitencia 18

[2] Teología moral para seglares

[3] LG 11

[4] OP, fórmula de la absolución

[5] 2Co 5:20

[6] Catecismo de la Iglesia Católica 1423-1425

[7] “Revestíos de entrañas de misericordia”, manual de preparación para el ministerio de la penitencia. P. Miguel Ángel Fuentes, IVE. Introducción, pág 17.

[8] Reconciliatio et Poenitentia 7

[9] Reconciliatio et Poenitentia 8

[10] Cfr. Mt 18,18  “Yo os aseguro: todo lo que atéis en la tierra quedará atado en el cielo, y todo lo que desatéis en la tierra quedará desatado en el cielo.

[11] Reconciliatio et Poenitentia 10

[12] Catecismo de la Iglesia Católica 1455-1456

[13] Catecismo de la Iglesia Católica 1459

Sal de la tierra y luz del mundo

El valor del buen ejemplo

(Homilía)

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos». (Mt 5, 13-16)

Cuando un alma se va alejando de Dios, por más que no lo haga completamente cometiendo un pecado mortal, poco a poco ella misma se va privando de innumerables beneficios que tendría si estuviera más cerca de Él, como le pasa a la persona que tiene frío y se aleja del fuego… obviamente que dejará de recibir el calor que necesita para no congelarse. Y aquí entramos en el tema que nos presenta la liturgia de este Domingo en el Evangelio que acabamos de escuchar: el cristiano, el católico, debe convertirse en “sal de la tierra y luz del mundo”, para poder cooperar con su vida en bien de los que aman a Dios.

Así como podemos contribuir al plan de salvación de Dios mediante nuestras oraciones y sacrificios, no debemos olvidar nunca que existe algo más, de un valor tan grande y tan poderoso que siempre, sea como sea, produce frutos y nos referimos aquí al valor incalculable que tiene “nuestro buen ejemplo ante los demás”.

Tal vez más de alguna vez habremos oído aquello de “los pensamientos vuelan, las palabras permanecen, pero “los ejemplos arrastran”, y de una manera más hermosa y evangélica: “vosotros sois sal de la tierra y luz del mundo”; es como si Jesucristo nos dijera “ustedes han de ser ejemplo mío para los demás” … ¿de qué manera?, podríamos decir: como sazonando e iluminando a los demás con el buen ejemplo.

A lo largo de la historia de la Iglesia podemos leer en la vida de los santos cuánta importancia tiene los ejemplos de virtud, cuantas almas se han salvado gracias al buen obrar de otro, a veces sin palabras. A veces sin siquiera enterarnos estamos sembrando semillas que después brotarán para la gloria de Dios y salvación de las almas.

Por el buen ejemplo de los cristianos que ayudaban a todos sin distinción se convirtió a la fe un joven llamado Pacomio que sería después padre de monjes, y fundador de monasterios con alrededor de 400 monjes cada uno; por el buen ejemplo de una madre que prefirió morir antes abortar a su hijo se han salvado muchísimas vidas de niños indefensos y también  muchas almas de mujeres que comprendieron la importancia de no cometer semejante pecado y eligieron lo correcto: ser madres. Esa mujer se llama ahora santa Gianna Beretta Molla…

 Podríamos citar muchísimos ejemplos, cada uno mejor que el otro, pero debemos decir simplemente que nuestro mayor ejemplo y al que ningún otro se le puede comparar es el de Jesucristo, el Dios que por amor a los hombres bajó del cielo, por amor a los hombres murió en una cruz, y por amor a los hombres los resucitará en el día final si aceptamos vivir según su ejemplo: Para regalarnos el Cielo, Dios nos pone solamente una condición: que no le pongamos condiciones..

Ahora sí, podemos retomar el con mayor claridad el relato del Evangelio. Jesús nos llama a todos a ser sal de la tierra y luz del mundo. Para comprender mejor este llamado hay que considerar que aquí Jesús está haciendo una analogía que se debe entender a la luz de las propiedades de estos elementos y aplicarlos así en nuestra vida espiritual.

Sal de la tierra

¿Qué significa ser sal de la tierra? La respuesta no es difícil, basta con decir que la sal es capaz de conservar, de impregnar y adentrarse en las cosas que toca y finalmente de darles otro sabor, pero un sabor mejor, de condimentarlas.

El católico se vuelve sal de la tierra cuando se ha dejado impregnar de tal manera del Evangelio que los demás lo notan, eso no se puede ocultar porque las virtudes siempre se manifiestan a los demás, pues tienen una especie de brillo especial capaz de ser percibido hasta por los malos (para quienes se vuelve un reproche en la conciencia). No nos tiene que pasar lo mismo que a los peces del mar, a los cuales san Alberto Hurtado compara las almas de los creyentes que viven rodeados de las aguas del Evangelio pero “jamás se salan con ella”: el pez vive toda su vida en el mar y, sin embargo, cuando se lo pesca y se lo cocina para comer hay que ponerle sal porque no es de carne salada.

Nosotros debemos ser todo lo contrario: almas que se dejen “salar” por el Evangelio, que se dejen impregnar de la sagrada revelación, de la vida de gracia, de la práctica de las virtudes… quien se deja salar por Jesucristo, es el que practica la caridad con los demás (amigos o enemigos), es el que sabe perdonar, el que habla bien de los demás y no murmura a sus espaldas, el que no miente por quedar bien con otros sino que prefiere la gloria de Dios antes que la de los hombres; el que no tiene miedo de defender su fe, el que sabe cargar su cruz con alegría… en definitiva, el que hace carne en su vida el mensaje de Cristo y es fiel al Espíritu Santo que nos reveló todas estas cosas.

La vida de pecado hace que el alma se vuelva impermeable a la gracia de Dios, pero la vida de los sacramentos y la práctica de las virtudes, nos ayuda a que nos dejemos “condimentar” por su gracia.

No debemos olvidar nunca que nosotros tenemos una gran ventaja: si la sal pierde su sabor no se la puede volver a salar… pero el amor de Dios nos ha ofrecido una manera de acrecentar, de intensificar o de recuperar ese sabor si por desgracia lo hubiésemos perdido: Dios nos quiso dejar el sacramento de la confesión para que no perdiéramos el sabor de nuestra sal… así como nos dejó la Eucaristía para iluminar en nuestras almas la imagen de su Hijo amado.

Luz del mundo

 Escribía san Alberto Hurtado: Cada uno de nosotros, por ser cristiano, está llamado a ser apóstol, o mejor dicho: somos apóstoles por vocación… Pero ser apóstoles no significa llevar una insignia; no significa hablar de la verdad, sino vivirla, encarnarse en ella, transubstanciarse –si se puede hablar así– en Cristo. Ser apóstol no es llevar una antorcha en la mano, o poseer la luz, sino ser la luz… debemos ser delegados de la luz –enviados- en estos tiempos de oscuridad, en estos tiempos en que la fe de muchos se está apagando, nosotros debemos: “Iluminar como Cristo que es la luz que alumbra a todo hombre que viene a este mundo”[1] (cf. Jn 1,9).

El Evangelio no es tanto la doctrina de Cristo como la manifestación de la doctrina de Cristo; más que una lección es un ejemplo porque Jesucristo mismo vino al mundo… dejándoos un modelo para que sigáis sus huellas (1Pe_2:21).

Ser luz del mundo es llevar a los demás el mensaje del evangelio convertido en vida viviente.

 Ser apóstol significa vivir nuestro bautismo, vivir la vida divina, transformados en Cristo,… ser continuadores de su obra, irradiar en nuestra vida la vida de Cristo.

  Esta idea la expresaba un joven con esta hermosa plegaria: “Que al verme, oh Jesús, os reconozcan”.

 …es como decir: Señor Jesús, que me parezca a ti… y ya está; porque si buscamos la semejanza con Cristo en la práctica de las virtudes, entonces nos iremos convirtiendo poco a poco en sal de la tierra y luz del mundo.

¿Qué es la virtud?: recordemos que la virtud es aquella acción que hace buena una obra al mismo tiempo que hace bueno a quien la realiza. Tenemos dos condiciones entonces para el acto virtuoso: que la obra sea buena y que haga bueno a quien la realiza. Es por eso que no es virtud si doy una limosna para ser alabado de los demás, o si soy amable sólo por buscar algún beneficio, pero si soy caritativo, amable, generoso, atento, etc., con todos por amor de Cristo, por amor de Dios, de María, del cielo, etc., entonces esa obra sí es completamente buena, en sí misma, y también en nosotros porque nos hace mejores, nos hace más semejantes a Cristo.

Para terminar simplemente hay que notar un pequeño gran detalle: que Cristo llama a sus discípulos “luz del mundo”, y esto es sumamente interesante ya que unos versículos más adelante se va a llamar a sí mismo luz del mundo: “yo soy la luz del mundo, y todo el que viene a mí no permanece en tinieblas” ¿qué significa esto?, pues significa que la luz es lo que más nos hará parecidos a Jesús. Él es la luz del mundo… pero nos invita a ser también nosotros luz del mundo.

Ser sal de la tierra y luz del mundo significa cooperar con Cristo, cooperar con la redención, iluminando sobre las tinieblas y salando a los demás con las virtudes para ir quitando el “sabor del pecado”.

Para ser sal de la tierra y luz del mundo no hace falta hacer grandes milagros o cosas extraordinarias, basta con comenzar haciendo grandemente las cosas pequeñas: desde pelar una papa hasta dar la vida por Cristo, todo hay que hacerlo por amor a Dios… eso es lo que sazona e ilumina nuestras vidas y las de los demás.

Que María santísima, la Madre Virgen que nos ilumina silenciosa, nos conceda la gracia de jamás perder el brillo que se nos dio en nuestro bautismo y de que jamás nos privemos de degustar los beneficios que nos trajo Jesucristo con la vida de la gracia.

P. Jason Jorquera Meneses.

[1] Claudel, carta.

“La presentación del Señor” (2 de febrero)

“Día del religioso”

(Homilía dedicada especialmente a los consagrados)

La liturgia de hoy conmemora la presentación de Jesucristo, nuestro Señor, en el templo. Esta celebración litúrgica ya la encontramos testimoniada en el siglo IV y por lo tanto debemos decir que debido a su antigüedad es de suma importancia para nosotros; de hecho, lo conmemoramos también cuando rezamos los misterios de gozo en el santo rosario.

Jesucristo, la consagración perfecta

Es bueno recordar que en tiempos de Jesús los niños varones primogénitos debían ser presentados en el templo a los cuarenta días desde su nacimiento, para ser ofrecidos a Dios y para que la madre quedara purificada. Ciertamente que ni Jesús ni la Virgen santísima estaban obligados a este rito por ser Jesús el Hijo de Dios y porque María santísima no tiene pecado, razón por la cual este rito constituye en ellos un verdadero ejemplo de humildad o, como dice el santoral, “coronación de la meditación anual sobre el gran misterio navideño”, es decir, coronación de la humildad del pesebre.

Pero no es ésta la única enseñanza de esta celebración litúrgica, sino que hay otra verdad más profunda y que depende directamente del hecho mismo de ser presentado “en el templo”, es decir, en el lugar sagrado donde Dios habitaba como su morada; y esta verdad es que: “la ofrenda de Jesús al Padre, en el Templo de Jerusalén, es un preludio de su ofrenda sacrificial sobre la cruz”. Esto significa que la presentación en el templo es a la vez figura y anticipo de la entrega total que haría Jesucristo de sí mismo por nosotros entregándose en la cruz.

Y notemos cuánto se parece esta ofrenda al sacrificio de la cruz:

– Aquí Jesús derramará la sangre de la circuncisión; y en la cruz entregará también su sangre, aunque allí será toda.

– Aquí es presentado por su Madre y san José; y en la cruz también será su Madre quien lo ofrezca con el corazón traspasado de dolor.

– Aquí su divinidad está escondida y su grandeza sólo se manifiesta a unos pocos; y en la cruz también serán muy pocos quienes lo reconozcan como el Mesías.

– Aquí es presentado en la casa del Padre; en la cruz será Él mismo quien se presente entregándole su espíritu, entrando así con todo su poder en la casa eterna del Padre.

La presentación de Jesús en el templo, nos debe ayudar a considerar que el Hijo de Dios se hizo ofrenda agradable al Padre “por nosotros” y para salvarnos de las consecuencias del pecado; y para darnos a la vez ejemplo de que debemos también nos debemos presentar delante de Dios como Él lo hizo: con la sencillez de un niño que busca a su padre, y haciéndonos cada vez más dignos de la presencia de Dios por medio de la gracia y las virtudes, especialmente la humildad, recordando siempre que “No soy nada más que lo que valgo delante de Dios”; y por lo tanto, debemos estar siempre con el corazón preparado para cuando Dios nos llame a presentarnos delante de Él.

El religioso, a imitación de Cristo

Escribía san Juan Pablo II: La identidad y autenticidad de la vida religiosa “se caracteriza por el seguimiento de Cristo y la consagración a El” mediante la profesión de los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia. Con ellos se expresa la total dedicación al Señor y la identificación con El en su entrega al Padre y a los hermanos. El seguimiento de Cristo mediante la vida consagrada supone “una particular docilidad a la acción del Espíritu Santo”, sin la cual la fidelidad a la propia vocación quedaría vacía de contenido.

Jesucristo, crucificado y resucitado, Señor de la vida y de la historia, tiene que ser el “ideal vivo y perenne de todos los consagrados.” De su palabra se vive, en su compañía se camina, de su presencia interior se goza, de su misión salvífica se participa. Su persona y su misterio son el anuncio y el testimonio esencial de vuestro apostolado. No pueden existir soledades cuando el llena el corazón y la vida. No deben existir dudas acerca de la propia identidad y misión cuando se anuncia, se comunica y se encarna su misterio y su presencia entre los hombres.

Al igual que Jesucristo, el religioso se ha consagrado al servicio de Dios de manera exclusiva, imitándolo en aquello que se ha convertido en el distintivo propio del religioso: los sagrados votos, mediante los cuales imitará por el resto de su vida a quien por Él entregó la suya en una búsqueda ininterrumpida de la gloria de Dios.

Toda la vida del religioso ha de ser una afectiva y efectiva prolongación del ofrecimiento total que hoy conmemoramos, a imitación de Jesucristo; con sincera humildad ante el don recibido que es esta especial consagración; buscando en todo el Reino de los cielos y gozando desde ya lo que este estilo de vida le anticipa, como bien entendieron los santos: “Si llegaran a entender los hombres la paz de la que gozan los buenos religiosos, el mundo se trocaría en un vasto monasterio”(santa Escolástica); y a la vez pidiendo cada día la perseverancia y santificación que no se logra sin esfuerzo, sin sudor, sin trabajo, en definitiva sin la cruz; y, por supuesto, sin la fidelidad a los sagrados votos de pobreza, castidad y obediencia, señal de la consagración total, ya que “El religioso inobservante camina hacia la perdición decididamente”(san Basilio); en cambio, quien hace de Dios su prioridad exclusiva en todo y desde allí al prójimo, ése es el imitador fiel y discípulo verdadero del Señor.

Que María santísima nos alcance la gracia de convertirnos también nosotros, mediante la docilidad a la gracia, en una ofrenda agradable al Padre y digna de presentarse delante de Él cuando así lo disponga.

P. Jason Jorquera M.

El orgullo y la humildad

“Yo detesto la soberbia, el orgullo, la mala conducta y la boca perversa” Proverbios 8, 13
P. Gonzalo Arboleda
Cuando hay un peligro grande en el camino, sería propio de un buen amigo advertírnoslo con insistencia, no sea que caigamos en él y no lleguemos a nuestra meta final. Pues bien, hay un grave peligro en nuestro camino al cielo; y Nuestro Señor, como buen amigo, nos advierte sobre él con gran frecuencia, especialmente en las Sagradas Escrituras. Este peligro es el vicio del orgullo.
El orgullo es un vicio espiritual. ¿Qué es lo que busca y desea? Su propio honor. El orgullo es el vicio que nos impulsa a desear y buscar constantemente nuestro propio honor. En cada situación, el hombre orgulloso busca ser visto por todos como una persona excelente, talentosa, envidiable. No soporta el menor agravio; al momento que siente su honor herido o menospreciado, salta el orgullo como un abogado furioso, acusando al otro de ofensa e injuria.
La Escritura nos enseña cuán desagradable a Dios sea el orgullo. Dice la Sabiduría Eterna en el libro de los Proverbios, 8, 13: “Yo detesto la soberbia, el orgullo, la mala conducta y la boca perversa”. San Pedro también nos enseña en su primera carta, 5, 5, “Dios resiste a los soberbios, y a los humildes da su gracia”. El mismo Señor Jesús nos inculca la fealdad del orgullo ante Dios con su parábola acerca de los dos hombres que fueron al Templo a rezar, un fariseo y un cobrador de impuestos (Lc 18). El fariseo, por muchas que fueran sus buenas obras, no es justificado en su oración – su oración es rechazada. Y, ¿por qué? Por su orgullo: porque consideraba que todo lo bueno que tenía era gracias a sus propios méritos, y no a la gracia de Dios. El soberbio es detestable a Dios porque en fin de cuentas, es mentiroso, ladrón, e idólatra: miente, pues sostiene que su bondad es por su solo esfuerzo y no por la gracia de Dios; roba, pues le quita a Dios la gloria que le pertenece, atribuyéndola a sí mismo; y comete idolatría, porque en su gran soberbia se termina convirtiendo en su propio Dios.
Todo hombre que se entregue al orgullo terminará por caer en infinidad de pecados. Hay que saber que el orgullo es como una fuente de donde brota la iniquidad; una mala raíz de donde crece un árbol podrido que no da sino frutos malos. La razón es porque el orgullo lleva al hombre a pensar que no es necesario someterse a la ley de Dios; el orgullo lleva al hombre a pensar que él puede hacer su propia ley, y ser su propio maestro. Entonces, si no tiene temor de Dios, si no cree en la obligación de someterse a Dios, cometerá toda clase de pecados. Por eso dice el libro de los Proverbios 16, 18: “Antes de la catástrofe está el orgullo, y antes de la caída, el espíritu altanero”. Como si dijera que antes de que un hombre caiga en la catástrofe y desgracia de pecar gravemente contra Dios, ya había dado pie a que el orgullo creciera en su corazón, y fue ese mismo orgullo lo que eventualmente lo llevó a la ruina espiritual.
El orgullo no solamente es causa de destrucción para el individuo, sino para toda la sociedad humana. No hay nada más peligroso para una civilización que el orgullo colectivo de las masas que obra como la levadura, haciendo que las masas se levanten contra la justa autoridad. Esta soberbia lleva a todo desorden civil, y termina en revoluciones que no traen más que violencia, injusticia, y mayor desigualdad que antes. ¿No fue este el caso de la reforma protestante, cuando el orgullo de un fraile contra la autoridad eclesiástica terminó por desestabilizar todo un país, engendrar guerras sangrientas y privar a tantas gentes de la auténtica fe católica de los apóstoles? ¿Acaso no se dio así en el movimiento feminista, que buscando dar a la mujer más lugar en el cuerpo laboral, terminó por quitándole su gran dignidad de madre? Yo no estoy en contra de que una mujer estudie y trabaje, pero sí me opongo a que la mujer sienta que es necesario tener una carrera para desarrollarse como persona y para ser útil a la sociedad, hasta menospreciar el altísimo y potentísimo oficio de madre, oficio sagrado, oficio mil veces más importante que cualquier otro trabajo que pueda tener en el mundo; porque es dar la vida y formar la mente y plantar en las almas las semillas de la fe, que brotarán en el fruto de la vida eterna. Vemos entonces que el orgullo ha sido el origen de toda subversión en la historia, y fuente de la rebelión, la anarquía y el totalitarismo.
Alzándose con esplendor contra la altanería del orgullo, en el lado opuesto, tenemos la hermosa e inestimable virtud de la humildad. Es una defensa segura, un arma potente, un fuerte baluarte contra las acechanzas del orgullo. Por eso es tan recomendada por Nuestro Señor Jesucristo. Es esto lo que significan aquellas luminosas palabras de la primera bienaventuranza. “Bienaventurados los pobres de espíritu” quiere decir, en primer lugar, bienaventurados los humildes. Así lo explica San Agustín diciendo: “Quizá quieras saber de mí qué significa ser pobre de espíritu. Nadie que se infla es pobre de espíritu; luego el humilde es el pobre de espíritu. El reino de los cielos está arriba, pero quien se humilla será ensalzado [hasta él]” (Sermón 53).
La humildad es enormemente agradable a Dios. “Dios da su gracia a los humildes”, declaran tanto San Pedro (1 Pe 5,5) como Santiago (4, 6) en sus cartas. Esta virtud es hermosa a los ojos de Dios porque primero que todo, lo glorifica. Pues el hombre humilde reconoce, no solo con su boca, sino desde lo más hondo de su corazón, que todo lo que tiene se lo debe a Dios, y que solo a él pertenece toda la gloria. El hombre humilde, cuando recibe un alago o alabanza, no se lo apropia, sino que lo entrega a Dios como la Santísima Virgen que, al ser alabada por Santa Isabel, anuncia que es Dios el que debe ser magnificado, diciendo “Proclama mi alma la grandeza del Señor”, y no la mía propia (Lc 1). El hombre humilde, cuando recibe alguna afrenta o desprecio, aun si no lo merece, prefiere agachar la cabeza y poner la otra mejilla, siguiendo así el sublime ejemplo de Nuestro Salvador, que, como dice el Apóstol San Pedro en su primera carta, “ultrajado, no replicaba con injurias, y, atormentado, no amenazaba, sino que lo remitía al que juzga con justicia” (1 Pe 2, 23).
Pero, sobre todo, el hombre humilde es agradable a Dios porque se sujeta a la ley de Dios. La ley de Dios, que no está allí para limitar ni oprimirnos, sino para protegernos, para salvarnos del pecado y la esclavitud que el pecado produce; esta ley, el hombre humilde la ama y la cumple con devoción y reverencia. Y por eso, será bendecido por el Señor, tanto en esta vida como en la futura; porque como dice Cristo, Lc 18, 14 “el que se humilla será engrandecido”.
Queridos hermanos, el orgullo es un gran peligro en nuestra vida espiritual. Es capaz de hacer que nos rebelemos contra la autoridad de Dios, y haciendo así, no nos quedará más que compartir el lote del príncipe de las tinieblas que por su inmensa soberbia se opone a todo lo justo y recto. Pero en la humildad, tenemos un camino seguro contrario a este vicio infernal. Practiquemos, pues, la humildad, en nuestros pensamientos, palabras, y obras. Entonces seremos pobres de espíritu, y nuestro será el reino de los cielos. Amén.

Epifanía

El llamado divino y nuestro acto de fe

(Homilía)

P. Jason Jorquera M.

 

Escribe san Pablo en su carta a los hebreos estas palabras: Muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas.  En estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo

La solemnidad de la epifanía, como cada uno de los misterios de la vida de Nuestro Señor Jesucristo, nos viene a instruir acerca de las verdades de nuestra fe, de esa fe que el mismo Dios nos ha querido regalar, para que la vayamos fortaleciendo, madurando y manifestando en nuestra vida de cristianos católicos.

Debemos recordar que la palabra epifanía es una palabra griega que significa “manifestación”, y es por eso que podríamos hablar, en sentido amplio, de varias epifanías de Nuestro Serñor Jesucristo a lo largo de su vida, porque se manifestó a san Juan Bautista mediante los signos que hacía; se manifestó a sus discípulos, a los sumos sacerdotes y escribas, a las masas del pueblo elegido e inclusive a algunos paganos.

Pero esta epifanía o manifestacion que hoy celebramos, es la primera en que Dios se muestra a los hombres de todo el mundo “representados por aquellos que lo visitan”:

  • Primero al pueblo elegido, representado por los pastores  que apacentaban sus rebaños;
  • y en seguida a los demás hombres del mundo, representados por los magos venidos desde lejanas tierras para adorar al Mesías nacido en el pesebre

A partir de este día, “la Epifanía de Jesús”, se convierte en nuestra gran fiesta, porque también a nosotros se nos ha manifestado y nos ha hecho miembros de su Iglesia mediante la gracia.

Consideremos algunos aspectos de la epifanía.

A) El llamado

La Epifanía de Jesucristo, el Niño-Dios nacido en Belén, nos revela, en primer lugar, “el llamado de Dios a todas las almas”, a todos los hombres del mundo entero para que se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.

Como sabemos, Dios se eligió un pueblo, en el cual se debían cumplir las profecías y las promesas que Dios había hecho… es este el pueblo que recibió la ley y las escrituras y además la promesa del Mesías que nacería de la estirpe de David, por lo tanto, parece justo que sean ellos los primeros en recibir la manifestación de Dios en la persona de los pastores.

Pero Dios, que quiere colmar al hombre de sus beneficios y, por tanto, quiere también la salvación de su alma, una vez más no se contenta sólo con manifestarse a unos pocos, y es entonces que se da a conocer a todos los hombres para ofrecerles la gloria del cielo viniendo Él mismo a la tierra a llamarlos. Y es por eso que enseguida de manifestado a los judíos se manifiesta a los gentiles, a los paganos, en la persona de estos reyes magos; así nos lo han enseñado los santos padres desde los comienzos de la Iglesia y así lo hemos experimentado nosotros al hacernos miembros del nuevo pueblo de Dios, que quiere abarcar a todos los hombres. Y es justamente la actitud de los magos la que nosotros debemos tener como cristianos, es decir, la de seguir con perseverancia al Dios que se nos ha manifestado: los magos vinieron de lejanas tierras, atravesaron países, peligros, largas caminatas, probablemente noches frías y días de calor, y sin embargo, no se detuvieron hasta encontrar al Rey de los judíos, en el que reconocieron al Dios del universo pues, como ellos mismos dijeron, venían a adorarlo.

Nosotros hoy, para ir en busca de ese Rey-Dios, debemos caminar por el sendero una “seria vida de santificación”: tal vez no tendremos que atravesar ni desiertos ni montañas, pero sí practicar las virtudes, acrecentar nuestra fe, cumplir los mandamientos, aprovechar los sacramentos, etc., ese es el llamado que hoy nos hace Jesucristo, a vivir nuestra fe de manera activa, en cada momento de nuestras vidas. Decía el Papa Francisco: Hay que buscar a Dios para encontrarlo, y encontrarlo para buscarlo una y otra vez. Sólo esta inquietud da paz al corazón…Sin inquietud somos estériles

B) El acto de fe

¿Qué es lo que nos mueve a ir continuamente hacia el Dios que se nos ha manifestado?, lo  mismo que movió a los magos a venir desde lejanas tierras: solamente la fe.

Decía el P. Sáenz que: El llamado a creer en Cristo es universal. Dios es quien invi­ta, de Él es la iniciativa. El hombre, creado libre y por lo tanto capaz de decidir, puede responderle que sí a Dios, con lo cual se acerca a la luz, o puede negarse a la convocatoria, en cuyo caso permanece en la noche tenebrosa… La estrella de Belén invitó a los Magos a seguirla a través de un largo y dificultoso camino. Fatigas, hambre, vigilias, acecha­ron el itinerario. Pero ellos no se amedrentaron, porque estaban deseosos de encontrar a quien ya no se hallaba lejos de sus cora­zones. La estrella de la fe brilla en la oscuridad de este mundo, haciéndonos buscar a Dios incansablemente. Ella no sólo será la luz que nos ilumina para poder ver, sino la guía del camino. Tal es el cometido de la estrella, figura de la fe, conducimos por el sendero de la vida, hasta el encuentro definitivo con Cristo.

Los Magos la siguieron, y encontraron efectivamente al Señor. Su “orientadora” (la estrella) no les falló. Así también la fe, luz que guía nuestra inteligencia, no nos defraudará. Nos llevará hasta el final, y hasta el término en el camino de este peregrinar, que no es otro que el descanso en la contemplación del Verbo Encama­do, y a través de Él, de la Santísima Trinidad.

Y escribía también San Juan de la Cruz: “La fe y el amor serán los lazarillos que te llevarán a Dios por donde tú no sabes ir. La fe son los pies que llevan a Dios al alma. El amor es el orientador que la encamina“.

Para encontrar a Dios, es necesario vivir una fe auténtica, una fe pura, es decir, no mezclada con los criterios de la tierra sino los del cielo: ¿cómo decir que amo a Dios si no me reconcilio con Él en la confesión?; ¿cómo rezar el Padre Nuestro si no vivo como hijo de Dios?… tenemos que vivir lo que creemos, y creer lo que Dios nos ha manifestado:

  • Id por todo el mundo y predicad el evangelio… (la predicación comienza con el ejemplo)
  • Lo que hicisteis con uno de estos pequeños, conmigo lo hicisteis… (la caridad cristiana)
  • Yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os persigan… (la oración por los que nos persiguen)
  • Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que tu hermano tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano… (el perdón y la reconciliación)
  • Brille así vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos… (practicar las virtudes, o mejor dicho, vivir una vida virtuosa)

Los reyes magos se dejaron guiar sólo por la fe, y gracias a su fe es que encontraron al Dios que buscaban.

Escribía el Papa Francisco: “Una fe auténtica implica siempre un profundo deseo de cambiar el mundo. Es esta la pregunta que debemos hacernos: ¿tenemos esas grandes visiones y el impulso? ¿Somos audaces? ¿Nuestro sueño vuela alto? ¿El celo nos devora? ¿O somos mediocres y nos contentamos con nuestras programaciones apostólicas de laboratorio? Recordémoslo siempre: la fuerza de la Iglesia no está en sí misma y en su capacidad de organizar, sino que se esconde en las aguas profundas de Dios. Y estas aguas agitan nuestros deseos y los deseos expanden el corazón. Es lo que dice San Agustín: rezar para desear y desear para agrandar el corazón. … Sin deseos no se va a ninguna parte y es por eso que se tienen que ofrecer los propios deseos al Señor…”

Buscad y hallareis, dice Jesucristo. Y si buscamos a Dios, ¿acaso no se va a dejar encontrar?… Dios siempre se deja encontrar.

Cuando los Magos llegaron a Belén, al final de tantas fatigas, de tanto buscar al que con Amor eterno ya los había llamado (y germinalmente encontrado), por fin descansaron. Quizás esperaban hallar un palacio, riquezas, lujo y ostentación. Sólo vieron a un Niño en brazos de su Madre. Y sin embargo, la luz que los tra­jo, suscitó en su interior un sagrado deber de piedad y religiosi­dad. Se arrodillaron entonces, ante el Niño, para expresar con tal postura su tributo de adoración. Habían encontrado, por fin, a su Dios y Señor: ese es el premio de la fe.

Que María santísima nos alcance la gracia de tener una fe inquieta, no muerta ni estancada, que no se canse de buscar a Dios en esta vida hasta encontrarlo en la eternidad.