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Cuaresma, tiempo de conversión

MENSAJE DEL PAPA JUAN PABLO II
PARA LA CUARESMA DE 1984

Amadísimos hermanos y hermanas en Cristo:

¡Cuantas veces hemos leído y escuchado el texto conmovedor del capítulo veinticinco del Evangelio según San Mateo: «Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria…, dirá… Venid, benditos de mi Padre… porque tuve hambre, y me disteis de comer…»!

Sí, el Redentor del mundo comparte el hambre de todos los hombres, sus hermanos. Sufre con los que no pueden alimentar sus cuerpos: todas las poblaciones víctimas de la sequía o de las malas condiciones económicas, todas las familias perjudicadas por el paro o por la inseguridad del empleo. Y no obstante, nuestra tierra puede y debe alimentar a todos sus habitantes desde los niños de tierna edad hasta las personas ancianas, pasando por todas las categorías de trabajadores.

Cristo sufre igualmente con los que están legítimamente hambrientos de justicia y de respeto hacia su dignidad humana, con los que son defraudados en sus libertades fundamentales, con los que están abandonados o, peor aún, son explotados en su situación de pobreza.

Cristo sufre con los que aspiran a una paz equitativa y general, cuando ésta es destruida o amenazada por tantos conflictos y por un superarmamento demencial. ¿Es posible olvidar que el mundo está para construir y no para destruir?

En una palabra, Cristo sufre con todas las víctimas de la miseria material, moral y espiritual.

«Tuve hambre y me disteis de comer…; era forastero, y me acogisteis; enfermo y me visitasteis; preso, y vinisteis a verme» (Mt 25, 35-36). Estas palabras serán dirigidas a cada uno de nosotros el día del Juicio. Pero desde ahora ya nos interpelan y nos juzgan.

Dar de lo nuestro superfluo e incluso de lo necesario no es siempre un impulso espontáneo de nuestra naturaleza. Por esta razón debemos abrir siempre los ojos fraternales sobre la persona y la vida de nuestros semejantes, estimular en nosotros mismos esta hambre y esta sed de compartir, de justicia, de paz, a fin de pasar realmente a las acciones que contribuyan a socorrer a las personas y poblaciones duramente probadas.

Queridos Hermanos y Hermanas: en este tiempo de Cuaresma del Año Jubilar de la Redención, convirtámonos una vez más, reconciliémonos más sinceramente con Dios y con nuestros hermanos. Este espíritu de penitencia, de compartimiento y de ayuno debe traducirse en gestos concretos, a los que vuestras Iglesias locales os invitarán ciertamente.

«Que cada uno haga según se ha propuesto en su corazón, no de mala gana ni obligado, que Dios ama al que da con alegría» (2 Cor 9, 7). Esta exhortación de San Pablo a los Corintios es de total actualidad. Ojalá podáis experimentar profundamente la alegría por el alimento compartido, por la hospitalidad ofrecida al forastero, por el socorro prestado a la promoción humana de los pobres, por el trabajo procurado a los parados, por el ejercicio honesto y valiente de vuestras responsabilidades cívicas y socioprofesionales, por la paz vivida en el santuario familiar y en todas vuestras relaciones humanas. Todo esto es el Amor de Dios al que debemos convertirnos. Amor inseparable del servicio, urgente tan a menudo, a nuestro prójimo. Deseemos, y merezcamos, escuchar de Cristo el último día, que en la medida en la que hayamos hecho el bien a uno de los más pequeños entre sus hermanos es a Él a quien lo hemos hecho.


El hombre en oración II

La oración tiene su centro en el interior del corazón

Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero seguir reflexionando sobre cómo la oración y el sentido religioso forman parte del hombre a lo largo de toda su historia.

Vivimos en una época en la que son evidentes los signos del laicismo. Parece que Dios ha desaparecido del horizonte de muchas personas o se ha convertido en una realidad ante la cual se permanece indiferente. Sin embargo, al mismo tiempo vemos muchos signos que nos indican un despertar del sentido religioso, un redescubrimiento de la importancia de Dios para la vida del hombre, una exigencia de espiritualidad, de superar una visión puramente horizontal, material, de la vida humana. Analizando la historia reciente, se constata que ha fracasado la previsión de quienes, desde la época de la Ilustración, anunciaban la desaparición de las religiones y exaltaban una razón absoluta, separada de la fe, una razón que disiparía las tinieblas de los dogmas religiosos y disolvería el «mundo de lo sagrado», devolviendo al hombre su libertad, su dignidad y su autonomía frente a Dios. La experiencia del siglo pasado, con las dos trágicas guerras mundiales, puso en crisis aquel progreso que la razón autónoma, el hombre sin Dios, parecía poder garantizar.

El Catecismo de la Iglesia católica afirma: «Por la creación Dios llama a todo ser desde la nada a la existencia… Incluso después de haber perdido, por su pecado, su semejanza con Dios, el hombre sigue siendo imagen de su Creador. Conserva el deseo de Aquel que lo llama a la existencia. Todas las religiones dan testimonio de esta búsqueda esencial de los hombres» (n. 2566). Podríamos decir —como mostré en la catequesis anterior— que, desde los tiempos más antiguos hasta nuestros días, no ha habido ninguna gran civilización que no haya sido religiosa.

El hombre es religioso por naturaleza, es homo religiosus como es homo sapiens y homo faber: «El deseo de Dios —afirma también el Catecismo— está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios» (n. 27). La imagen del Creador está impresa en su ser y él siente la necesidad de encontrar una luz para dar respuesta a las preguntas que atañen al sentido profundo de la realidad; respuesta que no puede encontrar en sí mismo, en el progreso, en la ciencia empírica. El homo religiosus no emerge sólo del mundo antiguo, sino que atraviesa toda la historia de la humanidad. Al respecto, el rico terreno de la experiencia humana ha visto surgir diversas formas de religiosidad, con el intento de responder al deseo de plenitud y de felicidad, a la necesidad de salvación, a la búsqueda de sentido. El hombre «digital», al igual que el de las cavernas, busca en la experiencia religiosa los caminos para superar su finitud y para asegurar su precaria aventura terrena. Por lo demás, la vida sin un horizonte trascendente no tendría un sentido pleno, y la felicidad, a la que tendemos todos, se proyecta espontáneamente hacia el futuro, hacia un mañana que está todavía por realizarse. El concilio Vaticano II, en la declaración Nostra aetate, lo subrayó sintéticamente. Dice: «Los hombres esperan de las diferentes religiones una respuesta a los enigmas recónditos de la condición humana que, hoy como ayer, conmueven íntimamente sus corazones. ¿Qué es el hombre? [—¿Quién soy yo?—] ¿Cuál es el sentido y el fin de nuestra vida? ¿Qué es el bien y qué el pecado? ¿Cuál es el origen y el fin del dolor? ¿Cuál es el camino para conseguir la verdadera felicidad? ¿Qué es la muerte, el juicio y la retribución después de la muerte? ¿Cuál es, finalmente, ese misterio último e inefable que abarca nuestra existencia, del que procedemos y hacia el que nos dirigimos?» (n. 1). El hombre sabe que no puede responder por sí mismo a su propia necesidad fundamental de entender. Aunque se haya creído y todavía se crea autosuficiente, sabe por experiencia que no se basta a sí mismo. Necesita abrirse a otro, a algo o a alguien, que pueda darle lo que le falta; debe salir de sí mismo hacia Aquel que pueda colmar la amplitud y la profundidad de su deseo.

El hombre lleva en sí mismo una sed de infinito, una nostalgia de eternidad, una búsqueda de belleza, un deseo de amor, una necesidad de luz y de verdad, que lo impulsan hacia el Absoluto; el hombre lleva en sí mismo el deseo de Dios. Y el hombre sabe, de algún modo, que puede dirigirse a Dios, que puede rezarle. Santo Tomás de Aquino, uno de los más grandes teólogos de la historia, define la oración como «expresión del deseo que el hombre tiene de Dios». Esta atracción hacia Dios, que Dios mismo ha puesto en el hombre, es el alma de la oración, que se reviste de muchas formas y modalidades según la historia, el tiempo, el momento, la gracia e incluso el pecado de cada orante. De hecho, la historia del hombre ha conocido diversas formas de oración, porque él ha desarrollado diversas modalidades de apertura hacia el Otro y hacia el más allá, tanto que podemos reconocer la oración como una experiencia presente en toda religión y cultura.

Queridos hermanos y hermanas, como vimos el miércoles pasado, la oración no está vinculada a un contexto particular, sino que se encuentra inscrita en el corazón de toda persona y de toda civilización. Naturalmente, cuando hablamos de la oración como experiencia del hombre en cuanto tal, del homo orans, es necesario tener presente que es una actitud interior, antes que una serie de prácticas y fórmulas, un modo de estar frente a Dios, antes que de realizar actos de culto o pronunciar palabras. La oración tiene su centro y hunde sus raíces en lo más profundo de la persona; por eso no es fácilmente descifrable y, por el mismo motivo, se puede prestar a malentendidos y mistificaciones. También en este sentido podemos entender la expresión: rezar es difícil. De hecho, la oración es el lugar por excelencia de la gratuidad, del tender hacia el Invisible, el Inesperado y el Inefable. Por eso, para todos la experiencia de la oración es un desafío, una «gracia» que invocar, un don de Aquel al que nos dirigimos.

En la oración, en todas las épocas de la historia, el hombre se considera a sí mismo y su situación frente a Dios, a partir de Dios y en orden a Dios, y experimenta que es criatura necesitada de ayuda, incapaz de conseguir por sí misma la realización plena de su propia existencia y de su propia esperanza. El filósofo Ludwig Wittgenstein recordaba que «orar significa sentir que el sentido del mundo está fuera del mundo». En la dinámica de esta relación con quien da sentido a la existencia, con Dios, la oración tiene una de sus típicas expresiones en el gesto de ponerse de rodillas. Es un gesto que entraña una radical ambivalencia: de hecho, puedo ser obligado a ponerme de rodillas —condición de indigencia y de esclavitud—, pero también puedo arrodillarme espontáneamente, confesando mi límite y, por tanto, mi necesidad de Otro. A él le confieso que soy débil, necesitado, «pecador». En la experiencia de la oración la criatura humana expresa toda la conciencia de sí misma, todo lo que logra captar de su existencia y, a la vez, se dirige toda ella al Ser frente al cual está; orienta su alma a aquel Misterio del que espera la realización de sus deseos más profundos y la ayuda para superar la indigencia de su propia vida. En este mirar a Otro, en este dirigirse «más allá» está la esencia de la oración, como experiencia de una realidad que supera lo sensible y lo contingente.

Sin embargo, la búsqueda del hombre sólo encuentra su plena realización en el Dios que se revela. La oración, que es apertura y elevación del corazón a Dios, se convierte así en una relación personal con él. Y aunque el hombre se olvide de su Creador, el Dios vivo y verdadero no deja de tomar la iniciativa llamando al hombre al misterioso encuentro de la oración. Como afirma el Catecismo: «Esta iniciativa de amor del Dios fiel es siempre lo primero en la oración; la iniciativa del hombre es siempre una respuesta. A medida que Dios se revela, y revela al hombre a sí mismo, la oración aparece como un llamamiento recíproco, un hondo acontecimiento de alianza. A través de palabras y de acciones, tiene lugar un trance que compromete el corazón humano. Este se revela a través de toda la historia de la salvación» (n. 2567).

Queridos hermanos y hermanas, aprendamos a permanecer más tiempo delante de Dios, del Dios que se reveló en Jesucristo; aprendamos a reconocer en el silencio, en lo más íntimo de nosotros mismos, su voz que nos llama y nos reconduce a la profundidad de nuestra existencia, a la fuente de la vida, al manantial de la salvación, para llevarnos más allá del límite de nuestra vida y abrirnos a la medida de Dios, a la relación con él, que es Amor Infinito. Gracias.

Plaza de San Pedro
Miércoles 11 de mayo de 2011

 

Las virtudes teologales

Las virtudes teologales

Catecismo de la Iglesia Católica nº 1812-1829

 

Las virtudes humanas se arraigan en las virtudes teologales que adaptan las facultades del hombre a la participación de la naturaleza divina (cf 2 P 1, 4). Las virtudes teologales se refieren directamente a Dios. Disponen a los cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad. Tienen como origen, motivo y objeto a Dios Uno y Trino.

Las virtudes teologales fundan, animan y caracterizan el obrar moral del cristiano. Informan y vivifican todas las virtudes morales. Son infundidas por Dios en el alma de los fieles para hacerlos capaces de obrar como hijos suyos y merecer la vida eterna. Son la garantía de la presencia y la acción del Espíritu Santo en las facultades del ser humano. Tres son las virtudes teologales: la fe, la esperanza y la caridad (cf 1 Co 13, 13).

La fe

La fe es la virtud teologal por la que creemos en Dios y en todo lo que Él nos ha dicho y revelado, y que la Santa Iglesia nos propone, porque Él es la verdad misma. Por la fe “el hombre se entrega entera y libremente a Dios” (DV 5). Por eso el creyente se esfuerza por conocer y hacer la voluntad de Dios. “El justo […] vivirá por la fe” (Rm 1, 17). La fe viva “actúa por la caridad” (Ga 5, 6).

El don de la fe permanece en el que no ha pecado contra ella (cf Concilio de Trento: DS 1545). Pero, “la fe sin obras está muerta” (St 2, 26): privada de la esperanza y de la caridad, la fe no une plenamente el fiel a Cristo ni hace de él un miembro vivo de su Cuerpo.

El discípulo de Cristo no debe sólo guardar la fe y vivir de ella sino también profesarla, testimoniarla con firmeza y difundirla: “Todos […] vivan preparados para confesar a Cristo ante los hombres y a seguirle por el camino de la cruz en medio de las persecuciones que nunca faltan a la Iglesia” (LG 42; cf DH 14). El servicio y el testimonio de la fe son requeridos para la salvación: “Todo […] aquel que se declare por mí ante los hombres, yo también me declararé por él ante mi Padre que está en los cielos; pero a quien me niegue ante los hombres, le negaré yo también ante mi Padre que está en los cielos” (Mt 10, 32-33).

La esperanza

La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas, sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo. “Mantengamos firme la confesión de la esperanza, pues fiel es el autor de la promesa” (Hb 10,23).  “El Espíritu Santo que Él derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador para que, justificados por su gracia, fuésemos constituidos herederos, en esperanza, de vida eterna” (Tt 3, 6-7).

La virtud de la esperanza corresponde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad.

La esperanza cristiana recoge y perfecciona la esperanza del pueblo elegido que tiene su origen y su modelo en la esperanza de Abraham en las promesas de Dios; esperanza colmada en Isaac y purificada por la prueba del sacrificio (cf Gn 17, 4-8; 22, 1-18). “Esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones” (Rm 4, 18).

La esperanza cristiana se manifiesta desde el comienzo de la predicación de Jesús en la proclamación de las bienaventuranzas. Las bienaventuranzas elevan nuestra esperanza hacia el cielo como hacia la nueva tierra prometida; trazan el camino hacia ella a través de las pruebas que esperan a los discípulos de Jesús. Pero por los méritos de Jesucristo y de su pasión, Dios nos guarda en “la esperanza que no falla” (Rm 5, 5). La esperanza es “el ancla del alma”, segura y firme, que penetra… “a donde entró por nosotros como precursor Jesús” (Hb 6, 19-20). Es también un arma que nos protege en el combate de la salvación: “Revistamos la coraza de la fe y de la caridad, con el yelmo de la esperanza de salvación” (1 Ts 5, 8). Nos procura el gozo en la prueba misma: “Con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulación” (Rm 12, 12). Se expresa y se alimenta en la oración, particularmente en la del Padre Nuestro, resumen de todo lo que la esperanza nos hace desear.

Podemos, por tanto, esperar la gloria del cielo prometida por Dios a los que le aman (cf Rm 8, 28-30) y hacen su voluntad (cf Mt 7, 21). En toda circunstancia, cada uno debe esperar, con la gracia de Dios, “perseverar hasta el fin” (cf Mt 10, 22; cf Concilio de Trento: DS 1541) y obtener el gozo del cielo, como eterna recompensa de Dios por las obras buenas realizadas con la gracia de Cristo. En la esperanza, la Iglesia implora que “todos los hombres […] se salven” (1Tm 2, 4). Espera estar en la gloria del cielo unida a Cristo, su esposo:

«Espera, espera, que no sabes cuándo vendrá el día ni la hora. Vela con cuidado, que todo se pasa con brevedad, aunque tu deseo hace lo cierto dudoso, y el tiempo breve largo. Mira que mientras más peleares, más mostrarás el amor que tienes a tu Dios y más te gozarás con tu Amado con gozo y deleite que no puede tener fin» (Santa Teresa de Jesús, Exclamaciones del alma a Dios, 15, 3)

La caridad

La caridad es la virtud teologal por la cual amamos a Dios sobre todas las cosas por Él mismo y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios.

Jesús hace de la caridad el mandamiento nuevo (cf Jn 13, 34). Amando a los suyos “hasta el fin” (Jn 13, 1), manifiesta el amor del Padre que ha recibido. Amándose unos a otros, los discípulos imitan el amor de Jesús que reciben también en ellos. Por eso Jesús dice: “Como el Padre me amó, yo también os he amado a vosotros; permaneced en mi amor” (Jn 15, 9). Y también: “Este es el mandamiento mío: que os améis unos a otros como yo os he amado” (Jn 15, 12).

Fruto del Espíritu y plenitud de la ley, la caridad guarda los mandamientos de Dios y de Cristo: “Permaneced en mi amor. Si guardáis mis mandamientos, permaneceréis en mi amor” (Jn 15, 9-10; cf Mt 22, 40; Rm 13, 8-10).

Cristo murió por amor a nosotros cuando éramos todavía “enemigos” (Rm 5, 10). El Señor nos pide que amemos como Él hasta a nuestros enemigos (cf Mt 5, 44), que nos hagamos prójimos del más lejano (cf Lc 10, 27-37), que amemos a los niños (cf Mc 9, 37) y a los pobres como a Él mismo (cf Mt 25, 40.45).

El apóstol san Pablo ofrece una descripción incomparable de la caridad: «La caridad es paciente, es servicial; la caridad no es envidiosa, no es jactanciosa, no se engríe; es decorosa; no busca su interés; no se irrita; no toma en cuenta el mal; no se alegra de la injusticia; se alegra con la verdad. Todo lo excusa. Todo lo cree. Todo lo espera. Todo lo soporta» (1 Co 13, 4-7).

Si no tengo caridad —dice también el apóstol— “nada soy…”. Y todo lo que es privilegio, servicio, virtud misma… si no tengo caridad, “nada me aprovecha” (1 Co 13, 1-4). La caridad es superior a todas las virtudes. Es la primera de las virtudes teologales: “Ahora subsisten la fe, la esperanza y la caridad, estas tres. Pero la mayor de todas ellas es la caridad” (1 Co 13,13).

El ejercicio de todas las virtudes está animado e inspirado por la caridad. Esta es “el vínculo de la perfección” (Col 3, 14); es la forma de las virtudes; las articula y las ordena entre sí; es fuente y término de su práctica cristiana. La caridad asegura y purifica nuestra facultad humana de amar. La eleva a la perfección sobrenatural del amor divino.

La práctica de la vida moral animada por la caridad da al cristiano la libertad espiritual de los hijos de Dios. Este no se halla ante Dios como un esclavo, en el temor servil, ni como el mercenario en busca de un jornal, sino como un hijo que responde al amor del “que nos amó primero” (1 Jn 4,19):

«O nos apartamos del mal por temor del castigo y estamos en la disposición del esclavo, o buscamos el incentivo de la recompensa y nos parecemos a mercenarios, o finalmente obedecemos por el bien mismo del amor del que manda […] y entonces estamos en la disposición de hijos» (San Basilio Magno, Regulae fusius tractatae prol. 3).

La caridad tiene por frutos el gozo, la paz y la misericordia. Exige la práctica del bien y la corrección fraterna; es benevolencia; suscita la reciprocidad; es siempre desinteresada y generosa; es amistad y comunión:

«La culminación de todas nuestras obras es el amor. Ese es el fin; para conseguirlo, corremos; hacia él corremos; una vez llegados, en él reposamos» (San Agustín, In epistulam Ioannis tractatus, 10, 4).

Las virtudes cardinales

Las virtudes cardinales, gozne de la vida moral

Catecismo de la Iglesia Católica nº 1805-1811

Se llaman cardinales porque son el gozne o quicio (cardo, en latín) sobre el cual gira toda la vida moral del hombre; es decir, sostienen la vida moral del hombre.

Cuatro virtudes desempeñan un papel fundamental. Por eso se las llama “cardinales”; todas las demás se agrupan en torno a ellas. Estas son la prudencia, la justicia, la fortaleza y la templanza. “¿Amas la justicia? Las virtudes son el fruto de sus esfuerzos, pues ella enseña la templanza y la prudencia, la justicia y la fortaleza” (Sb 8, 7). Bajo otros nombres, estas virtudes son alabadas en numerosos pasajes de la Escritura.

La prudencia es la virtud que dispone la razón práctica a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlo. “El hombre cauto medita sus pasos” (Pr 14, 15). “Sed sensatos y sobrios para daros a la oración” (1 P 4, 7). La prudencia es la “regla recta de la acción”, escribe santo Tomás (Summa theologiae, 2-2, q. 47, a. 2, sed contra), siguiendo a Aristóteles. No se confunde ni con la timidez o el temor, ni con la doblez o la disimulación. Es llamada auriga virtutum: conduce las otras virtudes indicándoles regla y medida. Es la prudencia quien guía directamente el juicio de conciencia. El hombre prudente decide y ordena su conducta según este juicio. Gracias a esta virtud aplicamos sin error los principios morales a los casos particulares y superamos las dudas sobre el bien que debemos hacer y el mal que debemos evitar.

La justicia es la virtud moral que consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido. La justicia para con Dios es llamada “la virtud de la religión”. Para con los hombres, la justicia dispone a respetar los derechos de cada uno y a establecer en las relaciones humanas la armonía que promueve la equidad respecto a las personas y al bien común. El hombre justo, evocado con frecuencia en las Sagradas Escrituras, se distingue por la rectitud habitual de sus pensamientos y de su conducta con el prójimo. “Siendo juez no hagas injusticia, ni por favor del pobre, ni por respeto al grande: con justicia juzgarás a tu prójimo” (Lv 19, 15). “Amos, dad a vuestros esclavos lo que es justo y equitativo, teniendo presente que también vosotros tenéis un Amo en el cielo” (Col 4, 1).

La fortaleza es la virtud moral que asegura en las dificultades la firmeza y la constancia en la búsqueda del bien. Reafirma la resolución de resistir a las tentaciones y de superar los obstáculos en la vida moral. La virtud de la fortaleza hace capaz de vencer el temor, incluso a la muerte, y de hacer frente a las pruebas y a las persecuciones. Capacita para ir hasta la renuncia y el sacrificio de la propia vida por defender una causa justa. “Mi fuerza y mi cántico es el Señor” (Sal 118, 14). “En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: Yo he vencido al mundo” (Jn 16, 33).

La templanza es la virtud moral que modera la atracción de los placeres y procura el equilibrio en el uso de los bienes creados. Asegura el dominio de la voluntad sobre los instintos y mantiene los deseos en los límites de la honestidad. La persona moderada orienta hacia el bien sus apetitos sensibles, guarda una sana discreción y no se deja arrastrar “para seguir la pasión de su corazón” (cf Si 5,2; 37, 27-31). La templanza es a menudo alabada en el Antiguo Testamento: “No vayas detrás de tus pasiones, tus deseos refrena” (Si 18, 30). En el Nuevo Testamento es llamada “moderación” o “sobriedad”. Debemos “vivir con moderación, justicia y piedad en el siglo presente” (Tt 2, 12).

«Nada hay para el sumo bien como amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma y con toda la mente. […] lo cual preserva de la corrupción y de la impureza del amor, que es los propio de la templanza; lo que le hace invencible a todas las incomodidades, que es lo propio de la fortaleza; lo que le hace renunciar a todo otro vasallaje, que es lo propio de la justicia, y, finalmente, lo que le hace estar siempre en guardia para discernir las cosas y no dejarse engañar subrepticiamente por la mentira y la falacia, lo que es propio de la prudencia» (San Agustín, De moribus Ecclesiae Catholicae, 1, 25, 46).

Las virtudes y la gracia

Las virtudes humanas adquiridas mediante la educación, mediante actos deliberados, y una perseverancia, mantenida siempre en el esfuerzo, son purificadas y elevadas por la gracia divina. Con la ayuda de Dios forjan el carácter y dan soltura en la práctica del bien. El hombre virtuoso es feliz al practicarlas.

Para el hombre herido por el pecado no es fácil guardar el equilibrio moral. El don de la salvación por Cristo nos otorga la gracia necesaria para perseverar en la búsqueda de las virtudes. Cada cual debe pedir siempre esta gracia de luz y de fortaleza, recurrir a los sacramentos, cooperar con el Espíritu Santo, seguir sus invitaciones a amar el bien y guardarse del mal.

El hombre en oración I

El deseo de Dios en el corazón del hombre

Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

Hoy quiero comenzar una nueva serie de catequesis. Después de las catequesis sobre los Padres de la Iglesia, sobre los grandes teólogos de la Edad Media, y sobre las grandes mujeres, ahora quiero elegir un un tema que nos interesa mucho a todos: es el tema de la oración, de modo específico de la cristiana, es decir, la oración que Jesús nos enseñó y que la Iglesia sigue enseñándonos. De hecho, es en Jesús en quien el hombre se hace capaz de unirse a Dios con la profundidad y la intimidad de la relación de paternidad y de filiación. Por eso, juntamente con los primeros discípulos, nos dirigimos con humilde confianza al Maestro y le pedimos: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11, 1).

En las próximas catequesis, acudiendo a las fuentes de la Sagrada Escritura, la gran tradición de los Padres de la Iglesia, de los maestros de espiritualidad y de la liturgia, queremos aprender a vivir aún más intensamente nuestra relación con el Señor, casi una «escuela de oración». En efecto, sabemos bien que la oración no se debe dar por descontada: hace falta aprender a orar, casi adquiriendo siempre de nuevo este arte; incluso quienes van muy adelantados en la vida espiritual sienten siempre la necesidad de entrar en la escuela de Jesús para aprender a orar con autenticidad. La primera lección nos la da el Señor con su ejemplo. Los Evangelios nos describen a Jesús en diálogo íntimo y constante con el Padre: es una comunión profunda de aquel que vino al mundo no para hacer su voluntad, sino la del Padre que lo envió para la salvación del hombre.

En esta primera catequesis, como introducción, quiero proponer algunos ejemplos de oración presentes en las antiguas culturas, para poner de relieve cómo, prácticamente siempre y por doquier, se han dirigido a Dios.

Comienzo por el antiguo Egipto, como ejemplo. Allí un hombre ciego, pidiendo a la divinidad que le restituyera la vista, atestigua algo universalmente humano, como es la pura y sencilla oración de petición hecha por quien se encuentra en medio del sufrimiento, y este hombre reza: «Mi corazón desea verte… Tú que me has hecho ver las tinieblas, crea la luz para mí. Que yo te vea. Inclina hacia mí tu rostro amado» (A. Barucq – F. Daumas, Hymnes et prières de l’Egypte ancienne, París 1980, trad. it. en Preghiere dell’umanità, Brescia 1993, p. 30). «Que yo te vea»: aquí está el núcleo de la oración.

En las religiones de Mesopotamia dominaba un sentido de culpa arcano y paralizador, pero no carecía de esperanza de rescate y liberación por parte de Dios. Así podemos apreciar esta súplica de un creyente de aquellos antiguos cultos, que dice así: «Oh Dios, que eres indulgente incluso en la culpa más grave, absuelve mi pecado… Mira, Señor, a tu siervo agotado, y sopla tu aliento sobre él: perdónalo sin dilación. Aligera tu castigo severo. Haz que yo, liberado de los lazos, vuelva a respirar; rompe mi cadena, líbrame de las ataduras» (M.-J. Seux, Hymnes et prières aux Dieux de Babylone et d’Assyrie, París 1976, trad. it. en Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 37). Estas expresiones demuestran que el hombre, en su búsqueda de Dios, ha intuido, aunque sea confusamente, por una parte su culpa y, por otra, aspectos de misericordia y de bondad divina.

En el seno de la religión pagana de la antigua Grecia se produce una evolución muy significativa: las oraciones, aunque siguen invocando la ayuda divina para obtener el favor celestial en todas las circunstancias de la vida diaria y para conseguir beneficios materiales, se orientan progresivamente hacia peticiones más desinteresadas, que permiten al hombre creyente profundizar su relación con Dios y ser mejor. Por ejemplo, el gran filósofo Platón refiere una oración de su maestro, Sócrates, considerado con razón uno de los fundadores del pensamiento occidental. Sócrates rezaba así: «Haz que yo sea bello por dentro; que yo considere rico a quien es sabio y que sólo posea el dinero que puede tomar y llevar el sabio. No pido más» (Opere I. Fedro 279c, trad. it. P. Pucci, Bari 1966). Quisiera ser sobre todo bello por dentro y sabio, y no rico de dinero.

En esas excelsas obras maestras de la literatura de todos los tiempos que son las tragedias griegas, todavía hoy, después de veinticinco siglos, leídas, meditadas y representadas, se encuentran oraciones que expresan el deseo de conocer a Dios y de adorar su majestad. Una de ellas reza así: «Oh Zeus, soporte de la tierra y que sobre la tierra tienes tu asiento, ser inescrutable, quienquiera que tú seas —ya necesidad de la naturaleza o mente de los hombres—, a ti dirijo mis súplicas. Pues conduces todo lo mortal conforme a la justicia por caminos silenciosos» (Eurípides, Las Troyanas, 884-886, trad. it. G. Mancini, en Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 54). Dios permanece un poco oculto, y aún así el hombre conoce a este Dios desconocido y reza a aquel que guía los caminos de la tierra.

También entre los romanos, que constituyeron el gran imperio en el que nació y se difundió en gran parte el cristianismo de los orígenes, la oración, aun asociada a una concepción utilitarista y fundamentalmente vinculada a la petición de protección divina sobre la vida de la comunidad civil, se abre a veces a invocaciones admirables por el fervor de la piedad personal, que se transforma en alabanza y acción de gracias. Lo atestigua un autor del África romana del siglo ii después de Cristo, Apuleyo. En sus escritos manifiesta la insatisfacción de los contemporáneos respecto a la religión tradicional y el deseo de una relación más auténtica con Dios. En su obra maestra, titulada Las metamorfosis, un creyente se dirige a una divinidad femenina con estas palabras: «Tú sí eres santa; tú eres en todo tiempo salvadora de la especie humana; tú, en tu generosidad, prestas siempre ayuda a los mortales; tú ofreces a los miserables en dificultades el dulce afecto que puede tener una madre. Ni día ni noche ni instante alguno, por breve que sea, pasa sin que tú lo colmes de tus beneficios» (Apuleyo de Madaura, Metamorfosis IX, 25, trad. it. C. Annaratone, en Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 79).

En ese mismo tiempo, el emperador Marco Aurelio —que también era filósofo pensador de la condición humana— afirma la necesidad de rezar para entablar una cooperación provechosa entre acción divina y acción humana. En su obra Recuerdos escribe: «¿Quién te ha dicho que los dioses no nos ayudan incluso en lo que depende de nosotros? Comienza, por tanto, a rezarles y verás» (Dictionnaire de spiritualitè XII/2, col. 2213). Este consejo del emperador filósofo fue puesto en práctica efectivamente por innumerables generaciones de hombres antes de Cristo, demostrando así que la vida humana sin la oración, que abre nuestra existencia al misterio de Dios, queda privada de sentido y de referencia. De hecho, en toda oración se expresa siempre la verdad de la criatura humana, que por una parte experimenta debilidad e indigencia, y por eso pide ayuda al cielo, y por otra está dotada de una dignidad extraordinaria, porque, preparándose a acoger la Revelación divina, se descubre capaz de entrar en comunión con Dios.

Queridos amigos, en estos ejemplos de oraciones de las diversas épocas y civilizaciones se constata la conciencia que tiene el ser humano de su condición de criatura y de su dependencia de Otro superior a él y fuente de todo bien. El hombre de todos los tiempos reza porque no puede menos de preguntarse cuál es el sentido de su existencia, que permanece oscuro y desalentador si no se pone en relación con el misterio de Dios y de su designio sobre el mundo. La vida humana es un entrelazamiento de bien y mal, de sufrimiento inmerecido y de alegría y belleza, que de modo espontáneo e irresistible nos impulsa a pedir a Dios aquella luz y aquella fuerza interiores que nos socorran en la tierra y abran una esperanza que vaya más allá de los confines de la muerte. Las religiones paganas son una invocación que desde la tierra espera una palabra del cielo. Uno de los últimos grandes filósofos paganos, que vivió ya en plena época cristiana, Proclo de Constantinopla, da voz a esta espera, diciendo: «Inconoscible, nadie te contiene. Todo lo que pensamos te pertenece. De ti vienen nuestros males y nuestros bienes. De ti dependen todos nuestros anhelos, oh Inefable, a quien nuestras almas sienten presente, elevando a ti un himno de silencio» (Hymni, ed. E. Vogt, Wiesbaden 1957, en Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 61).

En los ejemplos de oración de las diversas culturas, que hemos considerado, podemos ver un testimonio de la dimensión religiosa y del deseo de Dios inscrito en el corazón de todo hombre, que tienen su cumplimiento y expresión plena en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. La Revelación, en efecto, purifica y lleva a su plenitud el originario anhelo del hombre a Dios, ofreciéndole, en la oración, la posibilidad de una relación más profunda con el Padre celestial.

Al inicio de nuestro camino «en la escuela de la oración», pidamos pues al Señor que ilumine nuestra mente y nuestro corazón para que la relación con él en la oración sea cada vez más intensa, afectuosa y constante. Digámosle una vez más: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11, 1).

Plaza de San Pedro
Miércoles 4 de mayo de 2011

La unidad del Padre y del Hijo (Jn 12, 44-50)

Sermón de san Agustín

 

1. ¿Qué significa, hermanos, lo que hemos oído decir al Señor: Quien en mí cree, no cree en mí, sino en aquel que me ha enviado?1 Es bueno para nosotros creer en Cristo, sobre todo porque también él dijo con toda claridad lo que acabáis de oír, a saber, que él había venido al mundo como luz, y que el que cree en él no caminará en tinieblas2 sino que tendrá la luz de la vida3. Es, por tanto, bueno creer en Cristo, y un mal grande no creer en él. Mas como Cristo, el Hijo, tiene del Padre el ser todo lo que es —pues el Padre no procede del Hijo, sino que es Padre del Hijo—, nos recomienda, cierto, la fe en él, pero hace recaer la gloria sobre aquel de quien procede.

2. Si queréis proseguir siendo católicos, retened como dato firme e inamovible que Dios Padre engendró a Dios Hijo fuera del tiempo y que le hizo de la Virgen dentro del tiempo. Aquel nacimiento rebasa los tiempos, este lo ilumina. Ambos nacimientos, sin embargo, son admirables: el primero, sin madre; el segundo, sin padre. Cuando Dios engendró al Hijo, lo engendró de sí mismo, no de madre; cuando la madre engendró al hijo, lo engendró virginalmente, no de varón. Del Padre nació sin comienzo; de la madre nació hoy, en fecha determinada. Nacido del Padre, nos hizo; nacido de madre, nos rehizo. Nació del Padre para que existiésemos, nació de madre para que no pereciésemos. Mas el Padre lo engendró igual a sí, y todo lo que es el Hijo lo tiene del Padre. En cambio, lo que es Dios Padre no lo recibió del Hijo. Y así decimos que Dios Padre no proviene de nadie y que Dios Hijo proviene del Padre. Por esa razón, todas las maravillas que obra el Hijo, todas las verdades que dice, se las atribuye a aquel de quien proviene, y no puede ser algo distinto de lo que es aquel de quien proviene. Adán fue hecho hombre, y pudo ser algo distinto de lo que fue hecho. Efectivamente, fue hecho justo y pudo ser injusto. En cambio, el Hijo unigénito de Dios es lo que es, y no puede sufrir mudanza; no puede trocarse en otra cosa, no puede menguar, no puede no ser lo que era, no puede no ser igual al Padre. Pero ciertamente el que dio todo al Hijo en cuanto que nacía, no en cuanto que carecía de algo. Indudablemente, el Padre dio al Hijo incluso la misma igualdad con el Padre. ¿Cómo se la dio el Padre? ¿Acaso le engendró menor que él y sobre la naturaleza fue añadiendo hasta hacerle igual? Si hubiese obrado así, lo habría dado a quien carecía de algo. Pero ya os he dicho lo que debéis retener con toda firmeza, a saber, que todo lo que es el Hijo se lo dio el Padre, pero en cuanto que nacía, no en cuanto que carecía de algo. Si se lo dio en cuanto que nacía, no en cuanto que carecía de algo, sin duda le dio también la igualdad y, al darle la igualdad, le hizo igual. Y aunque el Padre sea uno y el Hijo otro, no es una cosa el Padre y otra el Hijo, sino que lo que es el Padre, eso es el Hijo. No digo que el Padre sea también el Hijo, sino que el Hijo es también lo que es el Padre.

3. El que me ha enviado —dice y habéis oído—; el que me ha enviado —dice— me mandó lo que he de decir y hablar, y yo sé que su mandato es vida eterna4. Es el evangelio de Juan; retenedlo en la memoria: El que me ha enviado me mandó lo que he de decir y hablar, y yo sé que su mandato es vida eterna. ¡Oh, si me concediera decir lo que quiero! Efectivamente, mi escasez y su abundancia me produce angustia. Él —dice— me mandó lo que he de decir y hablar, y yo sé que su mandato es vida eterna. Busca en la carta de este evangelista Juan lo que dijo de Cristo. Creamos —dice— en su verdadero Hijo Jesucristo. Él es Dios verdadero y la vida eterna5. ¿Qué significa Dios verdadero y la vida eterna? El verdadero Hijo de Dios es Dios verdadero y la vida eterna. ¿Por qué dijo: en su verdadero Hijo? Porque Dios tiene muchos hijos, por lo que había que distinguirle de los demás, añadiendo que Cristo era el Hijo verdadero. No sólo diciendo que es Hijo, sino añadiendo —como he indicado— que es el Hijo verdadero. Había que establecer la distinción, debido a los muchos hijos que tiene Dios. Porque nosotros somos hijos por gracia, él por naturaleza. A nosotros nos hizo el Padre por medio de él; él es lo que el Padre. ¿Acaso somos nosotros lo que Dios es?

4. Pero alguien, de soslayo, sin saber lo que habla dice: «Se dijo: Yo y el Padre somos una misma cosa6, porque entre ellos se da la concordia de sus voluntades, no porque la naturaleza del Hijo sea la misma que la del Padre. Pues también los apóstoles —esto lo ha dicho él, no yo—, pues también los apóstoles son una misma cosa con el Padre y con el Hijo». ¡Espantosa blasfemia! También los apóstoles —dice— son una misma cosa con el Padre y el Hijo, porque obedecen a la voluntad del Padre y del Hijo. ¿Esto se atrevió a decir? Diga, entonces, Pablo: «Yo y Dios somos una misma cosa»; diga Pedro, diga cualquiera de los profetas: «Yo y Dios somos una misma cosa». No lo dice, no; ¡ni soñarlo! Él sabe que es de otra naturaleza, una naturaleza necesitada de salvación; sabe que es de otra naturaleza, una naturaleza necesitada de iluminación. Nadie dice: «Yo y Dios somos una misma cosa.» Por muy adelante que vaya, por sobresaliente que sea su santidad, elévese cuanto quiera la cima de su virtud, nunca dirá: «Yo y Dios somos una misma cosa». Por mucho que progrese, por mucho que destaque por su santidad, por alta que sea la cima de su virtud, nunca dice: «El Padre y yo somos la misma cosa», porque si tiene virtud y por eso lo dice, al decirlo, ha perdido lo que tenía.

5. Así, pues, creed que el Hijo es igual al Padre; mas creed, a su vez, que el Hijo procede del Padre, pero no el Padre del Hijo. En el Padre está el origen; en el Hijo, la igualdad. Pues, si no es igual, no es hijo verdadero. ¿Qué decimos, pues, hermanos? Si no es igual, es menor; si es menor, yo pregunto a ese hombre que necesita salvación al tener una fe errónea, cómo nació siendo inferior al Padre. Responde: «El que nace inferior, ¿crece o no crece? Si el Hijo crece, entonces también el Padre envejece. Si, por el contrario, va a ser igual a como nació, si nació inferior, inferior continuará siendo: alcanzará su perfección con daño propio; al nacer perfecto sin participar del ser del Padre, nunca llegará al ser del Padre». Así condenáis, oh impíos, al Hijo; así blasfemáis, oh herejes, contra el Hijo. ¿Qué dice, entonces, la fe católica? Que Dios Hijo procede de Dios Padre; que Dios Padre no recibe del Hijo el ser Dios. Si Dios Hijo es igual al Padre, nació siendo igual a él, no inferior; no fue hecho igual, sino que nació igual. Lo que es él, eso mismo es también este que ha nacido. ¿Existió alguna vez el Padre sin el Hijo? En modo alguno. Elimina el «alguna vez» de donde no hay tiempo. Siempre existió el Padre, siempre existió el Hijo. Carece de comienzo temporal el Padre, carece de comienzo temporal el Hijo; nunca existió el Padre antes del Hijo, nunca el Padre sin el Hijo. No obstante, como Dios Hijo proviene de Dios Padre, y, a su vez, el Padre es Dios pero sin que provenga de Dios Hijo, no nos desagrade honrar al Hijo en el Padre. En efecto, la gloria del Hijo redunda en honor del Padre, sin mengua de la divinidad del Hijo.

6. Así, pues, estaba hablando de lo que me había propuesto hablar: Y yo sé que su mandato es vida eterna7. Prestad atención, hermanos, a lo que digo: Y yo sé que su mandato es vida eterna. También lo leemos en el mismo Juan, referido a Cristo: Él es Dios verdadero y la vida eterna8. Si el mandato del Padre es la vida eterna, y Cristo, el Hijo, es la vida eterna, luego el mandato del Padre es el mismo Hijo. ¿Cómo, en efecto, no es el mandato del Padre el que es la Palabra del Padre? O bien, si estáis pensando en un mandato físico dado al Hijo por el Padre, como si el Padre hubiera dicho al Hijo: «Esto te mando y quiero que hagas aquello», ¿con qué palabras habló el Padre a su única Palabra? ¿Anduvo cuando daba el mandato a la Palabra, buscaba palabras? Por tanto, como la vida eterna es el mandato del Padre y el Hijo mismo es la vida eterna, creedlo y lo recibiréis, creedlo y lo entenderéis, puesto que dice el profeta: si no creéis, no entenderéis9. ¿No os cabe en la cabeza? Dilataos. Escuchad al Apóstol: Dilataos; no os unzáis al yugo con los infieles10. Quienes rehúsan creer lo dicho antes de entenderlo, son infieles. A la vez, al optar por ser infieles, permanecerán ignorantes. Crean, pues, para entenderlo. Indiscutiblemente, el mandato del Padre es la vida eterna. Luego el mandato del Padre es el Hijo, que ha nacido hoy; no un mandato dado en el tiempo, sino un mandato nacido. El evangelio de Juan ejercita las mentes, las lima y descarna, para que no nuestras ideas sobre Dios sepan a carne, sino a espíritu. Así, pues, hermanos, tened suficiente con esto no sea que por durante el largo hablar el sueño del olvido os lo venga a robar.

La Eucaristía, sacramento de unidad

Catequesis de san Juan Pablo II

1. “¡Sacramento de piedad, signo de unidad y vínculo de caridad!”. Esta exclamación de san Agustín en su comentario al evangelio de san Juan (In Johannis Evangelium 26, 13) de alguna manera recoge y sintetiza las palabras que san Pablo dirigió a los Corintios y que acabamos de escuchar: “Porque el pan es uno, somos un solo cuerpo, aun siendo muchos, pues todos participamos de ese único pan” (1 Co 10, 17). La Eucaristía es el sacramento y la fuente de la unidad eclesial. Es lo que ha afirmado desde el inicio la tradición cristiana, basándose precisamente en el signo del pan y del vino. Así, la Didaché, una obra escrita en los albores del cristianismo, afirma: “Como este fragmento estaba disperso por los montes y, reunido, se hizo uno, así sea reunida tu Iglesia de los confines de la tierra en tu reino” (9, 4).

2. San Cipriano, obispo de Cartago, en el siglo III haciéndose eco de estas palabras, dice: “Los mismos sacrificios del Señor ponen de relieve la unidad de los cristianos fundada en la sólida e indivisible caridad. Dado que el Señor, cuando llama cuerpo suyo al pan compuesto por la unión de muchos granos de trigo, indica a nuestro pueblo reunido, que él sustenta; y cuando llama sangre suya al vino exprimido de muchos racimos y granos de uva reunidos, indica del mismo modo a nuestra comunidad compuesta por una multitud unida” (Ep. ad Magnum 6). Este simbolismo eucarístico aplicado a la unidad de la Iglesia aparece frecuentemente en los santos Padres y en los teólogos escolásticos. “El concilio de Trento, al resumir su doctrina, enseña que nuestro Salvador dejó en su Iglesia la Eucaristía “como un símbolo (…) de su unidad y de la caridad con la que quiso estuvieran íntimamente unidos entre sí todos los cristianos” y, por lo tanto, “símbolo de aquel único cuerpo del cual él es la cabeza”” (Pablo VI, Mysterium fidei, n. 23: Ench. Vat., 2, 424; cf. concilio de Trento, Decr. de SS. Eucharistia, proemio y c. 2). El Catecismo de la Iglesia católica sintetiza con eficacia: “Los que reciben la Eucaristía se unen más íntimamente a Cristo. Por ello mismo, Cristo los une a todos los fieles en un solo cuerpo: la Iglesia” (n. 1396).

3. Esta doctrina tradicional se halla sólidamente arraigada en la Escritura. San Pablo, en el pasaje ya citado de la primera carta a los Corintios, la desarrolla partiendo de un tema fundamental: el de la koinon|a, es decir, de la comunión que se instaura entre el fiel y Cristo en la Eucaristía. “El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión (koinon|a) con la sangre de Cristo? Y el pan que partimos, ¿no es la comunión (koinon|a) con el cuerpo de Cristo?” (1 Co 10, 16). El evangelio de san Juan describe más precisamente esta comunión como una relación extraordinaria de “interioridad recíproca”: “él en mí y yo en él”. En efecto, Jesús declara en la sinagoga de Cafarnaúm: “El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y yo en él” (Jn 6, 56).

Es un tema que Jesús subraya también en los discursos de la última Cena mediante el símbolo de la vid: el sarmiento sólo tiene vida y da fruto si está injertado en el tronco de la vid, de la que recibe la savia y la vitalidad (cf. Jn 15, 1-7). De lo contrario, solamente es una rama seca, destinada al fuego: aut vitis aut ignis, “o la vid o el fuego”, comenta de modo lapidario san Agustín (In Johannis Evangelium 81, 3). Aquí se describe una unidad, una comunión, que se realiza entre el fiel y Cristo presente en la Eucaristía, sobre la base de aquel principio que san Pablo formula así: “Los que comen de las víctimas participan del altar” (1 Co 10, 18).

4. Esta comunión-koinon|a, de tipo “vertical” porque se une al misterio divino engendra, al mismo tiempo, una comunión-koinon|a, que podríamos llamar “horizontal”, o sea, eclesial, fraterna, capaz de unir con un vínculo de amor a todos los que participan en la misma mesa. “Porque el pan es uno -nos recuerda san Pablo-, somos un solo cuerpo, aun siendo muchos, pues todos participamos de ese único pan” (1 Co 10, 17). El discurso de la Eucaristía anticipa la gran reflexión eclesial que el Apóstol desarrollará en el capítulo 12 de esa misma carta, cuando hablará del cuerpo de Cristo en su unidad y multiplicidad. También la célebre descripción de la Iglesia de Jerusalén que hace san Lucas en los Hechos de los Apóstoles delinea esta unidad fraterna o koinon|a, relacionándola con la fracción del pan, es decir, con la celebración eucarística (cf. Hch 2, 42). Es una comunión que se realiza de forma concreta en la historia: “Perseveraban en oír la enseñanza de los Apóstoles y en la comunión fraterna (koinon|a), en la fracción del pan y en la oración (…). Todos los que creían vivían unidos, teniendo todos sus bienes en común” (Hch 2, 42-44).

5. Por eso, reniegan del significado profundo de la Eucaristía quienes la celebran sin tener en cuenta las exigencias de la caridad y de la comunión. San Pablo es severo con los Corintios porque su asamblea “no es comer la cena del Señor” (1 Co 11, 20) a causa de las divisiones, las injusticias y los egoísmos. En ese caso, la Eucaristía ya no es ágape, es decir, expresión y fuente de amor. Y quien participa indignamente, sin hacer que desemboque en la caridad fraterna, “come y bebe su propia condenación” (1 Co 11, 29). “Si la vida cristiana se manifiesta en el cumplimiento del principal mandamiento, es decir, en el amor a Dios y al prójimo, este amor encuentra su fuente precisamente en el santísimo Sacramento, llamado generalmente sacramento del amor” (Dominicae coenae, 5). La Eucaristía recuerda, hace presente y engendra esta caridad.

Así pues, acojamos la invitación del obispo y mártir san Ignacio, que exhortaba a los fieles de Filadelfia, en Asia menor, a la unidad: “Una sola es la carne de nuestro Señor Jesucristo y un solo cáliz para unirnos con su sangre; un solo altar, así como no hay más que un solo obispo” (Ep. ad Philadelphenses, 4). Y con la liturgia, oremos a Dios Padre: “Que, fortalecidos con el cuerpo y la sangre de tu Hijo, y llenos de su Espíritu Santo, formemos en Cristo un solo cuerpo y un solo espíritu” (Plegaria eucarística III).

©L’Osservatore Romano – 10 de noviembre de 2000

El alma de los santos

¿Qué cosa especial tienen los santos?

San Alberto Hurtado

Santa Gianna Beretta Molla

Hombres que conservan su naturaleza humana innata, con todas sus características de educación, de herencia, de temperamento y de carácter personal. Conservan su tendencia a la mansedumbre o a dominar; al sentido de lo ridículo o de lo sublime o a ambos; a la timidez o a la audacia, como cualquier otro ser. Si poseen una brillante inteligencia, la santidad no los transforma en tontos; y al revés, si son individuos sencillos y humildes, no se convierten súbitamente en filósofos.

¿Qué cosa especial tienen los santos?

Creen, y actúan conforme a sus creencias, y creen, con una convicción absoluta, cosas que la mayor parte de nosotros no cree sino vagamente. No creen que este mundo sea una ilusión o un sueño, puesto que no lo es, pero saben que carece enteramente de sentido si está apartado de Dios, su Creador. Lejos de Dios, o no haremos absolutamente nada o seremos criminales. ¿Podríamos respirar sin aire? ¿Podríamos esperar llenos de confianza si no sabemos a dónde hemos de llegar, o que el término es la nada? No. Para el santo, Dios es nuestro origen, nuestro fin, y el medio en que vivimos.

San José Sánchez del Río

Pero el santo vive en una elevación, en una intensidad y perseverancia que nacen de algo más: los santos saben que viven en Cristo, que en ellos vive Cristo (cf. Gal 2,20). Ese don gratuito, que se llama gracia, se infunde en todo su ser y hace que obren en todo sobrenaturalizados. De ahí que casi instintivamente buscan ser semejantes a Cristo y tienden a desembarazarse de todo lo que pueda perturbar esa semejanza. No existe para un santo cosa alguna que lo mueva a trabajar para su fama, su riqueza, su confort. A no ser que quiera engañarse a sí mismo, tratará en primer lugar de obtener un aniquilamiento total, la humillación de su persona, la mayor pobreza posible y, aún más, el sufrimiento. Porque aunque ningún cristiano rinda morbosamente culto al dolor como tal, sabe perfectamente que la vida de Cristo terminó y culminó en su Pasión y su terrible muerte, y se sentirá desgraciado sólo con ver que su vida se desarrolla tranquila y fácilmente. En una palabra, no son argumentos, sino puro amor a Jesucristo, lo que hace al santo desear el sufrimiento por Cristo y juntamente con Él. Entrará con Cristo en su agonía, sentirá quebrársele el corazón ante el gran pecado del mundo: ante la injusticia, la crueldad, la codicia y el orgullo; formas todas en que se expresa el culto de sí mismo.

De aquí las penitencias de los santos, de aquí sus misteriosas crucifixiones interiores. Ellos comprenden la vida, ven sus lados buenos, perciben el inmenso dolor humano, pero en medio de todo, como la causa de todo mal, perciben el pecado que corrompe las almas y hace peligrar su eternidad. Por eso, al ungir a los leprosos y curar sus llagas, sus cuidados no se detenían allí sólo, sino que llegaban hasta el alma con sus miserias y pecados.

Los santos son, pues, totalmente humanos, pero comienzan con lo primero: Dios; Dios revelado en Jesucristo. Ellos se mueven al único fin del hombre, Dios; Dios alcanzado a través de Cristo y por su mediación. Cristo es su Luz, de modo que no se engañan; Cristo es su Camino, sin el cual se detendrían en la ociosidad; Cristo es su Alimento que, de no tenerlo, desmayarían en tan larga jornada; Cristo es su Vida, aún ahora, de modo que por Él se convierten en los buenos pastores de las almas; Cristo es su Vida venidera, de modo que, viviendo en Él, siguen obrando activamente entre los mortales.
¡Quiera Dios enviar santos a nuestra Patria y a nuestro siglo! Quiera Cristo obrar tan vivamente que el germen de santidad, que existe en todos los hombres, llegue hasta donde puede realmente llegar, y nuestras vidas se enriquezcan, se cristianicen, y cristianicen a otros muchos elevándolos al plano de lo divino.

¡Señor, dame almas!, suplica el santo. ¡Señor, danos santos!, debiera ser la oración de nuestro pobre mundo confundido y atormentado.

L a b ú s q u e d a d e D i o s, pp. 217-218
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La Eucaristía es el tesoro más valioso que la Iglesia ha heredado de Cristo

Solemnidad del “Corpus Christi”,
14 de junio, 2001

San Juan Pablo II

1. “Ecce panis angelorum, factus cibus viatorum: vere panis filiorum”: “Este es el pan de los ángeles, pan de los peregrinos, verdadero pan de los hijos” (Secuencia). Hoy la Iglesia muestra al mundo el Corpus Christi, el Cuerpo de Cristo. E invita a adorarlo: Venite, adoremus, Venid, adoremos. La mirada de los creyentes se concentra en el Sacramento, donde Cristo se nos da totalmente a sí mismo: cuerpo, sangre, alma y divinidad. Por eso siempre ha sido considerado el más santo: el “santísimo Sacramento”, memorial vivo del sacrificio redentor.

En la solemnidad del Corpus Christi volvemos a aquel “jueves” que todos llamamos “santo”, en el que el Redentor celebró su última Pascua con los discípulos: fue la última Cena, culminación de la cena pascual judía e inauguración del rito eucarístico.

Por eso, la Iglesia, desde hace siglos, ha elegido un jueves para la solemnidad del Corpus Christi, fiesta de adoración, de contemplación y de exaltación. Fiesta en la que el pueblo de Dios se congrega en torno al tesoro más valioso que heredó de Cristo, el sacramento de su misma presencia, y lo alaba, lo canta, lo lleva en procesión por las calles de la ciudad.

2. “Lauda, Sion, Salvatorem!” (Secuencia). La nueva Sión, la Jerusalén espiritual, en la que se reúnen los hijos de Dios de todos los pueblos, lenguas y culturas, alaba al Salvador con himnos y cantos. En efecto, son inagotables el asombro y la gratitud por el don recibido. Este don “supera toda alabanza, no hay canto que sea digno de él” (ib.). Se trata de un misterio sublime e inefable. Misterio ante el cual quedamos atónitos y silenciosos, en actitud de contemplación profunda y extasiada.

3. “Tantum ergo sacramentum veneremur cernui”: “Adoremos, postrados, tan gran sacramento”. En la santa Eucaristía está realmente presente Cristo, muerto y resucitado por nosotros. En el pan y en el vino consagrados permanece con nosotros el mismo Jesús de los evangelios, que los discípulos encontraron y siguieron, que vieron crucificado y resucitado, y cuyas llagas tocó Tomás, postrándose en adoración y exclamando: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28; cf. 20, 17-20). En el Sacramento del altar se ofrece a nuestra contemplación amorosa toda la profundidad del misterio de Cristo, el Verbo y la carne, la gloria divina y su tienda entre los hombres. Ante él no podemos dudar de que Dios está “con nosotros”, que asumió en Jesucristo todas las dimensiones humanas, menos el pecado, despojándose de su gloria para revestirnos a nosotros de ella (cf. Jn 20, 21-23).

En su cuerpo y en su sangre se manifiesta el rostro invisible de Cristo, el Hijo de Dios, con la modalidad más sencilla y, al mismo tiempo, más elevada posible en este mundo. A los hombres de todos los tiempos, que piden perplejos: “Queremos ver a Jesús” (Jn 12, 21), la comunidad eclesial responde repitiendo el gesto que el Señor mismo realizó para los discípulos de Emaús: parte el pan. Al partir el pan se abren los ojos de quien lo busca con corazón sincero. En la Eucaristía la mirada del corazón reconoce a Jesús y su amor inconfundible, que se entrega “hasta el extremo” (Jn 13, 1). Y en él, en ese gesto suyo, reconoce el rostro de Dios.

4. “Ecce panis angelorum…, vere panis filiorum”: “He aquí el pan de los ángeles…, verdadero pan de los hijos”. Con este pan nos alimentamos para convertirnos en testigos auténticos del Evangelio. Necesitamos este pan para crecer en el amor, condición indispensable para reconocer el rostro de Cristo en el rostro de los hermanos.

Nuestra comunidad diocesana necesita la Eucaristía para proseguir en el camino de renovación misionera que ha emprendido. Precisamente en días pasados se ha celebrado en Roma la asamblea diocesana; en ella se analizaron “las perspectivas de comunión, de formación y de carácter misionero en la diócesis de Roma para los próximos años”. Es preciso seguir nuestro camino “recomenzando” desde Cristo, es decir, desde la Eucaristía. Caminemos con generosidad y valentía, buscando la comunión dentro de nuestra comunidad eclesial y dedicándonos con amor al servicio humilde y desinteresado de todos, especialmente de las personas más necesitadas.

En este camino Jesús nos precede con su entrega hasta el sacrificio y se nos ofrece como alimento y apoyo. Más aún, no cesa de repetir en todo tiempo a los pastores del pueblo de Dios: “Dadles vosotros de comer” (Lc 9, 13); partid para todos este pan de vida eterna. Se trata de una tarea difícil y exaltante, una misión que dura hasta el final de los siglos.

5. “Comieron todos hasta saciarse” (Lc 9, 17). A través de las palabras del evangelio que acabamos de escuchar nos llega el eco de una fiesta que, desde hace dos mil años, no tiene fin. Es la fiesta del pueblo en camino en el éxodo del mundo, alimentado por Cristo, verdadero pan de salvación. Al final de la santa misa también nosotros nos pondremos en camino en el centro de Roma, llevando el cuerpo de Cristo escondido en nuestro corazón y muy visible en el ostensorio. Acompañaremos el Pan de vida inmortal por las calles de la ciudad. Lo adoraremos y en torno a él se congregará la Iglesia, ostensorio vivo del Salvador del mundo.

Ojalá que los cristianos de Roma, fortalecidos por su Cuerpo y su Sangre, muestren a Cristo a todos con su modo de vivir: con su unidad, con su fe gozosa y con su bondad. Que nuestra comunidad diocesana recomience intrépidamente desde Cristo, Pan de vida inmortal. Y tú, Jesús, Pan vivo que da la vida, Pan de los peregrinos, “aliméntanos y defiéndenos, llévanos a los bienes eternos en la tierra de los vivos”. Amén.

(©L’Osservatore Romano – 22 de junio de 2001)

Deberes de los padres hacia sus hijos

Fragmentos de un sermón del

santo Cura de Ars

 

Creyó el y creyó toda su casa.
        (S. Juan, IV, 53.)

 ¿Podremos hallar un ejemplo mejor para dar a entender a los cabezas de familia que no pueden trabajar eficazmente en la salvación propia sin trabajar también en la de sus hijos? En vano los padres y madres emplearan sus días en la penitencia, en llorar sus pecados, en repartir sus bienes a los pobres; si tienen la desgracia de descuidar la salvación de sus hijos, todo está perdido. ¿Dudáis de ello? Abrid la Escritura, y allí veréis que, cuando los padres fueron santos, también lo fueron los hijos. Cuando el Señor alaba a los padres o madres que se distinguieron por su fe y piedad, jamás se olvida de hacernos saber que los hijos y los servidores siguieron también sus huellas. ¿Quiere el Espíritu Santo hacernos el elogio de Abraham y de Sara?, pues tampoco se olvida de hablarnos de la inocencia de Isaac y de su fiel siervo Elezer (Gen., XXIV.). Y si pone ante nuestra consideración las raras virtudes de la madre de Samuel, pondera al mismo tiempo las bellas cualidades de este digno hijo (1Reg., I y II.). Cuando quiere ponernos de manifiesto la inocencia de Zacarias y Elisabet, en seguida nos habla de Juan Bautista, el santo precursor del Salvador (Luc., I.). Si el Señor quiere presentarnos a la madre de los Macabeos como una madre digna de sus hijos, nos manifiesta al mismo tiempo el ánimo y la generosidad de estos, quienes con tanta alegría dan su vida por el Señor (II Mach., VII.). Cuando San Pedro nos habla del centurión Cornelio como de un modelo de virtud, nos dice al mismo tiempo que su familia toda servía con él al Señor (Act., X, 2.). Cuando el Evangelio nos habla de aquel otro oficial que acudió a Jesucristo para pedirle la curación de su hijo, nos dice que, una vez alcanzada, no se dio punto de reposo hasta que toda su familia le acompañó en seguimiento del Señor (Ioan., IV, 33.). ¡Bellos ejemplos para los padres y madres! ¡Dios mío!, si los padres y madres de nuestros días tuviesen la suerte de ser santos. ¡Cuanto mayor número de hijos tendrían entrada en el cielo! ¡Cuántos hijos de menos para el infierno!

Pero, me diréis tal vez, ¿qué debemos hacer para cumplir nuestros deberes, pues son ellos tan grandes y temibles?

-Vedlos aquí instruir a los hijos, esto es, enseñarles a conocer a Dios y a cumplir sus deberes; corregirlos cristianamente, darles buen ejemplo, dirigirlos por el camino que conduce al cielo, siguiéndolo también vosotros mismos. ¡Ay!, mucho me temo que esta plática no sea para vosotros, como tantas otras, un nuevo motivo de condenación. El intento de mostraros la magnitud y extensión de vuestros deberes, es semejante al de querer bajar a un abismo sin fondo, o al de querer desentrañar una verdad que al hombre le es imposible conocer en todo su alcance. Para lograr este mi objeto, sería preciso haceros comprender lo que valen las almas de vuestros hijos, lo que Jesucristo sufrió para ganarles el cielo, la terrible cuenta que por su causa habréis de rendir un día a Dios Nuestro Señor, los bienes eternos que les hacéis perder, los tormentos que para la otra vida les preparáis. Si amaseis a vuestros hijos como los ama el demonio aunque debiese él estar tres mil años tentándolos, si al cabo de ese tiempo pudiese tenerlos por suyos, daría por muy bien empleados todos sus trabajos. Lloremos la pérdida de tantas almas, a las cuales sus padres están todos los días precipitando al infierno.

Digo que, desde el momento en que una madre queda encinta, debe orar especialmente, o dar alguna limosna; y si le es posible, será mejor aún hacer celebrar una Misa para implorar de la Santísima Virgen que la acoja bajo su protección, a fin de que alcance de su divino Hijo que aquel pobre niño no muera antes de recibir el Santo Bautismo. La madre que tenga verdaderos sentimientos religiosos, se dirá a si misma «¡Ay!, Si tuviese la dicha de ver a este pobre hijo mío convertido en un Santo, contemplarle a mi lado durante toda la eternidad, cantando alabanzas a Dios, ¡cuánta seria mi alegría!». +

No dejéis pasar más de veinticuatro horas sin bautizar a los hijos; si no lo hacéis, sin que razones serias para ello lo justifiquen, sois culpables. Al escoger el padrino y la madrina, buscad siempre a personas virtuosas en cuanto os sea posible; y la razón es ésta: cuantas oraciones y buenas obras practiquen los padrinos, en fuerza del parentesco espiritual alcanzarán para vuestros hijos gran copia de gracias celestiales. No nos quepa duda alguna de que en el día del Juicio veremos a muchos que deberán su salvación a las oraciones, buenos consejos y buenos ejemplos de sus padrinos y madrinas. Otra razón os obliga también a ello, y es que, si tenéis la desgracia de fallecer, ellos son los que han de ocupar vuestro lugar para vuestros hijos. Así, pues, si tuvieseis la desgracia de escoger padrinos sin religión, no harían otra cosa que encaminar a vuestros hijos hacia el infierno.

Padres y madres, jamás debéis dejar que vuestros hijos pierdan el fruto del Bautismo; ¡cuán ciegos y crueles seríais! La Iglesia acaba de salvarlos mediante el Bautismo, y ¿vosotros, con vuestra negligencia, los restituiríais al demonio? ¡Pobres hijos!, en qué manos tuvisteis la desgracia de caer! Mas, al trotar de los padrinos, no debemos olvidar que, para responder de un niño, deben estar suficientemente instruidos en la religión, para el caso de que tengan que instruir al ahijado, por faltarle su padre y su madre. Además, es necesario que sean buenos cristianos, y hasta cristianos perfectos; pues deben servir de ejemplo a sus hijos espirituales. Así, no está bien que sirvan de padrinos los que no cumplen el precepto pascual, los que contrajeron un mal hábito y no quieren dejarlo…

Siendo yo vuestro padre espiritual, voy a daros ahora un consejo: Cuando veáis que vuestros padres faltan a Misa o a las funciones, trabajan en domingo, comen carne los días prohibidos, dejan de frecuentar los sacramentos, no procuran instruirse en la religión; haced vosotros todo lo contrario, para que vuestros buenos ejemplos los salven a ellos, lo cual sería para vosotros una gran victoria.