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Cómo ser útil a la salvación del mundo y la reforma de la Iglesia

Capítulo III

Condiciones de las virtudes y sacrificios para que puedan ser aceptables a Dios

Santa Catalina de Siena

Las virtudes tienen su fundamento en la humildad y el amor

Estas son las obras santas y dulces que yo exijo de mis siervos: las virtudes interiores del alma puestas a prueba, tal como te he dicho. Si en las obras exteriores o en las diversas penitencias, no hubiese más que esto, actos exteriores, sin la virtud misma, bien poco agradables me serían. Porque la voluntad del alma debe tender al amor, al odio santo de sí misma con verdadera humildad y perfecta paciencia, y a las otras virtudes interiores del alma, con hambre y deseo de mi honra y de la salvación de las almas.

Estas virtudes demuestran que la voluntad está muerta a la sensualidad, por amor de la virtud. Con esta discreción debe practicarse la penitencia, es decir, poniendo el afecto principal en la virtud más que en la penitencia misma. La penitencia no debe ser más que un instrumento para acrecentar la virtud según la necesidad que se tenga y en la medida en que se pueda practicar según las posibilidades.

[La caridad, según la santa, tiene dos aspectos: a) Afectivo, con deseo de la gloria de Dios y de la salvación de las almas, odio de la sensualidad, amor de la humildad verdadera y demás virtudes «intrínsecas»; y b) Efectivo: Lucha por la muerte de la voluntad propia. Penitencia exterior como ayuda de la lucha interior.]

Las virtudes han de estar regidas por la discreción, que da lo suyo a Dios, a sí mismo y al prójimo

El que pone su afecto principal en la penitencia no obra conforme a mis deseos sino indiscretamente, no amando lo que más amo y no odiando lo que más odio. Porque la discreción no es otra cosa que un verdadero conocimiento que el alma debe tener de sí y de mí. Es como un retoño injertado y unido a la caridad, el árbol que hunde sus raíces en la tierra de la humildad.

No sería virtud la discreción y no produciría el fruto debido si no estuviese plantada en la virtud de la humildad, ya que la humildad procede del conocimiento que el alma tiene de sí misma y de mi bondad. Por esta discreción el alma tiende a dar a cada uno lo que es debido.

Ante todo, me atribuye a mí lo que se me debe, rindiendo gloria y alabanza a mi nombre y agradeciéndome las gracias y dones que ha recibido. Y por haber recibido gratuitamente el ser que tiene y todas las demás gracias, a sí misma se atribuye lo que merece, por haber sido ingrata a tantos beneficios y por haber sido negligente para aprovechar el tiempo y las gracias recibidas, y por esto se cree digna de castigo. Entonces no tiene para sí más que odio y desprecio a causa de sus culpas. Estos son los efectos de la discreción que está fundada, con verdadera humildad, en el conocimiento de sí.

[La discreción es mucho más que un cierto tacto, una prudente reserva en las relaciones sociales. En Santa Catalina, la discreción supone la caridad y en ella se funda. La caridad, a su vez, supone el verdadero conocimiento de sí mismo y de la bondad de Dios, que es la humildad.]

Sin esta humildad, el alma se hace indiscreta (la indiscreción tiene su origen en la soberbia) y me roba como un ladrón la honra que me debe y se la atribuye a sí misma para vanagloria suya, y lo suyo me lo atribuye a mí, lamentándose y murmurando de mis designios misteriosos sobre ella o sobre las otras criaturas mías, incluso escandalizándose por ello.

[Sin la luz de la visión sobrenatural del mundo y de las cosas, todo resulta misterioso y aun absurdo. Al margen de la fe, que todo lo clarifica, el hombre, por no comprenderlos, murmura de los designios de Dios en el gobierno del mundo; se escandaliza, interpretando torcidamente lo que no es más que expresión de su bondad ilimitada e inefable]

Bien al contrario proceden los que tienen la virtud de la discreción. Estos me pagan la deuda que tienen conmigo, y todo lo que obran para sí mismos y para con el prójimo, lo hacen con discreción y con caridad, con la humilde y continua oración.

Humildad, caridad y discreción son virtudes íntimamente unidas

El alma es como un árbol hecho por amor, y no puede vivir como no sea de amor. Si el alma no tiene amor divino de verdadera y perfecta caridad, no produce frutos de vida, sino de muerte.

[«El alma no puede vivir sin amor: o amará a Dios o al mundo. El alma se une siempre a la cosa que ama y en ella se convierte» (Carta 44)]

Es indispensable que la raíz de este árbol sea la humildad, el verdadero conocimiento de sí misma y de mí. El árbol de la caridad se nutre de la humildad y hace surgir de sí el retoño de la verdadera discreción. El meollo del árbol es la paciencia, signo evidente de mi presencia en el alma y de que el alma está unida a mí. Este árbol germina flores perfumadas de muchas y variadas fragancias. Produce frutos de gracia en el alma y de utilidad para el prójimo. Hace subir hasta mí aroma de gloria y alabanza de mi nombre, porque en mí tiene su principio y su término, que soy yo mismo, vida eterna que no le será quitada si no me rechaza. Y todos los frutos que provienen de este árbol están sazonados con la discreción, porque están unidos todos ellos entre sí.

La penitencia exterior no es el fundamento, sino un instrumento de la santidad

Estos son los frutos y las obras que yo reclamo del alma: la prueba de la virtud en el tiempo oportuno. Por esto te dije hace ya tiempo, cuando deseabas hacer grandes penitencias por mí y decías: ¿Qué podría hacer para sufrir por ti? Yo te contesté, diciendo: Yo soy aquel que me complazco en las pocas palabras y en las muchas obras. Con esto te daba a entender que no me es agradable el que sólo de palabra me llama diciendo: Señor, Señor, yo quisiera hacer algo por ti, ni aquel que desea y quiere mortificar el cuerpo con muchas penitencias, sin matar la propia voluntad. Lo que yo quiero son obras abundantes de un sufrir recio, efecto de la paciencia y de las otras virtudes interiores del alma, todas ellas operantes y generadoras de frutos de gracia.

Toda acción fundada sobre otro principio distinto de éste, yo la considero como clamar sólo con palabras. Siendo yo infinito, requiero acciones infinitas, es decir, infinito amor. Quiero que las obras de penitencia y otros ejercicios corporales los tengáis como instrumentos y no como vuestro principal objetivo. Solamente cuando la acción finita va unida a la caridad me es grata y agradable. Entonces va acompañada de la discreción, que se sirve de las acciones corporales como de instrumento y no las toma como fin principal.

En modo alguno el principio y fundamento de la santidad debe ponerse en la penitencia o en cualquier otro acto corporal exterior, puesto que no pasan de ser operaciones finitas por estar hechas en tiempo finito. Son también finitas (no esenciales) porque a veces deben dejarse por diversas razones o por obediencia; de modo que el que se empeñase en proseguirlas, no sólo no me agradaría, sino que me ofendería. El alma debe considerarlas como medio y no como fin principal, pues de lo contrario el alma se hallaría vacía cuando se viese obligada a dejarlas por algún tiempo.

De poco sirve mortificar el cuerpo si no se mortifica el amor propio

Esto enseña el apóstol Pablo cuando dice: Mortificad el cuerpo y matad la voluntad propia (Cf. Rom 6,9), o sea, tened a raya el cuerpo, domando la carne cuando quiera luchar contra el espíritu. La voluntad debe estar en todo muerta y abnegada y sometida a la mía. Y esta voluntad se mata con el aborrecimiento del pecado y de la propia sensualidad que se adquiere por el conocimiento de sí. Éste es el cuchillo que mata y corta todo amor propio fundado en la propia voluntad. Quienes lo poseen son los que no me dan, no solamente palabras, sino abundancia de obras, y en esto tengo mis complacencias. Por esto te dije que lo que yo quería eran pocas palabras y muchas obras. Al decir muchas no fijo número, porque el afecto del alma fundado en la caridad, que vivifica todas las virtudes, debe llegar al infinito. No desprecio, sin embargo, la palabra; más dije que quería pocas, para dar a entender que todo acto exterior es finito, y por esto dije pocas. Ellas, sin embargo, me agradan cuando son instrumento de la virtud, sin que en ellas se ponga la esencia de la virtud misma.

[El aborrecimiento del pecado y de la propia sensualidad que se adquiere con el conocimiento propio, es un cuchillo que corta y mata todo amor propio fundado en la propia voluntad al margen de la de Dios o en contraposición con ella. «¡Oh dulcísimo Amor! Yo no veo otro remedio sino aquel cuchillo que tú, Amor dulcísimo, tuviste en tu corazón y en tu alma; es decir, el odio que tuviste al pecado, y el amor a la gloria del Padre y a nuestra salvación. ¡Oh Amor dulcísimo!, éste fue el cuchillo que traspasó el corazón y el alma de la Madre» (Carta 30) «Debemos odiar esta ofensa y odiarnos a nosotros mismos que la cometimos; la persona que concibe este odio, quiere tomarse venganza de la vida pasada y sufrir toda pena por amor de Cristo y reparación de sus propios pecados, vengando la soberbia con la humildad; la codicia y la avaricia, con la generosidad y la caridad; la libertad de sus quereres propios, con la obediencia. Estas son las santas venganzas que debemos tomarnos con la espada de doble filo: el del odio y el del amor» (Carta 159)]

Guárdese bien, pues, cualquiera de juzgar más perfecto al que hace penitencias, con las que procura matar el cuerpo, que al que hace menos; porque no está en esto la virtud ni el mérito. No obraría mal quien por justas razones no pudiera hacer obras de penitencia exterior y practicara sólo la virtud de la caridad sazonada con la discreción.

La discreción ordena la caridad para con el prójimo

La discreción ordena el amor al prójimo, al no consentir hacerse daño a sí mismo con alguna culpa aunque buscase el provecho del prójimo. Porque si cometiera un pecado, aunque se tratara de librar del infierno al mundo entero o de hacer algún acto extraordinario de virtud, no sería caridad ordenada con discreción, sino indiscreta, pues no es lícito practicar un acto de virtud o de utilidad para el prójimo cometiendo un pecado.

Por la santa discreción el alma orienta todas sus potencias a servirme resueltamente con toda solicitud y a amar al prójimo con amor, exponiendo mil veces, si es posible, la vida del cuerpo por la salvación de las almas; sufriendo penas y tormentos para que tenga la vida de la gracia y arriesgando sus bienes temporales para socorrer las necesidades materiales de su prójimo. Esto es lo que hace la discreción que nace de la caridad.

La caridad debe empezar por uno mismo. Por ello, no es conveniente que para salvar a las criaturas, finitas y creadas por mí, se me ofenda a mí, que soy el bien infinito. Sería más grave y mayor aquella culpa que el fruto que con ella se pretende hacer. La verdadera caridad lo entiende bien, porque ella trae consigo la santa discreción. Esta discreción es luz que impregna todos los actos de virtud; la que con verdadera humildad y prudencia esquiva los lazos del demonio y de las criaturas; la que con el mucho sufrir derrota al demonio y a la carne; la que pisotea al mundo y lo desprecia y lo tiene en nada.

Por esto los hombres del mundo no pueden arrebatar la virtud del alma. Sus persecuciones no hacen más que acrecentarlas y probarlas. La virtud es concebida por el amor, y luego es probada en el prójimo y dada a luz por su medio. No podría decirse que había sido concebida la virtud si no saliese a la luz en el tiempo de la prueba, en presencia de los hombres. Porque ya te dije y te manifesté que no hay virtud perfecta y fecunda si no es mediante el prójimo. Sería como la mujer que ha concebido un hijo en su seno; si no lo da a luz, si no lo pone ante los ojos de los demás, su esposo no se considera padre. Así es el alma, si no da a luz el hijo de la virtud en la caridad del prójimo, manifestándola según la necesidades, te digo que en realidad no ha concebido las virtudes en sí misma.

Conclusión

Te he manifestado estas cosas para que sepáis cómo debéis sacrificaros por mí; sacrificio interior y exterior a la vez, como el vaso está unido al agua que se presenta al señor. El agua sin el vaso no puede ser presentado; el vaso sin el agua tampoco le sería agradable. De la misma manera, debéis ofrecerme el vaso de los muchos padecimientos exteriores que yo os envíe, sin que seáis vosotros los que escojáis el tiempo o lugar.

Este vaso debe estar lleno, es decir, debéis ofrecérmelo con amor y sincera paciencia, sufriendo y soportando los defectos del prójimo, odiando y detestado el pecado. Entonces estos sufrimientos, representados por el vaso, están llenos del agua de mi gracia, que da la vida al alma. Y yo recibo este presente de mis dulces esposas al aceptar sus lágrimas y sus humildes y continuas oraciones.

[«En la caridad de Dios concebimos las virtudes, y en la caridad del prójimo, las damos a luz. Si lo haces así…, serás esposa fiel. Tú eres esposa… y serás esposa fiel si el amor que tienes a Dios, se lo tributas al prójimo con amor verdadero y cordial, ya que a Él no le puedes ser útil y de provecho directamente.» (Carta 50)]

Exhortación a tener ánimo viril ante las pruebas

Sufrid, pues, varonilmente hasta la muerte, y esto será para mí señal de que me amáis en verdad. No volváis la mirada atrás por temor a las criaturas o a las tribulaciones; antes bien, gozaos en la tribulación misma.

El mundo se alegra haciéndome muchas injurias, y vosotros os afligís por causa de las injurias que se hacen contra mí. Al ofenderme a mí, os ofenden a vosotros, y ofendiéndoos a vosotros, me ofenden a mí, porque yo soy una misma cosa con vosotros.

Sabes muy bien que, habiéndoos dado mi imagen y semejanza y habiendo perdido vosotros la gracia por el pecado, para devolveros la vida de la gracia uní en vosotros mi naturaleza, cubriéndola con el velo de vuestra humanidad. Siendo vosotros imagen mía, tomé vuestra imagen al tomar forma humana. De modo que soy una cosa con vosotros mientras el alma no se separe de mí por la culpa del pecado mortal. Quien me ama está en mí, y yo en él. Por esto, el mundo le persigue, porque el mundo no se conforma conmigo; y por esto persiguió a mi unigénito Hijo hasta la afrentosa muerte en la cruz. Y así hace también con vosotros; os persigue y os perseguirá hasta la muerte porque no me ama. Si el mundo me hubiera amado a mí, también os amaría a vosotros. Pero, alegraos, porque vuestra alegría será completa en el cielo.

Cuanto más abunde la tribulación en el Cuerpo místico de la santa Iglesia, tanto más abundará ella misma en dulzura y consolación. Y su consuelo será éste: la reforma de la santa Iglesia. Alegraos, pues, en vuestra amargura. Yo os he prometido daros alivio, y después de la amargura os daré consolación.

Efectos de estas enseñanzas en aquella alma

En el dulce espejo de Dios conoce el alma su propia dignidad y su propia indignidad; la dignidad de la creación, viéndose hecha gratuitamente a imagen de Dios; y su propia indignidad, al ver en el espejo de la bondad de Dios en lo que ha venido a parar por su propia culpa.

Cuando uno se mira en el espejo es como mejor aprecia las manchas en su cara. El alma que con verdadero conocimiento de sí se mira en el dulce espejo de Dios, conoce mejor la mancha de su cara por la pureza que ve en Él.»

Santa Catalina de Siena: “El diálogo”; Parte I, Cap. 3

Cómo ser útil a la salvación del mundo y la reforma de la Iglesia

Capítulo II

El pecado y la virtud repercuten en el prójimo

Santa Catalina de Siena

 

Quien ofende a Dios, se daña a sí mismo y daña al prójimo

Quiero hacerte saber cómo toda virtud y todo defecto repercuten en el prójimo.

Quien vive en odio y enemistad conmigo, no sólo se daña a sí mismo, sino que daña a su prójimo. Le causa daño porque estáis obligados a amar al prójimo como a vosotros mismos, ya sea ayudándole espiritualmente con la oración, aconsejándole de palabra o socorriéndole espiritual y materialmente, según sea su necesidad.

Quien no me ama a mí, no ama al prójimo; al no amarlo, no lo socorre. Se daña a sí mismo, privándose de la gracia, y causa daño al prójimo, porque toda ayuda que le ofrezca no puede provenir más que del afecto que le tiene por amor a mí.

No hay pecado que no alcance al prójimo. Al no amarme a mí, tampoco lo quiere a él. Todos los males provienen de que el alma está privada del amor a mí y del amor a su prójimo. Al no hacer el bien, se sigue que hace el mal; y obrando el mal, ¿a quién daña? A sí misma, en primer lugar, y después al prójimo. Jamás a mí, puesto que a mí ningún daño puede hacerme, sino en cuanto yo considero como hecho a mí lo que hace al prójimo. Peca, ante todo, contra sí misma, y esta culpa le priva de la gracia; peor ya no puede obrar. Daña al prójimo, al no pagar la deuda de caridad con que debería socorrerlo con oraciones y santos deseos ofrecidos por él en mi presencia. Ésta es la manera general con que debéis ayudar a toda persona.

Las maneras particulares son las que debéis brindar a los que tenéis más cercanos, y a los que debéis ayudar con la palabra, con el ejemplo de las buenas obras y con todo lo que se juzgue oportuno, aconsejándoles sinceramente, como si se tratase de vosotros mismos, sin ningún interés egoísta.

No sólo se daña al prójimo con el pecado de obra sino con el de pensamiento. Éste último se comete en el momento en que se concibe el placer del pecado y se aborrece la virtud, cuando la persona se abandona al placer del amor propio sensitivo, impidiendo que me ame a mí y a su prójimo. Después de concebir el mal, va dándole a luz en perjuicio del prójimo de muy diversas maneras.

A veces el daño que ocasiona a su prójimo llega hasta la crueldad, no solamente por no darle ejemplo de virtud sino por hacer el oficio del demonio, al apartarlo de la virtud y conducirlo al vicio. O bien, por su codicia, cuando no sólo no lo socorre, sino que hasta le quita lo que le pertenece, robando a los pobres. Otras hace un daño brutal a su prójimo cuando abusa de su poder, cuando le engaña y estafa, cuando le dice palabras injuriosas, cuando se muestra soberbio, cuando le trata injustamente…

He aquí cómo los pecados de todos y en todas partes repercuten en el prójimo.

Toda virtud tiene necesariamente su expresión en la caridad al prójimo

Todos los pecados repercuten en el prójimo porque están privados de la caridad, la cual da vida a toda virtud. Y así, el amor propio, que impide amar al prójimo, es principio y fundamento de todo mal. Todos los escándalos, odios, crueldades y daños proceden del amor propio, que ha envenenado el mundo.

La caridad da vida a todas las virtudes, porque ninguna virtud puede subsistir sin la caridad.

[«La caridad es una madre que concibe en el alma los hijos de las virtudes y los da a luz, para gloria de Dios, en su prójimo» (Carta 33).]

En cuanto el alma se conoce a sí misma, según te he dicho, se hace humilde y odia su propia pasión sensitiva, reconociendo la ley perversa que está ligada a su carne y que lucha contra el espíritu. Por esto relega su sensualidad y la sujeta a la razón, y reconoce toda la grandeza de mi bondad por los beneficios que de mí recibe. Humildemente atribuye a mí el que la haya sacado de las tinieblas y la haya traído a la luz del verdadero conocimiento.

Todas las virtudes se reducen a la caridad, y no se puede amar a Dios sin, a la vez, amar al prójimo

El que ha conocido mi bondad, practica la virtud por amor a mí, al ver que de otra manera no podría agradarme. Y así, el que me ama procura hacer bien a su prójimo. Y no puede ser de otra forma, puesto que el amor a mí y el amor al prójimo son una misma cosa. Cuanto más me ama, más ama a su prójimo.

[«Toda virtud tiene vida por el amor; y el amor se adquiere en el amor, es decir, fijándonos cuán amados somos de Dios. Viéndonos tan amados, es imposible que no amemos…» (Carta 50)]

El alma que me ama jamás deja de ser útil a todo el mundo y procura atender las necesidades concretas de su prójimo. Lo socorre según de los dones que ha recibido de mí: con su palabra, con sus consejos sinceros y desinteresados, o con su ejemplo de santa vida (esto último lo deben hacer todos sin excepción).

Yo he distribuido las virtudes de diferentes maneras entre las almas. Aunque es cierto que no se puede tener una virtud sin que se tengan todas, por estar todas ligadas entre sí, hay siempre una que yo doy como virtud principal; a unos, la bondad; a otros, la justicia; a éstos, la humildad; a otros, una fe viva, a otros, la prudencia, la templanza, la paciencia, y a otros, la fortaleza. Cuando un alma posee una de estas virtudes como virtud principal, a la que se ve particularmente atraída, por esta inclinación atrae a sí a todas las demás, pues, como he dicho, están ligadas entre sí por la caridad.

[Todas las virtudes nacen, tienen vida y valor por la caridad]

Todos estos dones, todas estas virtudes gratuitamente dadas, todos estos bienes espirituales o corporales, los he distribuido tan diversamente entre los hombres a fin de que os veáis obligados a ejercitar la caridad los unos para con los otros. He querido así que cada uno tenga necesidad del otro y sean así ministros míos en la distribución de las gracias y dones que de mí han recibido. Quiera o no quiera el hombre, se ve precisado a ayudar a su prójimo. Aunque, si no lo hace por amor a mí, no tiene aquel acto ningún valor sobrenatural.

Puedes ver, por tanto, que he constituido a los hombres en ministros míos y que los he puesto en situaciones distintas y en grados diversos a fin de que ejerciten la virtud de la caridad. Yo nada quiero más que amor. En el amor a mí se contiene el amor al prójimo. Quien se siente ligado por este amor, si puede según su estado hacer algo de utilidad a su prójimo, lo hace.

El que ama a Dios debe dar prueba de la autenticidad de sus virtudes

Te diré ahora como el alma, por medio del prójimo y de las injurias que de él recibe, puede comprobar si tiene o no tiene en sí mismo la virtud de la paciencia. Todas las virtudes se prueban y se ejercitan por el prójimo, de la misma forma que, mediante él, los malos manifiestan toda su malicia. Si te fijas, verás cómo la humildad se prueba ante la soberbia, es decir, que el humilde apaga el orgullo del soberbio, quien no puede hacerle ningún daño. La fidelidad se prueba ante la infidelidad del malvado, que no cree ni espera en mí; pues éste no puede hacer perder a mi siervo la fe ni la esperanza que tiene en mí. Aunque vea a su prójimo en tan mal estado, mi siervo fiel no deja por eso de amarlo constantemente y de buscar siempre en mí su salvación. Así, la infidelidad y desesperanza prueban la fe del creyente.

Del mismo modo, el justo no deja de practicar la justicia cuando comprueba la injusticia ajena. La benignidad y la mansedumbre se ponen de manifiesto en el tiempo de la ira; y la caridad se manifiesta frente a la envidia y el odio, buscando la salvación de las almas.

No solamente se ponen de relieve las virtudes en aquellos que devuelven bien por mal, sino que muchas veces mis siervos con el fuego de su caridad disuelven el odio y el rencor del iracundo, y convierten muchas veces el odio en benevolencia, y esto por la perfecta paciencia con que soportan la ira del inicuo, sufriendo y tolerando sus defectos.

De igual modo la fortaleza y la perseverancia del alma se prueban sufriendo los ataques de los que intentan apartarla del camino de la verdad, bien sea por injurias y calumnias, o mediante halagos. Pero si al sufrir estas contrariedades la persona no da buena prueba de sí, es que no es virtud fundada en verdad.

Santa Catalina de Siena: “El diálogo”, Parte I, Cap.2

Cómo ser útil en la salvación del mundo y la reforma de la Iglesia

Capítulo I

La expiación de los pecados propios y ajenos

Santa Catalina de Siena

 

1) No el sacrificio, sino el amor que le acompaña, es lo que satisface por los pecados propios o ajenos

Entonces Dios, la Verdad Eterna, le dijo a esta alma:

«Debes saber, hija mía, que todas las penas que sufre el alma en esta vida no son suficientes para expiar la más mínima culpa, ya que la ofensa hecha a mí, que soy Bien infinito, requiere satisfacción infinita. Mas si la verdadera contrición y el horror del pecado tienen valor reparador y expiatorio, lo hacen, no por la intensidad del sufrimiento (que siempre será limitado), sino por el deseo infinito con que se padece, puesto que Dios, que es infinito, quiere infinitos el amor y el dolor; dolor del alma por la ofensa cometida contra su Creador y contra su prójimo.

[La satisfacción infinita por lo infinito del amor y del dolor se verifica plenamente en Jesucristo por la unión de la naturaleza humana con la divina. La santa habla del deseo infinito, refiriéndose a la persona que está unida a Jesucristo por la gracia, cuando por lo ilimitado de sus aspiraciones, quiere reparar a la infinita dignidad y santidad de Dios ofendida por el pecado de los hombres.]

Los que tienen este deseo infinito y están unidos a mí por el amor, se duelen cuando me ofenden o ven que otros me ofenden. Por esto, toda pena sufrida por estos, tanto espiritual como corporal, satisface por la culpa, que merecía pena infinita.

Todo deseo, al igual que toda virtud, no tiene valor en sí sino por Cristo crucificado, mi unigénito Hijo, en cuanto el alma saca de Él el amor y sigue sus huellas; sólo por esto vale, no por otra cosa.

De este modo, los sufrimientos y la penitencia tienen valor reparador por el amor que se adquiere por el conocimiento de mi bondad y por la amarga contrición del corazón. Este conocimiento engendra el odio y disgusto del pecado y de la propia sensualidad [pues ve en ella la raíz de su pecado] y hace que el alma se considere indig0na y merecedora de cualquier pena. Así puedes ver cómo los que han llegado a esta contrición del corazón y verdadera humildad, se consideran merecedores de castigo, indignos de todo premio y lo sufren todo con paciencia.

Tú me pides sufrimientos para satisfacer por las ofensas que me hacen mis criaturas y pides llegar a conocerme y amarme a mí. Este es el camino: que jamás te salgas del conocimiento de tu miseria; y una vez hundida en el valle de la humildad, me conozcas a mí en ti. De este conocimiento sacarás todo lo que necesitas.

Ninguna virtud puede tener vida en sí sino por la caridad y la humildad. No puede haber caridad si no hay humildad. Del conocimiento de ti misma nace tu humildad, cuando descubres que no te debes la existencia a ti misma, sino que tu ser proviene de mí, que os he querido antes que existieseis. Además, os creé de nuevo con amor inefable cuando os saqué del pecado a la vida de la gracia, cuando os lavé y os engendré en la sangre de mi unigénito Hijo, derramada con tanto fuego de amor.

Por esta sangre llegáis a conocer la verdad, cuando la nube del amor propio no ciega vuestros ojos y llegáis a conoceros a vosotros mismos.

[La gran Verdad, que supera toda ciencia, del Dios amor para con el hombre se nos revela en la Sangre. «En Cristo Crucificado, y principalmente en su sangre, conoce —el alma— el abismo de la inestimable caridad de Dios» (Carta 40)]

2) Del amor procede el valor expiatorio del sufrimiento

El alma que se conoce a sí misma y conoce mi bondad, se enciende tanto en amor hacia Mí, que está en continua pena; no con aflicción que la atormente y la seque (antes al contrario, la nutre), sino porque reconoce su propia culpa y su ingratitud y la de los que no me aman. Siente así una pena intolerable, y sufre porque me quiere. Si no me quisiese, nada sentiría. De ahí que tenga que sufrir mucho, hasta la hora de la muerte, por la gloria y alabanza de mi nombre.

Por tanto, sufrid con verdadera paciencia, doliéndoos de vuestra culpa y amando la virtud, por la gloria y honor de mi nombre. Haciéndolo así, daréis satisfacción por vuestras culpas; y las penas que sufráis serán suficientes, por el valor de la caridad, para que os las premie en vosotros y en los demás. En vosotros, porque no me acordaré jamás de que me hayáis ofendido. En lo demás, porque por vuestra caridad, yo les daré mis dones en conformidad con las disposiciones con que los reciban.

Perdonaré particularmente a los que humildemente acojan las enseñanzas que yo les transmito a través de mis siervos, porque por ellas llegarán a este conocimiento verdadero y a la contrición de sus propios pecados. De suerte que por medio de la oración y del deseo de vivir mis enseñanzas, recibirán la gracia en mayor o menor grado según sea su disposición.

A no ser que sea tanta su obstinación, que quieran ser reprobados por mí por despreciar la Sangre del Cordero, Jesucristo, con la que fueron comprados con tanta dulzura. Pero la mayor parte, por sus deseos de reparación, recibirán el perdón de sus pecados y este beneficio: que yo hago despertar en ellos el perro de la conciencia, sensibilizándoles para que perciban el perfume de la virtud y se deleiten en las cosas espirituales.

[La conciencia es como un perro, porque ella es la que se encarga de avisar la presencia del pecado o de las faltas en el alma.]

¿Cómo lo hago? Permito a veces que el mundo se les muestre en lo que es, haciéndoles sufrir de muchas y variadas maneras con objeto de que conozcan la poca firmeza del mundo y deseen su propia patria: la vida eterna. Por estos y otros muchos modos, que mi amor ha ideado para reducirlos a la gracia, yo los conduzco, a fin de que mi verdad se realice en ellos.

[La verdad de Dios, que debe realizarse en el hombre mediante su colaboración, no es otra que el fin supremo que Dios tuvo al crearle. «En la sangre de Cristo crucificado conocemos la luz de la suma, eterna verdad de Dios, que nos creó a su imagen y semejanza por amor y gracia, no por deuda u obligación. La verdad fue ésta: que nos creó para su gloria y alabanza y para que gozásemos y gustásemos de su eterno y sumo Bien» (Carta 227)]

Me obliga a obrar así con ellos el amor con que los creé y también la oración, los deseos y sufrimientos de mis siervos, porque yo soy quien les induce a amar y a sufrir por las almas.

3) Los que se obstinan, se pierden irremisiblemente

Pero para aquellos necios que son ingratos para conmigo y para con los sufrimientos de mis siervos, se les convierte en ruina y en materia de juicio todo lo que se les había dado por misericordia; no por defecto de la misericordia misma, sino por su dureza de corazón.

Si persisten en su obstinación, pasado el tiempo, no tendrán ningún remedio, porque no devolvieron la dote que yo les di al darles la memoria, para que recordaran mis beneficios; el entendimiento, para que conociesen la verdad, y la voluntad, para que me amasen a mí. Este es el patrimonio que os di, y que debe retornar a mí, que soy vuestro Padre.

A los que vendieron y malbarataron este patrimonio, entregándolo al demonio, —dejándose llevar de los placeres deshonestos, de la soberbia, del amor de sí mismo y del odio y desprecio del prójimo— cuando les llegue la muerte, éste les exigirá lo que en esta vida adquirió. Por el desorden de la voluntad y la confusión de su entendimiento, reciben pena eterna, pena infinita, porque no repararon su culpa arrepintiéndose y odiando el pecado.

4) Resumen y exhortación

Ves cómo los sufrimientos y la penitencia satisfacen por la culpa, a causa de la contrición perfecta del corazón, no por lo limitado de los sufrimientos mismos. Esta satisfacción es total en los que llegaron a la perfección de la caridad: satisface tanto la culpa como el castigo que le sigue. En los demás, los sufrimientos satisfacen sólo por la culpa, y lavados del pecado mortal, reciben la gracia; pero, siendo insuficientes su contrición y su amor para satisfacer por el castigo, tienen que expiarlo en el purgatorio.

El sufrimiento, por tanto, repara el pecado por la caridad del alma que está unida a mí, que soy bien infinito, y esto en mayor o menor grado según la medida del amor con que me ofrece sus oraciones y sus deseos.

Atiza, por tanto, el fuego del amor y no dejes pasar un solo momento sin que humildemente y con oración continua clames por los pecadores, sufriendo varonilmente y muriendo a toda sensualidad.

Dios se complace en estos deseos de padecer por Él, porque son expresión del amor

Me agrada mucho que deseéis sufrir cualquier pena y fatiga hasta la muerte por la salvación de las almas. Cuanto más uno sufre, más demuestra que me ama, y, amándome, conoce más mi verdad; y cuanto más me conoce, más le duelen y se le hacen intolerables las ofensas que se me hacen.

Tú me pedías poder sufrir y ser castigada por los pecados del mundo, sin advertir que lo que me pedías era amor, luz y conocimiento de la verdad. Porque ya te dije que cuanto mayor es el amor, más crece el dolor y el sufrimiento. Por esto os digo: Pedid y recibiréis; yo jamás rechazo a quien me pide en verdad.

Cuando en un alma reina la divina caridad, va tan unido este amor con la perfecta paciencia, que no se pueden separar el uno de la otra, y, al disponerse a amarme, se dispone a pasar por mí todas las penas que yo le quiera enviar, sean las que sean. Sólo en el sufrimiento se demuestra la paciencia, la cual, como te he dicho, está unida con la caridad.

Sufrid, pues, virilmente, si es que queréis demostrarme vuestro amor, siendo gustadores de mi honor y de la salvación de las almas.

[Son gustadores de la honra de Dios y de la salvación de las almas los que no sólo tienen hambre de la gloria de Dios y del bien de las almas, sino que saborean y se alimentan de este deseo —Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió (Juan 4, 34)—, y lo gustan. Los bienaventurados del cielo son los verdaderos gustadores; los que gustan ya de modo definitivo esta verdad.]

Santa Catalina de Siena: “El diálogo”, Parte I, Cap. 1

Maestros y lugares de oración

Una pléyade de testigos

Los testigos que nos han precedido en el Reino (cf Hb 12, 1), especialmente los que la Iglesia reconoce como “santos”, participan en la tradición viva de la oración, por el testimonio de sus vidas, por la transmisión de sus escritos y por su oración hoy. Contemplan a Dios, lo alaban y no dejan de cuidar de aquéllos que han quedado en la tierra. Al entrar “en la alegría” de su Señor, han sido “constituidos sobre lo mucho” (cf Mt 25, 21). Su intercesión es su más alto servicio al plan de Dios. Podemos y debemos rogarles que intercedan por nosotros y por el mundo entero.

En la comunión de los santos, se han desarrollado diversas espiritualidades a lo largo de la historia de la Iglesia. El carisma personal de un testigo del amor de Dios hacia los hombres puede transmitirse a fin de que sus discípulos participen de ese espíritu (cf PC 2), como aconteció con el “espíritu” de Elías a Eliseo (cf 2 R 2, 9) y a Juan Bautista (cf Lc 1, 17). En la confluencia de corrientes litúrgicas y teológicas se encuentra también una espiritualidad que muestra cómo el espíritu de oración incultura la fe en un ámbito humano y en su historia. Las diversas espiritualidades cristianas participan en la tradición viva de la oración y son guías indispensables para los fieles. En su rica diversidad, reflejan la pura y única Luz del Espíritu Santo.

“El Espíritu es verdaderamente el lugar de los santos, y el santo es para el Espíritu un lugar propio, ya que se ofrece a habitar con Dios y es llamado templo suyo” (San Basilio Magno, Liber de Spiritu Sancto, 26, 62).

Servidores de la oración

La familia cristiana es el primer lugar de la educación en la oración. Fundada en el sacramento del Matrimonio, es la “iglesia doméstica” donde los hijos de Dios aprenden a orar “como Iglesia” y a perseverar en la oración. Particularmente para los niños pequeños, la oración diaria familiar es el primer testimonio de la memoria viva de la Iglesia que es despertada pacientemente por el Espíritu Santo.

Los ministros ordenados son también responsables de la formación en la oración de sus hermanos y hermanas en Cristo. Servidores del buen Pastor, han sido ordenados para guiar al pueblo de Dios a las fuentes vivas de la oración: la palabra de Dios, la liturgia, la vida teologal, el hoy de Dios en las situaciones concretas (cf PO 4-6).

Muchos religiosos han consagrado y consagran toda su vida a la oración. Desde el desierto de Egipto, eremitas, monjes y monjas han dedicado su tiempo a la alabanza de Dio s y a la intercesión por su pueblo. La vida consagrada no se mantiene ni se propaga sin la oración; es una de las fuentes vivas de la contemplación y de la vida espiritual en la Iglesia.

La catequesis de niños, jóvenes y adultos, está orientada a que la Palabra de Dios se medite en la oración personal, se actualice en la oración litúrgica, y se interiorice en todo tiempo a fin de fructificar en una vida nueva. La catequesis es también el momento en que se puede purificar y educar la piedad popular (cf. CT 54). La memorización de las oraciones fundamentales ofrece una base indispensable para la vida de oración, pero es importante hacer gustar su sentido (cf CT 55).

Grupos de oración, o “escuelas de oración”, son hoy uno de los signos y uno de los acicates de la renovación de la oración en la Iglesia, a condición de beber en las auténticas fuentes de la oración cristiana. La salvaguarda de la comunión es señal de la verdadera oración en la Iglesia.

El Espíritu Santo da a ciertos fieles dones de sabiduría, de fe y de discernimiento dirigidos a este bien común que es la oración (dirección espiritual). Aquellos y aquellas que han sido dotados de tales dones son verdaderos servidores de la tradición viva de la oración:

Por eso, el alma que quiere avanzar en la perfección, según el consejo de san Juan de la Cruz, debe “mirar en cuyas manos se pone, porque cual fuere el maestro tal será el discípulo, y cual el padre, tal el hijo”. Y añade que el director: “demás de ser sabio y discreto, ha de ser experimentado. […] Si  no hay experiencia de lo que es puro y verdadero espíritu, no atinará a encaminar el alma en él, cuando Dios se lo da, ni aun lo entenderá” (Llama de amor viva, segunda redacción, estrofa 3, declaración, 30).

Lugares favorables para la oración

La iglesia, casa de Dios, es el lugar propio de la oración litúrgica de la comunidad parroquial. Es también el lugar privilegiado para la adoración de la presencia real de Cristo en el Santísimo Sacramento. La elección de un lugar favorable no es indiferente para la verdad de la oración:

— para la oración personal, el lugar favorable puede ser un “rincón de oración”, con las Sagradas Escrituras e imágenes, para estar “ en lo secreto” ante nuestro Padre (cf Mt 6, 6). En una familia cristiana este tipo de pequeño oratorio favorece la oración en común;

— en las regiones en que existen monasterios, una misión de estas comunidades es favorecer la participación de los fieles en la Oración de las Horas y permitir la soledad necesaria para una oración personal más intensa (cf PC 7).

— las peregrinaciones evocan nuestro caminar por la tierra hacia el cielo. Son tradicionalmente tiempos fuertes de renovación de la oración. Los santuarios son, para los peregrinos en busca de fuentes vivas, lugares excepcionales para vivir “con la Iglesia” las formas de la oración cristiana.

Resumen

En su oración, la Iglesia peregrina se asocia con la de los santos cuya intercesión solicita.

Las diferentes espiritualidades cristianas participan en la tradición viva de la oración y son guías preciosos para la vida espiritual.

La familia cristiana es el primer lugar de educación para la oración.

Los ministros ordenados, la vida consagrada, la catequesis, los grupos de oración, la “dirección espiritual” aseguran en la Iglesia una ayuda para la oración.

Los lugares más favorables para la oración son el oratorio personal o familiar, los monasterios, los santuarios de peregrinación y, sobretodo, el templo que es el lugar propio de la oración litúrgica para la comunidad parroquial y el lugar privilegiado de la adoración eucarística.

Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2683-2696

“Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo”

Sobre la confesión de fe

de san Juan Bautista

P.  Agustín Prado, IVE.

Hoy me quisiera referir a una de las frases quizás más profundas que dijo ese hombre tan simple del desierto, pero el más grande nacido de mujer, como lo llamó el mismo Jesucristo[1]. Es la frase de San Juan Bautista que acabamos de escuchar en el Evangelio, quien al ver a nuestro Señor exclamó como profeta que era -y como el más grande de los profetas-, al ver a Jesús a quien todos veían como uno más de los hombres: “Éste es el Cordero de Dios que quita el pecado del  mundo”[2]. Frase profundísima en su significado, que tiene una significación en su primaras palabras dirigida directamente a Nuestro Señor y que hace a su esencia, a su misión en la tierra. Y en segundo lugar una aplicación y significación para cada uno de nosotros.

Jesucristo, el Cordero de Dios

Me refiero en primer lugar a las palabras y significación que se aplican directamente a nuestro Señor, es decir, a las palabras “Cordero de Dios”. Juan el Bautista está identificando a Cristo como Cordero, el cordero que el pueblo de Israel sacrificaba en expiación de sus pecados, víctima elegida por Dios para ser inmolada por nosotros. Cristo es el Cordero que vino al mundo nada más que para eso, para ser degollado por nosotros, para recuperar nuestra amistad con Dios; es la Víctima elegida para ser ofrecida en reparación por nosotros. Y podríamos detenernos horas sobre este tema, demostrando y explicando esta realidad tan profunda, pues son muchísimas las citas y las referencias que hay a lo largo de todas las Escrituras que hacen mención al Cordero de Dios, es decir, a Cristo entregado, a Cristo sacrificado, al Cordero clavado en cruz.

Pero las palabras que siguen inmediatamente son también de muchísimo valor y de un gran alcance. Dice en efecto el Bautista: “que quita el pecado del mundo”; lo cual es lo mismo que decir que “vence”, que “destruye” el pecado del mundo; y eso significa que Cristo con su Encarnación, su muerte en cruz y su Resurrección venció al pecado y al demonio, y con él a todas las tentaciones y tinieblas.

El que quita el pecado del mundo

 El Cordero de Dios con su muerte en Cruz destruyó el pecado. Y este hecho, esta verdad, nos toca a nosotros directamente, tiene una significación que tenemos que saber y vivir cotidianamente y es que, nosotros no podemos desesperar o temer el pecado como algo más fuerte y superior a nosotros, y pensar que somos incapaces de vencer al pecado y las tentaciones, Él ya las venció, Él ya mató el pecado por nosotros y con nosotros. Esta idea la expresa con una pluma exquisita el gran doctor san Juan de Ávila en uno de sus sermones:

“Pues ¿por qué desesperas, hombre, teniendo por remedio y por paga a Dios humanado, cuyo merecimiento es infinito? Y muriendo, mató nuestros pecados, mucho mejor que muriendo Sansón murieron los filisteos (como relata el libro de los jueces)[3]. Y aunque tantos hubiésedes hecho tú como el mismo demonio que te trae a desesperación, debes esforzarte en Cristo, Cordero de Dios, que quita los pecados del mundo[4]; del cual estaba profetizado que había de arrojar todos nuestros pecados en el profundo del mar (como dice el profeta Miqueas)[5], y que había de ser ungido el Santo de los santos, y tener fin el pecado, y haber sempiterna justicia (como dice el profeta Daniel)[6]. Pues si los pecados están ahogados, quitados y muertos, ¿qué es la causa por que enemigos tan flacos y vencidos te vencen, y te hacen desesperar?[7].

Debemos esforzarnos en Cristo dice hermosamente el santo, y llama la atención que use el término “esforzarse”, verbo que viene del compuesto del latín, “ex” que significa hacia fuera o intensificación y “fortis” que significa fuerza, fuerte: “sacar fuerzas hacia fuera”; y que según la Real Academia Española tiene los siguientes otros significados[8]:

1º Como verbo activo transitivo: dar o comunicar fuerza o vigor.

2º Infundir ánimo o valor.

3º Como verbo neutro intransitivo: tomar ánimo.

4º Como verbo pronominal: Hacer esfuerzos física o moralmente con algún fin.

5º Asegurarse y confirmarse en una opinión.

Con lo cual está diciendo:

1º) Que Cristo nos da la fuerza y el vigor, que nuestra fuerza está en Cristo, en ese niño que el profeta Isaías llama el Dios Fuerte[9], Él es nuestra fuerza ante el pecado, ante las tentaciones, ante las dificultades de la vida cotidiana, de la vida religiosa, de la vida del monje y de la vida familiar de ustedes. Problemas y dificultades las hemos tenido, las tenemos y las tendremos siempre, pero Él es nuestra fuerza, nuestro vigor y con Él ya las hemos superado y las superaremos.

2º) En Cristo nos infundimos y en Él fundamos nuestro ánimo, nuestro valor.

3º) De Él tomamos ánimo y valor.

4º) Por Él y en Él debemos hacer todos nuestros esfuerzos físicos y morales.

5º) Y en Él, por último, nos aseguramos y confirmamos, Él es nuestra seguridad.

Todo lo cual no es no es otra cosa que estar íntimamente unidos a Cristo, estar en compañía de Cristo, en tenerlo por nuestro íntimo amigo.

Y entonces surge la pregunta naturalmente. ¿Cómo tenerlo a Cristo por amigo? ¿Quién es el que tiene a Cristo por íntimo amigo? Amigo es aquel que trata asiduamente con Él a lo largo de todo el día, principalmente en la oración, en la lectura de la Sagradas Escrituras y sobre todo en la Eucaristía, en la Santa Misa y en la Adoración del Santísimo Sacramento: ése es el que se esfuerza en Cristo. Es lo que había entendido perfectamente aquel gran español misionero en Alaska, gran hombre de Dios como lo han sido tantos otros de nuestra querida Madre España, me refiero al P. Segundo Llorente… en una carta a un tal Ceferino que decía: Serás infeliz y vivirás días aciagos y meses amargos y miserables si no tienes la dicha de intimar mucho con Jesucristo.

Para ti Jesucristo no es ni puede ser algo indiferente. Para ti tiene que ser la luz de tus ojos, el aliento que te sostiene, el motivo de tus obras, el Amigo con quien tienes que estar en comunicación constante, la piedra filosofal que te convierta en dulzuras todas las hieles inherentes a la vida en las lomas del Polo Norte.

Los esquimales miran al sagrario a bulto y no ven. 

Tú tienes que ver a Jesús allí presente, vivo, interesadísimo por ti, deseoso de hablarte al corazón y de aliviarte las penas, tan llenos de gracias sus brazos y manos que se le derraman y caen al suelo por no haber quien las reciba, tan agradecido porque te entregaste a él sin reserva, que cuando te lo dé a sentir te vas a quedar estupefacto[10].

Seguir de cerca a Cristo

Tenemos que decir entonces que el secreto para vencer el pecado, superar las tentaciones, sobrellevar las cruces de cada día, y superar los problemas de toda mi vida es absolutamente necesaria la cercanía de Cristo, es decir, el luchar en y con Cristo; con sus fuerzas, pues Él es el Cordero de Dios que quita, que mata, que destruye el pecado.

Resumiendo y en labios de San Juan de Ávila, tenemos que esforzarnos en Cristo, y en todo momento, todos los días de nuestra vida hasta el último minuto, y el modo por excelencia de unirse al Amigo, de intimidar con Él en lo más profundo, es uniéndonos a Él en los sufrimientos: muriendo con Cristo clavados en Cruz,  como lo dice hermosamente santa Teresa Benedicta de la Cruz:

“El Cordero tuvo que ser matado para ser elevado sobre el trono de la gloria, así el camino hacia la gloria conduce a todos los elegidos para «el banquete de bodas» a través del sufrimiento y de la cruz. El que quiera desposar al Cordero tiene que dejarse clavar con él en la cruz. Para esto están llamados todos los que están marcados con la sangre del Cordero (cf. Ex 12,7), y éstos son todos los bautizados. Pero no todos entienden esta llamada y la siguen”[11].

 Pidámosle a la Santísima Virgen María, que fue quien mejor supo – y de la manera más profunda e íntima-, tratar con su Hijo Jesucristo; y que se clavó en el alma en la cruz con su Hijo en el Gólgota, que nos enseñe, que nos guie y acompañe en nuestro intimar con Cristo en ese esforzarnos y unirnos a Él por medio de nuestros sufrimientos, por medio de la Cruz.

[1] Mateo 11,11.

[2] Juan 1,29.

[3] Jueces 16,30.

[4] Juan 1,29.

[5] Miqueas 7,19.

[6] Daniel 9,24.

[7] Juan de Ávila, Audi Filia: Ha quitado el pecado, ¿por qué te dejas vencer? Capítulo 19, in fine.

[8] Real Academia Española, significado de esforzar, esforzarse.

[9] Isaías 9,6.

[10] Segundo Llorente, En las lomas del Polo Norte, carta a un seminarista (Ceferino).

[11] Teresa Benedicta de la Cruz [Edith Stein], Obras Completas (14-09-1940): ¿Por qué eligió el Cordero como símbolo?

«El Cordero de Dios que quita el pecado del mundo» (Jn 1,29) Las Bodas del Cordero.

El camino de la oración (2ª parte)

En comunión

con la santa Madre de Dios

 

En la oración, el Espíritu Santo nos une a la Persona del Hijo Único, en su humanidad glorificada. Por medio de ella y en ella, nuestra oración filial nos pone en comunión, en la Iglesia, con la Madre de Jesús (cf Hch 1, 14).

Desde el sí dado por la fe en la Anunciación y mantenido sin vacilar al pie de la cruz, la maternidad de María se extiende desde entonces a los hermanos y a las hermanas de su Hijo, “que son peregrinos todavía y que están ante los peligros y las miserias” (LG 62). Jesús, el único Mediador, es el Camino de nuestra oración; María, su Madre y nuestra Madre es pura transparencia de Él: María “muestra el Camino” [Odighitria], es su Signo, según la iconografía tradicional de Oriente y Occidente.

A partir de esta cooperación singular de María a la acción del Espíritu Santo, las Iglesias han desarrollado la oración a la santa Madre de Dios, centrándola sobre la persona de Cristo manifestada en sus misterios. En los innumerables himnos y antífonas que expresan esta oración, se alternan habitualmente dos movimientos: uno “engrandece” al Señor por las “maravillas” que ha hecho en su humilde esclava, y por medio de ella, en todos los seres humanos (cf Lc 1, 46-55); el segundo confía a la Madre de Jesús las súplicas y alabanzas de los hijos de Dios, ya que ella conoce ahora la humanidad que en ella ha sido desposada por el Hijo de Dios.

Este doble movimiento de la oración a María ha encontrado una expresión privilegiada en la oración del Avemaría:

“Dios te salve, María (Alégrate, María)”. La salutación del ángel Gabriel abre la oración del Avemaría. Es Dios mismo quien por mediación de su ángel, saluda a María. Nuestra oración se atreve a recoger el saludo a María con la mirada que Dios ha puesto sobre su humilde esclava (cf Lc 1, 48) y a alegrarnos con el gozo que Dios encuentra en ella (cf So 3, 17)

“Llena de gracia, el Señor es contigo”: Las dos palabras del saludo del ángel se aclaran mutuamente. María es la llena de gracia porque el Señor está con ella. La gracia de la que está colmada es la presencia de Aquel que es la fuente de toda gracia. “Alégrate […] Hija de Jerusalén […] el Señor está en medio de ti” (So 3, 14, 17a). María, en quien va a habitar el Señor, es en persona la hija de Sión, el Arca de la Alianza, el lugar donde reside la Gloria del Señor: ella es “la morada de Dios entre los hombres” (Ap 21, 3). “Llena de gracia”, se ha dado toda al que viene a habitar en ella y al que entregará al mundo.

“Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús”. Después del saludo del ángel, hacemos nuestro el de Isabel. “Llena […] del Espíritu Santo” (Lc 1, 41), Isabel es la primera en la larga serie de las generaciones que llaman bienaventurada a María (cf. Lc 1, 48): “Bienaventurada la que ha creído… ” (Lc 1, 45): María es “bendita [… ]entre todas las mujeres” porque ha creído en el cumplimiento de la palabra del Señor. Abraham, por su fe, se convirtió en bendición para todas las “naciones de la tierra” (Gn 12, 3). Por su fe, María vino a ser la madre de los creyentes, gracias a la cual todas las naciones de la tierra reciben a Aquél que es la bendición misma de Dios: Jesús, el fruto bendito de su vientre.

“Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros… ” Con Isabel, nos maravillamos y decimos: “¿De dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí?” (Lc 1, 43). Porque nos da a Jesús su hijo, María es madre de Dios y madre nuestra; podemos confiarle todos nuestros cuidados y nuestras peticiones: ora por nosotros como oró por sí misma: “Hágase en mí según tu palabra” (Lc 1, 38). Confiándonos a su oración, nos abandonamos con ella en la voluntad de Dios: “Hágase tu voluntad”.

“Ruega por nosotros, pecadores, ahora y en la hora de nuestra muerte”. Pidiendo a María que ruegue por nosotros, nos reconocemos pecadores y nos dirigimos a la “Madre de la Misericordia”, a la Toda Santa. Nos ponemos en sus manos “ahora”, en el hoy de nuestras vidas. Y nuestra confianza se ensancha para entregarle desde ahora, “la hora de nuestra muerte”. Que esté presente en esa hora, como estuvo en la muerte en Cruz de su Hijo, y que en la hora de nuestro tránsito nos acoja como madre nuestra (cf Jn 19, 27) para conducirnos a su Hijo Jesús, al Paraíso.

La piedad medieval de Occidente desarrolló la oración del Rosario, en sustitución popular de la Oración de las Horas. En Oriente, la forma litánica del Acáthistos y de la Paráclisis se ha conservado más cerca del oficio coral en las Iglesias bizantinas, mientras que las tradiciones armenia, copta y siríaca han preferido los himnos y los cánticos populares a la Madre de Dios. Pero en el Avemaría, los theotokía, los himnos de San Efrén o de San Gregorio de Narek, la tradición de la oración es fundamentalmente la misma.

María es la orante perfecta, figura de la Iglesia. Cuando le rezamos, nos adherimos con ella al designio del Padre, que envía a su Hijo para salvar a todos los hombres. Como el discípulo amado, acogemos en nuestra intimidad (cf Jn 19, 27) a la Madre de Jesús, que se ha convertido en la Madre de todos los vivientes. Podemos orar con ella y orarle a ella. La oración de la Iglesia está como apoyada en la oración de María. Y con ella está unida en la esperanza (cf LG 68-69).

Resumen

La oración está dirigida principalmente al Padre; igualmente se dirige a Jesús, en especial por la invocación de su santo Nombre: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de nosotros, pecadores!”

«Nadie puede decir: “Jesús es Señor”, sino por influjo del Espíritu Santo» (1 Co 12, 3). La Iglesia nos invita a invocar al Espíritu Santo como Maestro interior de la oración cristiana.

En virtud de su cooperación singular con la acción del Espíritu Santo, la Iglesia ora también en comunión con la Virgen María para ensalzar con ella las maravillas que Dios ha realizado en ella y para confiarle súplicas y alabanzas.

Catecismo de la Iglesia Católica, nº  2673-2682

El camino de la oración (Iª Parte)

Oración al Padre, al Hijo y

al Espíritu Santo

 

En la tradición viva de la oración, cada Iglesia propone a sus fieles, según el contexto histórico, social y cultural, el lenguaje de su oración: palabras, melodías, gestos, iconografía. Corresponde al Magisterio (cf. DV 10) discernir la fidelidad de estos caminos de oración a la tradición de la fe apostólica y compete a los pastores y catequistas explicar el sentido de ello, con relación siempre a Jesucristo.

La oración al Padre

No hay otro camino de oración cristiana que Cristo. Sea comunitaria o individual, vocal o interior, nuestra oración no tiene acceso al Padre más que si oramos “en el Nombre” de Jesús. La santa humanidad de Jesús es, pues, el camino por el que el Espíritu Santo nos enseña a orar a Dios nuestro Padre.

La oración a Jesús

La oración de la Iglesia, alimentada por la palabra de Dios y por la celebración de la liturgia, nos enseña a orar al Señor Jesús. Aunque esté dirigida sobre todo al Padre, en todas las tradiciones litúrgicas incluye formas de oración dirigidas a Cristo. Algunos salmos, según su actualización en la Oración de la Iglesia, y el Nuevo Testamento ponen en nuestros labios y graban en nuestros corazones las invocaciones de esta oración a Cristo: Hijo de Dios, Verbo de Dios, Señor, Salvador, Cordero de Dios, Rey, Hijo amado, Hijo de la Virgen, Buen Pastor, Vida nuestra, nuestra Luz, nuestra Esperanza, Resurrección nuestra, Amigo de los hombres…

Pero el Nombre que todo lo contiene es aquel que el Hijo de Dios recibe en su encarnación: JESÚS. El nombre divino es inefable para los labios humanos (cf Ex 3, 14; 33, 19-23), pero el Verbo de Dios, al asumir nuestra humanidad, nos lo entrega y nosotros podemos invocarlo: “Jesús”, “YHVH salva” (cf Mt 1, 21). El Nombre de Jesús contiene todo: Dios y el hombre y toda la Economía de la creación y de la salvación. Decir “Jesús” es invocarlo desde nuestro propio corazón. Su Nombre es el único que contiene la presencia que significa. Jesús es el resucitado, y cualquiera que invoque su Nombre acoge al Hijo de Dios que le amó y se entregó por él (cf Rm 10, 13; Hch 2, 21; 3, 15-16; Ga 2, 20).

Esta invocación de fe bien sencilla ha sido desarrollada en la tradición de la oración bajo formas diversas en Oriente y en Occidente. La formulación más habitual, transmitida por los espirituales del Sinaí, de Siria y del Monte Athos es la invocación: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios, ten piedad de nosotros, pecadores” Conjuga el himno cristológico de Flp 2, 6-11 con la petición del publicano y del mendigo ciego (cf Lc 18,13; Mc 10, 46-52). Mediante ella, el corazón está acorde con la miseria de los hombres y con la misericordia de su Salvador.

La invocación del santo Nombre de Jesús es el camino más sencillo de la oración continua. Repetida con frecuencia por un corazón humildemente atento, no se dispersa en “palabrerías” (Mt6, 7), sino que “conserva la Palabra y fructifica con perseverancia” (cf Lc 8, 15). Es posible “en todo tiempo” porque no es una ocupación al lado de otra, sino la única ocupación, la de amar a Dios, que anima y transfigura toda acción en Cristo Jesús.

La oración de la Iglesia venera y honra al Corazón de Jesús, como invoca su Santísimo Nombre. Adora al Verbo encarnado y a su Corazón que, por amor a los hombres, se dejó traspasar por nuestros pecados. La oración cristiana practica el Vía Crucis siguiendo al Salvador. Las estaciones desde el Pretorio, al Gólgota y al Sepulcro jalonan el recorrido de Jesús que con su santa Cruz nos redimió.

“Ven, Espíritu Santo”

«Nadie puede decir: “¡Jesús es Señor!” sino por influjo del Espíritu Santo» (1 Co 12, 3). Cada vez que en la oración nos dirigimos a Jesús, es el Espíritu Santo quien, con su gracia preveniente, nos atrae al camino de la oración. Puesto que Él nos enseña a orar recordándonos a Cristo, ¿cómo no dirigirnos también a él orando? Por eso, la Iglesia nos invita a implorar todos los días al Espíritu Santo, especialmente al comenzar y al terminar cualquier acción importante.

«Si el Espíritu no debe ser adorado, ¿cómo me diviniza él por el Bautismo? Y si debe ser adorado, ¿no debe ser objeto de un culto particular?» (San Gregorio Nacianceno, Oratio [teológica 5], 28).

La forma tradicional para pedir el Espíritu es invocar al Padre por medio de Cristo nuestro Señor para que nos dé el Espíritu Consolador (cf Lc 11, 13). Jesús insiste en esta petición en su nombre en el momento mismo en que promete el don del Espíritu de Verdad (cf Jn 14, 17; 15, 26; 16, 13). Pero la oración más sencilla y la más directa es también la más tradicional: “Ven, Espíritu Santo”, y cada tradición litúrgica la ha desarrollado en antífonas e himnos:

«Ven, Espíritu Santo, llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor» (Solemnidad de Pentecostés, Antífona del «Magnificat» in I Vísperas: Liturgia de las Horas; cf. Solemnidad de Pentecostés, misa del día, Secuencia: Leccionario, V, 1).

«Rey celeste, Espíritu Consolador, Espíritu de Verdad, que estás presente en todas partes y lo llenas todo, tesoro de todo bien y fuente de la vida, ven, habita en nosotros, purifícanos y sálvanos. ¡Tú que eres bueno!» (Oficio Bizantino de las Horas, Oficio Vespertino del día de Pentecostés, capítulo 4: «Pentekostárion»).

El Espíritu Santo, cuya unción impregna todo nuestro ser, es el Maestro interior de la oración cristiana. Es el artífice de la tradición viva de la oración. Ciertamente hay tantos caminos en la oración como orantes, pero es el mismo Espíritu el que actúa en todos y con todos. En la comunión en el Espíritu Santo la oración cristiana es oración en la Iglesia.

Catecismo de la Iglesia Católica, nº2663-2672

Las fuentes de la oración: Palabra de Dios, liturgia de la Iglesia, virtudes teologales

Las fuentes de la oración

      El Espíritu Santo es el “agua viva” que, en el corazón orante, “brota para vida eterna” (Jn 4, 14). Él es quien nos enseña a recogerla en la misma Fuente: Cristo. Pues bien, en la vida cristiana hay manantiales donde Cristo nos espera para darnos a beber el Espíritu Santo.

La Palabra de Dios

La Iglesia «recomienda insistentemente a todos sus fieles […] la lectura asidua de la Escritura para que adquieran “la ciencia suprema de Jesucristo” (Flp 3,8) […]. Recuerden que a la lectura de la sagrada Escritura debe acompañar la oración para que se realice el diálogo de Dios con el hombre, pues “a Dios hablamos cuando oramos, a Dios escuchamos cuando leemos sus palabras” (DV 25; cf. San Ambrosio, De officiis ministrorum, 1, 88).

Los Padres espirituales parafraseando Mt 7, 7, resumen así las disposiciones del corazón alimentado por la palabra de Dios en la oración: “Buscad leyendo, y encontraréis meditando; llamad orando, y se os abrirá por la contemplación” (Guido El Cartujano, Scala claustralium, 2, 2).

La Liturgia de la Iglesia

La misión de Cristo y del Espíritu Santo que, en la liturgia sacramental de la Iglesia, anuncia, actualiza y comunica el Misterio de la salvación, se continúa en el corazón que ora. Los Padres espirituales comparan a veces el corazón a un altar. La oración interioriza y asimila la liturgia durante y después de la misma. Incluso cuando la oración se vive “en lo secreto” (Mt 6, 6), siempre es oración de la Iglesia, comunión con la Trinidad Santísima (cf Institución general de la Liturgia e las Horas, 9).

Las virtudes teologales

Se entra en oración como se entra en la liturgia: por la puerta estrecha de la fe. A través de los signos de su presencia, es el rostro del Señor lo que buscamos y deseamos, es su palabra lo que queremos escuchar y guardar.

El Espíritu Santo nos enseña a celebrar la liturgia esperando el retorno de Cristo, nos educa para orar en la esperanza. Inversamente, la oración de la Iglesia y la oración personal alimentan en nosotros la esperanza. Los salmos muy particularmente, con su lenguaje concreto y variado, nos enseñan a fijar nuestra esperanza en Dios: “En el Señor puse toda mi esperanza, él se inclinó hacia mí y escuchó mi clamor” (Sal 40, 2). “El Dios de la esperanza os colme de todo gozo y paz en vuestra fe, hasta rebosar de esperanza por la fuerza del Espíritu Santo” (Rm 15, 13).

“La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado” (Rm 5, 5). La oración, formada en la vida litúrgica, saca todo del amor con el que somos amados en Cristo y que nos permite responder amando como Él nos ha amado. El amor es la fuente de la oración: quien bebe de ella, alcanza la cumbre de la oración:

«Te amo, Dios mío, y mi único deseo es amarte hasta el último suspiro de mi vida. Te amo, Dios mío infinitamente amable, y prefiero morir amándote a vivir sin amarte. Te amo, Señor, y la única gracia que te pido es amarte eternamente […] Dios mío, si mi lengua no puede decir en todos los momentos que te amo, quiero que mi corazón te lo repita cada vez que respiro» (San Juan María Vianney, Oratio, [citado por B. Nodet], Le Curé d’Ars. Sa pensée-son coeur, p. 45).

“Hoy”

Aprendemos a orar en ciertos momentos escuchando la Palabra del Señor y participando en su Misterio Pascual; pero, en todo tiempo, en los acontecimientos de cada día, su Espíritu se nos ofrece para que brote la oración. La enseñanza de Jesús sobre la oración a nuestro Padre está en la misma línea que la de la Providencia (cf. Mt 6, 11. 34): el tiempo está en las manos del Padre; lo encontramos en el presente, ni ayer ni mañana, sino hoy: “¡Ojalá oyerais hoy su voz!: No endurezcáis vuestro corazón” (Sal 95, 7-8).

Orar en los acontecimientos de cada día y de cada instante es uno de los secretos del Reino revelados a los “pequeños”, a los servidores de Cristo, a los pobres de las bienaventuranzas. Es justo y bueno orar para que la venida del Reino de justicia y de paz influya en la marcha de la historia, pero también es importante impregnar de oración las humildes situaciones cotidianas. Todas las formas de oración pueden ser la levadura con la que el Señor compara el Reino (cf Lc 13, 20-21).

Resumen

Mediante una transmisión viva, la Sagrada Tradición, el Espíritu Santo, en la Iglesia, enseña a orar a los hijos de Dios.

La Palabra de Dios, la liturgia de la Iglesia y las virtudes de la fe, la esperanza y la caridad son fuentes de la oración.

Catecismo de la Iglesia Católica, nº2652-2662

Variedad en la oración

 

La revelación de la oración en tiempos de la Iglesia

La bendición y la adoración; la oración de petición; la oración de intercesión; la oración de acción de gracias y la oración de alabanza

 

     El día de Pentecostés, el Espíritu de la promesa se derramó sobre los discípulos, “reunidos en un mismo lugar” (Hch 2, 1), que lo esperaban “perseverando en la oración con un mismo espíritu” (Hch 1, 14). El Espíritu que enseña a la Iglesia y le recuerda todo lo que Jesús dijo (cf Jn 14, 26), será también quien la instruya en la vida de oración.

     En la primera comunidad de Jerusalén, los creyentes “acudían asiduamente a las enseñanzas de los Apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones” (Hch 2, 42). Esta secuencia de actos es típica de la oración de la Iglesia; fundada sobre la fe apostólica y autentificada por la caridad, se alimenta con la Eucaristía.

     Estas oraciones son en primer lugar las que los fieles escuchan y leen en la sagrada Escritura, pero las actualizan, especialmente las de los salmos, a partir de su cumplimiento en Cristo (cf Lc24, 27. 44). El Espíritu Santo, que recuerda así a Cristo ante su Iglesia orante, conduce a ésta también hacia la Verdad plena, y suscita nuevas formulaciones que expresarán el insondable Misterio de Cristo que actúa en la vida, los sacramentos y la misión de su Iglesia. Estas formulaciones se desarrollan en las grandes tradiciones litúrgicas y espirituales. Las formas de la oración, tal como las revelan los escritos apostólicos canónicos, siguen siendo normativas para la oración cristiana.

I. La bendición y la adoración

     La bendición expresa el movimiento de fondo de la oración cristiana: es encuentro de Dios con el hombre; en ella, el don de Dios y la acogida del hombre se convocan y se unen. La oración de bendición es la respuesta del hombre a los dones de Dios: porque Dios bendice, el corazón del hombre puede bendecir a su vez a Aquel que es la fuente de toda bendición.

     Dos formas fundamentales expresan este movimiento: o bien la oración asciende llevada por el Espíritu Santo, por medio de Cristo hacia el Padre (nosotros le bendecimos por habernos bendecido; cf Ef 1, 3-14; 2 Co 1, 3-7; 1 P 1, 3-9); o bien implora la gracia del Espíritu Santo que, por medio de Cristo, desciende de junto al Padre (es Él quien nos bendice; cf 2 Co 13, 13; Rm 15, 5-6. 13; Ef 6, 23-24).

     La adoración es la primera actitud del hombre que se reconoce criatura ante su Creador. Exalta la grandeza del Señor que nos ha hecho (cf Sal 95, 1-6) y la omnipotencia del Salvador que nos libera del mal. Es la acción de humillar el espíritu ante el “Rey de la gloria” (Sal 14, 9-10) y el silencio respetuoso en presencia de Dios “siempre […] mayor” (San Agustín, Enarratio in Psalmum 62, 16). La adoración de Dios tres veces santo y soberanamente amable nos llena de humildad y da seguridad a nuestras súplicas.

II. La oración de petición

     El vocabulario neotestamentario sobre la oración de súplica está lleno de matices: pedir, reclamar, llamar con insistencia, invocar, clamar, gritar, e incluso “luchar en la oración” (cf Rm 15, 30; Col 4, 12). Pero su forma más habitual, por ser la más espontánea, es la petición: Mediante la oración de petición mostramos la conciencia de nuestra relación con Dios: por ser criaturas, no somos ni nuestro propio origen, ni dueños de nuestras adversidades, ni nuestro fin último; pero también, por ser pecadores, sabemos, como cristianos, que nos apartamos de nuestro Padre. La petición ya es un retorno hacia Él.

     El Nuevo Testamento no contiene apenas oraciones de lamentación, frecuentes en el Antiguo Testamento. En adelante, en Cristo resucitado, la oración de la Iglesia es sostenida por la esperanza, aunque todavía estemos en la espera y tengamos que convertirnos cada día. La petición cristiana brota de otras profundidades, de lo que san Pablo llama el gemido: el de la creación “que sufre dolores de parto” (Rm 8, 22), el nuestro también en la espera “del rescate de nuestro cuerpo. Porque nuestra salvación es objeto de esperanza” (Rm 8, 23-24), y, por último, los “gemidos inefables” del propio Espíritu Santo que “viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene” (Rm 8, 26).

     La petición de perdón es el primer movimiento de la oración de petición (cf el publicano: “Oh Dios ten compasión de este pecador” Lc 18, 13). Es el comienzo de una oración justa y pura. La humildad confiada nos devuelve a la luz de la comunión con el Padre y su Hijo Jesucristo, y de los unos con los otros (cf 1 Jn 1, 7-2, 2): entonces “cuanto pidamos lo recibimos de Él” (1 Jn 3, 22). Tanto la celebración de la Eucaristía como la oración personal comienzan con la petición de perdón.

     La petición cristiana está centrada en el deseo y en la búsqueda del Reino que viene, conforme a las enseñanzas de Jesús (cf Mt 6, 10. 33; Lc 11, 2. 13). Hay una jerarquía en las peticiones: primero el Reino, a continuación lo que es necesario para acogerlo y para cooperar a su venida. Esta cooperación con la misión de Cristo y del Espíritu Santo, que es ahora la de la Iglesia, es objeto de la oración de la comunidad apostólica (cf Hch 6, 6; 13, 3). Es la oración de Pablo, el apóstol por excelencia, que nos revela cómo la solicitud divina por todas las Iglesias debe animar la oración cristiana (cf Rm 10, 1; Ef 1, 16-23; Flp 1, 9-11; Col 1, 3-6; 4, 3-4. 12). Al orar, todo bautizado trabaja en la Venida del Reino.

     Cuando se participa así en el amor salvador de Dios, se comprende que toda necesidadpueda convertirse en objeto de petición. Cristo, que ha asumido todo para rescatar todo, es glorificado por las peticiones que ofrecemos al Padre en su Nombre (cf Jn 14, 13). Con esta seguridad, Santiago (cf St 1, 5-8) y Pablo nos exhortan a orar en toda ocasión (cf Ef 5, 20; Flp 4, 6-7; Col 3, 16-17; 1 Ts 5, 17-18).

III. La oración de intercesión

     La intercesión es una oración de petición que nos conforma muy de cerca con la oración de Jesús. Él es el único intercesor ante el Padre en favor de todos los hombres, de los pecadores en particular (cf Rm 8, 34; 1 Jn 2, 1; 1 Tm 2. 5-8). Es capaz de “salvar perfectamente a los que por Él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor” (Hb 7, 25). El propio Espíritu Santo “intercede por nosotros […] y su intercesión a favor de los santos es según Dios” (Rm 8, 26-27).

     Interceder, pedir en favor de otro, es, desde Abraham, lo propio de un corazón conforme a la misericordia de Dios. En el tiempo de la Iglesia, la intercesión cristiana participa de la de Cristo: es la expresión de la comunión de los santos. En la intercesión, el que ora busca “no su propio interés sino […] el de los demás” (Flp 2, 4), hasta rogar por los que le hacen mal (cf. San Esteban rogando por sus verdugos, como Jesús: cf Hch 7, 60; Lc 23, 28. 34).

     Las primeras comunidades cristianas vivieron intensamente esta forma de participación (cf Hch 12, 5; 20, 36; 21, 5; 2 Co 9, 14). El apóstol Pablo les hace participar así en su ministerio del Evangelio (cf Ef 6, 18-20; Col 4, 3-4; 1 Ts 5, 25); él intercede también por las comunidades (cf 2 Ts 1, 11; Col 1, 3; Flp 1, 3-4). La intercesión de los cristianos no conoce fronteras: “por todos los hombres, por […] todos los constituidos en autoridad” (1 Tm 2, 1), por los perseguidores (cf Rm12, 14), por la salvación de los que rechazan el Evangelio (cf Rm 10, 1).

IV. La oración de acción de gracias

     La acción de gracias caracteriza la oración de la Iglesia que, al celebrar la Eucaristía, manifiesta y se convierte cada vez más en lo que ella es. En efecto, en la obra de salvación, Cristo libera a la creación del pecado y de la muerte para consagrarla de nuevo y devolverla al Padre, para su gloria. La acción de gracias de los miembros del Cuerpo participa de la de su Cabeza.

     Al igual que en la oración de petición, todo acontecimiento y toda necesidad pueden convertirse en ofrenda de acción de gracias. Las cartas de san Pablo comienzan y terminan frecuentemente con una acción de gracias, y el Señor Jesús siempre está presente en ella. “En todo dad gracias, pues esto es lo que Dios, en Cristo Jesús, quiere de vosotros” (1 Ts 5, 18). “Sed perseverantes en la oración, velando en ella con acción de gracias” (Col 4, 2).

V. La oración de alabanza

     La alabanza es la forma de orar que reconoce de la manera más directa que Dios es Dios. Le canta por Él mismo, le da gloria no por lo que hace, sino por lo que Él es. Participa en la bienaventuranza de los corazones puros que le aman en la fe antes de verle en la gloria. Mediante ella, el Espíritu se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios (cf. Rm 8, 16), da testimonio del Hijo único en quien somos adoptados y por quien glorificamos al Padre. La alabanza integra las otras formas de oración y las lleva hacia Aquel que es su fuente y su término: “un solo Dios, el Padre, del cual proceden todas las cosas y por el cual somos nosotros” (1 Co 8, 6).

     San Lucas menciona con frecuencia en su Evangelio la admiración y la alabanza ante las maravillas de Cristo, y las subraya también respecto a las acciones del Espíritu Santo que son los Hechos de los Apóstoles: la comunidad de Jerusalén (cf Hch 2, 47), el tullido curado por Pedro y Juan (cf Hch 3, 9), la muchedumbre que glorificaba a Dios por ello (cf Hch 4, 21), y los gentiles de Pisidia que “se alegraron y se pusieron a glorificar la Palabra del Señor” (Hch 13, 48).

     “Recitad entre vosotros salmos, himnos y cánticos inspirados; cantad y salmodiad en vuestro corazón al Señor” (Ef 5, 19; Col 3, 16). Como los autores inspirados del Nuevo Testamento, las primeras comunidades cristianas releen el libro de los Salmos cantando en él el Misterio de Cristo. En la novedad del Espíritu, componen también himnos y cánticos a partir del acontecimiento inaudito que Dios ha realizado en su Hijo: su encarnación, su muerte vencedora de la muerte, su resurrección y su ascensión a su derecha (cf Flp 2, 6-11; Col 1, 15-20; Ef 5, 14; 1 Tm 3, 16; 6, 15-16; 2 Tm 2, 11-13). De esta “maravilla” de toda la Economía de la salvación brota la doxología, la alabanza a Dios (cf Ef 1, 3-14; Rm 16, 25-27; Ef 3, 20-21; Judas 24-25).

     La revelación “de lo que ha de suceder pronto” —el Apocalipsis— está sostenida por los cánticos de la liturgia celestial (cf Ap 4, 8-11; 5, 9-14; 7, 10-12) y también por la intercesión de los “testigos” (mártires) (Ap 6, 10). Los profetas y los santos, todos los que fueron degollados en la tierra por dar testimonio de Jesús (cf Ap 18, 24), la muchedumbre inmensa de los que, venidos de la gran tribulación nos han precedido en el Reino, cantan la alabanza de gloria de Aquel que se sienta en el trono y del Cordero (cf Ap 19, 1-8). En comunión con ellos, la Iglesia terrestre canta también estos cánticos, en la fe y la prueba. La fe, en la petición y la intercesión, espera contra toda esperanza y da gracias al “Padre de las luces de quien desciende todo don excelente” (St 1, 17). La fe es así una pura alabanza.

     La Eucaristía contiene y expresa todas las formas de oración: es la “ofrenda pura” de todo el Cuerpo de Cristo a la gloria de su Nombre (cf Ml 1, 11); es, según las tradiciones de Oriente y de Occidente, “el sacrificio de alabanza”.

Catecismo de la Iglesia Católica nº2623-2643

¿QUÉ ES LA ORACIÓN?

¿Qué es la oración?

 

«Para mí, la oración es un impulso del corazón, una sencilla mirada lanzada hacia el cielo, un grito de reconocimiento y de amor tanto desde dentro de la prueba como en la alegría (Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrit C, 25r: Manuscrists autohiographiques [Paris 1992] p. 389-390).

La oración como don de Dios

     “La oración es la elevación del alma a Dios o la petición a Dios de bienes convenientes”(San Juan Damasceno, Expositio fidei, 68 [De fide orthodoxa 3, 24]). ¿Desde dónde hablamos cuando oramos? ¿Desde la altura de nuestro orgullo y de nuestra propia voluntad, o desde “lo más profundo” (Sal 130, 1) de un corazón humilde y contrito? El que se humilla es ensalzado (cf Lc 18, 9-14). La humildad es la base de la oración. “Nosotros no sabemos pedir como conviene” (Rm 8, 26). La humildad es una disposición necesaria para recibir gratuitamente el don de la oración: el hombre es un mendigo de Dios (San Agustín, Sermo 56, 6, 9).

     “Si conocieras el don de Dios”(Jn 4, 10). La maravilla de la oración se revela precisamente allí, junto al pozo donde vamos a buscar nuestra agua: allí Cristo va al encuentro de todo ser humano, es el primero en buscarnos y el que nos pide de beber. Jesús tiene sed, su petición llega desde las profundidades de Dios que nos desea. La oración, sepámoslo o no, es el encuentro de la sed de Dios y de la sed del hombre. Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de Él (San Agustín, De diversis quaestionibus octoginta tribus 64, 4).

     “Tú le habrías rogado a él, y él te habría dado agua viva” (Jn 4, 10). Nuestra oración de petición es paradójicamente una respuesta. Respuesta a la queja del Dios vivo: “A mí me dejaron, manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas” (Jr 2, 13), respuesta de fe a la promesa gratuita de salvación (cf Jn 7, 37-39; Is 12, 3; 51, 1), respuesta de amor a la sed del Hijo único (cf Jn 19, 28; Za 12, 10; 13, 1).

La oración como Alianza

     ¿De dónde viene la oración del hombre? Cualquiera que sea el lenguaje de la oración (gestos y palabras), el que ora es todo el hombre. Sin embargo, para designar el lugar de donde brota la oración, las sagradas Escrituras hablan a veces del alma o del espíritu, y con más frecuencia del corazón (más de mil veces). Es el corazón el que ora. Si este está alejado de Dios, la expresión de la oración es vana.

     El corazón es la morada donde yo estoy, o donde yo habito (según la expresión semítica o bíblica: donde yo “me adentro”). Es nuestro centro escondido, inaprensible, ni por nuestra razón ni por la de nadie; sólo el Espíritu de Dios puede sondearlo y conocerlo. Es el lugar de la decisión, en lo más profundo de nuestras tendencias psíquicas. Es el lugar de la verdad, allí donde elegimos entre la vida y la muerte. Es el lugar del encuentro, ya que a imagen de Dios, vivimos en relación: es el lugar de la Alianza.

     La oración cristiana es una relación de Alianza entre Dios y el hombre en Cristo. Es acción de Dios y del hombre; brota del Espíritu Santo y de nosotros, dirigida por completo al Padre, en unión con la voluntad humana del Hijo de Dios hecho hombre.

La oración como comunión

     En la nueva Alianza, la oración es la relación viva de los hijos de Dios con su Padre infinitamente bueno, con su Hijo Jesucristo y con el Espíritu Santo. La gracia del Reino es “la unión de la Santísima Trinidad toda entera con el espíritu todo entero” (San Gregorio Nacianceno, Oratio16, 9). Así, la vida de oración es estar habitualmente en presencia de Dios, tres veces Santo, y en comunión con Él. Esta comunión de vida es posible siempre porque, mediante el Bautismo, nos hemos convertido en un mismo ser con Cristo (cf Rm 6, 5). La oración es cristiana en tanto en cuanto es comunión con Cristo y se extiende por la Iglesia que es su Cuerpo. Sus dimensiones son las del Amor de Cristo (cf Ef 3, 18-21).

 Catecismo de la Iglesia Católica nº2559-2565.