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El pecado, una triste realidad

El pecado: herida del alma

Catecismo de la Iglesia Católica nº 1846-1853

La misericordia y el pecado

El Evangelio es la revelación, en Jesucristo, de la misericordia de Dios con los pecadores (cf Lc 15). El ángel anuncia a José: “Tú le pondrás por nombre Jesús, porque él salvará a su pueblo de sus pecados” (Mt 1, 21). Y en la institución de la Eucaristía, sacramento de la redención, Jesús dice: “Esta es mi sangre de la alianza, que va a ser derramada por muchos para remisión de los pecados” (Mt 26, 28).

Dios, “que te ha creado sin ti,  no te salvará sin ti” (San Agustín, Sermo 169, 11, 13). La acogida de su misericordia exige de nosotros la confesión de nuestras faltas. “Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia” (1 Jn 1,8-9).

Como afirma san Pablo, “donde abundó el pecado, […] sobreabundó la gracia” (Rm 5, 20). Pero para hacer su obra, la gracia debe descubrir el pecado para convertir nuestro corazón y conferirnos “la justicia para la vida eterna por Jesucristo nuestro Señor” (Rm 5, 20-21). Como un médico que descubre la herida antes de curarla, Dios, mediante su Palabra y su Espíritu, proyecta una luz viva sobre el pecado:

«La conversión exige el reconocimiento del pecado, supone el juicio interior de la propia conciencia, y éste, puesto que es la comprobación de la acción del Espíritu de la verdad en la intimidad del hombre, llega a ser al mismo tiempo el nuevo comienzo de la dádiva de la gracia y del amor: “Recibid el Espíritu Santo”. Así, pues, en este “convencer en lo referente al pecado” descubrimos una «doble dádiva»: el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención. El Espíritu de la verdad es el Paráclito» (DeV 31).

Definición de pecado

El pecado es una falta contra la razón, la verdad, la conciencia recta; es faltar al amor verdadero para con Dios y para con el prójimo, a causa de un apego perverso a ciertos bienes. Hiere la naturaleza del hombre y atenta contra la solidaridad humana. Ha sido definido como “una palabra, un acto o un deseo contrarios a la ley eterna” (San Agustín, Contra Faustum manichaeum, 22, 27; San Tomás de Aquino, Summa theologiae, 1-2, q. 71, a. 6) )

El pecado es una ofensa a Dios: “Contra ti, contra ti sólo pequé, cometí la maldad que aborreces” (Sal 51, 6). El pecado se levanta contra el amor que Dios nos tiene y aparta de Él nuestros corazones. Como el primer pecado, es una desobediencia, una rebelión contra Dios por el deseo de hacerse “como dioses”, pretendiendo conocer y determinar el bien y el mal (Gn 3, 5). El pecado es así “amor de sí hasta el desprecio de Dios” (San Agustín, De civitate Dei, 14, 28). Por esta exaltación orgullosa de sí, el pecado es diametralmente opuesto a la obediencia de Jesús que realiza la salvación (cf Flp 2, 6-9).

Es precisamente en la Pasión, en la que la misericordia de Cristo vencería, donde el pecado manifiesta mejor su violencia y su multiplicidad: incredulidad, rechazo y burlas por parte de los jefes y del pueblo, debilidad de Pilato y crueldad de los soldados, traición de Judas tan dura a Jesús, negaciones de Pedro y abandono de los discípulos. Sin embargo, en la hora misma de las tinieblas y del príncipe de este mundo (cf Jn 14, 30), el sacrificio de Cristo se convierte secretamente en la fuente de la que brotará inagotable el perdón de nuestros pecados.

La diversidad de pecados

La variedad de pecados es grande. La Escritura contiene varias listas. La carta a los Gálatas opone las obras de la carne al fruto del Espíritu: “Las obras de la carne son conocidas: fornicación, impureza, libertinaje, idolatría, hechicería, odios, discordia, celos, iras, rencillas, divisiones, disensiones, envidias, embriagueces, orgías y cosas semejantes, sobre las cuales os prevengo como ya os previne, que quienes hacen tales cosas no heredarán el Reino de Dios” (5,19-21; cf Rm 1, 28-32; 1 Co 6, 9-10; Ef 5, 3-5; Col 3, 5-8; 1 Tm 1, 9-10; 2 Tm 3, 2-5).

Se pueden distinguir los pecados según su objeto, como en todo acto humano, o según las virtudes a las que se oponen, por exceso o por defecto, o según los mandamientos que quebrantan. Se los puede agrupar también según que se refieran a Dios, al prójimo o a sí mismo; se los puede dividir en pecados espirituales y carnales, o también en pecados de pensamiento, palabra, acción u omisión. La raíz del pecado está en el corazón del hombre, en su libre voluntad, según la enseñanza del Señor: “De dentro del corazón salen las intenciones malas, asesinatos, adulterios, fornicaciones. robos, falsos testimonios, injurias. Esto es lo que hace impuro al hombre” (Mt 15,19-20). En el corazón reside también la caridad, principio de las obras buenas y puras, a la que hiere el pecado.

El amor, centro de vida

El amor, centro de vida

Tomado de “Obras eucarísticas”

San Pedro Julian Eymard

 

Todo amor tiene su centro. El niño descansa en la madre; el amigo, en el afecto del amigo; el avaro, en sus tesoros; el sabio, en la ciencia, y el soldado, en la gloria. Cada cual tiene un centro de vida en que descanse y se complazca, un centro donde concentre todos sus trabajos, así como todos sus afectos y deseos.

Y ¿cuál tendrá que ser el centro verdadero del cristiano, mayormente el de adorador? Un centro humano no puede bastarle, sino que tiene necesidad de un centro infinito como sus deseos.

Necesita un centro siempre vivo y accesible, porque si no se encontraría como huérfano y desterrado; un centro que continuamente repare sus fuerzas y alimente su foco de amor y sostenga su acción; un centro perfecto que le perfeccione satisfaga todos los anhelos de su ser, siendo vida de su entendimiento, dichoso recuerdo de su memoria, cuadro amoroso de su imaginación, objeto supremo de su voluntad, felicidad de su corazón y aun de su cuerpo. Quien dice centro dice todo esto. Todo el hombre tiene que ser feliz en su centro para que no se vea obligado a buscar otro.

Sólo Jesús debe ser nuestro centro

Esto supuesto, por perfectas que sean, no pueden ser las virtudes centro de vida del cristiano. Porque quién dice virtud dice abnegación, mortificación, sacrificio, y el hombre no puede vivir siempre en el calvario y en la muerte.

Nunca dijo nuestro Señor a sus discípulos: Permaneced en la humildad, en la pobreza o en la obediencia. Esto sería trocar un medio en fin. La razón por que hay tantas almas piadosas tristes y desanimadas en el ejercicio de las virtudes está en que se encierran en sacrificios, perdiendo la libertad interior de la santa dilección. Son como fuego comprimido, privado de su expansión y de su llama.

Nadie tan libre como un niño y, sin embargo, nadie tan dependiente y sumiso como él; porque no para en las dificultades de su educación, ni en el acto de la obediencia, sino solamente en el principio de amor que lo inspira o en el deseo del amor que le anima.

Tampoco dijo nuestro Señor que permanezcamos en un ángel o en un santo, porque también ellos son seres creados.

Ni a la santísima Virgen nos dio Jesús como centro. Esta divina madre tiene el corazón atravesado para que nos dé paso al de Jesús, abierto para recibirnos.

No quiere Jesús que establezcamos nuestra mansión en los dones divinos, porque el don no es el dador. En la divina dilección es donde quiere que establezcamos nuestra morada “Os he amado como mi Padre me ha amado: permaneced en mi amor”. Y ¿qué otra cosa es esta dilección que Él mismo? “Aquel en quien yo permanezco y quien en mí permanece produce mucho fruto, porque sin mí nada podéis. Los sarmientos no producen fruto si no están unidos a la cepa. Yo soy la verdadera vid y vosotros los sarmientos. Permaneced, por lo tanto, en mí” Jn 15, 4. 5).

Jesucristo es, pues, el centro de acción del cristiano. Cualquiera que obra fuera de Él queda paralizado o, corre peligro de extraviarse poniendo su centro de vida en el amor propio o en el amor del mundo. La señal con que se conoce que un alma permanece en su centro la tiene dada el mismo Jesucristo al decir: “Vuestro corazón está donde vuestro tesoro” (Mt 6, 21).

Además de centro de acción el amor de Jesucristo es centro de piedad. “Dios es caridad, dice san Juan, y el que mora en caridad mora en Dios y Dios en él” (1Jn 4, 16). Así que el amor es lazo de unión entre Dios y el hombre. Es lo que expresa nuestro Señor con las siguientes palabras de una manera todavía más admirable: “El que me ama, guardará mi palabra; mi Padre le amará; iremos a él y en él estableceremos nuestra mansión” (Jn 14, 23). De suerte que toda la santísima Trinidad viene a cohabitar con quien ama a Jesucristo. Es como nuevo cielo en que Dios se revela con toda la ternura de su corazón. “El que me ama, dice el Salvador, será amado de mi Padre; al cual le amaré también manifestándome” (Jn 14, 21). ¿En qué consiste esta manifestación de Jesús? En la manifestación de su verdad, de su bondad y de sus perfecciones adorables, que es a lo que se reduce el cenáculo del amor.

Jesús Sacramentado es nuestro centro

Pero ¿en qué forma, en qué estado de la vida de Jesús debemos poner nuestro centro? Tal es la cuestión vital.

No hay que poner este centro en un estado pasado de la vida de Jesús. Porque el amor no vive de lo pasado, sino de lo presente. Lo pasado es objeto de culto, de gratitud, de las virtudes; pero el corazón no para en esto.

La Magdalena no se contenta con ver a los ángeles y la tumba gloriosa de Jesús, sino que, como también los apóstoles, quiere ver a su Señor vivo. El ángel de la resurrección reprendió a las piadosas mujeres que quedaban en el sepulcro: “¿Por qué buscáis entre los muertos a quien está vivo? Id y anunciad su resurrección a sus discípulos” (Lc 24, 5; Mt 38, 7).

Así, puede decirse también a las almas piadosas: ¿Por qué pretendéis quedaros en el establo de Belén, en la casa de Nazaret o en el Calvario? Jesús ya no está allí. No hizo más que pasar por ahí. Bien está que honréis su paso, bendigáis las virtudes en él practicadas por su amor; pero id más lejos, buscad a Él mismo. La falta de muchas personas piadosas consiste cabalmente en pararse demasiado en los misterios pasados sin llegar hasta donde está presente ahora Jesucristo.

¿Y dónde está Jesucristo para que con Él podamos vivir y morar? Pues está en el cielo para los bienaventurados y en el santísimo Sacramento para los viandantes.

Jesús dijo estas inefables palabras: “El que come mi cuerpo y bebe mi sangre mora en mí y yo en él” (Jn 6, 57). Aquí tenemos, por lo tanto, el centro eucarístico del cristiano; la divina Eucaristía es su morada de amor.

Es centro divino y humano a un mismo tiempo, porque Jesucristo es ambas cosas; es centro vivo, actual, personal, siempre a nuestra mano.

¿Puede el hombre tener acá en la tierra un centro más santo ni más amable? ¿La divina Eucaristía no es cielo en la tierra? He aquí que creo nuevos cielos y nueva tierra, dice el vencedor de la muerte y del infierno (Ap 21, 1). He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres. Dios permanecerá con ellos. Él será su Dios y ellos serán su familia y su pueblo (cfr. Ap 21, 1-4). Por eso el alma no tiene que ir al cielo en busca de Jesús, pues no es ése el lugar donde ahora debe buscársele. A donde tiene que ir es al santísimo Sacramento.

El santísimo Sacramento es en la tierra su único tesoro y su único placer. Ya que Jesús está en la Eucaristía personalmente por ella, toda su vida debe orientarse hacia el augusto Sacramento como el imán hacia su centro.

Con la divina Hostia el adorador se encuentra bien en todas partes. Ya no hay para él ni destierro, ni desierto, ni privación, ni desdicha, porque todo lo tiene en la Eucaristía. Para castigarle, hacerle desgraciado o hacerle morir de tristeza, sería necesario quitarle el sagrario. Entonces sí, entonces la vida no sería para él más que agonía prolongada; y todos los bienes y glorias de este mundo no tendrían para él otro valor que el de triste cadenas. Cual israelita cautivo a la vera del río de Babilonia, recordando su amada Sión, el discípulo de la Eucaristía no cesaría de llorar lágrimas amargas con el solo recuerdo del cenáculo.

Nada extraño, por tanto, que el primer cuidado del adorador al llegar a tierra extranjera sea buscar el palacio de su rey. Búscalo, pregunta por él en todas partes y cuando, finalmente, descubre a lo lejos la flecha lanzada al cielo reveladora de la mansión de Dios, su corazón salta de gozo como el de un hijo al ver el techo paterno no visto desde hace tiempo o como el de una esposa que divisa el buque que desde lejanas tierras le trae su esposo. Y cuando el adorador franquea el atrio del templo santo, cuando ve la misteriosa lámpara que cual otra estrella de los Magos señala la presencia de Jesús, ¡oh, entonces con qué fe, con qué felicidad, con qué ímpetu amoroso se postra ante el Sagrario! ¡Cómo salta su corazón todas las barreras, cómo pasa por entre las rejas de esta cárcel eucarística y desgarra los velos sacramentales y se arroja adorando a los pies del amado, de su dueño, de Jesús, hostia de amor! ¡Oh! cuán bien caen entonces al discípulo del amor aquellas palabras del Tabor: “¡Qué bien se está aquí, Señor!” Mt 17, 4). Con el real profeta canta alegremente: “¡Cuán amables son vuestros tabernáculos, Señor de los ejércitos! Mi alma desea, hasta desfallecer, los atrios del Señor. Mi corazón y mi carne se regocijaron en el Dios vivo. Porque en él halló el pájaro casa para sí y la tórtola nido donde poner sus polluelos: vuestros altares, Señor de las virtudes, Rey mío y Dios mío. Dichosos, Señor, los que habitan en vuestra casa; por siglos sin fin os alabarán. Porque vale más que mil un día pasado en vuestros atrios. Prefiero ser el último en la casa del Señor que habitar en los palacios de los pecadores…” (Ps 83).

Cómo será la Eucaristía nuestro centro

Pero, ¿cómo hará de la Eucaristía centro de vida el adorador? Sabiendo encontrar en ella a todo Jesucristo, a Jesucristo con los misterios de su vida oculta, de su vida pública, de su vida crucificada y de su vida resucitada, dando nueva vida a todos los estados de la vida pasada del Salvador en su estado sacramental, donde los continúa y glorifica todos por manera admirable, viendo en la Eucaristía a Jesucristo que honra y continúa en su vida resucitada y anonadamiento de la encarnación, la pobreza de su nacimiento, la humildad de su vida oculta, la bondad de su vida pública y su amor en la cruz. Cuando el alma amante acertare a encontrar así a todo Jesucristo, gozará a un mismo tiempo de todos los bienes y hará con todos ellos como un haz, como un foco de todos los actos particulares de amor.

Según el profeta, la Eucaristía es memorial de todas las maravillas del Salvador. Así como los santos en el cielo lo ven todo en Dios en el acto simplicísimo de la visión beatífica, así el discípulo de la Eucaristía verá todo en Jesucristo en el acto eucarístico de su amor.

El secreto para llegar pronto a este centro eucarístico de vida es tomar por algún tiempo a Jesús en el santísimo Sacramento como objeto habitual del ejercicio de la presencia de Dios, como motivo dominante de las intenciones, como meditación del entendimiento, como afecto del corazón y como objeto de todas las virtudes.

Y si el alma fuere bastante generosa, alcanzará esta unidad de acción, logrará familiarizarse con la adorable Eucaristía, pensando en ella con tanta o mayor facilidad que en cualquier otra cosa. Ternísimos afectos brotarán suave y espontáneamente del corazón, y para decirlo en una palabra, el santísimo Sacramento le atraerá como devoción de su vida y centro de perfección de su amor. Ocho días bastarán a un alma sencilla y eucarística para adquirir este espíritu eucarístico; pero aun cuando debiera consagrar a esta adquisición semanas y meses, ¿qué es todo eso comparado con la paz y felicidad de que disfrutará en la divina Eucaristía?

El amor, fin del adorador II/II

La Eucaristía, nuestro fin

Tomado de “Obras eucarísticas”

San Pedro Julian Eymard

La Eucaristía, fin de las virtudes cristianas y religiosas

El verdadero adorador en espíritu y en verdad no debe estimar, amar ni practicar las virtudes cristianas, ni aun en su grado más perfecto, sino como preparación y perfección que conviene al servicio eucarístico de Jesucristo.

Como preparación sirven las virtudes que nos corrigen de nuestros defectos, como la penitencia y la humildad que destruyen nuestros vicios y nuestro orgullo, la mortificación que se opone a la sensualidad, la caridad al egoísmo y la pureza de conciencia a toda infidelidad. Un servidor sucio no puede atreverse a presentarse a su amo, y tampoco uno dominado por el odio ante el Salvador inmolado, ni un orgulloso ante Dios humillado. De ahí que un adorador tenga que comenzar por quitar y corregir todo lo que podría ofender los ojos de Dios en la Eucaristía. Antes de entrar en la sala de las bodas reales debe vestir el traje nupcial. Debe presentar ante todas las cosas la primera cualidad de un servidor, que es la de no desagradar a aquel a quien sirve.

Hay también otras virtudes que exigen la urbanidad y el decoro, y en este concepto sirven todas las virtudes de Jesucristo copiadas por el adorador, no ya como remedios personales, sino como cualidades que exige la educación, como propiedades de un servicio que ha de agradar al Señor.

Un buen servidor, como sepa lo que su señor prefiere, se anticipa a sus deseos y halaga su amor honrando lo que estima. Así también un buen adorador, como sabe que Jesucristo su señor ama con predilección la humildad y la mansedumbre de corazón, puesto que dice: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”; como sabe que ama con predilección las virtudes religiosas de pobreza, castidad y obediencia, abraza con ardor el estudio y la práctica de las virtudes cristianas, con ellas conforma su vida, hace de ellas como manto de honor, y así sirve a Jesús con las mismas virtudes que distinguen y coronan al divino Salvador, que es como si sirviera por Jesús mismo. Para pago de estos sacrificios no pide otra cosa que ser agradable a su Señor.

Siendo la Eucaristía fin de las virtudes, será también su sostén y perfección.

Para progresar en las virtudes el cristiano necesita tener presente su modelo; necesita una fuerza actual y siempre creciente, un amor que le excite y sostenga. Ahora bien, sólo en la Eucaristía se encuentran de un modo perfecto estos tres bienes:

1.º En su estado sacramental es Jesús siempre modelo de las virtudes evangélicas. El poder de su amor dio con el secreto inefable de continuarlas y glorificarlas en su estado resucitado para poder decir siempre a sus discípulos: “Seguidme, aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”.

¡Cuán hermosas, amables y arrebatadoras son, en efecto, las virtudes eucarísticas de Jesús! Cierto que un ligero velo las oculta a nuestros ojos carnales, harto débiles e impuros para considerarlas en este divino sol; pero los ojos de la fe las contemplan, el amor las admira y de ellas se nutre y en ellas se deleita. ¡Qué bien ha sabido Jesús juntar en su estado sacramental pobreza con divinas riquezas, humildad con gloria, obediencia con omnipotencia, flaqueza con fuerza, mansedumbre y bondad con majestad! ¡Cuánto más oculta es en el Cenáculo la vida oculta de Nazaret! ¡Cuánto más sublime es en el altar, en su estado de víctima perpetua de nuestra salvación, el amor crucificado!

¡Oh, sí, en la Eucaristía es donde toman las virtudes de Jesús su última forma de amor y de gracia!

Ya no las practica Jesús como de paso y por intervalos, sino que todas ellas están juntas en estado permanente y lo estarán hasta el fin del mundo para ser siempre regla actual del cristiano.

2.º Al ejemplo de Jesús se junta la gracia. Para tornarnos fácil y amable la virtud nos viene por la comunión, mediante la cual se injerta en nuestra corrompida naturaleza y se nos une para comunicarnos su sabiduría, su prudencia y su divina fuerza. Después de comulgados, los confesores de la fe eran atletas invencibles y hablaban con irresistible elocuencia. ¡Cómo habían recibido al Dios de verdad y de fortaleza…!

Para progresar y perseverar en la virtud hace falta, además de fuerza, dulzura y unción interior que nos la vuelva atrayente y amable. “Mi yugo es suave y mi peso ligero”, dijo Jesús. Y principalmente en la sagrada Eucaristía es donde las virtudes embeben la suavidad de Jesús. Las virtudes por la Eucaristía sostenidas son más amables que las demás. La virtud de quien comulga es de ordinario sencilla, feliz y celestial cual si se transparentara la virtud interior de Jesús. Los rayos del sol son hermosos porque son una emanación del mismo sol. Al contrario, la virtud del cristiano que no comulga tiene cierto carácter austero, severo y desalentador; es una virtud de campo de batalla, en lucha con el enemigo armado de fuerza y de rigor: no es amable.

La sagrada Eucaristía es suavidad de las virtudes, suavidad tanto mayor cuanto el amor es más puro y abnegado.

3.º El amor es, en efecto, el que sostiene y perfecciona la virtud. La virtud sigue el grado del amor, de suerte que el amor perfecto es virtud consumada, don total de sí a Jesús. Así es cómo el cristiano aprende a darse en la comunión, donde Jesús se le da todo entero y personalmente.

Porque el amor es maestro muy hábil; tiene fuerzas invencibles; presto es purificado y transformado el hombre en Jesús bajo su acción poderosa. Nada le cuesta al amor; sufrir es su placer; las grandes cosas le hacen palpitar el corazón de gozo. Por manera que los mayores sacrificios son para el adorador alimento glorioso de su amor a Jesús, una compensación por tantos dones recibidos. El noble discípulo del Salvador va cada mañana, o a lo menos a menudo, a la sagrada mesa para pertrecharse de armas cristianas, de municiones de guerra, de fuego divino, y de ahí parte para los combates del amor.

La Eucaristía, fin del celo del cristiano

Conocer, amar y servir a Jesús en el santísimo Sacramento: he aquí lo que tiene que hacer el verdadero adorador. En hacer que sea conocido, amado y servido en su estado sacramental: ahí se manifiesta el verdadero apóstol de la Eucaristía. El apóstol que se limitara a mostrar a Jesús en Belén sería una estrella o quizá un ángel; quien de lejos le señalase en la vida pasada sería un Juan Bautista, que no muestra más que a Jesús viajero. El apóstol de la Eucaristía muestra a Jesús vivo, lleno de gracia y de verdad en su trono de amor.

La verdad de Jesús no es perfectamente entendida sino cuando se la ve en la Eucaristía, así como en la fracción del pan conocieron al Salvador los discípulos de Emaús. La verdad divina en la Eucaristía recibe su última gracia porque aquí es donde el mismo Jesús habla, la revela y se manifiesta a sí mismo, y nada iguala a la luz del sol.

El amor de Jesús no es bien apreciado sino en la sagrada comunión, cuando la misma alma se pone bajo la acción de este fuego divino. El fuego no es cosa que se define, sino que se siente. Nuestro Señor reveló a los apóstoles el evangelio de su amor después que hubieron comulgado, porque sólo entonces podían comprenderle.

Sólo en la sagrada comunión puede gustarse el amor de Dios, y al estar conmovida con el amor eucarístico es cuando el alma aprende a amar, a darse a Dios, a consagrarse a su gloria como los confesores de la fe.

Por eso, hacer que Dios en la Eucaristía sea conocido, amado y recibido dignamente es el oficio más santo de un apóstol. La obra apostólica por excelencia es enseñar la doctrina cristiana a los ignorantes y prepararlos a la primera comunión, a recibir los sacramentos. Porque un alma que ama a Jesucristo, que tiene hambre de Él, casi no necesita otro auxilio, porque ha hallado vida, y vida superabundante que brota hasta la vida eterna, donde tiene su manantial.

La Eucaristía, noble pasión del corazón

La felicidad del hombre está en su amor apasionado. Todo hombre tiene una pasión que se convierte en vida. Esta real pasión del corazón es inspiración de sus pensamientos, cuadro vivo de su imaginación, deseo violento de su voluntad, el objeto ardientemente anhelado en todos sus sacrificios. Nada le cuesta a la pasión adorada, nada le parece imposible, tener que aguardar es delicioso tormento.

Sólo una pasión divina puede beatificar el corazón del hombre y volverle bueno y generoso: la noble pasión de la divina Eucaristía.

No hay cosa que pueda compararse con el ímpetu y la fuerza del alma que busca y suspira por el amado. Su dicha consiste en desearle y en ir en pos de Él. En la Eucaristía Jesús se oculta para que sea deseado, se oculta para dejarse contemplar; se hace misterio para estimular y aquilatar el amor. La sagrada Eucaristía viene a ser así alimento siempre nuevo y poderoso para el corazón que abrasa. Algo de lo que sucede en el cielo pasa entonces; siéntese igual hambre y sed de Dios, hambre y sed siempre vivas y siempre satisfechas; el alma amante penetra en lo más hondo del amor divino y descubre siempre nuevas riquezas, mientras Jesús se le va manifestando gradualmente para más pura y fuertemente atraerla.

¡Oh, feliz aquel a quien la santa pasión de la Eucaristía inspira y enciende; feliz mil veces quien no vive más que por el amado, como la esposa de los Cantares, y quien en todas las cosas no ambiciona otra cosa que su reinado eucarístico! Bien puede el tal decir con san Pablo: Ya no soy yo quien vivo, sino que vive en mí Jesucristo (Gal 2, 20). Si exprimirse pudiera toda la substancia de esta alma, saldría una hostia Jesús Sacramentado es su vida.

 

El amor, fin del adorador I/II

Vivir para Jesús

Tomado de “Obras eucarísticas”

San Pedro Julian Eymard

 

Jesús sacramentado debe ser no sólo centro, sino también fin del cristiano. El que me comiere vivirá para mí, dijo el Salvador. Nada tan justo como combatir el soldado por la gloria de su rey, como trabajar el criado para provecho de su amo y el hijo por amor de sus padres.

¿Y qué es vivir para Jesús sacramentado sino vivir entero con la mira puesta en su amor y su mayor gloria, sino hacer de su adorable servicio fin de los dones, de la piedad, de las virtudes y del celo, sino convertirla en nobilísima pasión de toda la vida?

La Eucaristía, fin de los dones y de las gracias

Todos los dones de naturaleza y de gracia del adorador deben ser un obsequio de amor a Jesús en el santísimo Sacramento.

Para su divino Hijo, para adorarle, amarle y servirle nos los ha dado el Padre. Para celebrar el amor y cantar las alabanzas de Jesús eucarístico me ha dado el creador una lengua y una voz; me ha dado ojos para ver su adorable persona oculta en la Hostia y para contemplar sus virtudes eucarísticas, oídos para escuchar sus alabanzas, sentidos para servirle, entendimiento para adorarle, razón para conversar con su divina sabiduría, memoria para recordar sus verdades y su vida; imaginación para pintarme los rasgos de su humanidad santísima y un corazón tierno para amarle como a mi salvador, Dios y hombre juntamente.

Jesús en el santísimo Sacramento debe ser fin de todas mis facultades, del ejercicio de mis sentidos, en suma, de todo mi ser. Hay desorden en un ser cuando no tiende a su fin; es monstruoso el oponerse a su fin y necedad buscar otro. Como todos los rayos de luz proceden del sol y a él conducen, así todos los dones y todas las gracias de Dios deben conducirme a mi principio y a mi fin divino, que es Jesús y Jesús sacramentado.

San Agustín buscaba a Jesús en los libros: Jesum quaerens in libris; santo Tomás, en la ciencia; san Francisco, en las criaturas; pero el adorador, en el sagrario. El adorador debe referirlo todo a su gloria, y una ciencia, una cosa o una acción que no pueda referir al servicio y gloria de su soberano Señor debe serle indiferente. Y si se tratase de cosas contrarias y hostiles a la gloria de su divino Rey, entonces tendría que volver a comenzar el combate del cielo contra los ángeles malos.

Lo primero que debe decirse en todas las cosas es: ¿qué hay en esto para la gloria de la divina Eucaristía?

La Eucaristía, fin de la piedad cristiana

La devoción eucarística debe ser la devoción regia del cristiano. El servicio del rey pasa antes que el de los ministros. El sol eclipsa todas las estrellas y todo el cielo estrellado gira en torno del astro polar. Del mismo modo también hay que dar a la devoción eucarística el primer puesto entre los ejercicios de piedad. Todas las prácticas piadosas deben depender de ella y a ella referirse. Obrar de otro modo sería separar a Jesucristo de su corte, rendir culto absoluto a los santos separándolos de su Dios.

La sagrada comunión debe ser fin de la piedad.

La sagrada comunión es el acto supremo del amor de Jesucristo para con el hombre, es el último límite de la gracia, la extensión de la encarnación es Jesucristo uniendo con su vida a cada uno de los que comulgan.

Por eso la piedad cristiana no debe ser otra cosa que ejercicio preparatorio de la sagrada comunión o hacimiento de gracias por ella. Todo ejercicio que así no se refiera a la sagrada comunión anda fuera de su mejor fin. Por eso, si invoco a los santos es para que sean medianeros más poderosos ante el Rey; si me pongo de hinojos a los pies de María es con el fin de que me conduzca a su divino Hijo; si honro un misterio pasado cualquiera de la vida de Jesús es con el fin de ver en él cómo el amor prepara el estado sacramental. Toda piedad, para ser conforme a su gracia y a su fin, debe ser eucarística. Así como los arroyos y los ríos van a la mar, así también todo en la vida cristiana va a parar en el océano del adorable sacramento.

 

El valor salvífico de la resurrección

De las catequesis de

san Juan Pablo Magno


15 de marzo de 1989

l. Si, como hemos visto en anteriores catequesis, la fe cristiana y la predicación de la Iglesia tienen su fundamento en la resurrección de Cristo, por ser ésta la confirmación definitiva y la plenitud de la revelación, también hay que añadir que es fuente del poder salvífico del Evangelio y de la Iglesia en cuanto integración del misterio pascual. En efecto, según San Pablo, Jesucristo se ha revelado como ‘Hijo de Dios con poder, según el espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos’ (Rom 1, 4). Y El transmite a los hombres esta santidad porque ‘fue entregado por nuestros pecados y fue resucitado para nuestra justificación’ (Rom 4, 25). Hay como un doble aspecto en el misterio pascual: la muerte para liberar del pecado y la resurrección para abrir el acceso a la vida nueva.

Ciertamente el misterio pascual, como toda la vida y la obra de Cristo, tiene una profunda unidad interna en su función redentora y en su eficacia, pero ello no impide que puedan distinguirse sus distintos aspectos con relación a los efectos que derivan de él en el hombre. De ahí la atribución a la resurrección del efecto específico de la ‘vida nueva’, como afirma San Pablo.

2. Respecto a esta doctrina hay que hacer algunas indicaciones que, en continua referencia los textos del Nuevo Testamento, nos permitan poner de relieve toda su verdad y belleza.

Ante todo, podemos decir ciertamente que Cristo resucitado es principio y fuente de una vida nueva para todos los hombres. Y esto aparece también en la maravillosa plegaria de Jesús, la víspera de su pasión, que Juan nos refiere con estas palabra: ‘Padre… glorifica a tu Hijo para que tu Hijo te glorifique a ti. Y que según el poder que le has dado sobre toda carne, dé también vida eterna a todos los que tú le has dado’ (Jn 17, 1-2). En su plegaria Jesús mira y abraza sobre todo a sus discípulos a quienes advirtió de la próxima y dolorosa separación que sé verificaría mediante su pasión y muerte, pero a los cuales prometió asimismo: ‘Yo vivo y también vosotros viviréis (Jn 14, 19). Es decir: tendréis parte en mi vida, la cual se revelará después de la resurrección. Pero la mirada de Jesús se extiende a un radio de amplitud universal. Les dice: ‘No ruego por éstos (mis discípulos), sino también por aquellos, que por medio de su palabra, creerán en mí… (Jn 17, 20): todos deben formar una sola cosa al participar en la gloria de Dios en Cristo.

La nueva vida que se concede a los creyentes en virtud de la resurrección de Cristo, consiste en la victoria sobre la muerte del pecado y en la nueva participación en la gracia. Lo afirma San Pablo de forma lapidaria: ‘Dios, rico en misericordia…, estando muertos a causa de nuestros delitos nos vivificó juntamente con Cristo’ (Ef 2, 4-5). Y de forma análoga San Pedro: ‘El Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo…, por su gran misericordia, mediante la resurrección de Jesucristo de entre los muertos nos ha reengendrado para una esperanza viva’ (1 Pe 1, 3).

Esta verdad se refleja en la enseñanza paulina sobre el bautismo: ‘Fuimos, pues, con El (Cristo) sepultados por el bautismo en la muerte, a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos por medio de la gloria del Padre, así también nosotros vivamos una vida nueva’ (Rom 6, 4).

3. Esta vida nueva (la vida según el Espíritu) manifiesta la filiación adoptiva: otro concepto paulino de fundamental importancia. A este respecto, es ‘clásico’ el pasaje de la Carta a los Gálatas: ‘Envió Dios a su Hijo… para rescatar a los que se hallaban bajo la ley y para que recibiéramos la filiación adoptiva’ (Gal 4, 4-5). Esta adopción divina por obra del Espíritu Santo, hace al hombre semejante al Hijo unigénito: ‘…Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios’ ‘m 8, 14). En la Carta a los Gálatas San Pablo se apela a la experiencia que tienen los creyentes de la nueva condición en que se encuentran: ‘La prueba de que sois hijos de Dios es que Dios ha enviado a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo que clama: ¡Abbá, Padre! De modo que ya no eres esclavo sino hijo; y si hijo, también heredero por voluntad de Dios’ (Gal 4, 6)7). Hay, pues, en el hombre nuevo un primer efecto de la redención: la liberación de la esclavitud; pero la adquisición de la libertad llega al convertirse en hijo adoptivo, y ello no tanto por el acceso legal a la herencia, sino con el don real de la vida divina que infunden en el hombre las tres Personas de la Trinidad (Cfr. Gal 4, 6; 2 Cor 13, 13). La fuente de esta vida nueva del hombre en Dios es la resurrección de Cristo.

La participación en la vida nueva hace también que los hombres sean ‘hermanos’ de Cristo, como el mismo Jesús llama a sus discípulos después de la resurrección: ‘Id a anunciar a mis hermanos…’ (Mt 28, 10; Jn 20, 17). Hermanos no por naturaleza sino por don de gracia, pues esa filiación adoptiva da una verdadera y real participación en la vida del Hijo unigénito, tal como se reveló plenamente en su resurrección.

4. La resurrección de Cristo (y, más aún, el Cristo resucitado) es finalmente principio y fuente de nuestra futura resurrección. El mismo Jesús habló de ello al anunciar la institución de la Eucaristía como sacramento de la vida eterna, de la resurrección futura: ‘El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré el último día’ (Jn 6, 54). Y al ‘murmurar’ los que lo oían, Jesús les respondió: ‘¿Esto os escandaliza? ¿Y cuándo veáis al Hijo del hombre subir a donde estaba antes…?’ (Jn 6, 61-62).De ese modo indicaba indirectamente que bajo las especies sacramentales de la Eucaristía se da los que la reciben participación en el Cuerpo y Sangre de Cristo glorificado.

También San Pablo pone de relieve la vinculación entre la resurrección de Cristo y la nuestra, sobre todo en su Primera Carta a los Corintios; pues escribe: ‘Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que murieron… Pues del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo’ (1 Cor 15, 20-22). ‘En efecto, es necesario que este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y que este ser mortal se revista de inmortalidad. Y cuando este ser corruptible se revista de incorruptibilidad y este ser mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá la palabra que está escrita: !La muerte ha sido devorada en la victoria!’ (1 Cor 15, 53-54). ‘Gracias sean dadas a Dios que nos da la victoria por nuestro Señor Jesucristo’ (1 Cor 15, 57).

La victoria definitiva sobre la muerte, que Cristo ya ha logrado, El la hace partícipe a la humanidad en la medida en que ésta recibe los frutos de la redención. Es un proceso de admisión a la ‘vida nueva’, a la ‘vida eterna’, que dura hasta el final de los tiempos. Gracias a ese proceso se va formando a lo largo de los siglos una nueva humanidad: el pueblo de los creyentes reunidos en la Iglesia, verdadera comunidad de la resurrección. A la hora final de la historia, todos resurgirán, y los que hayan sido de Cristo, tendrán la plenitud de la vida en la gloria, en la definitiva realización de la comunidad de los redimidos por Cristo ‘para que Dios sea todo en todos’ (1 Cor 15, 28).

5. El Apóstol enseña también que el proceso redentor, que culmina con la resurrección de los muertos, acaece en una esfera de espiritualidad inefable, que supera todo lo que se puede concebir y realizar humanamente. En efecto, si por una parte escribe que ‘la carne y la sangre no pueden heredar el reino de los cielos; ni la corrupción hereda la incorrupción’ (1 Cor 15, 50) lo cual es la constatación de nuestra incapacidad natural para la nueva vida), por otra, en la Carta a los Romanos asegura a los que creen lo siguiente: ‘Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en nosotros, Aquel que resucitó a Cristo de entre los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros’ (Rom 8, 11). Es un proceso misterioso de espiritualización, que alcanzará también a los cuerpos en el momento de la resurrección por el poder de ese mismo Espíritu Santo que obró la resurrección de Cristo.

Se trata, sin duda, de realidades que escapan a nuestra capacidad de comprensión y de demostración racional, y por eso son objeto de nuestra fe fundada en la Palabra de Dios, la cual, mediante San Pablo, nos hace penetrar en el misterio que supera todos los límites del espacio y del tiempo: ‘Fue hecho el primer hombre, Adán, alma viviente; el último Adán, espíritu que da vida'(1 Cor 15, 45). ‘Y del mismo modo que hemos llevado la imagen del hombre terreno, llevaremos también la imagen del celeste’ (1 Cor 15, 49).

6. En espera de esa transcendente plenitud final, Cristo resucitado vive en los corazones de sus discípulos y seguidores como fuente de santificación en el Espíritu Santo, fuente de la vida divina y de la filiación divina, fuente de la futura resurrección.

Esa certeza le hace decir a San Pablo en la Carta a los Gálatas: ‘Con Cristo estoy crucificado; y no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí. La vida que vivo al presente en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios que me amó y se entregó a sí mismo por mí’ (Gal 2, 20). Como el Apóstol, también cada cristiano, aunque vive todavía en la carne (Cfr. Rom 7, 5), vive una vida ya espiritualizada con la fe (Cfr. 2 Cor 10, 3), porque el Cristo vivo, el Cristo resucitado se ha convertido en el sujeto de todas sus acciones: Cristo vive en mí (Cfr. Rom 8, 2. 10)11;. Flp 1, 21; Col 3, 3). Y es la vida en el Espíritu Santo.

Esta certeza sostiene al Apóstol, como puede y debe sostener a cada cristiano en los trabajos y los sufrimientos de esta vida, tal como aconsejaba Pablo al discípulo Timoteo en el fragmento de una Carta suya con el que queremos cerrar )para nuestro conocimiento y consuelo) nuestra catequesis sobre la resurrección de Cristo: ‘Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos, descendiente de David, según mi Evangelio… Por eso todo lo soporto por los elegidos, para que también ellos alcancen la salvación que está en Cristo Jesús con la gloria eterna. Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con El, también viviremos con El; si nos mantenemos firmes, también reinaremos con El; si le negamos, también El nos negará; si somos fieles, El permanece fiel, pues no puede negarse a sí mismo…’ (2 Tim 2, 8-13).

‘Acuérdate de Jesucristo, resucitado de entre los muertos’: esta afirmación del Apóstol nos da la clave de la esperanza en la verdadera vida en el tiempo y en la eternidad.

Dones y frutos del Espíritu Santo

Columnas de nuestra vida moral

Catecismo de la Iglesia Católica nº 1830-1845

La vida moral de los cristianos está sostenida por los dones del Espíritu Santo. Estos son disposiciones permanentes que hacen al hombre dócil para seguir los impulsos del Espíritu Santo.

Los siete dones del Espíritu Santo son: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios. Pertenecen en plenitud a Cristo, Hijo de David (cf Is 11, 1-2). Completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben. Hacen a los fieles dóciles para obedecer con prontitud a las inspiraciones divinas.

«Tu espíritu bueno me guíe por una tierra llana» (Sal 143,10).

«Todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios […] Y, si hijos, también herederos; herederos de Dios y coherederos de Cristo» (Rm 8, 14.17)

Los frutos del Espíritu son perfecciones que forma en nosotros el Espíritu Santo como primicias de la gloria eterna. La tradición de la Iglesia enumera doce: “caridad, gozo, paz, paciencia, longanimidad, bondad, benignidad, mansedumbre, fidelidad, modestia, continencia, castidad” (Ga 5,22-23, vulg.).

Resumen

La virtud es una disposición habitual y firme para hacer el bien.

Las virtudes humanas son disposiciones estables del entendimiento y de la voluntad que regulan nuestros actos, ordenan nuestras pasiones y guían nuestra conducta según la razón y la fe. Pueden agruparse en torno a cuatro virtudes cardinales: prudencia, justicia, fortaleza y templanza.

La prudencia dispone la razón práctica para discernir, en toda circunstancia, nuestro verdadero bien y elegir los medios justos para realizarlo.

La justicia consiste en la constante y firme voluntad de dar a Dios y al prójimo lo que les es debido.

La fortaleza asegura, en las dificultades, la firmeza y la constancia en la práctica del bien.

La templanza modera la atracción hacia los placeres sensibles y procura la moderación en el uso de los bienes creados.

Las virtudes morales crecen mediante la educación, mediante actos deliberados y con el esfuerzo perseverante. La gracia divina las purifica y las eleva.

Las virtudes teologales disponen a los cristianos a vivir en relación con la Santísima Trinidad. Tienen como origen, motivo y objeto, a Dios conocido por la fe, esperado y amado por Él mismo.

Las virtudes teologales son tres: la fe, la esperanza y la caridad (cf 1 Co 13, 13). Informan y vivifican todas las virtudes morales.

Por la fe creemos en Dios y creemos todo lo que Él nos ha revelado y que la Santa Iglesia nos propone como objeto de fe.

Por la esperanza deseamos y esperamos de Dios con una firme confianza la vida eterna y las gracias para merecerla.

Por la caridad amamos a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos por amor de Dios. Es el “vínculo de la perfección” (Col 3, 14) y la forma de todas las virtudes.

Los siete dones del Espíritu Santo concedidos a los cristianos son: sabiduría, entendimiento, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios.

La resurrección culmen de la Revelación

De las catequesis de san Juan Pablo Magno


SS Juan Pablo II, 8 de marzo, 1989

1. En la Carta de San Pablo a los Corintios, recordada ya varias veces a lo largo de estas catequesis sobre la resurrección de Cristo, leemos estas palabras del Apóstol: ‘Sino resucitó Cristo, vacía es nuestra predicación, vacía es también vuestra fe’ (1 Cor 15, 14). Evidentemente, San Pablo ve en la resurrección el fundamento de la fe cristiana y casi la clave de bóveda de todo el edificio de doctrina y de vida levantado sobre la revelación, en cuanto confirmación definitiva de todo el conjunto de la verdad que Cristo ha traído. Por esto, toda la predicación de la Iglesia, desde los tiempos apostólicos, a través de los siglos y de todas las generaciones, hasta hoy, se refiere a la resurrección y saca de ella la fuerza impulsora y persuasiva, así como su vigor. Es fácil comprender el porqué.

2. La resurrección constituía en primer lugar la confirmación de todo lo que Cristo mismo había ú hecho y enseñado’. Era el sello divino puesto sobre sus palabras y sobre su vida. El mismo había indicado a los discípulos y adversarios este signo definitivo de su verdad. El ángel del sepulcro lo recordó a las mujeres la mañana del ‘primer día después del sábado’: ‘Ha resucitado, como lo había dicho’ (Mt 28, 6). Si esta palabra y promesa suya se reveló como verdad también todas sus demás palabras y promesas poseen la potencia de la verdad que no pasa, como El mismo había proclamado: ‘El cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasará’ (Mt 24, 35; Mc 13, 31; Lc 21, 33). Nadie habría podido imaginar ni pretender una prueba más autorizada, más fuerte, más decisiva que la resurrección de entre los muertos. Todas las verdades, también las más inaccesibles para la mente humana, encuentran, sin embargo, su justificación, incluso en el ámbito de la razón, si Cristo resucitado ha dado la prueba definitiva, prometida por El, de su autoridad divina.

3. Así, la resurrección confirma la verdad de su misma divinidad. Jesús había dicho: ‘Cuando hayáis levantado (sobre la cruz) al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo soy’ (Jn 8, 28). Los que escucharon estas palabras querían lapidar a Jesús, puesto que ‘YO SOY’ era para los hebreos el equivalente del nombre inefable de Dios. De hecho, al pedir a Pilato su condena a muerte presentaron como acusación principal la de haberse ‘hecho Hijo de Dios’ (Jn 19, 7). Por esta misma razón lo habían condenado en el Sanedrín como reo de blasfemia después de haber declarado que era el Cristo, el Hijo de Dios, tras el interrogatorio del sumo sacerdote (Mt 26, 63-65; Mc 14, 62; Lc 22, 70): es decir, no sólo el Mesías terreno como era concebido y esperado por la tradición judía, sino el Mesías Señor anunciado por el Salmo 109/110 (Cfr. Mt 22, 41 ss.), el personaje misterioso vislumbrado por Daniel (7, 13-14). Esta era la gran blasfemia, la imputación para la condena a muerte: ¡el haberse proclamado Hijo de Dios! Y ahora su resurrección confirmaba la veracidad de su identidad divina y legitimaba la atribución hecha a Si mismo, antes de la Pascua, del ‘nombre’ de Dios: ‘En verdad, en verdad os digo: antes de que Abrahán existiera, Yo soy’ (Jn 8, 58). Para los judíos ésa era una pretensión que merecía la lapidación (Cfr. Lv 24, 16), y, en efecto, ‘tomaron piedras para tirárselas; pero Jesús se ocultó y salió del templo’ (Jn 8, 59). Pero si entonces no pudieron lapidarlo, posteriormente lograron ‘levantarlo’ sobre la cruz: la resurrección del Crucificado demostraba, sin embargo, que El era verdaderamente Yo soy, el Hijo de Dios.

4. En realidad, Jesús aun llamándose a Sí mismo Hijo del hombre, no sólo había confirmado ser el verdadero Hijo de Dios, sino que en el Cenáculo, antes de la pasión, había pedido al Padre que revelara que el Cristo Hijo del hombre era su Hijo eterno: ‘Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo para que el Hijo te glorifique’ (Jn 17, 1). ‘… Glorifícame tú, junto a ti, con la gloria que tenía a tu lado antes que el mundo fuese’ (Jn 17, 5). Y el misterio pascual fue la escucha de esta petición, la confirmación de la filiación divina de Cristo, y más aún, su glorificación con esa gloria que ‘tenia junto al Padre antes de que el mundo existiera’: la gloria del Hijo de Dios.

5. En el periodo prepascual Jesús, según el Evangelio de Juan, aludió varias veces a esta gloria futura, que se manifestaría en su muerte y resurrección. Los discípulos comprendieron el significado de esas palabras suyas sólo cuando sucedió el hecho.

Así, leemos que durante la primera pascua pasada en Jerusalén, tras haber arrojado del templo a los mercaderes y cambistas, Jesús respondió a los judíos que le pedían un ‘signo’ del poder por el que obraba de esa forma: ‘Destruid este Santuario y en tres días lo levantaré… El hablaba del Santuario de su cuerpo. Cuando resucitó, pues, de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho eso, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había dicho Jesús’ (Jn 2,19-22).

También la respuesta dada por Jesús a los mensajeros de las hermanas de Lázaro, que le pedían que fuera a visitar al hermano enfermo, hacia referencia a los acontecimientos pascuales: ‘Esta enfermedad no es de muerte, es para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella’ (Jn 11 , 4).

No era sólo la gloria que podía reportarle el milagro, tanto menos cuanto que provocaría su muerte (Cfr. Jn 11, 46)54); sino que su verdadera glorificación vendría precisamente de su elevación sobre la cruz (Cfr. Jn 12,32). Los discípulos comprendieron bien todo esto después de la resurrección.

6. Particularmente interesante es la doctrina de San Pablo sobre el valor de la resurrección como elemento determinante de su concepción cristológica, vinculada también a su experiencia personal del Resucitado. Así, al comienzo de la Carta a los Romanos se presenta: ‘Pablo, siervo de Cristo Jesús, apóstol por vocación, escogido para el Evangelio de Dios, que había ya prometido por medio de sus profetas en las Escrituras Sagradas, acerca de su Hijo, nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su resurrección de entre los muertos; Jesucristo, Señor nuestro’ (Rom 1, 1-4).

Esto significa que desde el primer momento de su concepción humana y de su nacimiento (de la estirpe de David), Jesús era el Hijo eterno de Dios, que se hizo Hijo del hombre. Pero, en la resurrección, esa filiación divina se manifestó en toda su plenitud con el poder de Dios que, por obra del Espíritu Santo, devolvió la vida a Jesús (Cfr. Rom 8, 11) y lo constituyó en el estado glorioso de ‘Kyrios’ (Cfr. Flp 2, 9-11; Rom 14, 9; Hech 2, 36), de modo que Jesús merece por un nuevo titulo mesiánico el reconocimiento, el culto, la gloria del nombre eterno de Hijo de Dios (Cfr. Hech 13, 33; Hb 1,1-5; 5, 5).

7. Pablo había expuesto esta misma doctrina en la sinagoga de Antioquía de Pisidia, en sábado, cuando, invitado por los responsables de la misma, tomó la palabra para anunciar que en el culmen de la economía de la salvación realizada en la historia de Israel entre luces y sombras, Dios había resucitado de entre los muertos a Jesús, el cual se había aparecido durante muchos días a los que habían subido con El desde Galilea a Jerusalén, los cuales eran ahora sus testigos ante el pueblo. ‘También nosotros (concluía el Apóstol) os anunciamos la Buena Nueva de que la Promesa hecha a los padres Dios la ha cumplido en nosotros, los hijos, al resucitar a Jesús, como está escrito en los salmos: Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy’ (Hech 13, 32-33; Cfr. Sal 2, 7).

Para Pablo hay una especie de ósmosis conceptual entre la gloria de la resurrección de Cristo y la eterna filiación divina de Cristo, que se revela plenamente en esta conclusión victoriosa de su misión mesiánica.

8. En esta gloria del ‘Kyrios’ se manifiesta ese poder del Resucitado (Hombre-Dios), que Pablo conoció por experiencia en el momento de su conversión en el camino de Damasco al sentirse llamado a ser Apóstol (aunque no uno de los Doce), por ser testigo ocular del Cristo vivo, y recibió de El la fuerza para afrontar todos los trabajos y soportar todos los sufrimientos de su misión. El espíritu de Pablo quedó tan marcado por esa experiencia, que en su doctrina y en su testimonio antepone la idea del poder del Resucitado a la de participación en los sufrimientos de Cristo, que también le era grata: Lo que se había realizado en su experiencia personal también lo proponía a los fieles como una regla de pensamiento y una norma de vida: ‘Juzgo que todo es pérdida ante la sublimidad del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor… para ganar a Cristo y ser hallado en él… y conocerle a él el poder de su resurrección y la comunión en sus padecimientos hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos’ (Flp 3, 8-11). Y entonces su pensamiento se dirige a la experiencia del camino de Damasco: ‘… Habiendo sido yo mismo alcanzado por Cristo Jesús’ (Flp 3, 12).

9. Así pues, los textos referidos dejan claro que la resurrección de Cristo está estrechamente unida con el misterio de la encarnación del Hijo de Dios: es su cumplimiento, según el eterno designio de Dios. Más aún, es la coronación suprema de todo lo que Jesús manifestó y realizó en toda su vida, desde el nacimiento a la pasión y muerte, con sus obras, prodigios, magisterio, ejemplo de una vida perfecta, y sobre todo con su transfiguración. El nunca reveló de modo directo la gloria que había recibido del Padre ‘antes que el mundo fuese’ (Jn 17, 5), sino que ocultaba esta gloria con su humanidad, hasta que se despojó definitivamente (Cfr. Flp 2, 7-8) con la muerte en cruz.

En la resurrección se reveló el hecho de que ‘en Cristo reside toda la plenitud de la Divinidad corporalmente’ (Col 2, 9; cfr. 1, 19). Así, la resurrección ‘completa’ la manifestación del contenido de la Encarnación. Por eso podemos decir que es también la plenitud de la Revelación. Por tanto, como hemos dicho, ella está en el centro de la fe cristiana y de la predicación de la Iglesia

El sepulcro vacío y el encuentro con Cristo Resucitado

De las catequesis de san Juan Pablo Magno


1 de febrero, 1989

1. La profesión de fe que hacemos en el Credo cuando proclamamos que Jesucristo ‘al tercer día resucitó de entre los muertos’, se basa en los textos evangélicos que, a su vez, nos transmiten y hacen conocer la primera predicación de los Apóstoles. De estas fuentes resulta que la fe en la resurrección es, desde el comienzo, una convicción basada en un hecho, en un acontecimiento real, y no un mito o una ‘concepción’, una idea inventada por los Apóstoles o producida por la comunidad postpascual reunida en torno a los Apóstoles en Jerusalén, para superar junto con ellos el sentido de desilusión consiguiente a la muerte de Cristo en cruz. De los textos resulta todo lo contrario y por ello, como he dicho, tal hipótesis es también crítica e históricamente insostenible. Los Apóstoles y los discípulos no inventaron la resurrección (y es fácil comprender que eran totalmente incapaces de una acción semejante). No hay rastros de una exaltación personal suya o de grupo, que les haya llevado a conjeturar un acontecimiento deseado y esperado y a proyectarlo en la opinión y en la creencia común como real, casi por contraste y como compensación de la desilusión padecida. No hay huella de un proceso creativo de orden psicológico)sociológico)literario ni siquiera en la comunidad primitiva o en los autores de los primeros siglos. Los Apóstoles fueron los primeros que creyeron, no sin fuertes resistencias, que Cristo había resucitado simplemente porque vivieron la resurrección como un acontecimiento real del que pudieron convencerse personalmente al encontrarse varias veces con Cristo nuevamente vivo, a lo largo de cuarenta días. Las sucesivas generaciones cristianas aceptaron aquel testimonio, fiándose de los Apóstoles y de los demás discípulos como testigos creíbles. La fe cristiana en la resurrección de Cristo está ligada, pues, a un hecho, que tiene una dimensión histórica precisa.

2. Y sin embargo, la resurrección es una verdad que, en su dimensión más profunda, pertenece a la Revelación divina: en efecto, fue anunciada gradualmente de antemano por Cristo a lo largo de su actividad mesiánica durante el período prepascual. Muchas veces predijo Jesús explícitamente que, tras haber sufrido mucho y ser ejecutado, resucitaría. Así, en el Evangelio de Marcos, se dice que tras la proclamación de Pedro en las cerca de Cesarea de Filipo, Jesús ‘comenzó a enseñarles que el Hijo del hombre debía sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos, los sumos sacerdotes y los escribas, ser matado y resucitar a los tres días. Hablaba de esto abiertamente’ (Mc 8, 31-32). También según Marcos, después de la transfiguración, ‘cuando bajaban del monte les ordenó que a nadie contaran lo que habían visto hasta que el Hijo del hombre resucitara de entre los muertos’ (Mc 9. 9). Los discípulos quedaron perplejos sobre el significado de aquella ‘resurrección’ y pasaron a la cuestión, y agitada en el mundo judío, del retorno de Elías (Mc 9, 11): pero Jesús reafirmó la idea de que el Hijo del hombre debería ‘sufrir mucho y ser despreciado’ (Mc 9, 12). Después de la curación del epiléptico endemoniado, en el camino de Galilea recorrido casi clandestinamente, Jesús toma de nuevo la palabra para instruirlos: ‘El Hijo del hombre será entregado en manos de los hombres; le matarán y a los tres días de haber muerto resucitará’. ‘Pero ellos no entendían lo que les decía y temían preguntarle’ (Mc 9, 31-32). Es el segundo anuncio de la pasión y resurrección, al que sigue el tercero, cuando ya se encuentran en camino hacia Jerusalén: ‘Mirad que subimos a Jerusalén, y el Hijo del hombre será entregado a los sumos sacerdotes y los escribas; le condenarán a muerte y le entregarán a los gentiles, y se burlarán de él, le escupirán, le azotarán y le matarán, y a los tres días resucitará’ (Mc 10, 33-34).

3. Estamos aquí ante una previsión profética de los acontecimientos, en la que Jesús ejercita su función de revelador, poniendo en relación la muerte y la resurrección unificadas en la finalidad redentora, y refiriéndose al designio divino según el cual todo lo que prevé y predice ‘debe’ suceder. Jesús, por tanto, hace conocer a los discípulos estupefactos e incluso asustados algo del misterio teológico que subyace en los próximos acontecimientos, como por lo demás en toda su vida. Otros destellos de este misterio se encuentran en la alusión al ‘signo de Jonás’ (Cfr. Mt 12, 40) que Jesús hace suyo y aplica a los días de su muerte y resurrección, y en el desafío a los judíos sobre ‘la reconstrucción en tres días del templo que será destruido’ (Cfr. Jn 2, 19). Juan anota que Jesús ‘hablaba del Santuario de su cuerpo. Cuando resucitó, pues, de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho eso, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había dicho Jesús’ (Jn 2 20-21). Una vez más nos encontramos ante la relación entre la resurrección de Cristo y su Palabra, ante sus anuncios ligados ‘a las Escrituras’.

4. Pero además de las palabras de Jesús, también a actividad mesiánica desarrollada por El en el período prepascual muestra el poder de que dispone sobre la vida y sobre la muerte, y la conciencia de este poder, como la resurrección de la hija de Jairo (Mc 5, 39-42), la resurrección del joven de Naín (Lc 7, 12-15), y sobre todo la resurrección de Lázaro (Jn 11, 42-44) que se presenta en el cuarto Evangelio como un anuncio y una prefiguración de la resurrección de Jesús. En las palabras dirigidas a Marta durante este último episodio se tiene la clara manifestación de a autoconciencia de Jesús respecto a su identidad de Señor de la vida y de la muerte y de poseedor de las llaves del misterio de la resurrección: ‘Yo soy la resurrección. El que cree en mí, aunque muera, vivirá; y todo el que vive y cree en mí, no morirá jamás’ (Jn 11, 25-26).

Todo son palabras y hechos que contienen de formas diversas la revelación de la verdad sobre la resurrección en el período prepascual.

5. En el ámbito de los acontecimientos pascuales, el primer elemento ante el que nos encontramos es el ‘sepulcro vacío’. Sin duda no es por sí mismo una prueba directa. A Ausencia del cuerpo de Cristo en el sepulcro en el que había sido depositado podría explicarse de otra forma, como de hecho pensó por un momento María Magdalena cuando, viendo el sepulcro vacío, supuso que alguno habría sustraído el cuerpo de Jesús (Cfr. Jn 20, 15). Más aún, el Sanedrín trató de hacer correr la voz de que, mientras dormían los soldados, el cuerpo había sido robado por los discípulos. ‘Y se corrió esa versión entre los judíos, (anota Mateo) hasta el día de hoy’ (Mt 28, 12-15).

A pesar de esto el ‘sepulcro vacío’ ha constituido para todos, amigos y enemigos, un signo impresionante. Para las personas de buena voluntad su descubrimiento fue el primer paso hacia el reconocimiento del ‘hecho’ de la resurrección como una verdad que no podía ser refutada.

6. Así fue ante todo para las mujeres, que muy de mañana se habían acercado al sepulcro para ungir el cuerpo de Cristo. Fueron las primeras en acoger el anuncio: ‘Ha resucitado, no está aquí… Pero id a decir a sus discípulos y a Pedro…’ (Mc 16, 6-7). ‘Recordad cómo os habló cuando estaba todavía en Galilea, diciendo: !Es necesario que el Hijo del hombre sea entregado en manos de los pecadores y sea crucificado, y al tercer día resucite!. Y ellas recordaron sus palabras’ (Lc 24, 6-8).

Ciertamente las mujeres estaban sorprendidas y asustadas (Cfr. Mc 24, 5). Ni siquiera ellas estaban dispuestas a rendirse demasiado fácilmente a un hecho que, aun predicho por Jesús, estaba efectivamente por encima de toda posibilidad de imaginación y de invención. Pero en su sensibilidad y finura intuitiva ellas, y especialmente María Magdalena, se aferraron a la realidad y corrieron a donde estaban los Apóstoles para darles la alegre noticia.

El Evangelio de Mateo (28, 8-10) nos informa que a lo largo del camino Jesús mismo les salió al encuentro les saludó y les renovó el mandato de llevar el anuncio a los hermanos (Mt 28, 10). De esta forma las mujeres fueron las primeras mensajeras de la resurrección de Cristo, y lo fueron para los mismos Apóstoles (Lc 24, 10). ¡Hecho elocuente sobre la importancia de la mujer ya en los días del acontecimiento pascual!

7. Entre los que recibieron el anuncio de María Magdalena estaban Pedro y Juan (Cfr. Jn 20, 3-8). Ellos se acercaron al sepulcro no sin titubeos, tanto más cuanto que María les había hablado de una sustracción del cuerpo de Jesús del sepulcro (Cfr. Jn 20, 2). Llegados al sepulcro, también lo encontraron vacío. Terminaron creyendo, tras haber dudado no poco, porque, como dice Juan, ‘hasta entonces no habían comprendido que según la Escritura Jesús debía resucitar de entre los muertos’ (Jn 20, 9).

Digamos la verdad: el hecho era asombroso para aquellos hombres que se encontraban ante cosas demasiado superiores a ellos. La misma dificultad, que muestran las tradiciones del acontecimiento, al dar una relación de ello plenamente coherente, confirma su carácter extraordinario y el impacto desconcertante que tuvo en el ánimo de los afortunados testigos. La referencia ‘a la Escritura’ es la prueba de la oscura percepción que tuvieron al encontrarse ante un misterio sobre el que sólo la Revelación podía dar luz.

8. Sin embargo, he aquí otro dato que se debe considerar bien: si el ‘sepulcro vacío’ dejaba estupefactos a primera vista y podía incluso generar acierta sospecha, el gradual conocimiento de este hecho inicial, como lo anotan los Evangelios, terminó llevando al descubrimiento de la verdad de la resurrección.

En efecto, se nos dice que las mujeres, y sucesivamente los Apóstoles, se encontraron ante un ‘signo’ particular: el signo de la victoria sobre la muerte. Si el sepulcro mismo cerrado por una pesada losa, testimoniaba la muerte, el sepulcro vacío y la piedra removida daban el primer anuncio de que allí había sido derrotada la muerte.

No puede dejar de impresionar la consideración del estado de ánimo de las tres mujeres, que dirigiéndose al sepulcro al alba se decían entre si: ‘¿Quién nos retirará la piedra de la puerta del sepulcro?’ (Mc 16, 3), y que después, cuando llegaron al sepulcro, con gran maravilla constataron que ‘la piedra estaba corrida aunque era muy grande’ (Mc 16, 4). Según el Evangelio de Marcos encontraron en el sepulcro a alguno que les dio el anuncio de la resurrección (Cfr. Mc 16, 5); pero ellas tuvieron miedo y, a pesar de las afirmaciones del joven vestido de blanco, ‘salieron huyendo del sepulcro, pues un gran temblor y espanto se había apoderado de ellas’ (Mc 16, 8). ¿Cómo no comprenderlas? Y sin embargo la comparación con los textos paralelos de los demás Evangelistas permite afirmar que, aunque temerosas, las mujeres llevaron el anuncio de la resurrección, de la que el ‘sepulcro vacío’ con la piedra corrida fue el primer signo.

9. Para las mujeres y para los Apóstoles el camino abierto por ‘el signo’ se concluye mediante el encuentro con el Resucitado: entonces la percepción aun tímida e incierta se convierte en convicción y, más aún, en fe en Aquél que ‘ha resucitado verdaderamente’. Así sucedió a las mujeres que al ver a Jesús en su camino y escuchar su saludo, se arrojaron a sus pies y lo adoraron (Cfr. Mt 28, 9). Así le pasó especialmente a María Magdalena, que al escuchar que Jesús le llamaba por su nombre, le dirigió antes que nada el apelativo habitual: Rabbuni, ¡Maestro! (Jn 20, 16) y cuando El la iluminó sobre el misterio pascual corrió radiante a llevar el anuncio a los discípulos: ‘!He visto al Señor!’ (Jn 20, 18). Lo mismo ocurrió a los discípulos reunidos en el Cenáculo que la tarde de aquel ‘primer día después del sábado’, cuando vieron finalmente entre ellos a Jesús, se sintieron felices por la nueva certeza que había entrado en su corazón: ‘Se alegraron al ver al Señor’ (Cfr. Jn 20,19-20).

¡El contacto directo con Cristo desencadena la chispa que hace saltar la fe!

La Resurrección como hecho histórico

De las catequesis de san Juan Pablo Magno

25 de enero, 1989

1. En esta catequesis afrontamos la verdad culminante de nuestra fe en Cristo, documentada por el Nuevo Testamento, creída y vivida como verdad central por las primeras comunidades cristianas, transmitida como fundamental por la tradición, nunca olvidada por los cristianos verdaderos y hoy profundizada, estudiada y predicada como parte esencial del misterio pascual, junto con la cruz; es decir la resurrección de Cristo. De El, en efecto, dice el Símbolo de los Apóstoles que ‘al tercer día resucitó de entre los muertos’; y el Símbolo niceno-constantinopolitano precisa: ‘Resucitó al tercer día, según las Escrituras’.

Es un dogma de la fe cristiana, que se inserta en un hecho sucedido y constatado históricamente. Trataremos de investigar ‘con las rodillas de lamente inclinadas’ el misterio enunciado por el dogma y encerrado en el acontecimiento, comenzando con el examen de los textos bíblicos que lo atestiguan.

2. El primero y más antiguo testimonio escrito sobre la resurrección de Cristo se encuentra en la primera Carta de San Pablo a los Corintios. En ella el Apóstol recuerda a los destinatarios de la Carta (hacia la Pascua del año 57 d. De C.): ‘Porque os transmití, en primer lugar, lo que a mi vez recibí: que Cristo murió por nuestros pecados, según las Escrituras; que fue sepultado y que resucitó al tercer día, según las Escrituras; que se apareció a Cefas y luego a los Doce; después se apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de los cuales todavía la mayor parte viven y otros murieron. Luego se apareció a Santiago; más tarde a todos los Apóstoles. Y en último lugar a mi, como a un abortivo’ (1 Cor 15, 3-8).

Como se ve, el Apóstol haba aquí de la tradición viva de la resurrección, de la que él había tenido conocimiento tras su conversión a las puertas de Damasco (Cfr. Hech 9, 3)18). Durante su viaje a Jerusalén se encontró con el Apóstol Pedro, y también con Santiago, como lo precisa la Carta a los Gálatas (1,18 ss.), que ahora ha citado como los dos principales testigos de Cristo resucitado.

3. Debe también notarse que, en el texto citado, San Pablo no habla sólo de la resurrección ocurrida el tercer día ‘según las Escrituras’ (referencia bíblica que toca ya la dimensión teológica del hecho), sino que al mismo tiempo recurre a los testigos a los que Cristo se apareció personalmente. Es un signo, entre otros, de que la fe de la primera comunidad de creyentes, expresada por Pablo en la Carta a los Corintios, se basa en el testimonio de hombres concretos, conocidos por los cristianos y que en gran parte vivían todavía entre ellos. Estos ‘testigos de la resurrección de Cristo’ (Cfr. Hech 1, 22), sonante todo los Doce Apóstoles, pero no sólo ellos: Pablo habla de a aparición de Jesús incluso a más de quinientas personas a la vez, además de las apariciones a Pedro, a Santiago y a los Apóstoles.

4. Frente a este texto paulino pierden toda admisibilidad las hipótesis con las que se ha tratado, en manera diversa, de interpretar la resurrección de Cristo abstrayéndola del orden físico, de modo que no se reconocía como un hecho histórico; por ejemplo, la hipótesis, según la cual la resurrección no sería otra cosa que una especie de interpretación del estado en el que Cristo se encuentra tras la muerte (estado de vida, y no de muerte), o la otra hipótesis que reduce la resurrección al influjo que Cristo, tras su muerte, no dejó de ejercer (y más aún reanudó con nuevo e irresistible vigor) sobre sus discípulos. Estas hipótesis parecen implicar un prejuicio de rechazo a la realidad de la resurrección, considerada solamente como ‘el producto’ del ambiente, o sea, de la comunidad de Jerusalén. Ni la interpretación ni el prejuicio hallan comprobación en los hechos. San Pablo, por el contrario, en el texto citado recurre a los testigos oculares del ‘hecho’: su convicción sobre la resurrección de Cristo, tiene por tanto una base experimental. Está vinculada a ese argumento ‘ex factis’, que vemos escogido y seguido por los Apóstoles precisamente en aquella primera comunidad de Jerusalén. Efectivamente, cuando se trata de la elección de Matías, uno de los discípulos más asiduos de Jesús, para completar el número de los ‘Doce’ que había quedado incompleto por la traición y muerte de Judas Iscariote, los Apóstoles requieren como condición que el que sea elegido no sólo haya sido ‘compañero’ de ellos en el período en que Jesús enseñaba y actuaba, sino que sobre todo pueda ser ‘testigo de su resurrección’ gracias a la experiencia realizada en los días anteriores al momento en el que Cristo (como dicen ellos) ‘fue ascendido al cielo entre nosotros’ (Hech 1, 22).

5. Por tanto no se puede presentar la resurrección, como hace cierta crítica neostestamentaria poco respetuosa de los datos históricos, como un ‘producto’ de la primera comunidad cristiana, la de Jerusalén. La verdad sobre la resurrección no es un producto de la fe de los Apóstoles o de los demás discípulos pre o post-pascuales. De los textos resulta más bien que la fe ‘prepascual’ de los seguidores de Cristo fue sometida a la prueba radical de la pasión y de la muerte en cruz de su Maestro. El mismo había anunciado esta prueba, especialmente con las palabras dirigidas a Simón Pedro cuando ya estaba a las puertas de los sucesos trágicos de Jerusalén; ‘¡Simón, Simón! Mira que Satanás ha solicitado el poder cribaros como trigo; pero yo he rogado por ti, para que tu fe no desfallezca’ (Lc 22, 31-32). La sacudida provocada por la pasión y muerte de Cristo fue tan grande que los discípulos (al menos algunos de ellos) inicialmente no creyeron en la noticia de la resurrección. En todos los Evangelios encontramos la prueba de esto. Lucas, en particular, nos hace saber que cuando las mujeres, ‘regresando del sepulcro, anunciaron todas estas cosas (o sea, el sepulcro vacío) a los Once y a todos los demás…, todas estas palabras les parecieron como desatinos y no les creían’ (Lc 24, 9. 11).

6. Por lo demás, la hipótesis que quiere ver en la resurrección un ‘producto’ de la fe de los Apóstoles, se confuta también por lo que es referido cuando el Resucitado ‘en persona se apareció en medio de ellos y les dijo: ¡Paz a vosotros!’. Ellos, de hecho, ‘creían ver un fantasma’. En esa ocasión Jesús mismo debió vencer sus dudas y temores y convencerles de que ‘era El’: ‘Palpadme y ved, que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo’. Y puesto que ellos ‘no acababan de creerlo y estaban asombrados’ Jesús les dijo que le dieran algo de comer y ‘lo comió delante de ellos’ (Cfr. Lc 24,36-43).

7. Además, es muy conocido el episodio de Tomás, que no se encontraba con los demás Apóstoles cuando Jesús vino a ellos por primera vez, entrando en el Cenáculo a pesar de que la puerta estaba cerrada (Cfr. Jn 20, 19). Cuando, a su vuelta, los demás discípulos le dijeron: ‘Hemos visto al Señor’, Tomás manifestó maravilla e incredulidad, y contestó: ‘Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el agujero de los clavos y no meto mi mano en su costado no creeré. Ocho días después, Jesús vino de nuevo al Cenáculo, para satisfacer la petición de Tomás ‘el incrédulo’ y le dijo: ‘Acerca aquí tu dedo y mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado, y no seas incrédulo sino creyente’. Y cuando Tomás profesó su fe con las palabras ‘Señor mío y Dios mío’, Jesús le dijo: ‘Porque me has visto has creído. Dichosos los que no han visto y han creído’ (Jn 20, 24-29).

La exhortación a creer, sin pretender ver lo que se esconde Por el misterio de Dios v de Cristo, permanece siempre válida; pero la dificultad del Apóstol Tomás para admitir la resurrección sin haber experimentado personalmente la presencia de Jesús vivo, y luego suceder ante las pruebas que le suministró el mismo Jesús, confirman lo que resulta de los Evangelios sobre la resistencia de los Apóstoles y de los discípulos a admitir la resurrección.

Por esto no tiene consistencia la hipótesis de que la resurrección haya sido un ‘producto’ de la fe (o de la credulidad) de los Apóstoles. Su fe en la resurrección nació, por el contrario (bajo a acción de la gracia divina), de la experiencia directa de la realidad de Cristo resucitado.

8. Es el mismo Jesús el que, tras la resurrección, se pone en contacto con los discípulos con el fin de darles el sentido de la realidad y disipar la opinión (o el miedo) de que se tratara de un ‘fantasma’ y por tanto de que fueran víctimas de una ilusión. Efectivamente, establece con ellos relaciones directas, precisamente mediante el tacto. Así es en el caso de Tomás, que acabamos de recordar, pero también en el encuentro descrito en el Evangelio de Lucas, cuando Jesús dice a los discípulos asustados: ‘Palpadme y ved que un espíritu no tiene carne y huesos como veis que yo tengo’ (24, 39). Les invita a constatar que el cuerpo resucitado, con el que se presenta a ellos, es el mismo que fue martirizado y crucificado. Ese cuerpo posee sin embargo al mismo tiempo propiedades nuevas: se ha ‘hecho espiritual’ (y ‘glorificado’ y por lo tanto ya no está sometido a las limitaciones habituales a los seres materiales y por ello a un cuerpo humano. (En efecto, Jesús entra en el Cenáculo a pesar de que las puertas estuvieran cerradas, aparece y desaparece, etc.) Pero al mismo tiempo ese cuerpo es auténtico y real. En su identidad material está la demostración de la resurrección de Cristo.

9. El encuentro en el camino de Emaús, referido en el Evangelio de Lucas, es un hecho que hace visible de forma particularmente evidente cómo se ha madurado en la conciencia de los discípulos la persuasión de la resurrección precisamente mediante el contacto con Cristo resucitado (Cfr. Lc 24, 15-21). Aquellos dos discípulos de Jesús, que al inicio del camino estaban ‘tristes y abatidos’ con el recuerdo de todo lo que había sucedido al Maestro el día de la crucifixión y no escondían la desilusión experimentada al ver derrumbarse la esperanza puesta en El como Mesías liberador (‘Esperábamos que sería El el que iba a librar a Israel’) experimentan después una transformación total, cuando se les hace claro que el Desconocido, con el que han hablado, es precisamente el mismo Cristo de antes, y se dan cuenta de que El, por tanto, ha resucitado. De toda la narración se deduce que la certeza de la resurrección de Jesús había hecho de ellos casi hombres nuevos. No sólo habían readquirido la fe en Cristo, sino que estaban preparados para dar testimonio de la verdad sobre su resurrección.

Todos estos elementos del texto evangélico, convergentes entre sí, prueban el hecho de la resurrección, que constituye el fundamento de la fe de los Apóstoles y del testimonio que, como veremos en las próximas catequesis, está en el centro de su predicación.

“¡En Cristo también nosotros resucitaremos”

Domingo de resurrección

 

P.  Jason Jorquera M.,

Sermón de Domingo de resurrección

En este domingo junto con toda la iglesia estamos celebrando la resurrección del Señor, la resurrección de Jesucristo de entre los muertos para que nosotros también podamos resucitar con Él en la eternidad. Pero más propiamente podemos decir que nosotros, por la gracia, ya hemos resucitado de alguna manera con Cristo; porque en ella comienza la resurrección de toda la humanidad redimida.

La humanidad, en Cristo, ya ha resucitado; y la salvación le es posible. Pero esto no quiere decir que cada hombre alcance esa salvación; que cada muerto haya resucitado; que cada nacido pueda llamar a Dios su Padre; que todas las plantas, que somos nosotros, florezcan la flor de la santidad.
La Redención está operada, pero hay que aplicarla a cada alma. La fuente de aguas ha brotado en la tierra árida, pero hay que llevarla a cada alma y regar con ella cada planta para que florezca la santidad.
Por la fe miramos a Cristo resucitado, y en Él nos miramos a nosotros mismos.
– Ha resucitado la Cabeza, por tanto también resucitará el Cuerpo;
– Venció a la muerte el Dios de los Ejércitos, por tanto, también sus vasallos;
– Conquistó el reino de la luz el Sol de Justicia, por tanto no experimentaremos la oscuridad y la frialdad de la muerte.

1) Qué nos da a nosotros la fe en Cristo resucitado

Creer en Cristo Resucitado, en primer lugar, da consuelo a nuestros corazones afligidos; da calor a nuestra alma para que se entusiasme nuevamente a reparar nuestra vida de pecado y seguir las huellas del divino Maestro; nos mueve a correr en busca de la Madre de los Dolores, pero no ya para consolarla, sino para contemplarla gloriosa en la gloria de su divino Hijo;
Porque creer en Cristo es sintonizar nuestros corazones con el Corazón del resucitado, con su propio corazón, para que ambos corazones puedan latir juntos por su gracia en el Amor de la redención.
Contemplar la resurrección de Cristo es dar seguridad a nuestra fe, avivar nuestra esperanza, enardecer nuestra caridad. Contemplar la resurrección del Señor es dar descanso y consuelo a nuestro corazón.
La resurrección de Cristo, en definitiva, nos colma de todas las gracias necesarias para llegar a la eternidad.

2) Qué nos pide a nosotros la resurrección

“Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes del cielo, donde está Cristo sentado a la derecha de Dios”, hoy nos exhorta San Pablo.
Si la resurrección de Cristo ha sido un consuelo para nuestros corazones, si ha sido la luz gloriosa que disipó la oscuridad del pecado y de la muerte, si ha sido el calor que fermenta en nuestras almas la esperanza de la bienaventuranza final, la resurrección del Señor implica también la exigencia de un nuevo estilo de vida.

Tras la victoria de nuestra Cabeza, debemos mirar hacia el cielo; viviendo en la tierra, debemos tender hacia lo alto.
Cristo resucitado ennoblece nuestra naturaleza caída. Entonces ya no podemos seguir obrando como seres irracionales. Es el mismo Cristo quien nos llama a levantar nuestra cabeza, a vivir la nobleza de ser cristianos. Jesús nos llama a “aspirar a las cosas de arriba”, a buscar lo trascendental por sobre lo caduco, lo que permanece por sobre lo superfluo de las modas y los estilos, lo que pertenece al reino de la luz, por su claridad y belleza, por sobre lo oscuro, intrigante y deforme.
Se nos llama, en definitiva, a elevar y transfigurar nuestro estilo de vida; a recordar que es más importante ser que tener; a darnos cuenta que exigirnos es mejor que reclamar derechos; que vivir con recogimiento es más digno que dedicarse a mil actividades distractivas.
La resurrección de Cristo nos invita a vivir del Resucitado, de la gracia, de su Iglesia, de la belleza de su doctrina. Nos invita a resucitar con Él, a inaugurar un nuevo tipo de vida, muriendo a la vida esclavizante del pecado.
Cristo resucitado se nos ofrece así, como consuelo para nuestros corazones, al mismo tiempo que se vuelve convocatoria a una nueva vida.
Nuestra resurrección por la fe, significa morir a la anterior vida de pecado, para comenzar a vivir seriamente la vida de la gracia, y aprender a vivir muriendo:
– Morir a nuestros gustos desordenados, para vivir en la voluntad de Dios;
– Morir a nuestro orgullo, para vivir en humildad;
– Morir a nuestro egoísmo, para vivir en el amor por los demás.

Su resurrección sucedió “el primer día de la semana”. Ese “primer día” fue y es el domingo. Por ello los cristianos cada “día del Señor” –que eso significa “domingo”– nos reunimos a celebrar los misterios del Dios que, haciéndose hombre y habiendo resucitado, se vuelve Eucaristía para alimento de su Cuerpo Místico, la Iglesia, que peregrina hacia la resurrección final.

La resurrección de Cristo es, en cierta manera, el comienzo de la Vida Eterna, el principio de una era nueva sin fin. Vivir la resurrección de Cristo es incorporarse a este nuevo estado, preparándose así a la vuelta gloriosa del Señor. De ahí lo que nos anuncia San Pablo: “Cuando se manifieste Cristo, que es vuestra vida, entonces vosotros también apareceréis con Él, llenos de gloria”. Nos toca, pues, vivir la resurrección de Cristo, y pregustar su triunfo definitivo. Mientras tanto, seguimos peregrinando en esta vida mortal, con nuestros defectos y limitaciones, con nuestros pecados y tentaciones. Pero a pesar de todo, en todas nuestras dificultades y en cada una de nuestras batallas nos anima saber que nuestra Cabeza ya ha triunfado. Lo que nos queda es tan sólo librar la batalla y alcanzar la victoria en el interior de nuestro corazón.

3) El gozo de la resurrección

P. Hurtado: Los peces del océano viven en agua salada y a pesar del medio salado, tenemos que echarles sal cuando los comemos: se conservan insípidos, sosos. Así podemos vivir en la alegría de la resurrección sin empaparnos de ella: sosos. Debemos empaparnos, pues, en la resurrección. El mensaje de la resurrección es alentador, porque es el triunfo completo de la bondad de Cristo.

Demos rienda suelta a nuestra alegría. ¡Cristo ha resucitado! Pero no olvidemos que para resucitar tuvo primero que haber una muerte. Justamente nos gozamos por la Pascua de Resurrección, porque antes hubo un Viernes Santo de Pasión. Cada día Cristo quiere resucitar en nuestro corazón por el ardor de la caridad, pero ello no sucederá si antes nuestra voluntad no tiene su pasión y muerte, si cada día no vamos dejando un poco más a nuestros criterios y juicios mundanos, “porque vosotros estáis muertos –dice San Pablo–, y vuestra vida está desde ahora oculta con Cristo en Dios”.

El gozo de la resurrección que Cristo nos ha brindado se fundamenta en su mismo amor porque, una vez resucitado, no se contentó con gozar Él solo su felicidad, sino que quiso hacernos partícipes de ella invitándonos a vivir desde ya resucitados en su gracia. La alegría de la resurrección está en que por la gracia, tomamos parte desde ahora en la vida eterna que nos mereció Cristo con su cruz y resurrección, y lo único capaz de hacernos perder esa eternidad es el pecado.

En este domingo de resurrección, alegrémonos con Cristo de sabernos salvados por su sacrificio, alegrémonos de sabernos amados por Dios hasta la vida de su propio hijo, alegrémonos de haber recibido la llave del cielo que es la gracia: gocemos en nuestra alma porque Cristo venció nuestra muerte y nos ganó la vida eterna.

Que la alegría pascual se prolongue en nuestras vidas, en cada momento, en cada cosa que hagamos, sabiendo que en nuestra fidelidad a la gracia de Dios ya está presente nuestra resurrección de entre los muertos para vivir junto con Cristo para siempre, para nunca más morir.

Le pedimos esta gracia a la santísima Virgen, madre de Jesucristo resucitado.

P Jason.