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EL CUIDADO ADMIRABLE DE UN DIOS TRINO POR SUS CREATURAS

[…] Y mis delicias están con los hijos de los hombres. – Pr 8,22-31

Queridos todos,

Hoy la Iglesia celebra la solemnidad de la Santísima Trinidad, fiesta muy importante para nosotros, dónde podemos profundizar en esta verdad inefable de nuestra fe; fiesta en la cual podemos contemplar la misteriosa presencia del Dios Uno y Trino no solamente en la eternidad, como también en el tiempo; actuando en la historia en distintos momentos, pero principalmente actuando en nosotros por medio de su presencia -por la Inhabitación- en las almas en gracia.

Ahora me gustaría subrayar un aspecto de este misterio admirable, para asentarlo como base de lo que será desarrollado más adelante. Aunque en términos filosóficos, podemos atribuir ciertas propiedades a una persona de la Santísima Trinidad en particular, como, por ejemplo, atribuimos al Padre la creación, al Hijo la redención, al Espíritu Santo la santificación, nosotros sabemos bien que ellas -las tres personas divinas- están presente en todas estas obras. Es decir, que la creación, por más que sea una obra que se atribuye al Padre, ahí también está el Hijo y el Espíritu; la redención, por más que sea una obra atribuida al Hijo, también se puede decir igualmente que es del Padre y el Espíritu Santo; y por fin, por más que el Espíritu Santo sea el que santifica las almas, esto lo hace también con la presencia del Padre y del Hijo.

Volviendo a la liturgia de hoy, llama mucho la atención el tema de la creación. Esta obra magnífica de Dios, de la Trinidad, dónde podemos sentir el inmenso amor que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo tienen por nosotros.

Comencemos por la primera lectura, del libro de los Proverbios. Aquí está puesto en labios de la Sabiduría divina, el hecho de la creación bajo su perspectiva: […] cuando asentaba los cimientos de la tierra, yo estaba junto a él, como arquitecto, y día tras día lo alegraba, todo el tiempo jugaba en su presencia […]. Y aquí viene una maravilla que el Espíritu Santo nos reveló por medio del Escritor Sagrado: de un modo lleno de ternura y cariño, el Verbo Divino demuestra, por un lado, su poder sobre toda la creación, el dominio que tiene sobre todo lo que fue creado, y, por otro lado, el amor para con una de sus criaturas, al punto de regocijarse de poder encontrarse en medio de sus criaturas. Dice: […] jugaba con la bola de la tierra, y mis delicias están con los hijos de los hombres […].

Con razón es que debemos admirarnos de las obras de Dios, de las maravillas que el Señor se ha dignado sacar de la nada y darles vida, darles ser, darles existencia. Pero especialmente, debería asombrarnos el hombre, el hecho de que nos haya creado, por simple y puro amor por nada más que esto.

Este asombro lo expresa muy bien el Salmista en el Salmo 8, que rezamos todos los sábados en la oración de las Laudes, dice: Cuando contemplo el cielo, obra de tus dedos / la luna y las estrellas que has creado. / ¿Qué es el hombre, para que te acuerdes de él, / el ser humano, para mirar por él? Y no contento por tamaño asombro por el cuidado que Dios nos tiene, quiere subrayar la posición que Dios le ha dado al hombre en la creación para justificar su admiración: Lo hiciste poco inferior a los ángeles, / lo coronaste de gloria y dignidad, / le diste el mando sobre las obras de tus manos. / Todo sometiste bajo sus pies.

En efecto, ¡este asombro jamás debería salir de nuestra mente! Nuestra alma debería ponerse a considerar esta gran verdad, este magnífico misterio, y debería enternecerse de amor por el que nos ha creado, incluso a aquellas almas más obstinadas en el pecado. Porque la verdad es que, mirando tanta bondad por parte de Dios y sabiendo de la infidelidad de nuestros primeros padres, que se transformó a lo largo de los siglos hasta llegar a la miseria y podredumbre actual, ¡no merecíamos para nada todo este cuidado! Parece que Dios se ha olvidado de todo lo que le hicimos, nosotros los hombres. Bien tenía razón el Siervo de Dios, el cardenal Van Thuân, cuándo, jocosamente -y con mucha reverencia- exponía a la curia romana en unos Ejercicios Espirituales anuales en el año 2000[1] que, era uno de los defectos de Dios Nuestro Señor que él más admiraba: la poca memoria que tiene el Señor.

Pues sí, estábamos en guerra con Dios, pero por supuesto que era una guerra, en la cual el empeño en pelear venía solamente de parte nuestra. Dios siempre nos quiere perdonar y desea que estemos arrepentidos verdaderamente.

San Pablo, en la segunda lectura nos hace recordar del remedio para esta guerra, para que nos admiremos más todavía con tamaño cuidado que Dios nos tiene: Habiendo sido justificados en virtud de la fe, estamos en paz con Dios, por medio de Nuestro Señor Jesucristo. Es decir, que, no obstante saber la miseria que somos, que hemos sido sacados de la nada a la vida por puro amor y benevolencia por parte del Padre, que hemos sido soberbios y hemos renegado su paternidad buscando por nuestros propios medios encontrar la felicidad, que hemos sido reconciliados con Dios por medio de Nuestro Señor Jesucristo, el Hijo Unigénito del Padre; aún considerando todo este panorama, todavía tenemos muchos más motivos para gloriarnos y, por supuesto, no hemos de olvidarnos jamás, que debemos admirarnos, que debemos asombrarnos cada vez más con estas verdades sublimes.

Dice el Apóstol Pablo: […] nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios. Sí, es lo que leemos en la segunda lectura: ¡nos gloriamos en la esperanza de la gloria de Dios! Pues por el sublime acto de amor manifestado por nosotros en Cristo, el Padre celeste nos ha abierto las puertas del Reino celestial para toda la eternidad, para que gocemos de su presencia, para que volvamos a su seno para contemplarlo cara a cara.

Pero Señor, ¿por qué no nos arrebatas luego, no nos llevas junto a tu seno en la Trinidad para que podamos alegrarnos eternamente contigo? Tenemos que sufrir, padecer tanto en este mundo y ¡Ay! Aún corremos el riesgo de perderte.

Por un lado, más justo que esto no hay, una vez que debemos contribuir con nuestra parte para nuestra salvación eterna. “El que te creó sin ti, no te salvará sin ti”, basta recordarnos de esta frase de San Agustín para que entendamos que debemos poner lo nuestro en esta tarea. Pero, Señor, subiste al Padre, comenzaste a reinar en el Cielo con todos los justos que viniste a rescatar y ahora tienes preparado lugar ahí para cada uno de nosotros que luchamos para seguir lo que nos enseñaste, y aún nos cuesta tanto estas peleas, estas tribulaciones, estas crucecillas que tenemos que cargar cada día. Incluso en esto debemos gloriarnos, pues aumenta nuestro premio de gloria. No lo digo yo, acordémonos de lo que nos dice el Apóstol: Más aún, nos gloriamos incluso en las tribulaciones, sabiendo que la tribulación produce paciencia, la paciencia, virtud probada, la virtud probada, esperanza, y la esperanza no defrauda, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones.

Ahora ya no nos queda más por lo cual admirarnos, ¿habrá algo más para que nos asombremos, para que quedemos extasiados delante de tanta bondad?

¡Ah, alma mía! Cuanto pierdes en no poner en el Señor el ancla segura de tu felicidad suprema. Dios, tan bondadoso, tanta bondad tiene para que se le escape por todos lados y la desborde (vierta…) en nosotros: ha sido derramado en nuestros corazones, dice San Pablo, desborda, el Padre tiene tanto amor para regalarnos, y al mismo tiempo que tiene todo su esplendor, su gloria, su majestad, su potencia, su infinitud siempre en la eternidad, quiso derramarse a sí mismo, junto con el Espíritu Santo y el Hijo en nuestros corazones. Lo tenemos dentro, muy dentro, en el más profundo centro del alma, diría San Juan de la Cruz.

En el Evangelio, Jesús dijo: Todo lo que tiene el Padre es mío, lo mismo podemos decir del Espíritu Santo, y fuimos comprados por el Padre a precio de la Sangre preciosísima de su Hijo Unigénito. Por esto, que la Santísima Virgen María nos ayude a tomar conciencia de nuestra dignidad, de quién es Aquél a quién pertenecemos, para que nos admiremos siempre más del tamaño del amor con que la Santísima Trinidad nos ha amado desde toda la eternidad.

Que la Virgen nos conceda a todos esta gracia.

Ave María Purísima.

P. Harley D. Carneiro, IVE

 

[1] Idea sacada del libro Testigo de Esperanza, del Card. Van-Thuân

LAS NEGACIONES DE PEDRO

«…Pedro le dijo: “¿Por qué no puedo seguirte ahora? Yo daré mi vida por Ti”. Respondió Jesús: “¿Tú darás tu vida por Mí? En verdad, en verdad te digo que no cantará el gallo hasta que tú me hayas negado tres veces”» (Del Evangelio del Martes Santo).

Ven. Fulton Sheen

Cuando nuestro Señor fue preso, Pedro le siguió a cierta distancia; Juan le acompañaba también. Ambos llegaron hasta la casa de Anás y Caifás, donde Jesús sufrió el proceso religioso. La casa del sumo sacerdote estaba construida, al igual que muchas otras casas orientales, alrededor de un patio cuadrangular al que se entraba por un pasillo desde la parte delantera del edificio. Este pasaje abovedado era un pórtico cerrado a la calle por medio de una pesada puerta. En aquella ocasión se hallaba guardando la puerta una criada del sumo sacerdote. El patio interior a que daba acceso este pasaje se hallaba descubierto, y el suelo estaba pavimentado con lajas. Aquella noche hacía frío, pues era en los primeros días de abril. Pedro había sido infiel al Señor en el huerto, al quedarse dormido en vez de velar; ahora se le presentaba la ocasión de reparar su falta. Pero el peligro acechaba a Pedro, sobre todo porque éste tenía una confianza exagerada en su propia lealtad. Aunque un antiguo profeta había dicho que las ovejas serían dispersadas, el creía que, al habérsele dado las llaves del reino de los cielos, quedaba dispensado de semejante contratiempo. Un segundo peligro lo constituía su misma falta anterior de cuando se le rogó que «velara y orase». No había velado, sino que se había dormido; no oró, puesto que substituyó la espiritualidad por el activismo al hacer uso de la espada. Un tercer peligro podía ser el que la distancia física que le separaba de Jesucristo fuese el símbolo de la distancia espiritual que le mantenía alejado del Maestro. Y todo apartamiento del sol de justicia no es más que tinieblas.

Cuando Pedro entró en el patio, lo primero que hizo fue calentarse a la lumbre. Puesto a la luz de las llamas, era más fácil que le reconociera la criada que le había dejado entrar. Si el desafío a la lealtad de Pedro le hubiera venido de una espada o de un hombre, probablemente se habría mostrado más fuerte; pero, con la desventaja de su amor propio y de su orgullo, se vio más fácilmente vencido por una joven, que resultó ser así demasiado fuerte para el presuntuoso Pedro. El propósito de Cristo era vencer por medio del sufrimiento; el propósito de Pedro era vencer resistiendo. Pero aquí la oposición con que se encontró era poco evidente. Cogido de sorpresa por la criada, Pedro negó a Jesús por vez primera. La criada le dijo así:

También tú estabas con Jesús el galileo. Mt 26, 69.

Pero, delante de todos, Pedro respondió:

No sé lo que dices. Mt 26, 70

Pedro empezó a sentirse molesto ante lo que le pareció la luz escudriñadora de una llama que parecía querer sondear su alma al mismo tiempo que examinaba su rostro; por ello se dirigió unos pasos más allá, hacia el pórtico. Deseoso de evitar preguntas comprometedoras y miradas indiscretas, se sintió más seguro en la obscuridad del pórtico. La misma criada, o probablemente otra, vino a él diciendo que él había estado con Jesús de Nazaret, cosa que Pedro volvió a negar, pero esta vez con juramento, diciendo:

No conozco a ese hombre. Mt 26, 72

El que unas pocas horas antes había sacado la espada en defensa del Maestro, ahora negaba al mismo a quien había tratado de defender. El que había llamado a su Maestro «Hijo de Dios viviente», ahora le llamaba simplemente «ese hombre».

Trascurrió el tiempo, y su Salvador fue acusado de blasfemia y entregado a la brutalidad de sus verdugos; pero Pedro se hallaba todavía rodeado de enemigos. Aunque era probablemente más de medianoche, las calles estaban abarrotadas de gentes que habían salido de sus casas a la noticia del proceso de Jesús. Entre esta gente se hallaba un pariente de Malco que recordó perfectamente que Pedro era quien había cortado la oreja de su pariente en el huerto de los Olivos, y que Jesús le había sanado la herida poniendo nuevamente la oreja en su lugar. Con objeto de disimular su nerviosidad y aparentar cada vez más que no conocía a Jesús, Pedro debió de hablar seguramente en demasía; y esto fue lo que le perdió. Su acento provinciano reveló que se trataba de un galileo; se sabía que la mayor parte de los adeptos de Jesús provenían de aquella región, cuyo dialecto no era el lenguaje refinado de Judea y Jerusalén. Aquí se pronunciaban sonidos guturales que los galileos no sabían pronunciar, e inmediatamente uno de los presentes dijo así:

Verdaderamente tú también eres uno de ellos,

porque aun tu habla lo hace manifiesto. Mt 26, 73

Entonces Pedro comenzó a maldecir y a jurar, diciendo:

¡No conozco a ese hombre! Mt 26, 74

Tan fuera de sí estaba Pedro esta vez, que no vaciló en invocar a Dios omnipotente en testimonio de su reiterada mentira. Nos preguntamos si con ello no volvería en cierto modo a sus viejos tiempos de pescador; tal vez cuando se le enredaba la red en el lago de Galilea perdía los estribos y recurría a la blasfemia. Sea lo que fuere, ahora juró a fin de obligar a que los incrédulos le creyeran.

Entonces acudieron en tropel antiguos recuerdos a su mente. El Señor le había llamado «bienaventurado» al darle las llaves del reino de los cielos y al permitirle contemplar su gloria en la transfiguración. Ahora, en la helada aurora de la conciencia de su culpa, percibió un son inesperado:

Cantó un gallo. Mt 26, 74

Incluso la naturaleza protestaba de la negación que Pedro hacía de Cristo. Entonces cruzó como una centella por su mente el recuerdo de las palabras que Jesús le había dicho:

Antes que cante el gallo me negarás tres veces. Mt 26, 75

En aquel momento pasó por allí nuestro Señor con el rostro cubierto de esputos. Acababa de ser azotado.

Y, volviéndose el Señor, fijó la mirada en Pedro. Lc 22, 61

Aunque estaba atado ignominiosamente, los ojos del Maestro buscaron a Pedro con una compasión indescriptible. Nada dijo; solamente le miró. Aquella mirada sirvió probablemente para refrescar la memoria de Pedro y reavivar su amor. Pedro podía negar al «hombre», pero Dios seguía amando al hombre Pedro. El mismo hecho de que el Señor tuviera que volverse para mirar a Pedro indica que Pedro había vuelto la espalda al Señor.

El ciervo herido estaba buscando la espesura del bosque para desangrarse a solas, pero el Señor venía a arrancar la flecha del corazón herido de Pedro.

Y, saliendo afuera, lloró amargamente. Lc 22, 62

Pedro se sentía ahora lleno de arrepentimiento, como Judas dentro de unas horas se sentiría invadido por el remordimiento. El dolor de Pedro estaba producido por el pensamiento del pecado en sí o de haber ofendido a la persona de Dios. El arrepentimiento no repara en las consecuencias; pero el remordimiento está inspirado sobre todo por el temor a las consecuencias. La misma misericordia que se extendió a uno que le negaba, se extendería a los que le clavaron en la cruz y al ladrón arrepentido que le pediría perdón. En realidad, Pedro no negó que Cristo fuese el Hijo de Dios. Negó conocer a aquel «hombre», o que fuera uno de sus discípulos. Pero fue infiel al Maestro. Y, sin embargo, sabiendo todas las cosas, el Hijo de Dios hizo de Pedro, y no de Juan, la Roca sobre la cual edificaría su Iglesia, a fin de que los pecadores y los débiles no desesperaran jamás.

* En «Vida de Cristo». Editorial Herder – Barcelona, España – 1959, pp.451-454.

HUMILDAD Y SOBERBIA

Aunque perfectamente delimitado el ámbito de la humildad en esta aclaración de Santo Tomás, queda un amplio margen para una rica escala de «humildades», que van desde un sano «desprecio de los hombres» que muestra el magnánimo, hasta el anonadamiento de un San Francisco de Asís, que con una soga al cuello se deja conducir ante la turba, despojado de su hábito.

Josef Pieper

Humildad como forma fundamental de la templanza

           Una de las cosas en que el hombre, por instinto natural, procura hallar el logro de sí mismo es la tendencia a sobresalir, el demostrar superioridad, categoría y preeminencia.

La virtud de la templanza, en cuanto aplicada a ese instinto para someterlo a los dictados de la razón, se llama humildad. Esta consiste en que el hombre se tenga por lo que realmente es. Con esto está ya dicho lo fundamental sobre esta virtud.

Por eso resulta difícil entender el que se haya discutido tanto sobre ella. Claro que hay que tener en cuenta los esfuerzos del diablo para destruir en las almas la fisonomía delicada de esta virtud, tan esencial para la perfección cristiana. Pero si prescindimos de esto, hay que admitir un oscurecimiento del concepto de humildad en la conciencia cristiana, para explicarnos tanta discusión sobre su verdadero alcance y contenido.

En todo el tratado de Santo Tomás sobre la humildad y la soberbia no se encuentra ni una frase que diera pie a pensar que la humildad pueda tener algo que ver, como tampoco lo tiene ninguna otra virtud, con una constante actitud de autorreproche, con la depreciación del propio ser y de los propios méritos o con una conciencia de inferioridad.

Magnanimidad como virtud subordinada y necesaria.

         Para que se entienda por dónde va el camino de la verdadera humildad hay que percatarse de que no sólo no es contraria a la magnanimidad, sino que es su hermana gemela y compañera; ambas están a mitad de camino, igualmente distantes de la soberbia y de la pusilanimidad.

¿Qué quiere decir magnanimidad? Es el compromiso que el espíritu voluntariamente se impone de tender a lo sublime. Magnánimo es aquel que se cree llamado o capaz de aspirar a lo extraordinario y se hace digno de ello. El magnánimo es en cierto modo caprichoso; no se deja distraer por cualquier cosa, sino que se dedica únicamente a lo grande, que es lo que a él le va. El magnánimo tiene sobre todo una sensibilidad despierta para ver dónde está el honor: «el magnánimo se consagra a aquello que proporciona una grande honra». En la Summa theologica se dice: «El que despreciare la honra hasta tal punto que no se preocupa de hacer aquello que honra merece, es de vituperar». El magnánimo no se inmuta por una deshonra injusta; la considera sencillamente indigna de su atención. Acostumbra a mirar con desprecio a los seres de ánimo mezquino; y nunca es capaz de considerar que exista alguien tan alto que sea merecedor de que, por miramiento a él, se cometa algo deshonesto. Santo Tomás aplica al justo que muestra este sano desprecio de lo humano aquellas palabras del Salmo 14, 4: «A sus ojos es nada el hombre malvado».

Características del magnánimo son la sinceridad y la honradez. Nada le es tan ajeno como callar por miedo. El magnánimo evita, como la peste, la adulación y las posturas retorcidas. No se queja, pues su corazón no permite que se le asedie con un mal externo cualquiera. La magnanimidad implica una fuerte e inquebrantable esperanza, una confianza casi provocativa y la calma perfecta de un corazón sin miedo. No se deja rendir por la confusión cuando ésta ronda el espíritu, ni se esclaviza ante nadie, y sobre todo no se doblega ante el destino: únicamente es siervo de Dios.

Uno queda maravillado cómo la Summa theologica va construyendo, rasgo por rasgo, la imagen de la magnanimidad. Era necesario un desarrollo minucioso y claro porque, aunque Santo Tomás había dicho en el tratado sobre la humildad que la magnanimidad no es contraria a ésta, no lo había explicado demasiado. Ahora se entenderá mejor lo que aquella afirmación quería significar. Y advertiremos también que la frase de que humildad y magnanimidad no se contradicen, tiene su parte de aviso y de toque de atención para que no se desvirtúe el contenido de la humildad.

A veces se ha confundido el magnánimo con el engreído, y esta equivocación repercute en el juicio que se forma sobre la humildad. «Ese hombre es un soberbio», se oye a veces decir, con más ligereza que justificación; pues raras veces es cierto que haya verdadera soberbia («superbia» teológica) en los casos a que nos referimos cuando hablamos así.

La soberbia no es primariamente una forma de portarse con los demás. Soberbia es ante todo una postura ante Dios. Quiere decir, fundamentalmente, la negación de la relación criatura-Creador; el soberbio niega la dependencia de Dios como criatura.

De las dos cosas que definen el pecado: alejamiento de Dios y acercamiento a los bienes perecederos, lo primero es lo que determina y constituye la forma definitoria de lo pecaminoso. Este aspecto constitutivo del pecado se encuentra en la soberbia de una manera especialísima y específica, como en ningún otro: «Todos los pecados son fuga de Dios; la soberbia es el único que le planta cara». Los soberbios son también los únicos pecadores a quien Dios no soporta, según dice la Biblia, en la Epístola de Santiago 4, 6.

Tampoco la humildad es en primer término una forma de relacionarse con los demás, sino una forma determinada de estar en la presencia de Dios. Ese carácter de criatura, que es inherente al hombre y que la soberbia niega y destruye, es afirmado y mantenido por la humildad. Si ese carácter creacional del hombre, el ser hechura de Dios, es lo que constituye su esencia, la humildad, en cuanto «sometimiento del hombre a Dios», es la aceptación de una realidad primaria y definitiva.

Humildad y humor

         Por otra parte, la humildad no es tampoco en primer término un comportamiento exterior, sino una forma de ser por dentro, que nace de una decisión libre y consciente de la voluntad. Aplicada a la relación Dios-criatura, es la aceptación sin reservas de aquello que por divina voluntad es lo real. En este sentido, consiste en doblegarse conscientemente al hecho de que ni la humanidad ni el hombre particular son Dios, ni están tampoco creados de naturaleza divina. Y en este momento es cuando quiere hacerse visible una secreta correspondencia entre humildad y humor; algo que sería profundamente cristiano.

Aceptar la condición de criatura

          Una vez aclarado su auténtico concepto ya no será preciso demostrar que la humildad tiene también una cara que da hacia el mundo de la convivencia con los demás. Entendida así habremos de definirla como la virtud que inclina a los hombres a rebajarse los unos ante los otros. Palabras un poco grandilocuentes, pero que en seguida vamos a intentar explicar.

La cuestión de la humildad de unos hombres entre otros la ha resuelto Santo Tomás de Aquino en la Summa theologica de la siguiente manera: «En el hombre hay que distinguir dos cosas: lo que es de Dios y lo que es del hombre… Humildad, tomada en su sentido estricto, es el miedo reverencial por el que el hombre se somete a Dios. Por eso debe el hombre subordinar lo que hay de humano en sí mismo a lo que hay de Dios en el prójimo. Pero la humildad no exige que se someta lo que hay de Dios en sí mismo a lo que parece ser de Dios en el otro… Así como tampoco exige que se someta lo humano propio a lo humano de los demás».

Aunque perfectamente delimitado el ámbito de la humildad en esta aclaración de Santo Tomás, queda un amplio margen para una rica escala de «humildades», que van desde un sano «desprecio de los hombres» que muestra el magnánimo, hasta el anonadamiento de un San Francisco de Asís, que con una soga al cuello se deja conducir ante la turba, despojado de su hábito.

Una vez más nos encontramos con que la Iglesia, por lo que se refiere a la doctrina de la perfección cristiana, no es una gran partidaria del «camino único». Este cuidado que muestra la Iglesia por abrir sendas múltiples, su aversión incluso al exclusivismo, está comentada por San Agustín con ocasión de otro tema afín al que ahora nos ocupa, pero donde se refleja la identidad de pensamiento: «Si uno cree que debe recibirse el Cuerpo del Señor diariamente y el otro dice lo contrario, que cada uno haga lo que mejor le parezca según su opinión y devoción. Tampoco se pelearon entre sí Zaqueo y el Centurión porque el uno recibiera con gozo al Señor en su casa (Lc. 19, 6) y el otro dijera: Señor, yo no soy digno de que entréis en mi morada (Lc. 17, 6). Aunque no de la misma manera, ambos hicieron honor al Redentor».

* En «Las Virtudes Fundamentales» (fragmento del estudio de la virtud de la Templanza), Ediciones Rialp, Madrid, 6ª edición – 1998, pp. 276-281.

Un nuevo relicario para nuestra Capilla

“La unión de los miembros de la Iglesia peregrina con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera se interrumpe. Más aún, según la constante fe de la Iglesia, se refuerza con la comunicación de los bienes espirituales.” (CIC 955)

La carta a los Hebreos nos advierte: “Acordaos de vuestros guías, que os anunciaron la palabra de Dios; fijaos en el desenlace de su vida e imitad su fe.” (Heb 13,7) El Catecismo de la Iglesia Católica, en el número 956, al hablar de la intercesión de los santos, nos enseña que por el simple hecho de que “los del cielo están más íntimamente unidos con Cristo, consolidan más firmemente a toda la Iglesia en la Santidad […] No dejan de interceder por nosotros ante el Padre. Presentan por medio del único mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, los méritos que adquirieron en la tierra […] Su solicitud fraterna ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad.

Esta veneración que les prestamos a los santos, confiando en su auxilio junto a Cristo Señor y esperando recibir las gracias necesarias para que alcancemos el mismo camino que ellos mismos han recorrido y que, por lo tanto, han alcanzado la meta definitiva en la eternidad, es algo de una tradición antiquísima en la Iglesia. Con efecto, en el famoso Martirio de San Policarpo, nos es relatado la siguiente frase del santo obispo, dice san Policarpo: “Nosotros adoramos a Cristo porque es el Hijo de Dios; en cuanto a los mártires, los amamos como discípulos e imitadores del Señor, y es justo, a causa de su devoción incomparable hacia su Rey y maestro; que podamos nosotros, también, ser sus compañeros y sus condiscípulos.” (CIC 957).                                                   

Con gran alegría, esta semana pudimos poner en nuestra sencilla capilla, un nuevo relicario, que nos recuerda toda esta enseñanza milenaria de la Iglesia sobre la veneración de los santos. Es una tradición en nuestra congregación, y en varios otros lugares también, el tener en la capilla un cuadro reservado para las reliquias de los santos, para que ellos también nos acompañen y nos auxilien en nuestro trabajo cuotidiano de amar más y más a Nuestro Señor.

Con ayuda de bienhechores, pudimos mandar confeccionar un relicario más grande, dónde fue posible ordenar no sólo las reliquias que ya teníamos, como también ponerle más reliquias que teníamos guardadas por cuestión de falta de espacio.

Ahora, con mucha alegría, les compartimos esta noticia y, confiados en la intercesión de estos nuestros amigos del Cielo, nos encomendamos unos a otros a su intercesión y ayuda para que ambos podamos alcanzar la gloria de la patria celestial y gozar por toda la eternidad de los gozos y alabanzas al Dios Uno y Trino que vive y reina por los siglos de los siglos, ¡amén!

Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia

Elementos de vida espiritual

De los escritos de san Alberto Hurtado

1. Una espiritualidad sana

Los que se preocupan de la vida espiritual no son muchos; y, desgraciadamente, entre ésos no todos van por camino seguro.

¡Cuántos, durante decenas de años, hacen meditación y lectura sin sacar gran provecho! ¡Cuántos, más preocupados de seguir un método que al Espíritu Santo! ¡Cuántos quieren imitar literalmente tal o tal santo, rehacer sus prácticas, renovar sus oraciones! ¡Cuántos aspiran a estados extraordinarios, a lo maravilloso, a las gracias sensibles! ¡Cuántos olvidan que forman parte de una humanidad adolorida y se fabrican una religión egoísta que no se acuerda de sus hermanos! ¡Cuántos leen y releen los manuales, o buscan recetas, sin conocer el Evangelio, sin acordarse de San Pablo!.

Para otros, la vida espiritual se confunde con los ejercicios de piedad: lectura espiritual, oración, exámenes. La vida activa viene a ser un pegote que se le agrega, pero no una prolongación, ni una preparación de su vida interior. Las preocupaciones de su vida ordinaria, las dificultades que tienen que vencer, su deber de estado, son echados fuera de la oración: les parece indigno mezclar Dios a esas banalidades.

Así llegan a forjarse una vida espiritual complicada y artificial. En lugar de buscar a Dios en las circunstancias en que nos ha puesto, en las necesidades profundas de mi persona, en las circunstancias de mi ambiente temporal y local, preferimos actuar como hombres universales o abstractos. Dios y la vida real no aparecen jamás en el mismo campo de pensamiento y de amor. Pelean para mantener en sí una sentimentalidad afectiva de orientación divina, para mantener, con esfuerzo, la mirada fija en Dios, para sublimarse intensamente; o bien se contentan con las fórmulas azucaradas de libros llamados de piedad. Esto hace pensar en el pensamiento de Pascal: el hombre no es ni ángel ni bestia, pero el que quiere hacer el ángel, obra como bestia (fait la bête).

Cosa más grave: Sacerdotes, hombres de estudio, que trabajan materias sobrenaturales, predicadores que preparan su predicación de mañana… no tendrán siquiera la idea de introducir estas materias en su vida de oración.

Seglares que dirigen obras de acción se prohibirán pensar en estas materias durante su oración. Hombres que pasan su día sobre las miserias del prójimo, para socorrerla, apartarán el recuerdo de sus pobres mientras asisten a la misa. Apóstoles abrumados de responsabilidades con miras al Reino de Dios, considerarán casi una falta el verse acompañados por sus preocupaciones y sus inquietudes.

Como si toda nuestra vida no debiera ir orientada hacia Dios, como si pensar en todas las cosas por Dios, no fuera ya pensar en Dios; o como si pudiéramos liberarnos a nuestro arbitrio de las solicitudes que Dios mismo nos ha puesto. Es tan fácil, en cambio, tan indispensable, elevarse a Dios, perderse en Él, partiendo de nuestra miseria, de nuestros fracasos, de nuestros grandes deseos. ¿Por qué, pues, echarlos de nosotros, en lugar de servirnos de ellos como de un trampolín? Con sencillez, pues, arrojar el puente de la fe, de la esperanza, del amor, entre nuestra alma y Dios.

2. El respeto de la persona

Una espiritualidad sana da a los métodos espirituales su importancia relativa, pero no la exagerada que algunos le atribuyen. Una espiritualidad sana es la que se acomoda a las individualidades, y respeta las personalidades. Se adapta a los temperamentos, a las educaciones, culturas, experiencias, medios, estados, circunstancias, generosidades… Toma a cada uno como él es, en plena vida humana, en plena tentación, en pleno trabajo, en pleno deber. El Espíritu que sopla siempre, sin que se sepa de dónde viene y a dónde va (cf. Jn 3,8), se sirve de cada uno para sus fines divinos, pero respetando el desarrollo personal en la construcción de la gran obra colectiva que es la Iglesia. Todos sirven en esta marcha de la humanidad hacia Dios; todos encuentran trabajo en la construcción de la Iglesia; el trabajo de cada uno, el querido por Dios, será el que a cada uno se revelará por las circunstancias en que [Dios] lo colocará y la luz que a él dará en cada momento.

La única espiritualidad que nos conviene es la que nos introduce en el plan divino, según mis dimensiones, para realizar ese plan en obediencia total.

Todo método demasiado rígido, toda dirección demasiado definitiva, toda sustitución de la letra al espíritu, todo olvido de nuestras realidades individuales, no consiguen sino disminuir el ímpetu de nuestra marcha hacia Dios.

3. El respeto de la obra de Dios

Serán, pues, métodos falsos todos lo que sean impuestos con uniformidad; todos los que pretendan dirigirnos hacia Dios haciéndonos olvidar a nuestros hermanos; todos los que nos hagan cerrar los ojos sobre el universo, en lugar de enseñarnos a abrirlos para elevar todo al Creador de todo ser; todos los que nos hagan egoístas y nos replieguen sobre nosotros mismos; todos los que pretendan encuadrar nuestra vida desde afuera, sin penetrarla interiormente para transformarla; todos los que den al hombre la ventaja sobre Dios.

4. ¡La entrega al Creador!

En todo camino espiritual recto, está siempre al principio el don de sí mismo (Principio y Fundamento y Contemplación para alcanzar amor ). Si multiplicamos las lecturas, las oraciones, los exámenes, pero sin llegar allí, es señal que nos hemos perdido… Antes que toda práctica, que todo método, que todo ejercicio, se impone un ofrecimiento generoso y universal de todo nuestro ser, de nuestro haber y poseer… En este ofrecimiento pleno, acto del espíritu y de la voluntad, que nos lleva en la fe y en el amor al contacto con Dios, reside el secreto de todo progreso.

5. Un cristianismo que tome todo el hombre

Al comparar el Evangelio con la vida de la mayor parte de nosotros, los cristianos, se siente un malestar… La mayor parte de nosotros ha olvidado que somos la sal de la tierra, la luz sobre el candil, la levadura de la masa… (cf. Mt 5,13-15). El soplo del Espíritu no anima a muchos cristianos; un espíritu de mediocridad nos consume. Hay entre nosotros activos, y más que activos, más aún, agitados, pero las causas que nos consumen no son la causa del cristianismo.

Después de mirar y volver a mirarse a sí mismo y lo que uno encuentra en torno a sí, tomo el Evangelio, voy a San Pablo, y allí encuentro un cristianismo todo fuego, todo vida, conquistador; un cristianismo verdadero que toma a todo el hombre, rectifica toda la vida, agota toda actividad. Es como un río de lava ardiendo, incandescente, que sale del fondo mismo de la religión.

En nuestro tiempo, se hace de la Religión una formalidad mundana, un sentimentalismo piadoso bueno para las mujeres, una policía pacífica: “No romper nada, ¡¡no permitir que nadie rompa nada!!”. Así se podría expresar este cristianismo de buen tono, negativo, vacío de pasión, vacío de sustancia, vacío de Cristo, vacío de Dios. Un cristiano sin fuego y sin amor, de gente tranquila, de personas satisfechas, de hombres temerosos, o de los que gozan con mandar y desean ser obedecidos. Un cristianismo así no hace falta. Los que tienen consuelos en su interior, abundancia en su hogar, honores en la sociedad, ¿para qué necesitan de Dios?

Pero, felizmente, se encuentran en todas partes grupitos de cristianos que han comprendido el sentido del Evangelio. Jóvenes deseosos de servir a sus hermanos; sacerdotes que llevan abierta la herida que no cesa de sangrar al ver tanto dolor, tanta injusticia, tanta miseria; sacerdotes como el Gran Pontífice; hombres y mujeres que nos prolongan la presencia de Cristo entre nosotros, bajo una sotana, un overall o un traje de fiesta. Son luminosos como Cristo, y bienhechores como Él. Cristo está en ellos, y esto nos basta. No podemos menos de amarlos, nos tomamos de su mano y por ellos entramos en ese Cuerpo inmenso que anima el Espíritu.

Estos son los cristianos verdaderos, aquellos en los cuales Cristo ha entrado a fondo, ha tomado todo en ellos, ha transformado toda su vida; un cristianismo que los ha transfigurado, que se comunica, que ilumina. Son el consuelo del mundo. Son la Buena Nueva permanentemente anunciada.

Todo predica en ellos: la palabra, sin duda, pero también la sonrisa y la bondad, y la mano tendida, la resignación, la ausencia total de ambición, la alegría constante.

Van siempre adelante, rotos quizás en su interior, abrazándose serenamente a las dificultades, olvidados de sí mismos, entregados… Nada los detiene: ni el menosprecio de los grandes, ni la oposición sistemática de los poderosos, ni la pobreza, ni la enfermedad, ni las burlas. ¡¡¡Aman y eso les basta!!! Tienen fe, esperan. En medio de sus dolores, son los felices del mundo. Su corazón, dilatado hasta el infinito, se alimenta de Dios.

Son la Iglesia naciente entre nosotros. Son Cristo viviente entre nosotros y de Él les viene su nobleza, de Él, al cual se han entregado al entregarse a sus hermanos desgraciados. El haber comprendido que los otros eran también hijos de Dios, hermanos de Cristo, eso los ha hecho crecer. Entre ellos, Dios, Cristo y los otros, hay ahora un vínculo definitivo. Ellos comprenden que su misión es ser el puente hacia el Padre, puente para todos. Todos juntamente, todos los hijos del Padre, llevados por el Hijo Jesucristo, todos por Él llegando al Padre, y esto mediante nuestra acción, la de cada uno de nosotros. Toda la humanidad trabajando en esta obra, ayudados por los militantes de ayer, que en la tarde de su trabajo recibieron ya su recompensa.

¿Cómo puede ser que no vivamos más en esta perspectiva? Al sabernos consagrados a Dios, no podemos seguir viviendo inclinados sobre nosotros mismos, ni sobre nuestros méritos, ni siquiera sobre nuestros pecados… sino en imitar al Salvador, enérgico y dulce, que “amó a los hombres hasta el fin” (Jn 13,1).

Nuestra vida espiritual –y somos sacerdotes–, nuestro catecismo, nuestra predicación, la dirección espiritual, ¿no estará demasiado lejos del Maestro, de su auténtico Evangelio?

6. Una condición

Una condición para que el cristianismo tome todas nuestras vidas es conocer íntimamente a Cristo, su mensaje, y conocer a los hombres de nuestro tiempo a los cuales va este mensaje.

Pocos apóstoles, sacerdotes o seglares, están preparados para el apostolado moderno. Un predicador de fama decía que al bajar del púlpito se daba cuenta que había hablado por encima de la cabeza de sus oyentes. Se dolía de no haber dado a sus fieles lo que tenían derecho de esperar… Si nos examinamos nosotros, los que estamos en las obras sociales o de beneficencia o escolares, ¿no tenemos acaso la misma impresión?

La acción no penetra, se queda en la superficie. ¿Quién no ha sentido en su interior deseos ardientes que, al comunicarlos a otros, no producen en ellos sino resultados superficiales? Nuestros pensamientos más claros no encuentran fácilmente el camino de la inteligencia ni el del corazón, para llegar a los demás.

Predicamos una doctrina segura: Repetimos el Evangelio, los Padres, Santo Tomás, las Encíclicas… sin embargo, el contacto es superficial, nuestro dinamismo no ha movido a los que queríamos mover.

Más aún, si vamos a los que parecen grandes conductores de hombres, a los que han tenido éxito en su acción social, cívica, a los que han logrado poner un poco más de justicia y de felicidad en el mundo, si a éstos les preguntamos si están contentos de su acción, nos responderán que se dan perfectamente cuenta que no tocan el problema sino en su superficie, que la sociedad siempre escapa de toda acción moralizadora y más aún santificadora. Se necesitaría genios y santos para remediar los males tan hondos… ¡¡y estos deberían ser perseverantes!! Más cierta me parece aún la observación de un sacerdote con quien comentaba la crisis de una gran organización (la Juventud Obrera Católica) que me decía: Esto prueba que cada generación ha de comenzar de nuevo la Redención. No podemos vivir del trabajo ajeno; debemos aportar nuestra parte, con Cristo, a la obra común.

Cuando un apóstol parte demasiado pronto para la acción o cesa en su trabajo de formación, sufre las consecuencias. Uno queda en la acción apostólica al nivel de su verdadero valer. Sólo el santo santifica; sólo la luz alumbra; sólo el amor calienta. Ordinariamente, [frente] al apóstol, grupitos fáciles se dejan penetrar por su acción: niños, religiosas, almas piadosas… Ante los hombres sobre todo, están como desarmados, no teniendo para ellos sino fórmulas hechas, abstractas o gastadas, sacadas de manuales… Aun de las encíclicas, no saben servirse, porque no conocen el ambiente en que ellas se aplican.

Muchos apóstoles de hoy fallan por haber partido demasiado pronto, o haberse contentado demasiado luego con lo que tenían de ciencia, de experiencia, de virtud. Demasiado pronto se sintieron completos. Seglares… quedaron militantes mediocres, sin verdadera formación. Sacerdotes, indefinidamente fuera de la vida, fuera de lo real, inadaptados o mal comprendidos, repitiendo siempre los mismos clichés ante una clientela demasiado fácil, mientras la inmensa masa sigue ignorando aun que hay Dios, y que Cristo ha venido… sin que haya quién recuerde a los poderosos, a los superiores, como a los humildes, sus deberes, ni quién señale el camino en los momentos críticos.

Conocer, con el conocimiento de Sabiduría, que es más rico, más profundo que el de la simple ciencia; conocer a los hombres y amarlos apasionadamente como hermanos de Cristo e hijos de Dios; conocer nuestra sociedad enferma, como lo hace el médico para auscultarla. ¿Cuántos son los que se dan tiempo para estudiar la trama compleja de nuestra vida social, de sus corrientes intelectuales, de sus engranajes económicos, de sus imperios legales, de sus tendencias políticas? Para obrar con prudencia hay que conocer. El precio de nuestra conquista tiene que ser poner en acción todas nuestras energías para colaborar con la gracia divina (lo que decía Depierre al seminarista que sale: “Que sepa, al menos, que sabe muy poco; que ofrezca su granito de arena y esté dispuesto a pedir, a recibir, ¡¡a aprender!!” ).

Conocimiento hondo de Cristo: la teología en píldoras de tesis no puede bastar. La sabiduría se impone. La mirada del humilde que se acerca a fuerza de pureza a la mirada de Dios; la mirada del contemplativo sobre Cristo, en quien todo se resume, esperanza de nuestra salvación. El apóstol debe integrar su acción en el plan de Cristo sobre nuestro tiempo; conocer bien a Cristo y conocer bien nuestro tiempo para acercarlos con amor. Ahí está todo (esto supone esa inmensa humildad que es la que dispone para recibir las gracias de lo alto).

Espiritualidad sana que no consiste en solas prácticas piadosas, ni en sentimentalismos, sino [de los] que se dejan tomar enteros por Cristo que llena sus vidas. Espiritualidad que se alimenta de honda contemplación, en la cual aprende a conocer y amar a Dios y a sus hermanos, los hombres del propio tiempo. Esta espiritualidad es la que permitirá las conquistas apostólicas que harán de la Iglesia la levadura del mundo.

 

BELÉN

Finalmente, José y María descendieron de la colina, se dirigieron a una cueva que servía de establo, adonde a veces los pastores llevaban sus rebaños en tiempo tempestuoso, y allí buscaron su cobijo. Allí, en un sitio de paz, en el abandono solitario de una cueva barrida por el frío viento; allí, debajo del suelo del mundo, aquel que nació sin madre en el cielo nacerá sin padre en la tierra.

Ven. Fulton Sheen

 

César Augusto, el mayor burócrata del mundo, se hallaba en su palacio cerca del Tíber. Ante él tenía extendido un mapa en que se veía la siguiente inscripción: Orbis Terrarum, Imperium Romanum. Estaba a punto de decretar un censo del mundo, ya que todas las naciones del mundo civilizado se hallaban sometidas a Roma. No había más que una sola capital en este mundo: Roma; una sola lengua oficial: el latín; un solo gobernante: el césar. La orden partió hacia todas las avanzadas, hacia todos los sátrapas y gobernantes del imperio: todo súbdito romano había de ser empadronado en su propia ciudad. En los confines del imperio, en el pequeño pueblo de Nazaret, unos soldados fijaron en las paredes el bando que ordenaba que todos los habitantes fueran a empadronarse en las ciudades de donde sus familias eran oriundas.

    José, el artesano, un oscuro descendiente del gran rey David, tuvo que ir a empadronarse en Belén, la ciudad de David. Conforme a lo decretado, María y José partieron de Nazaret para encaminarse a Belén, que se encuentra a unos ocho kilómetros más allá de Jerusalén. Quinientos años antes, el profeta Miqueas había profetizado concerniente a aquel pueblecillo:

Y tú Belén, en tierra de Judá, no eres de ninguna manera el menor entre los príncipes de Judá, porque de ti saldrá el Caudillo que pastoreará a mi pueblo Israel (Mt 2, 6).

   José se hallaba lleno de esperanza cuando entró en la ciudad de su familia, y estaba completamente convencido de que no tendría dificultad alguna en encontrar albergue para María, sobre todo teniendo en cuenta el estado en que se hallaba. Pero José anduvo de casa en casa y todas estaban atestadas de gente. En vano buscó un sitio donde pudiera nacer aquel a quien el cielo y la tierra pertenecen. ¿Sería posible que el Creador no encontrara un hogar en la creación? José subió la empinada cuesta de una colina, en dirección a una débil luz que brillaba suspendida de una cuerda, delante de una puerta. Debía de ser la posada del pueblo. Allí era donde había mayores posibilidades de encontrar alojamiento. Había sitio para los soldados de Roma que brutalmente habían sojuzgado al pueblo judío; había sitio para las hijas de los ricos mercaderes orientales; había sitio para aquellos personajes ricamente vestidos que vivían en los palacios del rey; había sitio en realidad para todo aquel que había tenido una moneda que entregar al posadero, mas no había sitio para aquel que venía para ser la Posada de todo corazón que en este mundo estuviera sin hogar. Cuando el libro de la historia esté completo hasta la última palabra en lo temporal, la línea más triste de todas será la siguiente: «No había sitio para ellos».

   Finalmente, José y María descendieron de la colina, se dirigieron a una cueva que servía de establo, adonde a veces los pastores llevaban sus rebaños en tiempo tempestuoso, y allí buscaron su cobijo. Allí, en un sitio de paz, en el abandono solitario de una cueva barrida por el frío viento; allí, debajo del suelo del mundo, aquel que nació sin madre en el cielo nacerá sin padre en la tierra.

    De todos los demás niños que vienen al mundo, las personas amigas de la familia pueden decir que se parecen a su madre. Ésta fue la primera vez en el tiempo que habría podido decirse que la madre se parecía al Hijo. Tal es la hermosa paradoja del Hijo que hizo a su propia madre; la madre, por su parte, era sólo una criatura. Fue también la primera vez en la historia en que alguien pudo haber pensado que el cielo se encontraba en algún otro sitio más que «en alguna parte de allá arriba»; cuando el Niño se hallaba en sus brazos, María, no tenía que hacer sino bajar la cabeza para contemplar el cielo.

    En el sitio más repugnante del mundo, en un establo, había nacido la Pureza. Aquel que más tarde había de ser sacrificado por hombres que actuaban como bestias, nació entre bestias. Aquel que habría de denominarse a sí mismo «el pan de vida que descendió del cielo», fue colocado sobre un pesebre, que es precisamente el lugar en que comen las reses. Siglos antes, los judíos habían adorado el becerro de oro, y los griegos el asno. Los hombres se inclinaban ante estos animales como ante Dios. El buey y el asno se hallaban ahora presentes para realizar su inocente reparación inclinándose delante de su Dios.

    No había sitio en la posada, pero lo hubo en el establo. La posada es el lugar de concurrencia de la opinión pública, el centro de las maneras mundanas, el sitio donde se cita la gente del mundo, los que tienen popularidad y gozan del éxito. Pero el establo es el lugar de los proscritos, de los oscuros, de los olvidados. El mundo podía haber esperado que el Hijo de Dios naciera –si es que en realidad había de nacer– en una posada. Un establo era el último sitio del mundo en que podía habérsele esperado. La Divinidad se encuentra donde menos se espera encontrarla.

    Ninguna mente mundana podría haber sospechado jamás que aquel que pudo hacer que el sol calentara la tierra hubiera de necesitar un día a un buey y a un asno para que le calentaran con su aliento; que a aquel que, en el lenguaje de las Escrituras, podía detener la carrera de la estrella Arturo, habría de ver el lugar de su nacimiento decretado en virtud de un censo imperial; que aquel que vistió de hierba los campos habría de estar desnudo; que aquel cuyas manos crearon los planetas y los mundos vendría un día en que con sus brazos diminutos no podría alcanzar siquiera a tocar las cervices del ganado; que los pies que hollaban las eternas colinas serían un día demasiado flacos para caminar sobre la tierra; que la eterna Palabra estaría muda; que la omnipotencia se vería envuelta en pañales; que la salvación sería recostada sobre un pesebre; que el pájaro llegaría a ser incubado en el nido que él mismo había construido… nadie habría sospechado que al venir Dios a esta tierra se hallara hasta tal punto desvalido. Y ésta es precisamente la razón por la que muchos no quieren creer en Él. La Divinidad se encuentra siempre donde menos se espera encontrarla.

    Si el artista se encuentra en su ambiente en su estudio, porque los lienzos que en él figuran son creación de su propia mente; si el escultor se encuentra en su ambiente en medio de sus estatuas, porque éstas son la obra de sus propias manos; si el labrador se encuentra en su ambiente entre sus vides, porque él mismo las plantó, y si el padre se encuentra en su ambiente entre sus hijos, porque son los suyos, entonces, arguye el mundo, aquel que hizo el mundo debería hallarse en su ambiente, en su propio hogar, en este mundo. Debería venir a él como un artista a su estudio, y como un padre a su hogar; pero esto de que el Creador viniera en medio de sus criaturas para ser ignorado por ellas; esto de que Dios viniera a los suyos para no ser recibido por los suyos; esto de que Dios estuviera sin hogar en su propia casa… todo esto no podía significar más que una sola cosa para la mente mundana: que aquel Niño no podía haber sido Dios de ninguna manera. Y he ahí la razón por la cual no creyeron en Él. La Divinidad se encuentra siempre donde menos se espera encontrarla.

    El Hijo de Dios hecho hombre entró en su propio mundo por una puerta trasera. Exiliado de la tierra, nació debajo de la tierra, y en cierto modo llegó a ser el primer Hombre de las cavernas dentro de la historia escrita. Allí sacudió la tierra hasta sus cimientos. Puesto que nació en una caverna, todos los que desean verle tienen que agacharse. El agacharse es señal de humildad. Los orgullosos  se niegan a hacerlo, y es por ello pierden de vista a la Divinidad. Sin embargo, aquellos que doblan el espinazo de su ego, de su propio yo, y entran en la cueva, advierten que en realidad no se trata en modo alguno de ninguna cueva, sino que se hallan en un nuevo universo en el cual un Niño está sentado en el regazo de su madre y sostiene el universo en su mano.

    Por lo tanto, vemos que el pesebre y la cruz se hallan en los dos extremos de la vida del Salvador. Aceptó el pesebre porque no había sitio en la posada; aceptó la cruz porque la gente decía: «No queremos por rey a ese hombre». Expropiado de su derecho al entrar, rechazado cuando se iba, fue colocado al principio en establo ajeno y fue puesto, al fin, en una tumba ajena. Un buey y un asno rodeaban su cuna en Belén; dos ladrones estaban a su lado en el Calvario. Fue envuelto en mantillas en su lugar de nacimiento, fue envuelto de nuevo en mortajas, en las mantillas de la muerte, en su tumba, y esos lienzos simbolizan en uno y otro caso las limitaciones que fueron impuestas a su divinidad cuando asumió la forma humana. Los pastores que estaban guardando sus rebaños por allí cerca fueron advertidos por los ángeles:

Esto os será la señal: hallaréis a un niñito envuelto en pañales y acostado en un pesebre (Lc 2, 12).

    Ya llevaba entonces su cruz, la única cruz que un recién nacido podía llevar, una cruz de pobreza, de destierro y limitación. Su intención de sacrificio se traslucía ya en el mensaje que los ángeles cantaron a las colinas de Belén:

Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, que es Cristo el Señor (Lc 2, 11)

   Ya entonces su pobreza había desafiado a la ambición, mientras que el orgullo tenía que habérselas con la humillación de un establo. El que el divino poder, que no admite trabas, pudiera estar fajado con los pañales de un niño es una idea tal que, concebirla, exige una contribución demasiado fuerte para que puedan pagarla las mentes que no piensan más que en el poder. No pueden concebir la idea de la condescendencia divina, o el «hombre rico que se hace pobre para poder llegar a ser rico mediante su pobreza». Los hombres no habrán de tener un signo mayor de la Divinidad que la ausencia de poder en el momento en que lo esperan, el espectáculo de un Niño que dijo que vendría en las nubes del cielo, siendo ahora envuelto en los pañales de la tierra.

    Aquel al que los ángeles llaman «Hijo del Altísimo» descendió al barro del que todos nosotros nacimos para llegar a ser uno con el hombre débil, con el hombre caído, igual a él en todas las cosas, salvo en el pecado. Y éstos son los pañales que constituyen su «señal». Si el que es la omnipotencia misma hubiera venido en medio de rayos y truenos, no habría habido señal alguna. No hay señal a menos que ocurra algo contrario a la naturaleza. El resplandor del sol no es ninguna señal, pero un eclipse sí lo es. Él dijo que en el último día su venida sería anunciada por «señales en el sol», quizá una extinción de la luz. En Belén, el divino Hijo se eclipsó, de suerte que sólo los humildes en espíritu pudieran reconocerle.

    Sólo dos clases de personas encontraron al Niño: los pastores y los magos; los sencillos y los doctos; aquellos que sabían que no sabían nada y aquellos que sabían que no lo sabían todo. Nunca ha sido visto por el hombre de un solo libro; tampoco lo ha sido nunca por el hombre que cree saber. ¡Ni siquiera a Dios le es posible decir algo al orgulloso! Sólo los humildes pueden encontrar a Dios.

[…]

En «Vida de Cristo», Editorial Herder, Barcelona, 1959.

LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

Y la segunda reflexión sobre el significado de la Ascensión se halla en esta frase: “Jesús ocupó su puesto”. Después de haber pasado por la humillación de su pasión y muerte, Jesús ocupa su puesto a la diestra de Dios, ocupa su puesto junto a su eterno Padre. Pero también entró en el cielo como Cabeza nuestra. Según las palabras de San León Magno, “la gloria de la Cabeza” se convirtió en “la esperanza del cuerpo” (cf. Sermón sobre la Ascensión del Señor).

San Juan Pablo II

Queridos hijos, hermanos y amigos en Jesucristo:

En esta solemnidad de la Ascensión de Nuestro Señor, el Papa se complace en ofrecer el Sacrificio eucarístico con vosotros y por vosotros. Me siento feliz de hallarme con los estudiantes y todo el personal del Venerable Colegio Inglés, en este año en que conmemoráis el IV centenario. Y hoy me siento especialmente cercano a vosotros, a vuestros padres y familias, y a todos los fieles de Inglaterra y Gales que están unidos en la fe de Pedro y Pablo, en la fe de Jesucristo. Las tradiciones de generosidad y fidelidad que han sido una constante de vuestro Colegio durante 400 años, están presentes en mi corazón esta mañana. Habéis venido a agradecer y alabar a Dios por lo que su gracia ha hecho en el pasado, y a recibir fuerzas para seguir caminando —bajo la protección de Nuestra Señora bendita—con el mismo fervor de vuestros antepasados, de los muchos que dieron la vida por la fe católica.

Una palabra cordial de bienvenida dirijo asimismo a los nuevos sacerdotes del Pontificio Colegio Beda. También para vosotros es éste un momento de desafío especial a mantener vivos los ideales que resplandecen en vuestro Patrono, San Beda el Venerable, a quien conmemoráis mañana. Bienvenidos igualmente todo el personal y vuestros compañeros de estudios.

Con gozo, por tanto, y con propósitos recién estrenados para el futuro, reflexionemos brevemente sobre el gran misterio de la liturgia de hoy. En las lecturas de la Escritura se nos resume todo el significado de la Ascensión de Cristo. La riqueza de este misterio se descubre en dos afirmaciones: “Jesús les dio instrucciones” y después “Jesús ocupó su puesto”.

En la providencia de Dios —en el eterno designio del Padre— había llegado para Cristo la hora de partir. Iba a dejar a sus Apóstoles con su Madre, María, pero sólo después de haberles dado instrucciones. Ahora los Apóstoles tienen una misión que cumplir siguiendo las instrucciones que les dejó Jesús, instrucciones que eran a su vez expresión de la voluntad del Padre.

Las instrucciones indicaban ante todo que los Apóstoles debían esperar al Espíritu Santo, que era don del Padre. Desde el principio estaba claro como el cristal que la fuente de la fuerza de los Apóstoles. es el Espíritu Santo. Es el Espíritu Santo quien guía a la Iglesia por el camino de la verdad; se ha de extender el Evangelio por el poder de Dios; y no por medio de la sabiduría y fuerza humanas.

Además, a los Apóstoles se les instruyó para enseñar y proclamar la Buena Nueva en el mundo entero. Y tenían que bautizar en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Al igual que Jesús, debían hablar explícitamente del Reino de Dios y de la salvación. Los Apóstoles tenían que dar testimonio de Cristo “hasta los confines de la tierra”. La. Iglesia naciente entendió claramente estas instrucciones y comenzó la era misionera. Y todos supieron que la era misionera no terminaría antes de que volviera de nuevo el mismo Jesús que había ascendido al cielo.

Las palabras de Jesús se convirtieron para la Iglesia en un tesoro que custodiar, proclamar, meditar y vivir. Al mismo tiempo, el Espíritu Santo implantó en la Iglesia un carisma apostólico a fin de mantener intacta esta revelación. A través de sus palabras Jesús iba a vivir en su Iglesia: “Yo . estaré siempre con vosotros”. De este modo la comunidad eclesial tuvo conciencia de la necesidad de ser fieles a las instrucciones de Jesús, al depósito de la fe. Esa solicitud se transmitiría de generación en generación hasta nuestros días. Basándome en este principio hablé recientemente a vuestros rectores afirmando que «la primera prioridad de los seminarios hoy en día es la enseñanza de la Palabra de Dios en toda su pureza e integridad, con todas sus exigencias y todo su poder. La Palabra de Dios y sólo la Palabra de Dios, es el fundamento de todo ministerio, de toda actividad pastoral, de toda acción sacerdotal. El poder de la Palabra de Dios fue la base dinámica del Concilio Vaticano II, y Juan XXIII lo puso de manifiesto claramente el día de la inauguración: “Lo que principalmente atañe al Concilio es esto: que el sagrado depósito de la doctrina cristiana sea custodiado y enseñado en forma cada vez más eficaz” (Discurso del 11 de octubre de 1962). Y si los seminaristas de esta generación han de estar adecuadamente preparados a asumir la herencia y el reto de este Concilio, deben estar formados sobre todo en la Palabra de Dios, en el “sagrado depósito de la doctrina cristiana”» (Discurso del 3 de marzo de 1979L’Osservatore Romano, Edición en Lengua Española, 1 de abril de 1979, pág. 6). Sí, queridos hijos, nuestro gran desafío es el de ser fieles a las instrucciones del Señor Jesús.

Y la segunda reflexión sobre el significado de la Ascensión se halla en esta frase: “Jesús ocupó su puesto”. Después de haber pasado por la humillación de su pasión y muerte, Jesús ocupa su puesto a la diestra de Dios, ocupa su puesto junto a su eterno Padre. Pero también entró en el cielo como Cabeza nuestra. Según las palabras de San León Magno, “la gloria de la Cabeza” se convirtió en “la esperanza del cuerpo” (cf. Sermón sobre la Ascensión del Señor). Para toda la eternidad Jesús ocupa su puesto de “primogénito entre muchos hermanos” (Rom 8, 29): nuestra naturaleza está con Dios en Cristo. Y en cuanto hombre el Señor Jesús vive para siempre intercediendo por nosotros ente su Padre (cf. Heb 7, 25). Al mismo tiempo, desde su trono de gloria Jesús envía a toda la Iglesia un mensaje de esperanza y una llamada a la santidad.

Por los méritos de Cristo, a causa de su intercesión ante el Padre, somos capaces de alcanzar en él justicia y santidad de vida. Claro está que la Iglesia puede experimentar dificultades, el Evangelio puede encontrar obstáculos, pero puesto que Jesús está a la derecha del Padre, la Iglesia jamás conocerá el fracaso. La victoria de Cristo es la nuestra. El poder de Cristo glorificado, Hijo amado del Padre eterno, es superabundante para mantenernos a cada uno y a todos en la fidelidad de nuestra dedicación al Reino de Dios y en la generosidad de nuestro celibato. La eficacia de la Ascensión de Cristo nos alcanza a todos en la realidad concreta de la vida diaria. Por razón de este misterio la vocación de toda la Iglesia está en “esperar con alegre esperanza la venida de Nuestro Salvador Jesucristo”.

Queridos hijos: Vivid imbuidos de la esperanza que es parte tan grande del misterio de la Ascensión de Jesús. Tened conciencia honda de la victoria v triunfo de Cristo sobre el pecado y la muerte. Estad convencidos de que la fuerza de Cristo es mayor que nuestra debilidad, mayor que la debilidad del mundo entero. Procurad entender y tomar parte en el gozo que experimentó María al conocer que su Hijo había ocupado su lugar junto al Padre, a quien amaba infinitamente. Y renovad hoy vuestra fe en la promesa de Nuestro Señor Jesucristo que se fue a prepararnos un lugar, para venir de nuevo y llevarnos con El.

Este es el misterio de la Ascensión de nuestra Cabeza. Recordémoslo siempre: “Jesús les dio instrucciones”, y después “Jesús ocupó su puesto”. Amén.

Homilia de su Santidad Juan Pablo II en la Solemnidad de la Ascensión del Señor (24/05/1979)

SOBRE LA ORACIÓN [Parte IV]

Debemos orar con frecuencia, hermanos míos, pero debemos redoblar nuestros esfuerzos en los momentos de prueba y de tentación. He aquí un buen ejemplo. Leemos en la historia que, en tiempos del emperador Licinio, se quería que todos los soldados ofrecieran sacrificios al demonio. Cuarenta de ellos se negaron, diciendo que los sacrificios se debían sólo a Dios y no al demonio. Se les hicieron toda clase de promesas. Viendo que nada los vencía, fueron condenados, tras muchos tormentos, a ser arrojados desnudos a un estanque de agua helada durante una noche entera, en pleno invierno, para que murieran de frío. Los santos mártires, al verse así condenados, se decían unos a otros: “Amigos míos, ¿qué nos queda ahora sino arrojarnos en manos del Dios Todopoderoso, de quien solo debemos esperar la fuerza y la victoria? Recurramos a la oración, y oremos sin cesar para atraer sobre nosotros las gracias del cielo; pidamos a Dios que los cuarenta tengamos la dicha de perseverar”. Pero, para tentarlos, se colocó cerca un baño caliente. Desgraciadamente, uno de ellos perdió el valor, abandonó la lucha y entró en el baño caliente, pero al entrar perdió la vida. El hombre que los vigilaba vio descender del cielo treinta y nueve coronas, faltando una. “¡Ah!, exclamó, ¡es de este desgraciado que abandonó a los demás!” Entonces tomó su lugar, recibió la cuadragésima y fue bautizado en su sangre. Al día siguiente, como aún respiraban, el gobernador ordenó que los arrojaran al fuego. Después de haberlos colocado en un carro, con excepción del más joven, a quien todavía esperaban hacer ceder, la madre, que presenciaba todo, exclamó: “¡Ah, hijo mío, ten valor! ¡Un momento de sufrimiento te merecerá una eternidad de felicidad!” Y tomándolo ella misma, lo subió al carro con los demás; llena de alegría, lo condujo, como en triunfo, a la gloria del martirio. No dejaron de orar durante todo su martirio, tan convencidos estaban de que la oración es el medio más poderoso de atraer sobre nosotros el auxilio del cielo. Vemos que san Agustín, después de su conversión, se retiró durante mucho tiempo a un pequeño desierto para pedir a Dios la gracia de perseverar en sus buenos propósitos. Ya como obispo, pasaba gran parte de la noche en oración. San Vicente Ferrer, que convirtió tantas almas, solía decir que nada era tan poderoso para convertir a los pecadores como la oración; que era como un dardo que penetraba en el corazón del pecador.

Sí, hermanos míos, podemos decir que la oración lo consigue todo: es la oración la que nos hace conscientes de nuestros deberes, la que nos hace ver el estado miserable de nuestra alma después del pecado, la que nos dispone para recibir los sacramentos; la que nos hace comprender cuán poco valen la vida y los bienes de este mundo, para que no nos apeguemos a ellos; la que nos infunde el saludable temor de la muerte, del juicio, del infierno y de la pérdida del cielo. ¡Oh, hermanos míos, si tuviéramos la dicha de orar como conviene, qué pronto seríamos santos penitentes! Vemos que san Hugo, obispo de Grenoble, en su enfermedad, no se contentaba con decir el “Padrenuestro”. Le dijeron que eso podía agravar su mal. “¡Ah, no! –respondió él–, por el contrario, lo alivia”.

Dijimos, hermanos míos, que la tercera condición para que nuestra oración sea agradable a Dios es la perseverancia. A menudo vemos que el buen Dios no nos concede inmediatamente lo que le pedimos; es para hacérnoslo desear más, o para que lo apreciemos más. Esta demora no es una negativa, sino una prueba que nos prepara para recibir con mayor abundancia lo que pedimos. Veamos a san Agustín, que durante cinco años pidió a Dios la gracia de su conversión. Veamos a santa María Egipcíaca, que durante diecinueve años pidió al buen Dios la gracia de librarla de los pensamientos impuros. Pero, ¿qué hacían los santos? Esto es lo que hacían: perseveraban siempre en pedir, y por su perseverancia obtenían siempre lo que pedían al buen Dios. En cuanto a nosotros, aunque estemos todos cubiertos de pecados, si el buen Dios no nos concede inmediatamente lo que le pedimos, pensamos que no quiere dárnoslo y dejamos de orar. No, hermanos míos, no era así como se comportaban los santos en la perseverancia: pensaban siempre que no eran dignos de ser escuchados y que, si Dios les concedía algo, era sólo por su misericordia y no por su mérito. Por eso digo que, cuando oramos, aunque parezca que el buen Dios no escucha nuestras súplicas, no debemos cansarnos de orar, sino continuar siempre. Si el buen Dios no nos concede lo que le pedimos, nos concede otra gracia más ventajosa para nosotros que aquella que pedimos. Tenemos un ejemplo de cómo debemos perseverar en la oración en la persona de aquella mujer cananea, que se dirigió a Jesucristo para pedir la curación de su hija. ¡Ved su humildad, su perseverancia, etc.!

He aquí otro ejemplo admirable del poder de la oración. Se lee en la historia de los Padres del Desierto que los católicos fueron a ver a un santo cuya fama se extendía por todas partes, para pedirle que fuera a confundir a cierto hereje, cuyos discursos seducían a mucha gente. Este santo discutió con aquel desgraciado, sin lograr que reconociera su error; era un hombre que parecía haber nacido sólo para perder almas. Viendo que con sus desvíos quería hacer creer que no estaba equivocado, el santo le dijo: “Desgraciado, el Reino de Dios no consiste en palabras, sino en obras; vayamos ambos, y con toda esta gente como testigo, al sepulcro: invocaremos al buen Dios sobre el primer muerto que encontremos, y nuestras obras demostrarán nuestra fe”. El hereje pidió al santo que esperara hasta el día siguiente; el santo aceptó. Al día siguiente, el pueblo, deseoso de conocer el resultado, se agolpó en el sepulcro. Esperaron hasta las tres de la tarde, pero el santo fue informado de que su adversario había huido durante la noche y se había retirado a Egipto. San Macario condujo entonces al cementerio a todas las personas que esperaban el resultado de su conferencia, especialmente a aquellos que habían sido engañados por aquel desgraciado. Deteniéndose ante una tumba, se arrodilló, oró durante algún tiempo y, dirigiéndose al cadáver más antiguo allí sepultado, le dijo: “Escúchame, hombre: si aquel hereje hubiera venido aquí conmigo y yo hubiera invocado delante de él el nombre de Jesucristo, mi Salvador, ¿no te habrías levantado para dar testimonio de la verdad de mi fe?” Ante estas palabras, el muerto se levantó y, en presencia de todos, dijo que lo habría hecho de inmediato, como lo hacía ahora. San Macario le dijo: “¿Quién eres y en qué época del mundo viviste? ¿Conoces a Jesucristo?” El muerto respondió que había vivido en tiempos muy antiguos, pero que nunca había oído hablar del nombre de Jesucristo. Entonces san Macario, viendo que todos estaban perfectamente convencidos de que aquel desgraciado hereje era un impostor, le dijo: “Duerme en paz hasta la resurrección general”. Y todos se retiraron alabando a Dios, que había manifestado tan claramente la verdad de nuestra santa religión. En cuanto a san Macario, regresó a su desierto para continuar su penitencia.

¿Veis, hermanos míos, el poder de la oración cuando se hace bien? ¿No estaréis de acuerdo conmigo en que, si no obtenemos lo que pedimos a Dios, es porque no oramos con fe, con un corazón suficientemente puro, con una confianza suficientemente grande, o porque no perseveramos lo suficiente en la oración? No, hermanos míos, Dios nunca ha rechazado ni rechazará jamás a quienes le pidan alguna gracia como conviene. Sí, hermanos míos, es el único recurso que nos queda para salir del pecado, para perseverar en la gracia, para tocar el corazón de Dios y para atraer sobre nosotros toda clase de bendiciones del cielo, tanto para el alma como para las cosas temporales.

De donde concluyo que, si permanecemos en el pecado, si no nos convertimos, si nos encontramos tan desgraciados en las penas que el buen Dios nos envía, es porque no oramos o oramos mal. Sin la oración, no podemos recibir dignamente los sacramentos; sin la oración, nunca conoceréis el estado al que el buen Dios os llama. Sin la oración, sólo podemos ir al infierno. Sin la oración, nunca gustaremos las dulzuras que provienen del amor a Dios. Sin la oración, todas nuestras cruces no tienen mérito. ¡Oh, cuántos consuelos encontraríamos en la oración, hermanos míos, si tuviéramos la dicha de saber orar correctamente! Por eso, no oremos nunca sin pensar bien con quién hablamos y qué queremos pedir a Dios. Sobre todo, hermanos míos, oremos con humildad y confianza, y así tendremos la dicha de obtener todo lo que deseamos, si nuestras súplicas están conformes con Dios. Esto es lo que os deseo…

Fonte: Sermons du vénérable serviteur de Dieu, Jean-Baptiste-Marie Vianney, Curé D’Ars tomo II, pp. 57-80.

LOS DISCÍPULOS DE EMAÚS

Los discípulos salieron inmediatamente de su casa y regresaron a Jerusalén. De la misma manera que la mujer del pozo dejó junto a éste abandonado su cántaro y corrió, presa de emoción, a comunicar lo que le había acaecido, así también estos dos discípulos se olvidaron de la intención con que habían ido a Emaús y regresaron a la Ciudad Santa.

Ven. Fulton Sheen

Aquel mismo domingo de pascua nuestro Señor se apareció a dos de sus discípulos que se dirigían a un pueblo llamado Emaús, a breve distancia de Jerusalén. No hacía mucho que habían tenido grandes esperanzas en lo que Jesús les había prometido, pero las tinieblas del viernes santo y la escena de la sepultura del Maestro les habían hecho perder toda su alegría. En el pensamiento de todos, nada estaba tan presente aquel día como la persona de Cristo. Mientras se hallaban conversando con ánimo triste y angustiado acerca de los horribles hechos acaecidos durante los dos días precedentes, un forastero se les acercó. Sin embargo, los discípulos no se fijaron bien en él y no reconocieron que se trataba del Salvador resucitado; creyeron que era un-viandante cualquiera. Al fin resultó que lo que cegaba sus ojos era su incredulidad; si le hubieran estado esperando, le habrían reconocido. Puesto que se interesaban por Él, Él se dignaba aparecérseles; pero, puesto que dudaban de su resurrección, les ocultaba el gozo de reconocer su presencia. Ahora que su cuerpo era glorificado, lo que los hombres veían de Él dependía de lo que Él estuviera dispuesto a revelar, y también de la disposición de los corazones de ellos. Aunque no conocían que aquel hombre era el Señor, se mostraron, sin embargo, dispuestos a trabar conversación con Él acerca del Maestro. Después de oírles discutir un buen rato, el forastero les preguntó:

¿Qué palabras son estas que os decís el uno al otro, mientras camináis? Lc 24,17

Ellos se detuvieron entristecidos. Era evidente que la causa de su tristeza era verse privados del Maestro. Habían estado con Jesús, habían visto cómo le prendían, le insultaban, le crucificaban, le daban muerte y le sepultaban. El corazón de una mujer se siente dolorosamente afligido por la pérdida del hombre amado; pero los hombres sienten generalmente turbada la mente más que el corazón en casos semejantes; el dolor que ellos sentían era el de una carrera que había sido truncada.

El Salvador, con su infinita sabiduría, no empezó diciendo: «Ya sé por qué estáis tristes». Su táctica era más bien la de lograr que se desahogaran; un corazón dolorido se siente consolado cuando es aliviado el peso que le oprime. Si el corazón de ellos estaba dispuesto a hablar, Él estaba dispuesto a escucharlo. Si le mostraban sus llagas, Él sabría cómo curarlas.

Uno de los dos discípulos, llamado Cleofás, fue el primero en hablar. Expresó su extrañeza ante la ignorancia del forastero, que al parecer no sabía lo ocurrido los últimos días.

¿Eres tú solamente un recién llegado a Jerusalén, que no sabes las cosas ocurridas en ella en estos días? Lc 24, 18

El Señor resucitado le preguntó:

¿Qué cosas? Lc 24, 19

Les llamaba la atención hacia los hechos. Evidentemente, ellos no habían profundizado bastante en los hechos y no podían sacar las conclusiones adecuadas. Para curarlos de su tristeza era preciso que meditaran mejor en las cosas que les preocupaban, que las reflexionaran en todos sus aspectos. De la misma manera que en el caso de la mujer junto al pozo, Jesús no preguntaba con el deseo de recibir información, sino de que se profundizara en el conocimiento de Él mismo. Entonces no sólo Cleofás, sino también su compañero, le refirieron lo que había sucedido. Respondieron:

Las cosas con respecto a Jesús el nazareno, que fue profeta, poderoso en obra y palabra, delante de Dios y de todo el pueblo; y cómo los jefes de los sacerdotes y nuestros gobernantes le entregaron, para que fuese condenado a muerte, y le crucificaron. Mas nosotros esperábamos que fuera aquel que había de redimir a Israel. Empero, y además de todo esto, éste es el tercer día desde que acontecieron estas cosas. Y también ciertas mujeres de los nuestros nos han dejado asombrados, las cuales al amanecer estaban junto al sepulcro; y no hallando su cuerpo se volvieron, diciendo que habían visto una visión de ángeles, los cuales han dicho que Él vive. Y algunos de los nuestros fueron al sepulcro y hallaron que era cierto como las mujeres habían dicho: mas a Él no le vieron. Lc 24, 19-24

Estos hombres habían esperado grandes cosas, pero Dios, decían ellos, les había contrariado. El hombre se siente contrariado muchas veces debido a que sus esperanzas son fútiles e inconsistentes. Las esperanzas de los hombres tuvieron que ser frustradas por Dios no porque fueran demasiado grandes, sino porque eran poca cosa. La mano que rompía la copa de sus deseos mezquinos les ofrecía un cáliz precioso. Pensaban que habían encontrado al Redentor antes de que fuera crucificado, pero en realidad habían descubierto un Redentor crucificado. Habían esperado un Salvador de Israel, pero no esperaban al mismo tiempo un Salvador de los gentiles. En muchas ocasiones debieron de oírle hablar de que sería crucificado y resucitaría luego, pero la derrota era incompatible con la idea que ellos tenían del Maestro. Podían creer en Él como Maestro, como un Mesías político, como un reformador ético, como un salvador de la patria, uno que los libertara de los romanos, pero no podían creer en la locura de la cruz; tampoco tenían la fe del ladrón crucificado. De ahí que se negaran a considerar la evidencia de lo que les habían contado las mujeres. Ni tan sólo estaban seguros de que las mujeres hubieran visto a un ángel. Probablemente, sólo se había tratado de una aparición. Además, era ya el tercer día y no se le había visto. Y, sin embargo, estaban caminando y conversando con Él.

Parecía haber un doble propósito en la forma de presentarse el Señor después de su resurrección; uno era el de mostrar que el que había muerto había resucitado, y otro era el que, aunque tenía el mismo cuerpo, éste estaba ahora glorificado y no se hallaba sujeto a restricciones de orden físico. Más adelante comería con los discípulos para demostrar lo primero; ahora, de la misma manera que a Magdalena le había prohibido que tocara su cuerpo, hacía resaltar su condición de resucitado.

Ni estos discípulos ni los apóstoles estaban predispuestos a aceptar la resurrección. La evidencia de ella había de abrirse camino por entre las dudas y la resistencia más obstinada de la naturaleza humana. Eran de las personas que más se resistían a dar crédito a tales consejos. Se diría que habían resuelto seguir siendo desgraciados, rehusando investigar la posibilidad de verdad que hubiera en aquel asunto. Negándose a aceptar la evidencia de aquellas mujeres y la confirmación de los que habían ido a comprobar si ellas habían dicho verdad, estos discípulos terminaron por alegar que ellos no habían visto al Señor resucitado.

Entonces el Salvador les dijo:

¡Hombres sin inteligencia, y tardos de corazón para creer todo cuanto han anunciado los profetas! ¿Acaso no era necesario que el Cristo padeciese estas cosas, y entrase en su gloria? Lc 24, 5 s

Se les reprochaba su necedad y obstinación porque, si hubieran examinado lo que los profetas habían dicho acerca del Mesías –de que sería conducido como cordero al sacrificio–, habrían visto confirmada su fe. Credulidad hacia los hombres e incredulidad hacia Dios es la marca de los corazones obstinados; prontitud para creer de un modo especulativo y lentitud para creer de un modo práctico es el distintivo de los corazones indolentes. Entonces vinieron las palabras clave. Nuestro Señor les había dicho anteriormente que Él era el Buen Pastor, que había venido a dar la vida por la redención de muchos; ahora, en su gloria, proclamaba una ley moral según la cual, como consecuencia de los sufrimientos de Jesús, los hombres serían levantados del pecado a la amistad con Dios.

La cruz era la condición de la gloria. El Salvador resucitado habló de una necesidad moral basada en la verdad de que todo cuanto le había sucedido a Él había sido profetizado. Lo que a ellos se les antojaba una ofensa, un escándalo, una derrota, un sucumbir a lo que parecía inevitable, era en realidad un momento de tinieblas que había sido previsto, planeado y profetizado. Aunque a los discípulos les parecía la cruz incompatible con la gloria, para Jesús era la cruz el sendero que conducía precisamente a la gloria. Y si ellos hubieran sabido lo que las Escrituras habían dicho acerca del Mesías, a buen seguro habrían creído en la cruz.

Y comenzando desde Moisés y todos los profetas les iba interpretando en todas las Escrituras las cosas referentes a Él mismo. Lc 24, 27

Les fue mostrando todos los tipos y rituales y todos los ceremoniales que se habían cumplido en Él. Citando a Isaías, les mostró el modo cómo había muerto y cómo había sido crucificado, así como las palabras que había proferido desde la cruz; citando a Daniel, cómo había de ser la montaña que llenaría la tierra; citando el Génesis, cómo la simiente de una mujer aplastaría la serpiente del mal en los corazones humanos; citando a Moisés, cómo Él sería la serpiente de bronce que sería levantada en alto para curar del pecado a los hombres, y cómo su costado sería traspasado y llegaría a ser la roca de la que brotaran las aguas de la regeneración; citando a Isaías, cómo Él mismo sería Emmanuel, o «Dios con nosotros»; citando a Miqueas, cómo había de nacer en Belén; y citando igualmente muchas otras escrituras les fue dando la clave del misterio de la vida de Dios entre los hombres y del propósito de su venida a este mundo.

Por fin llegaron a Emaús. Jesús hizo como si tuviera intención de proseguir su viaje, pero los dos discípulos le rogaron que se quedara con ellos. Los que durante el día tienen buenos pensamientos acerca de Dios no los abandonan tan fácilmente al caer la noche. Habían aprendido mucho, pero reconocían que no lo habían aprendido todo. Todavía no habían reconocido en aquel hombre al Maestro, pero parecía irradiar tal claridad, que prometía guiarlos hacia una revelación más completa y disipar las tinieblas de sus mentes. Aceptó la invitación que ellos le hacían de que se quedase como huésped en su casa, pero al punto obró como si Él fuera el dueño:

Aconteció que, estando sentado a comer con ellos, tomó el pan y lo bendijo; y partiéndolo, se lo dio. Con esto fueron abiertos los ojos de ellos, y le conocieron; y Él se hizo invisible a ellos. Lc 24, 30 s

Este acto de tomar el pan, partirlo y dárselo a ellos no era un acto corriente de cortesía, puesto que se parecía demasiado a la última cena, en la cual invitó a sus apóstoles a que repitieran la conmemoración de su muerte, cuando Él partió el pan, que era su cuerpo, y se lo dio. Inmediatamente después de recibir el pan sacramental que Jesús acababa de partir, a los discípulos se les abrieron los ojos del alma. De la misma manera que a Adán y Eva se les abrieron los suyos para ver su vergüenza después de haber comido el fruto prohibido del conocimiento del bien y del mal, ahora los ojos de los discípulos eran abiertos para que pudieran discernir el cuerpo de Cristo. Esta escena forma paralelismo con la última cena: en ambas hubo acción de gracias, en ambas Jesús levantó los ojos al cielo, en ambas hubo la fracción del pan, y en ambas el dar el pan a los discípulos. Al darle el pan fue infundido a los dos discípulos un conocimiento que les ofrecía una claridad mayor que todas las instrucciones verbales. La fracción del pan les había introducido dentro de la experiencia del Cristo glorificado. Entonces Él desapareció de su vista.

Volviéndose a mirarse uno a otro, reflexionaron:

¿No ardía nuestro corazón dentro de nosotros, mientras nos hablaba por el camino, y nos abría las Escrituras? Lc 24, 32

La influencia que ejercía en ellos era a la vez afectiva e intelectual: afectiva en el sentido de que hacía arder sus corazones con las llamas del amor; intelectual en cuanto les daba una comprensión de los centenares de pasajes bíblicos en que se predecía su venida. La humanidad tiende en general a creer que todo lo religioso ha de ser algo lo suficientemente sorprendente y poderoso para desbordar la más viva fantasía. Sin embargo, este incidente del camino de Emaús nos revela que las verdades más poderosas del mundo aparecen en incidentes comunes y triviales de la vida, tales como el de encontrar a un compañero por el camino. Cristo veló su presencia en el camino más corriente de la vida. Ellos tuvieron conocimiento de Él a medida que caminaban a su lado; y su conocimiento fue el de la gloria que se alcanza por medio de la derrota. En la vida glorificada de Jesús, lo mismo que en su vida pública, la cruz y la gloria iban siempre juntas. Lo que en la conversación con los dos discípulos se hizo resaltar no fueron las enseñanzas dadas por Jesús, sino que se insistió en sus sufrimientos y en el modo como éstos eran convenientes para su glorificación.

Los discípulos salieron inmediatamente de su casa y regresaron a Jerusalén. De la misma manera que la mujer del pozo dejó junto a éste abandonado su cántaro y corrió, presa de emoción, a comunicar lo que le había acaecido, así también estos dos discípulos se olvidaron de la intención con que habían ido a Emaús y regresaron a la Ciudad Santa. Allí encontraron reunidos a los once apóstoles y, con ellos, a otros seguidores y discípulos. Les refirieron todo cuanto les había ocurrido por el camino y el modo cómo habían reconocido a Jesús al partir el pan.

* En «Vida de Cristo». Editorial Herder – Barcelona, España – 1959, pp.552-558.

SOBRE LA ORACIÓN [Parte III]

III. Pero tal vez pensáis: ¿Cómo es posible que, a pesar de tantas oraciones, sigamos siendo pecadores y no seamos mejores ahora que antes? Amigo mío, nuestra desgracia proviene del hecho de que no oramos como deberíamos, es decir, sin preparación y sin verdadero deseo de convertirnos, muchas veces sin siquiera saber lo que queremos pedir a Dios. Nada más cierto que esto, hermanos míos, pues todos los pecadores que pidieron a Dios su conversión la obtuvieron, y todos los justos que pidieron a Dios la perseverancia perseveraron. Pero quizás me digáis: Somos demasiado tentados. — Estás demasiado tentado, amigo mío, puedes orar y puedes tener la certeza de que la oración te dará la fuerza para resistir la tentación. ¿Necesitas gracia? La oración te la dará. Si dudas, escucha lo que nos dice Santiago: que con la oración tenemos dominio sobre el mundo, sobre el demonio y sobre nuestras inclinaciones. Sí, hermanos míos, en cualquier pena en la que nos encontremos, si oramos, tendremos la dicha de soportarla con resignación a la voluntad de Dios; y por más violentas que sean nuestras tentaciones, si recurrimos a la oración, las venceremos.

Pero ¿qué hace el pecador? Está muy convencido de que la oración es absolutamente necesaria para evitar el mal y hacer el bien, y para salir del pecado cuando ha tenido la desgracia de caer en él; pero comprended, si podéis, su ceguera: casi no ora o lo hace mal. ¿No es cierto, hermanos míos? Ved cómo ora un pecador, suponiendo incluso que ore, pues la mayoría de los pecadores ni siquiera oran, y, lamentablemente, los vemos vivir como animales. Pero veamos a esos pecadores haciendo su oración: veámoslos recostados en una silla o apoyados en la cama, haciéndola mientras se visten o se desvisten, o mientras caminan o gritan, y cuando tal vez incluso maldicen a sus criados o a sus hijos. ¿Y qué preparación hacen antes? Lamentablemente, ninguna. Muchas veces, y la mayoría de las veces, esos pecadores terminan su pretendida oración no sólo sin saber lo que han dicho, sino también sin pensar quiénes son, ni a qué han venido, ni qué han pedido. Si los vierais en la casa de Dios, ¿no os moriríais de compasión? ¿Piensan que están en la presencia santa de Dios? No, sin duda que no: observan quién entra y quién sale, se hablan unos a otros, bostezan, duermen, se aburren, tal vez incluso se enojan porque los oficios les parecen demasiado largos. Su devoción al santiguarse con el agua bendita es muy semejante a la que tienen cuando sacan agua común del balde para beber. Apenas si se arrodillan, y ya les parece demasiado inclinar un poco la cabeza durante la consagración o la bendición. Los vemos mirar en torno al templo, tal vez incluso a objetos que pueden llevarlos al mal; no han entrado aún y ya quisieran estar afuera. Cuando salen, los oímos gritar como personas que acaban de ser liberadas de una prisión. Pues bien, hermanos míos, ésta es la necesidad del pecador: podéis ver cuán grande es. ¿Y os sorprendería que un pecador permanezca siempre en su pecado y, además, persevere en él?

En tercer lugar, dijimos que las ventajas de la oración dependen de la manera en que cumplimos con este deber, como veréis.

Para que una oración sea agradable a Dios y provechosa para quien la hace, es necesario que esté en estado de gracia o, al menos, que tenga la buena voluntad de salir prontamente del pecado, porque la oración de un pecador que no quiere abandonar su pecado es un insulto a Dios. Para que una oración sea buena, hay que prepararse para ella. Toda oración hecha sin preparación es una oración mal hecha, y esa preparación significa, como mínimo, fijar la mirada en el buen Dios por un momento antes de ponerse de rodillas, pensar con quién se va a hablar y qué se le va a pedir. Lamentablemente, son pocos los que se preparan para ello y, en consecuencia, pocos los que oran como se debe, es decir, de manera que sean escuchados. Además, hermanos míos, ¿qué esperáis que Dios os conceda, una vez que no queréis nada ni deseáis nada? Mejor aún: es un pobre que no quiere limosna; es un enfermo que no quiere ser curado; es un ciego que quiere seguir ciego; en fin, es un condenado que no quiere el cielo y que acepta ir al infierno.

Dijimos que la oración es la elevación de nuestro corazón a Dios, es una conversación dulce y feliz entre una criatura y su Dios. No es, pues, hermanos míos, rezar al buen Dios como conviene cuando pensamos en otra cosa mientras oramos. Tan pronto como nos demos cuenta de que nuestro espíritu divaga, debemos volver rápidamente a la presencia del buen Dios, humillarnos ante Él y no abandonar nunca nuestras oraciones porque no sintamos gusto al rezar. Por el contrario, cuanto más repugnancia sintamos, más meritoria será nuestra oración a los ojos de Dios, si continuamos con el pensamiento de agradarle. La historia cuenta que, un día, un santo dijo a otro: “¿Por qué, cuando rezamos al buen Dios, nuestra mente se llena de mil pensamientos extraños y que, muchas veces, si no estuviéramos ocupados orando, ni siquiera pensaríamos en ello?” El otro respondió: “Amigo mío, eso no debe sorprenderte: primero, porque el demonio prevé las abundantes gracias que podemos obtener mediante la oración y, por eso, desespera de conquistar a una persona que reza como debe; segundo, porque cuanto más fervorosamente oramos, más rezamos…”. Otro hombre, a quien se le apareció el demonio, le preguntó por qué tentaba continuamente a los cristianos. El demonio respondió que no podía soportar que un cristiano, que había pecado tantas veces, obtuviera todavía el perdón, y que mientras hubiera un cristiano en la tierra, lo tentaría. Luego le preguntó cómo los tentaba. El demonio le respondió lo siguiente: “A unos les pongo el dedo en la boca para hacerlos bostezar; a otros, los hago dormir; y a otros, les llevo el espíritu de ciudad en ciudad”. Lamentablemente, hermanos míos, esto es demasiado cierto; experimentamos estas cosas todos los días cuando estamos en la santa presencia de Dios para orar.

Se cuenta que el superior de un monasterio, al ver a uno de sus religiosos que, antes de comenzar su oración, hacía cierto movimiento y parecía hablar con alguien, le preguntó en qué se ocupaba antes de empezar a orar. “Padre —dijo él—, antes de comenzar mis oraciones, tengo la costumbre de llamar a todos mis pensamientos y deseos y decirles: Venid todos, y vamos a adorar a Jesucristo, nuestro Dios”. “¡Ah, hermanos míos! —dice Casiano— ¡cuán edificante era ver a los primeros fieles rezar! Estaban tan reverentes en la presencia de Dios que el silencio era tan grande que parecía que estaban muertos; se veía que temblaban en la Iglesia; no había sillas ni bancos; estaban postrados como criminales esperando la sentencia. Pero también, hermanos míos, ¡cuán pronto se pobló el cielo y qué dulce era vivir en la tierra! ¡Ah, felicidad infinita para quienes vivieron en esos tiempos benditos!”

Ya dijimos que nuestras oraciones deben hacerse con confianza y con la firme esperanza de que el buen Dios puede y va a concedernos lo que le pedimos, si lo pedimos como conviene. En todos los lugares donde Jesucristo promete concederlo todo a la oración, Él pone siempre esta condición: “Si oráis con fe”. Cuando alguien le pedía una curación o cualquier otra cosa, nunca dejaba de decirle: “Hágase en ti según tu fe”. Además, hermanos míos, ¿quién podría hacernos dudar, una vez que nuestra confianza se apoya en el poder infinito de Dios, en su misericordia sin límites y en los méritos infinitos de Jesucristo, en cuyo nombre oramos? Cuando oramos en nombre de Jesucristo, no somos nosotros quienes oramos, sino que es el mismo Jesucristo quien ora al Padre en nuestro nombre. El Evangelio nos da un hermoso ejemplo de la fe que debemos tener al orar, en la persona de aquella mujer que sufría una hemorragia. Ella se decía a sí misma: “Si toco, aunque sea sólo su vestido, quedaré curada”. Se ve que creía firmemente que Jesucristo podía curarla; esperaba con gran confianza la curación que tanto deseaba. De hecho, cuando el Salvador pasó, ella se lanzó a sus pies, tocó su manto y quedó inmediatamente curada. Jesucristo vio su fe y la miró con bondad, diciéndole: “Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz y queda curada de tu mal”. Sí, hermanos míos, a esta fe y a esta confianza se promete todo.

4º Decimos que, cuando oramos, debemos tener intenciones muy puras en todo lo que pedimos, y no pedir sino lo que pueda contribuir a la gloria de Dios y a nuestra salvación. San Agustín nos dice: “Podéis pedir cosas temporales, pero siempre con el pensamiento de que las utilizaréis para la gloria de Dios y la salvación de vuestra alma, o para la de vuestro prójimo; de lo contrario, vuestras súplicas no son más que pedidos hechos por orgullo y ambición; y si, en ese caso, el buen Dios se niega a concederos lo que pedís, es porque no quiere contribuir a vuestra ruina”. Pero, como dice san Agustín, ¿qué hacemos en nuestras oraciones? Desgraciadamente, pedimos una cosa y deseamos otra. Cuando rezamos el Padrenuestro, decimos: “Padre nuestro que estás en el cielo”, lo que quiere decir: “¡Dios mío, despréndenos de este mundo; dadnos la gracia de despreciar todas las cosas que sólo sirven para esta vida presente; concededme la gracia de que todos mis pensamientos y todos mis deseos sean para el cielo!” ¡Desgraciadamente, nos enojaríamos mucho si el buen Dios nos concediera esta gracia! Al menos, muchos de nosotros lo haríamos.

[…]

Fuente: Sermons du vénérable serviteur de Dieu, Jean-Baptiste-Marie Vianney, Curé D’Ars tomo II, pp. 57-80.