Archivos de categoría: Formación católica

“¡Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen!”

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Hipódromo Peñuelas – La Serena (Chile)
Domingo 5 de abril de 1987

Queridos hermanos y hermanas:

1. “En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba a las turbas, una mujer de entre el gentío levantó la voz diciendo: ¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron! (Lc 11, 27)”.

Esta alabanza a Jesús y a María brota de la fe sencilla de una mujer desconocida. Emocionada en lo más profundo del corazón, ante las enseñanzas de Jesús, ante su figura amable, aquella persona no puede contener su admiración. En sus palabras reconocemos una muestra genuina de la religiosidad popular, siempre viva entre los cristianos a lo largo de la historia.

Con gran gozo y con gratitud al Señor, por estar hoy entre vosotros, en esta noble y antigua ciudad de La Serena, saludo con afecto a cuantos participáis en esta celebración de la Palabra, y a todos los habitantes del llamado Norte Chico de Chile que, sin embargo, no deja de ser grande por muchos motivos; en primer lugar por su fe cristiana, de la que son testimonio sus santuarios y que se manifiesta en las peregrinaciones, en las fiestas y bailes religiosos, a los que se une el Norte Grande.

En presencia de estas imágenes veneradas de la Virgen de Andacollo, de la Candelaria y del Carmen, y del Niño Dios de Sotaquí, San Pedro de Coquimbo, San Isidro de Illapel, Cruz de Mayo y ante las demás representaciones de la Madre de Dios que habéis traído para su bendición, el Papa quiere repetir junto con vosotros la misma alabanza de la mujer del Evangelio: “¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!” (Lc 11, 27). ¿No percibimos ahora en estas palabras el coro unido de hombres y mujeres chilenos que, desde el comienzo de la evangelización de vuestra patria, han amado y honrado al Señor y a la Virgen, su Madre? ¿No sentimos el fervor espontáneo que suscita la devoción popular a María Santísima, Madre nuestra, que no cesa de interceder por sus hijos?

2. Si, la piedad popular es un verdadero tesoro del Pueblo de Dios. Es una demostración continua de la presencia activa del Espíritu Santo en la Iglesia. Es El quien enciende en los corazones la fe, la esperanza y el amor, virtudes excelsas que dan valor a la piedad cristiana. Es el mismo Espíritu el que ennoblece tantas y tan variadas formas de expresar el mensaje cristiano de acuerdo con la cultura y costumbres propias de cada lugar en todos los tiempos.

En efecto, esas mismas costumbres religiosas, transmitidas de generación en generación, son verdaderas lecciones de vida cristiana: desde las oraciones personales, o de familia, que habéis aprendido directamente de vuestros padres, hasta las peregrinaciones que convocan a muchedumbres de fieles en las grandes fiestas de vuestros santuarios.

De ahí que sea muy digna de elogio la firme voluntad de los obispos de Chile, de fomentar todos los valores de la religiosidad conservados por el pueblo. Por mi parte quiero repetir ante vosotros lo que les dije a ellos en Roma, con ocasión de su última visita “ad limina”: “Es pues, necesario valorizar plenamente la piedad popular, purificarla de indebidas incrustaciones del pasado y hacerla plenamente actual. Esto significa evangelizarla, o sea, enriquecerla de contenidos salvíficos portadores del misterio de Cristo y del Evangelio” (Discurso a los obispos chilenos en visita “ad limina Apostolorum”, 19 de octubre de 1984, n 4).

Todas las devociones populares genuinamente cristianas han de ser fieles al mensaje de Cristo y a las enseñanzas de la Iglesia. Por eso habéis de comprender cuán bueno sea que vuestros Pastores, en el cumplimiento de la misión que les ha confiado el Señor, os ayuden a rectificar determinadas prácticas o creencias, cuando sea necesario, para que no haya nada en ellas contrario a la recta doctrina evangélica. Siguiendo con docilidad sus indicaciones, agradáis mucho al Señor y a la Virgen, pues quien oye a los Pastores de la Iglesia, oye al mismo Señor que los ha enviado (cf. Lc 10, 16).

La piedad popular ha de conducirnos siempre a la piedad litúrgica, esto es, a una participación consciente y activa en la oración común de la Iglesia. Me consta que, como culminación de vuestras peregrinaciones, procuráis recibir con fruto el sacramento de la penitencia, mediante una sincera confesión de vuestros pecados al sacerdote, el cual os perdona en nombre de Dios y de la Iglesia. Luego asistís a la Santa Misa y recibís la comunión, participando así de ese gran misterio de fe y de amor, el Sacrificio de Cristo, que se renueva por nosotros en el altar.

Estas celebraciones de la Iglesia, hacia las cuales ha de encauzarse dócilmente la religiosidad popular son sin duda alguna momentos de gracia. En ellas, habéis notado seguramente cómo vibra vuestro corazón, a compás con los nobles sentimientos que vuestra oración y vuestra vida elevan a Dios. Que esos momentos de conversión profunda y de encuentro gozoso en la Iglesia, sean cada vez más frecuentes, especialmente para celebrar los sacramentos. Las fiestas de los Patronos de cada lugar, los tiempos de misión, las peregrinaciones a los santuarios, son como invitaciones que el Señor dirige a toda la comunidad –y a cada uno–, para avanzar por el camino de la salvación.

Pero no estéis esperando a que vengan esas grandes festividades: acudid a la Misa dominical, santificando así el día del Señor, dedicado al culto divino, al legítimo descanso y a la vida de familia más intensa. Que en ninguna de vuestras jornadas falten momentos de oración personal o familiar dentro de esa iglesia doméstica que es el propio hogar, para que toda vuestra existencia se vea como inundada por la luz y la gracia de Dios.

3. Entre los múltiples signos indicativos de la piedad cristiana, la devoción a la Virgen María ocupa un lugar destacadísimo, el que corresponde a su condición de ser Madre de Dios y Madre nuestra. Como aquella mujer del Evangelio lanzó un grito de admiración y bienaventuranza hacia Jesús y su Madre, así también vosotros, en vuestro afecto y en vuestra devoción soléis unir siempre a María con Jesús. Comprendéis que la Virgen nos conduce a su divino Hijo, y que El escucha siempre las súplicas que le dirige su Madre. Esa unión imperecedera de la Virgen María con su Hijo es la señal más confidencial y fidedigna de su misión maternal, tal como nos lo demuestran las palabras dirigidas en Caná: “Haced lo que él os diga” (Jn  2, 5). María nos exhorta siempre a ser fieles al Evangelio, como Ella lo fue, pues su vida es un testimonio de fidelidad a la palabra y a la voluntad del Padre.

¿Veis cómo la devoción a la Virgen María es un rasgo esencial de la fe y de la piedad cristiana? Es pues natural que esta devoción anide en el alma de este país y que por lo mismo invoquéis a María con expresiones llenas de piedad y de confianza filial porque, además, brotan de los hijos predilectos del Señor: los pobres y sencillos, a quienes Dios ha destinado el reino de los cielos (cf Mt 5, 3).

La Virgen nos enseña con su ejemplo a poner en el Señor nuestra confianza de hijos mediante la alabanza y la acción de gracias.

“Alabad el Señor en su templo, alabadlo en su fuerte firmamento. / Alabadlo por sus obras magníficas, alabadlo por su inmensa grandeza” (Sal 150, 1. 2).

¡Oh Señor, Dios nuestro! En este día venturoso queremos aclamarte y cantarte con estas palabras del Salmista por tu bondad infinita para con nosotros. Porque no sólo has querido que seamos llamados hijos tuyos, hermanos de tu Hijo, sino que lo seamos también de verdad (cf 1Jn 3, 1).

Gracias sean dadas a Ti también, oh Cristo, porque nos has dado a tu Madre. Con aquellas palabras que pronunciaste en la cruz: “He ahí a tu hijo” (Jn 19, 26), nos la confiaste en manos de Juan, para que fuera la Madre de todos los hombres.

Te alabamos, Señor, porque muestras tu inmensa grandeza en la pequeñez de tu esclava (cf. Lc 1, 48). Porque Tú la escogiste, la adornaste con todas las gracias y la elevaste por encima de los ángeles y de los santos, para que nuestra Madre Santa María, la llena de gracia fuese la “obra magnífica de Dios por excelencia, a la que Chile entero aclama con amor y gratitud filiales.

4. La Virgen del “Magníficat” es el modelo de quienes se alegran en el Dios de la salvación y expresan con sencillez su gozo.

“Alabadlo tocando trompetas, / alabadlo con arpas y cítaras, / alabadlo con tambores y danzas, / alabadlo con trompas y flautas” (Sal 150, 3-4).

En la primera lectura hemos recordado el traslado del Arca de la Alianza a Jerusalén, entre los cantos y bailes del rey David y del pueblo de Israel que la acompañaban. Fue ese un momento de júbilo para todos, expresado con alabanzas a Dios y adhesión a su Alianza, simbolizada en el Arca con las tablas de la ley.

También vuestro amor y devoción a la Virgen y al Niño Dios tienen manifestaciones parecidas, afincadas en siglos de tradición. De modo muy humano, con vuestros trajes, instrumentos y ritmos, se expresa visiblemente la fe de los hijos de esta tierra, que con todo su ser y al son de la música tributan honor a Cristo y a María Santísima. Se reproduce en cierto sentido aquella escena del Antiguo Testamento, pero esta vez en honor de María. Arca de la Nueva Alianza. “Bendito el fruto de tu vientre, Jesús”: María ha llevado en su seno al Hijo de Dios encarnado, autor y mediador de la nueva y eterna Alianza. Por esto, tantos cristianos la aclaman a diario con la invocación contenida en las letanías lauretanas: “Arca de la Alianza”.

“Todo ser que alienta alabe al Señor” (Sal 150, 6). Queremos, Señor, con la ayuda valiosa de tu Madre, extender por toda la tierra los frutos de tu Alianza de amor con el hombre. Queremos que todos los hombres te reconozcan y te alaben como Creador y Señor: que sepan descubrir tu presencia en sus vidas y el fin para el que fueron creados: que trabajen por hacer resplandecer la imagen que Tú acuñaste en el corazón de cada hombre con admirable benevolencia. Haz que con tu gracia, esa imagen divina grabada en su alma no quede dañada por el odio o la violencia dirigidos contra la misma vida, en especial la ya concebida y aún no nacida: ni por la perversión de las costumbres o las falsas evasiones que proporcionan los señuelos de la droga o del desorden sexual; ni tampoco abandonada a merced de las presiones de ideologías materialistas, sean del signo que fueren, que hieren y ahogan en su fundamento la misma dignidad de la persona humana.

Te pedimos hoy, Señor, que si alguien ha dejado de alabarte y ha preferido caminos desviados del Evangelio, deponga su actitud, y vuelva a Ti de la mano de María.

¡Y tú, Madre buena, que estás siempre cerca de tus hijos, y que aguardas su regreso a la Iglesia, haz que vuelvan! ¡Así lo pedimos a Dios por tu intercesión!

5. Demos gracias a Dios, hermanos, por la presencia maternal de María en la historia de vuestro pueblo. Ella ha guiado a los que os trajeron la fe, a los que os han enseñado a rezar. Ella ha hecho fructificar en los corazones de los chilenos de buena voluntad pensamientos de paz y no de aflicción (cf Jr 29, 11)). Ella os ha sostenido en las dificultades como signo de esperanza, de victoria y de felicidad futuras. Junto con toda la Iglesia en Chile, deseo ponerme bajo la protección de la Santísima Virgen del Carmen, Patrona de vuestra patria, peregrinando espiritualmente a los numerosos santuarios, iglesias y centros marianos del país, desde Tarapacá hasta Magallanes.

¡Ojalá la devoción popular a la Virgen se mantenga siempre viva en Chile, y en todos los chilenos y chilenas! En vuestra función de primeros evangelizadores (cf. Lumen gentium, 11), vosotros, padres de familia, habéis de enseñar a vuestros hijos a invocar a María con filial confianza, a recurrir a Ella como auxilio seguro y a imitar su vida como camino hacia el cielo.

Quiero recomendaros, de manera particular, el rezo del Rosario, que es fuente de vida cristiana profunda. Procurad rezarlo a diario, solos o en familia, repitiendo con gran fe esas oraciones fundamentales del cristiano, que son el Padrenuestro, el Avemaría y el Gloria. Meditad esas escenas de la vida de Jesús y de María, que nos recuerdan los misterios de gozo, dolor y gloria. Aprenderéis así en los misterios gozosos a pensar en Jesús que se hizo pobre y pequeño: ¡un niño!, por nosotros, para servirnos; y os sentiréis impulsados a servir al prójimo en sus necesidades. En los misterios dolorosos os daréis cuenta de que aceptar con docilidad y amor los sufrimientos de esta vida –como Cristo en su Pasión–, lleva a la felicidad y alegría, que se expresa en los misterios gloriosos de Cristo y de María a la espera de la vida eterna.

Conozco la hermosa costumbre, tan arraigada en Chile, del mes de María, celebrado en el mes de noviembre, el mes de las flores, y que culmina con la fiesta de su Purísima Concepción. Pido al Señor que esta devoción siga dando frutos abundantes de vida cristiana, de penitencia y reconciliación, en muchos, que alejados quizá de la práctica religiosa y tibios en la fe, retornan cada año a Jesús a través del calor y la bondad maternal de María.

6. Volvamos al relato del Evangelio para oír la respuesta de Cristo a la voz de esa mujer que exclamaba: “¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!” (Lc 11, 28). El Señor, para que todos aprendiéramos, quiso responder con otra bienaventuranza: “Mejor: ¡Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen!” (Ibíd.).

Así elogió Jesús a su Madre, por el sacrificio silencioso de su vida, llena de inmenso amor, de servicio incondicional a los planes divinos de salvación. Nos la dejó como modelo de aceptación y cumplimiento perfecto de la voluntad de Dios. En la vida de María, de una madre y esposa, aprendemos que en la normalidad cotidiana de nuestros deberes familiares y sociales, cumplidos con mucho amor, podemos y debemos alcanzar la santidad cristiana. El Concilio Vaticano II ha querido recordar este valor santificador que tienen las realidades diarias para todos los cristianos, cada cual en su tarea, al enseñar con respecto a los laicos que “todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso de alma y de cuerpo, si son hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios, por Jesucristo” (Lumen gentium, 34).

Pienso ahora especialmente en las mujeres de Chile, que saben imitar tan bien a nuestra Madre la Virgen. Doy gracias al Señor por esas virtudes femeninas con las que contribuyen al bien de todos. Le pido que toda la vida nacional se beneficie de esa ternura y fortaleza del buen sentido humano y cristiano, de la fidelidad v el amor que las distinguen. Para que se alcance un clima de serena y gozosa convivencia entre todos los chilenos, hace falta que os sigáis empeñando siempre en hacer de cada hogar un remanso de paz y una fuente de alegría cristiana. Viviendo como esposas, hijas y hermanas ejemplares, podréis difundir en la sociedad y en la Iglesia el calor del hogar de la Sagrada Familia de Nazaret.

7. Queridos hermanos y hermanas: Acercándoos a la Virgen mediante vuestras devociones populares, obtendréis siempre abundantes gracias, os sentiréis estimulados a la oración, a la penitencia y a la caridad fraterna. Son signos de la verdadera religiosidad popular, que mueve a dirigir la mente y el corazón a Dios, nuestro Padre: que impulsa a la reconciliación sincera con Dios y que os hace sentiros más vinculados a vuestros hermanos, a los que debéis amar y servir como Jesús nos ha enseñado con sus palabras y con su vida entera.

Por la intercesión maternal de María vuestras oraciones y vuestros sacrificios –que son también una meritoria forma de plegaria–, vuestros cantos y bailes, vuestras procesiones y el cuidado que ponéis en el culto, atraerán del Señor abundantes bendiciones de paz y de unión entre los chilenos, de conversión, de vocaciones sacerdotales y religiosas a su servicio.

Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra. Reina de la Paz y Patrona de Chile. Enséñanos a orientar toda nuestra piedad según las enseñanzas de Jesús y el beneplácito del Padre.

Y podremos cantar eternamente: “¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!” (Lc 11, 28). De este modo, mereceremos, con el auxilio de María, aquella alabanza de Jesús: “¡Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen!”

Es la devoción al amor de Cristo…

Devoción al Sagrado Corazón

Extracto de Consagración de hombres al Sagrado Corazón. Catedral de Santiago en 1940.

La devoción al Sagrado Corazón de Jesús, en su más íntimo sentido, es tan antigua como el cristianismo. Tiene como libro fundamental los Evangelios, en particular el de San Juan donde el Corazón de Cristo se expansiona con ternura infinita. Es la devoción al amor de Cristo, al amor increado del Dios Eterno y al amor creado de la persona adorable de Cristo, amor que se simboliza en su corazón.

El amor de Cristo…

Dios nos ha amado desde toda eternidad, mejor dicho me ha amado, no lo olvidemos, me ha amado… Él me amó, y si estoy sobre la tierra es porque Él resolvió crearme para darme su vida como vida mía, para hacerme participante de su eterna alegría, para que mi pensamiento lo conozca íntimamente y me revele sus secretos más íntimos y me los revelará siempre nuevos… por toda una eternidad. Mi voluntad, sedienta de amor, ha sido creada, no para ser perpetuamente atormentada, sino para sumirse en la posesión de Dios que aspira a dárseme totalmente y entregarse a mí, como jamás una esposa se ha entregado con tanto cariño a su esposo, ni un amigo con tanta lealtad de espíritu a su amigo.

Ese es el plan eterno de Dios sobre mí, el único que Dios podía concebir, el único digno de Él. Y para que pudiese amarlo libremente me dio fuerzas abundantes, me reveló su vida, envió al mundo profetas que me enseñaran el camino, habla Él mismo en el fondo del alma humana con voces secretas que llamamos la voz de la conciencia y las inspiraciones del espíritu. Y como todos estos medios no bastaron para levantar al hombre, a todos los hombres, se decide a la suprema muestra de amor, a darnos su propio Hijo para que se hiciese hombre, como nosotros, y muriese por nosotros en la cruz. Y todo esto por el hombre, por mí.

Esta idea es la que volvía loco el corazón generoso de San Pablo. Me amó y se entregó a la muerte por mí…. también por mí. El Dios inmenso me amó. ¡Si lo meditara, cómo debería vibrar con entusiasmo mi corazón! Los hombres nos damos poco, pero Cristo se dio por entero.

¿Quién es esta criatura amada por Cristo? ¿Serán sólo las almas escogidas, algunos de esos héroes de la santidad? Puede que ellos tengan derecho a pensar que Cristo los ame, pero ¿y los demás? ¿Y nosotros? ¿Y los pobres pecadores atrapados en el pecado? ¿Los habrá amado Cristo también a ellos?

Sí, también a ellos Cristo los amó. El los ama a todos, aun a los más miserables de los hombres, los pecadores, los desamparados, los abandonados del mundo, los publícanos y salteadores, todos ellos son amados por Cristo, y a semejanza de aquel buen ladrón cuando quieren oír la palabra de Cristo, se transforman en santos.

Hay y ha habido siempre grupos de personas en todos los países, en todas las condiciones sociales y en todas las edades para quienes la vida tiene sentido en el amor. Hay vidas para quienes su primer valor es Cristo, su doctrina, que hacen en la medida de sus fuerzas del amor de Cristo, la suprema aspiración de su vida… A esos venimos a agregarnos nosotros. Y este es el sentido de nuestra consagración que vamos a renovar ahora.

Esta consagración, hermanos, que no sea una fórmula más que venga a agregarse a otras; que no sea un rezo más que venga a incrementar las prácticas de piedad… No, por favor, que no sea ese su sentido último. Nuestra piedad ordinaria padece, por desgracia, de ese defecto. Es un todo formado de multitud de piedras aisladas que carece de unidad. Son devociones, mandas, santos, actos aislados de piedad, todos ellos necesarios o al menos útiles. Pero que no falte lo esencial, el alma de la cual sacan su valor todas estas prácticas. Esa alma es el amor apasionado a Cristo.

La consagración no es una fórmula que se recita, no es un escapulario más que se agrega a otros, ni una imagen más que viene a adornas nuestro hogar. No, todo eso es muy secundario. La consagración es la entrega de nuestra vida entera, de nuestro querer, ser y poseer a Cristo. Nuestra consagración significará para ustedes un interesarse por todo lo que Cristo se interesó, amar lo que Cristo amó, y se traduce en esta sublime fórmula, en vivir ahora, como viviría Cristo si estuviese en mi lugar.

Esta consagración significa, por tanto, interesarse por la cosa pública como Cristo se interesaría, esto es inscribirse en los registros electorales, no desinteresarse de los grandes intereses de la Nación por egoísmo, pesimismo o lo que es más común por monstruosa apatía e indiferencia a todo lo que no le atañe a él. La consagración trae consigo una actitud de paz, de caridad, de amor entre los hombres que aman a Cristo, sin odios, sin rencillas, sin susceptibilidades. La consagración significa una actitud ante los pobres de comprensión de su situación, de interés por sus almas y por sus cuerpos, de sacrificio de todo lo superfluo por amor a Cristo en nuestros hermanos. La consagración trae consigo sacrificar de las propias comodidades lo necesario para hacer vivir a los demás.

La consagración significará en todos esa valorización de los espiritual por encima de la materia, del amor de Cristo por sobre los bienes del mundo y se resumirá en una entrega de todas nuestras vidas a Cristo para no tener otro ideal hacer lo que haría un maestro.

San Alberto Hurtado S.J.

La Cuaresma, Camino hacia la Pascua

Catequesis del Papa Magno

 

Invitación a la penitencia

1. Nos encontramos hoy en el primer día de Cuaresma, Miércoles de Ceniza. En esta jornada, al comenzar el de cuarenta días de preparación a la Pascua, la Iglesia nos impone la ceniza sobre la cabeza y nos invita a la penitencia. La palabra penitencia se repite en muchas páginas de la Sagrada Escritura, resuena en la boca de tantos profetas y, en fin, de modo particularmente elocuente, en la boca del mismo Jesucristo: «Arrepentios, porque el reino de los cielos está cerca» (Mt. 3,2). Se puede decir que Cristo introdujo la tradición del ayuno de cuarenta días en el año litúrgico de la Iglesia, porque Él mismo «ayunó cuarenta días y cuarenta noches» (Mt 4,2), antes de comenzar a enseñar. Con este ayuno cuadragesimal, la Iglesia, en cierto sentido, esta llamada cada año a seguir a su Maestro y Señor si quiere predicar eficazmente su Evangelio. El primer día de Cuaresma –precisamente hoy– debe testimoniar de modo especial que la Iglesia acepta esta llamada de Cristo y que desea cumplirla.Convertirse a Dios

2. La penitencia en sentido evangélico significa sobre todo conversión. Bajo este aspecto es muy significativo el pasaje del Evangelio del Miércoles de Ceniza. Jesús habla del cumplimiento de los actos de penitencia conocidos y practicados por sus contemporáneos, por el pueblo de la Antigua Alianza. Pero al mismo tiempo somete a crítica el modo puramente externo del cumplimiento de estos actos: limosna, ayuno, oración, porque ese modo es contrario a la finalidad propia de los mismos actos. El fin de los actos de penitencia es un más profundo acercarse a Dios mismo para poderse encontrar con Él en lo íntimo de la entidad humana, en el secreto del corazón.
«Cuando hagas, pues, limosna, no vayas tocando la trompeta delante de ti, como hacen los hipócritas… para ser alabados de los hombres… ; No sepa tu izquierda lo que hace la derecha, para que tu limosna sea oculta, y el Padre que ve lo oculto te premiará.
Cuando oréis, no seáis como los hipócritas…, para ser vistos de los hombres…, sino… entra en tu cámara y, cerrada la puerta, ora a tu padre que está en lo secreto; y tu Padre que ve en lo escondido, te recompensará.
Cuando ayunéis no aparezcáis tristes, como los hipócritas…, (sino)… úngete la cabeza y lava tu cara para que no vean los hombres que ayunas, sino tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt. 6,2).
Por lo tanto, el significado primero y principal de la penitencia es interior, espiritual. El esfuerzo principal de la penitencia consiste en entrar en sí mismo, en lo más profundo de la propia entidad, entrar en esa dimensión de la propia humanidad en la que, en cierto sentido, Dios nos espera. El hombre exterior debe ceder –diría– en cada uno de nosotros al hombre interior y, en cierto sentido, dejarle el puesto. En la vida corriente el hombre no vive bastante interiormente. Jesucristo indica claramente que también los actos de devoción y de penitencia (como el ayuno, la limosna, la oración) que por su finalidad religiosa son principalmente interiores, pueden ceder al exteriorizan corriente, y, por lo tanto, pueden ser falsificados. En cambio, la penitencia, como conversión a Dios, exige sobre todo que el hombre rechace las apariencias, sepa liberarse de la falsedad y encontrarse en toda su verdad interior. Hasta una mirada rápida, breve, en el fulgor divino de la verdad interior del hombre, es ya un éxito. Pero es necesario consolidar hábilmente este éxito mediante un trabajo sistemático sobre sí mismo. Tal trabajo se llama ascesis (así lo llamaban ya los griegos de los tiempos de los orígenes del cristianismo). Ascesis quiere decir esfuerzo interior para no dejarse llevar y empujar por las diversas corrientes exteriores, para permanecer así siempre ellos mismos y conservar la dignidad de la propia humanidad.
Pero el Señor Jesús nos llama a hacer aún algo más. Cuando dice «entra en tu cámara y cierra la puerta», indica un esfuerzo ascético del espíritu humano que no debe terminar en el hombre mismo. Ese cerrarse es, al mismo tiempo, la apertura más profunda del corazón humano. Es indispensable para encontrarse con el Padre, y por esto debe realizarse. «Tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará. Aquí se trata de recobrar la sencillez de pensamiento, voluntad y corazón, que es indispensable para encontrarse con Dios en el propio yo interior. ¡Y Dios espera esto para acercarse al hombre interiormente recogido y, a la vez, abierto a su palabra y a su amor! Dios desea comunicarse al alma así dispuesta. Desea darle la verdad y el amor que tienen en Él la verdadera fuente.
Liberación espiritual
3. Así, pues, la corriente principal de la Cuaresma debe correr a través del hombre interior, a través de corazones y conciencias. En esto consiste el esfuerzo esencial de la penitencia. En este esfuerzo, la voluntad humana de convertirse a Dios es investida por la gracia proveniente de conversión y, al mismo tiempo, de perdón y liberación espiritual. La penitencia no es sólo un esfuerzo, una carga, sino también una alegría. A veces es una gran alegría del espíritu humano, alegría que otros manantiales no pueden dar.
Parece que el hombre contemporáneo haya perdido, en cierta medida, el sabor de esta alegría. Ha perdido además el sentido profundo de aquel esfuerzo espiritual que permite volver a encontrarse a sí mismo en toda la verdad de la intimidad propia. A esto contribuyen muchas causas y circunstancias que es difícil analizar en los limites de este discurso. Nuestra civilización –sobre todo en Occidente–, estrechamente vinculada con el desarrollo de la ciencia y de la técnica, entrevé la necesidad del esfuerzo intelectual y físico; pero ha perdido notablemente el sentido del esfuerzo del espíritu, cuyo fruto es el hombre visto en sus dimensiones interiores.
En fin, el hombre que vive en las corrientes de esta civilización pierde muy frecuentemente la propia dimensión; pierde el sentido interior de la propia humanidad. A este hombre le resulta extraño tanto el esfuerzo que conduce al fruto hace poco mencionado como la alegría que proviene de él: la alegría grande del descubrimiento y del encuentro, la alegría de la conversión (metanoia), la alegría de la penitencia.
La liturgia austera del Miércoles de Ceniza y, después, todo el período de la Cuaresma es –como preparación a la Pascua– una llamada sistemática a esta alegría: a la alegría que fructifica por el esfuerzo del descubrimiento de sí mismo con paciencia: «Con vuestra paciencia compraréis (la salvación) de vuestras almas» (Lc. 21,19).
Que nadie tenga miedo de emprender este esfuerzo.
Juan Pablo II,
Ciudad del Vaticano, 7 de febrero de 1979

La Cátedra de San Pedro: don de Cristo a su Iglesia

Catequesis de Benedicto XVI

Audiencia general, Miércoles 22 de febrero de 2006.

Queridos hermanos y hermanas: 

La liturgia latina celebra hoy la fiesta de la Cátedra de San Pedro. Se trata de una tradición muy antigua, atestiguada en Roma desde el siglo IV, con la que se da gracias a Dios por la misión encomendada al apóstol san Pedro y a sus sucesores. La «cátedra», literalmente, es la sede fija del obispo, puesta en la iglesia madre de una diócesis, que por eso se llama «catedral», y es el símbolo de la autoridad del obispo, y en particular de su «magisterio», es decir, de la enseñanza evangélica que, en cuanto sucesor de los Apóstoles, está llamado a conservar y transmitir a la comunidad cristiana. Cuando el obispo toma posesión de la Iglesia particular que le ha sido encomendada, llevando la mitra y el báculo pastoral, se sienta en la cátedra. Desde esa sede guiará, como maestro y pastor, el camino de los fieles en la fe, en la esperanza y en la caridad.

¿Cuál fue, por tanto, la «cátedra» de san Pedro? Elegido por Cristo como «roca» sobre la cual edificar la Iglesia (cf. Mt 16, 18), comenzó su ministerio en Jerusalén, después de la Ascensión del Señor y de Pentecostés. La primera «sede» de la Iglesia fue el Cenáculo, y es probable que en esa sala, donde también María, la Madre de Jesús, oró juntamente con los discípulos, a Simón Pedro le tuvieran reservado un puesto especial.

Sucesivamente, la sede de Pedro fue Antioquía, ciudad situada a orillas del río Oronte, en Siria (hoy en Turquía), en aquellos tiempos tercera metrópoli del imperio romano, después de Roma y Alejandría en Egipto. De esa ciudad, evangelizada por san Bernabé y san Pablo, donde «por primera vez, los discípulos recibieron el nombre de cristianos» (Hch 11, 26), por tanto, donde nació el nombre de cristianos para nosotros, san Pedro fue el primer obispo, hasta el punto de que el Martirologio romano, antes de la reforma del calendario, preveía también una celebración específica de la Cátedra de San Pedro en Antioquía.

Desde allí la Providencia llevó a Pedro a Roma. Por tanto, tenemos el camino desde Jerusalén, Iglesia naciente, hasta Antioquía, primer centro de la Iglesia procedente de los paganos, y todavía unida con la Iglesia proveniente de los judíos. Luego Pedro se dirigió a Roma, centro del Imperio, símbolo del «Orbis» —la «Urbs» que expresa el «Orbis», la tierra—, donde concluyó con el martirio su vida al servicio del Evangelio. Por eso, la sede de Roma, que había recibido el mayor honor, recogió también el oficio encomendado por Cristo a Pedro de estar al servicio de todas las Iglesias particulares para la edificación y la unidad de todo el pueblo de Dios.

Así, la sede de Roma, después de estas emigraciones de san Pedro, fue reconocida como la del sucesor de Pedro, y la «cátedra» de su obispo representó la del Apóstol encargado por Cristo de apacentar a todo su rebaño. Lo atestiguan los más antiguos Padres de la Iglesia, como por ejemplo san Ireneo, obispo de Lyon, pero que venía de Asia menor, el cual, en su tratado Contra las herejías, describe la Iglesia de Roma como «la más grande, más antigua y más conocida por todos, que la fundaron y establecieron los más gloriosos apóstoles Pedro y Pablo»; y añade:  «Con esta Iglesia, a causa de su origen más excelente, debe necesariamente estar de acuerdo toda la Iglesia, es decir, los fieles de todas partes» (III, 3, 2-3). A su vez, un poco más tarde, Tertuliano afirma:  «¡Cuán feliz es esta Iglesia de Roma! Fueron los Apóstoles mismos quienes derramaron en ella, juntamente con su sangre, toda la doctrina» (La prescripción de los herejes, 36). Por tanto, la cátedra del Obispo de Roma representa no sólo su servicio a la comunidad romana, sino también su misión de guía de todo el pueblo de Dios.

Celebrar la «Cátedra» de san Pedro, como hacemos nosotros, significa, por consiguiente, atribuirle un fuerte significado espiritual y reconocer que es un signo privilegiado del amor de Dios, Pastor bueno y eterno, que quiere congregar a toda su Iglesia y guiarla por el camino de la salvación.

Entre los numerosos testimonios de los santos Padres, me complace recordar el de san Jerónimo, tomado de una de sus cartas, escrita al Obispo de Roma, particularmente interesante porque hace referencia explícita precisamente a la «cátedra» de Pedro, presentándola como fuente segura de verdad y de paz. Escribe así san Jerónimo:  «He decidido consultar la cátedra de Pedro, donde se encuentra la fe que la boca de un Apóstol exaltó; vengo ahora a pedir un alimento para mi alma donde un tiempo fui revestido de Cristo. Yo no sigo un primado diferente del de Cristo; por eso, me pongo en comunión con tu beatitud, es decir, con la cátedra de Pedro. Sé que sobre esta piedra está edificada la Iglesia» (Cartas I, 15, 1-2).

Queridos hermanos y hermanas, en el ábside de la basílica de San Pedro, como sabéis, se encuentra el monumento a la Cátedra del Apóstol, obra madura de Bernini, realizada en forma de gran trono de bronce, sostenido por las estatuas de cuatro doctores de la Iglesia, dos de Occidente, san Agustín y san Ambrosio, y dos de Oriente, san Juan Crisóstomo y san Atanasio. Os invito a deteneros ante esta obra tan sugestiva, que hoy se puede admirar decorada con muchas velas, para orar en particular por el ministerio que Dios me ha encomendado.

Elevando la mirada hacia la vidriera de alabastro que se encuentra exactamente sobre la Cátedra, invocad al Espíritu Santo para que sostenga siempre con su luz y su fuerza mi servicio diario a toda la Iglesia. Por esto, como por vuestra devota atención, os doy las gracias de corazón.

El primado de la santidad

¡Con tal que Cristo sea glorificado, en esto me gozo y me gozaré siempre!

Extracto de un documento redactado en París en Noviembre de 1947 y titulado de la misma manera.

San Alberto Hurtado

Un apostolado racionalizado, una acción eficaz, requiere en primer lugar un hombre entregado a Dios, un alma apostólica, completamente ganada por el deseo de comunicar a Dios, de hacer conocer a Cristo; almas capaces de abnegación, de olvido de sí mismas, con espíritu de conquista, almas para las cuales el grito de San Pablo sea siempre actual ¡con tal que Cristo sea glorificado, en esto me gozo y me gozaré siempre!

La racionalización del apostolado, precisamente exige, que lo supraracional esté en primer lugar. ¡Que sea un santo! En definitiva, no va a apoyarse sobre los medios de su acción humana, sino sobre Dios. Lo demás vendrá después: que trabaje no como guerrillero sino como miembro del Cuerpo místico, en unión con todos los demás, aprovechándose de todos los medios para que Cristo pueda crecer en los demás, pero que primero la llama esté muy viva en él.

Que sea un hombre

Un santo es imposible si no es un hombre, no digo un genio, pero un hombre completo dentro de sus propias dimensiones. Hay tan pocos hombres completos. Los profesores nos preocupamos tan poco de formarlos; y pocos toman en serio el llegar a serlo…

…El hombre tiene dentro de sí su luz y su fuerza. No es el eco de un libro, el doble de otro, el esclavo de un grupo. Juzga las cosas mismas; quiere espontáneamente, no por fuerza, se somete sin esfuerzo a lo real, al objeto, y nadie es más libre que él.

Si se marcha más despacio que los acontecimientos; si se ve las cosas más chicas de lo que son; si se prescinde de los medios indispensables, se fracasa. Y no puede sernos indiferente fracasar, porque mi fracaso lo es para la Iglesia y para la humanidad. Dios no me ha hecho para que busque el fracaso. Cuando he agotado todos los medios, entonces tengo derecho a consolarme y a apelar a la resignación.

Muchos trabajan por ocuparse; pocos por construir; se satisfacen porque han hecho un esfuerzo. Eso no basta. Hay que querer eficazmente.

Guardar su equilibro

El equilibrio es un elemento precioso para un trabajo racional. Vale más un hombre equilibrado que un genio sin él, al menos para realizar el trabajo de cada día.

Equilibrio no quiere decir en ninguna manera, un buen conjunto de cualidades mediocres. Se trata de un crecimiento armónico que puede ser propio del hombre genial, o de una salud enfermiza, o una especialización muy avanzada. No se trata de destruir la convergencia de los poderes que se tiene, sino de sobrepasarlos por una adhesión más firme a la verdad, de completarse en Dios por el amor.

El cristianismo bien comprendido es un maravilloso fermento de equilibrio. El desequilibrio contemporáneo resulta de un crecimiento desordenado del poder material y de las capacidades de gozo. Se abusa de una y otras, en lugar de dominarlas. La vida social es tan compleja, que en lugar de liberar al hombre lo aplasta y lo determina.

La moral cristiana permite armonizarlo todo, jerarquizarlo todo, por más inteligente, ardiente, vigoroso que uno sea. La humildad viene a temperar el éxito; la prudencia frena la precipitación; la misericordia dulcifica la autoridad; la equidad tempera la justicia; la fe suple las deficiencias de la razón; la esperanza mantiene las razones para vivir; la caridad sincera impide el repliegue sobre sí mismo; la insatisfacción del amor humano deja siempre sitio para el amor fraternal de Cristo, la evasión estéril está reemplazada por la aspiración de Dios, cargada de oración, y de insaciable deseo.

El hombre no puede equilibrarse sino por un dinamismo, por una aspiración de los más altos valores de que él es capaz.

El equilibrio no se decreta; no se impone del exterior. Es un asunto personal, del cual cada uno es el primer responsable. Si el equilibrio viene a turbarse por estructuras enfermizas, impuestas desde afuera, será necesario un esfuerzo mayor para recobrarlo, pero será un equilibrio también superior.

Tan pronto como se siente comprometido el equilibrio hay que hacer todo lo posible por ponerse en condiciones de recobrarlo.

Influyen poderosamente en el equilibrio factores del ritmo diario, semanal, de estaciones. Hay que analizarlos con cuidado y corregirlos. El ritmo cotidiano debe armonizarse entre reposo, trabajo difícil, trabajo fácil, comidas, descansos. El ritmo semanal o mensual debe prevenir paradas, detenciones. El ritmo de estaciones y anual debe prever y armonizar períodos de estabilidad y de viajes; trabajo intensivo, trabajo moderado, vacaciones. La buena distinción entre trabajos materiales y espirituales, trabajo manual y esfuerzo intelectual es también muy importante. Es bueno recordar que en muchos casos se descansa de un trabajo pasando a otro trabajo, no al ocio.

A qué paso caminar

Una vez que se han tomado las precauciones necesarias para salvaguardar el equilibrio, hay que darse sin medirse para suprimir, en la medida de lo posible, las causas del dolor humano.

Se trabaja casi al límite de sus fuerzas, pero se encuentra en la totalidad de su donación y en la intensidad de su esfuerzo una energía como inagotable. Los que se dan a medias están pronto gastados, cualquier esfuerzo los cansa. Los que se han dado del todo se mantienen en la línea bajo el impulso de su vitalidad profunda.

Al paso de Dios

Con todo no hay que exagerar y disipar sus fuerzas en un exceso de tensión conquistadora. El hombre generoso tiende a marchar demasiado a prisa: querría instaurar el bien y pulverizar la injusticia, pero hay una inercia de los hombres y de las cosas con la cual hay que contar. Hay lo deseable y lo posible.

Es necesario adquirir el sentido de lo posible, dado lo que somos y lo que tenemos que emprender. Místicamente se trata de caminar al paso de Dios, de tomar su sitio justo en el plan de Dios. Todo esfuerzo que vaya más lejos es inútil, más aún es nocivo. A la actividad la reemplazará el activismo que se sube como la champaña, que pretende objetos inalcanzables, quita todo tiempo para la contemplación; y el hombre deja de ver el diseño de su vida.

Descansos en el camino

Al partir en la vida del espíritu se adquiere una actitud de tensión extrema que niega todo descanso, pero como ni el cuerpo ni el alma están hechos para este juego, viene luego el desequilibro, la ruptura. Se va hasta el extremo en la potencialidad de esfuerzo, sobrepasándose por nuevos esfuerzos de la voluntad, entonces viene el cansancio, el agotamiento…

Hay pues que detenerse humildemente en el camino y descansar bajo los árboles y recrearse con el panorama, podríamos decir, poner una zona de fantasía en la vida.

Peligro del exceso de acción: la compensación

Un hombre agotado busca fácilmente la compensación. Este momento es tanto más peligroso, cuanto que se ha perdido una parte del control de sí mismo, el cuerpo está cansado, los nervios agitados, la voluntad vacilante. Las mayores tonterías son posibles en estos momentos.

Entonces hay sencillamente que relajar; volver a encontrar la calma entre amigos bondadosos, recitar maquinalmente su rosario, dormitar dulcemente en Dios.

El pecado y la virtud repercuten en el prójimo

De “El diálogo”

Santa Catalina de Siena

 

Quien ofende a Dios, se daña a sí mismo y daña al prójimo

Quiero hacerte saber cómo toda virtud y todo defecto repercuten en el prójimo.

Quien vive en odio y enemistad conmigo, no sólo se daña a sí mismo, sino que daña a su prójimo. Le causa daño porque estáis obligados a amar al prójimo como a vosotros mismos, ya sea ayudándole espiritualmente con la oración, aconsejándole de palabra o socorriéndole espiritual y materialmente, según sea su necesidad.

Quien no me ama a mí, no ama al prójimo; al no amarlo, no lo socorre. Se daña a sí mismo, privándose de la gracia, y causa daño al prójimo, porque toda ayuda que le ofrezca no puede provenir más que del afecto que le tiene por amor a mí.

No hay pecado que no alcance al prójimo. Al no amarme a mí, tampoco lo quiere a él. Todos los males provienen de que el alma está privada del amor a mí y del amor a su prójimo. Al no hacer el bien, se sigue que hace el mal; y obrando el mal, ¿a quién daña? A sí misma, en primer lugar, y después al prójimo. Jamás a mí, puesto que a mí ningún daño puede hacerme, sino en cuanto yo considero como hecho a mí lo que hace al prójimo. Peca, ante todo, contra sí misma, y esta culpa le priva de la gracia; peor ya no puede obrar. Daña al prójimo, al no pagar la deuda de caridad con que debería socorrerlo con oraciones y santos deseos ofrecidos por él en mi presencia. Ésta es la manera general con que debéis ayudar a toda persona.

Las maneras particulares son las que debéis brindar a los que tenéis más cercanos, y a los que debéis ayudar con la palabra, con el ejemplo de las buenas obras y con todo lo que se juzgue oportuno, aconsejándoles sinceramente, como si se tratase de vosotros mismos, sin ningún interés egoísta.

No sólo se daña al prójimo con el pecado de obra sino con el de pensamiento. Éste último se comete en el momento en que se concibe el placer del pecado y se aborrece la virtud, cuando la persona se abandona al placer del amor propio sensitivo, impidiendo que me ame a mí y a su prójimo. Después de concebir el mal, va dándole a luz en perjuicio del prójimo de muy diversas maneras.

A veces el daño que ocasiona a su prójimo llega hasta la crueldad, no solamente por no darle ejemplo de virtud sino por hacer el oficio del demonio, al apartarlo de la virtud y conducirlo al vicio. O bien, por su codicia, cuando no sólo no lo socorre, sino que hasta le quita lo que le pertenece, robando a los pobres. Otras hace un daño brutal a su prójimo cuando abusa de su poder, cuando le engaña y estafa, cuando le dice palabras injuriosas, cuando se muestra soberbio, cuando le trata injustamente…

He aquí cómo los pecados de todos y en todas partes repercuten en el prójimo.

Toda virtud tiene necesariamente su expresión en la caridad al prójimo

Todos los pecados repercuten en el prójimo porque están privados de la caridad, la cual da vida a toda virtud. Y así, el amor propio, que impide amar al prójimo, es principio y fundamento de todo mal. Todos los escándalos, odios, crueldades y daños proceden del amor propio, que ha envenenado el mundo.

La caridad da vida a todas las virtudes, porque ninguna virtud puede subsistir sin la caridad.

[«La caridad es una madre que concibe en el alma los hijos de las virtudes y los da a luz, para gloria de Dios, en su prójimo» (Carta 33).]

En cuanto el alma se conoce a sí misma, según te he dicho, se hace humilde y odia su propia pasión sensitiva, reconociendo la ley perversa que está ligada a su carne y que lucha contra el espíritu. Por esto relega su sensualidad y la sujeta a la razón, y reconoce toda la grandeza de mi bondad por los beneficios que de mí recibe. Humildemente atribuye a mí el que la haya sacado de las tinieblas y la haya traído a la luz del verdadero conocimiento.

Todas las virtudes se reducen a la caridad, y no se puede amar a Dios sin, a la vez, amar al prójimo

El que ha conocido mi bondad, practica la virtud por amor a mí, al ver que de otra manera no podría agradarme. Y así, el que me ama procura hacer bien a su prójimo. Y no puede ser de otra forma, puesto que el amor a mí y el amor al prójimo son una misma cosa. Cuanto más me ama, más ama a su prójimo.

[«Toda virtud tiene vida por el amor; y el amor se adquiere en el amor, es decir, fijándonos cuán amados somos de Dios. Viéndonos tan amados, es imposible que no amemos…» (Carta 50)]

El alma que me ama jamás deja de ser útil a todo el mundo y procura atender las necesidades concretas de su prójimo. Lo socorre según de los dones que ha recibido de mí: con su palabra, con sus consejos sinceros y desinteresados, o con su ejemplo de santa vida (esto último lo deben hacer todos sin excepción).

Yo he distribuido las virtudes de diferentes maneras entre las almas. Aunque es cierto que no se puede tener una virtud sin que se tengan todas, por estar todas ligadas entre sí, hay siempre una que yo doy como virtud principal; a unos, la bondad; a otros, la justicia; a éstos, la humildad; a otros, una fe viva, a otros, la prudencia, la templanza, la paciencia, y a otros, la fortaleza. Cuando un alma posee una de estas virtudes como virtud principal, a la que se ve particularmente atraída, por esta inclinación atrae a sí a todas las demás, pues, como he dicho, están ligadas entre sí por la caridad.

[Todas las virtudes nacen, tienen vida y valor por la caridad]

Todos estos dones, todas estas virtudes gratuitamente dadas, todos estos bienes espirituales o corporales, los he distribuido tan diversamente entre los hombres a fin de que os veáis obligados a ejercitar la caridad los unos para con los otros. He querido así que cada uno tenga necesidad del otro y sean así ministros míos en la distribución de las gracias y dones que de mí han recibido. Quiera o no quiera el hombre, se ve precisado a ayudar a su prójimo. Aunque, si no lo hace por amor a mí, no tiene aquel acto ningún valor sobrenatural.

Puedes ver, por tanto, que he constituido a los hombres en ministros míos y que los he puesto en situaciones distintas y en grados diversos a fin de que ejerciten la virtud de la caridad. Yo nada quiero más que amor. En el amor a mí se contiene el amor al prójimo. Quien se siente ligado por este amor, si puede según su estado hacer algo de utilidad a su prójimo, lo hace.

El que ama a Dios debe dar prueba de la autenticidad de sus virtudes

Te diré ahora como el alma, por medio del prójimo y de las injurias que de él recibe, puede comprobar si tiene o no tiene en sí mismo la virtud de la paciencia. Todas las virtudes se prueban y se ejercitan por el prójimo, de la misma forma que, mediante él, los malos manifiestan toda su malicia. Si te fijas, verás cómo la humildad se prueba ante la soberbia, es decir, que el humilde apaga el orgullo del soberbio, quien no puede hacerle ningún daño. La fidelidad se prueba ante la infidelidad del malvado, que no cree ni espera en mí; pues éste no puede hacer perder a mi siervo la fe ni la esperanza que tiene en mí. Aunque vea a su prójimo en tan mal estado, mi siervo fiel no deja por eso de amarlo constantemente y de buscar siempre en mí su salvación. Así, la infidelidad y desesperanza prueban la fe del creyente.

Del mismo modo, el justo no deja de practicar la justicia cuando comprueba la injusticia ajena. La benignidad y la mansedumbre se ponen de manifiesto en el tiempo de la ira; y la caridad se manifiesta frente a la envidia y el odio, buscando la salvación de las almas.

No solamente se ponen de relieve las virtudes en aquellos que devuelven bien por mal, sino que muchas veces mis siervos con el fuego de su caridad disuelven el odio y el rencor del iracundo, y convierten muchas veces el odio en benevolencia, y esto por la perfecta paciencia con que soportan la ira del inicuo, sufriendo y tolerando sus defectos.

De igual modo la fortaleza y la perseverancia del alma se prueban sufriendo los ataques de los que intentan apartarla del camino de la verdad, bien sea por injurias y calumnias, o mediante halagos. Pero si al sufrir estas contrariedades la persona no da buena prueba de sí, es que no es virtud fundada en verdad.

Nos saciaremos con la visión del Verbo

De los Sermones de san Agustín, obispo
(Sermón 194, 3-4: PL 38, 1016-1017)

¿Quién puede conocer los tesoros de sabiduría y ciencia ocultos en Cristo y escondidos en la pobreza de su carne? Él, siendo rico, se hizo pobre por nosotros, para que nos enriqueciéramos con su pobreza. Al asumir nuestra condición mortal, destruyendo así la muerte, se mostró en pobreza; pero con ello nos garantizó las riquezas futuras, sin perder las que había dejado.

¡Cuán grande es la bondad que ha reservado para sus fieles, y que comunica a los que esperan en él!

Ahora nuestro conocimiento es parcial, hasta que llegue lo perfecto. Para hacernos capaces de esta perfección futura, él, igual al Padre por su condición de Dios, se hizo semejante a nosotros, tomando la condición de esclavo, para restituirnos nuestra semejanza con Dios; él, Hijo único de Dios, se hizo Hijo del hombre, para convertir en hijos de Dios a todos los hijos de los hombres; tomando la condición visible de esclavo, abolió nuestra condición de esclavos, haciéndonos libres y capaces de contemplar la naturaleza de Dios.

Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque lo veremos tal cual es. Aquellos tesoros de sabiduría y ciencia, aquellas riquezas divinas, son llamados así porque ellos nos bastarán. Y aquella gran bondad es llamada así porque nos saciará. Muéstranos, pues, al Padre, y eso nos bastará.

Y, en uno de los salmos, uno de nosotros, en nosotros y por nosotros, le dice al Señor: Me saciaré cuando aparezca tu gloria. Él y el Padre son una misma cosa, y el que lo ve a él ve también al Padre. Por tanto, el Señor, Dios de los ejércitos, es el Rey de la gloria. Cuando se vuelva a nosotros, nos mostrará su rostro; y seremos salvados y quedaremos saciados, y eso nos bastará.

Hasta que llegue este momento, hasta que nos muestre aquello que ha de bastarnos, hasta que podamos beber y saciarnos de aquella fuente de vida que es él mismo, mientras caminamos por la vía de la fe y vivimos en el destierro, lejos de él, mientras tenemos hambre y sed de perfección y santidad y deseamos con ardor inefable contemplar la belleza de Dios, celebremos con humilde devoción su nacimiento en condición de esclavo.

No podemos aún contemplar cómo es engendrado por el Padre antes de la aurora; festejemos su nacimiento de la Virgen en plena noche. Aún no percibimos cómo su nombre es eterno y su fama dura como el sol; reconozcamos que su tienda ha sido puesta en el sol.

Aún no vemos al Unigénito que permanece en el Padre; recordemos al Esposo que sale de su alcoba. Aún no ha llegado el momento de sentarnos a la mesa de nuestro Padre; veneremos el pesebre de nuestro Señor Jesucristo.

Jesucristo, hombre y Dios y jefe de la Iglesia

San Agustín, sermón 341

Cartago, en la basílica Restituta;

12 de diciembre del año 418 ó 419

 

1. Por cuanto he podido vislumbrar en las páginas sagradas, hermanos, a nuestro Señor Jesucristo se le considera y nombra de tres modos cuando es anunciado tanto en la ley y los profetas como en las cartas apostólicas o en los hechos merecedores de fe que conocemos por el Evangelio. El primero de ellos, anterior a la asunción de la carne, es en cuanto Dios y en referencia a la divinidad, igual y coeterna a la del Padre. El segundo se refiere al momento en que ha asumido ya la carne, en cuanto se lee y se entiende que el mismo que es Dios es hombre y el mismo que es hombre es Dios, según una cierta propiedad de su excelsitud, por la que no se equipara a los restantes hombres, sino que es mediador y cabeza de la Iglesia. El tercer modo es lo que en cierta manera denominamos Cristo total, en la plenitud de su Iglesia, es decir, cabeza y cuerpo, según la plenitud de cierto varón perfecto, de quien somos miembros cada uno en particular. Tal es lo que se proclama a los creyentes y se ofrece como cognoscible a los sabios. En tan breve espacio de tiempo no me es posible ni recordar ni explicar los numerosos testimonios de la Escritura con que probar los tres modos mencionados; pero no puedo dejar todo sin probar. Así, pues, trayendo a la memoria algunos de esos testimonios, vosotros mismos podéis ver y encontrar en las Escrituras los restantes, que la premura del tiempo no me permite mencionar.

2. Al primer modo de indicar a nuestro Señor y Salvador Jesucristo, el Hijo único de Dios, por quien fueron hechas todas las cosas, se refiere aquel texto destacado y deslumbrante del evangelio según San Juan: En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba en Dios, y la Palabra era Dios; ella estaba al principio junto a Dios; todo fue hecho por ella, y sin ella no se hizo nada. Todo lo que fue hecho era vida en ella; y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas, y las tinieblas no la acogieron1. Palabras estas que causan admiración y estupor y que hay que abrazar antes incluso de comprenderlas. Si se presenta a vuestra boca cualquier alimento, uno recibe una parte de él y otro, otra: a todos llega el mismo alimento, pero no a todos el alimento entero. De idéntica manera se presentan ahora a vuestros oídos mis palabras a modo de alimento y bebida, pero este alimento y bebida llega a todos íntegramente. ¿O es que, cuando hablo, uno se queda con una sílaba y otro con otra? ¿O uno con una palabra y otro con otra? Si así fuera, tendría que decir tantas palabras cuantos hombres estoy viendo, para que a cada uno le llegue, al menos, una. Ciertamente es muy probable que diga más palabras que hombres veo; pero todas llegan a todos. La palabra, pues, del hombre no se divide en sílabas para que todos la escuchen; ¿y va a haber que dividir en pedazos la Palabra de Dios para que esté por doquier? ¿Acaso pensamos, hermanos, que estas palabras que suenan y pasan sufren alguna comparación con aquella Palabra que permanece inconmutablemente? ¿La he comparado yo al decir lo anterior? No quise más que insinuaros de algún modo que lo que Dios muestra en las cosas corporales ha de serviros para creer lo que aún no veis a propósito de las palabras espirituales. Mas pasemos ya a cosas superiores, pues las palabras suenan y desaparecen. De entre las cosas espirituales, pensad en la justicia. Si piensan en la justicia uno en occidente y otro en oriente, ¿cómo se explica que tanto el uno como el otro piensen en ella en su totalidad y uno y otro la vean en su plenitud? En efecto, se comporta justamente quien ve la justicia y actúa de acuerdo con ella. La ve dentro y actúa fuera. ¿Cómo la ve dentro, si no dispone de nada para ello? Por el hecho de estar uno en un lugar, ¿no puede llegar el pensamiento del otro a ese mismo lugar? Luego, si tú que te hallas aquí ves con tu mente lo mismo que ve el otro tan alejado de ti, si resplandece para ti en su totalidad y en su totalidad resulta visible para él, puesto que las cosas divinas e incorpóreas están íntegras por doquier, cree que la Palabra está íntegra en el Padre e íntegra en el seno. Créelo de la Palabra de Dios, que es Dios cabe Dios.

3. Pero escucha ya otra denominación, otro modo de indicar a Cristo que utiliza la Escritura. Lo que acabo de decir se refería al tiempo anterior a asumir la carne. Ahora, en cambio, escucha lo que, a su vez, proclama de la Escritura: La Palabra, dice, se hizo carne y habitó entre nosotros2. En efecto, el que había dicho: En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios; ella estaba al principio junto a Dios; todo se hizo por ella, y sin ella no se hizo nada, hubiese perdido el tiempo al anunciarnos la divinidad de la Palabra si hubiese callado su humanidad. Pues, para que yo pueda verla, ella colabora aquí conmigo; ella viene en socorro de mi debilidad para purificarme y poder contemplarla. Tomando la naturaleza humana de la misma naturaleza humana, se hizo hombre. Con el jumento de su carne se acercó al que yacía herido en el camino3 para dar forma y nutrir con el sacramento de su encarnación nuestra pequeña fe, para purificar el entendimiento para que vea lo que nunca perdió a través de aquello que asumió. Efectivamente, comenzó a ser hombre, no dejó de ser Dios. Esto es, pues, lo que se proclama de nuestro Señor Jesucristo en cuanto mediador, en cuanto cabeza de la Iglesia: que Dios es hombre y el hombre es Dios, puesto que dice Juan: Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros4.

4. Escuchad ya una y otra cosa en aquel conocidísimo texto del apóstol Pablo: Quien, existiendo en la forma de Dios, dice, no consideró una rapiña al ser igual a Dios5. Esto equivale a: En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios6. ¿Cómo dijo el Apóstol: No consideró una rapiña el ser igual a Dios, si no es igual a Dios? Si, en cambio, es Dios el Padre, pero no él, ¿cómo es igual? Así, pues, donde Juan dice: La Palabra era Dios, dice Pablo: No consideró una rapiña el ser igual a Dios. Y donde aquél: La Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, éste: Pero se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo7. Prestad atención: en cuanto que se hizo hombre, en cuanto que la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, en ese mismo sentido se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo. ¿Cómo se anonadó? No de manera que perdiese la divinidad, sino revistiéndose de la humanidad, mostrando a los hombres lo que no era antes de ser hombre. Así, se anonadó haciéndose visible, es decir, ocultando la dignidad de su majestad y mostrando la carne, vestimenta de su humanidad. Se anonadó, pues, a sí mismo, tomando la forma de siervo, sin perder la forma de Dios. En efecto, al hablar de la forma de Dios, no dijo «tomó», sino: Existiendo en la forma de Dios, no consideró una rapiña el ser igual a Dios8; mas cuando llegó a la forma de siervo, dijo: Tomando la forma de siervo. Por tanto, en cuanto que se anonadó a sí mismo, es mediador y cabeza de la Iglesia, por quien nos reconciliamos con Dios por el sacramento de su humildad, pasión, resurrección, ascensión y juicio futuro, de forma que se oigan aquellas dos cosas futuras, a pesar de que Dios haya hablado una sola vez. ¿Cuándo se escucharán las dos cosas? Cuando pague a cada uno según las propias obras9.

5. Manteniendo, pues, esto, no os sorprendan las cuestiones humanas, que, según palabras del Apóstol10, se propagan como el cáncer; antes bien, custodiad vuestros oídos y la virginidad de vuestra mente, como desposados por el amigo del esposo a un solo varón para mostraros a Cristo como virgen casta. Vuestra virginidad, pues, está en la mente. La virginidad corporal la poseen pocos en la Iglesia; la virginidad de la mente debe hallarse en todos los fieles. Esta virginidad la quiere profanar la serpiente, de la que dice el mismo Apóstol: Os he desposado con un solo varón para presentaros a Cristo como virgen casta. Y temo que la serpiente os engañe con su astucia, como engañó a Eva, y de esa manera también vuestros sentidos se corrompan y se alejen de la castidad, que radica en Cristo Jesús11. Vuestros sentidos, dijo, es decir, vuestras mentes. Y esta forma de hablar es más apropiada, pues se entiende por sentidos también los de este cuerpo: la vista, el oído, el olfato, el gusto y el tacto. El Apóstol temió que se corrompieran nuestras mentes donde se halla la virginidad de la fe. Ahora, ¡oh alma, ponte en marcha, conserva tu virginidad, que ha de ser fecundada luego en el abrazo de tu esposo. Cercad, pues, según está escrito, vuestros oídos con espinos12.

El problema arriano turbó a los hermanos débiles de la Iglesia; mas, con la misericordia del Señor, triunfó la fe católica. No abandonó él a su Iglesia, y si temporalmente la llenó de turbación, fue para que continuamente le suplicara a él, por quien iba a ser cimentada sobre roca firme. La serpiente sigue susurrando aún y no calla. Con cierta promesa de ciencia, busca arrojar del paraíso de la Iglesia a los cristianos para no permitirles volver al paraíso aquel del que fue arrojado el primer hombre.

6. Estad atentos, hermanos. Lo que ocurrió en aquel paraíso, eso mismo ocurre en la Iglesia. Que nadie nos aleje de este paraíso. Bástenos ya el haber perdido aquél; que al menos la experiencia nos corrija. La serpiente es la misma, la que siempre sugiere la iniquidad y la impiedad. A veces promete la impunidad, como la prometió también allí al decir: ¿Acaso vais a morir?13 Con el fin de que los cristianos vivan mal, sugiere cosas semejantes: «¿Acaso, dice, va a perder Dios a todos? ¿Va a condenarlos a todos por ventura?» Dios dice: «Los condenaré, perdonaré a quienes cambien; si ellos cambian sus hechos, yo cambio mis amenazas». La serpiente es, pues, quien murmura y musita, diciendo: «Ved donde está escrito: El Padre es mayor que yo14; ¿y tú dices que es igual al Padre?» Acepto lo que dices, pero acepto ambas cosas, puesto que ambas leo. ¿Por qué tú aceptas una cosa y no quieres aceptar la otra? Conmigo has leído una y otra. He aquí que el Padre es mayor que yo; lo acepto no porque lo digas tú, sino porque lo dice el Evangelio; acepta también tú que el Hijo es igual a Dios Padre; acepta la palabra del Apóstol. Une ambas afirmaciones; vayan de acuerdo ambas, puesto que quien habló en el Evangelio por medio de Juan fue el mismo que habló por medio de Pablo en su carta. No puede, pues, estar en contradicción consigo mismo; mas tú, como amas el litigar, no quieres comprender la concordia de las Escrituras. Él dice: —Te lo pruebo por el Evangelio: El Padre es mayor que yo. —También yo te lo pruebo con el Evangelio: Yo y el Padre somos una sola cosa15. ¿Cómo pueden ser verdaderas ambas afirmaciones? ¿Cómo nos enseña el Apóstol que yo y el Padre somos una sola cosa? Quien, existiendo en la forma de Dios, no consideró una rapiña el ser igual a Dios. Escucha: El Padre es mayor que yo; pero se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo16. Advierte que te muestro por qué el Padre es mayor; tú muéstrame en qué no es igual. Una y otra cosa la leemos. Es menor que el Padre en cuanto hijo del hombre; igual al Padre en cuanto Hijo de Dios, puesto que la Palabra era Dios. Como mediador es Dios y hombre, Dios igual al Padre, hombre menor que el Padre. Es, pues, al mismo tiempo, igual y menor: igual en la forma de Dios, menor en la forma de siervo. Muestra, pues, tú de dónde le viene el ser igual y menor. ¿Acaso es igual en una parte y menor en otra? Dejando de lado la asunción de la carne, muéstrame que es igual y menor. Quiero ver cómo lo vas a demostrar.

7. Considerad la impiedad estúpida que es pensar según la carne, de acuerdo con lo que está escrito: Pensar según la carne es la muerte17. Párate aquí. Prescindo todavía, aún no hablo de la encarnación de nuestro Señor Jesucristo, el Hijo único de Dios; como si aún no fuera realidad lo que ya lo ha sido, considero contigo: En el principio existía la Palabra, y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios; ella estaba al principio junto a Dios18. Considero contigo: Quien, existiendo en la forma de Dios, no consideró una rapiña el ser igual a Dios19. Muéstrame aquí que es mayor y menor. ¿Qué vas a decirme? ¿Vas a establecer en Dios cualidades, es decir, ciertas afecciones del cuerpo o del alma en las que experimentamos que es una y otra cosa? Con referencia a la naturaleza, puedo afirmarlo ciertamente, pero sabe Dios si también vosotros lo entendéis así. Por tanto, como había comenzado a decir, muéstrame que es menor, muéstrame que es igual antes de la asunción de la carne, antes de que la Palabra se hiciera carne y habitara entre nosotros. ¿Acaso Dios es una y otra cosa, de manera que en una parte el Hijo es menor que él y en otra igual a él? Como si dijéramos que se trata de ciertos cuerpos, donde puedes decirme: «Es igual en longitud, pero menor en dureza». En efecto, con frecuencia ocurre que dos cuerpos son iguales en longitud, mas la dureza de uno es mayor y la de otro menor. Entonces, ¿hemos de pensar a Dios y a su Hijo como si fueran cuerpos? ¿Hemos de imaginar así a quien existió íntegro en María, íntegro junto al Padre, íntegro en la carne e íntegro sobre los ángeles? ¡Aleje Dios estos pensamientos de las mentes de los cristianos! Tus pensamientos pudieran tal vez decir: «Son iguales en dureza y longitud, pero desiguales en el color». ¿Dónde hay color sino en las cosas corporales? Allí, en cambio, existe la luz de la sabiduría. Muéstrame el color de la justicia. Si estas cosas no tienen color, tú no dirías tales cosas de Dios con sólo que tuvieras el color del pudor.

8. ¿Qué has de decir, pues? ¿Que son iguales en poder, pero que el Hijo es menor en prudencia? Dios sería injusto sí hubiese dado un poder igual a una prudencia menor. Si son iguales en prudencia, pero el Hijo es menor en poder, Dios es envidioso al otorgar un poder menor a una prudencia igual. Pero en Dios todo lo que se dice de él es él mismo. Pues en él no es una cosa el poder y otra la prudencia, una la fortaleza, otra la justicia y otra la castidad. Cualesquiera de estas cosas que afirmes de Dios, no se entienden como cosas distintas; además, nada se afirma dignamente de él, puesto que esas cosas son propias de las almas que en cierto modo penetra aquella luz y las llena según sus cualidades, del mismo modo que esta luz visible llena a los cuerpos cuando aparece. Si desaparece, todos los cuerpos tienen el mismo color, aunque es más apropiado hablar de ningún color. Mas cuando, proyectada, ilumina los cuerpos, aunque ella sea uniforme, cubre a los cuerpos con un brillo distinto según las diversas cualidades de los mismos. Así, pues, aquellas virtudes son afecciones de las almas que han sido afectadas positivamente por aquella luz a la que nada afecta y formadas por la que no es formada.

9. Sin embargo, hermanos, hablamos así de Dios porque no encontramos nada mejor que decir. Digo que Dios es justo porque no encuentro palabra humana mejor; en realidad, él está más allá de la justicia. Dice la Escritura: El Señor es justo, y amó la justicia20. Pero allí se dice también que Dios se arrepintió21 y que Dios ignora22. ¿Quién no se horroriza? ¿Ignora Dios algo? ¿Se arrepiente Dios? Sin embargo, también la Sagrada Escritura se rebaja saludablemente hasta estas palabras que te causan horror, precisamente para que no pienses que se afirman de él dignamente aquellas otras que tú consideras grandes. Y así, si preguntas: «¿Qué se puede afirmar dignamente de Dios?», quizá te responda alguien y te diga: «Que es justo». Pero otro más inteligente que éste te dirá que incluso esa palabra queda superada por su excelencia y que es indigna de ser afirmada de él, aunque se acomode justamente a la capacidad humana. De esta forma, si aquél quisiera probar su punto de vista con la Escritura, puesto que está escrito: El Señor es justo23, se le responderá correctamente que en las mismas Escrituras aparece que Dios se arrepiente. Como esto no se entiende en la forma habitual de hablar, es decir, como suelen arrepentirse los hombres, así ha de comprenderse que tampoco corresponde a su sobreeminencia el llamarle justo. Todo ello, aunque la Escritura haya empleado el término de forma adecuada, para conducir gradualmente al alma, por medio de palabras ordinaria, hasta lo que no puede decirse. Dices ciertamente que Dios es justo; piensa, sin embargo, en algo que está más allá de la justicia que sueles aplicar a los hombres. «Pero las Escrituras dijeron que era justo». Por eso dijeron también que se arrepiente e ignora, cosa que ya no quieres afirmar de él. Como comprendes que esas cosas que aborreces se afirman de él en atención a tu debilidad, de idéntica manera estas otras que tú tanto valoras han sido dichas en atención a alguna robustez más consistente. Quien trascienda todo esto y comience a pensar de manera digna de Dios en cuanto le está concedido al hombre, hallará un silencio digno de ser alabado con la voz inefable del corazón.

10. Por tanto, hermanos, puesto que en Dios es lo mismo el poder que la justicia —cuanto digas de él, dices siempre lo mismo, aunque nada digas de manera digna—, no puedes decir que el Hijo es igual al Padre por la justicia y no lo es por el poder, o que es igual por el poder y desigual por la ciencia, puesto que, si es igual en alguna cosa, lo es en todas. Todas las cosas que allí afirmas son idénticas y valen lo mismo. Basta, pues, puesto que no eres capaz de decir cómo el Hijo es desigual al Padre, a no ser que establezcas algunas diversidades en la sustancia de Dios. Y, si las introduces, te arroja fuera la verdad y no accedes a aquel santuario de Dios donde se le ve con absoluta claridad. Dado que no puedes afirmar que es igual en una parte y desigual en otra, puesto que en Dios no hay partes, tampoco puedes decir que en una es igual y en otra es menor, puesto que en Dios no existen cualidades. En cuanto Dios, no puedes hablar de igualdad si no es de igualdad absoluta. ¿Cómo, pues, puedes decir que es menor, a no ser porque tomó la forma de siervo? Por tanto, hermanos, estad siempre atentos a estas cosas. Si en el uso de las Escrituras tomáis una norma fija, la misma luz os mostrará todas las cosas. De esta manera, cuando encontréis que se dice que el Hijo es igual que el Padre, aceptadlo en cuanto a la divinidad. En cambio, por lo que se refiere a la forma asumida de siervo, reconocedle menor. Respectivamente, según se ha dicha: Yo soy el que soy; y: Yo soy el Dios de Abrahán, y el Dios de Isaac, y el Dios de Jacob24; así os aferraréis a lo que es en su naturaleza y lo que es en su misericordia.

Pienso que ya he hablado bastante también de aquel modo por el que a Jesucristo nuestro Señor y Salvador, hecho mediador y cabeza de la Iglesia, por quien nos reconciliamos con Dios, se le indica en las Escrituras como Dios y hombre.

11. El tercer modo tiene lugar cuando se anuncia el Cristo total en cuanto Iglesia, es decir, la cabeza y el cuerpo. La cabeza y el cuerpo forman un único Cristo; no en el sentido de que no esté íntegro sin el cuerpo, sino en cuanto que se dignó ser un todo íntegro con nosotros el que aun sin nosotros existe íntegro no sólo en cuanto Palabra, como Hijo unigénito del Padre, sino incluso en el hombre mismo que tomó, con el cual es, al mismo tiempo, Dios y hombre. Con todo, hermanos, ¿cómo somos nosotros su cuerpo y él un único Cristo con nosotros? ¿Dónde encontramos que el único Cristo lo forman la cabeza y el cuerpo, es decir, la cabeza con su cuerpo? En Isaías, la Esposa habla con el esposo como en singular; ciertamente es una y misma persona la que habla. Pero ved lo que dice: Como a esposo, me ciñó la diadema, y como a esposa, me revistió de adornos25. Como a esposo y como a esposa; a la misma persona llama esposo, en cuanto cabeza, y esposa, en cuanto cuerpo. Parecen dos y es uno solo. De otro modo, ¿cómo somos miembros de Cristo? El Apóstol lo dice clarísimamente: Vosotros sois el cuerpo de Cristo y sus miembros26. Todos en conjunto somos los miembros y el cuerpo de Cristo; no sólo los que estamos en este recinto, sino también los que se hallan en la tierra entera; ni sólo los que viven ahora, sino también, ¿qué he de decir? Desde el justo Abel hasta el fin del mundo, mientras haya hombres que engendren y sean engendrados, cualquier justo que pase por esta vida, todo el que vive ahora, es decir, no en este lugar, sino en esta vida, todo el que venga después; todos ellos forman el único cuerpo de Cristo y cada uno en particular son miembros de Cristo. Si, pues, en conjunto son el cuerpo y en particular son miembros, tiene que haber una cabeza para ese cuerpo. Y él mismo es, dice, la cabeza del cuerpo de la Iglesia; el primogénito, el que tiene el primado27. Y como dijo también de él que siempre es la cabeza de todo principado y potestad28, esta Iglesia, peregrina ahora, se asocia a aquella otra Iglesia celeste, donde tenemos a los ángeles como ciudadanos, y pecaríamos de arrogantes al pretender ser iguales a ellos tras la resurrección de los cuerpos, de no haberlo prometido la Verdad al decir: Serán iguales a los ángeles de Dios29. Así se constituye la única Iglesia, la ciudad del gran rey.

12. Por tanto, Cristo aparece en las Escrituras en forma que has de entenderlo, a veces, como la Palabra igual al Padre; a veces, como mediador, cuando la Palabra se hizo carne para que habitase entre nosotros; cuando el Unigénito, por quien fueron hechas todas las cosas, no juzgó una rapiña el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo, tomando la forma de siervo y haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz30; a veces, como la cabeza y el cuerpo, explicando el mismo Apóstol con toda claridad lo que se dijo en el Génesis del varón y la mujer: Serán dos en una sola carne. Ved que es él quien lo expone, no parezca que soy yo quien osa presentar propias conjeturas. Serán, dijo, dos en una sola carne; y añadió: Esto encierra un gran misterio. Y para que nadie pensase todavía que hablaba del varón y de la mujer, refiriéndose a la unión natural de ambos sexos y a la cópula carnal, dijo: Yo lo refiero a Cristo y a la Iglesia31. Lo dicho: Serán dos en una sola carne, no son ya dos, sino una sola carne, se entiende según esa realidad que se da en Cristo y la Iglesia. Como se habla de esposo y esposa, así también de cabeza y cuerpo, puesto que el varón es la cabeza de la mujer. Sea que yo hable de cabeza y cuerpo, sea que hable de esposo y esposa, entended una sola cosa. Por eso, el mismo Apóstol, cuando aún era Saulo, escuchó: Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?32, puesto que el cuerpo va unido a la cabeza. Y cuando él, ya predicador de Cristo, sufría, de parte de otros, lo mismo que él había hecho sufrir cuando era perseguidor, dice: Para suplir en mi carne lo que falta a la pasión de Cristo33, mostrando que cuanto él padecía pertenecía a la pasión de Cristo. Esto no puede aplicarse a él en cuanto cabeza, puesto que, presente ya en el cielo, nada padece; sino en cuanto cuerpo, es decir, la Iglesia; cuerpo que con su cabeza forma el único Cristo.

13. Mostrad, pues, que sois un cuerpo digno de tal cabeza, una esposa digna de tal esposo. Tal cabeza no puede sino tener un cuerpo adecuado a ella, ni tan gran varón toma una mujer no digna de él. Para mostrarse a sí, dijo, a la Iglesia gloriosa, sin mancha, ni arruga, ni nada parecido34. Esta es la esposa de Cristo, la que no tiene ni mancha ni arruga. ¿Quieres no tener mancha? Cumple lo que está escrito: Lavaos, estad limpios; eliminad las maldades de vuestros corazones35. ¿Quieres no tener arrugas? Tiéndete en la cruz. Para estar sin mancha ni arruga no necesitas solamente lavarte, sino también tenderte. Por medio del lavado se eliminan los pecados; al tenderte se produce el deseo del siglo futuro, razón por la que fue crucificado Cristo. Escucha al mismo Pablo, ya lavado: Nos salvó no por las obras de justicia que hubiéramos hecho, sino, en su misericordia, por el baño de la regeneración36. Escúchale a él mismo tendido: Olvidando, dijo, lo que está atrás y tendido hacia lo que está delante, en mi intención, persigo la palma de la suprema vocación de Dios en Cristo Jesús37.

Pentecostés: nacimiento oficial de la Iglesia

Homilía del Domingo de Pentecostés 2019

P.Jason Jorquera.

 

Queridos hermanos:

Escribe Dom Próspero Guéranger, abad fundador de Solesmes en su gran obra “el año litúrgico”, que «Desde la pascua hemos visto deslizarse siete semanas; he aquí el día que le sigue y hace el número misterioso de cincuenta. Este día es Domingo, consagrado al recuerdo de la creación de la luz y la resurrección de Cristo; le va a ser impuesto su último carácter, y por él vamos a recibir “la plenitud de Dios”»[1]

Para comprender mejor la importancia que tiene la solemnidad de pentecostés para nosotros, es conveniente distinguir entre el antiguo pentecostés, es decir, el pentecostés del Antiguo Testamente y el de nosotros, los cristianos católicos.

Pentecostés antiguo

 Antes del envío del Espíritu Santo, desde Jesucristo hacia atrás, «…Pentecostés se había transformado de fiesta de la cosecha en fiesta conmemorativa de la conclusión de la alianza en el Sinaí»[2]; el día de pentecostés, para el pueblo de la Alianza, «fue marcado por la promulgación de los diez mandamientos de la ley divina, y este gran recuerdo quedó en Israel con la conmemoración anual de tal acontecimiento. Pero así como la Pascua, también pentecostés era profético: debía haber un segundo pentecostés para todos los pueblos, como hubo una segunda Pascua para el rescate del género humano. Para el Hijo de Dios, vencedor de la muerte, la Pascua con todos sus triunfos; y para el Espíritu Santo, Pentecostés, que le vio entrar como legislador en el mundo puesto en adelante bajo la ley»[3]; es decir, que el antiguo pentecostés, a la luz del Nuevo Testamento, se convirtió en figura del nuevo y definitivo, en que sería el mismo “Dios-Espíritu Santo” el gran protagonista y autor de la santificación de las almas.

Pentecostés cristiano

 ¿Qué significa esto del “nuevo Pentecostés” ?; pues que a partir del envío del Espíritu Santo, el hombre se hace capaz de vivir “eficazmente bajo la ley de Dios” que no es otra cosa que la misma “ley de la gracia”. Esta es la gran diferencia entre el antiguo pentecostés y el nuestro: en que la primera ley se escribió en el desierto, entre truenos y relámpagos, y sobre dos tablas de piedra, como significando la dureza de los corazones de los hombres; la segunda ley, la ley de la gracia, en cambio, se escribió en Jerusalén, la ciudad de Dios y en los corazones de los hombres de buena voluntad.

Esto lo explica de una manera hermosísima el ya citado abad de Solesmes: «En este segundo pentecostés, el cielo no se ensombrece, no se oyen los estampidos de los rayos; los corazones de los hombres no están petrificados de espanto como a la falda del Sinaí; sino que laten bajo la impresión del arrepentimiento y acción de gracias. Se ha apoderado de ellos un fuego divino y este fuego abrasará la tierra entera. Jesús había dicho: “He venido a traer fuego a la tierra y ¡qué quiero sino que se encienda!” Ha llegado la hora, y el que en Dios es amor, la llama eterna e increada, desciende del cielo para cumplir la intención misericordiosa del Emmanuel»[4]

Y esta intención misericordiosa es la que san Pablo nos enseña claramente en su carta a Timoteo: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad[5]

A partir de este momento se comprende más claramente la bondad divina y sobre todo la Paternidad de Dios que, buscando siempre su mayor gloria y nuestra salvación, pensó en todo porque a Dios jamás se le escapa nada, y es así que para facilitar al hombre el encuentro con la Verdad, que no es otra cosa que el encuentro con Él mismo, quiso depositar esta verdad de salvación, esta buena nueva del Evangelio, en una sociedad que se extiende desde la tierra hasta el cielo. Esta sociedad es la santa Iglesia católica, nacida el día de Pentecostés en que, a la vez, se constituyó como el cuerpo místico de Cristo; cuerpo en el que el Espíritu Santo hace de alma de esta gran sociedad que ha pasado a llamarse, con toda verdad, “familia de Dios”. La Iglesia es la familia de Dios, y todos los que estamos en ella somos hermanos en Dios: Padre, Hijo y Espíritu Santo.

«En Pentecostés, la Iglesia no es constituida por una voluntad humana, sino por la fuerza del Espíritu de Dios. Inmediatamente se ve cómo este Espíritu da vida a una comunidad que es al mismo tiempo una y universal, superando así la maldición de Babel[6]. En efecto, sólo el Espíritu Santo, que crea unidad en el amor y en la aceptación recíproca de la diversidad, puede liberar a la humanidad de la constante tentación de una voluntad de potencia terrena que quiere dominar y uniformar todo. » (Benedicto XVI)

En uno de sus sermones, san Agustín llama a la Iglesia “Societas Spiritus”, sociedad del Espíritu (Serm. 71, 19, 32: PL 38, 462). Pero ya antes de él san Ireneo había formulado una verdad que quiero recordar aquí: “Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios, y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda gracia, y el Espíritu es la verdad; alejarse de la Iglesia significa rechazar al Espíritu” y por eso “excluirse de la vida” (Adv. haer. III, 24, 1).

A partir del acontecimiento de Pentecostés se manifiesta plenamente esta unión entre el Espíritu de Cristo y su Cuerpo místico, es decir, la Iglesia.

Iglesia, comunidad universal

 «La Iglesia que nace en Pentecostés, ante todo, no es una comunidad particular —la Iglesia de Jerusalén—, sino la Iglesia universal, que habla las lenguas de todos los pueblos. De ella nacerán luego otras comunidades en todas las partes del mundo, Iglesias particulares que son todas y siempre actuaciones de una sola y única Iglesia de Cristo. Por tanto, la Iglesia católica no es una federación de Iglesias, sino una única realidad: la prioridad ontológica corresponde a la Iglesia universal. Una comunidad que no fuera católica en este sentido, ni siquiera sería Iglesia.»[7]

A partir del envío del Espíritu Santo, el llamado de la nuestra Santa Madre Iglesia se ha extendido universalmente (de hecho que sea “católica” significa que es “universal”); no existen más restricciones, ya no hay más distinciones entre judíos y gentiles[8]; la gran obra de la redención de los hombres invita a formar parte del único rebaño de Dios a las ovejas que andaban dispersas para que haya un solo rebaño y un solo pastor[9] santificados en un mismo Espíritu[10]. A partir del envío del Espíritu Santo nuestras propias miserias ya no son excusas puesto que Dios es quien se encarga de devolvernos la amistad con Él que el pecado había destruido y pese a nuestras limitaciones, nuestros defectos e inclusive nuestros propios pecados, la invitación se vuelve eficaz, puesto que es una invitación al arrepentimiento y seguimiento de Dios en su Iglesia animados por su mismo Espíritu: alma de la Iglesia.

Debemos decir que no hay hombre que no esté herido por el pecado, que no esté “enfermo” en este sentido, y, sin embargo, Dios se hace medicina del alma y la invita a entrar a habitar con Él en su morada: la Iglesia militante (y también la purgante), que es como la antesala del encuentro definitivo en la Casa del Padre[11] y que se alcanza en la otra vida en la medida en que seamos fieles a su Iglesia peregrina en el mundo, que nació hace casi 2000 años en un día como hoy. He aquí el gran motivo de alegría para nosotros los católicos en este día: en Pentecostés ha venido el Espíritu Santo a fundar la Iglesia y hacernos partícipes de su peregrinar hacia la eternidad. La Iglesia es nuestra Madre y como tal la debemos defender, respetar y amar.: “La misión de la Iglesia tiene como fin la salvación de los hombres, la cual hay que conseguir con la fe en Cristo y con su gracia. Por tanto, el apostolado de la Iglesia y de todos sus miembros se ordena en primer lugar a manifestar al mundo con palabras y obras el mensaje en Cristo y a comunicar su gracia.”[12]

Le pedimos en este día a María Santísima, quien primero recibió al Espíritu Santo en su corazón maternal, que nos alcance la gracia de ser dóciles a este eficaz santificador de las almas que vino a dar origen oficial a la santa Iglesia, cubriéndola también con su sombra y haciendo las veces de alma.

Ave María Purísima.

[1] Dom Próspero Guéranger, El año litúrgico, primera edición española, Ediciones Aldecoa 1956, tomo III pág. 512.

[2] Homilía del Papa Benedicto XVI el domingo 15 de mayo de 2005

[3] Dom Próspero Guéranger, El año litúrgico, pág. 513.

[4] Ídem, págs. 513-514

[5] 1 Tim 2,4

[6] cf. Gn 11, 7-9: Bajemos, pues, y, una vez allí, confundamos su lenguaje, de modo que no se entiendan entre sí.” Y desde aquel punto los desperdigó Yahvé por toda la faz de la tierra, y dejaron de edificar la ciudad. Por eso se la llamó Babel, porque allí embrolló Yahvé el lenguaje de todo el mundo, y desde allí los desperdigó Yahvé por toda la faz de la tierra.

[7] Ídem.

[8] Ro 3,29 ¿Acaso Dios lo es únicamente de los judíos y no también de los gentiles? ¡Sí, por cierto!, también de los gentiles

[9] Cf. Jn 10,16  También tengo otras ovejas, que no son de este redil; también a ésas las tengo que conducir y escucharán mi voz; y habrá un solo rebaño, un solo pastor.

[10] Cf. Hch 1,14: Hch 2,46; Ro 8,16; 1 Cor 12,4; 2 Cor 12,18; etc.

[11] Cf. Jn 14,2

[12] CONC. VAT. II, Decr. Apostolicam actuositatem, 6.

El hombre en oración V

Moisés, el amigo de Dios

La intercesión de Moisés por su pueblo (Ex 32, 7-14)

Benedicto XVI

Queridos hermanos y hermanas:

Leyendo el Antiguo Testamento, resalta una figura entre las demás: la de Moisés, precisamente como hombre de oración. Moisés, el gran profeta y caudillo del tiempo del Éxodo, desempeñó su función de mediador entre Dios e Israel haciéndose portador, ante el pueblo, de las palabras y de los mandamientos divinos, llevándolo hacia la libertad de la Tierra Prometida, enseñando a los israelitas a vivir en la obediencia y en la confianza hacia Dios durante la larga permanencia en el desierto, pero también, y diría sobre todo, orando. Reza por el faraón cuando Dios, con las plagas, trataba de convertir el corazón de los egipcios (cf. Ex 8–10); pide al Señor la curación de su hermana María enferma de lepra (cf. Nm 12, 9-13); intercede por el pueblo que se había rebelado, asustado por el relato de los exploradores (cf. Nm 14, 1-19); reza cuando el fuego estaba a punto de devorar el campamento (cf. Nm 11, 1-2) y cuando serpientes venenosas hacían estragos (cf. Nm 21, 4-9); se dirige al Señor y reacciona protestando cuando su misión se había vuelto demasiado pesada (cf. Nm 11, 10-15); ve a Dios y habla con él «cara a cara, como habla un hombre con su amigo» (cf. Ex 24, 9-17; 33, 7-23; 34, 1-10.28-35).

También cuando el pueblo, en el Sinaí, pide a Aarón que haga el becerro de oro, Moisés ora, explicando de modo emblemático su función de intercesor. El episodio se narra en el capítulo 32 del Libro del Éxodo y tiene un relato paralelo en el capítulo 9 del Deuteronomio. En la catequesis de hoy quiero reflexionar sobre este episodio y, en particular, sobre la oración de Moisés que encontramos en el relato del Éxodo. El pueblo de Israel se encontraba al pie del Sinaí mientras Moisés, en el monte, esperaba el don de las tablas de la Ley, ayunando durante cuarenta días y cuarenta noches (cf. Ex 24, 18; Dt 9, 9). El número cuarenta tiene valor simbólico y significa la totalidad de la experiencia, mientras que con el ayuno se indica que la vida viene de Dios, que es él quien la sostiene. El hecho de comer, en efecto, implica tomar el alimento que nos sostiene; por eso, en este caso ayunar, renunciando al alimento, adquiere un significado religioso: es un modo de indicar que no sólo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca del Señor (cf. Dt 8, 3). Ayunando, Moisés muestra que espera el don de la Ley divina como fuente de vida: esa Ley revela la voluntad de Dios y alimenta el corazón del hombre, haciéndolo entrar en una alianza con el Altísimo, que es fuente de la vida, es la vida misma.

Pero, mientras el Señor, en el monte, da a Moisés la Ley, al pie del monte el pueblo la transgrede. Los israelitas, incapaces de resistir a la espera y a la ausencia del mediador, piden a Aarón: «Anda, haznos un dios que vaya delante de nosotros, pues a ese Moisés que nos sacó de Egipto no sabemos qué le ha pasado» (Ex 32, 1). Cansado de un camino con un Dios invisible, ahora que también Moisés, el mediador, ha desaparecido, el pueblo pide una presencia tangible, palpable, del Señor, y encuentra en el becerro de metal fundido hecho por Aarón, un dios que se ha vuelto accesible, manipulable, al alcance del hombre. Esta es una tentación constante en el camino de fe: eludir el misterio divino construyendo un dios comprensible, correspondiente a sus propios esquemas, a sus propios proyectos. Lo que acontece en el Sinaí muestra toda la necedad y la ilusoria vanidad de esta pretensión porque, como afirma irónicamente el Salmo 106, «cambiaron su gloria por la imagen de un toro que come hierba» (Sal 106, 20). Por eso, el Señor reacciona y ordena a Moisés que baje del monte, revelándole lo que el pueblo estaba haciendo y terminando con estas palabras: «Deja que mi ira se encienda contra ellos hasta consumirlos. Y de ti haré un gran pueblo» (Ex 32, 10). Como hizo a Abraham a propósito de Sodoma y Gomorra, también ahora Dios revela a Moisés lo que piensa hacer, como si no quisiera actuar sin su consentimiento (cf. Am 3, 7). Dice: «Deja que mi ira se encienda contra ellos». En realidad, ese «deja que mi ira se encienda contra ellos» se dice precisamente para que Moisés intervenga y le pida que no lo haga, revelando así que el deseo de Dios siempre es la salvación. Como en el caso de las dos ciudades del tiempo de Abraham, el castigo y la destrucción, en los que se manifiesta la ira de Dios como rechazo del mal, indican la gravedad del pecado cometido; al mismo tiempo, la petición de intercesión quiere manifestar la voluntad de perdón del Señor. Esta es la salvación de Dios, que implica misericordia, pero a la vez denuncia de la verdad del pecado, del mal que existe, de modo que el pecador, reconociendo y rechazando su pecado, deje que Dios lo perdone y lo transforme. Así, la oración de intercesión hace operante, dentro de la realidad corrompida del hombre pecador, la misericordia divina, que encuentra voz en la súplica del orante y se hace presente a través de él donde hay necesidad de salvación.

La súplica de Moisés está totalmente centrada en la fidelidad y la gracia del Señor. Se refiere ante todo a la historia de redención que Dios comenzó con la salida de Israel de Egipto, y prosigue recordando la antigua promesa dada a los Padres. El Señor realizó la salvación liberando a su pueblo de la esclavitud egipcia. ¿Por qué entonces —pregunta Moisés— «han de decir los egipcios: “Con mala intención los sacó, para hacerlos morir en las montañas y exterminarlos de la superficie de la tierra”?» (Ex 32, 12). La obra de salvación comenzada debe ser llevada a término; si Dios hiciera perecer a su pueblo, eso podría interpretarse como el signo de una incapacidad divina de llevar a cabo el proyecto de salvación. Dios no puede permitir esto: él es el Señor bueno que salva, el garante de la vida; es el Dios de misericordia y perdón, de liberación del pecado que mata. Así Moisés apela a Dios, a la vida interior de Dios contra la sentencia exterior. Entonces —argumenta Moisés con el Señor—, si sus elegidos perecen, aunque sean culpables, él podría parecer incapaz de vencer el pecado. Y esto no se puede aceptar. Moisés hizo experiencia concreta del Dios de salvación, fue enviado como mediador de la liberación divina y ahora, con su oración, se hace intérprete de una doble inquietud, preocupado por el destino de su pueblo, y al mismo tiempo preocupado por el honor que se debe al Señor, por la verdad de su nombre. El intercesor, de hecho, quiere que el pueblo de Israel se salve, porque es el rebaño que le ha sido confiado, pero también para que en esa salvación se manifieste la verdadera realidad de Dios. Amor a los hermanos y amor a Dios se compenetran en la oración de intercesión, son inseparables. Moisés, el intercesor, es el hombre movido por dos amores, que en la oración se sobreponen en un único deseo de bien.

Después, Moisés apela a la fidelidad de Dios, recordándole sus promesas: «Acuérdate de tus siervos, Abraham, Isaac e Israel, a quienes juraste por ti mismo: “Multiplicaré vuestra descendencia como las estrellas del cielo, y toda esta tierra de que he hablado se la daré a vuestra descendencia para que la posea para siempre”» (Ex 32, 13). Moisés recuerda la historia fundadora de los orígenes, recuerda a los Padres del pueblo y su elección, totalmente gratuita, en la que únicamente Dios tuvo la iniciativa. No por sus méritos habían recibido la promesa, sino por la libre elección de Dios y de su amor (cf. Dt 10, 15). Y ahora, Moisés pide al Señor que continúe con fidelidad su historia de elección y de salvación, perdonando a su pueblo. El intercesor no presenta excusas para el pecado de su gente, no enumera presuntos méritos ni del pueblo ni suyos, sino que apela a la gratuidad de Dios: un Dios libre, totalmente amor, que no cesa de buscar a quien se ha alejado, que permanece siempre fiel a sí mismo y ofrece al pecador la posibilidad de volver a él y de llegar a ser, con el perdón, justo y capaz de fidelidad. Moisés pide a Dios que se muestre más fuerte incluso que el pecado y la muerte, y con su oración provoca este revelarse divino. El intercesor, mediador de vida, se solidariza con el pueblo; deseoso únicamente de la salvación que Dios mismo desea, renuncia a la perspectiva de llegar a ser un nuevo pueblo grato al Señor. La frase que Dios le había dirigido, «Y de ti haré un gran pueblo», ni siquiera es tomada en cuenta por el «amigo» de Dios, que en cambio está dispuesto a asumir sobre sí no sólo la culpa de su gente, sino todas sus consecuencias. Cuando, después de la destrucción del becerro de oro, volverá al monte a fin de pedir de nuevo la salvación para Israel, dirá al Señor: «Ahora, o perdonas su pecado o me borras del libro que has escrito» (v. 32). Con la oración, deseando lo que es deseo de Dios, el intercesor entra cada vez más profundamente en el conocimiento del Señor y de su misericordia y se vuelve capaz de un amor que llega hasta el don total de sí. En Moisés, que está en la cima del monte cara a cara con Dios y se hace intercesor por su pueblo y se ofrece a sí mismo —«o me borras»—, los Padres de la Iglesia vieron una prefiguración de Cristo, que en la alta cima de la cruz realmente está delante de Dios, no sólo como amigo sino como Hijo. Y no sólo se ofrece —«o me borras»—, sino que con el corazón traspasado se deja borrar, se convierte, como dice san Pablo mismo, en pecado, lleva sobre sí nuestros pecados para salvarnos a nosotros; su intercesión no sólo es solidaridad, sino identificación con nosotros: nos lleva a todos en su cuerpo. Y así toda su existencia de hombre y de Hijo es un grito al corazón de Dios, es perdón, pero perdón que transforma y renueva.

Creo que debemos meditar esta realidad. Cristo está delante del rostro de Dios y pide por mí. Su oración en la cruz es contemporánea de todos los hombres, es contemporánea de mí: él ora por mí, ha sufrido y sufre por mí, se ha identificado conmigo tomando nuestro cuerpo y el alma humana. Y nos invita a entrar en esta identidad suya, haciéndonos un cuerpo, un espíritu con él, porque desde la alta cima de la cruz él no ha traído nuevas leyes, tablas de piedra, sino que se trajo a sí mismo, trajo su cuerpo y su sangre, como nueva alianza. Así nos hace consanguíneos con él, un cuerpo con él, identificados con él. Nos invita a entrar en esta identificación, a estar unidos a él en nuestro deseo de ser un cuerpo, un espíritu con él. Pidamos al Señor que esta identificación nos transforme, nos renueve, porque el perdón es renovación, es transformación.

Quiero concluir esta catequesis con las palabras del apóstol san Pablo a los cristianos de Roma: «¿Quién acusará a los elegidos de Dios? Dios es el que justifica. ¿Quién condenará? ¿Acaso Cristo Jesús, que murió, más todavía, resucitó y está a la derecha de Dios y que además intercede por nosotros? ¿Quién nos separará del amor de Cristo? (…) Ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, (…) ni ninguna otra criatura podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, nuestro Señor» (Rm 8, 33-35.38.39).

Plaza de San Pedro
Miércoles 1 de junio de 2011