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El Reflejo Silencioso

 

Una reflexión sacerdotal

 

A mis compañeros

 de ordenación sacerdotal,

y a todos los sacerdotes

 del Instituto del Verbo Encarnado.

 

P. Jason Jorquera M.

 

Esta sencilla reflexión surgió, efectivamente, a partir de un reflejo silencioso. Al referirme así, me parece mejor para ir desglosando paulatinamente el significado que tal impresión tiene para mí.

El reflejo silencioso no es nada extraño al sacerdote, al contrario, le resulta tan familiar  como dar la bendición con el Santísimo Sacramento puesto en la custodia. Es justamente ahí, en el vidrio de la custodia que protege la Hostia Consagrada, que se produce este maravilloso reflejo silencioso en que el sacerdote puede verse impreso a la vez que observa atentamente a través del diáfano cristal al mismo Verbo Eterno convertido en sacramento.

Bien digo que este reflejo silencioso sea “maravilloso”, pues de alguna manera podemos decir que el sacerdote se ve reflejado en la misma hostia que han consagrado sus manos, que le ha dado todo el sentido a su existencia y que es el alma de su sacerdocio, pues sin Eucaristía no habría sacerdocio…ni viceversa.

Cuando el sacerdote “se contempla en la Hostia” no puede menos que reflexionar que ha sido tomado de entre los hombres, separado, consagrado para convertirse él mismo en el rostro de Cristo y prolongar así la imagen del Verbo que pasó por la tierra haciendo el bien[1], liberando las almas del pecado y quedándose con los hombres en cada sagrario y en cada copón para alimentarlos en su peregrinar hacia el encuentro definitivo en la eternidad.

 En aquel reflejo silencioso se descubre la mirada tierna del Padre a través de su Hijo que observa atentamente al sacerdote, a su sacerdote.

Es en aquel reflejo silencioso que ambos corazones pueden latir juntos al unísono del Sagrado Corazón divino, que ha hecho a su ministro partícipe de su mismo y eterno sacerdocio.

Cada vez que elevo la custodia para dar la bendición soy consciente de que junto con ella es el mismo Dios quien quiere elevar a los hombres hacia las cumbres más altas de la santidad. Cada reflejo silencioso es un llamado nuevo a una asimilación más profunda de la imagen divina, de las virtudes de Cristo, de su humanidad vivida por amor a las almas, de vivir mi sacerdocio muriendo, de vivir una vida inmolada, de vivir con el alma entregada y de abrazarse en aquel inagotable amor divino que brota del llagado Corazón de Cristo, expandiéndose ininterrumpidamente por el mundo entero.

¡Dichosa custodia!, ¡reliquia misteriosa en que el Verbo sacramentado se adora!; pero  más dichoso aún el sacerdote, “hostia y víctima con Cristo y Cristo mismo al consagrar tan sublime manjar celestial”; bienaventurado el sacerdote que contempla y se contempla, que bendice y es bendecido, que ama y es amado.

Aquel reflejo silencioso es una invitación perenne a ser cordero, a dejarse gastar y desgastar por las almas, a padecer en el silencio, a ser elevado también en el espíritu sobre la cruz, aquella que atrae a todos hacia Él[2], el varón de dolores[3] y Señor de los Señores[4].

En el reflejo silencioso  de la custodia el sacerdote comprende la invitación de este Rey de Reyes a transformar su misma alma en  diáfano cristal, que permita a los demás contemplar su divina misericordia, su entrega silenciosa y su constante llamado a acompañarlo.

No se critique al sacerdote cuando por su indigna y débil condición, colmado de gratitud, la emoción le arrebate lágrimas de los ojos, pues hasta Jesucristo las derramó;  no se admiren de que tiemble entre sus manos la custodia cuando su fragilidad pugne con la grandeza de Aquel que encierra; no se impacienten si el sacerdote se  queda absorto en un suspiro, ya que para suspirar por el cielo hemos venido y convertirnos en cristal y puente entre Dios y los hombres. Ese cristal, que no es otra cosa que la santidad, se forja con sufrimientos, se lava con lágrimas, se limpia con paciencia y reluce con alegría.

A mis hermanos en el sacerdocio que tienen junto conmigo la gracia hermosa de elevar la santa Víctima hacia el Padre por todas aquellas almas encomendadas a nuestro ministerio, y admirar cada día con un corazón enteramente  agradecido aquel maravilloso reflejo silencioso.

[1] Hch 10,38

[2] Cf. Jn 12,32

[3] Is 53,3

[4] 1 Tim 6,15

Morir, meditación sobre el pecado I/II

Pecar es morir

San Alberto Hurtado

 

Pecar es morir. Es la única muerte. Sin pecado la muerte es vida, es comienzo de la verdadera vida; pero con pecado el que vive muerto está:

“No son los muertos los que en la paz descansan de la tumba fría,

muertos son los que tienen muerta el alma y viven todavía”.

Esta verdad es la más cierta de todas: ¡Pecar es morir! La muerte entró en el mundo por el pecado (cf. Rom 5,12). Dios, Padre de amor, puso a los hombres para que vivan, vivan aquí, ¡inmortales continúen viviendo allá! Aquí, en salud, sin tentaciones, sin fatigas, sin dolores, en salud, en descanso, en belleza, en amor. El placer de hacer lo que quiero, de obrar como supremo soberano, de ser mi propia ley, de no estar sometido… y creatura significa esencialmente “sometido”… vulneró su naturaleza en lo más íntimo, perdió su sobrenaturaleza, y definitivamente los adornos preternaturales de su vivir.

Una experiencia de su libertad: la mariposa quiso conocer el fuego y se quemó; el chiquillo quiso lanzarse al espacio y se hizo pedazos; el temerario quiso probar sus fuerzas sobre las olas y se ahogó. Violentaron su naturaleza y murieron. Y desde Adán y Eva, la muerte física de todos: la experiencia de la muerte, la más universal de las experiencias, pero esta muerte física no es sino el símbolo de las otras muertes que tiene el pecador.

  1. Morir a la verdad

El pecado es la mentira. Es mentira que somos autónomos. Tenemos ley y la atropellamos. Mentira que amamos a Dios y le ofendemos. Mentira que esos placeres nos van a dar felicidad. El que se adhiere a lo caduco cae con ello; el que se apoya en caña, sangra al romperse. Mentira que seguimos la naturaleza porque cada pecado es un atropello a la naturaleza: del hijo que insulta a su padre; del hermano que atropella y despoja a su hermano; del hombre que viola las funciones de vida; de la creatura que desconoce los derechos del Creador.

  1. Morir a la belleza

El pecado es la fealdad: rompe la armonía. La obra de Dios es bella y armónica: parece un concierto; el pecado es desarmonía, una nota estridente. ¡Alguien que se sale del concierto para dar su nota de egoísmo! Y cada pecado tiene específica fealdad: La ira es arrebato, es estallido de pasión, “yo”, es oprimir al débil, es cebarse en carne humana. La pereza, que horrible es la pereza… la indolencia, no colaborar en el gran trabajo humano. La embriaguez, perder el sentido, renunciar a ser hombre. La gula: hartarse peor que los animales como los Romanos… vomitar… poner en riesgo su salud, ¡esclavo de la comida! La lujuria: esclavos de la carne. El hombre al servicio de sus glándulas. Y por una conmoción de un rato, de orden animal, renunciar a su amor, a su hogar, a sus hijos, a perder su porvenir. Es mentira y es fealdad. Jurar un amor que no se tiene para poseer y abandonar, ¡a veces para matar después! El egoísmo: fealdad del hombre concentrado en el “yo”, y muerto a lo demás. Los dolores de los demás, su hambre, a veces la muerte no le impresionan. Se desespera en cambio por cualquier capricho propio. Y así todos los demás pecados son feos: por eso se ocultan en la noche, se disculpan, se disimulan… y cuando ni eso se hace es porque la fealdad ha llegado a su máximo: es el cinismo.

Mata a la hombría, al valor, porque es la derrota, la renuncia. No hago lo que quiero… sino lo que otro, o lo que mi “yo” menos bueno, mi “yo” inferior manda. ¿Dónde está el valor en arder y renunciar, o en arder y dejarse quemar? En querer guardar lo que me agrada, o darlo generosamente a otro. Recórranse todas las tentaciones y se verá que el verdadero valor, la hombría está en sobreponerse. Hay quienes dicen que esto es demasiado, que es un lenguaje pasado de moda, ¡que no se pide tanto! Eso se dice. ¿Qué se podrá tallar en esa madera?.

Y lo peor es que cada pecado debilita más y más. A medida que uno persevera en el barro se hunde más y más, y se hace más difícil salir. El poder para el bien se hace cada vez más débil, el poder para el mal, el atractivo, las voces del pecado, cada vez más fuertes.

  1. Morir a la delicadeza

Esa hermosa cualidad que hace la vida hermosa: fijarse en lo pequeño, deseo de agradar, atenciones, sacrificios, que son el perfume de la vida… El pecado vuelve al hombre grosero, egoísta, vuelto sobre sí mismo. No tiene ojos más que para sus propios gustos. A veces uno ve maridos, casados con una esposa ideal, nace un amor torcido, y se vuelven brutos, ven a su esposa triste, envejecida, perdido el sentido de la vida… sus hijos abandonados, el patrimonio que se va… y nada. “No corto con lo que me agrada”.

A veces muchachos llenos de cualidades, dominados por una pasión, van poco a poco perdiendo la delicadeza: piden dinero prestado, no lo devuelven, viven de la bolsa, hacen una incorrección, y luego otra para tapar la primera… ya no se esconden: se exhiben en público…

Otras veces son las palabras duras, la falta de respeto y de cariño a los padres: no hay tiempo para conversar con ellos, para darles un gusto, para sacarlos, para darles una bella vejez. ¡Hasta a veces se les da positivos disgustos! Y no es puramente voluntario: es que ha cambiado su carácter, se hace irascible, ha perdido el control, falta el aceite, no hay la vida interior en la que todo se arregla, no hay la humildad de una confesión sincera… ¡a lo más una acusación con cualquiera para salir del paso!. Falta el ánimo de levantarse para “volver a ser yo”. “Feliz aquel que cuando oyere la voz del Señor se levanta a tiempo y va hacia su Padre y recobra su delicadeza!”.

  1. Morir a la dignidad

¿Adónde se rebaja un pecador? Roba a su madre: el que le pidió plata, no se la dieron, le robó, la mató… y se fue a suicidar. ¡Qué casos, Dios mío, los que uno sabe! ¿Cómo se ha podido llegar allá? Abusa de la confianza de un amigo… llega a prostituir a su mujer o a su hija… para lucrar; ¡no pasan en las nubes esos casos! Falsifica firmas… ¡Engaña a su mejor amigo! Es la suerte del pecador… Y el que se pone en el plano inclinado ¿quién sabe a donde irá a parar?

  1. Morir a los ideales

Bellos ideales de juventud: obras que yo quería realizar ¿dónde estáis? ¿Por qué ya no me conmovéis como antes? ¿Por qué no me decís nada?… ¿Me dejáis frío? Os miro como algo tan lejano. ¡Cómo pude yo entusiasmarme con esto! La vida tiene sólo un sentido positivo, frío, egoísta, que yo llamo a veces “realista”, “positivo”, “puesto en este mundo”. ¿Estaré en la verdad? ¡¡Esta vida que se pesa, se mide, se cuenta, es la única!!

  1. Morir a las realidades

Pero no sólo a los ideales, a las mismas realidades. ¡Cuántos ha podido uno ver que prometían tanto y no han hecho nada! Se han hundido, ¡¡se pasmaron!! Y parece que esto fuera más propio de aquellos que han sido de inteligencia más clara, porque han comprendido más las posibilidades de la vida y no se pueden contentar con mediocridades. Al perder el sentido de lo heroico, ¡pierden también el sentido de lo humano! No hay nada que estimule una labor que sólo se puede animar con algo proporcionado a su gran capacidad. Otros, para quienes el dinero, el trabajo mismo es el único ideal, son capaces de esto. ¿Hasta dónde les llena después, hasta dónde les satisface plenamente?

 

“Un disparo a la eternidad”, pp.49-55 s53y05

El rumbo de la vida

Meditación escrita en un viaje en barco

San Alberto Hurtado

Padre Hurtado celebrando la santa Misa durante su viaje en barco

Un regalo de mi Padre Dios ha sido un viaje de 30 días en barco de Nueva York a Valparaíso, y mayor regalo porque en buque chileno. Por generosidad del bondadoso Capitán tenía una mesa en el puente de mando, al lado del timonel, donde me iba a trabajar tranquilo con luz, aire, vista hermosa… La única distracción eran las voces de orden con relación al rumbo del viaje. Y allí aprendí que el timonel, como me decía el Capitán, lleva nuestras vidas en sus manos porque lleva el rumbo del buque. El rumbo en la navegación es lo más importante. Un piloto lo constata permanentemente, lo sigue paso a paso por sobre la carta, lo controla tomando el ángulo de sol y horizonte, se inquieta en los días nublados porque no ha podido verificarlo, se escribe en una pizarra frente al timonel, se le dan órdenes que, para cerciorarse que las ha entendido, debe repetirlas cada una. “A babor, a estribor, un poquito a babor, así como va…”. Son voces de orden que aprendí y no olvidaré.

Algunas veces al día el piloto sube al púlpito de la cabina del timonel a verificar el rumbo por otro procedimiento. Tiene también allí otro instrumento de verificación: la rosa en el compás magistral que verifica el rumbo de la nave en compás de gobierno. Cuando un timonel entrega el timón al que lo reemplaza tiene obligación de indicarle el rumbo, además de tenerlo escrito en la pizarra: “178, 178″ llevamos, a la altura de Antofagasta…”. La corredera: otro instrumento preciso para medir lo recorrido y poder así controlar la exactitud de la posición del buque, frente al rumbo recorrido.

Cada vez que subía al puente y veía el trabajo del timonel no podía menos de hacer una meditación fundamental, la más fundamental de todas, la que marca el rumbo de la vida.

En Nueva York multitud de buques, de toda especie. ¿Qué es lo que los diferencia más fundamentalmente? El rumbo que van a tomar. El mismo Illapel en Valparaíso tenía rumbo Nueva York o Río de Janeiro; en Nueva York tenía rumbo Liverpool o Valparaíso.

Apreciar la necesidad de tomar en serio el rumbo. En un barco al Piloto que se descuida se le despide sin remisión, porque juega con algo demasiado sagrado. Y en la vida ¿cuidamos de nuestro rumbo?

Hay quienes tienen rumbo a Moscú, para otros su rumbo es Berlín; para otros rumbo al Banco, rumbo al prostíbulo; para los santos el rumbo es Cristo, y por Cristo al Padre Dios. ¿Cuál es tu rumbo? ¡Problema macizo! Cada año, más aún, cada día deberíamos verificarlo. Los Jesuitas tenemos obligación de señalarlo cada mañana, y de dos rectificaciones cada día….

Si fuera necesario detenerse aún más en esta idea, yo ruego a cada ejercitante que le dé la máxima importancia, porque acertar en esto es sencillamente acertar; fallar en esto es simplemente fallar.

Barco magnífico: Queen Elizabeth, 70.000 toneladas (un Illapel cargado son 8.000 toneladas). Si me tiento por su hermosura y me subo en él sin cuidarme de su rumbo, corro el pequeño riesgo que en lugar de llegar a Valparaíso, ¡¡llegue a Manila!! Y en lugar de estar con ustedes vea caras filipinas.

Cuántos van sin rumbo y pierden sus vidas… las gastan miserablemente, las “gaspillent”, las dilapidan sin sentido alguno, sin bien para nadie, sin alegría para ellos y al cabo de algún tiempo sienten la tragedia de vivir sin sentido. Algunos toman rumbo a tiempo, otros naufragan en alta mar, o mueren por falta de víveres, extraviados, ¡o van a estrellarse en una costa solitaria!

El trágico problema de la falta de rumbo, tal vez el más trágico problema de la vida. El que pierde más vidas, el responsable de mayores fracasos. La tragedia del barco en la costa del Brasil.

Luego la otra tragedia, tal vez la nuestra, es no tomar en serio el rumbo. La geografía me da el punto y la línea de viaje; la experiencia marina me señala los escollos; lo sé y sin embargo lanzo el buque por caminos que no son los señalados; ¡veo los escollos y obro como si no existieran! Yo pienso que si los escollos morales fueran físicos, y la conducta de nosotros fuera un buque de fierro, por más sólido que haya sido construido, no quedaría sino restos de naufragios.

Si la fe nos da el rumbo y la experiencia nos muestra los escollos, tomémoslos en serio. Mantener el timón. Clavar el timón, y como a cada momento, las olas y las corrientes desvían, rectificar, rectificar a cada instante, de día y de noche… ¡No las costas atractivas, sino el rumbo señalado! Pedir a Dios la gracia grande: ser hombres de rumbo.

1º punto. Mi rumbo. Puerto de partida. Es el primer elemento básico para fijarlo. Y aquí clavar mi alma en el hecho básico: Dios y yo. El primer hecho macizo de toda filosofía, de todo sistema de vida. En el fondo este es el pensamiento que califica todos los sistemas que dividen el mundo: Materialismo ateo, totalitarismo, comunismo, materialismo craso, socialismo auténtico, behaviorismo en psicología.

Posición tomada: No hay Dios; punto de partida: Vengo de la materia.

Agnosticismo: No sé de dónde vengo.

Filosofía religiosa: Vengo de Dios.

Filosofía religiosa al 50%: Vengo de Dios, sí… pero…

Filosofía del santo: Vengo de Dios, sí, de Él. Todo de Él. Nada más cierto, y sobre este hecho voy a edificar mi vida, sobre este primer dato voy a fijar mi rumbo.

No somos materialistas, ni agnósticos, pero nuestro problema está en la mezcla de agnosticismo en la teoría, de imprecisión en la práctica.

Y aquí como siempre: ¿Este hecho es así? ¿Es un hecho? Porque la religión se funda sobre hechos, no sobre teorías. El hecho de mi ser que postula un ser necesario, el hecho de mi espíritu que postula un espíritu.

Ateos no los hay… La idea de Dios, no sólo no la niega nadie, sino que la acepta positivamente la inmensa mayoría. Encuesta en l’École de Sciences… Se defienden de no negarlo, luchan por Él. En EE.UU., a pesar de tanta gente sin confesión religiosa a Dios no lo niega nadie. Pero aquí está la diferencia: nadie lo niega pero unos prescinden de Él y otros toman en serio el hecho hallado.

Yo descubro que Dios es… y es Causa Primera de todo cuanto existe y ha sido hecho sin Él: ex nihilo sui et subjecto… definición del Vaticano. Autor de todo: visible e invisible, no existiría un pensamiento sin Él. Luego, es dueño de todo cuanto existe. Nuestro Señor.

Nuestro Padre. Su hijo. Apuntes.

Tomar en serio estas verdades: Que sirvan para fundar mi vida, para darme rumbo. Uno es cristiano tanto cuanto saca las consecuencias de las verdades que acepta. De aquí también esa actitud, no de orgullo, pero sí de valentía, de serenidad y de confianza, que nos da nuestra fe: No nos fundamos en una cavilación sino en una maciza verdad.

2º punto. El puerto de término. Es el otro punto que fija el rumbo. ¿Valparaíso o Liverpool? De Nueva York salía junto a nosotros Liberty, portaaviones… ¿A dónde se dirigen? Desde la Universidad de Chile o desde la fábrica ¿a dónde? El término de mi vida es Él! (apuntes ).

Dios: Señor… Mi Padre: Soy su hijo. Soy para Él.

Bondad (Apuntes).

Belleza.

Amor… Amor de Padre que todo me lo da. El mismo pensamiento de Grandmaison: Todo es vuestro.

3º punto. El camino: Tengo los dos puntos, los dos puertos. ¿Por dónde he de enderezar mi barco? Al puerto de término, por un camino que es la voluntad de Dios.

La realización en concreto de lo que Dios quiere. He aquí la gran sabiduría. Todo el trabajo de la vida sabia consiste en esto: En conocer la voluntad de mi Señor y Padre. Trabajar en conocerla, trabajo serio, obra de toda la vida, de cada día, de cada mañana, qué quieres Señor de mí, de los Ejercicios muy en especial. Trabajar en realizarla, en servirle en cada momento. Esta es mi gran misión, mayor que hacer milagros.

Sobre cada uno una voluntad especial que uno ha de tratar de descubrir, pero sobre todo una voluntad general:

a) La santificación. Dios nos quiere santos. Ésta es la voluntad de Dios: no mediocres, sino santos. Esta es la flor que le interesa recoger en el mundo: Aspirar ese perfume de la creación. No le interesa el mundo por el mundo. El mundo por el hombre y el hombre para que lo conozca, ame, sirva.

El hombre constituido rey no por su cuerpo, pequeño e indefenso, el más indefenso de los animales… cuando el hombre comienza a poder servirse de él, ¡han muerto ya muchos!. Es rey por su espíritu. Inteligencia: la facultad de conocerlo a Él… la tendencia de la inteligencia a Dios (argumento de Maréchal )… al ser ilimitado. La inteligencia puede ser definida como la facultad de tender a Dios. En Él se completa y se perfecciona. ¡Alabarlo!, ¡de aquí alabanzas, doxologías! Amarlo. Como un hijo al Padre. Servirlo. ¡A sus órdenes! Adoración: de rodillas. Servirlo. Colaborar con Él. Porque he aquí una de las grandezas del hombre: puede hacer algo por su Dios. Le da la grandeza de ayudarlo. Lo toma en serio. Dios, el padre que asocia a su hijo a su trabajo; más aún, confía su trabajo a su hijo: depende de su hijo, se entrega a su hijo. Su obra, la más grande de sus obras, la que vino a realizar el Hijo de Dios, entregada a sus hijos de aquí… para que la completen. Dios creó hombres y de nosotros depende la salud, la prosperidad, el bienestar, la instrucción, la vida y la muerte de esas creaturas. Jesucristo, Hijo de Dios, vino a revelarnos una doctrina y de nosotros depende que esa doctrina sea conocida y en gran parte que sea aceptada, si sabemos ser testigos incorruptos de ella. Jesucristo vino a redimirnos y de nosotros depende que la redención se aplique a cada alma. Él dejó los sacramentos; de nosotros depende que se administren… Fundó una Iglesia y nos dejó el plan y los materiales de construcción: hasta calculada la resistencia de los materiales. El Arquitecto para dirigir las obras lo envió del cielo: el Espíritu Santo; pero de nosotros depende que la Iglesia se construya. Si nos declaramos en huelga, habrá países en que no se construirá, habrá épocas que no alcanzarán a gozar de ella. Somos colaboradores reales de Dios y su obra está entregada en nuestras manos.

¿Cuál es el Camino de mi vida? La voluntad de Dios: santificarme, colaborar con Dios, realizar su obra. ¿Habrá algo más grande, más digno, más hermoso, más capaz de entusiasmar?

¡¡Llegar al Puerto!!

Y para llegar al puerto no hay más que este camino que conduzca… ¡¡Los otros a otros puertos, que no son el mío!! Y aquí está todo el problema de la vida. Llegar al puerto que es el fin de mi existencia. El que acierta, acierta; y el que aquí no llega es un gran errado, sea un Rostchild, un Hitler, un Napoleón, un afortunado en amor, si aquí no acierta, su vida nada vale; si aquí acierta: feliz por siempre jamás. ¡¡Amén!!

Conclusión: ¿Qué es la vida? La breve vida de hoy, una sombra; flor de heno, que hoy es y mañana no (cf. Is 40,7-8); amapola de verano… Breve viaje del que ya hemos recorrido una buena parte.

¿De dónde? ¡Lo sé! ¿Lo sé? ¿Me doy cuenta?

¿Hacia dónde? ¡Qué grande!

¿Camino? Enfrentar el rumbo: El gran rumbo.

El pequeño rumbo de mi barco… Enfrente rumbo. El timón firme en mi mano y cuando arrecien los vientos: Rumbo a Dios; y cuando me llamen de la costa; rumbo a Dios; y cuando me canse, ¡¡rumbo a Dios!!

¿Solo? No. ¡Con todos los tripulantes que Cristo ha querido encargarme de conducir, alimentar y alegrar! ¡Qué grande es mi vida! Qué plena de sentido. Con muchos rumbos al cielo. Darles a los hombres lo más precioso que hay: Dios; y dar a Dios lo que más ama, aquello por lo cual dio su Hijo: los hombres.

Señor, ayúdame a sostener el timón siempre al cielo, y si me voy a soltar, clávame en mi rumbo, por tu Madre Santísima, Estrella de los mares, Dulce Virgen María.

Los riesgos de la fe

Meditación de retiro donde el Padre Hurtado invita al seguimiento de Cristo.

 

“Podéis beber el cáliz… ¡Podemos!” (Mt 20,22). Santiago y Juan piden al Señor, con noble ambición, sentarse a su lado en la gloria; sublime ambición, y Jesús les responde con la gran aventura en que se embarcan si piden esto: Debéis correr un tremendo riesgo para alcanzarlo. ¿Podéis beber mi cáliz, podéis ser bautizados con mi bautismo? –¡Sí, podemos!

Aquí está nuestro deber: arriesgarnos cada día por la vida eterna… Arriesgarse significa correr un riesgo: ¡falta total de seguridad! El que quiere salvarse tiene que arriesgarse. No hay riesgo cuando no hay temor, incertidumbre, ansiedad y miedo. En esto consiste la excelencia y la nobleza de la fe, que la señala entre las otras virtudes: porque supone la grandeza de un corazón que se arriesga.

“La fe es la firme seguridad de lo que esperamos; la convicción de lo que no vemos” (Heb 11,1).En su esencia, pues, la fe es hacer presente lo que no vemos; obrar por la sola esperanza de lo que esperamos sin poseerlo ahora; el arriesgarse para alcanzarlo.

Los Apóstoles Santiago y Juan no se daban perfecta cuenta de todo cuanto ofrecían, pero lo más íntimo de su corazón se revelaba en estas palabras, profecía de su conducta futura. ¡Se entregaron a sí mismos sin reserva y fueron cogidos por Uno más fuerte que ellos y cautivados por Él! Pero aunque poco sabían el alcance de su ofrecimiento, se ofrecían de corazón y así fueron aceptados: “¿Podéis beber?… –Sí podemos! ¡Beberéis pues mi cáliz, y seréis bautizados con el Bautismo con que yo seré bautizado!” (Mt 20,22).

Así actuó también Nuestro Señor con San Pedro: Aceptó el ofrecimiento de sus servicios aunque le avisó cuán poco se daba cuenta de lo que ofrecía.

El caso del joven rico, que se volvió tristemente cuando Nuestro Señor le pidió que lo dejase todo y lo siguiera, es uno de esos casos de uno que no se atreve a arriesgar este mundo por el otro, fiándose de Su Palabra.

Conclusión: Si la fe es la esencia de la vida cristiana, se sigue que nuestro deber es arriesgar todo cuanto tenemos, basados en la Palabra de Cristo, por la esperanza de lo que aún no poseemos; y debemos hacerlo de una manera noble, generosa, sin ligereza, aunque no veamos todo lo que entregamos, ni todo lo que vamos a recibir, pero confiando en Él, en que cumplirá su promesa, en que nos dará fuerzas para cumplir nuestros votos y promesas, y así abandonar toda inquietud y cuidado por el futuro.

Muchos conceden a los sacerdotes el derecho de predicar la doctrina abstracta, pero cuando descubren que están ellos implicados, entonces buscan toda clase de excusas: no ven que “esto” se sigue de “aquello”, o bien que “esto es exagerar”, o “extravagancia”, que hemos olvidado la época, la manera de ser de ahora, etc… Con razón se ha dicho: “Donde hay una voluntad allí hay un camino”. No hay verdad, por más fulgurante que sea, a la que un hombre no pueda escapar si cierra sus ojos; no hay deber, por más urgente que sea, en cuya contra uno no pueda hallar 10.000 razones, tratándose de aplicarlo a él. Y están seguros que se exagera cuando no se hace más que aplicar lo que es evidente.

Pensemos. ¿Qué has sacrificado por la promesa de Cristo? En cada riesgo hay que sacrificar algo: aventuramos nuestras propiedades por una ganancia, cuando tenemos fe en un plan comercial. ¿Qué hemos aventurado por Cristo? ¿Qué le hemos dado en la confianza de su promesa? Éste es el problema: ¿qué hemos arriesgado nosotros?

Por ejemplo, San Bernabé tenía una propiedad en Chipre: la dio para los pobres de Cristo. Aquí hay un sacrificio, hizo algo que no habría hecho si el Evangelio de Cristo fuera falso… Y es claro que si el Evangelio de Cristo fuera falso (lo que es imposible) hizo un muy mal negocio; sería como un negociante que quebró, o cuyos barcos se hundieron.

El hombre tiene confianza en el hombre, se fía de su vecino, se arriesga, pero los cristianos no arriesgamos mucho en virtud de las palabras de Cristo y esto es lo único que deberíamos hacer. Cristo nos advierte: “Haceos amigos con el Dinero injusto, para que, cuando llegue a faltar, os reciban en las eternas moradas” (Lc 16,9). Esto es, sacrifiquen por el mundo futuro lo que los sin fe usan tan mal: viste al desnudo, alimenta al hambriento…

Así también, aquel que, teniendo buenas perspectivas en el mundo, abandona todas sus perspectivas para estar más cerca de Cristo, para hacer de su vida un sacrificio y un apostolado, se arriesga por Cristo. O aquel que, deseando la perfección, abandona sus proyectos mundanos y, como Daniel o San Pablo, con mucho trabajo y mucho esfuerzo, lleva una vida iluminada sólo por la vida que vendrá. O aquel que, cuando se ve cercado de lo que el mundo llama males, aunque tiembla dice: “Que se haga tu voluntad”. Éstos arriesgan lo que pueden por la fe.

Estos son oídos por Dios, y sus palabras son escuchadas, aunque no sepan hasta dónde llega lo que ofrecen, pero Dios sabe que dan lo que pueden y arriesgan mucho. Son corazones generosos, como Juan, Santiago, Pedro, que con frecuencia hablan mucho de lo que querrían hacer por Cristo, hablan sinceramente pero con ignorancia, y por su sinceridad son escuchados aunque con el tiempo aprenderán cuán serio era su ofrecimiento. Dicen a Cristo “¡podemos!”, y su palabra es oída en el cielo.

Es lo que nos acontece en muchas cosas en la vida. Así, en la Confirmación cuando renovamos lo que por nosotros se ofreció en el Bautismo, no sabemos bastante bien lo que ofrecemos, pero confiamos en Dios y esperamos que Él nos dará fuerzas para cumplirlo. Así también, al entrar en la vida religiosa, no saben hasta dónde se embarcan, ni cuán profundamente, ni cuán seductoras sean las cosas del mundo que dejan.

Y así también, en muchas circunstancias, el hombre se ve llevado a tomar un camino por la Religión que puede llevarle quizá al martirio. ¡No ven el fin de su camino! Sólo saben que eso es lo que tienen que hacer, y oyen en su interior un susurro que les dice que cualquiera sea la dificultad Dios les dará su gracia para no ser inferiores a su misión.

Sus Apóstoles dijeron: ¡Podemos!, y Dios los capacitó para sufrir como sufrieron: Santiago traspasado en Jerusalén (el primero de los Apóstoles); Juan más aún, porque murió el último: años de soledad, destierro y debilidad. Con razón Juan diría al final de su vida: ¡Ven, Señor Jesús! (Ap 22,20), como los que están cansados de la noche y esperan la mañana.

No nos contentemos con lo que poseemos; más allá de las alegrías, ambicionemos llevar la Cruz para después poseer la corona. Cuáles son, pues, hoy nuestros riesgos basados en su Palabra. Jesús, expresamente lo dice: “El que dejare casa, o hermanos o hermanas, o padre o madre, o esposa o hijos o hijas, o tierras por mi nombre, recibirá el ciento por uno y la herencia del cielo… Pero muchos que son los primeros serán los últimos; y los últimos serán los primeros” (Mt 19,29–30).

Lavarse las manos

¿Desentenderse de la Verdad?…

Mt 27,24-26

…y se lavó las manos delante de la gente, diciendo:

 «Inocente soy de la sangre de este justo.

Vosotros veréis.»

P. Jason Jorquera M.

 

Irrevocablemente unida a la consideración de la propuesta inicua entre Jesús y Barrabás, se encuentra la del “lavado de manos” de Pilato. Porque siempre que el hombre juzga en favor de la injusticia hay alguien detrás que se ha lavado las manos buscando desentenderse del asunto, pretendiendo que el día en que deba comparecer delante de Dios para ser él juzgado esto no le sea tenido en cuenta. Y por supuesto que se equivoca.

Nada fácil debe haber sido para nuestro Señor Jesucristo beber el cáliz de su Pasión. Su sensibilidad era perfecta, y en consecuencia el dolor de su corazón era indecible al ser Él mismo, Juez de toda la creación, entregado a la injusticia de sus creaturas. Pero para comprender mejor este terrible sufrimiento debemos considerar, además, dos incuestionables realidades: la Divina Providencia y la humana contumacia; ¿por qué?, ¿qué tienen que ver estas dos realidades con este pasaje?, simple: que si el “lavarse las manos”, como hemos dicho, significa el “desentenderse”, pero de un asunto que por fuerza nos compete –de ahí que Pilato propiamente haya abdicado de su responsabilidad como juez-, se nos muestra de manera más patente la espantosa oposición que establece el hombre entre aquel Dios providente que jamás se desentiende de su creatura, es decir, que nunca deja de preocuparse por ella[1], y la rebeldía del alma que pretende “desentenderse” del sacrificio mediante el cual le es posible alcanzar el Paraíso, lo cual es imposible ya que cada uno de nosotros está realmente involucrado en la Sagrada Pasión de Cristo. De hecho por nosotros es que se lleva a cabo.

Habiendo dejado esto en claro, razonemos brevemente sobre cómo este “lavarse las manos” de Pilato tiene la ponzoñosa capacidad de extenderse, con sus más y sus menos, a muchos más aspectos de los que normalmente consideramos en nuestra vida diaria.

El primer error

En la existencia de cada uno de nosotros, capaces de discernir el bien y el mal, de asumir responsabilidades y de cumplir nuestras obligaciones, siempre tomamos contacto con aquello que llamamos “negociable” e “innegociable”, y esto forma parte de lo normal; así por ejemplo, puedo negociar el precio de algo que deseo vender o comprar, un lugar para ir a pasear o alguna posible alianza. Pero también es cierto que otras cosas no admiten negociación alguna, como el decidir la vida o muerte de un niño por nacer o darle al error los derechos que le competen sólo a la verdad. Pues bien, el primer error en el juicio de Pilato lo encontramos en este ámbito, ya que se atrevió a “negociar lo innegociable”: la vida de Jesucristo, el Hijo de Dios. Pilato sabía bien que a Jesús se lo habían entregado por envidia[2], de hecho él mismo afirma no haberle encontrado culpa alguna[3], y sin embargo, decide absurdamente negociar la liberación de quien sabía inocente. Es aquí donde debemos preguntarnos ¿cuál es el motivo de esta actitud?, para responder con total sinceridad que la embustera “causa aparente” que a veces pretenden transmitirnos, como intentando aminorar la responsabilidad del procurador, por desatinado que nos parezca, es un “acto de bondad”: Pilato “queriendo ayudar a Jesús de las garras de sus falsos acusadores, busca la manera de liberarlo”[4], regateando con ellos la libertad del que ya había sido condenado por la ceguera de quienes se lo habían entregado. Pero la “causa real” de dicho comportamiento, lo sabemos, no ha sido la bondad sino la cobardía de Pilato, cuyo eco malicioso llega hasta nuestros días bajo la ya conocida actitud de “querer quedar bien con todos”, es decir, de no asumir la responsabilidad que implica dejar descontentos a algunos –y en este caso, ¡los injustos!-. Pues bien, ¡qué de malo hay en eso!; sacrificar lo correcto por temor a los hombres, constituye una “terrible cobardía”, cuya maldad  se deja ver claramente al preferir su aprobación en vez de la Verdad. Y quien niega la Verdad, como en todo, deberá asumir las consecuencias[5].

El gesto infame

Hemos dicho anteriormente que el gesto de lavarse las manos, quiere significar el desentenderse de un asunto que por fuerza nos compete, que nos involucra, y por tanto se convierte automáticamente en deplorable. De aquí que su principal malicia sea la de representar el pecaminoso hecho de desentenderse de la propia conciencia: El juez debe juzgar y punto, debe buscar hacer justicia haciendo relucir la verdad; en cambio Pilato apostata de su oficio menospreciando la vida de Jesús, quien en este momento se arroga perfectamente el título de “Cordero de Dios”, al asumir silencioso la triste consecuencia de este cobarde “desentenderse”, que resulta ser nada menos que una injusta condena a muerte. Es así que este gesto, el cual quedaría unido para siempre a la figura del procurador, asume diversos y variados matices, cada uno más patético que el otro, dignos de consideración al momento de examinar nuestra propia conciencia respecto a si nos hemos desentendido alguna vez de Cristo o no, pero siempre en orden a afianzar nuestra unión con Él; así por ejemplo, lavarse las manos resulta infame, porque atenta contra la irreprochable honra de Jesús, de cuya boca jamás salió engaño alguno[6], y a quien el mismo Padre manda escuchar[7] porque todo lo ha hecho bien[8]; y también es hipócrita, ya que a Pilato le compete hacer justicia, no dejar a merced del odio al Dios-Amor encarnado; y, en consecuencia, resulta ser también terriblemente culpable, ya que jamás podrá ser excusa para negar la verdad el simple hecho de querer simpatizar con la impiedad de los hombres. En resumen: Pilato no fue “bondadoso” con Jesús al intentar liberarlo de las acusaciones que sabía injustas, sino un verdadero apóstata de la justicia que se atrevió a negociar la vida de un inocente, cuya terrible consecuencia fue una injusta y letal crucifixión[9].

Un “desentenderse solapado”

Ha quedado claro que querer dar un paso atrás so pretexto de virtud es cobardía, y en el caso de Pilato es además bastante manifiesto. Pero como bien sabemos que el pecado a menudo busca “infiltrarse” sigilosamente hasta anidar en los corazones, intentando extender en ellos lo más posible sus raíces, no está de más ejemplificar un poco más la actitud maléfica que venimos tratando, especialmente cuando se trata de “lavarse las manos” respecto a la doctrina evangélica.

De muchas cosas buenas nos podemos desentender injustamente, como Pilato, pero el mayor peligro está en asumir como habitual el desentenderse del mandato que nuestro Señor Jesucristo nos dejó explícitamente en su emotiva despedida la noche del Jueves Santo: Un mandamiento nuevo os doy: que os améis los unos a los otros; como yo os he amado…, porque en esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros.[10] Sin pretender desviarnos del tema, parece apropiado exponer esta breve consideración: no debemos lavarnos las manos respecto a aquello que nos ha de identificar como verdaderos discípulos de Cristo, es decir, no es justo lavarse las manos de la caridad fraterna que Jesús nos dejó mandada (y peor aún si lo hacemos alegando virtud), como aquellos que llegado el momento adecuado no hacen una corrección fraterna porque les falta interés por la santificación de los demás, o como quienes se quedan criticando los defectos ajenos en vez de ayudar a corregirlos, o tal vez como aquellos que prefieren guardar silencio cuando podrían, en cambio, ofrecer cristianamente alguna palabra de consuelo, o al menos escuchar: he aquí el malicioso “desentenderse solapado”: dar un paso atrás cuando la caridad fraterna –que Jesucristo nos mandó- nos exige dejar de lado nuestro egoísmo para atender al prójimo que nos necesita, como hizo siempre nuestro Señor, actitud completamente opuesta a la de Pilato quien prefiriéndose a sí mismo, como antes hemos dicho, alegó una falsa bondad para dejar a Jesús a merced de la injusticia, y buscando acallar la voz de su conciencia con un pérfido “lavado de manos”, no hizo otra cosa que ensuciarla con la culpa de haber tomado parte en toda esta maléfica iniquidad.

Pero volvamos al pretorio.

Jesucristo está sufriendo como nadie: ya comenzó en su corazón el camino hacia el Calvario, ya porta en su alma los clavos y las espinas; un beso traicionero y un abandono inmensurable. Ya carga sobre sí el peso de la cruz de nuestros pecados, pagando a fuerza de amor nuestro rescate y, sin embargo, pese a su indecible sufrimiento no se lava las manos dando un paso atrás ante el alto precio de nuestra salvación (pudiéndolo hacer perfectamente), sino que continúa fielmente comprometido con su misión redentora, para darnos a entender que los designios divinos siempre valen la pena, que el quedar bien con los hombres “sacrificando lo correcto” jamás será aceptable, y que rendir ante  Dios nuestra voluntad es la más grande victoria que podamos alcanzar.

Contemplando la injusticia del pretorio, convenzámonos de la locura que es lavarse las manos cuando la invitación del Redentor a empaparnos con su sangre es la única opción salvífica en todo este escenario. Jesucristo jamás se desentiende de nosotros. Aferrémonos, pues, a la convicción de que el respeto humano jamás vale la pena, porque nunca habrá derecho a desentenderse del amor de Jesucristo.

[1] Cf. Lc 12, 22-31

[2] Cf. Mt 27,18

[3] Cf. Lc 23,4

[4] Cf. Lc 23,20

[5] Cf. Mt 10, 32-33

[6] Cf. 1Pe 2,22

[7] Cf. Mt 17,5

[8] Cf. Mc 7,37

[9] Cf. Mt 27,26

[10] Jn 13,34-35

¿Jesús o Barrabás?

Una invitación a elegir lo correcto…

Lc 23, 17- 25

  “Quita de en medio a éste y suéltanos a Barrabás…”

P. Jason Jorquera M.

 

Para aquellas personas que por gracia de Dios gozamos del don eximio de la fe, este pasaje en el cual el Evangelio nos presenta la absurda y a la vez abominable elección entre Jesucristo y Barrabás, no puede menos que conmovernos, cuando no molestarnos en demasía, sabiendo que ni siquiera humanamente se concibe condenar al inocente simplemente porque otro decida que es mejor que ocupe el lugar del culpable. Sí, ciertamente que si se nos preguntara a quién dejaríamos libre, ¿Jesús o Barrabás?, responderíamos sin lugar a dudas que a Jesús.

Ahora bien, considerando, en cambio, no directamente al Hijo de Dios en contraposición  al acusado de homicidio sino a aquella verdad teológica que nos enseña que Jesucristo murió por nosotros, y que de alguna manera “misteriosa”, sí, pero a la vez “real”, todos nosotros estamos presentes en su Sagrada Pasión, entonces este pasaje, al igual que todo el Evangelio, se vuelve parte de nuestra historia personal con Dios, y en él podemos descubrir más de una enseñanza existencial y catequética respecto al Amor que Dios nos profesa, y al amor con que nosotros le debemos corresponder. Y de aquí, dos grandes consideraciones.

 Primera consideración

La elección; expresión de lo absurdo, lo infame y lo diabólico.

 Jesús de Nazaret es inocente, y Barrabás culpable; Jesús es el Autor de la vida, Barrabás un homicida; Jesús representa la elección del bien, Barrabás la del mal; y finalmente, sus enemigos hacen de Jesucristo un obstáculo, puesto que al elegir a Barrabás dicen claramente “quita de en medio a este…”, palabras que no son menos significativas que el resto del juicio inicuo en su conjunto, y esto es sumamente importante tanto para adentrarse con sinceridad de corazón en la Sagrada Pasión de nuestro Señor, cuanto para considerar honestamente en nuestras vidas cuántas veces nos alistamos en las ya conocidas filas que gritan estas terribles palabras. “Quita de en medio a éste…”, ¿por qué?, pues porque sólo se desea quitar de en medio aquello que implica para nosotros un obstáculo, y esto es lo que significa Jesús para aquellos que conociendo su doctrina, sin embargo, hacen de ella un estorbo que les impide ir tranquilamente en pos del pecado; y he aquí la gran mentira satánica que se sigue repitiendo a lo largo de la historia: que los mandamientos de Dios son un escollo para nuestra felicidad, ¡cuando es totalmente lo contrario!; Jesucristo no puede ser un impedimento por la sencilla razón de que Él mismo es Camino,  Verdad y Vida[1] para nuestras almas; y también la luz del mundo[2] y el Buen pastor[3] que nos guía por el recto camino. No, Jesucristo no puede ser un obstáculo para quien realmente quiera ser feliz. Pero si aun así alguien quisiera llamarlo “obstáculo”, pues que sea sincero y lo aplique sólo contra la verdadera causa de muerte para nuestras almas, la cual no es otra que el pecado; y así, Jesucristo solamente puede decirse obstáculo contra el pecado, lo que en realidad significa que es un faro luminoso y seguro que guía por el sendero correcto a aquellos que buscan la felicidad con un corazón sincero.

 Jesús o Barrabás…, nos encontramos ante una elección que jamás debió acontecer, y sin embargo, desde Lucifer hasta el último condenado, ésta ha sido siempre la crucial alternativa que puede salvar o perder a la creatura, fruto del amor de Dios que tanto nos amó que nos envió a su propio Hijo a recordárnoslo, dejando bien en claro que sólo tenemos dos alternativas: o querer quitar a Dios de en medio en nuestras vidas, o combatir incansablemente contra el pecado, sabiendo que nuestras almas son tan preciosas a los ojos del Omnipotente que decidió comprarlas mediante el sacrificio de su propio Hijo. Y con todo esto dicho, podemos comprender mejor cuán absurda resulta esta elección; porque absurdo es preferir entregar a la muerte a quien vino a ofrecernos eternidad; y es además infame, puesto que a quien se hace iniquidad es al mismo Dios, autor de la justicia y pródigo de misericordia; y asimismo y sobre todo esta deliberación es diabólica, ya que no fue otro que el demonio quien primero que nadie decidió elegirse a sí mismo en vez de Dios, es decir, pretender quitar al Creador de su camino cuando en realidad no hizo otra cosa que “elegir el obstáculo”, cuyo nombre es pecado; lo mismo que hoy en día hacen las almas cuando se engañan a sí mismas eligiendo sus propias cadenas -so pretexto de libertad-, al momento de abrazar un afecto desordenado, es decir, aquello que nos ata a la tierra en vez de elevarnos al cielo.

 En definitiva, una fe lánguida e inactiva verá a Jesucristo puesto entre el alma y el pecado intentando evitar una elección que, junto con la injuria hecha a Dios, acarrea la perdición de quien decida en favor del pecado; en cambio una fe profunda y operante, lazarillo seguro en esta vida pasajera en que lo eterno nos está velado, ve las cosas de manera completamente diferente, pues comprende y experimenta la realidad tal como es: no Jesucristo entre el alma y el pecado, sino éste entre ella y el Redentor, es decir, Jesucristo nuestra meta y el pecado nuestro obstáculo.

 Entre Jesús y Barrabás, al igual que entre nosotros y el pecado hasta el fin de los tiempos, se encontrará siempre aquello que puede salvar o perder, unir o separar de Dios, lo correcto o lo incorrecto: nuestra elección. Que ésta no sea “quitar a Jesucristo de en medio”, sino Él mismo, abriéndose esmerado paso entre la turba, removiendo valientemente todo aquello que se interponga entre Él y nosotros.

 Segunda consideración

“Todos somos Barrabás”

 En la Sagrada Escritura no resulta extraño encontrarnos con un  binomio siempre inmerso en un profundo sentido espiritual: el de “figura y figurado”; el cual en los Evangelios está constantemente arrojando sus destellos de verdad, capaces de iluminar tanto nuestra limitada comprensión de los misterios divinos que en ellos se presentan, cuanto la real dependencia que de ellos tiene nuestra vida espiritual y, en consecuencia, nuestra eterna salvación, ya que nos manifiestan claramente cómo todas las figuras salvíficas del Antiguo Testamento, se ven realizadas en Jesucristo, “el figurado” en dichos textos sagrados pre evangélicos. Sin embargo, según el pasaje que venimos tratando, podríamos proponer una consideración que atañe directamente a nuestra participación en la Sagrada Pasión, la cual -como sabemos- una vez realizada se ha convertido en parte de nuestra historia personal con Dios (aquel Padre misericordioso que mediante ella, en virtud de la sangre de su Hijo, nos ha querido ofrecer nuevamente –y mientras no nos alcance la muerte-, la esperanzadora posibilidad de reconciliarnos con Él y conquistar el Reino de los cielos por su gracia); y ésta consiste en el hecho de “vernos representados por Barrabás”, ¿por qué?, simplemente porque él había pecado, había sido atrapado y hallado culpable y, sin embargo, es a él a quien el pueblo exige dejar en libertad en lugar de Jesús: “Quita de en medio a éste y suéltanos a Barrabás…”, es decir, “deja libre al culpable y condena al inocente”; así de retorcida y execrable suele ser la lógica humana cuando en vez de la fe se deja guiar por las heridas e inestables pasiones desordenadas de quienes en vez de representar la justicia divina, usurpan su lugar gobernados por la diabólica rebeldía contra el Creador. Sí, podemos vernos perfectamente representados en Barrabás, podemos decir que de alguna manera, en cuanto culpables, “todos somos Barrabás”; pero tampoco olvidemos que,  ya sea Barrabás en sus fechorías, o Pedro en sus negaciones, o la Magdalena en su vida disoluta, merced a la gracia divina, al menos de éstos últimos sabemos que tanto el negador como la libertina decidieron, sinceramente compungidos, consagrar toda su vida a seguir de cerca a Aquel que vino a ofrecerse voluntariamente en nuestro lugar, y dejar así obrar aquella conversión a la cual nos invita el Cordero de Dios que por nosotros padece su Sagrada Pasión.

 ***

 Hoy en día, más que nunca se nos pone por delante esta elección, y a veces hasta se nos impone. Pero tampoco olvidemos que en este trágico episodio los papeles no son muchos, y nos resulta ineludible tomar parte en alguno de ellos: ahí están los que exigen la condena del inocente; los que lo ven como un escollo; los que callan en vez de defenderlo; los que ejercen la injusticia; los que corrompen la verdad y, finalmente, los que se lavan las manos. Hoy es tiempo de asumir con valentía que el lugar correcto, pese a que implica ir hasta el Calvario, se encuentra solamente junto a Jesucristo, aquel a quien “no hay que quitar de en medio” sino, por el contrario, hacer el centro irrevocable de nuestra vida.

[1] Cf. Jn 14,6

[2] Cf. Jn 8,12

[3] Cf. Jn 10,11

Los sufrimientos morales de Cristo

Para adentrarse en el corazón de Jesús

San Alberto Hurtado

 

Parece presunción comentar los hechos y dichos de Nuestro Señor, sino es adorándolos y meditándolos, pero sobre todo sus hechos y dichos durante la Pasión.

Jesús tomó cuerpo y alma… Miremos los dolores en su alma inocente.

El Hijo de Dios asumió no sólo un cuerpo sino un alma. Él mismo creó el alma que tomó, mientras su cuerpo lo tomó de la carne de la Virgen María. Y así como tomó un cuerpo capaz de ser herido, atormentado, de morir; así también tomó un alma que podía sufrir todos los dolores del alma humana: soledad, angustia, asco…

Los sufrimientos de su cuerpo son más fácilmente percibidos. Baste mirar el crucifijo para penetrarlos… no así los de su alma, que están lejos de toda descripción, y aún de todo pensamiento, y anticiparon sus sufrimientos corporales.

La agonía, una pena del alma fue el primer acto del tremendo sacrificio: Mi alma está triste hasta la muerte….

No era el cuerpo sino el alma el asiento más hondo del dolor del Dios Eterno. Todo Él sufría, cuerpo y alma, en su cuerpo animado… en su alma incorporada; pero sufría en su cuerpo porque sufría en su alma, y algunos dolores -los espirituales- los padecía primariamente en su alma, único receptáculo de ellos, si bien por la unión se reflejaban también en su cuerpo.

Los seres vivientes sufren más o menos según su calidad espiritual. Los brutos sienten mucho menos que el hombre porque no piensan, no reflexionan sobre su dolor, no prevén. Lo que más hace duro el dolor es la fijación de la mente en él; lo que aparta la mente del dolor, lo alivia. Por eso los amigos tratan de distraernos cuando sufrimos, porque la distracción -como dice la palabra- nos aparta del dolor. Si el dolor es débil, tienen éxito y así llegamos a no sentir lo que sufrimos.

Consideremos además que lo intolerable en el dolor no es tanto su intensidad sino su continuidad: gritamos que no podemos soportar más, esto es, que no podemos seguir soportando tanto dolor. La pena que prevemos agudiza lo que ahora sufrimos; y la que recordamos cada momento pasado, parece que va toda junta a renovarse en el siguiente. Este es el privilegio del hombre sobre el animal, poder reflexionar, que se traduce en poder sufrir más.

Pero el alma humana que tiene una comprensión intelectual del dolor, como un todo difundido a través de momentos que pasan, tiene por eso una fuerza trágica en su dolor.

¿Por qué el Señor no aceptó sino probar el vino mirrado? Porque esta poción lo habría adormecido y quería llevar su dolor en toda su intensidad y en toda su amargura.

Él los habría evitado ardientemente si ésta hubiese sido la voluntad de su Padre: si es posible… pase de mí este cáliz (cf. Mt 26,39)… pero ya que no es posible, dice con calma al Apóstol que intentaba rescatarlo del dolor: El cáliz que me ha dado a beber mi Padre, ¿no he de beber?.

Ya que debía sufrir, se entrega a sí mismo al dolor. No había venido para evitar el dolor. Salió pues al encuentro y quiso que imprimiera en Él cada una de sus garras.

Y como los hombres por ser superiores a los animales son más afectados por el dolor por su espíritu, superior a su alma animal, así Nuestro Señor resistió el dolor en su cuerpo con una conciencia y, por consiguiente con una viveza, con una intensidad y unidad de percepción que nadie puede sospechar, ya que tenía la perfecta posesión de su alma, y estaba ésta libre de toda distracción, ligada al dolor y sometida al sufrimiento. Así se puede en verdad decir que padeció su Pasión entera en cada uno de sus instantes.

Recordemos que Nuestro Señor aunque perfecto hombre era diferente de nosotros en que había en Él un poder más grande aún que su alma, que dirigía su alma: la Divinidad. El alma de cada uno de nosotros está sometida a los deseos, a los sentimientos, a los impulsos y pasiones que le son propios; mientras que el alma de Nuestro Señor no estaba sometida sino a su Divina Persona Eterna. Nada llegaba a su alma por la pura casualidad, jamás era sorprendida de improviso, nada le afectaba sino lo que quería que le afectara.

Nosotros somos víctimas involuntarias de agentes, circunstancias que se echan sobre nosotros, sin poderlo prever ni evitar; en cambio Nuestro Señor no podía estar sujeto a nada que Él no quisiese plenamente. Cuando Él aceptaba temer, temía; cuando aceptaba irritarse, se irritaba. No estaba abierto a las emociones, pero Él se abría voluntariamente a las influencias que debían conmoverlo. En consecuencia cuando resolvió sobrellevar los sufrimientos de su Pasión expiatoria lo hizo con plena aceptación y en la plenitud de su capacidad de sufrir: no lo hizo a medias, no buscó como nosotros apartar su espíritu del sufrimiento. Él dijo: He venido a hacer tu voluntad, Padre mío. No has querido víctimas ni holocaustos, me has preparado un cuerpo para sufrir y en él y en su alma sufriré plenamente (cf. Hb 10,9). Y cuando llegó su hora, la hora de Satán y de las tinieblas, se ofreció entero como holocausto con toda su presencia de espíritu, toda su lucidez, toda su conciencia. Su pasión fue una intención presente y absoluta. Su energía vital estaba toda entera cuando su cuerpo yacía moribundo. Y si murió fue por un acto de su voluntad. Inclinó la cabeza en señal de mandato tanto como de resignación: En tus manos, Padre, encomiendo mi espíritu (Lc 23,46). Y dichas estas palabras entregó su alma; sin perderla.

De aquí vemos que aunque Nuestro Señor no hubiera sufrido sino en su cuerpo, y aunque sus dolores hubiesen sido menores que los de los otros hombres, hubiera sufrido infinitamente más porque el dolor ha de ser medido por la conciencia que se tiene del dolor. El Hijo de Dios en su naturaleza humana agotando hasta su última gota el cáliz del dolor.

“Mi alma está triste hasta la muerte”. Estas palabras nos permiten responder a quienes piensan que Jesús Nuestro Señor tenía en su dolor algo que lo aliviaba, que disminuía su carga. ¿Qué podría ser esto?

Objeciones:

El sentimiento de su inocencia: Todos sus perseguidores estuvieron convencidos que condenaban a un inocente: “Condené sangre inocente” (Judas, cf. Mt 27,4). “Estoy limpio de la sangre de este justo” (Pilato, cf. Mt 27,24); “En verdad era justo” (Centurión, cf. Lc 23,47)…

Si los pecadores atestiguaban su inocencia, ¡cuánto más su propio corazón! Y todos experimentamos que del sentimiento de nuestra inocencia o de nuestra culpabilidad depende nuestra fuerza de resistencia al dolor, en Él el sentimiento de su santidad debía aniquilar su vergüenza.

Además, Él sabía que su dolor era breve, que sería condenado por el triunfo: es la incertidumbre lo que más nos atormenta… No podía conocer la incertidumbre, el abatimiento, ni la desesperación, porque nunca fue abandonado!!

Respuesta:

Todo esto es cierto, lo que quiere decir que Nuestro Señor fue siempre “Él mismo”, que jamás perdió su equilibrio. Lo que sufrió lo padeció porque deliberadamente se expuso al dolor: con deliberación y perfecta calma. Así como dijo al Paralítico: quiero, sé sano; al leproso: sé limpio; al centurión: iré y sanaré; a Lázaro: sal fuera… Así ahora dijo: voy a comenzar a sufrir. La tranquilidad es la prueba del dominio absoluto de su alma. Abrió la compuerta y las olas del dolor inundaron su corazón. San Marcos, que lo supo de San Pedro, nos dice: “Vinieron al lugar llamado Getsemaní… tomó consigo a Pedro, Santiago y Juan y comenzó a ser invadido por el miedo y el abatimiento” (cf. Mc 14,33). Obra deliberadamente: va a un sitio, después dando una orden levanta, por decirlo así, el apoyo de la Divinidad a su alma y se precipitan en ella el terror y la angustia. Entra en su agonía moral en forma tan definida como si se hubiera tratado de un tormento físico: de los azotes o las espinas.

Siendo esto así no se puede decir que Nuestro Señor haya sido sostenido en su prueba por el sentimiento de su inocencia o la anticipación de su triunfo, ya que la prueba consistía precisamente en retirar esos sentimientos, como todo otro motivo de consuelo. Su voluntad se abandonaba a sí misma a todas las amarguras: así como los que son dueños de sí mismos pasan de una reflexión a otra, Nuestro Señor se rehusó deliberadamente todo consuelo y se empapó en el dolor. En ese momento su alma no pensaba en el porvenir. No pensaba sino en la carga presente que pesaba sobre Él y que había venido a llevar.

Y ¿cuál era esta carga que cayó sobre Nuestro Señor cuando abrió su alma al dolor? Una carga que conocemos bien, que nos es familiar, pero que para Él era un tormento indecible. Tuvo que llevar un peso que nosotros llevamos con inmensa facilidad, con tanta naturalidad que nos parece raro llamarlo “carga”, pero que para Él tuvo el olor envenenado de la muerte. Tuvo que llevar el peso del pecado… nuestros pecados, los pecados de todo el mundo. El pecado nos parece poca cosa; nos es familiar… casi no comprendemos por qué Dios lo castiga y cuando vemos que aún aquí Dios lo castiga buscamos otra explicación o desviamos nuestra atención.

Pero pensemos que el pecado en sí mismo es una rebelión contra Dios, es el gesto de un traidor que trata de derribar a su soberano y matarlo. Es un acto -la expresión es muy fuerte- que si fuera capaz aniquilaría al Dueño de todo. El pecado es el enemigo mortal del 3 veces santo, de modo que el pecado y Él no pueden vivir juntos, y así como el Santísimo lanza de sí al pecado a las tinieblas; así también, si Dios pudiera no ser Dios, o ser menos que Dios, sería el pecado el que tendría la capacidad de hacerlo.

Notemos que cuando el Amor todopoderoso al encarnarse entró en este sistema de cosas creadas y se sometió a sus leyes, inmediatamente este adversario del bien y de la verdad, aprovechando la oportunidad, se lanzó sobre esta Carne Divina y la rodeó hasta hacerla perecer. La envidia de los fariseos, la traición de Judas y la demencia del pueblo no eran más que el instrumento y la expresión de la enemistad del pecado contra la Eterna Pureza puesta ahora a su alcance. El pecado no podía herir a la Divina Majestad, pero podía atormentarlo -como Dios mismo consentía- por intermedio de su humanidad. Y el desenlace del drama, la muerte de Dios Encarnado, nos enseña lo que es el pecado en sí mismo y cuál va a ser el fardo que caerá con todo su peso sobre la naturaleza humana de Dios, cuando Él permita que su naturaleza sea invadida de miedo y terror ante la perspectiva de este asalto.

En esta hora horrible el Salvador del mundo se puso de rodillas, dejando de lado sus privilegios divinos, alejando a su pesar a sus Ángeles que hubieran querido por millones venir a rodearlo, abrió sus brazos, descubrió su pecho para exponerse inocente al asalto del enemigo, de un enemigo cuyo aliento era pestilencia, cuyo abrazo era agonía. Estaba de rodillas inmóvil y silencioso mientras que el demonio impuro envolvía su espíritu de una ropa empapada de todo lo que el crimen humano tiene de más odioso, y que se apretaba junto a su corazón; mientras que invadía su conciencia, penetraba todos sus sentidos, todos los poros de su espíritu y extendía sobre Él su lepra moral hasta hacerlo sentirse -si fuera posible- tan repugnante como su enemigo hubiera querido hacerlo.

Cuál no sería su horror cuando al mirarse no se reconoció, cuando se encontró semejante a un impuro, a un detestable pecador, por este amasijo de corrupción que llovía desde su cabeza hasta la falda de su túnica. ¡Cuál sería su extravío cuando vio que sus ojos, sus manos, sus pies, sus labios, su corazón eran como los miembros del malvado y no los del Hijo de Dios! ¿Son éstas las manos del Cordero de Dios antes inocentes y rojas ahora con 10.000 actos bárbaros y sanguinarios? ¿Son éstos los labios del Cordero, estos labios que no pronuncian oraciones, ni alabanzas, ni acciones de gracias sino que manchan los juramentos falsos y las perfidias y doctrinas demoníacas? ¿Son éstos los ojos del Cordero, ojos profanados por visiones malignas, por fascinaciones idolátricas por las cuales los hombres han abandonado a su Creador? Sus oídos escuchan el ruido de fiestas y de combates. Su corazón helado por la avaricia, la crueldad y la incredulidad… Su memoria está cargada con la memoria de todos los pecados cometidos desde el de Eva en todas las regiones de la tierra, la lujuria de Sodoma, la dureza de los egipcios, la ingratitud y el desprecio de Israel.

¿Quién no conoce la tortura de una idea fija que vuelve y vuelve sin cesar y nos obsesiona ya que no nos puede seducir?

O de un fantasma pavoroso que no nos pertenece pero que desde fuera se impone a nuestro espíritu… He aquí los enemigos que os rodean por millones, mi Salvador, que se abaten sobre vos en plagas más fuertes que las de la langosta o los gusanos de los sembrados, o las moscas enviadas contra el Faraón!

Todos los pecados de los vivos y de los muertos, de los que aún no han nacido, de los condenados y de los escogidos: todos están allí. Y vuestros bien amados están también allí, vuestros santos, vuestros escogidos, vuestros Apóstoles Pedro, Santiago, Juan, no para consolaros sino para aplastaros “lanzando el polvo contra el cielo” (cf. Job 2,12) como los amigos de Job y amontonando maldiciones sobre vuestra cabeza… Allí están todas las creaturas, menos una, la que no tuvo parte en el pecado. Ella sola podría consolaros, y es por eso que no está allí! Vendrá junto a vos, en la Cruz, pero en el jardín no estará. Ella ha sido vuestra compañera, confidente toda la vida, ha conversado con vos durante 30 años, pero sus oídos virginales no sabrían captar, ni su corazón inmaculado concebir, lo que se ofrece ahora a vuestra vista. Sólo Dios podía llevar esa carga. Vos habéis presentado a vuestros santos la imagen de un solo pecado tal como aparece ante vuestra Faz, la imagen de un pecado venial, no mortal, y nos han dicho que habrían muerto a su vista si tal imagen no la hubierais removido rápidamente. La Madre de Dios, a pesar de toda su santidad, o mejor por su misma Santidad, no habría podido soportar la vista de una de esas obras de Satanás que os rodean.

Es la larga historia del mundo y no hay más que Dios que pueda soportar su peso. Esperanzas engañadas, votos rotos, luces extinguidas, advertencias despreciadas, ocasiones fallidas, inocentes engañados, jóvenes endurecidos, penitentes que recaen, justos perseguidos, ancianos alejados, sofismas de la incredulidad, pasiones devastadoras, orgullo concentrado, tiranía del hábito, gusano roedor del remordimiento, angustia de la vergüenza, desesperación… tales son las escenas desgarradoras, enloquecedoras que se ofrecen a Jesús.

Todo esto reemplaza frente a Él la paz inefable que no ha cesado de bañar su alma desde su concepción. Estas imágenes están en Él, son casi suyas; invoca a su Padre como si fuera el criminal, no la víctima. Su agonía toma la forma de la culpabilidad y de la compunción. Hace penitencia. Se confiesa. Hace acto de contrición de una manera infinitamente más real, más eficaz que todos los penitentes reunidos, porque es para nosotros todos la única víctima, el único holocausto expiatorio, el verdadero penitente, sin ser -sin embargo- el verdadero pecador.

Se levanta deshecho y se vuelve para ver al traidor y su banda que furtivamente se deslizan en la sombra. Mira, y ve sangre en su ropa y en las huellas de sus pasos. ¿De dónde vienen estas primicias de la pasión del Cordero? Las varas de los soldados no han tocado todavía sus espaldas, ni los clavos del verdugo sus manos y sus pies. Ha derramado su sangre antes de la hora; su alma agonizante ha roto su envoltura de carne para hacerle saltar afuera. La Pasión ha comenzado en su interior. Este corazón en suplicio, sede de ternura y de amor, se ha puesto ha palpitar con una vehemencia que va más allá de su naturaleza: “se han roto las fuentes del gran abismo”… Su sangre ha caído en tal abundancia y furor que sale por los poros, forma como un rocío espeso sobre su cara, su cuerpo, y gotas pesadas mojan sus vestidos y caen al suelo.

“Mi alma está triste hasta la muerte” (Mt 26,38). Su pasión comienza por la muerte: no conoce fases ni crisis, toda esperanza está perdida desde el principio, lo que aparece como evolución no es más que el proceso de disolución. La Víctima si no murió fue porque su omnipotencia prohibió a su corazón partirse y a su alma separarse de su cuerpo antes de haber sufrido la Cruz.

Nuestro Señor no había agotado todavía todo su Cáliz. El arresto, la acusación, la bofetada, los azotes… la Cruz, todo esto faltaba por llegar. Es necesario que una noche y un día pasen lentamente, hora por hora antes que venga el fin, antes que la expiación sea consumada. Cuando llegó el momento y dio Él la orden, su pasión terminó por su alma como había comenzado. No murió de agotamiento corporal, ni de dolor corporal… Encomendó su Espíritu a su Padre y murió.

[Coloquio ]

Oh Corazón de Jesús, Oh Vos todo amor, os ofrezco estas humildes oraciones por mí mismo y por todos aquellos que se unen en espíritu a mí para adoraros. Oh Santísimo Corazón de Jesús me propongo renovar estos actos de adoración por mí mismo, miserable pecador, y por todos aquellos que se han asociado a vuestra adoración hasta el último suspiro. Os encomiendo, Oh Jesús, la Santa Iglesia vuestra querida Esposa y nuestra dulce Madre, a los que practican la justicia, todos los pobres pecadores, los afligidos, los moribundos y todo el género humano. No sufráis que vuestra sangre se haya derramado en vano por ellos, y dignaos aplicar sus méritos al alivio de las benditas almas del purgatorio, en particular por aquellos que en su vida os han devotamente adorado.

Tomado de:  “Un disparo a la eternidad” , pp. 303-310 – s38y03

“Los dos dolores”

Sobre las negaciones de Pedro…

(Lc 22, 54-62)

“…El Señor, dándose vuelta, miró a Pedro.

Este recordó las palabras que el Señor le había dicho:

“Hoy, antes que cante el gallo, me habrás negado tres veces”.

Y saliendo afuera, lloró amargamente.”

 

P. Jason Jorquera M.

 

No es difícil ni oscuro comprender que el corazón de Pedro quedó completamente destrozado al momento de que su mirada se encontrara con la de Jesús, luego de haberlo negado. Por eso salió afuera y lloró amargamente[1].

Este dolor de Pedro –lo sabemos- ha sido uno de los más terribles de la historia, uno de los más quemantes, de los más profundos, porque fue Pedro mismo quien “reconoció”, primero que todos los discípulos, la filiación divina de Jesús con el Padre[2]; fue además uno de aquellos doce elegidos para “estar junto con Él”[3]; y aquel “nuevo pescador”[4] que horas antes había prometido seguirlo incluso hasta la muerte si fuese necesario[5]; y sin embargo, no sólo lo abandonó antes en el Huerto sino que ahora también lo niega públicamente ante los hombres; y tan cerca (como solía estarlo) que no pudo evitar que los ojos de Jesús, cargados de tristeza, lo miraran en el alma produciendo el gigantesco “reproche de una conciencia apostólica”, electa, que se traduce en este dolor terrible que, según la tradición, quedará impreso en el rostro visible del primer Papa de la Iglesia, bajo los surcos de las lágrimas de compunción más abundantes; y sin embargo, con todo, éste era un “dolor justo”; porque era el dolor de la culpa.

Pero pasemos ahora del corazón del apóstol al del Maestro; porque así como tenemos aquí dos miradas sobre el escenario –propiamente, dos almas-, así también tenemos dos dolores. Y he aquí la diferencia principal entre el dolor de Pedro y el del Hijo de Dios: Jesucristo, a quien también se le destrozó el corazón (y desde antes), se encuentra en una dimensión completamente distinta: ¡sufrió más!, y no tan sólo por haber sido negado por su vicario[6], por su amigo[7], sino más aún porque en su alma anidó un dolor del todo diferente y mucho más hiriente que el del negador, un dolor que clamará al Cielo desde la cruz enraizado en lo más recóndito del corazón, comenzando allí la agonía que se prolongará hasta el trance decisivo del Calvario; y nos referimos al dolor de la inocencia, es decir, “el más injusto de los sufrimientos.”

Sufrir en reparación de nuestras faltas está bien. De hecho los santos siempre han ofrecido sacrificios, unos más dolorosos que otros, para expiar los pecados, ya sean los suyos propios o los de los demás hombres: sufren, así, para saldar en la medida de lo posible el mal cometido contra Dios. Jesucristo, en cambio, sufre pura e injustamente la afrenta, ¡nada debe expiar de su parte!, y sin embargo, ha decidido tomar nuestro lugar, el de aquellos que negamos a Dios con nuestros pecados, y expiarlos Él mismo por nosotros: el Hijo de Dios viene a saldar con su propio sufrimiento nuestras ofensas contra Él; y al ser Dios y hombre perfecto, comprende perfectamente también cuán injusto es el proceder de los hombres, y cuánto duele la traición-negación de sus amigos; y en definitiva, el contraste terrible que existe entre los beneficios prodigados por Dios a los hombres, y la negación de éstos por medio del pecado. Pero demos un paso más, y consideremos someramente el contenido espiritual de este pasaje evangélico, sabiéndonos tantas veces en el lugar de Pedro, pues en cada pecado que cometimos el Señor se volvió y nos miró; es más, nos sigue mirando a cada instante, tal vez esperando vernos llorar arrepentidos también como Pedro; quizás aguardando el justo dolor de la culpa y haciéndonos recordar que Él también lloró al contemplar Jerusalén[8], la ciudad elegida, al ver en ella tantos corazones endurecidos.

El “justo dolor de Pedro” comenzó cuando Jesucristo se volvió y lo miró. El “dolor injusto” del Dios encarnado, en cambio, comenzó cuando los hombres dejaron de volverse a Dios. Veamos, pues, aquí la clara invitación que el Todopoderoso nos hace de volvernos hacia Él, de corresponder a su paternal mirada llorando lo que haya que llorar; ¡qué importa mientras expiemos nuestras faltas!, y aun cuando sufriésemos injustamente, ¿acaso el dolor inocente no nos asemeja más a Cristo?, ¿acaso no es más agradable, por esta misma razón, al Padre?

Dos dolores…, dos corazones y dos razones: el justo reproche y la injusta afrenta; y sin embargo, por divina disposición ambos quedan perfectamente armonizados dentro del plan de salvación, si así lo decide el pecador arrepentido, puesto que nuestro “justo dolor de los pecados” -que se llama compunción-, asentado en las bondadosas manos de Dios nos sirve para expiar “el dolor de la inocencia”; o mejor dicho, el injusto dolor del Inocente. Y nos enseña a vivir con los ojos del alma vueltos a Dios.

“Despreciable y deshecho de hombres, Varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no le tuvimos en cuenta. ¡Y con todo eran nuestras dolencias las que Él llevaba y nuestros dolores los que soportaba!…”

Isaías 53, 3-4

[1] Lc 22,62

[2] Mt 16,16: Respondiendo Simón Pedro, dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente.

[3] Cf. Mc 3,13

[4] Cf. Lc 5,10

[5] Cf. Mt 26, 33-35

[6] Cf. Mt 16, 18

[7] Cf. Jn 15,15

[8] Cfr. Lc 19,41

El beso de Judas

Una fidelidad que valía treinta monedas…

Mt 26, 45-50. Mc 14, 41-45. Lc 22, 47-53.

Pero Jesús le dijo: Judas,

¿con un beso entregas al Hijo del Hombre?

P. Jason Jorquera M.

 

Uno de los tantos aspectos que diferencian al hombre de Dios es el del “poder y no poder hacer el mal”. Es así que todo aquello de negativo que se cruce en nuestras vidas siempre quedará, en definitiva, inmerso en el misterio de la divina permisión, el cual normalmente expresamos así: Dios no quiere los males, sino que a veces los permite, y esto no por falta de virtud o de poder –¡claro que no!, lo sabemos-, sino todo lo contrario; porque es tal y tan grande el amor que nos tiene, que nos ha regalado a cada uno de nosotros un don eximio, una especie de diamante de valor inmensurable, cuya característica principal es la de ser expresión de su amor por nosotros a la vez que impronta espiritual, de tal exclusividad, que constituye semejanza con Él, en cuanto nota característica de los seres espirituales. Y ese don se llama libertad, el cual Dios respeta a tal punto que jamás nos priva de ella. Es así que como todo otro don implica la gran responsabilidad de ser empleado correctamente, ya que lo contrario significaría hacer el mal, y esto puede hacerlo el hombre por propia decisión, pagando luego él mismo y los demás las tristes consecuencias. Pero dejemos  bien en claro que no nos referimos aquí al pseudo-concepto de libertad que hoy en día se nos quiere transmitir, es decir, el famoso slogan “haz lo que quieras”, sino al de la loable sentencia agustiniana que nos dice “ama y haz lo que quieras”; ambos completamente opuestos, por la sencilla razón de que el uno termina en el Reino de los Cielos, mientras el otro en la triste e irrevocable separación de la eterna Bienaventuranza.

Hablar de verdadera libertad, es hablar del don que nos hace capaces de elegir a Dios, es decir, aptos para abrazar lo correcto y fuertes para renunciar al pecado y romper sus cadenas. Es por eso que san Agustin llega a afirmar que el que ama –y se refiere al amor verdadero: no sensiblero, no pasional, no fugaz o condicionado-, puede hacer lo que quiera, ¿por qué?, porque el que ama “de verdad” sabe bien (y así lo asume) que el amor verdadero es esencialmente oblativo, es decir, capaz del sacrificio propio con tal del bien del amado. El simplemente “haz lo que quieras” que nos presenta el mundo como ejercicio propio de la libertad, sin tener como timón de nuestro obrar el verdadero amor a Dios, constituye un malicioso error que busca tan sólo perder el alma haciéndola rebelarse, paradojalmente, contra la finalidad misma de la libertad, puesto que su criterio no es el amor verdadero sino la conveniencia mundana, también llamada “amor egoísta” o falso amor, que es el de aquel que no está dispuesto a sacrificar –o sacrificarse-, el que no quiere hacer renuncias; en definitiva, el que “libremente se ata con las cadenas del pecado”, corrompiendo así la libertad, su libertad, empleándola absurdamente contra Aquel que por amor se la concedió como capacidad -reiteramos-, de elegir el bien y hacer así meritoria nuestra elección. Libertad, entonces, no es tanto “posibilidad” cuanto “capacidad” del bien.

Corromper los dones de Dios es como arrojar al lodo un collar de perlas, y peor aún. Reprochar al Creador que haga justicia al pecador rebelde que no quiere convertirse, es la más contradictoria injusticia que puede hacerle el hombre; y alegar que “porque soy libre puedo ceñirme las cadenas del pecado”, constituye un penoso y egoísta engaño, el cual como todas las acciones del hombre, delante de Dios, comporta necesariamente consecuencias.

Dejamos todo esto bien en claro en esta extensa introducción porque justamente en el encuentro crucial de la noche del Jueves Santo, entre Judas y Jesucristo –que ahora pasamos a considerar-, tenemos un manifiesto y triste ejemplo de esta corrupción de la libertad en un aspecto terriblemente negativo: la traición; ya que así como Jesucristo, a fuerza de amor, pudo permanecer fiel a su misión redentora pese al indecible y sin par dolor de su corazón[1], así también merced al siempre oscuro misterio del pecado, Judas fue capaz de transformar un gesto lleno de respeto, confianza y amor, en un criminal acto de perfidia, y al punto tal que hasta el día de hoy su nombre nos llega inevitablemente unido a ella.

Retomando el inicio de este escrito podemos decir que: Jesucristo, Dios encarnado, “no pudo no llegar hasta el final”, porque libremente había entregado su voluntad al Padre[2]; Judas, en cambio, “libremente pudo hacer traición a su Señor”… Y la respuesta, como se deja ver, la encontraremos siempre en el ámbito de aquello que verdaderamente ama más el hombre: a Dios o a sí mismo.

El beso: expresión del afecto ultrajada

 Para hablar acerca del beso de Judas no está de más recordar algunos pasajes de la Sagrada Escritura en los que este gesto, normalmente ligado al afecto que desean expresar los corazones, nos revela sus diversos matices. Así, por ejemplo, Labán corrió al encuentro de Jacob al enterarse que era el hijo de su hermana, y luego de abrazarlo enseguida lo besó[3]; y lo mismo hizo éste último al reencontrarse con su hermano Esaú y llorar juntos de emoción[4]; besó también José a sus hermanos luego de dárseles a conocer y abrazar a cada uno de ellos[5]; y lo mismo Aarón al encontrar a su hermano Moisés en el Monte de Dios[6]. Pero también en el Nuevo Testamento encontramos este “exuberante gesto”, antes que en Getsemaní, aunque en un escenario completamente diferente, el cual de no haber sido por Judas ciertamente se hubiese arrogado para sí su más profunda significación que es el amor. Y nos referimos al episodio en que la pecadora arrepentida no cesa de besar los pies de Jesús, porque estaba compungida, porque estaba agradecida, porque halló misericordia, sí, pero sobre todo porque mucho amó… y así lo expresó con este gesto[7], el cual como luego se verá sólo podía ser manchado por la traición.

Hemos catalogado al beso como exuberante, porque es mucho lo que puede llegar a expresar: alegría, gratitud, confianza, perdón, parabién, comprensión, respeto, etc., pero su primera significación siempre será el amor. Y como la amistad es una de las especies del amor, trasladémonos ahora -teniendo esta verdad presente- a Getsemaní, a la noche aquella que abarcaba el alma entera del Señor, el cual según san Mateo llama “amigo”[8] a su entregador, porque realmente lo amaba y con total sinceridad le había ofrecido su amistad incondicional[9]; y que en el texto de san Lucas directamente le dice “Judas”, expresando así la misma cercanía y familiaridad que había entre el discípulo y el Maestro. A esto agrega el  Crisóstomo: “Le llama con su verdadero nombre, lo que más debió moverlo a arrepentirse y desistir de su traición, que a provocar su enojo”, pues con esto le demostraba Jesús que permanecía fiel al lazo establecido por Él mismo cuando subió al monte y lo llamó junto a sí[10]. No lo llama traidor, no rechaza su beso, ni siquiera huye, simplemente le hace ver el sinsentido de su actitud dejando de manifiesto hasta qué punto llegó su corrupción: Judas, ¿con un beso entregas al Hijo del Hombre?[11] -le pregunta Jesús-, puesto que hizo aquello que sólo consigue un corazón pervertido: pagar mal por bien, y en este caso, además, infamando tanto al Cordero de Dios inocente, cuanto a la señal de afecto mediante la cual lo envía a la muerte: “¿Entregas con beso? –comenta san Ambrosio- , es decir, ¿con el signo del amor infieres una terrible herida, y con el signo de paz produces la muerte? Siendo el siervo, entregas a tu Señor; siendo el discípulo, a tu Maestro; y habiendo sido elegido, a tu elector.”

¿Cómo explicar la traición de Judas a un afecto tan puro como la amistad de Cristo?; sólo nos queda dejarlo bajo el misterioso velo de la traición primera y más profunda capaz de cometer un alma, de la cual surgirá “lógicamente” cualquier otra especie de perfidia: la de la propia conciencia.

La traición: tres lesiones

Recordemos lo que ya todos sabemos: Judas, al igual que los otros once, fue elegido por el mismo Jesucristo para ser su apóstol y que estuviera junto con Él[12]. Compartió su misión, sus viajes; recibió de sus propios labios la doctrina evangélica y el poder de expulsar demonios[13]; formó parte del selecto grupo de los pocos a quienes les eran explicadas las parábolas[14]; lo vio hacer milagros y manifestar abiertamente su autoridad[15], e incluso estuvo con Él cuando aceptó la confesión petrina de su divinidad[16]. Fue así que el beso de Judas, encierra en sí mucho más daño que el de una traición cualquiera (siendo ella –claro está- siempre algo abominable), porque la relación de exclusividad que comportaba el amor de amistad de Cristo contaba además con la impronta sin igual de su divinidad, lacerando así, el de las treinta monedas con su delito, un Sagrado Corazón que abarca mucho más de lo que pueden llegar a ver los ojos terrenales.

De los muchos daños provocados al divino Corazón, mencionamos brevemente tres lesiones especiales que se siguieron de la corrupción de aquel que traicionaba.

En primer lugar la dignidad de la persona; ya que Jesucristo es Dios verdadero, hecho hombre por nosotros y por nuestra salvación, como reza el Credo Niceno, pero conservando toda su divinidad intacta. Por ende, cuando Judas se atrevió a rebajar al Creador de cielo y tierra a unas infames monedas, rebajó también en su corazón la divina bondad y demás atributos, poniendo absurdamente precio a Aquel que gratuitamente descendió de lo alto para rescatar su alma del abismo, en el cual ahora libremente Judas se arroja al traicionar. No era un hombre cualquiera a quien entregaba –y el discípulo apóstata bien lo sabía -, sino al hombre que se le había manifestado claramente como Dios.

En segundo lugar, se lesionan aquí los ya mencionados beneficios prodigados, fruto de la más injusta ingratitud y expresión de una fe cuyo funeral ya había sido celebrado, puesto que el entregador se aferró más a sus errores que a la verdad sobrenatural. Aquellos tres años de intimidad con Jesucristo que ofrecían una dichosa eternidad, se vienen abajo en un alma pervertida incapaz de corresponder a todo el bien dispensado, y todo por culpa de aquello que Cristo siempre combatió y de lo cual nos vino a liberar: el pecado.

La tercera lesión, y más dolorosa aun para el Mesías, fue la cercanía especialísima del que dejaba de contarse como parte de los doce: su amistad.

Caer en manos de los enemigos siempre resulta algo penoso, tal vez frustrante; pero ser entregado a ellas por un amigo, no puede ser menos que desgarrador debido a la espantosa contradicción que lleva consigo: un amigo ama, un enemigo odia; un  amigo busca el bien del amado, un enemigo su mal; un amigo se alegra de los bienes del otro, un enemigo de sus males; y, finalmente, un amigo verdadero está dispuesto a dar la vida por el amado si es necesario, un enemigo, en cambio, a hacer todo lo posible para arrebatársela. Pero aquí por divina disposición Judas no pudo escapar al plan salvífico, pese a la patente realidad de su culpa, ya que Jesús se entregaba libremente, sabiendo bien que tenía plena autoridad para volver a tomar cuando quisiera la vida que ofrecía[17]; fue así que continuó, porque vino a dar su vida en rescate de muchos[18], y porque –como Él mismo había dicho- no hay amor más grande que dar la vida por los amigos[19].

Jesucristo, el amor más grande

La actitud de Jesús, ante el beso de Judas y su entrega traicionera, resulta completamente desconcertante para la lógica humana, mas no así para los designios del Altísimo, que ya desde antiguo nos había dejado una enigmática pincelada sobre el ahora revelado “Siervo sufriente”[20]. Dios siempre ha sido y será aquel que amó primero[21], y tanto que nos envió a su propio Hijo[22], que camina hacia el suplicio manso como Cordero[23], con tristeza mortal en un herido corazón que agoniza sin poder morir, a causa del copioso amor por los pecadores que no ha cesado de latir en él y que acompaña cada triste paso del Mesías traicionado. Ironías del pecado: recibe un beso mortal el Autor de la vida[24]; es vendido en las tinieblas quien vino como luz del mundo[25]; y es entregado a la muerte por aquel que llamó amigo[26], Jesucristo, el amor más grande[27].

Que la consideración de la traición de Judas y su beso impostor, se convierta en nosotros en una incondicional fidelidad a nuestro Redentor, que nos conduzca a apropiarnos aquellas palabras llenas de esperanza para los que enmiendan sus traiciones a la divina gracia: “¡Alégrate, cristiano! porque en el tráfico de tus enemigos, venciste tú, pues lo que vendió Judas, y los judíos compraron, tú lo adquiriste”.[28]

[1] Cf. Mt 26,38

[2] Cf. Lc 22,42

[3] Cf. Gén 29,13

[4] Cf. Gén 33,4

[5] Cf. Gén 45,15

[6] Cf. Ex 4,27

[7] Lc 7, 36-50

[8] Cf. Mt 26,50

[9] Cf. Jn 15,15

[10] Cf. Mc 3,13

[11] Lc 22,48

[12] Cf. Mc 3,13

[13] Lc 9,1

[14] Cf. Mc 4,34

[15] Cf. Mc 1,27

[16] Cf. Mt 16,16

[17] Cf. Jn 10,18

[18] Cf. Mc 10, 45; Mt 20,28

[19] Cf. Jn 15,13

[20] Cf. Is 42, 1-4; 49, 1-6; 50, 4-9; 52, 13-15; 53,12.

[21] 1Jn 4,19

[22] Cf. Jn 3,16

[23] Cf. Is 53,7

[24] Cf. Jn 14,16

[25] Cf. Jn 8,12

[26] Cf. Jn 15,15

[27] Cf. Jn 15,13

[28] Rábano, en: Catena Aurea, comentario a Mt 26,47-50

Meditación sobre el juicio final

Texto tomado de

Introducción a la vida devota

San Francisco de Sales

 

PREPARACIÓN.

1. Ponte en la presencia de Dios. – 2. Pídele que te ilumine.

CONSIDERACIONES.

1. Finalmente, después de transcurrido el tiempo señalado por Dios a la duración del mundo y después de una serie de señales y presagios horribles, que harán temblar a los hombres de espanto y de terror, el fuego, que caerá como un diluvio, abrasará y reducirá a cenizas toda la faz de la tierra, sin que ninguna de las cosas que vernos sobre ella llegue a escapar.

  1. Después de este diluvio de llamas y rayos, todos los hombres saldrán del seno de la tierra, excepción hecha de los que ya hubieren resucitado, y, a la voz de¡ Arcángel, comparecerán en el valle de Josafat. ¡Mas, ay, con qué diferencia! Porque los unos estarán allí con sus cuerpos gloriosos y resplandecientes y los otros con los cuerpos feos y espantosos.
  1. Considera la majestad, con la cual el soberano Juez aparecerá, rodeado de todos los ángeles y santos, teniendo delante su cruz, más reluciente que el sol, enseña de gracia para los buenos y de rigor para los malos.
  1. Este soberano Juez, por terrible mandato suyo, que será enseguida ejecutado, separará a los buenos de los malos, poniendo a los unos a su derecha y a los otros a su izquierda; separación eterna, después de la cual los dos bandos no se encontrarán jamás.
  1. Hecha la separación y abiertos los libros de las conciencias, quedará puesta de manifiesto, con toda claridad, la malicia de los malos y el desprecio de que habrán hecho objeto a Dios; y, por otra parte, la penitencia de los buenos y los efectos de la gracia de Dios que, en vida, habrán recibido y nada quedará oculto. ¡ Oh Dios, qué confusión para los unos y qué consuelo para los otros!
  1. Considera la última sentencia de los malos. «Id malditos al fuego eterno, preparado para el diablo y sus compañeros». Pondera estas palabras tan graves. «Id», les dice. Es una palabra de abandono eterno, con que Dios deja a estos desgraciados y los aleja para siempre de su faz. Les llama « malditos ». ¡ Oh alma mía, qué maldición! Maldición general, que abarca todos los males; maldición irrevocable, que comprende todos los tiempos y toda la eternidad. Y añade «al fuego eterno». Mira, ¡oh corazón mío! esta gran eternidad. ¡Oh eterna eternidad de las penas, qué espantosa eres!
  1. Considera la sentencia contraria de los buenos: «Venid», dice el Juez. ¡Ah!, es la agradable palabra de salvación, por la que Dios nos atrae hacia sí y nos recibe en el seno de su bondad; «benditos de mi Padre»: ¡oh hermosa bendición, que encierra todas las bendiciones! «tomad posesión del reino que tenéis preparado desde la creación del mundo». ¡Oh, Dios mío, qué gracia, porque este reino jamás tendrá fin!
AFECTOS Y RESOLUCIONES.

1. Tiembla, ¡oh alma mía!, ante este recuerdo. ¿Quién podrá, ¡oh Dios mío!, darme seguridad para aquel día, en el cual temblarán de pavor las columnas del firmamento?

  1. Detesta tus pecados, pues sólo ellos pueden perderte en aquel día temible.
  1. ¡Ah!, quiero juzgarme a mí mismo ahora, para no ser juzgado después. Quiero examinar mi conciencia y condenarme, acusarme y corregirme, para que el Juez no me condene e aquel día terrible: me confesaré y haré caso de los avisos necesarios, etc.
CONCLUSIÓN.

1. Da gracias a Dios, que te ha dado los medios de asegurarte para aquel día, y tiempo para hacer penitencia.

  1. Ofrécele tu corazón para hacerla.