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Homilía de Vigilia Pascual

A la dulce espera del Resucitado

San Juan Pablo II

1. “¿Buscáis a Jesús el crucificado?” (Mt 28, 5).

Es la pregunta que oirán las mujeres cuando, “al alborear el primer día de la semana” (ib., 28, 1), lleguen al sepulcro.

¡Crucificado!

Antes del sábado fue condenado a muerte y expiró en la cruz clamando: “Padre, en tus manos entrego mi espíritu” (Lc 23, 46).

Colocaron, pues, a Jesús en un sepulcro, en el que nadie había sido enterrado todavía, en un sepulcro prestado por un amigo, y se alejaron. Se alejaron todos, con prisa, para cumplir la norma de la ley religiosa. Efectivamente, debían comenzar la fiesta, la Pascua de los judíos, el recuerdo del éxodo de la esclavitud de Egipto: la noche antes del sábado.

Luego, pasó el sábado pascual y comenzó la segunda noche.

2. Y he aquí que hemos venido todos a este templo, igual que tantos hermanos y hermanas nuestros en la fe, a los diversos templos en todo el globo terrestre, para que descienda a nuestras almas y a nuestros corazones la noche santa: la noche después del sábado.

Os encontráis. aquí, hijos e hijas de la Iglesia que está en Roma, hijos e hijas de la Iglesia extendida por los diversos países y continentes, huéspedes y peregrinos. Juntos hemos vivido el Viernes Santo: el vía crucis entre los restos del Coliseo —y la adoración de la cruz hasta el momento en que una gran piedra fue puesta a la puerta del sepulcro— y en ella fue colocado un sello.

¿Por qué habéis venido ahora?

¿Buscáis a Jesús el crucificado?

Sí. Buscamos a Jesús crucificado. Lo buscamos esta noche después del sábado, que precedió a la llegada de las mujeres al sepulcro, cuando ellas con gran estupor vieron y oyeron: “No está aquí…” (Mt 28, 6).

Hemos venido, pues, aquí, pronto, ya entrada la noche, para velar junto a su tumba. Para celebrar la Vigilia pascual.

Y proclamamos nuestra alabanza a esta noche maravillosa, pronunciando con los labios del diácono el “Exsultet” de la Vigilia. Y escuchamos las lecturas sagradas que comparan a esta noche única con el día de la Creación, y sobre todo, con la noche del éxodo, durante la cual, la sangre del cordero salvó a los hijos primogénitos de Israel de la muerte y los hizo salir de la esclavitud de Egipto. Y, luego, en el momento en que se renovaba la amenaza, el Señor los condujo por medio del mar a pie enjuto.

Velamos, pues, en esta noche única junto a la tumba sellada de Jesús de Nazaret, conscientes de que todo lo que ha sido anunciado por la Palabra de Dios en el curso de las generaciones se cumplirá esta noche, y que la obra de la redención del hombre llegará esta noche a su cénit.

Velamos, pues, y, aun cuando la noche es profunda y el sepulcro está sellado, confesamos que ya se ha encendido en ella la luz y avanza a través de las tinieblas de la noche y de la oscuridad de la muerte. Es la luz de Cristo: Lumen Christi.

3. Hemos venido para sumergirnos en su muerte; tanto nosotros que, hace tiempo, hemos recibido ya el bautismo, que sumerge en Cristo, como también los que recibirán el bautismo esta noche.

Son nuestros nuevos hermanos y hermanas en la fe; hasta ahora eran catecúmenos, y esta noche podemos saludarlos en la comunidad de la Iglesia de Cristo, que es: una, santa, católica y apostólica. Son nuestros nuevos hermanos y hermanas en la fe y en la comunidad de la Iglesia, y provienen de diversos países y continentes: Corea, Japón, Italia, Nigeria, Holanda, Ruanda, Senegal y Togo.

Los saludamos cordialmente y proclamamos con alegría el “Exsultet” en honor de la Iglesia, nuestra Madre, que los ve reunidos aquí en la plena luz de Cristo: Lumen Christi.

Y juntamente con ellos proclamamos la alabanza del agua bautismal, a la cual, por obra de la muerte de Cristo, descendió la potencia del Espíritu Santo: la potencia de la vida nueva que salta hasta la eternidad, hasta la vida eterna (cf. Jn 4, 14).

4. Así, todavía antes de que despunte el alba y las mujeres lleguen a la tumba de Jerusalén, hemos venido aquí para buscar a Jesús crucificado, porque:

“Nuestro hombre viejo ha sido crucificado con El, para que… no seamos más esclavos del pecado…” (Rom 6, 6), porque nosotros nos consideramos “muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús” (ib., 6, 11); efectivamente: “Porque su morir fue un morir al pecado de una vez para siempre; y su vivir es un vivir para Dios” (ib., 6, 10);

porque: “Por el bautismo fuimos sepultados con El en la muerte, para que, así como Cristo fue despertado de entre los muertos por la gloria del Padre, así también nosotros andemos en una vida nueva” (ib., 6, 4);

porque: “Si nuestra existencia está unida a El en una muerte como la suya, lo estará también en una resurrección como la suya” (ib., 6, 5);

porque creemos que “si hemos muerto con Cristo…, también viviremos con El” (ib., 6, 8);

y porque creemos que “Cristo, una vez resucitado de entre los muertos, ya no muere más; la muerte ya no tiene dominio sobre El” (ib., 6, 9).

5. Precisamente por esto estamos aquí.

Por esto velamos junto a su tumba.

Vela la Iglesia. Y vela el mundo.

La hora de la victoria de Cristo sobre la muerte es la hora más grande de su historia.

 

Sábado Santo, 18 de abril de 1981

¿DE NAZARET PUEDE HABER COSA BUENA?

Testigo de la grandeza y dignidad de María…

P. Gustavo Pascual, IVE.

Nazaret era una insignificante aldea de la provincia de Galilea a 140 Km. de Jerusalén.  En Nazaret hay cosa buena, vaya que si lo hay. En ella vivió la Madre de Dios y el Hijo de Dios hecho hombre, Jesús. Fue la aldea de la Sagrada Familia.

            Nazaret fue testigo de la grandeza y dignidad de María, una de sus hijas. Testigo también de la Encarnación del Verbo, de su infancia y juventud, de su predicación.

            El ángel fue enviado de parte de Dios a Nazaret[1] para llamar a una de sus vírgenes, a María desposada con José[2].

 La grandeza de María

                       El ángel la llama “llena de gracia”[3]. Este saludo lo usa el ángel como si fuera el nombre propio de María. Palabras que son el fundamento del dogma de la Inmaculada Concepción. María es un alma adornada de gracia y santidad.

            “El Señor está contigo”[4]. Gabriel expresa la grandeza de María pero a su vez su humildad. Certifica que lo que tiene María es donado por Dios. Dios le ha comunicado con abundancia sus dones y bienes. Es la más grande entre todos los santos.

            María se turba ante el anuncio pero su turbación no procede de desconfianza sino de respeto ante la divinidad. Pero no se turba de tal manera que no pueda discurrir “se preguntaba”[5].

            El ángel le anuncia que va a concebir y dar a luz un hijo[6] y ella pide que le aclare pues no conoce varón. El sentido de las palabras “no conozco varón”[7] se refiere al futuro, no conozco ni voy a conocer. La Virgen desde pequeña, según la tradición, se habría consagrado en virginidad a Dios.

            Pero ¿por qué se desposa? Para seguir las costumbres de su pueblo. San José habría aceptado secundarla en su promesa y ella se habría desposado con él.

            El ángel le aclara que su concepción va a ser por obra del Espíritu Santo[8].  El Espíritu Santo que permanece infecundo en el seno de la Trinidad se hace fecundo en el seno de María.

            Dios en su infinita Sabiduría pide a una mujer que represente a la humanidad con su aceptación libre y así como por una mujer entró el pecado por una mujer Dios haría la redención e iniciaría la nueva humanidad.

            “He aquí la esclava del Señor”[9]. Ni cooperadora, ni ministro sino esclava. “y el Verbo se hizo carne”[10]. Como lo hace notar San Mateo[11] se cumple la profecía de Isaías[12] “Dios con nosotros”.

            María que no ambicionaba ser la madre del Mesías fue enaltecida[13] y elegida con este don tan sublime.

            Ya se cumplen las profecías del Antiguo Testamento:

            La promesa hecha a Abraham “en tu posteridad serán bendecidas todas las naciones”[14]. A David “del fruto de tus entrañas pondré sobre tu trono”[15]. La profecía de Isaías 7, 14 y también la de Isaías 11, 1: “brotará una vara del tronco de Jesé y retoñará de sus raíces un vástago”. Esa vara es María y el retoño Jesús.

            María es ejemplo de virtudes. Nos hace conocer su maravillosa humildad, su extraordinaria prudencia, su fe filial y su sumisión absoluta a la voluntad de Dios.

            María es bendita entre las mujeres[16]. Es la esperada de las naciones, la que aplastó, por su descendencia, la cabeza de la serpiente[17], el lucero de la mañana, la segunda Eva, la nueva Ester por su intercesión, la nueva Judith por su glorioso triunfo.

La dignidad de María

            María fue llamada a una altísima dignidad, la de ser Madre de Dios. Concibió por obra del Espíritu Santo[18], es bienaventurada por todas las generaciones[19].

            Y María reconoce la dignidad a la que ha sido llamada y por eso alaba a Dios y reconoce su Divina Providencia.

 + María alaba a Dios por la vocación que le ha dado[20]

                        Comienza engrandeciendo a Dios. Lo alaba, le engrandece, lo celebra, lo bendice.

            Se alegra, se goza en Dios su salvador.

            El Dios Salvador es el Dios que ella lleva en su seno y que se llamará Jesús. Ella se goza en su Hijo.

            María atribuye esta obra a la pura bondad de Dios que miró su humildad. Fue pura elección de Dios.

            La humildad de María se ve en el desconocimiento social, era una nazaretana más. Pero por la mirada divina “desde ahora” la van a llamar bienaventurada por todas las generaciones. Estas palabras son proféticas.

            La causa de llamarla bienaventurada es porque Dios hizo grandes cosas en ella. La maternidad mesiánica y divina.

            Lo hizo el “Poderoso”, haciendo referencia a la omnipotencia de Dios. “Su nombre es santo”, su Persona es santa.

            Todo su poder es ejercido por su misericordia y la mayor obra de su misericordia es la redención. Y esta obra de la redención es sobre los que temen a Dios con un temor reverencial.

+ Reconocimiento de la Providencia Divina[21]

Dios utiliza su poder para dispersar a los que “se engríen con los pensamientos de su corazón”. Enemigos son los “sabios” que se guían por la sabiduría del mundo. Les falta la sabiduría que viene de Dios[22].

            Frente a esta sabiduría, Dios realiza sus obras con la suya.

[1] Cf. Lc 1, 26

[2] v. 27

[3] v. 28

[4] Idem

[5] v. 29

[6] Cf. v. 30-33

[7] v. 34

[8] Cf. v. 35

[9] v. 38

[10] Jn 1, 14

[11] 1, 22-23

[12] 7, 14

[13] Cf. Pr 15, 33

[14] Gn 22, 18

[15] Sal 131, 11

[16] Cf. Lc 1, 42

[17] Cf. Gn 3, 15

[18] Cf. Lc 1, 35

[19] Cf. Lc 1, 48

[20] Cf. Lc 1, 46b-50

[21] Cf. Lc 1, 51-53

[22]  Cf. Pr 2, 1-9

Nuestra actitud ante la Cruz

Una consideración siempre actual

P. Jason Jorquera M., IVE.
Es sabido que, en la vida espiritual, las cruces se vuelven estériles cuando “nos las fabricamos a medida”, o cuando hacemos una “minuciosa selección de ellas”; porque naturalmente la cruz repugna, porque es difícil, porque cuesta; y luego del pecado nuestros corazones tomaron la decisión de inclinarse más bien a lo fácil, cómodo y deleitable. Pero cuando renunciamos de verdad a ser nosotros los fabricantes de nuestras cruces y dejamos que sea Dios el artesano, y aceptamos las cruces que Él nos envía o permite que padezcamos, entonces y sólo entonces comienza el mérito y el progreso espiritual…, allí arranca la santidad, nuestra santidad.
La humanidad actual es “culturalmente contraria a la cruz de Cristo”, como hace más o menos 2000 años atrás, en que aquel signo y distintivo de los discípulos del Redentor, no era más que señal de humillación y desprecio. Pero como sabemos también, cuando se cumplió el tiempo… el Hijo de Dios decidió encarnarse (Cf. Gál 4,4) y hacer nuevas todas las cosas (Cf. Ap 21,5); cambiarles a unas el sentido y a otras darles un sentido, y esto es exactamente lo que pasa con la cruz: de señal de ignominia se convirtió en signo de amor, de redención, de seguimiento de la Verdad… pero el problema, aun actual, es que este sentido sólo se ve, se entiende, y se puede sobrellevar con la mirada sobrenatural de la fe. Y por esta razón, es que quienes viven sin fe, y peor aún, quienes la rechazan, no pueden ver más que el peso, el dolor y la dificultad de llevar la cruz.
El espíritu mundano, que hunde sus raíces en todo lo que pueda hacer más terrenas y menos espirituales a las almas, por fuerza ha de ser contrario a la Cruz, porque la cruz que abre sus brazos a la humanidad también se forma con un madero vertical que desde la tierra sube al Cielo en busca de que allá pongan los corazones su mirada; y entonces este espíritu mundano, antagonista de la cruz, pugnará hasta el fin de los tiempos para echarla fuera, quitándola de su vista, de los muros, las calles, las escuelas, etc.; para arrancarla finalmente de los frívolos corazones, y haciendo lo posible para que su sentido sobrenatural -el que el Hijo de Dios le dio-, se pierda poco a poco y se convierta en reproche y desprecio… como antes. Pero como la cruz es salvación, y si bien comienza aquí pero termina en el Cielo, Dios mismo se encarga de enviar o permitir que el instrumento salvífico en que su Amor por nosotros se quedó clavado, extienda sus brazos sobre nosotros y sobre toda la humanidad, recordándonos que no es el fin sino el principio de la eternidad; que “después del Viernes Santo viene el Domingo de Resurrección” (San Alberto Hurtado); que después de la tormenta viene la calma, y que mientras mayor sea la prueba más grande será el premio.
Cuando la cruz nos es dada, y no hemos sido nosotros los artesanos, sólo podemos: o rechazarla con amargura y desconsuelo; o aferrarnos a ella fuertemente y ofrecerla a Dios, quien tiene sus propios designios salvíficos para las almas, y conoce mejor que nadie los bienes espirituales que más nos convienen.
Hubo un viernes en que los de espíritu mundano abandonaron el Gólgota, porque allí estaba la cruz y en ella el Crucificado. Pero también hubieron almas fieles que, en medio del profundo dolor de la cruz, permanecieron firmes junto al Dios-Amor que pendía de ella; porque sabían que allí en la cruz no terminaba todo, sino que era el comienzo de la redención, y por eso “la abrazaron” con santo abandono y ofrecieron su dolor al Altísimo acompañando hasta el final a quien más sufrió en la cruz. Ese viernes nacía el “amor hasta las últimas consecuencias”, y junto con él el Reino de los Cielos. Por eso ese viernes se llama santo.
No nos corresponde pedirle cuentas a Dios de nuestras cruces, pues no todas las quiere, sino sólo las que nos sirven, las que nos acercan a Él, nos asemejan a su Hijo y hermosean nuestras almas; las demás simplemente las permite porque a tal punto nos ama que respeta nuestra libertad aun cuando en vez de invertirla en su gloria la empleemos en el mal. Pero la decisión ante la cruz (o las cruces de nuestra vida), siempre dependerá de nosotros: o la abrazamos o la rechazamos; o santo abandono o tedioso reproche; o dolor confiado o desesperación…
Cuando la cruz se cierne sobre nosotros, no debemos prestar atención tanto a su peso y sus astillas, cuanto a Aquel que está unido inseparablemente a ella, porque es Él quien nos ha enseñado a llevarla tal como corresponde: a veces con gran dolor, pero siempre trazando un surco en dirección al Reino de los Cielos, preparado para los que con Él sepan crucificarse, padecer y ofrecer su sufrimiento, para gloria de Dios y salvación de las almas.
[…] recemos y ofrezcamos nuestras cruces con santo abandono, y dejemos las respuestas para cuando el Hijo de Dios venga en su gloria “a buscar a los benditos de su Padre” (Cf. Mt 25, 34), es decir, aquellos que, abrazando la cruz, pidan constantemente la gracia de perseverar hasta el final.

Más allá del pesebre

Reflexión Navideña
Escribía san Agustín: “Jesús yace en el pesebre, pero lleva las riendas del gobierno del mundo; toma el pecho, y alimenta a los ángeles; está envuelto en pañales, y nos viste a nosotros de inmortalidad; está mamando, y lo adoran; no halló lugar en la posada, y Él fabrica templos suyos en los corazones de los creyentes. Para que se hiciera fuerte la debilidad, se hizo débil la fortaleza… Así encendemos nuestra caridad para que lleguemos a la eternidad.”
Nosotros sabemos bien que, desde la Encarnación hasta su Ascensión, toda la vida de nuestro Señor Jesucristo es mucho más de lo que vemos (o leemos); y que cada una de sus acciones (gestos, palabras, decisiones, etc.), siempre van más allá de lo que ven nuestros ojos terrenales; como en la multiplicación de los panes, en que nos da a entender que con lo poco se puede hacer mucho cuando se confía en Dios, o como hoy que nos enseña que a Dios a veces se lo encuentra donde menos se lo espera, como en un pesebre…, o en una cruz especial, una gran dificultad, en nuestra lucha por alcanzar las virtudes o escondido detrás de los defectos de nuestro prójimo esperando que practiquemos con él la caridad… Como sea, en este día tan importante para nosotros y para el mundo entero, creyentes o no, perseguidos o perseguidores, virtuosos o mediocres (da igual en este caso, porque sea como sea Jesucristo ya cambió la historia); la invitación que se nos propone es la aprender a ver “más allá del pesebre”, en que el Hijo de Dios quiso nacer pobre y humilde, para entrar así en el mundo, sí, pero trayendo consigo una nueva realidad que está, justamente, “más allá del pesebre”… porque esta entrada humilde en extremo, como sabemos, nos dice mucho más, ya que nos presenta de manera plástica, gráfica -si se quiere-, lo que realmente ha venido a hacer Dios al mundo y que es el hecho de querer comenzar a “formar parte de nuestra historia personal”, estableciendo una relación espiritual (y, por lo tanto, sumamente real), entre Él que es Dios y nosotros que somos sus creaturas. Es decir, que Jesucristo nace en el mundo como anticipo y prefiguración de su nacimiento en nuestros corazones, pero de manera efectiva y “llena de consecuencias” que podemos constatar en nuestra vida espiritual. Porque quien deja a Jesucristo reinar su corazón, pero de verdad, sin quitarle las riendas de su vida, ciertamente podrá gozar de la asimilación paulatina de su Rey; así como también se nota cuando un alma se antepone a las inspiraciones que Dios le hace; especialmente con el egoísmo que directamente lo echa afuera.
Más allá del pesebre hay un Dios bueno que no se escandaliza de nuestra miseria y nuestros defectos (como nosotros a veces hacemos con los de los demás); más allá del pesebre hay un verdadero nacimiento espiritual de Jesucristo en el alma dócil a buscar la santidad; más allá del pesebre está toda la grandeza de Dios que nos muestra cómo es capaz de esconderse “en lo pequeño y los pequeños” pero sin dejar por esto de obrar grandemente en favor de las almas; y más allá del pesebre también, hay un designio eterno en el que -como hemos dicho-, todo depende de la relación personal que establezcamos con Jesucristo, que desde su nacimiento nos enseña las virtudes del anonadamiento, siempre agradables a Él y capaces de obrar en nosotros nuestra santificación.
Se preguntaba san Bernardo: “¿Hay algo que pueda declarar más inequívocamente la misericordia de Dios que el hecho de haber aceptado nuestra miseria? ¿Qué hay más rebosante de piedad que la Palabra de Dios convertida en tan poca cosa por nosotros?” … y ese “por nosotros”, como sabemos, es la clave para comenzar a corresponder a Dios y construir una sólida relación con Él; porque tanto es lo que Dios hace por nosotros, que a nosotros nos toca en nuestra vida hacer algo también por Él, y ese algo es buscar imitar a Jesucristo que hoy nos muestra hasta dónde está dispuesto a llegar para llevarnos a Él, como en la humildad del pesebre, queriendo que veamos y descubramos “el designio que se esconde más allá de lo que ven las almas de mirada superficial”, y le correspondamos, cada cual según descubra lo que Él le pide en su intimidad con Él, que es Dios.
Habiéndonos concedido Dios la gracia enorme de celebrar la santa Misa del Navidad en el lugar bendito que recibiera a su Hijo hace poco más de 2000 años, agradecemos este hermoso regalo invitándolos a considerar las profundas palabras de san Juan Pablo II, ante este decisivo acontecimiento que celebramos durante toda esta octava de Navidad: “Contemplemos con María el rostro de Cristo: en aquel Niño envuelto en pañales y acostado en el pesebre (cf. Lc 2, 7), es Dios que viene a visitarnos para guiar nuestros pasos por el camino de la paz (cf Lc 1, 79). María lo contempla, lo acaricia y lo arropa, interrogándose sobre el sentido de los prodigios que rodean el misterio de la Navidad.”
P. Jason Jorquera M.

EL PRINCIPIO DE LA GRANDEZA

La maternidad divina de María

         P. Gustavo Pascual, IVE.

 

          La maternidad divina es un dogma de fe definido por el concilio de Éfeso el año 431.

            La Iglesia quiere celebrar la Maternidad divina de María el primer día del año. Nos propone en el Evangelio contemplar la cueva de Belén y en ella al Niño, a María y a José.

            Debemos por tanto contemplar esa imagen y se nos hará mucho más fácil aceptar el dogma de la maternidad divina. El Niño acostado en el pesebre es el Emmanuel de Isaías[1], es el Verbo hecho carne del prólogo de San Juan[2] y la que está junto a El envolviéndolo en pobres pañales es su Madre que lo acaba de dar a luz. Ese Niño es Dios y la que lo da a luz es pues la Madre de Dios. Su madre es la que lo concibió en Nazaret[3]. Lo concibió en Nazaret en virginidad y ahora lo pare en virginidad.

            Contemplemos como lo pare en virginidad. Dice el Evangelio que la misma madre lo envolvió en pañales[4]. María trabajaba preparando la cuna y arropando al Niño porque no tuvo dolor en su parto… y, ¿cómo es esto? los Santos Padres dan el siguiente ejemplo: como el rayo de sol pasa a través del cristal de la ventana sin romperlo ni mancharlo así la Virgen dio a luz a su Hijo en Belén. Contemplemos el rostro feliz de María y también la alegría de José pues ha nacido el Emmanuel. Fue un parto milagroso “porque no hay nada imposible para Dios”[5]. Así como Cristo resucitado entraba en el Cenáculo sin abrir las puertas así salió del seno de su Madre sin corrupción de la carne.

            La aparición angélica a los pastores les revela que ha nacido el Mesías, el Señor[6] y van presurosos a Belén y encuentran al Niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre como lo habían señalado los ángeles[7] a María, su madre y a José. La Virgen escuchaba el relato de los pastores y lo guardaba en su corazón.

            Contemplemos al Niño. Es Dios que quiere nacer como nosotros de una madre[8]. La condescendencia divina se manifiesta en este nacimiento. Convenía que aquél que iba a ser en todo semejante a los hombres menos en el pecado naciese como nosotros.

            Contemplemos a María. Es ejemplo de madre. Da a luz al hijo concebido. A pesar de muchos inconvenientes y sacrificios María resguarda en su seno el fruto de su compromiso con Dios. Ha dicho sí a Dios en Nazaret y su sí permanece en Belén.

            Contemplemos la cueva de Belén. ¡Qué milagro inmenso! María la Virgen ha dado a luz al Emmanuel. La madre de Dios junto a la cuna de Dios hecho hombre.

            Cada nacimiento es algo extraordinario. Una mujer que acepta la voluntad de Dios y se hace junto a su esposo creador de vida continuando la obra de Dios y dando a luz a un nuevo ser destinado a ser hijo de Dios y ciudadano del Reino de los cielos.

            La fiesta de la maternidad de María es un canto a la vida. Un canto a la vida corporal que deja el seno de la madre donde ha vivido nueve meses y ve la luz del mundo; un canto a la vida del espíritu que es germen deseoso de vida interminable.

            Pero María sólo tuvo un Hijo. ¿Un hijo? Un hijo sin dolor en Belén. Y tú y yo también somos hijos y generaciones y generaciones son hijos de María y estos partos con dolor porque María quiere tener muchos hijos y quiere que todos los hombres la llamen madre. Así es también el querer de Dios que todos lo tengan a Él por Padre y a María por madre.

            Contemplemos a María. Esa joven judía es la Madre de Dios y por tanto su poder no tiene límites. Los santos dicen de María más pura que ella solo Dios o menos Dios cualquier título es digno de ella. Los Santos Padres asombrados de gracia tan inmensa la llaman “omnipotencia suplicante” y con razón porque qué no podrá la que es Madre de Dios.

            Contemplemos a María y al Niño. Ese Niño junto con el Padre y el Espíritu Santo predestinaron a María para ser su madre. La llenaron de gracias para oficio tan sublime, la preservaron de la mancha original para que fuese limpio manantial de donde surgiera la Divina Gracia.

            Esa Madre que acaricia y acuna al Niño es siempre virgen y corredentora. Ella es madre espiritual de todos los hombres, es la Nueva Eva que engendra a la nueva prole de los vivientes, es la primera que esta en el trono de Dios en cuerpo y alma reinando con su Hijo para siempre.

            Pero la maternidad divina, misterio admirable del amor de Dios es grandiosa. Sólo una madre puede comprender a otra madre. Sólo la Santa Madre Iglesia puede comprender la maternidad divina por eso en su sabiduría nos enseña aquella oración “ante la admiración de cielo y tierra engendraste a tu propio Creador y permaneces siempre virgen…” (Alma Redemptoris Mater).

[1] 7, 14

[2] 1, 14

[3] Lc 1, 38

[4] Lc 2, 7

[5] Lc 1, 37

[6] Lc 2, 11

[7] v. 12

[8] Cf. Ga 4, 4

El gozo contenido

No era otra la voluntad de Dios sobre su esclava: guardar contenta las maravillas del Señor en su alma…

P. Gustavo Pascual, IVE.

Es hermoso narrar las maravillas de Dios, de cantar su gloria a través de la Escritura, pero hay otra manera de glorificar y cantar la gloria de Dios que es viviéndola y esta segunda es más perfecta, a mi modo de entender.

            Muchas veces sentimos ganas de escribir para librarnos de lo que tenemos dentro… ¿Qué cosa? Un gozo inmenso por la contemplación de Dios que quema dentro. El contento tiene que estallar de alguna manera y estalla en gozo, en alegría y a veces en júbilo. El contento a veces estalla en fuerza misionera o en predicación abrazada, en algunos en grafía.

            San Juan Bautista estuvo contenido contemplando al Verbo Encarnado treinta años. Su primera contemplación lo hizo saltar de gozo en el seno de Isabel y fue tan grande su caridad que quedó santificado (sin dejar de lado la gracia particular que es lo principal de su santificación) y luego tuvo su gozo contenido en su paraje eremítico hasta que estalló a orillas del Jordán como un torbellino de fuego incendiando los corazones bien dispuestos.

            Juan custodió con la ascética su contemplación y consecuente gozo del misterio del Verbo Encarnado, gran lección para todo hombre religioso que únicamente debería salir fuera para dar a conocer las grandezas de Dios, porque si salimos fuera por otra razón perdemos el gozo, porque dejamos de contemplar, dejamos de estar contentos y nos disipamos en cosas terrenales. El que da a conocer el misterio hacia fuera no se derrama sino que sigue contenido, por lo cual, nuestra predicación nunca debe mermar nuestra vida interior. Si lo hace mala señal. Por eso es necesaria la ascética para seguir contento, mucho más para el hombre religioso.

            San Juan estalló en el Jordán rebalsando el misterio contenido en su alma a los hombres que quisieron escucharlo.

            Jesús, el Verbo Encarnado dio a conocer en toda su vida quién era y las grandezas de Dios y fue tan grande su desborde que no sólo lo tradujo en palabras sino también en obras y algunas obras de “locura” a los ojos del mundo[1]. Su muerte en cruz es la expresión más elocuente del estallido del amor de su alma. Es el desborde incontenible e infinito de la Sabiduría Eterna.

            Y María no predicó, no dijo a nadie quién era, no escribió (probablemente no sabía escribir, pertenecía a un pueblo de tradición oral) y estuvo contenida toda la vida, por arriba Dios por abajo su humildad. Y esto es muy doloroso para el alma extática.

            Si bien los santos viven comúnmente su ser extraordinario, por ahí Dios les concede aliviar la presión interna de su alma enamorada, su contento, por un milagro, un éxtasis, una predicación, una exaltación, un escrito…, pero María fue una nazaretana más. A Jesús que admiraba a los hombres por su doctrina y por sus milagros lo tenían por uno más: “¿No es éste el hijo del carpintero?”[2], ¡que sería de María que realmente en el exterior era igual a las demás mujeres de su pueblo: pobre, trabajadora, sufrida! aunque brillaba en ella la caridad.

            Y “María, guardaba todas las cosas meditándolas en su corazón” y no era otra la voluntad de Dios sobre su esclava: guardar contenta las maravillas del Señor en su alma.

            Guardar el secreto de su maternidad divina, el de su virginidad perpetua, el de su plenitud de gracias, el de su elección admirable. Después de su encuentro con Isabel en donde exultó en Dios se hace un gran silencio en torno a María. En Nazaret era una más. ¡Qué dolor el tener que callar las maravillas de Dios! Pero ¿por qué no las decía a las nazaretanas? Porque María por voluntad de Dios debía estar escondida y además para que agregar dolor al dolor. Cómo hablar de las maravillas de Dios a los que hablan otro idioma, a los que hablan de la tierra. Si Jesús con su autoridad inmensa era desoído, qué podrían entender de una paisana, a la cual, le había salido un hijo medio loco.

            Por eso María callaba y gozaba en su interior pero no sin dolor porque no somos ángeles, aunque ella tenía algo de divino y angélico que nos falta a nosotros. Nuestro estado interno lo queremos expresar por los sentidos. El alma de María fue un alma llena de dolor de amor porque crecía el amor sin poderlo manifestar y lo guardaba contenida en su corazón si que saltara en júbilo para expresarlo.

            Sólo tendría término el dolor de su alma en el éxtasis del Calvario donde la noche del alma sería el término y la cumbre del dolor. Allí se liberó María traduciendo su amor contento en un fruto: sus hijos que somos nosotros. Dolor que pasa al dar a luz[3]. Gozo contenido que es liberado. Con ansia inmensa he deseado esta pascua…[4]

            Pero volvamos a Nazaret para aprender. El dolor de la Virgen se daba en su silencio, en su humildad, pero sobre todo en hacer lo extraordinario en lo ordinario o de lo ordinario algo extraordinario. Exteriormente como cualquier otra persona, interiormente algo extraordinario. Y si bien en los santos hay cosas extraordinarias que los acreditan como tales, no las tienen en cuenta sino como gracias gratuitamente dadas por Dios. Quieren la cruz como María, la cruz del silencio y de la humildad, del ocultamiento… porque allí custodian mejor las maravillas de Dios y por eso cuando son enviados tienen fuego.

            Es mejor y más seguro camino el meditar las cosas en el corazón y ofrecer el dolor de estar contenido. Así debe hacer todo hombre religioso, a no ser que sea otra la voluntad de Dios, para imitar a la Madre y Señora, para dolerse en el contento y hacerlo algo extraordinario porque en realidad es algo extraordinario encerrado en lo ordinario que si se calla tiene sabor de cruz, tiene sabor de Dios, tiene sabor de eternidad.

[1] 1 Co 1, 23

[2] Mt 13, 53

[3] Cf. Jn 16, 21

[4] Cf. Lc 22, 14

AQUELLOS LAZOS QUE LIBERAN

Sobre los sagrados votos religiosos

P. Jason Jorquera Meneses, IVE.

Dedicado a todos los miembros del Instituto del Verbo Encarnado, mi familia religiosa;

especialmente a quienes se encuentran en las más lejanas y difíciles tierras de misión,

perseverando aferrados a su cruz y buscando cada día corresponder

a la divina predilección de Aquel que llamó a los que quiso,

y sigue llamando cada día a seguirlo de cerca

según un estilo de vida propio, su estilo de vida:

el del Evangelio.

Explica santo Tomás que “se llaman religiosos por antonomasia aquellos que se entregan totalmente al servicio divino, ofreciéndose como holocausto a Dios. De ahí también la afirmación de San Gregorio […]: Hay quienes no se reservan cosa alguna para sí mismos, sino que inmolan al Dios todopoderoso su pensamiento, su lengua, su vida, todos los bienes que recibieron. Ahora bien: la perfección del hombre está en unirse totalmente a Dios… Luego, bajo este aspecto, la vida religiosa lleva consigo un estado de perfección.”[1]

Del citado texto de santo Tomás, podemos sacar variadas consideraciones en lo que respecta a la vida religiosa, tales como su aspecto de “holocausto”, “búsqueda especial de unión con Dios”, “renuncia” y “servicio”; todo lo cual se encuentra embebido del sublime don que Dios nos quiso regalar por sobre las demás creaturas de este mundo: la libertad. Y aquí está la clave para comenzar a comprender la vida religiosa que se vuelve una inexplicable paradoja para las almas carentes de fe, ya que el religioso “libremente se obliga”, libremente se ata por medio de los votos, y libremente también ha decidido seguir y servir de cerca a su Dios y Señor: ¿cómo explicar fuera del ámbito de la fe tal compromiso?, ¿cómo comprender el “obligarse” delante de Dios y bajo pecado a su servicio?, ¿cómo concebir que una cadena nos permita volar?; y la respuesta sólo se entiende a la luz de un amor que va más allá de nuestra humana lógica, de un amor que nos cobija, que nos protege, y que nos ha llamado a seguirlo de cerca, y tan de cerca que hemos querido hacerlo -nosotros, los religiosos- poniéndonos estos verdaderos lazos de amor y correspondencia que son los votos, lazos especiales y exclusivos, una de las más grandes incomprensiones tanto de los frívolos incrédulos como de los creyentes egoístas, simplemente porque son aquellos lazos que liberan.

El voto

El voto es una promesa hecha a Dios de un bien mejor y posible.

“Promesa voluntaria” y no coacción, es decir, completamente libre: un voto obligado no es tal sino una farsa; una promesa, en cambio, hecha con pleno conocimiento y libertad sí lo es. “De un bien mejor”, en este caso, los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia cuya síntesis conjunta no es otra que la imitación de nuestro Señor Jesucristo en su estilo de vida, en la manera concreta en que vivió su humanidad en la tierra dejándonos un ejemplo para que sigamos sus huellas, como diría san Pedro, pero con la particularidad de que implican toda la vida del religioso; es decir, que no son como los votos que se hacen pidiendo alguna gracia especial, sino que son ellos mismos una inefable gracia ofrecida gratuitamente por Dios y aceptada libremente también por el alma en un acto de “comprometida generosidad”.

Finalmente, este bien mejor es “posible” por la gracia divina, que ofrece al consagrado todos aquellos medios necesarios para llevar a cabo su especialísima consagración, emulando el estilo de vida casto, pobre y obediente de nuestro Redentor; y todo esto resguardado -reiteramos: como corresponde al verdadero voto-, bajo una solemne y pública promesa.

Los votos religiosos: acto libre y liberador

Un religioso, propiamente dicho, es tal por tener votos, es decir, porque voluntariamente decidió abrazar la pobreza, castidad y obediencia para seguir más de cerca y mejor a Jesucristo. Y justamente en el momento que entregó a Dios su voluntad eligió para sí una “nueva manera de libertad” que está por encima del ámbito terrenal (por eso es sobrenatural), y ésta es la libertad de aquellos que dejándolo todo lo siguieron[2], tomando en sus manos el arado sin querer mirar atrás[3], obligándose a imitar a su Señor en su modo específico de vivir.

Dejando esto en claro, nos encontramos ahora ante la gran disyuntiva de opiniones respecto a la vida religiosa: o se es libre o se está atado; pero “¿atarse para ser más libre?”, ¿cómo se entiende? Pues bien, así como la barca extiende sus velas y las ata firmemente para que el viento sople en ellas y la lleve consigo, de manera análoga los sagrados votos ayudan a los religiosos a liberarse de las ataduras terrenas, para que el viento del Espíritu Santo sople sobre ellos y los conduzca por los senderos que exige su especial consagración; pero para eso las amarras de los votos deben estar firmes. En otras palabras, pasa lo mismo que en cualquier otra elección, pero con consecuencias definitivamente sublimes, porque elegir una cosa significa renunciar a otra (o a otras), aunque en el consagrado es mucho más significativo y más profundo, ya que renuncia a cosas que de hecho son buenas, como por ejemplo el matrimonio, pero para elegir algo mejor: la imitación de Cristo consagrado enteramente al Padre.

El primer lazo: la pobreza

La libertad del religioso se aferra al Absoluto, del cual hace su única riqueza al renunciar a todo aquello que el mundo le quiera ofrecer, tomando el mínimo necesario y simplemente como medio para unirse más a su modelo, quien siendo rico se hizo pobre[4], invitando a la perfección a través del desprendimiento de lo terrenal, para ir forjando desde aquí un tesoro en el Cielo[5] que jamás le será arrebatado. Este lazo de la pobreza efectiva, sin embargo, es simplemente el acicate hacia el desprendimiento sincero que tiene todo por pérdida con tal de ganar a Cristo[6], haciendo del consagrado un cautivo de la riqueza espiritual que Dios le ofrece a cambio de renuncia y amorosa fidelidad.

El segundo lazo: la castidad

Siguiendo aquella amorosa fidelidad de la que acabamos de hablar, debemos decir que este segundo lazo liberador, que es la castidad, corresponde al amor de predilección que Dios ha tenido con el religioso quien, en su entrega generosa, no desea otra cosa que ofrecer completamente el corazón, y sus afectos, a Aquel que lo amó primero[7] y lo ha invitado a seguirlo de cerca, en una intimidad especial que busca destruir en él cualquier desorden que le impida unirse a este buen Dios, que lo ha elegido para simplemente “dedicarse a Él”, con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas[8]

El tercer lazo: la obediencia

El voto de obediencia constituye el lazo principal. Es decir, que si los otros votos son las cuerdas la obediencia es una cadena, mediante la cual la propia voluntad se rinde a Dios y su Divina Voluntad para ir en comprometida búsqueda de su máxima libertad: la de los hijos de Dios, quienes libres de las ataduras de este mundo y del pecado, de sus afectos desordenados y de sus caprichos, abrazan con firmeza la obra que Dios quiere realizar en sus almas mediante el estilo de vida al cual el Verbo Encarnado les ha llamado . Quien “se ata a Dios” se hace capaz de romper las otras ataduras y volar; porque toda alma que generosamente corresponda al llamado divino y se ponga en manos de Dios con todo lo que implique, con todas sus cruces, con todas las arideces por las cuales deba pasar para purificarse en esta vida; y con la determinación firme de vencerse a sí misma y no renunciar jamás a este “compromiso sublime”, ciertamente se encamina a triunfar con creces sobre lo terreno y bajo la impronta de los elegidos de Dios.

Nuestro cuarto lazo: el voto de esclavitud mariana

Por divina disposición nuestra familia religiosa cuenta con “un lazo más”, uno que se entrelaza con los demás como filial expresión de amor: el voto a María santísima; aquella humilde sierva del Señor merecedora de la Encarnación en la pureza de su vientre, alma fiel hasta el Calvario y de allí en adelante en cada alma que acepte su excelsa maternidad, capaz de moldear los corazones en la medida de su docilidad, y señal de salvación para quienes la honren afectuosamente como se merece. María santísima es un lazo de hilos finos y suaves, firmes para apartar a sus hijos del pecado, tiernos para llevarlos a su Hijo Jesucristo, y completamente capaces ayudar a tejer con ellos nuestra santificación.

Conclusión

El espíritu del mundo ofrece constantemente ataduras que buscan sumir y esclavizar los corazones de los hombres, obligándolos a dejar de mirar las realidades eternas; la vida religiosa constituye el testimonio vivo de la verdadera libertad, destructor de dichas ataduras por medio del compromiso íntimo y perpetuo con el Evangelio de Jesucristo, el gran liberador y salvador de las almas. El mundo más que nunca necesita almas generosas que acepten el llamado a “liberarse y liberar” los corazones del pecado, combatiendo virilmente bajo la bandera del Hijo de Dios, y aceptando vivir su estilo de vida hasta las últimas consecuencias, aferrados a la Cruz, ciertamente, pero con la alegría sobrenatural que se ha vuelto la impronta luminosa entre las tinieblas, propia de aquellos que lo han dejado todo para seguirlo de cerca, de aquellos que han hecho de las pequeñas renuncias el pan cotidiano, y cuyo verdadero holocausto espiritual se ha hecho concreto mediante la máxima expresión de su libertad: la profesión religiosa, los sagrados votos… aquellos lazos que liberan.

[1] Cf. II,II, 186,1

[2] Cf. Lc 5,11; Mt 4,20

[3] Cf. Lc 9,62

[4] Cf. 2 Cor, 8-9

[5] Cf. Mt 19, 21

[6] Cf. Flp 3, 8

[7] Cf. 1 Jn 4, 19

[8] Cf. Mc 12, 30

“Y PENSAR QUE UN DÍA AQUÍ…”

Reflexión desde la casa de santa Ana
Un misionero, si bien a renunciado a todo por seguir su vocación, dejando a menudo la patria, la familia, los amigos, la cultura, la lengua, etc., sigue siendo parte de su familia: es “el hijo que está lejos”, “el hermano a la distancia”, “el amigo que reza”, “el portador de la Buena Nueva que salió de tal lugar”, etc. Pero no es que propiamente renuncie a ella del todo, sino que pasa a formar parte -además- de una familia mucho más extensa, de lazos espirituales que son parte de aquella recompensa prometida a la renuncia por amor a Jesucristo (Cf. Mc 10, 28-31); capaces de fructificar hasta el ciento por uno según sea su fidelidad a la divina voluntad y su “morir al hombre viejo”, para volverse más espiritual en la vida de intimidad con Dios. Y esta renuncia -reiteramos-, si bien implica sacrificios porque está aferrada irrevocablemente a la Cruz, también se encuentra llena de dádivas de lo alto, comenzando por los bienes espirituales de la propia alma para llevar a cabo su misión, el ser testigos del obrar de Dios en los corazones que le han sido encomendados, y gozar de la satisfacción de que se ha hecho la mejor y más segura inversión de la propia vida según la divina disposición. Pero también implica en muchos casos aquellos pequeños detalles siempre impagables, porque son gracias, que fuerzan a la gratitud y a la determinación de traducirla en obras, como es el caso de este santo lugar, erigido en monasterio y llamado con toda propiedad “de la Sagrada Familia”, puesto que aquel pequeño gran detalle de Dios para con sus consagrados aquí, no es otro que el haberlo santificado por medio de la familia que acogió en su regazo al mismo Hijo de Dios, dándole una santísima Madre Virgen, un varón justo en extremo como guardián, y hasta los abuelos de quienes la tradición nos ha dejado sus nombres, habiendo sido ésta antaño su casa y, por lo tanto, morada temporal de quienes santificaron más que nadie el concepto y realidad de “la familia”.
Probablemente fue de paso, por motivos de trabajo (Jesús, María y José), pero también en algún momento como hogar (la Virgen niña, santa Ana y san Joaquín); como sea, el hecho es que un día aquí, donde hoy tenemos una ruina que lo conmemora, estuvo cuando niña quien sería la madre del Redentor, junto a sus padres en amorosa obediencia, riendo y jugando, como lo haría probablemente después su Hijo… y pensar que san José pudo haber tenido aquí algunas de sus herramientas, y a Jesucristo aprendiendo también al modo humano… y todos santificando a la familia.
Siglos después, los cruzados dejarían erigida la basílica en el lugar que antes recibiera a la Sagrada Familia, la cual destruyeron en gran parte los siglos venideros, pero sin impedir que la divina Providencia mantuviera hasta hoy en día el ábside con la gran roca al centro, testigos silenciosos que hasta hoy dan testimonio de que la más santa de las madres y el más justo varón como custodio, pasaron alguna vez por aquí con el Verbo del Altísimo encarnado, que vendría a instituir la gran familia de Dios por medio su Iglesia y de la vida de la gracia.
Encomendamos a sus oraciones a todos aquellos consagrados que se encuentran en lejanas tierras, dándolo todo por el Evangelio; a todos los misioneros que se desgastan por la gloria de Dios y salvación de las almas, y a quienes tienen el oficio de rezar y ofrecer especiales sacrificios por ellos y sus misiones, rogando todos juntos al Dueño de la mies que suscite y envíe operarios a trabajar en su viña…
P. Jason.

 

A nuestra Madre de amor

Nuestro bendito cuarto voto…

A todos los miembros de mi amada familia religiosa:

el Instituto del Verbo Encarnado.

P. Jason Jorquera Meneses.

Bien sabemos que aquello que nos constituye propiamente en religiosos son nuestros sagrados votos; aquella profesión solemne que irrumpió en nuestras vidas para hacernos morir… y vivir más intensamente que nunca: morir a los terrenales lazos para aferrarnos a los eternos; al modo humano, ciertamente porque tales somos, pero según el modelo de una concreta humanidad; aquella misma que zanjó la historia con un estilo de vida propio, completamente consagrado al Padre, y cuya gran enseñanza es la de rendir la voluntad para triunfar, pero rendirla totalmente y sin reservas hasta el extremo del amor, el cual “mientras más extremo, es más cercano a Dios”. Es así que el estilo de vida de Jesucristo en la tierra, se precisó en los consejos evangélicos; entregando el corazón y todos sus afectos por medio de la castidad; reconociendo efectivamente a Dios como nuestra riqueza absoluta mediante la pobreza; y haciendo de nuestra existencia toda el más preciado don al Cielo, mediante la obediencia.

Los sagrados votos, “aquellos lazos que liberan”[1], son el modelo acabado de una vida que se ofrece en la patena y se eleva con agrado al trono del Eterno, cuyo brillo será tanto mayor cuanto lo sea su fidelidad, y cuya manifestación primera al mundo no será otra que la de reproducir -en la medida de nuestras “generosas posibilidades”-, como hemos dicho, la atractiva manera de vivir la vida según el Verbo Encarnado.

Y como Jesucristo siempre ha sido generoso con nuestra familia religiosa, desde los comienzos -y desde sus raíces-, decidió entregarnos un medio más: el mejor y más acabado; el mismo que moldea a las almas predilectas para hacer las cosas grandes, las que sólo alcanzan los humildes, las que cantaremos de generación en generación a la creatura cuya imagen es la más perfecta; la llena de gracia y la más parecida a Jesucristo; y no sólo por sus rasgos físicos al haberlo concebido en su vientre y dado luego a luz, sino principalmente por la similitud de su alma, la única capaz de merecer la contribución en el plan de redención, cuya amorosa decisión en la eternidad comenzó aquí en la tierra con un humilde “sí”, expresado en las perpetuas y siempre profundas palabras de la joven purísima de Nazaret: “hágase en mí según tu palabra”[2], prefiguración de la más absoluta entrega que se llevaría a cabo en Getsemaní, 33 años después, en Jesucristo y hasta el fin de los tiempos en sus consagrados, y que sintetizaría la esencia de la consagración religiosa mediante los sagrados votos: “…no se haga mi voluntad sino la tuya”[3]: he ahí la razón sobrenatural del alma dedicada completamente a Dios.

Siendo María santísima nuestra Madre, necesariamente nos corresponden los deberes de los hijos respecto a ella, comenzando con amarla, y de ahí a todo lo demás: el respeto, la ternura, la confianza y la piedad; sin dejar de lado el buen ejemplo de los hijos de tal Madre con respecto los demás. Ahora bien, esto es común a todo hijo de la Iglesia, pero en nuestro caso existe, además, el solemne compromiso de abrazarnos con la vida a esta Madre castísima, como el niño pequeño en los brazos que primero lo acogieron como cuna, y de manera inalienable. Nuestro voto de esclavitud mariana no está orientado hacia un consejo evangélico o una virtud, sino hacia una persona que es ejemplo de virtudes; más aún: nuestro voto a María santísima nos es propiamente “tender” sino “aferrarse” a esta buena madre, la mejor de todas, con un lazo “sumamente filial”, es decir, en el aspecto más propio de la relación de dependencia entre madre e hijo, con la particularidad de que en este caso, en vez de madurar hasta seguir adelante por nuestra propia cuenta -como los hijos al crecer-, mientras más crece nuestra vida espiritual más intensa y más estrecha se vuelve nuestra relación con María santísima y viceversa, poniendo todas nuestras obras en sus manos al haberla asumido como Madre con un compromiso sellado y aceptado por el mismo Dios.

Cualquier religioso que decidiera formalmente renunciar a alguno de sus votos se haría traidor y despreciable, pues no se renuncia a aquello que se ha abrazado poniendo a Dios como testigo, más aún cuando Él mismo será quien lleve a término la obra comenzada si le somos fieles. Ahora bien, el voto de esclavitud mariana es demasiado importante como para pretender desentenderse de él o serle indiferente, así que no olvidemos jamás a nuestra Madre. El voto, como hemos dicho, es una promesa hecha a Dios, y en este caso de imitar a Jesucristo también en cuanto hijo de María en amorosa “esclavitud de amor”; agradándole y buscando en todo contentarla sin poner excusas, sencillamente porque le pertenecemos, y porque en virtud de este voto somos los más beneficiados por ella: al asumirnos como hijos predilectos se convierte en nuestra primera intercesora ante el trono celestial, mientras nos alcanza todas las gracias necesarias para “hacer lo que su Hijo nos diga”[4] en miras a la eternidad; “Pero, ¿qué serán estos servidores, esclavos e hijos de María? Serán fuego encendido, ministros del Señor, que prenderán por todas partes el fuego del amor divino. Serán flechas agudas en la mano poderosa de María para atravesar a sus enemigos: como saetas en mano de un valiente. Serán hijos de Levi, bien purificados por el fuego de grandes tribulaciones y muy unidos a Dios. Llevarán en el corazón el fuego del amor, el incienso de la oración en el espíritu y en el cuerpo la mirra de la mortificación.”[5]

Es así que “marianizar la vida” consiste en darle una verdadera impronta, no tan sólo en las devociones tradicionales sino, y principalmente, en el espíritu mariano que debe embeber toda nuestra existencia, porque “todo fiel esclavo de Jesús en María debe, por tanto, invocarla, saludarla, pensar en Ella, hablar de Ella, honrarla, glorificarla, recomendarse a Ella, gozar y sufrir con Ella, trabajar, orar y descansar con Ella y, en fin, desear vivir siempre por Jesús y por María, con Jesús y con María, en Jesús y en María, para Jesús y para María”[6]

Que jamás nos olvidemos de nuestra Madre, que cantemos con la vida las grandezas de María, que nuestra devoción filial sea la impronta y el perfume de nuestra jornada, llevando a todas las almas a María y por medio de ella a Jesucristo; porque este es nuestro “compromiso solemne” … no le fallemos a María santísima, y no le fallaremos a nuestro Señor Jesucristo.

 

[1] Título de otro artículo -no terminado aun-, acerca de los sagrados votos como expresión de la máxima libertad aquí en la tierra.

[2] Lc 1, 38

[3] Lc 22, 42; Mt 26, 39

[4] Cf. Jn 2, 5

[5] San Luis María Grignion de Montfort

[6] Constituciones nº 89

El dulce nombre de María

Una Madre a quien siempre invocar

P. Jason Jorquera M.
Un nombre consiste en aquella palabra capaz de sintetizar, de alguna manera, la esencia y características propias de las cosas o las personas. Existen nombres cuyo significado cualifica a las cosas, como un tenedor (“el que tiene, o sostiene”), un abogado (el que aboga o defiende) o un padre (el que engendra, educa y protege). Pero cuando se trata de los nombres propios es más bien al revés; no estamos hablando del significado propio de la palabra en cuanto tal, como “Cristofer”, que significa el portador de Cristo; o “Leticia”, que significa alegría; sino que nos referimos a lo que contiene un nombre respecto a la persona que lo posee, como los nombres de nuestros hermanos, que contienen en sí toda las experiencias que hayamos tenido juntos, recuerdos, lágrimas y risas, consejos, aventuras, etc.; o los de cada uno de nuestros amigos y, más aun, de nuestros padres.
Y teniendo todo en cuenta, me quisiera referir en este día a un nombre que sigue extendiendo sus favores a la humanidad, intercediendo por ella ante su Hijo día y noche, cada vez que nosotros lo invocamos con confianza filial y amor incondicional; aquel nombre que se adorna con letanías que podemos rezar y cantar junto con la Iglesia para alabar piadosamente a la purísima creatura que lo lleva, aquella que extiende su misión en cada aspecto de las letanías, de tal riqueza que le agregamos “Puerta del cielo”, “Estrella de la mañana”, “Salud de los enfermos”, “Refugio de los pecadores”, “Consoladora de los Afligidos”, “Auxilio de los cristianos”; Virgen, Madre, Reina, Protectora, Abogada, etc., etc.; y cuya síntesis está expresada y contenida en su dulce nombre, que hoy celebramos; y nos referimos a nuestra madre del Cielo: María, la Virgen Madre.
Recurrir al nombre de María santísima es mucho más que una simple plegaria, pues significa encaminar el corazón hacia Dios por medio de ella; es recurrir al menor y más perfecto medio para hacer llegar nuestras oraciones al Altísimo y ganarnos los favores del Cordero de Dios por medio de las manos corredentoras que se convirtieron en el primer regazo del Hijo de Dios, en Belén; y de la humanidad entera a partir del Calvario.
El nombre de María es tan poderoso que hace temblar a los demonios ante tan grande humildad, y tan eficaz que es capaz de forjar a los hijos más perfectos y agradables a Dios, razón por la cual todo gran santo la tuvo como Madre amadísima; y motivo irrenunciable por el cual nosotros, los monjes del I.V.E., la tomamos como madre bajo voto.
De ahí la hermosa oración de san Bernardo, alma magnánima y devotísima de María, en la cual el santo afirma sin posibilidad de errar, la importancia de acudir constantemente al nombre de María: cada vez que nos sintamos solos, cada vez que arremetan fuertemente las tentaciones, cada vez que el dolor y la angustia quieran anidar en nuestro corazón o cada vez que queramos firmemente amar más y más a Dios… tan sólo debemos invocarla llenos de confianza y amor filial:
“…Si Ella te sustenta, no caerás; si Ella te protege, nada tendrás que temer;
si Ella te conduce, no te cansarás; si Ella te es favorable, alcanzarás el fin.
Y así verificarás, por tu propia experiencia,
con cuánta razón fue dicho: “Y el nombre de la Virgen era María”. (san Bernardo).
Le pedimos en este día a nuestra Madre, María, la gracia de jamás dejar de acudir a ella en la adversidad, y dejarnos conducir por sus manos maternales hacia la divina voluntad de Aquel que por madre nos la entregó.