Archivos de categoría: Meditaciones

Dios ha revelado su caridad por medio de su Hijo

De la Carta a Diogneto
Nadie pudo ver ni dar a conocer a Dios, sino que fue él mismo quien se reveló. Y lo hizo mediante la fe, único medio de ver a Dios. Pues el Señor y Creador de todas las cosas, que lo hizo todo y dispuso cada cosa en su propio orden, no sólo amó a los hombres, sino que fue también paciente con ellos. Siempre fue, es y seguirá siendo benigno, bueno, incapaz de ira y veraz; más aún, es el único bueno; y cuando concibió en su mente algo grande e inefable, lo comunicó únicamente con su Hijo.
Mientras mantenía en lo oculto y reservaba sabiamente su designio, podía parecer que nos tenía olvidados y no se preocupaba de nosotros; pero, una vez que, por medio de su Hijo querido, reveló y manifestó todo lo que se hallaba preparado desde el comienzo, puso a la vez todas las cosas a nuestra disposición: la posibilidad de disfrutar de sus beneficios, y la posibilidad de verlos y comprenderlos. ¿Quién de nosotros se hubiera atrevido a imaginar jamás tanta generosidad?
Así pues, una vez que Dios ya lo había dispuesto todo en compañía de su Hijo, permitió que, hasta la venida del Salvador, nos dejáramos arrastrar, a nuestro arbitrio, por desordenados impulsos, y fuésemos desviados del recto camino por nuestros voluptuosos apetitos; no porque, en modo alguno, Dios se complaciese con nuestros pecados, sino por tolerancia; ni porque aprobase aquel tiempo de iniquidad, sino porque era el creador del presente tiempo de justicia, de modo que, ya que en aquel tiempo habíamos quedado convictos por nuestras propias obras de ser indignos de la vida, la benignidad de Dios se dignase ahora otorgárnosla, y una vez que habíamos puesto de manifiesto que por nuestra parte no seríamos capaces de tener acceso al reino de Dios, el poder de Dios nos concediese tal posibilidad.
Y cuando nuestra injusticia llegó a su colmo y se puso completamente de manifiesto que el suplicio y la muerte, su recompensa, nos amenazaban, al llegar el tiempo que Dios había establecido de antemano para poner de manifiesto su benignidad y poder (¡inmensa humanidad y caridad de Dios!), no se dejó llevar del odio hacia nosotros ni nos rechazó, ni se vengó, sino que soportó y echó sobre sí con paciencia nuestros pecados, asumiéndolos compadecido de nosotros, y entregó a su propio Hijo como precio de nuestra redención: al santo por los inicuos, al inocente por los culpables, al justo por los injustos, al incorruptible por los corruptibles, al inmortal por los mortales. ¿Qué otra cosa que no fuera su justicia pudo cubrir nuestros pecados? ¿Por obra de quién, que no fuera el Hijo único de Dios, pudimos nosotros quedar justificados, inicuos e impíos como éramos?
¡Feliz intercambio, disposición fuera del alcance de nuestra inteligencia, insospechados beneficios: la iniquidad de muchos quedó sepultada por un solo justo, la justicia de uno solo justificó a muchos injustos!
De la Carta a Diogneto
(Caps. 8, 5-9, 6: Funk I, 325-327)

San Juan Bautista

Una misión y una lección de humildad

San Juan Bautista es una de esas figuras que cautivan. Y cómo no, si es “el mayor de los nacidos de mujer”, en palabras de nuestro Señor. Cautiva por su especial vocación de penitencia y preparación del pueblo, por ser el elegido para señalar literalmente al Cordero de Dios, y luego dar un paso atrás y desaparecer… y esto es lo que, personalmente, creo que resulta tan llamativamente misterioso. ¿Por qué san Juan Bautista no fue uno de los apóstoles?, es decir, ¿acaso lo podríamos imaginar negando, traicionando, y huyendo lejos del Maestro?; ¿acaso no hubiera sido el más atento de los oyentes de las enseñanzas de Jesús?; ¿podríamos pensar siquiera que no hubiera comprendido mejor que nadie la importancia de la curación del alma antes que la del cuerpo, siendo él el gran anunciador de la llegada del Mesías?; sí, es cierto que todo lo escrito sobre Jesús debía cumplirse y él, con todo el dolor de su corazón, no se hubiera podido oponer a la partida cruel del Hijo de Dios hacia el Calvario para poder obrar así nuestra redención, pues sabía bien quién era Jesús. Y es por eso también que el Precursor es una figura única, “exclusividad de Dios”, con una de las misiones más grandes de todas, y, sin embargo, pese a todas las posibles conveniencias de haberse quedado con Jesús durante su ministerio público, hizo solemne y devota renuncia a todo esto y fue absolutamente fiel a lo que Dios le había encomendado: preparar el camino del Señor, disponiendo a las almas, exhortando a la penitencia y luego apagándose como la gran antorcha que fue, para dar paso “al Sol que nace de lo alto” y llegaba a iluminar con su vida, su doctrina, su muerte y su resurrección, al mundo entero, ofreciendo eternidad a todo aquel que se ponga al resguardo de su verdad y salvación. Y Juan, el austero y humildísimo Precursor, se alegró de la llegada del Salvador de quien no se consideraba digno siquiera de desatar sus sandalias, razón por la cual merecería recibirlo luego glorioso al entrar en la eternidad.

Es así como san Juan Bautista cumplía humildemente su misión, y tan bien, que completó su vida con aquel honor sublime del martirio, dejando en este mundo, sin embargo, sus obras y su ejemplo, del cual ahora nosotros podemos aprender muchísimo.

Mencionemos en este punto algunos para considerar en este tercer Domingo de adviento.

 

Su humildad

Dice Beaudenom: “Si hay ambientes que comunican la impresión superficial de la humildad, hay, también, temperamentos que forjan la ilusión de la misma. Son aquellos en los que señorea la imaginación (…) Existen almas [que]… admiran esta virtud, la desean, la aman y celebran su hermosura. Pero consideran como adquirida una virtud que sólo existe en su imaginación. Viven un ensueño de humildad. La sacudida de una humillación concreta y sensible las arranca de ese ensueño, y tornan en su amor propio.” Pero san Juan Bautista no era así: su humildad era totalmente genuina. No buscaba ni los honores ni los aplausos ni la fama de la que por fuerza comenzó a ser adornado, lo cual vemos claramente en que siempre se mantuvo austero y no se permitió ni gozos ni placeres a modo siquiera de cierta recompensa, por el contrario, “Juan usaba un manto hecho de pelo de camello y que se alimentaba de saltamontes y de miel silvestre”, manera de vivir nada fácil ni ostentosa. Además, la autenticidad de su humildad se deja ver en lo diametralmente opuesto al espíritu que hoy en día más que nunca reina en los corazones superficiales: el deseo de fama, aplausos y reconocimiento; pues el precursor predicaba una doctrina completamente diferente, “proclamaba el bautismo del arrepentimiento para el perdón de los pecados”, ocupándose de la recompensa del Cielo y no de los fugaces goces de esta tierra; en otras palabras, de ganarse la mirada bondadosa de Dios y no los aplausos de los hombres que nada suman para eternidad. San Juan Bautista fue realmente humilde, y tanto que -como hemos citado arriba-, Jesucristo lo mencionó como el más grande de los nacidos, y la grandeza de la que habla Jesucristo como bien sabemos consiste en la pequeñez, la simplicidad, la pureza del corazón que sabe reconocer perfectamente cuál es su lugar respecto a Dios y respecto a los demás, siempre con alegría y entusiasmo sobrenaturales.

 

Su fidelidad

Fidelidad significa lealtad, observancia de la fe que alguien debe a otra persona, y habla de honestidad, nobleza, confianza, franqueza. ¿A qué fue fiel el Precursor?, pues al plan de Dios en donde él tenía una misión única, la de prepararle el camino al Mesías esperado y señalarlo a los demás, encomienda cumplida fielmente y de la manera más perfecta, pues como bien sabemos, el que dice vuelve vana su predicación, le quita fuerza al mensaje y arriesga hacerlo perecer; en cambio el bautista perfumó cada palabra salida de sus labios con el ejemplo de una vida totalmente mortificada, llenando de autoridad su mensaje penitencial para disponerse a la llegada del Ungido de Dios que ya se encontraba en este mundo preparando la redención en el silencio y sencillez de Nazaret. Y el bautista siempre fiel a Dios, a lo correcto, a la verdad, perseveró hasta el final sin importarle la sentencia de los hombres, sino manteniéndose siempre leal a aquel Espíritu Divino que lo había enviado a predicar en el desierto y que lo había invadido desde el vientre de su madre, haciéndolo saltar de alegría aun antes de nacer ante la primera visita que le hiciera el Salvador en el seno de la Virgen, alegría que le habrá hecho saltar el corazón al reencontrase nuevamente con Él a las orillas del Jordán. Fidelidad hasta dar la vida por la verdad, enseñanza imperecedera que nos dejó el Precursor al coronar su paso definitivo de este mundo hacia la gloria.

 

Su santa aceptación de la voluntad de Dios

Es cierto que san Juan Bautista estaba lleno del Espíritu Santo y, por lo tanto, su docilidad a Él es absoluta e innegable. Aun así, me atrevería a pensar que su corazón tan noble y tan delicado, habrá sentido un gran deseo de acompañar a Jesús, de seguirlo y escucharlo predicar, de tener profundas conversaciones o simplemente contemplarlo…, pero no era ese el designio divino, sino que debía renunciar incluso a esa maravillosa recompensa terrena para conquistar con diligencia el Cielo. Su misión, su simple, maravillosa e ilustre misión, era testimoniar la luz de la Verdad: Jesucristo, el Mesías esperado, ya había llegado y se encontraba entre los hombres inaugurando para ellos la entrada al Reino de los Cielos. Y san Juan lo aceptó con alegría y santa resignación.

“Yo soy la voz que clama en el desierto…”, dijo de sí mismo san Juan, una voz que anunciaba la venida de la Palabra de Dios encarnada, aceptando lleno de gozo lo que Dios le había encomendado, preparándole el camino al Señor: “El camino del Señor es enderezado hacia el corazón cuando se oye con humildad la palabra de la verdad. El camino del Señor es enderezado al corazón cuando se prepara la vida al cumplimiento de su ley.” (San Gregorio)

Repitamos una vez más en este día la gran enseñanza que nos ha dejado el Precursor del Señor: también nosotros debemos ser precursores de Jesucristo, yendo adelante con nuestros buenos ejemplos, nuestro amor y fidelidad a la voluntad de Dios, nuestro cumplimiento de la misión que Dios nos ha encomendado; sea como laico o consagrado; en la Iglesia, el trabajo, la familia o donde sea, pues en esta fidelidad nos jugamos la entrada al Reino de los Cielos en la otra vida, y la dicha eterna comenzada por la gracia en esta vida terrena.

Que María santísima, nuestra tierna madre del Cielo, nos alcance de su Hijo esta gracia.

 

P. Jason, IVE.

Jesús se fija en los detalles

“Yo les aseguro que esa pobre viuda ha dado más que todos…”

 Leyendo nuevamente aquel hermoso pasaje del Evangelio que nos narra la fugaz historia de la viuda pobre que echó sus dos únicas moneditas en la ofrenda del templo, no podemos no admirar a esta alma buena cuyo nombre desconocemos y cuya grandeza de alma pasó desapercibida para la gran mayoría de los presentes… mas no para Jesús, nuestro buen Dios con corazón de hombre, que quiso compartir “el hermoso secreto de la viuda” que en aquel momento también el Padre celestial observaba con agrado. Personalmente, esta maravillosa pincelada que se quedó como escondida dentro del inmenso lienzo de la vida pública de nuestro Señor, siempre me dejó una entusiasta curiosidad  respecto a esta buena mujer; es decir, el Sagrado Corazón que veía lo que los demás no, es el mismo que se compadece ante las miserias de la humanidad y que sabe bien recompensar la fe de los pequeños, los humildes y sencillos, predilectos de Dios por sus necesidades; es así que espontáneamente surge la pregunta sobre ¿cómo se habrá preocupado Dios por asistir a esta alma ejemplar que le ofrecía todo lo que tenía con absoluta confianza? …Sólo Dios lo sabe. Pero volvamos a nuestro Señor.

A Jesucristo, como hemos dicho, no se le pasa por alto ninguna de nuestras acciones; cada una de ellas recae bajo su mirada sublime, profunda, que ve y sopesa nuestras obras con exactitud; es por eso que nos confesamos, por ejemplo, para que nos perdone aquello que Él bien conoce y espera que nosotros reconozcamos con total sinceridad y arrepentimiento: Jesús contempla nuestra historia en su totalidad, con todas las veces en que le hemos fallado, con cada infidelidad a su bondad alzando la mano en alto, con cada propósito incumplido, cada falta no corregida, cada pecado cometido y no detestado, etc., y si la conciencia de esta realidad me lleva a la verdadera compunción pues bendito sea Dios, que ilumina al pecador que desea realmente enmendarse y comenzar a tejer junto con su gran Perdonador una nueva historia, que a través del amor y la purificación se dedica a buscar la gloria que a este buen Dios le debe tributar. Y exactamente en este punto debemos repetir y considerar un nuevo aspecto sobre el título de esta sencilla reflexión: “Jesucristo se fija en los detalles”, pero ¿a qué detalles nos referimos?, pues a aquellos detalles que al igual que las dos moneditas de la viuda ejemplar, parecen pequeñeces que para otros podrían no tener importancia, pero no es así para Dios; esos que los intereses mundanos dejan pasar desapercibidos mientras los intereses divinos los aprecian y dejan bien agendados sobre la balanza de la expiación y de los méritos para la eternidad, es decir, esos pequeños detalles que en realidad no son pequeños porque son capaces de ir forjando la grandeza, como ese mal pensamiento rechazado con gran esfuerzo para que no pueda llegar a asentarse con comodidad en nuestro corazón; esos pequeños sacrificios con que “negociamos” para adquirir las virtudes de las cuales carecemos o estamos flacos; esa lengua refrenada para no dañar a mis hermanos; esos perdones tácitos ante las ofensas recibidas que se visten de caridad, de concordia y oración por quienes nos han herido; esos dolores secretos por el bien que no terminamos de hacer a causa de la debilidad de nuestra voluntad; esas lágrimas calladas ante la necesidad; esas espinas que no se pueden quitar mientras veamos alejados de Dios a quienes más amamos y las plegarias prolongadas que miran con confianza, sí, los frutos de la fe, pero desde lejos y apoyadas a veces en las partes más oscuras de la fe…  o hasta el santo sufrimiento por no darle a Dios la gloria que le corresponde.

Todos estos “detalles que parecen tristes”, sin embargo, no lo son, ¡por supuesto que no!; porque Jesucristo los conoce, los valora y los mira siempre con tierna aprobación: nos deja en claro que sí importan, ¡que sí suman!, por pequeños que nos parezcan o que de alguna manera lo sean, pero que no deben dejar de hacerse.

Tal vez tengamos solamente dos moneditas para poner en la ofrenda, pero si lo ofrecemos todo eso vale más que los grandes sacrificios y grandes renuncias que otros tal vez podrán hacer con menos pobreza de espíritu y un amor a Dios más bien escaso: examinemos qué tenemos para darle a Dios aunque parezca poco -¡pero que jamás sean migajas, es decir, no las sobras de nuestro tiempo, las renuncias que no nos cuentan ni los “sacrificios sin sudores”!; tiremos rencores a la basura y corrijamos las malas decisiones; ofrezcamos los esfuerzos de nuestras flaquezas, esas pequeñas privaciones que nos cuestan y esos actos de virtudes que tal vez no resplandecen, pero que para nosotros son arduos de realizar, y que poco a poco se irán asentando y acrecentando. Jamás es poco el darlo todo, jamás es vano dar “nuestras dos moneditas” mientras las demos por amor a Dios, porque Él sabe apreciar mejor que nadie lo que encarecidamente le ofrecemos.

 

P. Jason, IVE.

Dios mío, enséñame a amar tu Cruz.

“Mi vida quisiera que fuera un solo acto de amor…, un suspiro prolongado de ansias de Ti…”

San Rafael Arnáiz

Dios mío…, Dios mío, enséñame a amar tu Cruz. Enséñame a amar la absoluta soledad de todo y de todos. Comprendo, Señor, que es así como me quieres, que es así de la única manera que puedes doblegar a Ti este corazón tan lleno de mundo y tan ocupado en vanidades.

Así en la soledad en que me pones, me enseñarás la vanidad de todo, me hablarás Tú solo al corazón y mi alma se regocijará en Ti.

Pero sufro mucho, Señor…, cuando la tentación aprieta y Tú te escondes… ¡cómo pesan mis angustias!…

¡Silencio pides!… Señor, silencio te ofrezco.

¡Vida oculta!… Señor, sea la Trapa mi escondrijo.

¡Sacrificio!… Señor, ¿qué te diré?, todo por Ti lo di.

¡Renuncia!… Mi voluntad es tuya, Señor.

¿Qué queréis Señor, de mi?

¡¡Amor!! ¡Ah!, Señor, eso quisiera poseer a raudales. Quisiera, Señor, amarte como nadie… Quisiera, Jesús mío, morir abrasado en amor y en ansias de Ti. ¿Qué importa mi soledad entre los hombres? Bendito Jesús, cuanto más sufra…, más te amaré. Más feliz seré, cuanto mayor sea mi dolor. Mayor será mi consuelo, tanto más carezca de él. Cuanto más solo esté, mayor será tu ayuda.

Todo lo que Tú quieras seré.

Mi vida quisiera que fuera un solo acto de amor…, un suspiro prolongado de ansias de Ti.

Quisiera que mi pobre y enferma vida, fuera una llama en la que se fueran consumiendo por amor… todos los sacrificios, todos los dolores, todas las renuncias, todas las soledades.

Quisiera que tu vida, fuera mi única Regla

Que tu “amor eucarístico” mi único alimento.

Tu evangelio mi único estudio.

Tu amor, mi única razón de vivir..

¡Quisiera dejar de vivir si vivir pudiera sin amarte!

Quisiera morir de amor, ya que sólo de amor vivir no puedo.

Quisiera, Señor…, volverme loco… Es angustioso vivir así.

¡Es tan doloroso querer amarte y no poder! Es tan triste arrastrar por el suelo del mundo la materia que es cárcel del alma que sólo suspira por Ti… ¡Ah!, Señor, morir o vivir, lo que Tú quieras…, pero por amor

Ni yo mismo sé lo que digo, ni lo que quiero… Ni sé si sufro, ni si gozo…, ni sé lo que quiero ni lo que hago.

Ampárame, Virgen María… Sé mi luz en las tinieblas que me rodean. Guíame en este camino en que ando solo, guiado solamente por mi deseo de amar entrañablemente a tu Hijo.

No me dejes, Madre mía. Ya sé que nada soy y que nada valgo. Miseria y pecados…, eso es lo único, y lo mejor, que puedo alegar para que tú atiendas mi oración.

Señora, vine a la Trapa, dejando a los hombres, y con los hombres me encuentro. Ayúdame a seguir los consejos de la Imitación de Cristo, que me dice no busque nada en las criaturas y me refugie en el Corazón de Cristo.

Nada quiero que no sea Dios…, fuera de Él todo es vanidad.

Los que hemos dejado todo por seguir a Cristo, ¿hemos dejado todo por seguir a Cristo?

Reflexión dedicada a los consagrados

Sabemos bien que cada palabra, cada gesto, cada acción del Hijo de Dios encarnado pasando entre la humanidad, constituye una enseñanza.  Jesucristo, nuestro Señor, es capaz de adoctrinarnos hasta con las actitudes de quienes lo rodean; tan sólo hay que saber mirar la escena desde la distancia correcta, con la disposición correcta, para contemplar y comprender qué es lo que nos está diciendo a través de cada uno de los detalles que jamás se dejan caer en las infecundas tierras del azar. Y una de estas escenas, de las más conocidas, es su encuentro con el denominado “joven rico” (Mc 10, 17-30), alma buena que cambió la posibilidad de la mayor dicha de su vida por la tristeza que entretejen los afectos mundanos cuando se interponen claramente entre las santas intenciones y los grandes sacrificios, que saben bien recompensar con esas gracias misteriosas que colman y rompen los diques de ciertas felicidades que construimos según nuestro corto entendimiento, como el seguimiento de Cristo pero desde cerca, desde la vereda de los elegidos para estar con Él y compartir la intimidad de su misión.

El joven rico se nos muestra como la representación de la otra esquina, la de los que no quisieron seguir a Jesús y, en contraste con sus fieles discípulos, “no lo dejaron todo para seguirlo” (Cf. Mc 10, 28); y el justo pago a su falta de generosidad fue la mencionada tristeza con la que se marchó: vino en busca del Maestro preguntando con sinceridad sobre la vida eterna; y Jesús le respondió, pero no el joven a Jesús, siendo que “una sola cosa le faltaba”…, por eso se marchó apenado, porque comprendió perfectamente -pues no habían metáforas ni interpretaciones de por medio-, pero no quiso soltar, no se quiso desprender; puso en la misma balanza sus quereres y el querer de Jesucristo para Él, pero -misterio siempre actual-, pesaron más en su corazón sus posesiones que los despojos fecundísimos que nos pide el Evangelio. Y de aquí la primera gran enseñanza general: el fruto de la buena voluntad que le pregunta a Dios qué es lo que debe hacer para darle gloria y ser feliz, pero que antepone a los designios divinos sus afectos desordenados, es la tristeza de saber que ha elegido lo incorrecto y la amargura de la incertidumbre sobre las gracias y bendiciones que su egoísmo no le permitirá conocer mientras no haya sido desterrado del alma, al menos no mientras el alma no se retracte de su mala decisión… y mientras no se le acabe el tiempo o las posibilidades de elegir bien. Esto es lo que eligen quienes son llamados por Dios y le dicen que no, y esto es lo que pasa cuando Dios nos pide ciertas renuncias para nuestro bien, para nuestra purificación, para poder comenzar a tejer sus designios de grandeza en nosotros, pero no se lo permitimos. Oscuro y triste misterio.

Por otro lado están los apóstoles, los que lo dejaron todo y sí siguieron a Jesús, arquetipo de los futuros consagrados que con todas sus imperfecciones y hasta faltas que enmendar, sin embargo, le concedieron al Maestro su respuesta positiva y asentaron las bases del seguimiento de Cristo que constituye nuestra vida consagrada, seguimiento y búsqueda continua de la imitación del nuevo estilo de vida inaugurado por el Hijo de Dios al hacerse hombre: vivir para Dios, servir a Dios en los demás, despojarse de las creaturas mediante los sagrados votos; hombres y mujeres de todo el mundo llamados a refugiarse en Dios y dedicarse a darle gloria; a tratar de amarlo más, de ofrecerle y ofrecerse más; a combatir sin tregua contra sí mismos para convertirse, con la gracia de Dios, en morada agradable de la Trinidad, deseosos de ensanchar el corazón y aprender a crucificarse cada día y padecer por amor a Aquel que los eligió. Pero justamente aquí es donde nos detenemos, nosotros los consagrados, ante la radical pregunta que, “si nos dedicamos a responder” cuantas veces sea necesario durante el desarrollo de nuestra vida espiritual, ciertamente nos traerá muy fecundas consecuencias: ¿lo hemos dejado todo por seguir a Cristo?

El religioso, mediante sus votos y su pertenencia a su familia religiosa, ya lo ha dejado todo por seguir a Cristo, repetimos siempre. Pero dentro de esa radicalidad a los ojos del mundo, todavía es admisible una mayor profundidad a los ojos de Dios, de la cual depende traspasar o no los límites entre el religioso bueno que se conforma con ser bueno, y el religioso bueno y generoso que no se conforma, porque entiende bien que Dios merece más… estos son los que aman más y corresponden más al amor de Dios, y emprenden justamente por amor a Dios la noble y extraordinaria empresa de “aprender a despojarse más”, decisión y determinación por la gloria de Dios que constituye la antesala y el inicio de la santidad: aquí lo que importa es lo esencial, es decir, la gloria de Dios, de la cual la santidad será una consecuencia para el alma.

Tal vez aún hay mucho por dejar: ¿Ya dejé “mis planes” y mis conveniencias?, ¿ya dejé mis caprichos y mis complacencias?, ¿ya dejé de entristecerme por las cruces?, ¿ya dejé atrás las quejas y tristezas ante las incomprensiones y contrariedades?, ¿ya dejé de olvidarme que la Divina Providencia no descansa y no hay instante en que no esté presente sosteniéndome, consolándome y ayudándome a seguir adelante a través de los designios divinos? Si todavía nos falta mucho la respuesta no es entristecerse y marcharse -como lo hizo el joven rico, a quien Jesús miró y amó, como a nosotros-, sino entusiasmarse y “ponerlo en positivo”, de tal manera que sepamos alegrar a Dios y alegrarnos nosotros mismos de los pequeños progresos que podamos ir realizando asistidos por la gracia divina: “por amor a Dios, trabajaré en dejar atrás mis planes y mis conveniencias, mis caprichos y mis complacencias, mis tristezas y mis quejas, mis faltas de confianza y de abandono en las manos divinas; en fin, porque Dios lo quiere me despojaré, porque quiero dejarlo todo por seguirlo”.

Difícil es “dejar lo nuestro”, pero Jesucristo siempre merece nuestro esfuerzo; y si correspondemos a la bondad de su mirada -que se ha querido fijar en nosotros, pobres pecadores-, pagando el precio que haya que pagar, con determinación y alegría sobrenatural, poco a poco iremos dejando más y más de lo que nos impide actualmente una unión más íntima con Dios.

El que todo lo renuncia, todo lo posee, y pasa por la vida con una mirada libre, pura y desposeída.” (san Alberto Hurtado)

P. Jason.

Amar

Grandeza del hombre: poderse dejar formar por el amor.

San Alberto Hurtado

 

El verdadero secreto de la grandeza: siempre avanzar y jamás retroceder en el amor. ¡Estar animado por un inmenso amor! ¡Guardar siempre intacto su amor! He aquí consignas fundamentales para un cristiano.

¿A quiénes amar?

A todos mis hermanos de humanidad. Sufrir con sus fracasos, con sus miserias, con la opresión de que son víctima. Alegrarme de sus alegrías.

Comenzar por traer de nuevo a mi espíritu todos aquellos a quienes he encontrado en mi camino: Aquellos de quienes he recibido la vida, quienes me han dado la luz y el pan. Aquellos con los cuales he compartido techo y pan. Los que he conocido en mi barrio, en mi colegio, en la Universidad, en el cuartel, en mis años de estudio, en mi apostolado… Aquellos a quienes he combatido, a quienes he causado dolor, amargura, daño… A todos aquellos a quienes he socorrido, ayudado, sacado de un apuro… Los que me han contrastado, me han despreciado, me han hecho daño. Aquellos que he visto en los conventillos, en los ranchos, debajo de los puentes. Todos esos cuya desgracia he podido adivinar, vislumbrar su inquietud. Todos esos niños pálidos, de caritas hundidas… Esos tísicos de San José, los leprosos de Fontilles… Todos los jóvenes que he encontrado en un círculo de estudios… Aquellos que me han enseñado con los libros que han escrito, con la palabra que me han dirigido. Todos los de mi ciudad, los de mi país, los que he encontrado en Europa, en América… Todos los del mundo: son mis hermanos.

Encerrarlos en mi corazón, todos a la vez. Cada uno en su sitio, porque, naturalmente, hay sitios diferentes en el corazón del hombre. Ser plenamente consciente de mi inmenso tesoro, y con un ofrecimiento vigoroso y generoso, ofrecerlos a Dios.

Hacer en Cristo la unidad de mis amores: riqueza inmensa de las almas plenamente en la luz, y las de otras, como la mía, en luz y en tinieblas. Todo esto en mí como una ofrenda, como un don que revienta el pecho; movimiento de Cristo en mi interior que despierta y aviva mi caridad; movimiento de la humanidad, por mí, hacia Cristo. ¡Eso es ser sacerdote!.

Mi alma jamás se había sentido más rica, jamás había sido arrastrada por un viento tan fuerte, y que partía de lo más profundo de ella misma; jamás había reunido en sí misma tantos valores para elevarse con ellos hacia el Padre.

¿A quiénes más amar?

Pero, entre todos los hombres, hay algunos a quienes me ligan vínculos más particulares; son mis más próximos, prójimos, aquellos a quienes por voluntad divina he de consagrar más especialmente mi vida.

Mi primera misión, conocerlos exactamente, saber quiénes son. Me debo a todos, sí; pero hay quienes lo esperan todo, o mucho, de mí: el hijo para su madre, el discípulo para su maestro, el amigo para el amigo, el obrero para su patrón, el compañero para el compañero. ¿Cuál es el campo de trabajo que Dios me ha confiado? Delimitarlo en forma bien precisa; no para excluir a los demás, pero sí para saber la misión concreta que Dios me ha confiado, para ayudarlos a pensar su vida humana. En pleno sentido ellos serán mis hermanos y mis hijos.

¿Qué significa amar?

Amar no es vana palabra. Amar es salvar y expansionar al hombre. Todo el hombre y toda la humanidad.

Entregarme a esta empresa, empresa de misericordia, urgido por la justicia y animado por el amor. No tanto atacar los efectos, cuanto sus causas. ¿Qué sacamos con gemir y lamentarnos? Luchar contra el mal cuerpo a cuerpo.

Meditar y volver a meditar el evangelio del camino de Jericó (cf. Lc 10,30-32). El agonizante del camino, es el desgraciado que encuentro cada día, pero es también el proletariado oprimido, el rico materializado, el hombre sin grandeza, el poderoso sin horizonte, toda la humanidad de nuestro tiempo, en todos sus sectores.

La miseria, toda la miseria humana, toda la miseria de las habitaciones, de los vestidos, de los cuerpos, de la sangre, de las voluntades, de los espíritus; la miseria de los que están fuera de ambiente, de los proletarios, de los banqueros, de los ricos, de los nobles, de los príncipes, de las familias, de los sindicatos, del mundo…

Tomar en primer lugar la miseria del pueblo. Es la menos merecida, la más tenaz, la que más oprime, la más fatal. Y el pueblo no tiene a nadie para que lo preserve, para que lo saque de su estado. Algunos se compadecen de él, otros lamentan sus males, pero, ¿quién se consagra en cuerpo y alma a atacar las causas profundas de sus males? De aquí la ineficacia de la filantropía, de la mera asistencia, que es un parche a la herida, pero no el remedio profundo. La miseria del pueblo es de cuerpo y alma a la vez. Proveer a las necesidades inmediatas, es necesario, pero cambia poco su situación mientras no se abre las inteligencias, mientras no rectifica y afirma las voluntades, mientras no se anima a los mejores con un gran ideal, mientras que no se llega a suprimir o al menos a atenuar las opresiones y las injusticias, mientras no se asocia a los humildes a la conquista progresiva de su felicidad.

Tomar en su corazón y sobre sus espaldas la miseria del pueblo, pero no como un extraño, sino como uno de ellos, unido a ellos, todos juntos en el mismo combate de liberación.

Desde que no se lance seriamente, eficazmente, a preocuparse de la miseria, ella lloverá alrededor de uno; o bien, es como una marea que sube y lo sumerge. Quien quiera muchos amigos no tiene más que ponerse al servicio de los abandonados, de los oprimidos, y que no espere mucho reconocimiento. Lo contrario de la miseria no es la abundancia, sino el valor. La primera preocupación no es tanto producir riqueza cuanto valorar el hombre, la humanidad, el universo.

¿A quiénes consagrarme especialmente?

Amarlos a todos, al pueblo especialmente; pero mis fuerzas son tan limitadas, mi campo de influencias es estrecho. Si mi amor ha de ser eficaz, delimitar el campo –no de mi afecto– pero sí de mis influencias. Delimitarlo bien: tal sector, tal barrio, tal profesión, tal curso, tal obra, tales compañeros. Ellos serán mi parroquia, mi campo de acción, los hombres que Dios me ha confiado, para que los ayude a ver sus problemas, para que los ayude a desarrollarse como hombres.

Lo primero, amarlos

Amar el bien que se encuentra en ellos. Su simplicidad, su rudeza, su audacia, su fuerza, su franqueza, sus cualidades de luchador, sus cualidades humanas, su alegría, la misión que realizan ante sus familias…

Amarlos hasta no poder soportar sus desgracias… Prevenir las causas de sus desastres, alejar de sus hogares el alcoholismo, las enfermedades venéreas, la tuberculosis. Mi misión no puede ser solamente consolarlos con hermosas palabras y dejarlos en su miseria, mientras yo como tranquilamente y mientras nada me falta. Su dolor debe hacerme mal: la falta de higiene de sus casas, su alimentación deficiente, la falta de educación de sus hijos, la tragedia de sus hijas: que todo lo que los disminuye, me desgarre a mí también.

Amarlos para hacerlos vivir, para que la vida humana se expansione en ellos, para que se abra su inteligencia y no queden retrasados; que sepan usar correctamente de su razón, discernir el bien del mal, rechazar la mentira, reconocer la grandeza de la obra de Dios, comprender la naturaleza, gozar de la belleza; para que sean hombres y no brutos.

Que los errores anclados en su corazón me pinchen continuamente. Que las mentiras o las ilusiones con que los embriagan, me atormenten; que los periódicos materialistas con que los ilustran, me irriten; que sus prejuicios me estimulen a mostrarles la verdad.

Y esto no es más que la traducción de la palabra “amor”. Los he puesto en mi corazón para que vivan como hombres en la luz, y la luz no es sino Cristo, verdadera luz que alumbra a todo hombre que viene a este mundo (Jn 1,9).

Toda luz de la razón natural es luz de Cristo; todo conocimiento, toda ciencia humana. Cristo es la ciencia suprema. Desde que los abrimos a la verdad, comienza a realizarse en ellos la imagen de Dios. Cuando desarrollan su inteligencia, cuando comprenden el universo, se acercan a Dios, se asemejan más a Él.

Pero Cristo les trae otra luz, una luz que orienta sus vidas hacia lo esencial, que les ofrece una respuesta a sus preguntas más angustiosas. ¿Por qué viven? ¿A qué destino han sido llamados? Sabemos que hay un gran llamamiento de Dios sobre cada uno de ellos, para hacerlos felices en la visión de Él mismo, cara a cara (1Cor 13,12). Sabemos que han sido llamados a ensanchar su mirada hasta saciarse del mismo Dios.

Y este llamamiento es para cada uno de ellos: para los más miserables, para los más ignorantes, para los más descuidados, para los más depravados entre ellos. La luz de Cristo brilla entre las tinieblas para ellos todos (cf. Jn 1,5). Necesitan de esta luz. Sin esta luz serán profundamente desgraciados.

Amarlos para que adquieran conciencia de su destino, para que se estimen en su valor de hombres llamados por Dios al más alto conocimiento, para que estimen a Dios en su valor divino, para que estimen cada cosa según su valor frente al plan de Dios.

Amarlos apasionadamente en Cristo, para que el parecido divino progrese en ellos, para que se rectifiquen en su interior, para que tengan horror de destruirse o de disminuirse, para que tengan respeto de su propia grandeza y de la grandeza de toda creatura humana, para que respeten el derecho y la verdad, para que todo su ser espiritual se expansione en Dios, para que encuentren a Cristo como la coronación de su actividad y de su amor, para que el sufrimiento de Cristo les sea útil, para que su sufrimiento complete el sufrimiento de Cristo (cf. Col 1,24).

Amarlos apasionadamente. Si los amamos, sabremos lo que tendremos que hacer por ellos. ¿Responderán ellos? Sí, en parte. Dios quiere sobre todo mi esfuerzo, y nada se pierde de lo que se hace en el amor.

 

 “La búsqueda de Dios”, pp. 59-63

Mi viejo rosario

Reflexión

El 30 de mayo del 2006, vísperas de nuestra primera profesión de votos, mi mamá me entregaba un pequeño y hermoso crucifijo. Y al hacerlo me contó su sencilla e interesante historia: resulta que un día, hablando con una señora que le compraba telas en ese momento, salió el tema de que me encontraba en el seminario para ser sacerdote, entonces la señora le dijo a mi mamá: “tengo algo para su hijo”, y después le entregó dicho crucifijo, el cual se había encontrado en la calle unos 40 años atrás, pensando que “debía guardarlo para una ocasión especial”, la cual “se dio cuenta que había llegado al hablar con mi mamá”. Y así, luego de 4 décadas piadosamente guardado, llegó a mis manos. Y desde el principio me encantó. Años después, ya como sacerdote en nuestro monasterio del Socorro, en Tenerife, el P. Romanelli viajaba desde Medio Oriente para predicarnos nuestros ejercicios espirituales anuales, dejándonos como regalo a cada monje un rosario traído desde Tierra Santa, tocado al Santo Sepulcro, sencillo, al cual con gran aprecio le cambié la cruz de madera por el pequeño crucifijo que desde el primer año de seminario me venía acompañando. Esta es la simple historia de mi “viejo rosario”, que si bien tiene apenas 11 años, en años de rosarios y sus respectivos Ave Marías pasando a través de él, considero que es bastante, pues sus cuentas están notablemente deterioradas: su madera ya no brilla y más de alguna deja ver una pequeña grieta que amenaza dividirla en dos; además, después de habérseme cortado varias veces, hoy luce un nuevo cordel que ha vuelto a unirlo todo en armonía, contrastando un poco con el uso que se deja ver claramente en todo lo demás, pero especialmente en el hermoso crucifijo, que luego de todo este tiempo, está realmente desgastado.

La primera tragedia de su crucifijo fue la pérdida de su pequeño “INRI”, acontecida por un descuido que lo dejó en el bolsillo de mi hábito al lavarlo; después fue perdiendo su color original, pues la madera era negra y la parte metálica era plateada. Fue desapareciendo aquel pequeño rostro que más o menos se dejaba apreciar, y que hoy por hoy no se distingue, así como los pliegos que representaban esa tela que apenas cubría el sacrosanto cuerpo del Señor. En síntesis, se perdieron sus rasgos por el tiempo, pero no por eso deja de ser hermoso, de hecho, su desgaste lo reviste de algo especial, le da una belleza que no es estética, esa que es diferente y no siempre es estimada, y es exactamente lo que me ha movido a escribir y compartir esta sencilla reflexión sobre un aspecto de la vida espiritual, o mejor dicho, una verdad que con visión sobrenatural podemos ver, y comprender, y profundizar, y hasta imitar si decidimos emprender con seriedad la dichosa búsqueda de la voluntad de Dios; y que podemos contemplar de manera sublime en el Hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo, pero también en sus santos y en toda alma recta -cada cual a su modo, se entiende-, y que es ese maravilloso “desgastarse por la gloria de Dios” que debería ser nuestra gran aspiración en esta vida, y que quizás a ratos lo es, pero que si fuera una constante…, o mejor aún, un trabajo continuo, es decir, ininterrumpido, ciertamente transformaría nuestra vida y la de quienes nos rodean, como hacen los santos que parece que todo lo que tocan de alguna manera se ve afectado por ellos, con sus más y sus menos, pero es que ese “desgaste” paradójicamente parece ser la razón de su fortaleza espiritual y su santa determinación… Espero poder expresarme bien, es decir, no estamos hablando de una especie de destrucción de la salud o imprudencia respecto a nuestras capacidades, pues cada cual tiene “su máximo y sus límites”, pero también es cierto que en las almas ejemplares vemos cómo el amor a Dios constantemente va empujando esos linderos y le van permitiendo realizar esa maravillosa desproporción que llamamos magnanimidad, pequeñez del alma puesta en manos de Dios con todas sus fuerzas, con toda su confianza, con todo su amor, las cuales Dios mismo va acrecentando para recompensar al alma y hacerla “más partícipe” de su obra. Hay que ser prudentes, hay que ser sensatos, pero también hay que ser generosos y cada vez más, pedir la gracia de serlo, de “aprender a desgastarse” por la gloria de Dios, como hemos dicho, discerniendo y rechazando nuestras excusas.

Cuando miro el crucifijo de mi viejo rosario, no pienso que ya no sirve (¿y quién lo haría?), o que ya no ayuda a rezar bien, ¡nada de eso!; es decir, no está roto sino desgastado, porque le pasaron por encima años de oraciones, y ha estado en el bolsillo de mi hábito y luego en la capilla, o acompañándome por el jardín; siempre testigo de las plegarias a nuestra Madre del Cielo que van pasando por sus cuentas. Y en su desgaste veo reflejado aquel que exige el amor de Dios, ese por el cual los santos se consumen y se vuelven más y más fecundos.

Una vez un compañero de seminario me contaba que la biblia de su mamá llamaba la atención porque las hojas de los evangelios estaban muy gastadas en comparación con el resto, y se entiende perfectamente lo que esto significa. Recuerdo también haber leído una biografía de san Bernardo que decía que a los 40 años se veía como si tuviera más de 50; o la madre santa Teresa de Calcuta, en cuyo rostro se veía también el desgaste, pero el de los santos, ese que es fecundo, que jamás se desanima, que sabe sacar nuevas fuerzas del contacto con Dios en la oración y que hermosea… como el crucifijo de mi viejo rosario.

Desgastarse por la gloria de Dios, como hemos dicho, significa aprender a consumirse de alguna manera en la correspondencia a su amor, y es una gracia que debemos pedir constantemente. Tal vez nos falta mucho, tal vez todavía no nos determinamos con firmeza, pero también, tal vez, hoy podríamos comenzar a hacerlo si nos decidimos.

P. Jason.

Ese Judas que regresa

Breve reflexión sobre la verdadera conversión

P. Jason Jorquera, IVE.

Una de aquellas misteriosas interrogantes que jamás encontrarán respuesta definitiva en esta vida, aunque sí posibles y fecundas conjeturas, es aquel oscuro misterio que vino a manchar hasta el fin de los tiempos un nombre y un proceder, siempre tristemente recordados como aquel “amigo traicionero” (Cf. Mt 26, 50), aquella columna despeñada, aquel fatídico negocio cuya ganancia fue la pérdida más terrible de todas (Mt 26,14-16), y cuyo autor se convirtió en una especie de manifestación tangible de aquella infidelidad primera de los ángeles, los cercanos de Dios, que decidieron darle la espalda a su Creador y bienhechor, pero con la grande y penosa diferencia, de que esta vez lo que se rompía era aquella novedosa exclusividad que el Hijo de Dios en persona había venido a inaugurar de una manera completamente nueva, íntima: la amistad del hombre-Dios con sus elegidos (Jn 15, 15). Amistad traicionada por Judas.

He aquí una de las posibles preguntas ante el triste acontecimiento: ¿qué hubiera pasado si Judas, “arrepentido y convertido”, hubiese regresado? Formulamos así esta pregunta a la luz de las palabras del santo Cura de Ars, quien en su contundente sermón acerca del “aplazamiento de la conversión”, dice así: “Muchos se pueden haber arrepentido, pero convertirse es otra cosa. Llamar a un sacerdote por temer el mal que viene no implica convertirse, Judas se arrepintió y devolvió el dinero y sin embargo se colgó…” (Cf. Mt 27,3-10); es decir, “se arrepintió” porque se dio cuenta de lo que había hecho, y hasta se deshizo del fruto de su infidelidad; incluso su corazón se llenó de dolor al sopesar que había entregado a su Maestro, este Dios encarnado tan extraordinario y tan enamorado de los pecadores que aun sabiendo cada una de sus faltas lo había elegido y llamado para que estuviese junto con Él. Pero, atendiendo las palabras del santo, el problema de Judas -y de todo aquel que traicione a Dios dándose cuenta, luego, de la malicia de su obrar-, es que dicho arrepentimiento “se quedó incompleto”, pues le faltó la conversión, fruto inmediato de la verdadera compunción, dolor sincero y sin tapujos por haber ofendido a Dios y arruinarle con nuestras faltas los planes de santidad que nos tenía preparados; pero dolor realista a la vez, pues sabe bien que no es imposible para Dios levantarnos del pecado que sea, sacarnos de la corrupción más terrible, transformando nuestro barro en una obra de arte si nos entregamos en sus manos. El pecador que se reconoce como tal y acepta la misericordia de Dios, comprende bien que su miseria se ha convertido en el gran atractivo del Sagrado Corazón, y no por que ame los pecados obviamente, sino porque ama al pecador que anda extraviado, razón de haber asumido nuestra naturaleza herida para venir a invitarnos a aceptar su redención. Esa es la verdadera compunción: un dolor real, pero que confía en quien ha venido libremente por los pecadores, y de ahí a la profunda conversión que conjuga nuestro dolor de los pecados y nuestra confianza en el Padre celestial, con su infinita misericordia para forjar así a las almas agradecidas y enamoradas que comienzan a ser mejores, purificándose de sus faltas y adornándose con virtudes…, estas son las almas que regresaron junto a Dios después de su traición.

Entonces, volvamos a nuestra pregunta: ¿qué hubiera pasado si Judas, “arrepentido y convertido”, hubiese regresado?; y la respuesta no es difícil de formular e imaginar, y hasta la podemos ver reflejada de alguna manera en el vicario que negó a su Señor tres veces: Pedro también le falló a Jesucristo, y enseguida de sus promesas de ir con Él hasta la muerte la noche de su ordenación sacerdotal. Su traición también fue terrible, pero la gran diferencia entre uno y otro “amigo” de Jesucristo, es que uno no desesperó, es que uno sí confió en la compasión que tantas veces había predicado y mostrado su Maestro delante de sus propios ojos, con ellos, los imperfectos, los pasionales, los que no terminaban de comprender la grandeza de su elección ni del amor de su Señor. Pedro lloró amargamente, pues se arrepintió de corazón, y luego no se echó atrás, sino que “regresó junto a Jesús”, porque sabía que Él no sabe de guardar rencores ni de no dar nuevas oportunidades, en su Sagrado Corazón no hay lugar para eso, pero sí para los pecadores, los que se arrepienten, le piden perdón y se deciden a cambiar con la ayuda de su gracia. Pedro se arrojó con el mayor de los entusiasmos donde Aquel a quien había traicionado, porque sabía perfectamente que Jesús no lo rechazaría, ¡y cómo hacerlo, si había dado su vida por él!; el negador sí completó su arrepentimiento, aún siendo imperfecto todavía, y esto le valió para alcanzar la santidad hasta dar la vida por aquel a quien había reconocido como el Cristo, el Hijo de Dios, el mismo que lo elegía, perdonaba y trasformaba a partir de ahora.

Si Judas hubiese regresado, Jesús lo habría recibido también con los brazos abiertos, y al igual que a Pedro y los demás, ciertamente le habría confirmado su elección; tal vez con las mismas palabras de Getsemaní, llamándolo “amigo”, y recibiéndolo con un beso cargado de compasión y de perdón, invitándolo desde aquel mismo momento a reparar la amistad que la traición había destruido.

Por gracia de Dios, por su divina misericordia y eterna bondad, sabemos cuál es el final del pecador arrepentido y convertido que persevera. Sabemos por la enseñanza de nuestro Señor Jesucristo que si lo hemos ofendido podemos regresar con Él. En definitiva, sabemos bien que podemos ser perfectamente “aquel Judas que regresa”, si es que lo hemos ofendido gravemente. Pero lo más hermosamente fascinante de todo esto, es que ese “ir donde Jesucristo” no se acaba con la conversión, es decir, no es que porque vivimos en gracia de Dios ya cumplimos y punto, sino que constantemente debemos acudir a Él, en la oración, en los sacramentos, en las pruebas, en las purificaciones; y seguir forjando una amistad cada vez más profunda y una intimidad más fecunda, que fue lo que hicieron -y hacen- las almas buenas y santas, que permanecen con Jesucristo, sí, pero que desean ir cada vez más allá en las amorosas consecuencias de esta amistad que Dios mismo ha decidido establecer con nosotros.

Que el posible peso de nuestras culpas no le cierre la puerta al arrepentimiento, y que nuestro arrepentimiento no se quede a medio camino, sino que desemboque en una constante conversión, cimentada en la confianza en Aquel que jamás rechaza a quien acude a Él, y que no deja de esperar nuestra correspondencia a su divina misericordia. Que jamás desesperemos.

“En ocasiones, Dios no desdeña de visitarnos con su gracia, a pesar de la negligencia y relajamiento en que ve sumido nuestro corazón […]. Tampoco tiene a menos hacer brotar en nosotros abundancia de pensamientos espirituales. Por indignos que seamos, suscita en nuestra alma santas inspiraciones, nos despierta de nuestro sopor, nos alumbra en la ceguedad en que nos tiene envueltos la ignorancia, y nos reprende y castiga con clemencia. Pero hace más: se difunde en nuestros corazones, para que siquiera su toque divino nos mueva a compunción y nos haga sacudir la inercia que nos paraliza (Casiano, Colaciones)

¿Se imaginan si fuéramos santos?

Hay que entusiasmarse con la santidad

“Cuando sientas que ya no sirves para nada

todavía puedes ser santo”

San Agustín

Hace un par de días me topé con una frase que no pude dejar pasar sin detenerme un buen rato a considerarla, a reflexionarla: “Yo haría santos a todos si se dejaran trabajar” (Jesús a santa Catalina de Génova); y es que es un tema bastante común para nosotros, especialmente los sacerdotes que a menudo lo predicamos, el simple hecho de recordar que todos estamos llamados a la santidad; más aún, que todos deberíamos realmente “entusiasmarnos por la santidad”. Ojo que ocupamos muy a propósito esta expresión porque “nos entusiasmamos ante lo realizable”, ante lo posible; y en este caso, ante un deseo que brota naturalmente de lo más profundo del Sagrado Corazón de Jesús, el mismo que nos dijo “sed perfectos, así como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48). Es cierto que, tal vez, nuestras reales limitaciones -defectos y pecados-, nos puedan quitar el entusiasmo y apagar los magnánimos deseos, pero es aquí donde debemos recordar aquello de que “la gracia supone la naturaleza”, esa misma gracia que infunde las determinaciones más profundas y los nobles deseos que forjan a las almas santas en la medida en que éstas empiecen a ser fieles a ellos, enamorándose de Dios y haciéndose sedientos de su gloria y su santa voluntad en esta vida, preclara empresa que merece todos nuestros esfuerzos y nuestra confianza en Dios. “La gracia supone la naturaleza”, repetimos; una naturaleza que puede estar golpeada, herida, corrompida, débil, mediocre, etc., y que, sin embargo, una vez que se abandona con firmeza a los divinos designios -los que bien conoce Aquel que vino no por los justos…-, comienza a obrar de tal manera en el alma, que ésta empieza a dejarse abrasar por el fuego del amor divino (el que enardece, el que purifica, el que poco a poco va consumiendo nuestras miserias a costa de los necesarios sufrimientos y las noches encargados de labrar la grandeza), y es allí donde la santidad comienza a ser posible para ella, porque los santos se van forjando en el amor a Dios y en las exigencias de este amor que no espera excusas sino confiada entrega, que no quiere oír objeciones sino firmes determinaciones, y que no discrimina a nadie, por pecador que sea, para recibirlo junto al selecto grupo de sus íntimos, los que dejaron atrás todas las excusas y poco a poco, a fuerza de generosidad, santo abandono y correspondencia a la divina misericordia, se dejaron moldear por el Santo de los santos: “Jesucristo, luego que apareció en el mundo, ¿a quién llama? ¡A los magos! ¿Y después de los magos? ¡Al publicano! Y después del publicano a la meretriz, ¿y después de la meretriz? ¡Al salteador! ¿Y después del salteador? Al perseguidor impío.

¿Vives como un infiel? Infieles eran los magos. ¿Eres usurero? Usurero era el publicano. ¿Eres impuro? Impura era la meretriz. ¿Eres homicida? Homicida era el salteador. ¿Eres impío? Impío era Pablo, porque primero fue blasfemo, luego apóstol; primero perseguidor, luego evangelista… No me digas: “soy blasfemo, soy sacrílego, soy impuro”. Pues, ¿no tienes ejemplo de todas las iniquidades perdonadas por Dios?

¿Has pecado? Haz penitencia. ¿Has pecado mil veces? Haz penitencia mil veces. A tu lado se pondrá Satanás para desesperarte. No lo sigas, antes bien recuerda las 5 palabras “éste recibe a los pecadores”, que son grito inefable del amor, efusión inagotable de misericordia, y promesa inquebrantable de perdón.” (san Alberto Hurtado)

Suspirar por lo inalcanzable produce tristeza, suspirar por lo que es posible, aun cuando sea arduo de alcanzar, produce esperanza y entusiasmo, y la santidad es posible. Ahora sí, vayamos a la pregunta con que hemos titulado esta sencilla reflexión: ¿se imaginan si fuéramos santos?; cómo atraeríamos las almas hacia Dios; qué autoridad tendrían nuestras palabras; qué fuerza nuestros ejemplos; qué poder nuestras oraciones y qué profundidad nuestra intimidad con Dios.

La santidad, de alguna manera, podríamos decir que tiene un aspecto personal y uno social, me explico: el alma que se va santificando se va haciendo más agradable a Dios, más cercana, y esto le va permitiendo adentrase cada vez más en los gozos sobrenaturales que solamente los verdaderos amadores de Dios han llegado a conocer. A estas almas Dios las complace con gusto, como escribe el beato: “…Un alma que conocía una intimidad tan grande -entre el corazón de santa Gertrudis y su amor a Jesucristo-, se atrevió a preguntar a nuestro Señor por qué clase de atractivos había merecido santa Gertrudis una tal preferencia. “La amo de este modo, respondió nuestro Señor, a causa de la libertad de su corazón, donde nada penetra que pueda disputarme la soberanía”. Así, pues, porque ella buscaba únicamente a Dios en todas las cosas, desasida por completo de toda creatura, mereció esta santa ser el objeto de las complacencias divinas, las más inefables y extraordinarias.” (Dom Columba Marmion); pero como el bien es difusivo, es decir, necesita comunicarse, es que necesariamente el alma santa que atrae para sí las bendiciones divinas, también es instrumento para que Dios comunique la abundancia de sus gracias a las demás almas que la rodean: ¿cuántas almas, por ejemplo, se rindieron ante la Divina Misericordia, atraídas a los confesionarios del santo Cura de Ars o del santo padre Pío?; ¿cuántas mentes y corazones no se iluminaron con el diario de santa Faustina Kowalska y emprendieron una vida de respuesta a la bondad divina?; ¿cuántos teólogos, filósofos, consagrados y laicos nos seguimos beneficiando de los escritos de santo Tomás de Aquino?; ¿cuántas personas se dejaron arrastrar por el ejemplo de la santa Madre Teresa de Calcuta y sus hermanas de la caridad?; ¿acaso san Agustín, san Bernardo, o san Juan Pablo II no nos siguen predicando?; ¿acaso las vidas de los santos no siguen moviendo los corazones?; ¿qué no hay santos que, en este preciso momento, escondidos o “pasando desapercibidos”, nos están sosteniendo con sus oraciones y sacrificios?, y lo mismo los del Cielo, que siguen intercediendo por nosotros y alcanzándonos las gracias que con fe le suplicamos a Dios por medio de ellos.

En síntesis, “la santidad no se queda en el santo”, porque la virtud no termina en el virtuoso, como bien sabemos; necesariamente se irradia, actúa y beneficia a quienes entran en contacto con ellos. Dios quiere santos, Dios nos quiere santos, Dios dispone todas las gracias necesarias para hacernos santos, ¿por qué entonces no lo somos? La respuesta debemos hallarla en nosotros mismos, preguntándonos en primer lugar ¿realmente quiero ser santo?, ¿estoy dispuesto a pagar el precio?, ¿a amar a Dios lo suficiente?; ¿qué debemos hacer?: buscar en todo la gloria de Dios, pues la santidad es consecuencia de esto.

Los santos se hicieron tales por olvidarse de ellos mismos y dedicarse solo a Dios y su divina voluntad; porque no querían la honra humana ni los aplausos ni los halagos ni nada de eso, sino solamente la gloria de Dios, y por eso Él los coronó con la santidad.

De parte de Dios estará todo siempre dispuesto para que crezcamos en el amor a Él; examinémonos, pues, para descubrir y desterrar poco a poco los impedimentos u obstáculos que puedan anidar en nuestras almas, pero siempre con confianza, “al ritmo de Dios” como enseñan los santos: algunos adelantarán más rápido, otros deberán purificarse más, otros deberán padecer las grandes tormentas que los más débiles no podrían soportar sin sucumbir; sea cual sea nuestro sendero “entusiasmémonos” de caminarlo sin mirar atrás ni comparar con los demás, poniendo nuestros ojos fijamente en Dios y su gloria, en hacer mi parte y ofrecerle mi nada y mi confianza, y rogándole la gracia de cumplir con aquello para lo cual he sido creado.

Que nuestra miseria no nos desanime, que nuestros errores no nos aten, que nuestros fracasos no nos condicionen, ¿acaso no tenemos ejemplos de los santos?: “San Pablo era un gran perseguidor de la Iglesia la víspera de ser el gran apóstol. San Ignacio o San Francisco Javier eran unos mundanos libres la víspera de ser dos torbellinos apostólicos. La Magdalena era una gran pecadora la víspera de ser una gran santa. También la sociedad puede ser gran pecadora y hasta perseguidora de la Iglesia la víspera de su conversión; porque si el mundo está perdido, todos los conversos estuvieron perdidos la víspera de ser encontrados por la Gracia. Hagamos, pues, del problema del mundo un problema de Gracia y conversión…” (José María Pemán)

Roguémosle a nuestro Dios que suscite grandes santos para nuestro tiempo; y que el ejemplo de los que alcanzaron ya su Gloria en la eternidad nos entusiasme a trabajar incansablemente, cueste lo que cueste, por ser contados también entre los amigos cercanos de nuestro Señor, el Santo de los santos.

 

P. Jason, IVE.

El nombre de Jesús, esplendor de los predicadores

Esplendor de los predicadores

San Bernardino de Siena

El nombre de Jesús es el esplendor de los predicadores, ya que su luminoso resplandor es el que hace que su palabra sea anunciada y escuchada. ¿Cuál es la razón de que la luz de la fe se haya difundido por todo el orbe de modo tan súbito y tan ferviente sino la predicación de este nombre? ¿Acaso no es por la luz y la atracción del nombre de Jesús que Dios nos llamó a la luz maravillosa? A los que de este modo hemos sido iluminados, y en esta luz vemos la luz, dice con razón el Apóstol: Un tiempo erais tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor: caminad como hijos de la luz.

Por lo tanto, este nombre debe ser publicado para que brille, no puede quedar escondido. Pero no puede ser predicado con un corazón manchado o una boca impura, sino que ha de ser colocado y mostrado en un vaso escogido. Por esto dice el Señor, refiriéndose al Apóstol: Éste es un vaso que me he escogido yo para que lleve mi nombre a los gentiles, a los reyes y a los hijos de Israel. Un vaso —dice— que me he escogido, como aquellos vasos escogidos en que se expone a la venta una bebida de agradable sabor, para que el brillo y esplendor del recipiente invite a beber de ella; para que lleve  —dice— mi nombre.

En efecto, del mismo modo que un campo, cuando se enciende fuego en él, queda limpio de todas las zarzas y espinas secas e inútiles, y así como, al salir el sol y disiparse las tinieblas, se esconden los asaltantes, los maleantes nocturnos y los que entran a robar en las casas, así la predicación de Pablo a los pueblos, semejante al fragor de un gran trueno o a un fuego que irrumpe con fuerza o a la luz de un sol que nace esplendoroso, destruía la infidelidad, aniquilaba la falsedad, hacía brillar la verdad, como cuando la cera se derrite al calor de un fuego ardiente.

Él llevaba por todas partes el nombre de Jesús, con sus palabras, con sus cartas, con sus milagros y ejemplos. Alababa siempre el nombre de Jesús, y lo llamaba en su súplica.. El Apóstol llevaba este nombre como una luz, a los gentiles, a los reyes y a los hijos de Israel, y con él iluminaba las naciones, proclamando por doquier aquellas palabras: La noche va pasando, el día está encima; desnudémonos, pues, de las obras de las tinieblas y vistámonos de las armas de la luz. Andemos como en pleno día, con dignidad. Mostraba a todos la lámpara que arde y que ilumina sobre el candelero, anunciando en todo lugar a Jesucristo, y éste crucificado.

De ahí que la Iglesia, esposa de Cristo, apoyada siempre en su testimonio, se alegre, diciendo con el salmista: Dios mio, me instruiste desde mi juventud, y hasta hoy relato tus maravillas, es decir, que las relataba siempre. A esto mismo exhorta el salmista, cuando dice: Cantad al Señor, bendecid su nombre, proclamad día tras día su salvación, es decir, proclamad a Jesús, el salvador enviado por Dios.

De los Sermones de San Bernardino de Siena, presbítero (Sermón 49, Sobre el glorioso nombre de Jesucristo, cap. 2; Opera omnia 4, 505-506)