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Bienvenido a casa (Primera parte)

LOS LAZOS DE SANGRE
“Y todo el que haya dejado casas, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o hijos o tierras por mi nombre, recibirá cien veces más, y heredará la vida eterna.” (Mt 19, 29)
Hace casi 10 años que me despedí de mi familia y salí de Chile rumbo a la misión que Dios, en su paterna bondad, me había preparado; es decir, aquel lugar tan esperado adonde nos llevamos “nuestra mochila” cargada de toda aquella hermosa e impagable formación, junto con los inolvidables momentos que fuimos preparando durante todo el tiempo de seminario, en nuestra amada “Finca”, la casa de formación que con su encantadora sencillez ha forjado con gran esfuerzo y dedicación a tantos misioneros que hoy en día van por todo el mundo llevando el Evangelio.
Ahora, después de mis primeros años en Tenerife (Monasterio del Socorro), y estos últimos en Tierra Santa; las cosas se dispusieron de tal manera que pudiera regresar a visitar a mi familia luego de todo este tiempo, en mi primera “visita como monje misionero”. No parecía nada fácil al principio, por lo cual le encomendé este viaje a la Sagrada Familia (que vivió aquí, incluidos san Joaquín y santa Ana en su momento: ¡qué gracia), pidiéndole que por favor me ayudara a disponer todo y conseguir lo necesario si es que era voluntad de Dios que realizara dicho viaje; y en muy poco tiempo Dios, una vez más, me mostró con claridad su generosidad, arreglando Él mismo todas las cosas para poder volver a ver a mi familia, y poder dar especialmente a mi hermana ese fuerte abrazo que por años estábamos esperando, al igual que el resto de mis seres queridos y amigos.
Pues bien, dejando de lado muchas cosas que podrían extender este relato a unas cuantas páginas más, resumo diciendo simplemente que no dejé de impresionarme con las gracias que venían a montones, y desde antes de salir del Monasterio hasta que regresé nuevamente a él.
Mi hermana estaba feliz conmigo, como siempre; mis padres y mis abuelos se veían un poco mayores, al igual que mis tíos aunque no me pareció mucho (será que yo estoy más viejo, jaja); mis primos y primas “pequeños” ya todos jóvenes grandes (especialmente los dos que bauticé la última vez que nos vimos y que son mis ahijados), hasta con sus familias unos cuantos; y mis primos mayores algunos con más hijos que antes y trabajos y responsabilidades nuevas, etc., lo mismo mis amigos y vecinos; es decir, que en todos se notaban obviamente cambios; pero lo más encantador fue el hecho de que de alguna manera el cariño parecía permanecer intacto… soy monje, mi existencia es más silenciosa, no me comunico tan a menudo debido a mi estilo de vida y demás responsabilidades, especialmente sacerdotales (direcciones espirituales, atención de consultas y peregrinos, predicaciones, apostolado online, estudios, etc.), y sin embargo, mi familia no dejó de alegrarse de mi visita en ningún momento: no sé a cuántos hice llorar con mi llegada (comenzando por mi mamá y mi papá), no sé cuántos me hicieron llorar con su llegada, pero sí sé que jamás abracé tanto ni me sentí tan cómodo con aquella hermosa frase que de seguro escuchan todos los misioneros cuando regresan a sus lugares de origen con sus familias, a sus países y sus barrios (en mi caso, a “la pobla”), pero que esta vez resuenan realmente de una manera diferente, nueva, llena de sincero afecto: “bienvenido a casa”… y es que así me hicieron sentir todo el tiempo, donde fuera. Ya no existía mi habitación como tal, pero me sentía en casa; la casa de mi mamá era nueva y recibió de mis manos su primera bendición, pero igual me sentía en casa; donde mis tíos, mis primos, mis abuelos, mis amigos y vecinos, donde cada persona que visité me sentía en casa. Tan natural seguía siendo el cariño familiar, que de una manera espontánea una de mis primas del lado materno, madre primeriza, apenas se enteró del viaje me pidió que le bautizara a su hijito; y lo mismo otra de mis primas, del lado paterno; y como si esto fuera poco hubo un detalle más: el único lugar que estaba disponible (ya que la parroquia estaba con todos los horarios cubiertos), era la “Capilla de la medalla milagrosa”, donde todos nosotros -los primos- recibimos nuestra primera Comunión. La ceremonia fue emotiva, así como el reencuentro, y más aun la alegría en el Cielo: ¡dos nuevos hijos de Dios!
En cada Misa que celebraba aparecía algún familiar, algún amigo, o amigos de mis amigos que querían conocerme; y pude predicar a los míos, confesar a muchas personas, y hasta despedirme de una tía abuela y compartir con ella un hermoso y emotivo momento de la lucidez que hace tiempo había perdido y que sorpresivamente reapareció cuando entré a su habitación, poco antes de que el Señor decidiera llevarla junto a Él… y hasta el funeral fue hermoso, con más familia para saludar y aconsejar.
Sólo Dios sabe la cantidad de recuerdos que se suscitaban en cada casa que visité, en el taller donde hasta el día de hoy trabaja a diario y duramente mi abuelo, la capilla que fuera antaño nuestro noviciado, lugar donde conocí a mi amada familia religiosa: el Instituto del Verbo Encarnado; el patio de mi casa, la mesa de mi abuela, etc. No faltaron los sacramentos administrados, no faltaron las conversaciones profundas, no faltaron los corazones que se abrían y se desahogaban y pedían consejo; y a Dios gracias tampoco faltó el consuelo en más de una ocasión, ni las risas ante los recuerdos graciosos o cierta nostalgia por otros.
Todos hemos crecido, todos tenemos nuestras vidas, y soy muy consciente de que mi felicidad está justamente en esto: en que mi vida no sea mía, es decir, que sea para buscar la gloria de Dios y el bien de las almas, ya que en cuanto sacerdote mientras menos me pertenezca mayores frutos daré, porque hay que ser cada vez “más de Dios” y más de las almas… y mucho menos de uno mismo; y en cuanto monje, regresé también con “más para rezar”, para pedir y para agradecer.
El tiempo pasó volando; fue intenso, fue grandioso, y fue también suficiente, ya que, si bien estaba feliz de ver a mi familia, ahora mi hogar está en el monasterio y extrañaba nuestra capilla, aquel sencillo espacio en la esquina de una ruina en donde a diario nos dedicamos a Dios, mismo lugar en que la familia modelo santificó lo cotidiano.
Le pedí a la Sagrada Familia que si era voluntad de Dios pudiera visitar a mi familia y me lo concedió… pero es mucho más lo que me regaló este viaje, porque pude palpar nuevamente aquel “ciento por uno” que nos promete Jesús en el Evangelio a todos los consagrados y que a veces, con todo respeto, hasta perece quedarse corto, es decir, ¡es más que el ciento por uno!, pues las gracias y bendiciones no se pueden mesurar, y respecto a nuestra limitada humanidad son siempre desproporcionadas: Dios siempre da más y nos regala una familia que no deja de crecer con lazos nuevos, lazos espirituales, de la cual hablaré en otra crónica: la familia religiosa.
Gracias a mi familia por haberme recibido con tanto cariño: los llevo conmigo a cada uno en el corazón, en el monasterio que sea, en la misión que sea, en mis oraciones. Gracias por esa calurosa bienvenida, tanto de ustedes como de las muchas personas a quienes pude conocer y asistir espiritualmente. Será hasta la próxima, cuando Dios lo disponga, aunque de todas maneras los espero aquí en mi hogar, para poder decirles yo algún día también a ustedes: bienvenidos a casa.
Que nuestra Madre del Cielo nos conceda la gracia de pensar y de sentir como decía aquella alma buena: “Mi mayor deseo es hacer lo que Dios quiere y estar allí donde Él me quiera” (Beata María Elena Stollenwerk)
En Cristo y María,
P. Jason Jorquera Meneses, IVE.
Monasterio de la Sagrada Familia.

Abnegación y alegría

“Si no se hace amar la virtud, no se la buscará”

San Alberto Hurtado

 

No hay sólo que darse, sino darse con la sonrisa. No hay sólo que dejarse matar, sino ir al combate cantando.

Hay que hacer amar la virtud. Hacer que los ejemplos sean contagiosos, de otra manera quedan estériles. Hacer la vida de los que nos rodean sabrosa y agradable.

Esto es triunfar sobre el egoísmo sutil, que una vez expulsado de la trama de nuestra vida, tiende a refugiarse en los repliegues, es decir, en nuestra sensibilidad egoísta haciendo sentir que uno es un mártir o al menos una víctima, alzándose sobre un pedestal y buscando el ser consolado.

Canta y avanza, la abnegación total es alegría perpetua. ¿Es la cuadratura del círculo? No. Porque hay un vínculo secreto entre el don de sí, por amor, y la paz del alma.

Nuestra vocación es integración total a Cristo, a Cristo resucitado. ¿En qué consiste esta actitud? Es difícil definirla, como no se puede definir belleza de una pieza de Beethoven, o de una Virgen de Fray Angélico. Es distinta para cada uno. Negativamente, es la eliminación de todo lo que choca, molesta, apena, inquieta a los otros, lo que les hace la vida más dura, más pesada, les desagrada…

San Pablo: “Ayudaos mutuamente a llevar vuestras cargas y cumplid así la ley de Cristo” (Gál 6,2). No dice: “imponed a los demás vuestras cargas”. Se hace más pesada la atmósfera general.

El temperamento dulce, alegre, ligeramente original, simple, no forzado, alegre, amable en el recibir las personas y las cosas, contribuye a la alegría de la vida… Así Santa Teresa alegraba y contribuye alegrando… Algunas bromitas a tiempo… El sentarse junto a una mesa modestamente.

Cada uno tiene posibilidad de hacer algo, cada uno siguiendo su carácter: unos alegres, otros artistas, otros tranquilos y pacíficos, otros simpáticos… Cada uno cultivando su naturaleza. La gracia supone la naturaleza.

Si no se hace amar la virtud, no se la buscará. Se la estimará, pero no se la buscará. Todos desearían estar en la cumbre de monte para gozar bella vista, pero lo que aparta de ella es la dificultad de escalar. La subida es difícil, a veces peligrosa, parece larga. Pero el alegre le quita esa aspereza. Es como el alpinista: si vuelve alegre y animoso: consigue otros adeptos; si vuelve molido, tiritón y quejándose, los otros dicen: ¡bah, esto no es para mí!

Un santo triste, ¡un triste santo! “Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas. Porque mi yugo es suave y mi carga ligera” (Mt 11,29–30). ¡Cuántas vocaciones al ver sonrientes a los novicios!

Meditación del Padre Hurtado en Ejercicios Espirituales del Clero de Concepción, posiblemente en febrero o marzo de 1948.

FIESTA DE LA SAGRADA FAMILIA DE JESÚS, MARÍA Y JOSÉ

El hogar de Nazaret
Pablo VI
En Nazaret, Nuestro primer pensamiento se dirigirá a María Santísima:
— para ofrecerle el tributo de Nuestra piedad
— para nutrir esta piedad con aquellos motivos que deben hacerla verdadera, profunda, única, como los designios de Dios quieren que sea: a la Llena de Gracia, a la Inmaculada, a la siempre Virgen, a la Madre de Cristo —Madre por eso mismo de Dios— y Madre nuestra, a la que por su Asunción está en el cielo, a la Reina. beatísima, modelo de la Iglesia y esperanza nuestra.
En seguida le ofrecemos el humilde y filial propósito de quererla siempre venerar y celebrar, con un culto especial que reconozca las grandes cosas que Dios ha hecho en Ella, con una devoción particular que haga actuar nuestros afectos más piadosos, más puros, más humanos, más personales y más confiados, y que levante en alto, por encima del mundo, el ejemplo y la confianza de la perfección humana;
— y en seguida, le presentaremos nuestros oraciones por todo lo que más llevamos en el corazón, porque queremos honrar su bondad y su poder de amor y de intercesión:
— la oración para que nos conserve en el alma una sincera devoción hacia Ella,
— la oración para que nos dé la comprensión, el deseo, la confianza y el vigor de la pureza del espíritu y del cuerpo, del sentimiento y de la palabra, del arte y del amor; aquella pureza que hoy el mundo no sabe ya cómo ofender y profanar; aquella pureza a la cual Jesucristo ha unido una de sus promesas, una de sus bienaventuranzas, la de la mirada penetrante en la visión de Dios;
— y la oración de ser admitidos por Ella, la Señora, la Dueña de la casa, juntamente con su fuerte y manso Esposo San José, en la intimidad de Cristo, de su humano y divino Hijo Jesús.
Nazaret es la escuela de iniciación para comprender la vida de Jesús. La escuela del Evangelio. Aquí se aprende observar, a escuchar, a meditar, a penetrar en el sentido, tan profundo y misterioso, de aquella simplísima, humildísima, bellísima manifestación del Hijo de Dios.
Casi insensiblemente, acaso, aquí también se aprende a imitar. Aquí se aprende el método con que podremos comprender quién es Jesucristo. Aquí se comprende la necesidad de observar el cuadro de su permanencia entre nosotros: los lugares, el templo, las costumbres, el lenguaje, la religiosidad de que Jesús se sirvió para revelarse al mundo. Todo habla. Todo tiene un sentido. Todo tiene una doble significación: una exterior, la que los sentidos y las facultades de percepción inmediata pueden sacar de la escena evangélica, la de aquéllos que miran desde fuera, que únicamente estudian y critican el vestido filológico e histórico de los libros santos, la que en el lenguaje bíblico se llama la “letra”, cosa preciosa y necesaria, pero oscura para quien se detiene en ella, incluso capaz de infundir ilusión y orgullo de ciencia en quien no observa con el ojo limpio, con el espíritu humilde, con la intención buena y con la oración interior el aspecto fenoménico del Evangelio, el cual concede su impresión interior, es decir, la revelación de la verdad, de la realidad que al mismo tiempo presenta y encierra solamente a aquéllos que se colocan en el haz de luz, el haz que resulta de la rectitud del espíritu, es decir, del pensamiento y del corazón —condición subjetiva y humana que cada uno debería procurarse a sí mismo—, y resultante al mismo tiempo de la imponderable, libre y gratuita fulguración de la gracia —la cual, por aquel misterio de misericordia que rige los destinos de la humanidad, nunca falta, en determinadas horas, en determinada forma; no, no le falta nunca a ningún hombre de buena voluntad—. Este es el “espíritu”.
Aquí, en esta escuela, se comprende la necesidad de tener una disciplina espiritual, si se quiere llegar a ser alumnos del Evangelio y discípulos de Cristo. ¡Oh, y cómo querríamos ser otra vez niños y volver a esta humilde, sublime escuela de Nazaret! ¡Cómo querríamos repetir, junto a María, nuestra introducción en la verdadera ciencia de la vida y en la sabiduría superior de la divina verdad!
Pero nuestros pasos son fugitivos; y no podemos hacer más que dejar aquí el deseo, nunca terminado, de seguir esta educación en la inteligencia del Evangelio. Pero no nos iremos sin recoger rápidamente, casi furtivamente, algunos fragmentos de la lección de Nazaret.
Lección de silencio. Renazca en nosotros la valorización del silencio, de esta estupenda e indispensable condición del espíritu; en nosotros, aturdidos por tantos ruidos, tantos estrépitos, tantas voces de nuestra ruidosa e hipersensibilizada vida moderna. Silencio de Nazaret, enséñanos el recogimiento, la interioridad, la aptitud de prestar oídos a las buenas inspiraciones y palabras de los verdaderos maestros; enséñanos la necesidad y el valor de la preparación, del estudio, de la meditación, de la vida personal e interior, de la oración que Dios sólo ve secretamente.
Lección de vida doméstica. Enseñe Nazaret lo que es la familia, su comunión de amor, su sencilla y austera belleza, su carácter sagrado e inviolable; enseñe lo dulce e insustituible que es su pedagogía; enseñe lo fundamental e insuperable de su sociología.
Lección de trabajo. ¡Oh Nazaret, oh casa del “Hijo del Carpintero”, cómo querríamos comprender y celebrar aquí la ley severa, y redentora de la fatiga humana; recomponer aquí la conciencia de la dignidad del trabajo; recordar aquí cómo el trabajo no puede ser fin en sí mismo y cómo, cuanto más libre y alto sea, tanto lo serán, además del valor económico, los valores que tiene como fin; saludar aquí a los trabajadores de todo el mundo y señalarles su gran colega, su hermano divino, el Profeta de toda justicia para ellos, Jesucristo Nuestro Señor!
He aquí que Nuestro pensamiento ha salido así de Nazaret y vaga por estos montes de Galilea que han ofrecido la escuela de la naturaleza a la voz del Maestro y Señor. Falta el tiempo y faltan las fuerzas suficientes para reafirmar en este momento su divino e inconmensurable mensaje. Pero no podemos privarNos, de mirar al cercano monte de las Bienaventuranzas, síntesis y vértice de la predicación evangélica, y de procurar oír el eco que de aquel discurso, como si hubiese quedado grabado en esta misteriosa atmósfera, llega hasta Nos.
Es la voz de Cristo que promulga el Nuevo Testamento, la Nueva Ley que absorbe y supera la antigua y lleva hasta las alturas de la perfección la actividad humana. Gran motivo de obrar en el hombre es la obligación, que pone en ejercicio su libertad: en el Antiguo Testamento era la ley del temor; en .la práctica de todos los tiempos y en la nuestra es el instinto y el interés; para Cristo, que el Padre por amor ha dado al mundo, es la Ley del Amor. El se enseño a Sí mismo obedecer por amor; y esta es su liberación. «Deus —nos enseña san Agustín— dedit minora praecepta populo quem adhuc timore alligare oportebat; et per Filium suum maiora populo quem charitate iam liberari convenerat» (PL 34, 11231). Cristo en su Evangelio ha dado al mundo el fin supremo y la fuerza superior de la acción y por eso mismo de la libertad y del progreso: el amor. Nadie lo puede superar, nadie vencer, nadie sustituir. El código de la vida es su Evangelio. La persona humana alcanza en la palabra de Cristo su más alto nivel. La sociedad humana encuentra en El su más conveniente y fuerte cohesión.
Nosotros creemos, oh Señor, en tu palabra; nosotros procuraremos seguirla y vivirla.
Ahora escuchamos su eco que repercute en nuestros espíritus de hombres de nuestro tiempo. Diríase que nos dice:
Bienaventurados nosotros si, pobres de espíritu„ sabemos librarnos de la confianza en los bienes económicos y poner nuestros deseos primeros en los bienes espirituales y religiosos, y si respetamos y amamos a los pobres como hermanos e imágenes vivientes de Cristo.
Bienaventurados nosotros si, educados en la mansedumbre de los fuertes, sabemos renunciar al triste poder del odio y de la venganza y conocemos la sabiduría de preferir al temor de las armas la generosidad del perdón, la alianza de la libertad y del trabajo, la conquista de la verdad y de la paz.
Bienaventurados nosotros, si no hacemos del egoísmo el criterio directivo de la vida y del placer su finalidad, sino que sabemos descubrir en la sobriedad una energía, en el dolor una fuente de redención, en el sacrificio el vértice de la grandeza.
Bienaventurados nosotros, si preferimos ser antes oprimidos que opresores y si tenemos siempre hambre de una justicia cada vez mayor.
Bienaventurados nosotros si, por el Reino de Dios, en el tiempo y más allá del tiempo, sabemos perdonar y luchar, obrar y servir, sufrir y amar.
No quedaremos engañados para siempre.
Así Nos parece volver a oír hoy su voz. Entonces era más fuerte, más dulce y más tremenda: era divina.
Pero a Nos, procurando recoger algún eco de la palabra del Maestro, Nos parece hacernos sus discípulos y poseer, no sin razón, une nueva sabiduría, un nuevo valor.
Iglesia de la Anunciación de Nazaret
Domingo 5 de enero de 1964.

Cosechamos y sembramos…

Un deber de gratitud…

Existe un dicho bastante conocido que dice más o menos así: “cosechas lo que siembras”, referido normalmente al fruto de nuestras acciones moralmente consideradas, es decir, el que hace el bien (siembra el bien), recibirá bienes a futuro (fruto de lo que ha cosechado), y así también respecto al mal; y sabemos que esto es más o menos así, aunque admite a veces largas esperas especialmente en lo que se refiere a la cosecha del bien, la cual puede incluso llevarse a cabo directamente como la eterna recompensa de la vida futura, como las almas buenas y piadosas que entre sufrimientos santamente sobrellevados, sembraron para cosechar la eternidad del Paraíso, que ya no admitirá más que gozo y alegría interminable.

Pero en esta oportunidad quiero referirme específicamente al caso tan especial consagrado, que constantemente debe estar sembrando y cosechando el bien, si desea ser consecuente con su vocación, rodeado de tantos y tan abundantes bienes sobrenaturales que éstos por fuerza lo exceden, lo desbordan, y que por esos secretos designios de la Divina Providencia y su amor eterno que arremete incesantemente, lo hacen cosechar también lo que no ha sembrado, a la vez que le imponen una alentadora obligación de caridad para sembrar también para aquellos que vendrán después de él: hermosa realidad que adorna a la vida consagrada en tierra de misión, donde el religioso llega a cosechar los frutos de las oraciones, trabajos, sudor y lágrimas, y hasta cruces tal vez inimaginables que sembraron los que estuvieron antes de él, preparando el terreno con los medios que tenían y las fuerzas que podían, de cara a esa “santa incertidumbre” que posee el misionero, de que no sabe con exactitud hasta cuándo seguirá en tal o cual lugar de misión, porque ya entregó a Dios su voluntad por medio de sus superiores, los cuales le dirán a su debido momento si continuar arando en esa misma tierra sin mirar atrás, o si debe ir a hacerlo a otros campos, quizás hasta más duros si confían en su experiencia para disponer mejor el terreno, quizás de tierras más blandas para que se reponga de su desgaste; pero sea como sea y donde sea, cosechando lo de los que pasaron primero, y sembrando lo más posible para los que vendrán después, movido por ese motor irrefrenable del santo entusiasmo, una vez que se pone en marcha con la fe, la esperanza, la caridad, la gratitud y generosidad con que se viva.

Tenemos un deber de gratitud muy grande aquí en Séforis (así como en tantas otras de nuestras misiones por el mundo), y nuestra respuesta no puede ser otra que la de imitar a nuestros predecesores sembrando con esfuerzo, llevando nuestra cruz, con esa visión que tenían, por ejemplo, los diseñadores de las grandes catedrales que sabían bien que tardarían tantos años en ser edificadas que ellos mismos no las verían terminadas, porque sabían que ver el fruto de su trabajo en esta vida no era lo importante, sino lo que se sembraba para el futuro y en bien de los demás, como los buenos consejos de los padres a sus hijos, como las virtudes que se adquieren en el tiempo de formación en el seminario, y como cada una de nuestras buenas obras para la eternidad: si aun no somos santos, es porque nos falta sembrar más para cosechar más, ¡¿qué estamos esperando?!

Gracias a los primeros monjes que se desgastaron con alegría por este sencillo y apartado monasterio; gracias a todas las personas que cooperan de una forma u otra con nosotros, sea con ayudas, sea con sus oraciones; gracias a nuestra amada familia religiosa por confiarnos un lugar santo que albergó la santidad cotidiana que hasta pasó humildemente desapercibida para muchos, y que aun así nos sigue dando ejemplo de virtudes. ¡Gracias a la Sagrada Familia; gracias a Dios!

Que jamás nos cansemos de sembrar en bien de los demás, de los que vendrán, de los que a su debido tiempo y circunstancias también sembrarán para el futuro.

Dispensadora de tiernísimas finezas

“En efecto, Cristo nos la dio como madre, para que dispensara sus gracias sobre cada uno de nosotros.”

P. Gustavo Pascual, IVE.

 

María es la dispensadora de todas las gracias que proceden de Dios a los hombres. Todos los méritos y gracias que nos ha conseguido Jesús en su Pascua, quiere, es su voluntad, que nos las alcance María, de tal manera, que ninguna gracia deje de pasar por ella. En efecto, Cristo nos la dio como madre, para que dispensara sus gracias sobre cada uno de nosotros.

María es dispensadora de gracias por haber sufrido con Cristo en el Calvario, unida a Él, y en comunión de padecimientos. Ella en la cruz comenzó a ser Corredentora de los hombres, y también, Mediadora entre nosotros y Jesús. Ella distribuye todas las gracias de Jesús sobre sus hijos.

María es Dispensadora de grandes gracias y de pequeñas gracias, de tiernísimas finezas, que muchas veces, desconocemos por no contemplarlas con detenimiento.

Vivimos absortos en las cosas de la tierra, y esto resta a nuestra vida contemplación de las cosas celestiales. Si contempláramos cada una de las maravillas que hace Dios en nuestra vida nos admiraríamos. Si contemplásemos cómo Dios nos dispensa cada día tiernísimas finezas por María se encendería en nosotros una hoguera de amor.

La Santísima Virgen mostró en Caná una de estas tiernísimas finezas para con sus hijos. En una boda en Galilea, el vino es un elemento importante, para el clima de fiesta y alegría. Sin embargo, en aquella ocasión los novios no habían calculado bien la cantidad y en medio de la fiesta se les terminó el vino. Jesús y María estaban allí, pero fue María la que observó este detalle. Jesús lo sabía, como también sabía lo que iba a hacer en aquella ocasión, pero fue su Madre la que vio la necesidad de aquellos esposos y pidió el milagro a su Hijo: “No tienen vino”[1]. María presentó el problema y esperó en su Hijo. “¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora”. Y María dijo confiadamente: “Haced lo que él os diga”. Y Jesús realizó por intercesión de su Madre el primer milagro.

María dispensó en aquella ocasión a los esposos un pequeño detalle que los hizo felices y los hizo creer en el invitado de Nazaret. También sus discípulos creyeron en Él.

María tuvo también detalles de ternura para con su Hijo: “le envolvió en pañales y le acostó en un pesebre”[2] cuando Jesús era pequeño. Lo tuvo entre sus brazos, lo amamantó, y lo estrecho contra su pecho. Lo cuidó incansablemente, y después de darlo a luz en una cueva, lo llevó a una casa de Belén donde los magos la encontraron cuidando a su Hijo[3]. Lo llevó al Templo, y allí de sus brazos, lo recogió Simeón para presentarlo al Señor[4]. Lo llevó muchas veces a Jerusalén para la fiesta de Pascua[5]. Lo cuidó, lo crió y lo fue educando en Nazaret viéndolo crecer en sabiduría y en gracia[6].

Si observamos con detenimiento nuestra vida, notaremos esas finezas de María, para con nosotros. Pequeños detalles que como antes dije, muchas veces, los pasamos por alto.

La caridad tiene esos pequeños detalles. No sólo se demuestra por las obras, sino por las obras realizadas con perfección, y hay detalles que coronan las obras buenas y les dan ese toque de perfección y de sorpresa que las hace excelentes.

La tiernísima fineza de la caridad de María en la visita a su prima es un ejemplo: el ángel le insinúa el embarazo de su prima y ella va presurosa para ayudarla y se está con ella hasta que da a luz.

La fineza de María en la confianza en Dios cuando calla ante su prometido José. No se excusa, no manifiesta su inocencia con gestos o hechos, sino que calla, confiando plenamente en Dios, con ese detalle propio de las almas santas entregadas sin reserva al amor de Dios.

Cada uno de nosotros puede y debería revisar en su vida los detalles de amor que la Madre ha tenido con nosotros. Cuando hemos estado tristes, cuando hemos estado lejos de Jesús, en el momento de convertirnos, en la atracción por el rezo del santo rosario, en el amor a ella, en la veneración a sus imágenes, en la manifestación sencilla del pueblo de Dios que nos trasmite su fe, en los ejemplos de los santos y de la jerarquía de la Iglesia, en la salud de los enfermos con los cuales nos hemos encontrado en nuestra vida, en la conversión de los sectarios que han pedido en los momentos extremos su compañía…

Detalles exquisitos, tiernísimas finezas, que contempladas nos hacen crecer en amor a ella. Dejemos que esta contemplación inunde nuestro corazón y lo encienda. Imitemos su ejemplo y seamos como ella dispensadores de amor para con nuestros hermanos, pero, con ese toque que ella nos enseña. Caridad dispensada con tiernísimas finezas.

 

[1] Jn 2, 1ss.

[2] Lc 2, 7

[3] Mt 2, 11

[4] Lc 2, 28

[5] Lc 2, 41ss.

[6] Lc 2, 52

Lo que veía Jesucristo

“Colócate delante del Señor,

déjate mirar por Él,

y descansa en Él”

 San Alberto Hurtado

 

Existe una escena en la vida de nuestro Señor Jesucristo que en más de una oportunidad me he detenido a considerar. Es una escena cotidiana, sin nada de extraordinario, perfectamente fácil de imaginar y que, sin embargo, no termino de rumiar ni de detenerme en ella de vez en cuando, para preguntarme y especular acerca de lo que pasaba por el Sagrado Corazón cada vez que ésta se repetía. Es sumamente sencilla: Jesucristo mirando a sus apóstoles y ya. Pero claramente es mucho más que eso, es decir, Jesucristo es Dios y su mirada va mucho más allá, porque conoce hasta lo más profundo de los corazones[1] y sabía perfectamente a quiénes había elegido para que estuviesen junto con Él, después de haber pasado la noche entera en oración… y éstos son “los que Él quiso”[2].

Y ya a partir de aquí no deja de resonar la gran interrogante de “¿por qué ellos?”[3]. Jesucristo podría haber comenzado, como sabemos, reclutando a san Juan Bautista para delegarle posteriormente el timón de su Iglesia, ya que era el mayor entre los nacidos de mujer[4], el primero en reconocerlo[5] y alegrarse de su entrada redentora en el mundo, ya desde el vientre de su madre[6]; y comenzando por él forjar un elenco apostólico a partir de los sabios de entre el pueblo elegido, los letrados, los que conocían y amaban las Escrituras y las profecías, los que esperaban con ansias el tiempo del Mesías y hasta vivían entre oraciones y penitencias atentos a su venida. Y, sin embargo, de alguna manera que sólo Él comprendía, para confundir a la sabiduría humana[7], en vez de buscar para su Iglesia los cimientos entre las canteras que ofrecían nobles materiales, decidió sacarlos de entre las orillas del rústico mar de Galilea[8], de la mesa de un cambista[9], o de entre los sencillos seguidores del citado precursor que vestía pieles de camello[10]; y decidió hacerse cargo en persona del labrado de las futuras columnas… y qué firme y paciente cincel el de nuestro Señor, que no dejaba de observar su obra mientras la llevaba a cabo.

Más o menos esto es lo que podemos llegar a ver nosotros, pero Jesucristo veía mucho más.

Jesucristo por ser Dios puede verlo todo, puede ver el interior y puede ver hasta el final; es así que contemplaba desde el momento de la llamada de cada uno de ellos -y desde la eternidad-, hasta la solemne cena de despedida y ordenación sacerdotal de sus predilectos[11]; y más allá, hasta la huida en Getsemaní[12]; y más allá… hasta el reencuentro en el Cenáculo[13] y después. Pero en esta escena cotidiana, en aquello en que acostumbro a detenerme, es en el contraste natural que existe con lo extraordinario de un Dios hecho hombre que no se espanta de los pecadores, y hasta acepta vivir su vida entre ellos[14], por ellos, y alistándolos en las filas del Reino de los Cielos que comienza aquí, en la vasta redondez e imperfección de la tierra. Jesucristo, en definitiva, veía a sus apóstoles tales cuales eran: toda una variada y colorida gama de imperfecciones, que pasaban por los arrebatos de entusiasmo desencaminado[15], la vergonzosa pretensión de los primeros puestos[16], la absurda búsqueda de venganza tan opuesta a la predicación del Maestro[17]; hasta la cobardía[18], traición[19] y negación[20] de las promesas y hasta del mismo Señor a quien seguían. Jesucristo veía abundancia de defectos y pecados, pero lo especial y propio de aquel que venía no por los justos sino por los que necesitan conversión[21], es que Él los veía “a su modo”: he aquí la gran novedad de este Dios hecho hombre, que fija sus ojos en la humanidad con la mirada propia del Creador que, conmovido[22] por la herida del pecado que signó a su creatura predilecta, posa sobre ella una mirada llena de misericordia que no ha venido a condenar sino a salvar[23].

La mirada de Jesucristo va más allá del defecto y del pecado, y traspasando la ofensa descubre una herida que no puede ser sanada más que por Él mismo, el de las entrañas compasivas, el del perdón hasta el extremo[24], el mismo que decide llamar a los que Él quiere y designarlos como sus amigos[25]. Pero hay algo más, “profundamente interesante” y siempre digno y provechoso de volver a meditar, y es el hecho de que, conociendo el Señor las miserias pasadas, presentes y futuras de sus discípulos, sin embargo, Él jamás dio un paso atrás en su elección.

Jesucristo es el Verbo Encarnado, Dios verdadero[26] a quien nada ni nadie se le escapa de las manos y que dispone todo en orden a un designio eterno que no puede no cumplirse. Es así como, en su perfecta humanidad, nos adoctrina tanto con lo que dice y hace[27] cuanto con lo que no hace; porque absolutamente nada deja al azar ni le es indiferente. Todo tiene su lugar correspondiente, en perfecta armonía con este designio misterioso en que incluso la permisión del pecado está presente cumpliendo una función, hasta que sea consumado el plan de redención. Y parte de este plan divino fue la elección de los apóstoles del Cordero, quebrachos toscos y difíciles de trabajar, amalgama de rudeza, debilidad y posterior compunción, aptos “sólo a los ojos de Cristo” para asentar sobre ellos las bases de su Iglesia formada por los hijos adoptivos de Dios, los que a diferencia de Él sí podemos fallar, sí podemos traicionar, sí podemos apostatar y hasta perdernos; pero sobre los cuales también se cierne una mirada bondadosa y deseosa de ir curando sus miserias, de ir puliendo y acrisolando sus corazones a través del arrepentimiento y del perdón, de las pruebas, oscuridades, sequedades y todo tipo de cruces que sean necesarias para volverlos una y otra vez hacia el Señor, que los llamó para que estuvieran con Él tanto en esta vida mortal como en la venidera, la que no termina, porque Jesucristo jamás retrocede…; y todo esto -pido perdón por la extensión-, para remarcar de manera especial que entre las cosas que Jesucristo “no hizo”, está el retractarse de haber llamado a estos imperfectos, débiles y faltos tantas veces de entendimiento respecto a sus enseñanzas; es decir, los doce íntimos que lo abandonaron en el momento de la prueba, y que Jesús sabía perfectamente que lo harían y hasta se los había anunciado[28], y, sin embargo, a ninguno ni antes ni después le pidió que dejara su puesto como apóstol; a ninguno le quitó la vocación ni decidió quedarse con los más o menos fieles, como tal vez Juan que regresaría después al Gólgota[29] o Pedro que al menos lloraría amargamente su traición[30]. Pero no, Jesucristo no se retracta y hasta intentó hacer entrar en razón al traidor en el momento terrible de la entrega, sin negarle su amistad ni su cercanía, llamándolo por su nombre[31], llamándolo amigo[32], y posando sobre él ciertamente una mirada que nada tenía de rencor, reproche o desdén, sino llena de un terrible y amargo dolor, porque era el discípulo quien se alejaba de la vista del Maestro para siempre, porque fue Judas el que renunció a su elección, no Jesucristo quien se la quitó.

Hoy en día el Hijo natural de Dios sigue contemplando a los hombres con compasión, y continúa fijando su mirada de predilección sobre aquellos que Él quiere que estemos junto con Él: los consagrados. Y Jesucristo sigue viendo en nosotros la imperfección, porque lo ve todo; pero prefiere fijarse más bien en nuestra compunción, en cada vez que nos levantamos para seguir adelante, en cada vez que reconocemos nuestras heridas y lo buscamos a Él como nuestro médico fiel, y en vez de correr tras el pecado decidimos correr tras Él. Y jamás nos quita la elección de su mirada.

Parece que para nuestro Señor es más grato poner los ojos en la meta que nos tiene preparada, que en el arduo y empinado camino que nos conduce a ella, donde podemos fallar, donde nos podemos perder, pero donde también podemos decidirnos de una vez por todas a caminar fielmente hacia la santidad que Él, en su designio amoroso para con los pecadores, dispuso para todos aquellos que se dejen labrar y decidan corresponder a la misericordia que ha venido en busca de la imperfección, esperando que ésta eleve su mirada hacia lo alto, donde espera el Maestro, el que perfecciona, el que transforma, el que convierte y santifica… el que siempre puede ver más allá.

P. Jason Jorquera M.

[1] Cf. Lc 16, 15

[2] Lc 6, 12-16

[3] Mc 3, 16-19

[4] Mt 11,11

[5] Cf. Jn 1,29

[6] Lc 1, 41

[7] 1 Cor 1,27

[8] Cf. Mc 1, 19-20; Mt 4, 18-22; etc.

[9] Mt 9,9; Mc 2,14

[10] Jn 1, 25-37

[11] Jn 13 ss.

[12] Mc 14,50; Mt 26,56

[13] Cf. Jn 20, 26 ss.

[14] Cf. Jn 1,14

[15] Cf. Jn 18,10; Mc 8,32; Mc 14,29

[16] Mc 10, 35-37

[17] Cf. Lc 9,54

[18] Mc 14,50; Mt 26,56

[19] Mc 14, 10-11; 43,26, etc.

[20] Cf. Mc 14, 66-72

[21] Cf. Lc 5,32

[22] Cf. Mc 6,34

[23] Cf. Jn 12,47

[24] Cf. Lc 23,34

[25] Jn 15,14-15

[26] Cf. Mt 16,16; Jn 1,49 etc.

[27] Cf. Mt 7,29; Lc 4,32; Mc 7,37

[28] Mc 14,27; Mt 26,31 etc.

[29] Cf. Jn 19,26

[30] Mt 26,75

[31] Lc 22,48

[32] Mt 26,50

La mujer adúltera

  • Poesía
  • (JN 8, 1-11)
+++
Se encontraba Jesucristo
predicando allá en el templo,
multitudes lo escuchaban
como auténtico maestro;
+
Acudían las ovejas
a los pastos del divino
que curaba las dolencias
de los tristes y afligidos;
+
Cuando entonces los escribas
con los zorros fariseos
le presentan una rea
sorprendida en adulterio,
+
Y poniéndola en el medio,
aumentando su ignominia,
con irónica consulta
se dirigen al Mesías:
+
“La mujer que estás mirando
por culpable la traemos,
descubierta fue flagrante
en delito de adulterio;
+
En la ley Moisés nos manda
que apedreemos sin demora
a mujeres semejantes:
¿Tú, qué dices de estas cosas?”;
+
Pero hablaban con engaño
pues buscaban un motivo
de acusarle de rebelde
a la ley de los antiguos.
+
Mas Jesús no dice nada
e inclinándose hasta el suelo
sus deseos desconcierta
escribiendo con el dedo;
+
Mas como ellos insistiesen
exigiendo una respuesta,
se levanta bien erguido
y responde con sorpresa:
+
“De vosotros quien se encuentre
en conciencia sin pecado,
la primera de las piedras
que le arroje sin retraso”,
+
E inclinándose de nuevo
tan sereno como era,
sin mirarlos continúa
escribiendo en la tierra.
+
Y en oyendo sus palabras,
perturbados y molestos,
uno a uno se marcharon
comenzando por los viejos;
+
La mujer de pie en el medio
continúa sin moverse,
solamente quedó Cristo,
los demás están ausentes.
+
Levantando la cabeza
se dirige a la culpable
el Autor de la justicia
con mirada penetrante:
+
¿Dónde están los fariseos
que apedreada te quisieran?,
¿dónde fueron los escribas?;
¿es que nadie te condena?
+
Sollozante y compungida,
con extraña fortaleza,
y un susurro quebrantado:
“Señor, nadie”, le contesta.
+
Y el Mesías bondadoso,
perdonándola con creces,
le responde con ternura:
“ve tranquila; ya no peques”
+
P. Jason.

“Las Obras de la Cuaresma”

POESÍA
(Décima en cuatro estrofas)
P. Gonzalo Arboleda, IVE
El ayuno que hoy se eleva
en este tiempo sagrado
dejará el cuerpo cansado
mientras que el alma renueva.
Porque aquí la gracia nieva
para los que se desdeñen
y su apetito ordeñen
aunque les cause gran duelo;
ayuno, serás consuelo
para los que en ti se empeñen.
Junto al ayuno se impone
de la limosna el mandato;
sin duda será un ingrato
quien a dar no se propone.
El que bienes amontone
que sepa que no es su dueño;
y si privara al pequeño
de lo que le es menester
por no querer él perder:
será para el fuego leño.
Limosna y ayuno quieren
con la oración compañía;
las tres serán dura guía
sanando al tiempo que hieren.
Los que a la oración se dieren
con humildad y esperanza
a meditar en la lanza,
los clavos y las espinas,
sacarán de aquellas ruinas
la fuerza que todo alcanza.
Las tres obras meritorias
limosna, oración y ayuno
no pueden dar fruto alguno
a los que las creen victorias
y no serán más que historias
si les faltase el llorar,
el deseo de cambiar,
el corazón compungido.
El que hiciere aquí su nido
en la Pascua ha de cantar.

Siete palabras y un mensaje

Meditaciones cuaresmales

P. Jason Jorquera M., IVE.

… “¿quién podrá explicar el amor de Cristo?… callen los hombres, callen las criaturas… callémonos a todo, para que en el silencio oigamos los susurros del Amor, del Amor inmenso, infinito que nos ofrece Jesús con sus brazos abiertos desde la cruz”.

 San Rafael Arnáiz.

En este sencillo escrito, simplemente me limito a transcribir y retocar algunos apuntes personales acerca de las denominadas “siete palabras”, que no son otras que las siete veces en que nuestro Señor Jesucristo habla desde la cruz antes de expirar y, por lo tanto, con toda razón podemos decir que son el maravilloso testamento del Redentor.

Muchos otros han escrito antes acerca de estas siete palabras, y de manera excelente, por ejemplo, los padres de la iglesia, Mons. Fulton Sheen, el P. Royo Marín, etc., por lo tanto, aquí no se encontrarán más que sencillas y personales reflexiones que si de algún provecho sirven a alguno creeré justificado el haberlas puesto por escrito.

La primera palabra

Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen

Lc 23,34

 Una frase breve y, sin embargo, cargada de toda la profundidad que puede tener aún una sola palabra salida de los labios del Hijo de Dios.

… El perdón, Jesucristo vino a traer el perdón que sólo Dios podía conceder, para lo cual decidió venir Él mismo a ofrecerlo a todo aquel que quiera aceptarlo. Quien se encarna es el Hijo, sí, pero es la Trinidad Santísima toda quien se hace presente en este momento culminante de la vida terrena del “gran perdonador”, que se extingue dejando perennes destellos de luz que iluminan a todo aquel que lo reciba en su corazón: ahí está el Hijo, padeciendo, redimiendo, rescatando las almas, implorando… y muriendo también por ellas; ahí está el Espíritu Santo, santificando, sacralizando el sacrificio voluntario, la entrega generosa; ahí está el Padre, aceptando la cruenta satisfacción por los pecados de la humanidad entera.

Oh cuán desapercibido pasa el perdón de Jesús ante los ojos de aquellos que se burlan; cuán inapreciable se vuelve injustamente ante los hombres este gesto único de amor puro, es decir, oblativo. Podría Jesús haber exclamado simplemente “los perdono a todos”, y tal vez quedarse esperando una respuesta, pero no, puesto que como su perdón fue siempre evidente, ya que no vino por los justos sino por los pecadores[1], hizo mucho más que eso: suplicó en favor de todos los hombres el perdón del Padre eterno: “Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen”, es como si hubiese dicho “Padre mío, yo ya los he perdonado, por favor te pido que también Tú los perdones”. ¿Cómo no iba a perdonar Aquel que defendió a la pecadora arrepentida asegurándole que Él, Señor y Mesías, “tampoco” la condenaba?[2]; el amor de Jesús no sabe de límites y no conforme con perdonar hasta la crueldad, hasta la sangre y hasta la muerte misma, dedica los últimos momentos de su paso redentor por este mundo a rogar por quienes lo han entregado a la muerte… “Padre, perdónalos…”, Jesús no quiso quedarse “esperando” una respuesta, sino que ha ofrecido un sacrificio que “exige” una respuesta. Por eso afirma acertadísimamente Mons. Fulton Sheen que ante el crucifijo no cabe la indiferencia, o se lo acepta o se lo rechaza.

Un alma que no es capaz de perdonar lleva consigo la ponzoñosa mancha del rencor. Un cristiano que no perdona profesa un cristianismo mutilado. ¿Me cuesta perdonar?, pues mirando a Jesucristo crucificado es menos difícil: he aquí que Jesús nos muestra su “setenta veces siete”[3] perdonando e implorando perdón para los culpables aun en medio de sus terribles y acerbos tormentos.

¿Quién no es culpable?, ¿Quién no ha sido concebido bajo el sello del pecado entre las creaturas?; sólo María santísima, que contempla con fortaleza inefable a Aquél que tomó la sangre de sus purísimas entrañas para verterla toda sobre el madero y sobre las almas, derramando junto con ellas su perdón y el que suplica al Padre celestial.

Nadie puede eximirse de esta plegaria amorosa; nadie puede afirmar que el Salvador no rezó por él, puesto que Jesucristo se entregó por todas y cada una de las almas, por lo tanto, nada más cierto que estas palabras saliendo del Divino Inocente traspasado y penetrando con estruendo en las mismas entrañas de los cielos e intercediendo por mi eterna salvación.

Oración: Señor Jesús, admirable paradigma del perdón, te pido la gracia de perdonar siempre como Tú lo has hecho conmigo; que comparta con los demás lo que de Ti he recibido y que no me canse de agradecer la misericordia que ofreces constantemente a los pecadores que, como yo, tanto la necesitan y tantos beneficios recibimos de ella.

Tú que vives y reinas, por los siglos de los siglos. Amén.

La segunda palabra

Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso

Lc 23,43

 No es difícil notar, una vez más, la inmensa desproporción entre lo que Jesucristo nos pide y lo que nos ofrece: el buen ladrón, reconociendo su culpa y el señorío de Jesús, le pide simplemente “que lo recuerde” y Él, el mesías siempre misericordioso, le ofrece “desproporcionalmente” el paraíso; ¡bendita desproporción la que a todos se nos ofrece!, ¡renunciar al pecado en esta corta vida a cambio de una gloria que no se acabará jamás!

La actitud de “Dimas” (según nos cuenta la tradición), es una actitud completamente humilde y como Dios “enaltece a los humildes[4]  fue así que el Hijo de Dios quiso elevar al ladrón arrepentido desde la cruz, junto consigo, al paraíso. No pide ser desclavado como sí lo hacía el otro ladrón en medio de insolencias y blasfemias; no pedía que se aliviasen sus dolores y ni siquiera pedía la muerte para que éstos se terminaran: ¡Oh alma que te dejaste cautivar por el Cordero sufriente!, ¡oh pecador arrepentido que te convertiste en ejemplo de conversión y santa resignación!, aseguras merecer “justamente” tu condena  y defiendes la causa de Jesús[5]; reprochas al impío buscando la compunción de su corazón y le pides a Aquel que vendrá con su reino, simplemente, que se acuerde de ti[6]… y es mucho más lo que consigues.

Jesús está sufriendo como nadie: sostiene su cuerpo llagado y destruido tan sólo con los tres inamovibles clavos; casi no puede respirar; escucha las burlas, los insultos, blasfemias, y como si esto no bastara su alma triste hasta la muerte[7] soporta, además, todos los pecados de todos los hombres y de todos los tiempos. Es en medio de este aberrante tormento que, entre indecibles dolores se levanta, mira con ternura, y con las pocas fuerzas que le van quedando se dirige a este ladrón de su costado para prometerle Él mismo, puerta y llave divina, que “ese mismo día” estarán juntos en el paraíso[8]: Dios misericordioso y pecador arrepentido, porque Dios también se deja conmover de la humildad y fue ésta la que juntamente con la fe del buen ladrón le concedieron “arrebatar el cielo” a un Dios tan bueno que ha enviado a su propio Hijo a ofrecerlo a todos aquellos que quieran aceptarlo. Jesucristo siempre es un desproporcionado con nosotros: desproporción fue elegir a un pobre pescador, sabiendo que lo negaría[9], como administrador de la inefable riqueza del perdón divino y convertirlo en su vicario; desproporción fue renunciar a la defensa de la corte celestial para dejarse clavar por los hombres[10]; desproporción fue hacerse un simple carpintero siendo el Rey de los cielos[11];  desproporción fue venir Él mismo a buscar a quienes rechazaron a Dios… desproporción, así la llamamos nosotros mientras que los ángeles y los santos en el cielo lo llaman amor, amor divino.

La promesa que Jesucristo hiciera a san Dimas hace casi 2000 años sigue “latiendo” en el divino corazón; promesa que trasciende el tiempo mismo para penetrar en la eternidad; promesa que se nos repite “a todos los Dimas”, es decir, a todos aquellos que hemos ofendido a Dios con nuestros pecados; promesa que se cumplirá fielmente en todos aquellos que, reconociendo su maldad y la bondad y realeza de Jesucristo, depositen tan sólo en Él su esperanza. Dimas se convirtió en “san Dimas”, sencillamente por haber confiado en Dios.

Oración: Señor Jesús, que prometes el paraíso al pecador arrepentido, concédeme por favor un corazón compungido y confiado inquebrantablemente en tu misericordia infinita. Que no me deje abatir por mis miserias sino más bien que de ellas aprenda constantemente a levantarme con tu gracia redentora.

Tú que vives y reinas, por los siglos de los siglos. Amén.

 

La tercera palabra

Mujer, ahí tienes a tu hijo… ahí tienes a tu madre

Jn 19, 26-27

 Si mal no recuerdo, es Mons. Fulton Sheen quien dice que “Jesús, cuando ya no le quedaba nada más para darnos, nos dio a María, su Madre”

Jesucristo ya nos había dado sus deseos, puesto que deseaba “ardientemente”[12] comer la pascua y convertirse Él mismo en nuestra pascua; ya nos había dado su amor firmado con tres clavos; ya nos daba su vida terrena que estaba a punto de extinguirse; nos había dado sus palabras de vida eterna[13]; sus milagros[14] para confirmar su misión, su ejemplo para que sigamos sus huellas[15]; su cansancio, sus fatigas y trabajos e inclusive su propia sangre y su perdón: ¿qué más podía darnos este divino sufriente?, pues una sola cosa le quedaba, y lícitamente, pero hasta de ello quiso desprenderse y dárnoslo como cosa propia; es así que nos quiso regalar a su propia madre como Madre Nuestra: ¡oh santísima ofrenda!; cuando todas las mujeres de Israel soñaban con dar a luz al mesías anunciado[16] la Virgen María, en cambio,  acepta tiernamente desprenderse de su amado Hijo y hacerse madre de la humanidad entera redimida por Él, haciéndose así corredentora en esta noble empresa. ¡Oh bendito dechado del amor!, ¡desprendido hasta de aquella que fielmente te acompañó desde que entraste en este mundo hasta que “saliste” de Él!… aunque para regresar para siempre.

Qué doloroso y amante desprendimiento el de Jesucristo, impronta del amor más puro, pues todo verdadero amor implica renuncia y Cristo mismo quiso asumir esta renuncia inclusive hasta regalarnos a María… y el fruto de este amor del Hijo de Dios es que propiamente no pierde a su Madre, sino que la llena de Hijos extendiendo su tierna maternidad a toda la creación.

Ahí tienes a tu Madre”, ¿qué me dicen estas palabras?: que el Hijo eterno del Padre, desde toda la eternidad, se eligió para sí a la creatura más perfecta de todas, la más humilde y santa de las mujeres y la hizo su Madre, pero como su bondad divina nunca se conforma con dar mucho nos lo dio todo y es así que quiso hacernos hijos también de esta Virgen Inmaculada, por la cual ha venido la salvación del mundo; también dicen que es imposible que el hombre esté huérfano en esta tierra pues tiene una buena Madre que lo acompaña siempre en su peregrinar hacia la eternidad; que quien desespera lo hace por no ir a abrazar a la Madre del cielo que al igual que su Hijo espera pacientemente a sus “hijos pródigos”[17] con los brazos abiertos para presentarlos ante el Padre eterno; que desde aquel momento se han creado lazos imborrables entre María santísima y cada uno de sus hijos, pero con una relación de maternidad y filiación del todo particular: María entra así a formar parte integral y fundamental en la vida espiritual del creyente puesto que Jesucristo nos vino por María y es por ella también que nosotros debemos ir a su Hijo.

María santísima nos fue dada por Madre, y nosotros le fuimos dados por hijos: ¿cómo no querer ser cada día menos indignos de tan pura Madre celestial? A María se la debe acoger tierna y filialmente en la morada del alma, como la gracia, pues es la llena de gracia[18] y, por lo tanto, le corresponde reinar junto con su Hijo en los corazones de los hombres.

Oración: oh María santísima, Madre de los dolores, Señora de los cielos y Reina de las almas, recibe sobre tus tiernos brazos a este pobre hijo tuyo pecador que, arrepentido de sus muchos pecados, se abandona a tu siempre maternal protección suplicando a tu purísimo corazón que lo conduzca siempre por los caminos del Padre. Virgen santísima, por la sangre de tu Hijo que tomó de tus entrañas para convertirse en el garante de mi alma, te suplico que “jamás me dejes, ni me dejes que te deje”. Por Jesucristo Nuestro Señor. Amén.

 

La cuarta palabra

Dios mío, Dios mío, ¿Por qué me has abandonado?

Mt 27,46

 Para darnos a conocer hasta dónde llegaron sus sufrimientos por amor a las almas, Jesús deja salir de sus propios labios las palabras más tristes que jamás se hayan podido decir ni con tanto dolor: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”; ¡¿qué más triste que experimentar el abandono de Dios?!, ¿qué más doloroso que sentirse, Jesucristo, Hijo único de Dios, como desterrado del divino seno de su Padre?; ¿qué noche puede decirse más oscura que este día?; ¿qué agonía sino ésta tuvo como protagonista al Siervo sufriente y Varón de dolores[19] anunciado por las Escrituras?; ¿qué soledad se puede llamar mayor que ésta?, ¿qué angustia más terrible?, ¿qué tormentos más crueles?, ¿qué suspiros más profundos?, ¿qué melancolía más intensa?, ¿qué corazón más destrozado?, ¿qué voluntad más inmolada?, y ¿qué sentidos más escarnecidos?

Ni aun si se convirtiera el mundo entero en un árido yermo con un solo habitante podría sentirse éste tan solitario como Jesús, que hasta del consuelo de su Padre quiso privarse para redimir al pecador.

A la luz de este acerbo sufrimiento cabe preguntarse, además ¿acaso es posible dudar siquiera de que Jesucristo puede compadecerse de nuestras miserias?, ¡eso jamás!, ¿acaso un Dios que estuvo dispuesto a sentirse abandonado del Padre abandonará a los pecadores en sus angustias?, ¡imposible! He aquí cómo “arremete” toda la humanidad de Jesucristo para mostrarnos su anonadamiento; he aquí cómo el Verbo eterno se humilló por amor, al punto de experimentar la sola humanidad, débil, aunque paciente, que ante el sacrificio más doloroso de la historia deja escapar esta triste exclamación que fue a la vez tan profunda (pues penetró en la creación entera) que el mismo cielo quiso cubrir con un lúgubre manto de nubes[20]: ¡Dios se ha hecho hombre! Grita la creación, ¡Dios se ha hecho hombre para poder padecer por los hombres!

Después del pecado original, el hombre debió asumir todas las consecuencias de su culpa, comenzando por el destierro del Edén y terminando con la muerte que, a su vez, le negaba la entrada en el paraíso. La Sagrada Escritura pone palabras humanas en boca de Dios, y en esta sencilla reflexión quisiera, con toda reverencia y consciente del abismo existente entre la majestad divina y mi miseria, imaginar que al marcharse Adán y Eva habrán comprendido en sus conciencias que la voz de Dios se hacía sentir de alguna manera que se podría también expresar con palabras: “Adán, ¿por qué me has abandonado?” … y justamente este abandono de Adán –y en él, de todo hombre al pecar- es el que Dios en persona ha venido a redimir, para lo cual no rechazó siquiera asumir la frágil humanidad: el hombre abandonó a Dios y el Hijo hecho hombre experimenta ahora el abandono del Padre para terminar con toda excusa que se pudiera interponer entre el alma y su redención. El Hijo de Dios experimentó por nuestra causa el abandono; y a nosotros nos corresponde imitar el ejemplo de este segundo Adán que siempre caminó bajo la tierna mirada del Padre, a la luz de sus preceptos, y no hacer en cambio como el primero, que abandonó a Dios mediante el pecado.

Dios mío, Dios mío…” dice Jesús para manifestar su total humillación puesto que deja hablar a su agonizante humanidad, pero siempre confiando en el Padre, por eso no le habla en tercera persona sino como quien sabe que el Padre vela por él aun entre la oscuridad… le habla directamente, como quien sabe que es escuchado.

Oración: Oh Jesús mío, Dios y hombre perfecto, que por mi causa experimentaste el sufrimiento hasta sentir el abandono de tu Padre eterno; te suplico que me ayudes a no hacerte sentir el abandono de mi alma alejándose de ti tras el pecado, sino más bien quédate siempre a mi lado y no permitas que me separe de ti.

Tú que vives y reinas, por los siglos de los siglos. Amén.

 

La quinta palabra

Tengo sed

Jn 19,28

       Sabiendo Jesús que ya todas las cosas estaban cumplidas… dice: Tengo sed.” Ciertamente que después de la flagelación, después del extenuante camino hacia el calvario y luego de estar clavado durante horas en la cruz desangrándose, entre crueles espasmos, no resulta extraño que Jesucristo tenga sed, de hecho, daba así cumplimiento una vez más a las Escrituras, puesto que el salmo que comienza con la cuarta palabra reza claramente: “Mi paladar está seco como teja y mi lengua pegada a mi garganta…”[21]. Está sediento, el Hijo de Dios está sediento, pero no es ésta una sed cualquiera, ¡oh, no!, no es tan sólo la necesidad del agua para satisfacer al cuerpo… es mucho más que eso; más que una necesidad es un deseo ardiente de quien “ardientemente” ha deseado comer esta pascua[22], y ardientemente también esperaba su momento triunfal en el madero, y que sólo se comprende con los ojos de la fe: Jesucristo desde siempre, pero sobre todo desde la cruz, tiene una vehemente sed de almas: ¿cómo no tenerla en esta hora culminante de su obra el Buen Pastor que vino a dar la vida por sus ovejas? [23]; ¿cómo no tenerla quien se hizo Camino, Verdad y Vida[24] para quien se hallaba bajo el sello del pecado? Oh misteriosos designios divinos, locura para la sabiduría humana[25], ápice del amor divino para la fe: quien vino a saciar la sed de Dios que tenían los hombres, hombre también se hace y de ellos tiene sed; el que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás[26], le dijo a la samaritana, y en ella a todos nosotros y, sin embargo, Él mismo tiene sed; ¡qué gran paradoja, un Dios encarnado y padeciendo por amores!, ¡el Dios de vida, sediento de dar vida!; y es que este es el precio que el amor impuso a quien nos amó primero[27]: saciar nuestra sed de eternidad, la que comenzó al salir del Edén a causa de un desordenado deseo de ser como dioses[28], a cambio de un sacrificio tan grande que implicó la crucifixión del Hijo de Dios que muere sediento de las almas de los hombres que vino a conducir de regreso al redil de su Padre[29].

Al leer la quinta palabra no podemos menos que movernos a compasión. Pero si, en cambio, nos detenemos unos instantes a meditarla se deja traslucir claramente que es más bien una invitación a la acción que se resume en esta sencilla pregunta: ¿acaso tengo derecho a no querer saciar la sed de mi alma que tiene Jesucristo?… y la respuesta es más que evidente.

A partir de este momento podríamos decir que la vida del creyente consiste en realizar de su parte todos los actos que, de alguna manera, tienen la capacidad de ir saciando la sed de Cristo, es decir, todo aquello que contribuya a “irle entregando el alma”: la práctica de las virtudes, las renuncias, el ofrecimiento de nuestros sufrimientos, etc., y todo esto siguiendo el ejemplo del maestro crucificado, es decir, hasta la muerte, hasta que llegue el tiempo de presentarle el alma pidiéndole que la tome para sí como ofrenda generosa y a la vez conquista de su sangre, para saciar en alguna medida su sed, que es sed de almas y sólo con almas se saciará.

Oración: Señor Jesús, Dios y hombre verdadero, sediento de las almas que viniste a conquistar para la eternidad, te ruego que me concedas la gracia de tener un corazón generoso, capaz de darse constantemente a Ti buscando, según mis muchas limitaciones pero movido por una profunda confianza en Ti, aliviar cuanto pueda tu sed, que es deseo ardiente de llevar a tu redil, que es la santa Iglesia, a todos aquellos hombres y mujeres que has amado “insaciablemente” hasta la muerte. Que no te niegue nada Señor mío: ni mis acciones, ni mis pensamientos, ni mi vida, que todo sea tuyo; he ahí tu triunfo, he ahí mi verdadera felicidad.

Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.

 

La sexta palabra

Todo está consumado

Jn 19,30

 Consumar quiere decir llevar a cabo totalmente algo, terminarlo hasta en los más mínimos detalles. Así, pues, consumar una obra no es otra cosa que terminarla perfectamente. ¿Qué es lo que Jesucristo ha consumado?, pues nada menos que su gran obra, la de venir al mundo a entregar su vida y ofrecerla al Padre en reparación de los pecados de los hombres, alcanzándoles así su redención.

Todo está consumado, porque en Jesucristo se cumplen las Escrituras, Él es el siervo sufriente que, por su obediencia al Padre, se ha convertido en el Defensor vivo del hombre[30], porque ha venido a morir, pero para resucitar y ofrecer resurrección.

Jesucristo no ha venido a abolir la ley ni los profetas[31], sino a dar cumplimiento a los misteriosos designios de salvación, dando con su muerte en la cruz cumplimiento perfecto a las profecías, pues ¿acaso no era necesario que el Cristo padeciera eso para entrar así en su gloria?[32] Jesucristo consuma su paso por la tierra dándonos su vida para volver a tomarla Él mismo después, glorificado, porque Cristo nunca deja las cosas a medias: no se limitó tan sólo a defender a la mujer adúltera arrepentida, sino que además le perdonó sus pecados[33]; no se conformó con alabar la fe de la mujer cananea delante de todos sino que además le aseguró el cumplimiento de lo que pedía[34]; no restringió la salvación tan sólo al pueblo elegido sino que la extendió a todos los hombres que quieran abrazarla; y ahora, en sus últimos momentos de vida mortal, nos manifiesta claramente que no le bastó con el Tabor sino que quiso llegar hasta el Gólgota para, desde allí, atraer a todos hacia Él[35].

Es llamativo encontrar aquí estas palabras con que Jesús se dirige al Padre ofreciéndole toda su obra en favor de las almas y no, por ejemplo, en la Ascensión, ¿Por qué?, ¿acaso no falta aún la resurrección y la segunda venida?, ¿cómo es posible que todo esté consumado en el momento en que se va extinguiendo poco a poco la vida terrena del Cordero de Dios?, y la respuesta es, sencillamente, que justamente en ese mismo momento Jesús comenzaba su triunfo[36], porque la victoria de Jesús está latente en la cruz, donde venció la muerte muriendo, y junto con ella al pecado para enseñarnos que también nuestra vida no podrá jamás decirse triunfante sobre el pecado si no es en la cruz que manifiesta su entrega total, absoluta, es decir, que allí y sólo allí, realmente “todo está consumado”. De la misma manera que no hubiese habido pascua sin el cordero pascual, tampoco hubiese habido redención sin el sacrificio del Cordero de Dios que quita los pecados del mundo [37]y da la vida eterna a sus ovejas, pero esta vida eterna debía ser conquistada mediante este misterioso holocausto llevado a cabo en el Gólgota y sobre el altar santo de la cruz, donde la Víctima perfecta se ofrece plenamente hasta consumirse en ese amor del Padre que tanto amó al mundo[38]

El sacrificio requería un ministro, y éste fue el Sacerdote eterno; exigía una víctima, y ésta fue el mismo Cordero de Dios; necesitaba fuego, y éste fue el fuego del amor divino; y, finalmente, la ofrenda debía consumirse completamente, y ésta fue la vida del Hijo de Dios que se extingue lentamente perfumando eternidad… nada más falta: “Todo está consumado”.

Oración: Oh Jesús mío, Cordero de Dios sin mancha, concédeme la gracia de consumar mi vida a tu servicio; te ruego que escuches mi sencilla súplica y me brindes, por tu infinita misericordia, la triple perseverancia: en la vocación que me has dado, en la gracia que me has concedido, y en el trance final de mi breve paso por este mundo en búsqueda de tu gloria y mi eterna salvación.

Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.

 

La séptima palabra

Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu

Lc 23,46

  Las primeras palabras que Jesucristo declamó en la cruz fueron dirigidas al Padre y en favor de los hombres. Éstas últimas también se dirigen al Padre, pero esta vez para poner en sus manos la obra que acaba de consumar entregando hasta el último hálito de vida, cerrando así esta especie de “testamento ejemplar”, que se pronunció con palabras humanas pero se escribió con la sangre divina del Hijo… y fue sellado con la aceptación benévola del Padre.

Es muy significativo que Jesús hable aquí de “las manos del Padre”, por toda la riqueza nocional que posee esta realidad aplicada a Dios, espiritual y, por tanto, incorpóreo. Las manos sirven para trabajar, manifiestan poder, fuerza; son capaces de defender y defenderse, de ayudar, de dar… y también de recibir, de aceptar, e inclusive nos ayudan a rezar. A la luz de esta sencilla consideración podríamos notar que Jesucristo se encomienda en las manos divinas del Padre que han sido las mismas que escribieron  la historia de la salvación del hombre: Ellas lo formaron[39], ellas lo protegieron, le enviaron mensajeros para preparar la venida del mesías Redentor[40], ellas acompañaron toda la obra de Cristo desde que entró en este mundo como Hijo del Altísimo[41] para salvarlo, y ahora, en esta hora culminante, son estas mismas manos las que reciben paternalmente el sacrificio del Cordero sin mancha[42], porque las manos de Dios siempre están abiertas, tanto para dar como para recibir, y ¡¿cuánto más para aceptar este santo sacrificio obrado por su Hijo amado, aquel en quien tiene sus complacencias?! [43]

Toda obra puesta en las manos de Dios y según su voluntad produce siempre frutos abundantes y tal es la virtud, la eficacia de la obra redentora de Jesús, que nos alcanzó las llaves de los cielos que con el pecado se habían extraviado, puesto que Jesucristo vino para cumplir la voluntad del Padre[44]  y la llevó a cabo en plenitud.

…“en tus manos encomiendo mi espíritu”… lo único que le quedaba a Jesús era su vida, consagrada toda a pregonar la misericordia infinita del Padre, a ofrecer su perdón a los pecadores, en definitiva, a salvar lo que se había perdido[45]; esta maravillosa vida es la que encomienda con su espíritu en las manos del Padre. Jesús cita el salmo 31 y se lo apropia en este último aliento que le queda para luego expirar triunfantemente en el madero de la cruz, manifestando así que toda su confianza está puesta en el Padre, ya que el versículo termina afirmando: “Tú, el Dios leal, me librarás[46]; leal, porque Dios no puede fallar; libertador, porque ciertamente que librará a su Hijo de la muerte, al igual que a todos aquellos que aprovechen esta sangre redentora que, a partir de este momento, seguirá llamando a las almas junto al seno del Padre hasta el fin de los tiempos. De esta manera la invitación de Jesucristo permanecerá latente mientras permanezca la cruz en el mundo, invitación a encomendarse sin reservas a “las manos del Padre”, cada uno uniendo su cruz a la del Cordero de Dios que desea con ardor compartir su cáliz: copa de eternidad, locura para el mundo, pero sabiduría de Dios y victoria del alma sobre el pecado y sobre la muerte.

Oración: Dios Padre Todopoderoso, te suplico por tu Hijo Jesucristo, que me concedas la gracia de encomendarte la vida sin condiciones ni reservas, sino completamente abandonado a tu santa voluntad y no a mis caprichos. Que te sea fiel hasta la muerte, en la fe que me has brindado, en la enseñanza que me has dejado, en la santa Iglesia que has instituido como madre de las almas, y en el seguimiento de tu Hijo amado, obediente hasta la Cruz.

Tú que vives y reinas por los siglos de los siglos. Amén.

 

El mensaje de Cristo

Algunos dicen que el mensaje de Cristo es el mensaje de la cruz. Hay quienes aseguran que es el amor, y otros afirman que es el de la misericordia de Dios. Debemos decir que estamos de acuerdo absolutamente con esto… con que es un mensaje del amor de Dios, amor que en Dios se identifica con su misericordia y que a tal punto llegó a encenderse que se clavó en una cruz; por lo tanto, todas estas afirmaciones se resumen en el amor.

El amor más perfecto –y propiamente verdadero- es el amor oblativo, es decir, el que se entrega y es capaz de renunciar incluso a la propia vida por aquel a quien ama. Es por esto que aquel amor que nos manifestó el Hijo de Dios hasta entregarse a la cruz por nosotros, no puede ser más grande, puesto que nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos[47]…; y Jesucristo nos hizo sus amigos al momento de reconciliarnos con Dios. No nos referimos aquí, entonces, al amor meramente sensible, imperfecto, sino al amor que llega a negarse completamente en miras al bien del amado. El amor que Jesucristo nos revela es el amor sin límites, crucificado, incondicional, viril, sincero, profundo…, y sólo este amor era capaz de satisfacer por los pecados de todo el género humano, porque implicaba la más absoluta de las entregas, como hemos dicho: la de la vida y, junto con ella, la de la voluntad, es decir, que el sacrificio del amor de Cristo fue completamente libre, porque el amor verdadero está siempre dispuesto al sacrificio y Dios, para perfeccionarlo, lo convirtió Él mismo en sacrificio.

A partir de este momento, a partir de la cruz, ya no hay más excusas para con Dios, pues desde la crucifixión hasta ahora sigue resonando el mensaje del amor de Dios por los hombres, ya que “…tanto amó Dios al mundo que le dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna.”[48] Y éste “Hijo amado del Padre” seguirá invitando a cada alma hasta el fin de los tiempos a reconocer que no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos.[49] Puesto que en esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de expiación por nuestros pecados.[50] Jesucristo es quien nos ha venido a ofrecer el verdadero amor de Dios que desea morar en cada alma que le abra la puerta dispuesta a unirse a Él y a su victoria en la cruz a cambio, tan sólo, de dejarse crucificar también con Él para alcanzar así la gloria imperecedera, que no es otra cosa que la consecuencia lógica del amor de Dios en el alma que lo recibe y de esta manera permite que tome amorosa posesión de ella: he aquí el mensaje de Cristo, el mensaje de la cruz, el mensaje del amor de Dios.

«Antes de iluminar a la inteligencia, el amor se instala en la voluntad; antes de derramarse como conocimiento de connaturalidad, se apodera del alma, la transforma y la une a Dios. Además, entrega el alma a Dios, como instrumento de sus designios, antes incluso o, más bien, al mismo tiempo, que hace del hombre un contemplativo que descubre el amor.

 Unida a Dios y transformada en él, el alma ya no puede separarse de él y le acompaña por todas partes donde la arrastra el peso de la misericordia. Vuelve de nuevo al mundo con Cristo y encuentra en la Iglesia su objeto pleno, Dios y el prójimo. Activa y realizadora, no puede la caridad sino compartir los trabajos de inmolación de Cristo en favor de su Iglesia[51]

A.M.D.G.

 

[1] Cf. Mt 9,13  “Id, pues, a aprender qué significa  Misericordia quiero, que no sacrificio. Porque no he venido a llamar a justos, sino a pecadores”.

[2] Cf. Jn 8, 2-11

[3] Cf. Mt 18, 21-22

[4] Cf. Lc 1,52; Stgo 4,6; 1Pe 5,5

[5] Lc 23,41  “Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio éste nada malo ha hecho.”

[6] Lc 23,42  Y decía: “Jesús, acuérdate de mí cuando vengas con tu Reino.”

[7] Cf. Mc 14,34  Y les dice: “Mi alma está triste hasta la muerte; quedaos aquí y velad.”

[8] Lc 23,43  Jesús le dijo: “Te aseguro que hoy estarás conmigo en el Paraíso.”

[9] Cf. Mt 26,75  Y Pedro se acordó de aquello que le había dicho Jesús: “Antes que el gallo cante, me habrás negado tres veces.” Y, saliendo fuera, lloró amargamente.

[10] Cf. Mt 26,53  ¿O piensas que no puedo yo rogar a mi Padre, que pondría al punto a mi disposición más de doce legiones de ángeles?

[11] Cf. Mt 13,55  ¿No es éste el hijo del carpintero? ¿No se llama su madre María, y sus hermanos Santiago, José, Simón y Judas?

12 Cf. Lc 12,15

[13] Jn 6,68  Le respondió Simón Pedro:Señor,  ¿a quién vamos a ir? Tú tienes palabras  de vida eterna”.

[14] Cf. Mt 13,54; Mt 13,58; Mt 21,15; Mc 6,2; etc.

[15] 1Pe 2,21  Pues para esto habéis sido llamados, ya que también Cristo sufrió por vosotros, dejándoos un modelo para que sigáis sus huellas.

[16] Is 7,14  Pues bien, el Señor mismo va a daros una señal: He aquí que una doncella está en cinta y va a dar a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel.

[17] Cf. Lc 15, 11-32, Parábola del “hijo pródigo”.

[18] Cf. Lc 1,28

[19] Is 53,3

[20] Mc 15,33  Llegada la hora sexta, hubo oscuridad sobre toda la tierra hasta la hora nona.

[21] Sal 22,16

[22] Lc 22,15

[23] Cf. Jn 10,11

[24] Cf. Jn 14,6

[25] Cf. 1 Cor 1,23

[26] Jn 4, 14

[27] Cf. 1Jn 4,19

[28] Cf. Gén 3,5

[29] Cf. Jn 10,16

[30] Cf. Job 19,25

[31] Cf. Mt 5,17

[32] Lc 24,26

[33] Jn 8,11

[34] Cf. Mt 15,28

[35] Cf. Jn 12, 32

[36] San Alberto Hurtado, La  búsqueda de Dios, Las virtudes viriles pp. 50-56.

[37] Cf. Jn 1,29

[38] Jn 3,16  “Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo unigénito, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna”.

[39] Cf. Gén 1,26 y sgts.

[40] Cf. Jer 29,19

[41] Lc 1,35  “El ángel le respondió: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y se le llamará Hijo de Dios.”

[42] Cf. Lev 9,3; 23,12; Núm 6,14; Ez 46,13; etc.

[43] Cf. Mt 17,5

[44] Cf. Lc 22,42

[45] Mt 18,11

[46] Sal 31,6

[47] Jn 15,13

[48] Jn 3,16

[49] Hch 4,12

[50] 1Jn 4,10

[51] P. María Eugenio del Niño Jesús, Quiero ver a Dios, Èditions du Carmel, 4ª ed. Pág. 773

Romance sobre los votos en general

Siguiendo las Constituciones, Parte 4, Artículo 1

P. Gonzalo Arboleda, IVE.

 

Tres votos nos ha entregado

Su Divina Majestad

Para por ellos tender

A perfecta caridad.

Y tanto bien es pa’l alma

Vivir según estos votos

Que no hay camino más recto

Al cielo, ni lo hay más corto.

Consideremos, por tanto

Los votos y su sentido

Para mejor apreciar

Lo que Dios ha concedido.

Y para hacerlo, propongo

Con la bondad del Señor

Usar aquel texto hermoso

Que nos diera el Fundador.

En primer lugar, digamos

Que la vida religiosa

Extraerá del bautismo

Su gracia la más copiosa.

Pues en el mismo morimos

Pa’ vivir resucitados;

Los votos, que son más muerte

Dan más vida al consagrado.

Segunda cosa: los votos

Son un martirio incruento

no se derrama la sangre

Pero se derrama el ego.

Pues como dijo el Gregorio

Con su habitual elocuencia

Con la espiritual espada

Matamos concupiscencias.

Si el mártir se va pa’l cielo

Al instante de su muerte

Al religioso inmolado

No le tocará otra suerte.

Siguiendo con lo tercero

Se debe bien destacar

Que la vida religiosa

Es holocausto sin par.

Holocausto significa

La victima abrasada

En el fuego consumida

Y de ella no queda nada.

Así pues, la religiosa

Por los tres votos entrega

Los tres bienes que más ama

Y no queda nada de ella.

Por la pobreza, la herencia

Por la castidad, el cuerpo

Por la obediencia consagro

Sin duda lo que más quiero;

La libertad, el albedrío

La autonomía, el yo

Así el religioso queda

Toda una cosa de Dios.

Que, de hecho, nos lleva al cuarto

Punto de este discurso:

El religioso es sagrado;

No se pertenece, es Suyo.

Sagrado por “consagrado”,

Separado pa’l Tres-Santo;

De aquí se desprende dicha

Pa’ unos, y pa’ otros llanto.

Porque el que por el pecado

De Dios profanara el templo,

A su crimen desgraciado

Aumentará sacrilegio.

Para avanzar el discurso

Y cabalmente entender

La doctrina espiritual

Conviene ahora rever.

Ahora bien, recordemos:

Son tres las inclinaciones

Que heredamos del pecado

De los primogenitores.

El deseo de la carne,

El deseo de los ojos,

La soberbia de la vida;

Las tres te quieren de hinojos.

Que corresponden precisas

A la tentación que el diablo

Le sugirió a Jesucristo

Y que Él venció cómo sabio.

Y las tres concupiscencias

¡Con los votos anulamos!

No sólo con profesarlos

Sino si los practicamos.

Habiendo ya resumido

Los votos en general

Dejemos para otro día

Se estudio en particular.

Y dando fin al discurso

A ti, María, me dirijo

Para suplicar me alcances

La gracia que necesito.

Y no confiando en mí mismo

Sino sólo en tu bondad,

Renuevo hoy mi obediencia

Mi pobreza y castidad,

Y ser siempre yo tu esclavo

Y verte siempre de Madre

Para gloria del Tres-Santo:

Espiritu, Hijo, y Padre.