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Amar

Grandeza del hombre: poderse dejar formar por el amor.

San Alberto Hurtado

 

El verdadero secreto de la grandeza: siempre avanzar y jamás retroceder en el amor. ¡Estar animado por un inmenso amor! ¡Guardar siempre intacto su amor! He aquí consignas fundamentales para un cristiano.

¿A quiénes amar?

A todos mis hermanos de humanidad. Sufrir con sus fracasos, con sus miserias, con la opresión de que son víctima. Alegrarme de sus alegrías.

Comenzar por traer de nuevo a mi espíritu todos aquellos a quienes he encontrado en mi camino: Aquellos de quienes he recibido la vida, quienes me han dado la luz y el pan. Aquellos con los cuales he compartido techo y pan. Los que he conocido en mi barrio, en mi colegio, en la Universidad, en el cuartel, en mis años de estudio, en mi apostolado… Aquellos a quienes he combatido, a quienes he causado dolor, amargura, daño… A todos aquellos a quienes he socorrido, ayudado, sacado de un apuro… Los que me han contrastado, me han despreciado, me han hecho daño. Aquellos que he visto en los conventillos, en los ranchos, debajo de los puentes. Todos esos cuya desgracia he podido adivinar, vislumbrar su inquietud. Todos esos niños pálidos, de caritas hundidas… Esos tísicos de San José, los leprosos de Fontilles… Todos los jóvenes que he encontrado en un círculo de estudios… Aquellos que me han enseñado con los libros que han escrito, con la palabra que me han dirigido. Todos los de mi ciudad, los de mi país, los que he encontrado en Europa, en América… Todos los del mundo: son mis hermanos.

Encerrarlos en mi corazón, todos a la vez. Cada uno en su sitio, porque, naturalmente, hay sitios diferentes en el corazón del hombre. Ser plenamente consciente de mi inmenso tesoro, y con un ofrecimiento vigoroso y generoso, ofrecerlos a Dios.

Hacer en Cristo la unidad de mis amores: riqueza inmensa de las almas plenamente en la luz, y las de otras, como la mía, en luz y en tinieblas. Todo esto en mí como una ofrenda, como un don que revienta el pecho; movimiento de Cristo en mi interior que despierta y aviva mi caridad; movimiento de la humanidad, por mí, hacia Cristo. ¡Eso es ser sacerdote!.

Mi alma jamás se había sentido más rica, jamás había sido arrastrada por un viento tan fuerte, y que partía de lo más profundo de ella misma; jamás había reunido en sí misma tantos valores para elevarse con ellos hacia el Padre.

¿A quiénes más amar?

Pero, entre todos los hombres, hay algunos a quienes me ligan vínculos más particulares; son mis más próximos, prójimos, aquellos a quienes por voluntad divina he de consagrar más especialmente mi vida.

Mi primera misión, conocerlos exactamente, saber quiénes son. Me debo a todos, sí; pero hay quienes lo esperan todo, o mucho, de mí: el hijo para su madre, el discípulo para su maestro, el amigo para el amigo, el obrero para su patrón, el compañero para el compañero. ¿Cuál es el campo de trabajo que Dios me ha confiado? Delimitarlo en forma bien precisa; no para excluir a los demás, pero sí para saber la misión concreta que Dios me ha confiado, para ayudarlos a pensar su vida humana. En pleno sentido ellos serán mis hermanos y mis hijos.

¿Qué significa amar?

Amar no es vana palabra. Amar es salvar y expansionar al hombre. Todo el hombre y toda la humanidad.

Entregarme a esta empresa, empresa de misericordia, urgido por la justicia y animado por el amor. No tanto atacar los efectos, cuanto sus causas. ¿Qué sacamos con gemir y lamentarnos? Luchar contra el mal cuerpo a cuerpo.

Meditar y volver a meditar el evangelio del camino de Jericó (cf. Lc 10,30-32). El agonizante del camino, es el desgraciado que encuentro cada día, pero es también el proletariado oprimido, el rico materializado, el hombre sin grandeza, el poderoso sin horizonte, toda la humanidad de nuestro tiempo, en todos sus sectores.

La miseria, toda la miseria humana, toda la miseria de las habitaciones, de los vestidos, de los cuerpos, de la sangre, de las voluntades, de los espíritus; la miseria de los que están fuera de ambiente, de los proletarios, de los banqueros, de los ricos, de los nobles, de los príncipes, de las familias, de los sindicatos, del mundo…

Tomar en primer lugar la miseria del pueblo. Es la menos merecida, la más tenaz, la que más oprime, la más fatal. Y el pueblo no tiene a nadie para que lo preserve, para que lo saque de su estado. Algunos se compadecen de él, otros lamentan sus males, pero, ¿quién se consagra en cuerpo y alma a atacar las causas profundas de sus males? De aquí la ineficacia de la filantropía, de la mera asistencia, que es un parche a la herida, pero no el remedio profundo. La miseria del pueblo es de cuerpo y alma a la vez. Proveer a las necesidades inmediatas, es necesario, pero cambia poco su situación mientras no se abre las inteligencias, mientras no rectifica y afirma las voluntades, mientras no se anima a los mejores con un gran ideal, mientras que no se llega a suprimir o al menos a atenuar las opresiones y las injusticias, mientras no se asocia a los humildes a la conquista progresiva de su felicidad.

Tomar en su corazón y sobre sus espaldas la miseria del pueblo, pero no como un extraño, sino como uno de ellos, unido a ellos, todos juntos en el mismo combate de liberación.

Desde que no se lance seriamente, eficazmente, a preocuparse de la miseria, ella lloverá alrededor de uno; o bien, es como una marea que sube y lo sumerge. Quien quiera muchos amigos no tiene más que ponerse al servicio de los abandonados, de los oprimidos, y que no espere mucho reconocimiento. Lo contrario de la miseria no es la abundancia, sino el valor. La primera preocupación no es tanto producir riqueza cuanto valorar el hombre, la humanidad, el universo.

¿A quiénes consagrarme especialmente?

Amarlos a todos, al pueblo especialmente; pero mis fuerzas son tan limitadas, mi campo de influencias es estrecho. Si mi amor ha de ser eficaz, delimitar el campo –no de mi afecto– pero sí de mis influencias. Delimitarlo bien: tal sector, tal barrio, tal profesión, tal curso, tal obra, tales compañeros. Ellos serán mi parroquia, mi campo de acción, los hombres que Dios me ha confiado, para que los ayude a ver sus problemas, para que los ayude a desarrollarse como hombres.

Lo primero, amarlos

Amar el bien que se encuentra en ellos. Su simplicidad, su rudeza, su audacia, su fuerza, su franqueza, sus cualidades de luchador, sus cualidades humanas, su alegría, la misión que realizan ante sus familias…

Amarlos hasta no poder soportar sus desgracias… Prevenir las causas de sus desastres, alejar de sus hogares el alcoholismo, las enfermedades venéreas, la tuberculosis. Mi misión no puede ser solamente consolarlos con hermosas palabras y dejarlos en su miseria, mientras yo como tranquilamente y mientras nada me falta. Su dolor debe hacerme mal: la falta de higiene de sus casas, su alimentación deficiente, la falta de educación de sus hijos, la tragedia de sus hijas: que todo lo que los disminuye, me desgarre a mí también.

Amarlos para hacerlos vivir, para que la vida humana se expansione en ellos, para que se abra su inteligencia y no queden retrasados; que sepan usar correctamente de su razón, discernir el bien del mal, rechazar la mentira, reconocer la grandeza de la obra de Dios, comprender la naturaleza, gozar de la belleza; para que sean hombres y no brutos.

Que los errores anclados en su corazón me pinchen continuamente. Que las mentiras o las ilusiones con que los embriagan, me atormenten; que los periódicos materialistas con que los ilustran, me irriten; que sus prejuicios me estimulen a mostrarles la verdad.

Y esto no es más que la traducción de la palabra “amor”. Los he puesto en mi corazón para que vivan como hombres en la luz, y la luz no es sino Cristo, verdadera luz que alumbra a todo hombre que viene a este mundo (Jn 1,9).

Toda luz de la razón natural es luz de Cristo; todo conocimiento, toda ciencia humana. Cristo es la ciencia suprema. Desde que los abrimos a la verdad, comienza a realizarse en ellos la imagen de Dios. Cuando desarrollan su inteligencia, cuando comprenden el universo, se acercan a Dios, se asemejan más a Él.

Pero Cristo les trae otra luz, una luz que orienta sus vidas hacia lo esencial, que les ofrece una respuesta a sus preguntas más angustiosas. ¿Por qué viven? ¿A qué destino han sido llamados? Sabemos que hay un gran llamamiento de Dios sobre cada uno de ellos, para hacerlos felices en la visión de Él mismo, cara a cara (1Cor 13,12). Sabemos que han sido llamados a ensanchar su mirada hasta saciarse del mismo Dios.

Y este llamamiento es para cada uno de ellos: para los más miserables, para los más ignorantes, para los más descuidados, para los más depravados entre ellos. La luz de Cristo brilla entre las tinieblas para ellos todos (cf. Jn 1,5). Necesitan de esta luz. Sin esta luz serán profundamente desgraciados.

Amarlos para que adquieran conciencia de su destino, para que se estimen en su valor de hombres llamados por Dios al más alto conocimiento, para que estimen a Dios en su valor divino, para que estimen cada cosa según su valor frente al plan de Dios.

Amarlos apasionadamente en Cristo, para que el parecido divino progrese en ellos, para que se rectifiquen en su interior, para que tengan horror de destruirse o de disminuirse, para que tengan respeto de su propia grandeza y de la grandeza de toda creatura humana, para que respeten el derecho y la verdad, para que todo su ser espiritual se expansione en Dios, para que encuentren a Cristo como la coronación de su actividad y de su amor, para que el sufrimiento de Cristo les sea útil, para que su sufrimiento complete el sufrimiento de Cristo (cf. Col 1,24).

Amarlos apasionadamente. Si los amamos, sabremos lo que tendremos que hacer por ellos. ¿Responderán ellos? Sí, en parte. Dios quiere sobre todo mi esfuerzo, y nada se pierde de lo que se hace en el amor.

 

 “La búsqueda de Dios”, pp. 59-63

Mi viejo rosario

Reflexión

El 30 de mayo del 2006, vísperas de nuestra primera profesión de votos, mi mamá me entregaba un pequeño y hermoso crucifijo. Y al hacerlo me contó su sencilla e interesante historia: resulta que un día, hablando con una señora que le compraba telas en ese momento, salió el tema de que me encontraba en el seminario para ser sacerdote, entonces la señora le dijo a mi mamá: “tengo algo para su hijo”, y después le entregó dicho crucifijo, el cual se había encontrado en la calle unos 40 años atrás, pensando que “debía guardarlo para una ocasión especial”, la cual “se dio cuenta que había llegado al hablar con mi mamá”. Y así, luego de 4 décadas piadosamente guardado, llegó a mis manos. Y desde el principio me encantó. Años después, ya como sacerdote en nuestro monasterio del Socorro, en Tenerife, el P. Romanelli viajaba desde Medio Oriente para predicarnos nuestros ejercicios espirituales anuales, dejándonos como regalo a cada monje un rosario traído desde Tierra Santa, tocado al Santo Sepulcro, sencillo, al cual con gran aprecio le cambié la cruz de madera por el pequeño crucifijo que desde el primer año de seminario me venía acompañando. Esta es la simple historia de mi “viejo rosario”, que si bien tiene apenas 11 años, en años de rosarios y sus respectivos Ave Marías pasando a través de él, considero que es bastante, pues sus cuentas están notablemente deterioradas: su madera ya no brilla y más de alguna deja ver una pequeña grieta que amenaza dividirla en dos; además, después de habérseme cortado varias veces, hoy luce un nuevo cordel que ha vuelto a unirlo todo en armonía, contrastando un poco con el uso que se deja ver claramente en todo lo demás, pero especialmente en el hermoso crucifijo, que luego de todo este tiempo, está realmente desgastado.

La primera tragedia de su crucifijo fue la pérdida de su pequeño “INRI”, acontecida por un descuido que lo dejó en el bolsillo de mi hábito al lavarlo; después fue perdiendo su color original, pues la madera era negra y la parte metálica era plateada. Fue desapareciendo aquel pequeño rostro que más o menos se dejaba apreciar, y que hoy por hoy no se distingue, así como los pliegos que representaban esa tela que apenas cubría el sacrosanto cuerpo del Señor. En síntesis, se perdieron sus rasgos por el tiempo, pero no por eso deja de ser hermoso, de hecho, su desgaste lo reviste de algo especial, le da una belleza que no es estética, esa que es diferente y no siempre es estimada, y es exactamente lo que me ha movido a escribir y compartir esta sencilla reflexión sobre un aspecto de la vida espiritual, o mejor dicho, una verdad que con visión sobrenatural podemos ver, y comprender, y profundizar, y hasta imitar si decidimos emprender con seriedad la dichosa búsqueda de la voluntad de Dios; y que podemos contemplar de manera sublime en el Hijo de Dios, nuestro Señor Jesucristo, pero también en sus santos y en toda alma recta -cada cual a su modo, se entiende-, y que es ese maravilloso “desgastarse por la gloria de Dios” que debería ser nuestra gran aspiración en esta vida, y que quizás a ratos lo es, pero que si fuera una constante…, o mejor aún, un trabajo continuo, es decir, ininterrumpido, ciertamente transformaría nuestra vida y la de quienes nos rodean, como hacen los santos que parece que todo lo que tocan de alguna manera se ve afectado por ellos, con sus más y sus menos, pero es que ese “desgaste” paradójicamente parece ser la razón de su fortaleza espiritual y su santa determinación… Espero poder expresarme bien, es decir, no estamos hablando de una especie de destrucción de la salud o imprudencia respecto a nuestras capacidades, pues cada cual tiene “su máximo y sus límites”, pero también es cierto que en las almas ejemplares vemos cómo el amor a Dios constantemente va empujando esos linderos y le van permitiendo realizar esa maravillosa desproporción que llamamos magnanimidad, pequeñez del alma puesta en manos de Dios con todas sus fuerzas, con toda su confianza, con todo su amor, las cuales Dios mismo va acrecentando para recompensar al alma y hacerla “más partícipe” de su obra. Hay que ser prudentes, hay que ser sensatos, pero también hay que ser generosos y cada vez más, pedir la gracia de serlo, de “aprender a desgastarse” por la gloria de Dios, como hemos dicho, discerniendo y rechazando nuestras excusas.

Cuando miro el crucifijo de mi viejo rosario, no pienso que ya no sirve (¿y quién lo haría?), o que ya no ayuda a rezar bien, ¡nada de eso!; es decir, no está roto sino desgastado, porque le pasaron por encima años de oraciones, y ha estado en el bolsillo de mi hábito y luego en la capilla, o acompañándome por el jardín; siempre testigo de las plegarias a nuestra Madre del Cielo que van pasando por sus cuentas. Y en su desgaste veo reflejado aquel que exige el amor de Dios, ese por el cual los santos se consumen y se vuelven más y más fecundos.

Una vez un compañero de seminario me contaba que la biblia de su mamá llamaba la atención porque las hojas de los evangelios estaban muy gastadas en comparación con el resto, y se entiende perfectamente lo que esto significa. Recuerdo también haber leído una biografía de san Bernardo que decía que a los 40 años se veía como si tuviera más de 50; o la madre santa Teresa de Calcuta, en cuyo rostro se veía también el desgaste, pero el de los santos, ese que es fecundo, que jamás se desanima, que sabe sacar nuevas fuerzas del contacto con Dios en la oración y que hermosea… como el crucifijo de mi viejo rosario.

Desgastarse por la gloria de Dios, como hemos dicho, significa aprender a consumirse de alguna manera en la correspondencia a su amor, y es una gracia que debemos pedir constantemente. Tal vez nos falta mucho, tal vez todavía no nos determinamos con firmeza, pero también, tal vez, hoy podríamos comenzar a hacerlo si nos decidimos.

P. Jason.

Ese Judas que regresa

Breve reflexión sobre la verdadera conversión

P. Jason Jorquera, IVE.

Una de aquellas misteriosas interrogantes que jamás encontrarán respuesta definitiva en esta vida, aunque sí posibles y fecundas conjeturas, es aquel oscuro misterio que vino a manchar hasta el fin de los tiempos un nombre y un proceder, siempre tristemente recordados como aquel “amigo traicionero” (Cf. Mt 26, 50), aquella columna despeñada, aquel fatídico negocio cuya ganancia fue la pérdida más terrible de todas (Mt 26,14-16), y cuyo autor se convirtió en una especie de manifestación tangible de aquella infidelidad primera de los ángeles, los cercanos de Dios, que decidieron darle la espalda a su Creador y bienhechor, pero con la grande y penosa diferencia, de que esta vez lo que se rompía era aquella novedosa exclusividad que el Hijo de Dios en persona había venido a inaugurar de una manera completamente nueva, íntima: la amistad del hombre-Dios con sus elegidos (Jn 15, 15). Amistad traicionada por Judas.

He aquí una de las posibles preguntas ante el triste acontecimiento: ¿qué hubiera pasado si Judas, “arrepentido y convertido”, hubiese regresado? Formulamos así esta pregunta a la luz de las palabras del santo Cura de Ars, quien en su contundente sermón acerca del “aplazamiento de la conversión”, dice así: “Muchos se pueden haber arrepentido, pero convertirse es otra cosa. Llamar a un sacerdote por temer el mal que viene no implica convertirse, Judas se arrepintió y devolvió el dinero y sin embargo se colgó…” (Cf. Mt 27,3-10); es decir, “se arrepintió” porque se dio cuenta de lo que había hecho, y hasta se deshizo del fruto de su infidelidad; incluso su corazón se llenó de dolor al sopesar que había entregado a su Maestro, este Dios encarnado tan extraordinario y tan enamorado de los pecadores que aun sabiendo cada una de sus faltas lo había elegido y llamado para que estuviese junto con Él. Pero, atendiendo las palabras del santo, el problema de Judas -y de todo aquel que traicione a Dios dándose cuenta, luego, de la malicia de su obrar-, es que dicho arrepentimiento “se quedó incompleto”, pues le faltó la conversión, fruto inmediato de la verdadera compunción, dolor sincero y sin tapujos por haber ofendido a Dios y arruinarle con nuestras faltas los planes de santidad que nos tenía preparados; pero dolor realista a la vez, pues sabe bien que no es imposible para Dios levantarnos del pecado que sea, sacarnos de la corrupción más terrible, transformando nuestro barro en una obra de arte si nos entregamos en sus manos. El pecador que se reconoce como tal y acepta la misericordia de Dios, comprende bien que su miseria se ha convertido en el gran atractivo del Sagrado Corazón, y no por que ame los pecados obviamente, sino porque ama al pecador que anda extraviado, razón de haber asumido nuestra naturaleza herida para venir a invitarnos a aceptar su redención. Esa es la verdadera compunción: un dolor real, pero que confía en quien ha venido libremente por los pecadores, y de ahí a la profunda conversión que conjuga nuestro dolor de los pecados y nuestra confianza en el Padre celestial, con su infinita misericordia para forjar así a las almas agradecidas y enamoradas que comienzan a ser mejores, purificándose de sus faltas y adornándose con virtudes…, estas son las almas que regresaron junto a Dios después de su traición.

Entonces, volvamos a nuestra pregunta: ¿qué hubiera pasado si Judas, “arrepentido y convertido”, hubiese regresado?; y la respuesta no es difícil de formular e imaginar, y hasta la podemos ver reflejada de alguna manera en el vicario que negó a su Señor tres veces: Pedro también le falló a Jesucristo, y enseguida de sus promesas de ir con Él hasta la muerte la noche de su ordenación sacerdotal. Su traición también fue terrible, pero la gran diferencia entre uno y otro “amigo” de Jesucristo, es que uno no desesperó, es que uno sí confió en la compasión que tantas veces había predicado y mostrado su Maestro delante de sus propios ojos, con ellos, los imperfectos, los pasionales, los que no terminaban de comprender la grandeza de su elección ni del amor de su Señor. Pedro lloró amargamente, pues se arrepintió de corazón, y luego no se echó atrás, sino que “regresó junto a Jesús”, porque sabía que Él no sabe de guardar rencores ni de no dar nuevas oportunidades, en su Sagrado Corazón no hay lugar para eso, pero sí para los pecadores, los que se arrepienten, le piden perdón y se deciden a cambiar con la ayuda de su gracia. Pedro se arrojó con el mayor de los entusiasmos donde Aquel a quien había traicionado, porque sabía perfectamente que Jesús no lo rechazaría, ¡y cómo hacerlo, si había dado su vida por él!; el negador sí completó su arrepentimiento, aún siendo imperfecto todavía, y esto le valió para alcanzar la santidad hasta dar la vida por aquel a quien había reconocido como el Cristo, el Hijo de Dios, el mismo que lo elegía, perdonaba y trasformaba a partir de ahora.

Si Judas hubiese regresado, Jesús lo habría recibido también con los brazos abiertos, y al igual que a Pedro y los demás, ciertamente le habría confirmado su elección; tal vez con las mismas palabras de Getsemaní, llamándolo “amigo”, y recibiéndolo con un beso cargado de compasión y de perdón, invitándolo desde aquel mismo momento a reparar la amistad que la traición había destruido.

Por gracia de Dios, por su divina misericordia y eterna bondad, sabemos cuál es el final del pecador arrepentido y convertido que persevera. Sabemos por la enseñanza de nuestro Señor Jesucristo que si lo hemos ofendido podemos regresar con Él. En definitiva, sabemos bien que podemos ser perfectamente “aquel Judas que regresa”, si es que lo hemos ofendido gravemente. Pero lo más hermosamente fascinante de todo esto, es que ese “ir donde Jesucristo” no se acaba con la conversión, es decir, no es que porque vivimos en gracia de Dios ya cumplimos y punto, sino que constantemente debemos acudir a Él, en la oración, en los sacramentos, en las pruebas, en las purificaciones; y seguir forjando una amistad cada vez más profunda y una intimidad más fecunda, que fue lo que hicieron -y hacen- las almas buenas y santas, que permanecen con Jesucristo, sí, pero que desean ir cada vez más allá en las amorosas consecuencias de esta amistad que Dios mismo ha decidido establecer con nosotros.

Que el posible peso de nuestras culpas no le cierre la puerta al arrepentimiento, y que nuestro arrepentimiento no se quede a medio camino, sino que desemboque en una constante conversión, cimentada en la confianza en Aquel que jamás rechaza a quien acude a Él, y que no deja de esperar nuestra correspondencia a su divina misericordia. Que jamás desesperemos.

“En ocasiones, Dios no desdeña de visitarnos con su gracia, a pesar de la negligencia y relajamiento en que ve sumido nuestro corazón […]. Tampoco tiene a menos hacer brotar en nosotros abundancia de pensamientos espirituales. Por indignos que seamos, suscita en nuestra alma santas inspiraciones, nos despierta de nuestro sopor, nos alumbra en la ceguedad en que nos tiene envueltos la ignorancia, y nos reprende y castiga con clemencia. Pero hace más: se difunde en nuestros corazones, para que siquiera su toque divino nos mueva a compunción y nos haga sacudir la inercia que nos paraliza (Casiano, Colaciones)

¿Se imaginan si fuéramos santos?

Hay que entusiasmarse con la santidad

“Cuando sientas que ya no sirves para nada

todavía puedes ser santo”

San Agustín

Hace un par de días me topé con una frase que no pude dejar pasar sin detenerme un buen rato a considerarla, a reflexionarla: “Yo haría santos a todos si se dejaran trabajar” (Jesús a santa Catalina de Génova); y es que es un tema bastante común para nosotros, especialmente los sacerdotes que a menudo lo predicamos, el simple hecho de recordar que todos estamos llamados a la santidad; más aún, que todos deberíamos realmente “entusiasmarnos por la santidad”. Ojo que ocupamos muy a propósito esta expresión porque “nos entusiasmamos ante lo realizable”, ante lo posible; y en este caso, ante un deseo que brota naturalmente de lo más profundo del Sagrado Corazón de Jesús, el mismo que nos dijo “sed perfectos, así como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48). Es cierto que, tal vez, nuestras reales limitaciones -defectos y pecados-, nos puedan quitar el entusiasmo y apagar los magnánimos deseos, pero es aquí donde debemos recordar aquello de que “la gracia supone la naturaleza”, esa misma gracia que infunde las determinaciones más profundas y los nobles deseos que forjan a las almas santas en la medida en que éstas empiecen a ser fieles a ellos, enamorándose de Dios y haciéndose sedientos de su gloria y su santa voluntad en esta vida, preclara empresa que merece todos nuestros esfuerzos y nuestra confianza en Dios. “La gracia supone la naturaleza”, repetimos; una naturaleza que puede estar golpeada, herida, corrompida, débil, mediocre, etc., y que, sin embargo, una vez que se abandona con firmeza a los divinos designios -los que bien conoce Aquel que vino no por los justos…-, comienza a obrar de tal manera en el alma, que ésta empieza a dejarse abrasar por el fuego del amor divino (el que enardece, el que purifica, el que poco a poco va consumiendo nuestras miserias a costa de los necesarios sufrimientos y las noches encargados de labrar la grandeza), y es allí donde la santidad comienza a ser posible para ella, porque los santos se van forjando en el amor a Dios y en las exigencias de este amor que no espera excusas sino confiada entrega, que no quiere oír objeciones sino firmes determinaciones, y que no discrimina a nadie, por pecador que sea, para recibirlo junto al selecto grupo de sus íntimos, los que dejaron atrás todas las excusas y poco a poco, a fuerza de generosidad, santo abandono y correspondencia a la divina misericordia, se dejaron moldear por el Santo de los santos: “Jesucristo, luego que apareció en el mundo, ¿a quién llama? ¡A los magos! ¿Y después de los magos? ¡Al publicano! Y después del publicano a la meretriz, ¿y después de la meretriz? ¡Al salteador! ¿Y después del salteador? Al perseguidor impío.

¿Vives como un infiel? Infieles eran los magos. ¿Eres usurero? Usurero era el publicano. ¿Eres impuro? Impura era la meretriz. ¿Eres homicida? Homicida era el salteador. ¿Eres impío? Impío era Pablo, porque primero fue blasfemo, luego apóstol; primero perseguidor, luego evangelista… No me digas: “soy blasfemo, soy sacrílego, soy impuro”. Pues, ¿no tienes ejemplo de todas las iniquidades perdonadas por Dios?

¿Has pecado? Haz penitencia. ¿Has pecado mil veces? Haz penitencia mil veces. A tu lado se pondrá Satanás para desesperarte. No lo sigas, antes bien recuerda las 5 palabras “éste recibe a los pecadores”, que son grito inefable del amor, efusión inagotable de misericordia, y promesa inquebrantable de perdón.” (san Alberto Hurtado)

Suspirar por lo inalcanzable produce tristeza, suspirar por lo que es posible, aun cuando sea arduo de alcanzar, produce esperanza y entusiasmo, y la santidad es posible. Ahora sí, vayamos a la pregunta con que hemos titulado esta sencilla reflexión: ¿se imaginan si fuéramos santos?; cómo atraeríamos las almas hacia Dios; qué autoridad tendrían nuestras palabras; qué fuerza nuestros ejemplos; qué poder nuestras oraciones y qué profundidad nuestra intimidad con Dios.

La santidad, de alguna manera, podríamos decir que tiene un aspecto personal y uno social, me explico: el alma que se va santificando se va haciendo más agradable a Dios, más cercana, y esto le va permitiendo adentrase cada vez más en los gozos sobrenaturales que solamente los verdaderos amadores de Dios han llegado a conocer. A estas almas Dios las complace con gusto, como escribe el beato: “…Un alma que conocía una intimidad tan grande -entre el corazón de santa Gertrudis y su amor a Jesucristo-, se atrevió a preguntar a nuestro Señor por qué clase de atractivos había merecido santa Gertrudis una tal preferencia. “La amo de este modo, respondió nuestro Señor, a causa de la libertad de su corazón, donde nada penetra que pueda disputarme la soberanía”. Así, pues, porque ella buscaba únicamente a Dios en todas las cosas, desasida por completo de toda creatura, mereció esta santa ser el objeto de las complacencias divinas, las más inefables y extraordinarias.” (Dom Columba Marmion); pero como el bien es difusivo, es decir, necesita comunicarse, es que necesariamente el alma santa que atrae para sí las bendiciones divinas, también es instrumento para que Dios comunique la abundancia de sus gracias a las demás almas que la rodean: ¿cuántas almas, por ejemplo, se rindieron ante la Divina Misericordia, atraídas a los confesionarios del santo Cura de Ars o del santo padre Pío?; ¿cuántas mentes y corazones no se iluminaron con el diario de santa Faustina Kowalska y emprendieron una vida de respuesta a la bondad divina?; ¿cuántos teólogos, filósofos, consagrados y laicos nos seguimos beneficiando de los escritos de santo Tomás de Aquino?; ¿cuántas personas se dejaron arrastrar por el ejemplo de la santa Madre Teresa de Calcuta y sus hermanas de la caridad?; ¿acaso san Agustín, san Bernardo, o san Juan Pablo II no nos siguen predicando?; ¿acaso las vidas de los santos no siguen moviendo los corazones?; ¿qué no hay santos que, en este preciso momento, escondidos o “pasando desapercibidos”, nos están sosteniendo con sus oraciones y sacrificios?, y lo mismo los del Cielo, que siguen intercediendo por nosotros y alcanzándonos las gracias que con fe le suplicamos a Dios por medio de ellos.

En síntesis, “la santidad no se queda en el santo”, porque la virtud no termina en el virtuoso, como bien sabemos; necesariamente se irradia, actúa y beneficia a quienes entran en contacto con ellos. Dios quiere santos, Dios nos quiere santos, Dios dispone todas las gracias necesarias para hacernos santos, ¿por qué entonces no lo somos? La respuesta debemos hallarla en nosotros mismos, preguntándonos en primer lugar ¿realmente quiero ser santo?, ¿estoy dispuesto a pagar el precio?, ¿a amar a Dios lo suficiente?; ¿qué debemos hacer?: buscar en todo la gloria de Dios, pues la santidad es consecuencia de esto.

Los santos se hicieron tales por olvidarse de ellos mismos y dedicarse solo a Dios y su divina voluntad; porque no querían la honra humana ni los aplausos ni los halagos ni nada de eso, sino solamente la gloria de Dios, y por eso Él los coronó con la santidad.

De parte de Dios estará todo siempre dispuesto para que crezcamos en el amor a Él; examinémonos, pues, para descubrir y desterrar poco a poco los impedimentos u obstáculos que puedan anidar en nuestras almas, pero siempre con confianza, “al ritmo de Dios” como enseñan los santos: algunos adelantarán más rápido, otros deberán purificarse más, otros deberán padecer las grandes tormentas que los más débiles no podrían soportar sin sucumbir; sea cual sea nuestro sendero “entusiasmémonos” de caminarlo sin mirar atrás ni comparar con los demás, poniendo nuestros ojos fijamente en Dios y su gloria, en hacer mi parte y ofrecerle mi nada y mi confianza, y rogándole la gracia de cumplir con aquello para lo cual he sido creado.

Que nuestra miseria no nos desanime, que nuestros errores no nos aten, que nuestros fracasos no nos condicionen, ¿acaso no tenemos ejemplos de los santos?: “San Pablo era un gran perseguidor de la Iglesia la víspera de ser el gran apóstol. San Ignacio o San Francisco Javier eran unos mundanos libres la víspera de ser dos torbellinos apostólicos. La Magdalena era una gran pecadora la víspera de ser una gran santa. También la sociedad puede ser gran pecadora y hasta perseguidora de la Iglesia la víspera de su conversión; porque si el mundo está perdido, todos los conversos estuvieron perdidos la víspera de ser encontrados por la Gracia. Hagamos, pues, del problema del mundo un problema de Gracia y conversión…” (José María Pemán)

Roguémosle a nuestro Dios que suscite grandes santos para nuestro tiempo; y que el ejemplo de los que alcanzaron ya su Gloria en la eternidad nos entusiasme a trabajar incansablemente, cueste lo que cueste, por ser contados también entre los amigos cercanos de nuestro Señor, el Santo de los santos.

 

P. Jason, IVE.

El nombre de Jesús, esplendor de los predicadores

Esplendor de los predicadores

San Bernardino de Siena

El nombre de Jesús es el esplendor de los predicadores, ya que su luminoso resplandor es el que hace que su palabra sea anunciada y escuchada. ¿Cuál es la razón de que la luz de la fe se haya difundido por todo el orbe de modo tan súbito y tan ferviente sino la predicación de este nombre? ¿Acaso no es por la luz y la atracción del nombre de Jesús que Dios nos llamó a la luz maravillosa? A los que de este modo hemos sido iluminados, y en esta luz vemos la luz, dice con razón el Apóstol: Un tiempo erais tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor: caminad como hijos de la luz.

Por lo tanto, este nombre debe ser publicado para que brille, no puede quedar escondido. Pero no puede ser predicado con un corazón manchado o una boca impura, sino que ha de ser colocado y mostrado en un vaso escogido. Por esto dice el Señor, refiriéndose al Apóstol: Éste es un vaso que me he escogido yo para que lleve mi nombre a los gentiles, a los reyes y a los hijos de Israel. Un vaso —dice— que me he escogido, como aquellos vasos escogidos en que se expone a la venta una bebida de agradable sabor, para que el brillo y esplendor del recipiente invite a beber de ella; para que lleve  —dice— mi nombre.

En efecto, del mismo modo que un campo, cuando se enciende fuego en él, queda limpio de todas las zarzas y espinas secas e inútiles, y así como, al salir el sol y disiparse las tinieblas, se esconden los asaltantes, los maleantes nocturnos y los que entran a robar en las casas, así la predicación de Pablo a los pueblos, semejante al fragor de un gran trueno o a un fuego que irrumpe con fuerza o a la luz de un sol que nace esplendoroso, destruía la infidelidad, aniquilaba la falsedad, hacía brillar la verdad, como cuando la cera se derrite al calor de un fuego ardiente.

Él llevaba por todas partes el nombre de Jesús, con sus palabras, con sus cartas, con sus milagros y ejemplos. Alababa siempre el nombre de Jesús, y lo llamaba en su súplica.. El Apóstol llevaba este nombre como una luz, a los gentiles, a los reyes y a los hijos de Israel, y con él iluminaba las naciones, proclamando por doquier aquellas palabras: La noche va pasando, el día está encima; desnudémonos, pues, de las obras de las tinieblas y vistámonos de las armas de la luz. Andemos como en pleno día, con dignidad. Mostraba a todos la lámpara que arde y que ilumina sobre el candelero, anunciando en todo lugar a Jesucristo, y éste crucificado.

De ahí que la Iglesia, esposa de Cristo, apoyada siempre en su testimonio, se alegre, diciendo con el salmista: Dios mio, me instruiste desde mi juventud, y hasta hoy relato tus maravillas, es decir, que las relataba siempre. A esto mismo exhorta el salmista, cuando dice: Cantad al Señor, bendecid su nombre, proclamad día tras día su salvación, es decir, proclamad a Jesús, el salvador enviado por Dios.

De los Sermones de San Bernardino de Siena, presbítero (Sermón 49, Sobre el glorioso nombre de Jesucristo, cap. 2; Opera omnia 4, 505-506)

Madre de nuestra existencia

En la persona de Juan comenzamos a ser hijos de María y ella nos da a luz, uno a uno, al pie de la cruz.

P. Gustavo Pascual, IVE.

En el principio de nuestra existencia hay tres madres, podríamos decir.

En primer lugar, nuestra madre física. Nuestra madre física o natural ha querido nuestra existencia y en común acuerdo con nuestro padre y por un acto de amor han querido que nosotros comenzáramos a existir.

Es cierto que ellos aportan nuestro cuerpo y Dios infunde el alma para que comencemos a existir en el tiempo como un nuevo ser humano, sin embargo, ellos han querido, han tenido la voluntad de que comenzáramos a existir y es nuestra madre natural la que ha gestado en su seno nuestra existencia desde el primer instante, desde la concepción, y nos ha dado a luz para la vida terrena en un tiempo determinado: año, mes, día.

Debemos nuestra existencia natural a nuestra madre natural. ¡Qué inmenso debe ser nuestro agradecimiento a ella! Por ella nosotros somos hombres, existimos, y somos capaces, con la gracia de Dios, de alcanzar nuestra existencia eterna.

La segunda madre por la cual existimos y por la cual existe nuestra madre que nos ha traído a la vida terrena es la madre de todos los vivientes, Eva. Por ella existen todos los hombres. De ella han nacido todos los hombres. Ella dio la existencia a los primeros hombres y de ella descendemos todos. Ella junto con Adán decidió voluntariamente nuestra existencia siguiendo el mandato de Dios “multiplicaos y henchid la tierra”[1]. Ella nos da la existencia. Nos dio la existencia, pero con una reliquia peculiar que también nos trasmite nuestra madre natural. Nuestra existencia comienza inficionada por una mancha en el alma, la mancha original, el pecado original. Todos comenzamos nuestra existencia teniendo esta mancha. La tenemos involuntariamente en nosotros, aunque voluntariamente en nuestros primeros padres, en la madre que da la existencia a todos los vivientes.

Por Eva comenzamos una existencia terrena enferma y sin existencia sobrenatural. Comenzamos a existir en pecado y separados de Dios. Comenzamos a existir en pecado, sin la gracia que ellos tuvieron y perdieron por su pecado. Eva nos da a luz muertos a la vida sobrenatural. Nos da a luz fuera del Edén, en tierra desierta.

La tercera madre por la cual existimos es María. Ella nos ha dado la existencia sobrenatural en la cruz. Su compasión con Cristo y sus dolores han permitido nuestra existencia sobrenatural.

Le dijo Jesús a María: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”[2]. En la persona de Juan comenzamos a ser hijos de María y ella nos da a luz, uno a uno, al pie de la cruz.

La existencia sobrenatural que Eva, la Mujer del Génesis nos arrebató por su pecado, la Mujer Nueva, la Nueva Eva, María Santísima, nos la devuelve aplicando los méritos de su Hijo a cada una de nuestras almas, santificándolas y devolviéndoles la existencia sobrenatural.

La que dio la existencia al Verbo de Dios sin dolor en Belén nos da por gracia del Verbo Encarnado nuestra existencia sobrenatural en el Calvario con los dolores del parto, por su compasión con los dolores de su Hijo, como corredentora de la humanidad.

Eva dio la existencia terrena a nuestra madre natural, aunque no la existencia sobrenatural. Eva dio la existencia terrena a María y no le trasmitió por la gracia de Cristo la muerte sobrenatural. No pudo quitar la existencia sobrenatural a María por causa de la redención especial que preservó a María  del pecado y que la hizo comenzar su existencia natural y sobrenatural juntamente. María fue concebida sin pecado original y en gracia, con vida sobrenatural, como excepción extraordinaria de la naturaleza humana por el amor de Dios ya que iba a ser su Madre. Nuestra madre natural recibió de Eva la existencia natural más no la sobrenatural y recibió de María la existencia sobrenatural.

María recibió la existencia natural de Eva y comunicó la existencia sobrenatural a nuestra madre terrena.

La comunicación de la existencia que nos da María es mayor que la que nos da Eva y la que nos da nuestra madre natural. ¿Por qué? Porque el fundamento final de nuestra existencia es Dios y sólo cuando estamos unidos a Dios podemos decir que existimos. La existencia terrena se acaba, la sobrenatural es eterna. La existencia terrena comienza por el alma que le da vida más el alma existe por Dios. La existencia sobrenatural es mayor infinitamente que la existencia natural.

La existencia natural debemos agradecerla, sin ella no llegaríamos a la sobrenatural, pero ya al comienzo de nuestra existencia terrena hay una intervención de lo sobrenatural que es la infusión del alma por parte de Dios. Esta vida de hombre nos hace capaces de la existencia sobrenatural y esta existencia nos viene por María. Debemos agradecer a Eva que nos haya comunicado la existencia natural, aunque nos dejó, por su pecado, en desgracia.

Finalmente debemos agradecer a María porque ella nos comunica la existencia sobrenatural y nos hace hijos de Dios. Por ella comenzamos a estar unidos a Dios y podríamos decir que comenzamos la verdadera existencia que no terminará jamás.

María es Madre de nuestra existencia y de nuestra existencia sobrenatural, la que nos hace vivir vida celeste en esta existencia temporal. La existencia sobrenatural que nos comunica María eleva la existencia natural sin destruirla. María nos da una existencia nueva, la de los hombres nuevos, la de los hombres cristificados.

María no nos da la existencia y luego nos deja solos, sino que constantemente está haciéndonos crecer en la vida sobrenatural por las gracias que nos concede porque no hay gracia de Cristo que no nos venga por María. Ella es el acueducto, dice San Bernardo, por el cual Jesús derrama su infinita gracia.

Hay una cuarta Madre por la cual existimos y es la Iglesia. Iglesia que es hija de Eva, pero sobre todo hija de María. Del costado abierto de Jesús ha nacido. Ha nacido de los dolores de la pasión de Jesús y de las lágrimas de la compasión de María. Ha nacido del corazón rasgado del Hijo y del corazón traspasado de la Madre.

En la Iglesia están todas las fuentes de donde las gracias se derraman a los hombres porque uno por uno todos han nacido en ella[3]. Todos los que han querido nacer a la vida sobrenatural, los que han querido comenzar a ser hijos de Dios. La Iglesia en la fuente bautismal nos hace renacer como hijos de Dios y comenzar a pertenecer a ella. Por la existencia que nos comunica la Iglesia comenzamos a ser hijos de Dios y herederos del Cielo.

María no ha nacido de la Iglesia porque no recibió el Bautismo, pero es un miembro de la Iglesia. María pertenece a la Iglesia como un miembro eminente entre sus miembros. Es como el cuello en el Cristo total porque es la mediadora entre la Cabeza y el Cuerpo que es la Iglesia.

María es un miembro eminente del cuerpo de la Iglesia, pero ha dado la existencia al Cristo total, cabeza y miembros. Dio a luz a su Hijo en Belén y es Madre de la Cabeza del cristo total y dio a luz en el Calvario al cuerpo del Cristo total, a la Iglesia.

Si bien la Iglesia nació del costado abierto de Cristo crucificado  en Pentecostés donde la Iglesia nace propiamente cuando sus pocos miembros que formaban un pequeño cuerpo recibieron el alma que lo vivificó, el Espíritu Santo. En Pentecostés nació la Iglesia y fue María que por su oración junto con la de los Apóstoles impetraron la venida del Don de Dios. Todos fueron, con sus oraciones, causa impetratoria de la venida del Espíritu Santo, pero principalmente María que sostenía con su fe y caridad a la Iglesia naciente. La sostenía también con su fortaleza y esperanza alentando a los Apóstoles a dar testimonio, sin temor, de su Hijo Jesús. María estuvo en Pentecostés, en el nacimiento de la Iglesia y fue parte activa de ese nacimiento y fue desde el comienzo un miembro honorable del Nuevo Israel.

Pidamos a María que nos dé la fidelidad a la gracia de nuestra existencia sobrenatural y de nuestra existencia como miembros de la Iglesia.

 

[1] Gn 1, 28

[2] Jn 19, 26

[3] Cf. Sal 86, 5

La verdadera fe, la fe profunda

«Hija, ten confianza; tu fe te ha sanado.»

 La virtud que Nuestro Señor recompensa más, la que más alaba, es casi siempre la fe. Algunas veces alaba el amor, como en la Magdalena; algunas otras, la humildad; pero estos ejemplos son raros; es casi siempre la fe la que recibe de Él la recompensa y las alabanzas… ¿Por qué?… Sin duda porque la fe es la virtud, si no la más alta (la caridad va delante), al menos la más importante, pues ella es el fundamento de todas las otras, comprendida la caridad, y también porque es la más rara… Tener verdaderamente fe, la fe que inspira todas las acciones, esa fe sobrenatural que despoja al mundo de su máscara y muestra a Dios en todas las cosas; que hace desaparecer toda imposibilidad, que hace que todas estas palabras, inquietud, peligro y temor, no tengan sentido; que hace que se ande por la vida con una calma, una paz y una alegría profundas, como un niño de la mano de su madre, que establece al alma en un desasimiento tan absoluto de las cosas sensibles, en las cuales ella ve claramente la nada y la puerilidad; que da confianza en la oración, la confianza del niño, pidiendo una cosa justa a su padre; esa fe que nos muestra «que fuera de lo que es agradable a Dios, todo es mentira»; esa fe que hace ver todo como bajo otro prisma —a los hombres a imagen de Dios, que hace falta amar y venerar como retrato de nuestro Bienamado y a los que es necesario hacer todo el bien posible; a las otras criaturas como cosas que deben, sin excepción, ayudarnos a ganar el Cielo, alabando a Dios a este efecto, sirviéndole o privándonos —; esa fe, que haciéndonos entrever la grandeza de Dios, nos hace ver nuestra pequeñez; que hace emprender sin dudar, sin enrojecer, sin temor, sin retroceder jamás, todo lo que es agradable a Dios.

¡Oh, qué rara es esta fe!… ¡Dios mío, dádmela! ¡Dios mío, haced que yo crea y que ame; os lo pido en nombre de Nuestro Señor Jesucristo! Amén.

 

San Charles de Foucauld

Cuando ninguna voz se alzó para defenderlo

JESUCRISTO EN EL PRETORIO

Y ellos volvieron a gritar: “Crucifícale”. Y les decía:

“¿Pues qué mal es el que ha hecho?”

Mas ellos gritaban con mayor fuerza: “Crucifícale”.

Al fin Pilatos, deseando contentar al pueblo, les soltó a Barrabás,

y a Jesús, después de haberle hecho azotar,

se lo entregó para que fuese crucificado. (Mc 15, 13-15)

A lo largo de la historia de la humanidad, a menudo las verdades son precedidas por misterios, es decir, secretos u oscuridades que por fuerza nos hacen ir en busca de la verdad para esclarecerla y darla a conocer, compartirla, degustarla y enriquecernos con ella. Pero también es cierto que existen algunos misterios tan profundos que parecieran quedar siempre revestidos de tinieblas, por más luz que arrojemos sobre ellos y aun cuando, de hecho, podamos seguir sacándoles las verdades que se han ido como gestando entre sus tinieblas… y, aun así -reiteramos-, parte de ellos seguirán siendo siempre un gran enigma. Tal es el caso de día fatal que contempló con indecible pena a nuestro Señor Jesucristo ante Pilatos y ante la fatídica multitud, que terminó pidiendo la infame sentencia de muerte del mismísimo Autor de la vida.

Sabemos bien que la Escritura debía cumplirse, tal como estaba escrito y como había confirmado y reiterado este Varón de dolores llevado como oveja al matadero; pero qué difícil es detenerse a contemplar a nuestro Dios hecho hombre, salvador y redentor, aclamado como Rey pocos días atrás, bajo este manto de injusticia e impiedad. “Hosana, hijo de David”, le decían el Domingo anterior, multitudes que llegaban a Jerusalén para la Pascua; hombres y mujeres, jóvenes, ancianos y niños; tal vez algunos sanados por Él; quizás conocidos de aquellos que habrían recibido de Jesús alguna gracia; entusiastas oyentes de sus prodigios o devotos admiradores de su doctrina; sea como fuere, el hecho es que se habla también de multitudes, que llegan a la ciudad santa proclamando la entrada triunfal de este hombre extraordinario, del que hablaba como nadie y con una autoridad que deslumbraba tanto como sus prodigios; Aquel mismo que se había abierto paso entre los presentes cuando quisieron quitarle la vida, y al cual los sumos sacerdotes y escribas no se habían animado a ponerle las manos encima por temor a quienes “lo seguían”, y que no eran pocos: no solamente los doce, sino también las santas mujeres y los demás discípulos, y hasta algunos curiosos -¿por qué no?-; y, sin embargo, inexplicablemente, “oscuramente”, ahora es entregado a la muerte también por multitudes…, ¡pero qué multitudes son estas!: ¿dónde están los de las palmas en las manos, los mantos en el suelo y los “hosanas” en sus labios?; ¿dónde están sus íntimos; los que lo seguirían hasta la muerte?; ¿no hay ninguno cerca, acaso, que gracias a Él ahora pueda ver o caminar?; ¿dónde está el de la mano seca?, ¿dónde fueron los leprosos sanados?; ¿tan lejos de su sanador llegó acaso el paralítico?, ¿no hay siquiera uno, cuyos oídos se hayan abierto para oír esta injusticia, que se conmueva de Jesús?; ¿o alguno cuya lengua se hubiera soltado para poder decir ¡basta ya!? …ningún intercesor, ¡ninguna voz se alzó para defenderlo!; callaron las muchedumbres cuando había que abogar por Él, por malicia, cobardía, coacción, ¿ignorancia?; ¡pero gritaron para condenarlo! …mientras Cristo calla, por fidelidad al plan divino, por salvar a los culpables, por compasión con los pecadores; por amar hasta el extremo.

En esta terrible escena, donde el péndulo de la culpa oscila entre los que pedían a gritos la muerte del Salvador y aquellos otros que guardaron silencio en lugar de defenderlo, debemos considerar aquel destello de verdad que viene iluminar nuestras acciones, nuestro modo de proceder; pues si bien nosotros en cuanto creyentes no pediremos, obviamente, la condena de nuestro Redentor, sin embargo, aún corremos el riesgo de no levantar lo suficiente nuestras voces para ponernos de su parte; de ser de aquellos favorecidos por su gracia que pasaron desapercibidos entre el tumulto de la infamia; de aquellos que escondieron la lámpara de la luz del Evangelio bajo el celemín del respeto humano, o aquellos cuyo amor por el Hijo de Dios que nos vino a salvar en persona, no llega a arder como debiera entre la oscuridad, para iluminar a los demás y dar a conocer con qué leño ha sido encendido, y hasta dónde es capaz de abrasar el fuego del corazón del Siervo sufriente, que “ardientemente” ha deseado inaugurar la nueva Pascua con su propio sacrificio, por medio de la cruz, y aceptando este designio misterioso de pagar nuestro rescate asumiendo, ¡Él, el más inocente!, nuestra culpa y nuestro castigo.

Reflexionemos con profundidad, ofrezcamos a Dios reparación con sinceridad, y cambiemos en nosotros esta terrible actitud contra Jesús que ahora contemplamos, de tal manera que de aquí en adelante estemos siempre, fielmente, de su parte.

“A todo el que me confesare, pues, delante de los hombres, también le confesaré Yo delante de mi Padre, que está en los cielos; y al que me negare delante de los hombres, también le negaré Yo delante de mi Padre, que está en los cielos” (Mt 10, 32-33)

 

P. Jason, IVE.

El Sagrado Corazón camino a su pasión

Comenzando la Semana Santa

Y pensar que un día el hombre le negó su corazón a Dios… porque eso es el pecado. Y qué irónico que, por buscarse a sí mismo, terminó dándole su corazón a las creaturas, amando libremente aquello que le quita los ojos del Cielo y lo ata a la tierra, como un prisionero que acaricia sus cadenas o un animal abrazado a su jaula… porque eso es el pecado. Fue así que, el hombre decidió emprender su propio camino al margen de Dios, prefiriendo abandonarlo y olvidando que este buen Padre siempre lo seguirá de cerca, porque Dios jamás se desentiende de nosotros, su corazón de padre no se lo permite; al punto de que, para recuperar el amor del corazón del hombre, Él mismo en la persona del Hijo decidió asumir la humanidad… con su correspondiente corazón. Y como éste es para amar, el Sagrado Corazón no deja de hacerlo con intensidad por cada una de nuestras almas, y eso es exactamente lo que ahora consideramos: al Sagrado Corazón del Hijo de Dios que no se anda con pequeñeces, porque todo lo hace en grande, y ama si restricciones y arremete con fuerza contra nuestras excusas, nuestra tibieza, nuestros defectos y hasta contra nuestros pecados, ¡y cómo no, si ni siquiera las heridas de una lanza pudieron detenerlo para volver a latir y retomar la vida que desea comunicarnos!

Estamos apunto de comenzar la Semana Santa, conmemoración y participación del acontecimiento que pondría de manifiesto aquel amor hasta el extremo del Sagrado Corazón de Jesucristo, cuyos latidos son divinos y cuya razón somos nosotros; un Corazón que hoy, como siempre, desea ser correspondido, desea ocupar el lugar central y reinar en nuestros corazones a partir del sacrificio más grande de todos ofrecido a su Padre por nosotros, porque Jesús, como dice san Alberto Hurtado: “Quería, delante de su Padre, en el silencio y en la soledad, reunir en su corazón misericordioso toda la miseria humana para hacerla más y más suya, para sentirse oprimido, para llorarla. Él quería, en su vida de hombre, afirmar el derecho soberano de la divinidad. Él quería, como cabeza de la humanidad, unirse más íntimamente a cada existencia humana, fijar su mirada en la historia del mundo que venía a salvar.”; y el Triduo Pascual es justamente para que nosotros, especialmente ahora, tomemos parte de esta culminación de la vida terrena del Hijo de Dios, contemplándolo y acompañándolo en su camino hacia el Calvario, compadeciéndonos del castigo que viene sufrir en lugar de nosotros, y buscando aquella sintonía de corazones que alcanzaron los grandes santos a “fuerza amorosa” de meditar en su sagrada Pasión, de detenerse en sus heridas y adentrarse en los dolores más profundos de su alma.

También ahora el Padre celestial está mirando, cerniendo igualmente sobre sus hijos adoptivos su mirada, contemplando aquellos corazones que deciden regresar a su regazo, y alegrándose con Él el mismo Cielo por cada pecador que se convierte, que se retracta de su mala conducta, que se decide a cambiar para mejor y determina con su vida amar en serio a su Dios, que siendo hombre y “sin aspecto humano” (Is 53, 2), debido a sus heridas, continúa adelante hacia el Calvario, sin darle la espalda al misterioso designio de salvación que ha forjado la cruz en la cual nos regalará hasta su último latido; porque Dios jamás deja las cosas a medias animado por el amor y la certeza absoluta de que su entrega dolorosa no es en vano sino para aquellos que decidan ignorarla, pero que para quienes comprendan que la cruz ha sido el instrumento de la divina Misericordia para nuestra salvación, y se decidan a acompañar de cerca a Jesucristo en su Pasión, se convierte en esperanza, redención y santificación en esta vida, coronándola con la felicidad del que se sabe beneficiario de esta divina compasión que llega hasta la justificación ante el Padre.

Acompañemos en este Triduo Pascual a nuestro Señor, refugiémonos en este Sagrado Corazón que será traspasado y en su herida nos ofrecerá un lugar para habitar. Escuchemos sus latidos y sencillamente correspondámosle, como Él espera, como Él desea.

“Levántate, oh alma amiga de Cristo. No ceséis en vuestra vigilia, pegad vuestros labios a este Corazón para que allí podáis sacar las aguas de las fuentes del Salvador”. (San Buenaventura)

 

P. Jason, IVE.

Y pensar que tuvieron que preguntarle…

Sobre la delicadeza del corazón de Cristo

 

Y cuando vino la tarde, se sentó a la mesa con sus doce discípulos.

Y cuando ellos estaban comiendo, dijo:

“En verdad os digo, que uno de vosotros me ha de entregar.

Y ellos muy llenos de tristeza, cada uno comenzó a decir:

¿Por ventura soy yo, Señor?

Mt 26, 20-21

 

Estando en las vísperas del momento crucial de su sagrada pasión, nuestro Señor Jesucristo se encuentra a la mesa con sus discípulos, sus cercanos, sus íntimos…, sus amigos. Y entonces decide revelarles una de las verdades, tal vez, más dolorosas para su sagrado Corazón: no ya el abandono general con que ellos mismos le pagarían dentro de muy poco tiempo, pese a haberle prometido más de una vez que estarían siempre con Él, sino la de aquella entrega traicionera que había comenzado a gestarse desde hacía tiempo en el corazón de aquel cuyo nombre estaba a punto de convertirse en sinónimo de traición, el cual no quiso revelar el Salvador, para darle la oportunidad, como sabemos, de arrepentirse -como hace con nosotros-, de dar un paso atrás ante la decisión más terrible de la vida que acabaría por quitarse ante la desesperación… y Jesús le sigue dando tiempo, y sigue esperando para ofrecerle su perdón, como dice, entre otros, san Jerónimo: “Como el Señor había predicho ya su pasión, ahora predice cuál será el traidor, dándole lugar a que haga penitencia, puesto que sabía que conocía sus pensamientos, y los secretos de su corazón, con el fin de que se arrepintiese de lo hecho”.

De más está decir lo inexplicable que resulta la traición de Judas sabiendo que Jesús conocía bien los corazones, y cuánto más los de sus discípulos, y más aún ante tal y tan grande predilección; oscuro misterio en el cual solamente la sabiduría Divina se puede adentrar, y que a nosotros no nos corresponde más que contemplar con gran tristeza y con profundo dolor.

Pero pongamos más bien nuestra atención en aquel detalle tan propio del Sagrado Corazón de Jesús, de una delicadeza exquisita y tan ejemplar para nosotros que nos decimos también sus seguidores, y es el hecho de que, ante el anuncio de la traición terrible y dolorosa del apóstol corrompido, sus discípulos “tuvieron que preguntarle de quién se trataba”, es decir, que tanta era esta delicadeza de nuestro Señor, que ninguno se dio cuenta de las intenciones de Judas; en otras palabras, a tal punto Jesús quería el arrepentimiento del traidor que, pese a conocer sus intenciones -¡porque veía su corazón y él lo sabía!-, sin embargo, lo siguió tratando como a cada uno de sus amigos: con afabilidad, con simpatía, con ternura tal vez, y, por supuesto, con aquella caridad exquisita que ocultó a los ojos de los demás discípulos las nefastas intenciones de quien le había puesto precio a su Redentor y su maestro.

De todo esto se entiende bien que Jesucristo nos enseña a no rendirnos con nosotros mismos ni con los demás, así como tampoco Él se rinde con nosotros; a tener entre nosotros la paciencia que Dios nos tiene hasta el final de nuestras vidas; a no dejar de luchar contra nuestros defectos y pecados, y emprender sin dar marcha atrás la misión de conquistar a los demás para Dios (ofreciéndonos antes nosotros mismos del todo a Dios, claro), pues nosotros también somos apóstoles del Hijo de Dios, seamos sacerdotes o religiosos, madres o padres de familia, amigos, compañeros o lo que fuere respecto a los demás. El Corazón de Cristo no retrocede ante el mal del hombre sino todo lo contrario, persevera, espera y no deja de amar al pecador que le conmueve las entrañas, sin retirarle jamás la mano para sacarlo del abismo y llevarlo junto consigo para resguardarlo.

Allí donde nosotros vemos a veces un motivo de reproche o decepción, Jesucristo ve una herida que desea remediar, pues los pecadores, los heridos por el pecado, son sus predilectos y la razón de su Encarnación, misterio divino fruto del amor del Dios que no abandona y viene en busca de los que se hallaban perdidos para conducirlos Él mismo a su redil.

Los apóstoles no supieron que se refería a Judas porque Jesús no lo trataba con menos consideración, ni lo habrá escuchado con menos atención, ni le habrá negado el rostro o afectado siquiera el tono de su voz, ni fruncido el ceño, ni evitado, ni le habrá dedicado, por supuesto, ninguna otra actitud de entre la variada gama de la malicia del rencor y del desprecio, porque el Hijo de Dios no se espanta de los pecadores ni sus faltas más terribles, su misericordia no se lo permite, y seguirá esperando nuestras conversiones hasta el final de nuestras vidas, pues solamente la muerte ese es el límite para su rescate de la condena (o el inicio de nuestra efectiva santificación): ni lo terrible de los pecados, ni lo profundo de la culpa, ni siquiera la prolongación de la indiferencia de algunas almas; Jesucristo no deja de esperar, como con Judas, a quien hasta el último momento habrá mirado con ternura y con dolor por su traición, pero ciertamente ni con rabia o condena… así habrá sido su mirada postrera en Getsemaní luego de haber recibido el beso de la condena del que no quiso retractarse.

Dice san Agustín: “La virtud del alma que se llama paciencia es un don de Dios tan grande, que Él mismo, que nos la otorga, pone de relieve la suya, cuando aguarda a los malos hasta que se corrijan.”; paciencia fruto de la Misericordia divina, consecuencia del amor del Sagrado Corazón de Jesús que nos invita a actuar, a cambiar para mejor, en definitiva, a llevar a cabo una profunda conversión que corresponda a la tiernísima delicadeza de nuestro Señor.

 

P. Jason, IVE.