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¿Se imaginan si fuéramos santos?

Hay que entusiasmarse con la santidad

“Cuando sientas que ya no sirves para nada

todavía puedes ser santo”

San Agustín

Hace un par de días me topé con una frase que no pude dejar pasar sin detenerme un buen rato a considerarla, a reflexionarla: “Yo haría santos a todos si se dejaran trabajar” (Jesús a santa Catalina de Génova); y es que es un tema bastante común para nosotros, especialmente los sacerdotes que a menudo lo predicamos, el simple hecho de recordar que todos estamos llamados a la santidad; más aún, que todos deberíamos realmente “entusiasmarnos por la santidad”. Ojo que ocupamos muy a propósito esta expresión porque “nos entusiasmamos ante lo realizable”, ante lo posible; y en este caso, ante un deseo que brota naturalmente de lo más profundo del Sagrado Corazón de Jesús, el mismo que nos dijo “sed perfectos, así como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48). Es cierto que, tal vez, nuestras reales limitaciones -defectos y pecados-, nos puedan quitar el entusiasmo y apagar los magnánimos deseos, pero es aquí donde debemos recordar aquello de que “la gracia supone la naturaleza”, esa misma gracia que infunde las determinaciones más profundas y los nobles deseos que forjan a las almas santas en la medida en que éstas empiecen a ser fieles a ellos, enamorándose de Dios y haciéndose sedientos de su gloria y su santa voluntad en esta vida, preclara empresa que merece todos nuestros esfuerzos y nuestra confianza en Dios. “La gracia supone la naturaleza”, repetimos; una naturaleza que puede estar golpeada, herida, corrompida, débil, mediocre, etc., y que, sin embargo, una vez que se abandona con firmeza a los divinos designios -los que bien conoce Aquel que vino no por los justos…-, comienza a obrar de tal manera en el alma, que ésta empieza a dejarse abrasar por el fuego del amor divino (el que enardece, el que purifica, el que poco a poco va consumiendo nuestras miserias a costa de los necesarios sufrimientos y las noches encargados de labrar la grandeza), y es allí donde la santidad comienza a ser posible para ella, porque los santos se van forjando en el amor a Dios y en las exigencias de este amor que no espera excusas sino confiada entrega, que no quiere oír objeciones sino firmes determinaciones, y que no discrimina a nadie, por pecador que sea, para recibirlo junto al selecto grupo de sus íntimos, los que dejaron atrás todas las excusas y poco a poco, a fuerza de generosidad, santo abandono y correspondencia a la divina misericordia, se dejaron moldear por el Santo de los santos: “Jesucristo, luego que apareció en el mundo, ¿a quién llama? ¡A los magos! ¿Y después de los magos? ¡Al publicano! Y después del publicano a la meretriz, ¿y después de la meretriz? ¡Al salteador! ¿Y después del salteador? Al perseguidor impío.

¿Vives como un infiel? Infieles eran los magos. ¿Eres usurero? Usurero era el publicano. ¿Eres impuro? Impura era la meretriz. ¿Eres homicida? Homicida era el salteador. ¿Eres impío? Impío era Pablo, porque primero fue blasfemo, luego apóstol; primero perseguidor, luego evangelista… No me digas: “soy blasfemo, soy sacrílego, soy impuro”. Pues, ¿no tienes ejemplo de todas las iniquidades perdonadas por Dios?

¿Has pecado? Haz penitencia. ¿Has pecado mil veces? Haz penitencia mil veces. A tu lado se pondrá Satanás para desesperarte. No lo sigas, antes bien recuerda las 5 palabras “éste recibe a los pecadores”, que son grito inefable del amor, efusión inagotable de misericordia, y promesa inquebrantable de perdón.” (san Alberto Hurtado)

Suspirar por lo inalcanzable produce tristeza, suspirar por lo que es posible, aun cuando sea arduo de alcanzar, produce esperanza y entusiasmo, y la santidad es posible. Ahora sí, vayamos a la pregunta con que hemos titulado esta sencilla reflexión: ¿se imaginan si fuéramos santos?; cómo atraeríamos las almas hacia Dios; qué autoridad tendrían nuestras palabras; qué fuerza nuestros ejemplos; qué poder nuestras oraciones y qué profundidad nuestra intimidad con Dios.

La santidad, de alguna manera, podríamos decir que tiene un aspecto personal y uno social, me explico: el alma que se va santificando se va haciendo más agradable a Dios, más cercana, y esto le va permitiendo adentrase cada vez más en los gozos sobrenaturales que solamente los verdaderos amadores de Dios han llegado a conocer. A estas almas Dios las complace con gusto, como escribe el beato: “…Un alma que conocía una intimidad tan grande -entre el corazón de santa Gertrudis y su amor a Jesucristo-, se atrevió a preguntar a nuestro Señor por qué clase de atractivos había merecido santa Gertrudis una tal preferencia. “La amo de este modo, respondió nuestro Señor, a causa de la libertad de su corazón, donde nada penetra que pueda disputarme la soberanía”. Así, pues, porque ella buscaba únicamente a Dios en todas las cosas, desasida por completo de toda creatura, mereció esta santa ser el objeto de las complacencias divinas, las más inefables y extraordinarias.” (Dom Columba Marmion); pero como el bien es difusivo, es decir, necesita comunicarse, es que necesariamente el alma santa que atrae para sí las bendiciones divinas, también es instrumento para que Dios comunique la abundancia de sus gracias a las demás almas que la rodean: ¿cuántas almas, por ejemplo, se rindieron ante la Divina Misericordia, atraídas a los confesionarios del santo Cura de Ars o del santo padre Pío?; ¿cuántas mentes y corazones no se iluminaron con el diario de santa Faustina Kowalska y emprendieron una vida de respuesta a la bondad divina?; ¿cuántos teólogos, filósofos, consagrados y laicos nos seguimos beneficiando de los escritos de santo Tomás de Aquino?; ¿cuántas personas se dejaron arrastrar por el ejemplo de la santa Madre Teresa de Calcuta y sus hermanas de la caridad?; ¿acaso san Agustín, san Bernardo, o san Juan Pablo II no nos siguen predicando?; ¿acaso las vidas de los santos no siguen moviendo los corazones?; ¿qué no hay santos que, en este preciso momento, escondidos o “pasando desapercibidos”, nos están sosteniendo con sus oraciones y sacrificios?, y lo mismo los del Cielo, que siguen intercediendo por nosotros y alcanzándonos las gracias que con fe le suplicamos a Dios por medio de ellos.

En síntesis, “la santidad no se queda en el santo”, porque la virtud no termina en el virtuoso, como bien sabemos; necesariamente se irradia, actúa y beneficia a quienes entran en contacto con ellos. Dios quiere santos, Dios nos quiere santos, Dios dispone todas las gracias necesarias para hacernos santos, ¿por qué entonces no lo somos? La respuesta debemos hallarla en nosotros mismos, preguntándonos en primer lugar ¿realmente quiero ser santo?, ¿estoy dispuesto a pagar el precio?, ¿a amar a Dios lo suficiente?; ¿qué debemos hacer?: buscar en todo la gloria de Dios, pues la santidad es consecuencia de esto.

Los santos se hicieron tales por olvidarse de ellos mismos y dedicarse solo a Dios y su divina voluntad; porque no querían la honra humana ni los aplausos ni los halagos ni nada de eso, sino solamente la gloria de Dios, y por eso Él los coronó con la santidad.

De parte de Dios estará todo siempre dispuesto para que crezcamos en el amor a Él; examinémonos, pues, para descubrir y desterrar poco a poco los impedimentos u obstáculos que puedan anidar en nuestras almas, pero siempre con confianza, “al ritmo de Dios” como enseñan los santos: algunos adelantarán más rápido, otros deberán purificarse más, otros deberán padecer las grandes tormentas que los más débiles no podrían soportar sin sucumbir; sea cual sea nuestro sendero “entusiasmémonos” de caminarlo sin mirar atrás ni comparar con los demás, poniendo nuestros ojos fijamente en Dios y su gloria, en hacer mi parte y ofrecerle mi nada y mi confianza, y rogándole la gracia de cumplir con aquello para lo cual he sido creado.

Que nuestra miseria no nos desanime, que nuestros errores no nos aten, que nuestros fracasos no nos condicionen, ¿acaso no tenemos ejemplos de los santos?: “San Pablo era un gran perseguidor de la Iglesia la víspera de ser el gran apóstol. San Ignacio o San Francisco Javier eran unos mundanos libres la víspera de ser dos torbellinos apostólicos. La Magdalena era una gran pecadora la víspera de ser una gran santa. También la sociedad puede ser gran pecadora y hasta perseguidora de la Iglesia la víspera de su conversión; porque si el mundo está perdido, todos los conversos estuvieron perdidos la víspera de ser encontrados por la Gracia. Hagamos, pues, del problema del mundo un problema de Gracia y conversión…” (José María Pemán)

Roguémosle a nuestro Dios que suscite grandes santos para nuestro tiempo; y que el ejemplo de los que alcanzaron ya su Gloria en la eternidad nos entusiasme a trabajar incansablemente, cueste lo que cueste, por ser contados también entre los amigos cercanos de nuestro Señor, el Santo de los santos.

 

P. Jason, IVE.

El nombre de Jesús, esplendor de los predicadores

Esplendor de los predicadores

San Bernardino de Siena

El nombre de Jesús es el esplendor de los predicadores, ya que su luminoso resplandor es el que hace que su palabra sea anunciada y escuchada. ¿Cuál es la razón de que la luz de la fe se haya difundido por todo el orbe de modo tan súbito y tan ferviente sino la predicación de este nombre? ¿Acaso no es por la luz y la atracción del nombre de Jesús que Dios nos llamó a la luz maravillosa? A los que de este modo hemos sido iluminados, y en esta luz vemos la luz, dice con razón el Apóstol: Un tiempo erais tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor: caminad como hijos de la luz.

Por lo tanto, este nombre debe ser publicado para que brille, no puede quedar escondido. Pero no puede ser predicado con un corazón manchado o una boca impura, sino que ha de ser colocado y mostrado en un vaso escogido. Por esto dice el Señor, refiriéndose al Apóstol: Éste es un vaso que me he escogido yo para que lleve mi nombre a los gentiles, a los reyes y a los hijos de Israel. Un vaso —dice— que me he escogido, como aquellos vasos escogidos en que se expone a la venta una bebida de agradable sabor, para que el brillo y esplendor del recipiente invite a beber de ella; para que lleve  —dice— mi nombre.

En efecto, del mismo modo que un campo, cuando se enciende fuego en él, queda limpio de todas las zarzas y espinas secas e inútiles, y así como, al salir el sol y disiparse las tinieblas, se esconden los asaltantes, los maleantes nocturnos y los que entran a robar en las casas, así la predicación de Pablo a los pueblos, semejante al fragor de un gran trueno o a un fuego que irrumpe con fuerza o a la luz de un sol que nace esplendoroso, destruía la infidelidad, aniquilaba la falsedad, hacía brillar la verdad, como cuando la cera se derrite al calor de un fuego ardiente.

Él llevaba por todas partes el nombre de Jesús, con sus palabras, con sus cartas, con sus milagros y ejemplos. Alababa siempre el nombre de Jesús, y lo llamaba en su súplica.. El Apóstol llevaba este nombre como una luz, a los gentiles, a los reyes y a los hijos de Israel, y con él iluminaba las naciones, proclamando por doquier aquellas palabras: La noche va pasando, el día está encima; desnudémonos, pues, de las obras de las tinieblas y vistámonos de las armas de la luz. Andemos como en pleno día, con dignidad. Mostraba a todos la lámpara que arde y que ilumina sobre el candelero, anunciando en todo lugar a Jesucristo, y éste crucificado.

De ahí que la Iglesia, esposa de Cristo, apoyada siempre en su testimonio, se alegre, diciendo con el salmista: Dios mio, me instruiste desde mi juventud, y hasta hoy relato tus maravillas, es decir, que las relataba siempre. A esto mismo exhorta el salmista, cuando dice: Cantad al Señor, bendecid su nombre, proclamad día tras día su salvación, es decir, proclamad a Jesús, el salvador enviado por Dios.

De los Sermones de San Bernardino de Siena, presbítero (Sermón 49, Sobre el glorioso nombre de Jesucristo, cap. 2; Opera omnia 4, 505-506)

Madre de nuestra existencia

En la persona de Juan comenzamos a ser hijos de María y ella nos da a luz, uno a uno, al pie de la cruz.

P. Gustavo Pascual, IVE.

En el principio de nuestra existencia hay tres madres, podríamos decir.

En primer lugar, nuestra madre física. Nuestra madre física o natural ha querido nuestra existencia y en común acuerdo con nuestro padre y por un acto de amor han querido que nosotros comenzáramos a existir.

Es cierto que ellos aportan nuestro cuerpo y Dios infunde el alma para que comencemos a existir en el tiempo como un nuevo ser humano, sin embargo, ellos han querido, han tenido la voluntad de que comenzáramos a existir y es nuestra madre natural la que ha gestado en su seno nuestra existencia desde el primer instante, desde la concepción, y nos ha dado a luz para la vida terrena en un tiempo determinado: año, mes, día.

Debemos nuestra existencia natural a nuestra madre natural. ¡Qué inmenso debe ser nuestro agradecimiento a ella! Por ella nosotros somos hombres, existimos, y somos capaces, con la gracia de Dios, de alcanzar nuestra existencia eterna.

La segunda madre por la cual existimos y por la cual existe nuestra madre que nos ha traído a la vida terrena es la madre de todos los vivientes, Eva. Por ella existen todos los hombres. De ella han nacido todos los hombres. Ella dio la existencia a los primeros hombres y de ella descendemos todos. Ella junto con Adán decidió voluntariamente nuestra existencia siguiendo el mandato de Dios “multiplicaos y henchid la tierra”[1]. Ella nos da la existencia. Nos dio la existencia, pero con una reliquia peculiar que también nos trasmite nuestra madre natural. Nuestra existencia comienza inficionada por una mancha en el alma, la mancha original, el pecado original. Todos comenzamos nuestra existencia teniendo esta mancha. La tenemos involuntariamente en nosotros, aunque voluntariamente en nuestros primeros padres, en la madre que da la existencia a todos los vivientes.

Por Eva comenzamos una existencia terrena enferma y sin existencia sobrenatural. Comenzamos a existir en pecado y separados de Dios. Comenzamos a existir en pecado, sin la gracia que ellos tuvieron y perdieron por su pecado. Eva nos da a luz muertos a la vida sobrenatural. Nos da a luz fuera del Edén, en tierra desierta.

La tercera madre por la cual existimos es María. Ella nos ha dado la existencia sobrenatural en la cruz. Su compasión con Cristo y sus dolores han permitido nuestra existencia sobrenatural.

Le dijo Jesús a María: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”[2]. En la persona de Juan comenzamos a ser hijos de María y ella nos da a luz, uno a uno, al pie de la cruz.

La existencia sobrenatural que Eva, la Mujer del Génesis nos arrebató por su pecado, la Mujer Nueva, la Nueva Eva, María Santísima, nos la devuelve aplicando los méritos de su Hijo a cada una de nuestras almas, santificándolas y devolviéndoles la existencia sobrenatural.

La que dio la existencia al Verbo de Dios sin dolor en Belén nos da por gracia del Verbo Encarnado nuestra existencia sobrenatural en el Calvario con los dolores del parto, por su compasión con los dolores de su Hijo, como corredentora de la humanidad.

Eva dio la existencia terrena a nuestra madre natural, aunque no la existencia sobrenatural. Eva dio la existencia terrena a María y no le trasmitió por la gracia de Cristo la muerte sobrenatural. No pudo quitar la existencia sobrenatural a María por causa de la redención especial que preservó a María  del pecado y que la hizo comenzar su existencia natural y sobrenatural juntamente. María fue concebida sin pecado original y en gracia, con vida sobrenatural, como excepción extraordinaria de la naturaleza humana por el amor de Dios ya que iba a ser su Madre. Nuestra madre natural recibió de Eva la existencia natural más no la sobrenatural y recibió de María la existencia sobrenatural.

María recibió la existencia natural de Eva y comunicó la existencia sobrenatural a nuestra madre terrena.

La comunicación de la existencia que nos da María es mayor que la que nos da Eva y la que nos da nuestra madre natural. ¿Por qué? Porque el fundamento final de nuestra existencia es Dios y sólo cuando estamos unidos a Dios podemos decir que existimos. La existencia terrena se acaba, la sobrenatural es eterna. La existencia terrena comienza por el alma que le da vida más el alma existe por Dios. La existencia sobrenatural es mayor infinitamente que la existencia natural.

La existencia natural debemos agradecerla, sin ella no llegaríamos a la sobrenatural, pero ya al comienzo de nuestra existencia terrena hay una intervención de lo sobrenatural que es la infusión del alma por parte de Dios. Esta vida de hombre nos hace capaces de la existencia sobrenatural y esta existencia nos viene por María. Debemos agradecer a Eva que nos haya comunicado la existencia natural, aunque nos dejó, por su pecado, en desgracia.

Finalmente debemos agradecer a María porque ella nos comunica la existencia sobrenatural y nos hace hijos de Dios. Por ella comenzamos a estar unidos a Dios y podríamos decir que comenzamos la verdadera existencia que no terminará jamás.

María es Madre de nuestra existencia y de nuestra existencia sobrenatural, la que nos hace vivir vida celeste en esta existencia temporal. La existencia sobrenatural que nos comunica María eleva la existencia natural sin destruirla. María nos da una existencia nueva, la de los hombres nuevos, la de los hombres cristificados.

María no nos da la existencia y luego nos deja solos, sino que constantemente está haciéndonos crecer en la vida sobrenatural por las gracias que nos concede porque no hay gracia de Cristo que no nos venga por María. Ella es el acueducto, dice San Bernardo, por el cual Jesús derrama su infinita gracia.

Hay una cuarta Madre por la cual existimos y es la Iglesia. Iglesia que es hija de Eva, pero sobre todo hija de María. Del costado abierto de Jesús ha nacido. Ha nacido de los dolores de la pasión de Jesús y de las lágrimas de la compasión de María. Ha nacido del corazón rasgado del Hijo y del corazón traspasado de la Madre.

En la Iglesia están todas las fuentes de donde las gracias se derraman a los hombres porque uno por uno todos han nacido en ella[3]. Todos los que han querido nacer a la vida sobrenatural, los que han querido comenzar a ser hijos de Dios. La Iglesia en la fuente bautismal nos hace renacer como hijos de Dios y comenzar a pertenecer a ella. Por la existencia que nos comunica la Iglesia comenzamos a ser hijos de Dios y herederos del Cielo.

María no ha nacido de la Iglesia porque no recibió el Bautismo, pero es un miembro de la Iglesia. María pertenece a la Iglesia como un miembro eminente entre sus miembros. Es como el cuello en el Cristo total porque es la mediadora entre la Cabeza y el Cuerpo que es la Iglesia.

María es un miembro eminente del cuerpo de la Iglesia, pero ha dado la existencia al Cristo total, cabeza y miembros. Dio a luz a su Hijo en Belén y es Madre de la Cabeza del cristo total y dio a luz en el Calvario al cuerpo del Cristo total, a la Iglesia.

Si bien la Iglesia nació del costado abierto de Cristo crucificado  en Pentecostés donde la Iglesia nace propiamente cuando sus pocos miembros que formaban un pequeño cuerpo recibieron el alma que lo vivificó, el Espíritu Santo. En Pentecostés nació la Iglesia y fue María que por su oración junto con la de los Apóstoles impetraron la venida del Don de Dios. Todos fueron, con sus oraciones, causa impetratoria de la venida del Espíritu Santo, pero principalmente María que sostenía con su fe y caridad a la Iglesia naciente. La sostenía también con su fortaleza y esperanza alentando a los Apóstoles a dar testimonio, sin temor, de su Hijo Jesús. María estuvo en Pentecostés, en el nacimiento de la Iglesia y fue parte activa de ese nacimiento y fue desde el comienzo un miembro honorable del Nuevo Israel.

Pidamos a María que nos dé la fidelidad a la gracia de nuestra existencia sobrenatural y de nuestra existencia como miembros de la Iglesia.

 

[1] Gn 1, 28

[2] Jn 19, 26

[3] Cf. Sal 86, 5

La verdadera fe, la fe profunda

«Hija, ten confianza; tu fe te ha sanado.»

 La virtud que Nuestro Señor recompensa más, la que más alaba, es casi siempre la fe. Algunas veces alaba el amor, como en la Magdalena; algunas otras, la humildad; pero estos ejemplos son raros; es casi siempre la fe la que recibe de Él la recompensa y las alabanzas… ¿Por qué?… Sin duda porque la fe es la virtud, si no la más alta (la caridad va delante), al menos la más importante, pues ella es el fundamento de todas las otras, comprendida la caridad, y también porque es la más rara… Tener verdaderamente fe, la fe que inspira todas las acciones, esa fe sobrenatural que despoja al mundo de su máscara y muestra a Dios en todas las cosas; que hace desaparecer toda imposibilidad, que hace que todas estas palabras, inquietud, peligro y temor, no tengan sentido; que hace que se ande por la vida con una calma, una paz y una alegría profundas, como un niño de la mano de su madre, que establece al alma en un desasimiento tan absoluto de las cosas sensibles, en las cuales ella ve claramente la nada y la puerilidad; que da confianza en la oración, la confianza del niño, pidiendo una cosa justa a su padre; esa fe que nos muestra «que fuera de lo que es agradable a Dios, todo es mentira»; esa fe que hace ver todo como bajo otro prisma —a los hombres a imagen de Dios, que hace falta amar y venerar como retrato de nuestro Bienamado y a los que es necesario hacer todo el bien posible; a las otras criaturas como cosas que deben, sin excepción, ayudarnos a ganar el Cielo, alabando a Dios a este efecto, sirviéndole o privándonos —; esa fe, que haciéndonos entrever la grandeza de Dios, nos hace ver nuestra pequeñez; que hace emprender sin dudar, sin enrojecer, sin temor, sin retroceder jamás, todo lo que es agradable a Dios.

¡Oh, qué rara es esta fe!… ¡Dios mío, dádmela! ¡Dios mío, haced que yo crea y que ame; os lo pido en nombre de Nuestro Señor Jesucristo! Amén.

 

San Charles de Foucauld

Cuando ninguna voz se alzó para defenderlo

JESUCRISTO EN EL PRETORIO

Y ellos volvieron a gritar: “Crucifícale”. Y les decía:

“¿Pues qué mal es el que ha hecho?”

Mas ellos gritaban con mayor fuerza: “Crucifícale”.

Al fin Pilatos, deseando contentar al pueblo, les soltó a Barrabás,

y a Jesús, después de haberle hecho azotar,

se lo entregó para que fuese crucificado. (Mc 15, 13-15)

A lo largo de la historia de la humanidad, a menudo las verdades son precedidas por misterios, es decir, secretos u oscuridades que por fuerza nos hacen ir en busca de la verdad para esclarecerla y darla a conocer, compartirla, degustarla y enriquecernos con ella. Pero también es cierto que existen algunos misterios tan profundos que parecieran quedar siempre revestidos de tinieblas, por más luz que arrojemos sobre ellos y aun cuando, de hecho, podamos seguir sacándoles las verdades que se han ido como gestando entre sus tinieblas… y, aun así -reiteramos-, parte de ellos seguirán siendo siempre un gran enigma. Tal es el caso de día fatal que contempló con indecible pena a nuestro Señor Jesucristo ante Pilatos y ante la fatídica multitud, que terminó pidiendo la infame sentencia de muerte del mismísimo Autor de la vida.

Sabemos bien que la Escritura debía cumplirse, tal como estaba escrito y como había confirmado y reiterado este Varón de dolores llevado como oveja al matadero; pero qué difícil es detenerse a contemplar a nuestro Dios hecho hombre, salvador y redentor, aclamado como Rey pocos días atrás, bajo este manto de injusticia e impiedad. “Hosana, hijo de David”, le decían el Domingo anterior, multitudes que llegaban a Jerusalén para la Pascua; hombres y mujeres, jóvenes, ancianos y niños; tal vez algunos sanados por Él; quizás conocidos de aquellos que habrían recibido de Jesús alguna gracia; entusiastas oyentes de sus prodigios o devotos admiradores de su doctrina; sea como fuere, el hecho es que se habla también de multitudes, que llegan a la ciudad santa proclamando la entrada triunfal de este hombre extraordinario, del que hablaba como nadie y con una autoridad que deslumbraba tanto como sus prodigios; Aquel mismo que se había abierto paso entre los presentes cuando quisieron quitarle la vida, y al cual los sumos sacerdotes y escribas no se habían animado a ponerle las manos encima por temor a quienes “lo seguían”, y que no eran pocos: no solamente los doce, sino también las santas mujeres y los demás discípulos, y hasta algunos curiosos -¿por qué no?-; y, sin embargo, inexplicablemente, “oscuramente”, ahora es entregado a la muerte también por multitudes…, ¡pero qué multitudes son estas!: ¿dónde están los de las palmas en las manos, los mantos en el suelo y los “hosanas” en sus labios?; ¿dónde están sus íntimos; los que lo seguirían hasta la muerte?; ¿no hay ninguno cerca, acaso, que gracias a Él ahora pueda ver o caminar?; ¿dónde está el de la mano seca?, ¿dónde fueron los leprosos sanados?; ¿tan lejos de su sanador llegó acaso el paralítico?, ¿no hay siquiera uno, cuyos oídos se hayan abierto para oír esta injusticia, que se conmueva de Jesús?; ¿o alguno cuya lengua se hubiera soltado para poder decir ¡basta ya!? …ningún intercesor, ¡ninguna voz se alzó para defenderlo!; callaron las muchedumbres cuando había que abogar por Él, por malicia, cobardía, coacción, ¿ignorancia?; ¡pero gritaron para condenarlo! …mientras Cristo calla, por fidelidad al plan divino, por salvar a los culpables, por compasión con los pecadores; por amar hasta el extremo.

En esta terrible escena, donde el péndulo de la culpa oscila entre los que pedían a gritos la muerte del Salvador y aquellos otros que guardaron silencio en lugar de defenderlo, debemos considerar aquel destello de verdad que viene iluminar nuestras acciones, nuestro modo de proceder; pues si bien nosotros en cuanto creyentes no pediremos, obviamente, la condena de nuestro Redentor, sin embargo, aún corremos el riesgo de no levantar lo suficiente nuestras voces para ponernos de su parte; de ser de aquellos favorecidos por su gracia que pasaron desapercibidos entre el tumulto de la infamia; de aquellos que escondieron la lámpara de la luz del Evangelio bajo el celemín del respeto humano, o aquellos cuyo amor por el Hijo de Dios que nos vino a salvar en persona, no llega a arder como debiera entre la oscuridad, para iluminar a los demás y dar a conocer con qué leño ha sido encendido, y hasta dónde es capaz de abrasar el fuego del corazón del Siervo sufriente, que “ardientemente” ha deseado inaugurar la nueva Pascua con su propio sacrificio, por medio de la cruz, y aceptando este designio misterioso de pagar nuestro rescate asumiendo, ¡Él, el más inocente!, nuestra culpa y nuestro castigo.

Reflexionemos con profundidad, ofrezcamos a Dios reparación con sinceridad, y cambiemos en nosotros esta terrible actitud contra Jesús que ahora contemplamos, de tal manera que de aquí en adelante estemos siempre, fielmente, de su parte.

“A todo el que me confesare, pues, delante de los hombres, también le confesaré Yo delante de mi Padre, que está en los cielos; y al que me negare delante de los hombres, también le negaré Yo delante de mi Padre, que está en los cielos” (Mt 10, 32-33)

 

P. Jason, IVE.

El Sagrado Corazón camino a su pasión

Comenzando la Semana Santa

Y pensar que un día el hombre le negó su corazón a Dios… porque eso es el pecado. Y qué irónico que, por buscarse a sí mismo, terminó dándole su corazón a las creaturas, amando libremente aquello que le quita los ojos del Cielo y lo ata a la tierra, como un prisionero que acaricia sus cadenas o un animal abrazado a su jaula… porque eso es el pecado. Fue así que, el hombre decidió emprender su propio camino al margen de Dios, prefiriendo abandonarlo y olvidando que este buen Padre siempre lo seguirá de cerca, porque Dios jamás se desentiende de nosotros, su corazón de padre no se lo permite; al punto de que, para recuperar el amor del corazón del hombre, Él mismo en la persona del Hijo decidió asumir la humanidad… con su correspondiente corazón. Y como éste es para amar, el Sagrado Corazón no deja de hacerlo con intensidad por cada una de nuestras almas, y eso es exactamente lo que ahora consideramos: al Sagrado Corazón del Hijo de Dios que no se anda con pequeñeces, porque todo lo hace en grande, y ama si restricciones y arremete con fuerza contra nuestras excusas, nuestra tibieza, nuestros defectos y hasta contra nuestros pecados, ¡y cómo no, si ni siquiera las heridas de una lanza pudieron detenerlo para volver a latir y retomar la vida que desea comunicarnos!

Estamos apunto de comenzar la Semana Santa, conmemoración y participación del acontecimiento que pondría de manifiesto aquel amor hasta el extremo del Sagrado Corazón de Jesucristo, cuyos latidos son divinos y cuya razón somos nosotros; un Corazón que hoy, como siempre, desea ser correspondido, desea ocupar el lugar central y reinar en nuestros corazones a partir del sacrificio más grande de todos ofrecido a su Padre por nosotros, porque Jesús, como dice san Alberto Hurtado: “Quería, delante de su Padre, en el silencio y en la soledad, reunir en su corazón misericordioso toda la miseria humana para hacerla más y más suya, para sentirse oprimido, para llorarla. Él quería, en su vida de hombre, afirmar el derecho soberano de la divinidad. Él quería, como cabeza de la humanidad, unirse más íntimamente a cada existencia humana, fijar su mirada en la historia del mundo que venía a salvar.”; y el Triduo Pascual es justamente para que nosotros, especialmente ahora, tomemos parte de esta culminación de la vida terrena del Hijo de Dios, contemplándolo y acompañándolo en su camino hacia el Calvario, compadeciéndonos del castigo que viene sufrir en lugar de nosotros, y buscando aquella sintonía de corazones que alcanzaron los grandes santos a “fuerza amorosa” de meditar en su sagrada Pasión, de detenerse en sus heridas y adentrarse en los dolores más profundos de su alma.

También ahora el Padre celestial está mirando, cerniendo igualmente sobre sus hijos adoptivos su mirada, contemplando aquellos corazones que deciden regresar a su regazo, y alegrándose con Él el mismo Cielo por cada pecador que se convierte, que se retracta de su mala conducta, que se decide a cambiar para mejor y determina con su vida amar en serio a su Dios, que siendo hombre y “sin aspecto humano” (Is 53, 2), debido a sus heridas, continúa adelante hacia el Calvario, sin darle la espalda al misterioso designio de salvación que ha forjado la cruz en la cual nos regalará hasta su último latido; porque Dios jamás deja las cosas a medias animado por el amor y la certeza absoluta de que su entrega dolorosa no es en vano sino para aquellos que decidan ignorarla, pero que para quienes comprendan que la cruz ha sido el instrumento de la divina Misericordia para nuestra salvación, y se decidan a acompañar de cerca a Jesucristo en su Pasión, se convierte en esperanza, redención y santificación en esta vida, coronándola con la felicidad del que se sabe beneficiario de esta divina compasión que llega hasta la justificación ante el Padre.

Acompañemos en este Triduo Pascual a nuestro Señor, refugiémonos en este Sagrado Corazón que será traspasado y en su herida nos ofrecerá un lugar para habitar. Escuchemos sus latidos y sencillamente correspondámosle, como Él espera, como Él desea.

“Levántate, oh alma amiga de Cristo. No ceséis en vuestra vigilia, pegad vuestros labios a este Corazón para que allí podáis sacar las aguas de las fuentes del Salvador”. (San Buenaventura)

 

P. Jason, IVE.

Y pensar que tuvieron que preguntarle…

Sobre la delicadeza del corazón de Cristo

 

Y cuando vino la tarde, se sentó a la mesa con sus doce discípulos.

Y cuando ellos estaban comiendo, dijo:

“En verdad os digo, que uno de vosotros me ha de entregar.

Y ellos muy llenos de tristeza, cada uno comenzó a decir:

¿Por ventura soy yo, Señor?

Mt 26, 20-21

 

Estando en las vísperas del momento crucial de su sagrada pasión, nuestro Señor Jesucristo se encuentra a la mesa con sus discípulos, sus cercanos, sus íntimos…, sus amigos. Y entonces decide revelarles una de las verdades, tal vez, más dolorosas para su sagrado Corazón: no ya el abandono general con que ellos mismos le pagarían dentro de muy poco tiempo, pese a haberle prometido más de una vez que estarían siempre con Él, sino la de aquella entrega traicionera que había comenzado a gestarse desde hacía tiempo en el corazón de aquel cuyo nombre estaba a punto de convertirse en sinónimo de traición, el cual no quiso revelar el Salvador, para darle la oportunidad, como sabemos, de arrepentirse -como hace con nosotros-, de dar un paso atrás ante la decisión más terrible de la vida que acabaría por quitarse ante la desesperación… y Jesús le sigue dando tiempo, y sigue esperando para ofrecerle su perdón, como dice, entre otros, san Jerónimo: “Como el Señor había predicho ya su pasión, ahora predice cuál será el traidor, dándole lugar a que haga penitencia, puesto que sabía que conocía sus pensamientos, y los secretos de su corazón, con el fin de que se arrepintiese de lo hecho”.

De más está decir lo inexplicable que resulta la traición de Judas sabiendo que Jesús conocía bien los corazones, y cuánto más los de sus discípulos, y más aún ante tal y tan grande predilección; oscuro misterio en el cual solamente la sabiduría Divina se puede adentrar, y que a nosotros no nos corresponde más que contemplar con gran tristeza y con profundo dolor.

Pero pongamos más bien nuestra atención en aquel detalle tan propio del Sagrado Corazón de Jesús, de una delicadeza exquisita y tan ejemplar para nosotros que nos decimos también sus seguidores, y es el hecho de que, ante el anuncio de la traición terrible y dolorosa del apóstol corrompido, sus discípulos “tuvieron que preguntarle de quién se trataba”, es decir, que tanta era esta delicadeza de nuestro Señor, que ninguno se dio cuenta de las intenciones de Judas; en otras palabras, a tal punto Jesús quería el arrepentimiento del traidor que, pese a conocer sus intenciones -¡porque veía su corazón y él lo sabía!-, sin embargo, lo siguió tratando como a cada uno de sus amigos: con afabilidad, con simpatía, con ternura tal vez, y, por supuesto, con aquella caridad exquisita que ocultó a los ojos de los demás discípulos las nefastas intenciones de quien le había puesto precio a su Redentor y su maestro.

De todo esto se entiende bien que Jesucristo nos enseña a no rendirnos con nosotros mismos ni con los demás, así como tampoco Él se rinde con nosotros; a tener entre nosotros la paciencia que Dios nos tiene hasta el final de nuestras vidas; a no dejar de luchar contra nuestros defectos y pecados, y emprender sin dar marcha atrás la misión de conquistar a los demás para Dios (ofreciéndonos antes nosotros mismos del todo a Dios, claro), pues nosotros también somos apóstoles del Hijo de Dios, seamos sacerdotes o religiosos, madres o padres de familia, amigos, compañeros o lo que fuere respecto a los demás. El Corazón de Cristo no retrocede ante el mal del hombre sino todo lo contrario, persevera, espera y no deja de amar al pecador que le conmueve las entrañas, sin retirarle jamás la mano para sacarlo del abismo y llevarlo junto consigo para resguardarlo.

Allí donde nosotros vemos a veces un motivo de reproche o decepción, Jesucristo ve una herida que desea remediar, pues los pecadores, los heridos por el pecado, son sus predilectos y la razón de su Encarnación, misterio divino fruto del amor del Dios que no abandona y viene en busca de los que se hallaban perdidos para conducirlos Él mismo a su redil.

Los apóstoles no supieron que se refería a Judas porque Jesús no lo trataba con menos consideración, ni lo habrá escuchado con menos atención, ni le habrá negado el rostro o afectado siquiera el tono de su voz, ni fruncido el ceño, ni evitado, ni le habrá dedicado, por supuesto, ninguna otra actitud de entre la variada gama de la malicia del rencor y del desprecio, porque el Hijo de Dios no se espanta de los pecadores ni sus faltas más terribles, su misericordia no se lo permite, y seguirá esperando nuestras conversiones hasta el final de nuestras vidas, pues solamente la muerte ese es el límite para su rescate de la condena (o el inicio de nuestra efectiva santificación): ni lo terrible de los pecados, ni lo profundo de la culpa, ni siquiera la prolongación de la indiferencia de algunas almas; Jesucristo no deja de esperar, como con Judas, a quien hasta el último momento habrá mirado con ternura y con dolor por su traición, pero ciertamente ni con rabia o condena… así habrá sido su mirada postrera en Getsemaní luego de haber recibido el beso de la condena del que no quiso retractarse.

Dice san Agustín: “La virtud del alma que se llama paciencia es un don de Dios tan grande, que Él mismo, que nos la otorga, pone de relieve la suya, cuando aguarda a los malos hasta que se corrijan.”; paciencia fruto de la Misericordia divina, consecuencia del amor del Sagrado Corazón de Jesús que nos invita a actuar, a cambiar para mejor, en definitiva, a llevar a cabo una profunda conversión que corresponda a la tiernísima delicadeza de nuestro Señor.

 

P. Jason, IVE.

Pecar es morir

Meditación sobre el pecado

San Alberto Hurtado

 

Pecar es morir. Es la única muerte. Sin pecado la muerte es vida, es comienzo de la verdadera vida; pero con pecado el que vive muerto está:

“No son los muertos los que en la paz descansan de la tumba fría,

muertos son los que tienen muerta el alma y viven todavía”.

Esta verdad es la más cierta de todas: ¡Pecar es morir! La muerte entró en el mundo por el pecado (cf. Rom 5,12). Dios, Padre de amor, puso a los hombres para que vivan, vivan aquí, ¡inmortales continúen viviendo allá! Aquí, en salud, sin tentaciones, sin fatigas, sin dolores, en salud, en descanso, en belleza, en amor. El placer de hacer lo que quiero, de obrar como supremo soberano, de ser mi propia ley, de no estar sometido… y creatura significa esencialmente “sometido”… vulneró su naturaleza en lo más íntimo, perdió su sobrenaturaleza, y definitivamente los adornos preternaturales de su vivir.

Una experiencia de su libertad: la mariposa quiso conocer el fuego y se quemó; el chiquillo quiso lanzarse al espacio y se hizo pedazos; el temerario quiso probar sus fuerzas sobre las olas y se ahogó. Violentaron su naturaleza y murieron. Y desde Adán y Eva, la muerte física de todos: la experiencia de la muerte, la más universal de las experiencias, pero esta muerte física no es sino el símbolo de las otras muertes que tiene el pecador.

  1. Morir a la verdad

El pecado es la mentira. Es mentira que somos autónomos. Tenemos ley y la atropellamos. Mentira que amamos a Dios y le ofendemos. Mentira que esos placeres nos van a dar felicidad. El que se adhiere a lo caduco cae con ello; el que se apoya en caña, sangra al romperse. Mentira que seguimos la naturaleza porque cada pecado es un atropello a la naturaleza: del hijo que insulta a su padre; del hermano que atropella y despoja a su hermano; del hombre que viola las funciones de vida; de la creatura que desconoce los derechos del Creador.

  1. Morir a la belleza

El pecado es la fealdad: rompe la armonía. La obra de Dios es bella y armónica: parece un concierto; el pecado es desarmonía, una nota estridente. ¡Alguien que se sale del concierto para dar su nota de egoísmo! Y cada pecado tiene específica fealdad: La ira es arrebato, es estallido de pasión, “yo”, es oprimir al débil, es cebarse en carne humana. La pereza, que horrible es la pereza… la indolencia, no colaborar en el gran trabajo humano. La embriaguez, perder el sentido, renunciar a ser hombre. La gula: hartarse peor que los animales como los Romanos… vomitar… poner en riesgo su salud, ¡esclavo de la comida! La lujuria: esclavos de la carne. El hombre al servicio de sus glándulas. Y por una conmoción de un rato, de orden animal, renunciar a su amor, a su hogar, a sus hijos, a perder su porvenir. Es mentira y es fealdad. Jurar un amor que no se tiene para poseer y abandonar, ¡a veces para matar después! El egoísmo: fealdad del hombre concentrado en el “yo”, y muerto a lo demás. Los dolores de los demás, su hambre, a veces la muerte no le impresionan. Se desespera en cambio por cualquier capricho propio. Y así todos los demás pecados son feos: por eso se ocultan en la noche, se disculpan, se disimulan… y cuando ni eso se hace es porque la fealdad ha llegado a su máximo: es el cinismo.

Mata a la hombría, al valor, porque es la derrota, la renuncia. No hago lo que quiero… sino lo que otro, o lo que mi “yo” menos bueno, mi “yo” inferior manda. ¿Dónde está el valor en arder y renunciar, o en arder y dejarse quemar? En querer guardar lo que me agrada, o darlo generosamente a otro. Recórranse todas las tentaciones y se verá que el verdadero valor, la hombría está en sobreponerse. Hay quienes dicen que esto es demasiado, que es un lenguaje pasado de moda, ¡que no se pide tanto! Eso se dice. ¿Qué se podrá tallar en esa madera?.

Y lo peor es que cada pecado debilita más y más. A medida que uno persevera en el barro se hunde más y más, y se hace más difícil salir. El poder para el bien se hace cada vez más débil, el poder para el mal, el atractivo, las voces del pecado, cada vez más fuertes.

  1. Morir a la delicadeza

Esa hermosa cualidad que hace la vida hermosa: fijarse en lo pequeño, deseo de agradar, atenciones, sacrificios, que son el perfume de la vida… El pecado vuelve al hombre grosero, egoísta, vuelto sobre sí mismo. No tiene ojos más que para sus propios gustos. A veces uno ve maridos, casados con una esposa ideal, nace un amor torcido, y se vuelven brutos, ven a su esposa triste, envejecida, perdido el sentido de la vida… sus hijos abandonados, el patrimonio que se va… y nada. “No corto con lo que me agrada”.

A veces muchachos llenos de cualidades, dominados por una pasión, van poco a poco perdiendo la delicadeza: piden dinero prestado, no lo devuelven, viven de la bolsa, hacen una incorrección, y luego otra para tapar la primera… ya no se esconden: se exhiben en público…

Otras veces son las palabras duras, la falta de respeto y de cariño a los padres: no hay tiempo para conversar con ellos, para darles un gusto, para sacarlos, para darles una bella vejez. ¡Hasta a veces se les da positivos disgustos! Y no es puramente voluntario: es que ha cambiado su carácter, se hace irascible, ha perdido el control, falta el aceite, no hay la vida interior en la que todo se arregla, no hay la humildad de una confesión sincera… ¡a lo más una acusación con cualquiera para salir del paso!. Falta el ánimo de levantarse para “volver a ser yo”. “Feliz aquel que cuando oyere la voz del Señor se levanta a tiempo y va hacia su Padre y recobra su delicadeza!”.

  1. Morir a la dignidad

¿Adónde se rebaja un pecador? Roba a su madre: el que le pidió plata, no se la dieron, le robó, la mató… y se fue a suicidar. ¡Qué casos, Dios mío, los que uno sabe! ¿Cómo se ha podido llegar allá? Abusa de la confianza de un amigo… llega a prostituir a su mujer o a su hija… para lucrar; ¡no pasan en las nubes esos casos! Falsifica firmas… ¡Engaña a su mejor amigo! Es la suerte del pecador… Y el que se pone en el plano inclinado ¿quién sabe a donde irá a parar?

  1. Morir a los ideales

Bellos ideales de juventud: obras que yo quería realizar ¿dónde estáis? ¿Por qué ya no me conmovéis como antes? ¿Por qué no me decís nada?… ¿Me dejáis frío? Os miro como algo tan lejano. ¡Cómo pude yo entusiasmarme con esto! La vida tiene sólo un sentido positivo, frío, egoísta, que yo llamo a veces “realista”, “positivo”, “puesto en este mundo”. ¿Estaré en la verdad? ¡¡Esta vida que se pesa, se mide, se cuenta, es la única!!

  1. Morir a las realidades

Pero no sólo a los ideales, a las mismas realidades. ¡Cuántos ha podido uno ver que prometían tanto y no han hecho nada! Se han hundido, ¡¡se pasmaron!! Y parece que esto fuera más propio de aquellos que han sido de inteligencia más clara, porque han comprendido más las posibilidades de la vida y no se pueden contentar con mediocridades. Al perder el sentido de lo heroico, ¡pierden también el sentido de lo humano! No hay nada que estimule una labor que sólo se puede animar con algo proporcionado a su gran capacidad. Otros, para quienes el dinero, el trabajo mismo es el único ideal, son capaces de esto. ¿Hasta dónde les llena después, hasta dónde les satisface plenamente?

 

“Un disparo a la eternidad”, pp.49-55 s53y05

Lo maravilloso de aceptar nuestra vocación

Una reflexión para este Domingo

P. Jason, IVE.

Queridos hermanos:

El santo Evangelio de este Domingo (Jn 1,35-42), claramente nos presenta la misteriosa realidad de “la vocación”; es decir, aquel llamado de Dios que ha comenzado a hacer eco desde su eternidad buscando encontrarse finalmente en el tiempo con nuestro “sí” a aquel estilo de vida que nuestro Padre celestial nos ha querido ofrecer como el camino concreto para nuestra felicidad en la tierra y posterior conquista de la vida celestial; sea el matrimonio, sea la vida consagrada, sea lo que Dios haya dispuesto en su infinita sabiduría como lo mejor para nosotros según nuestros talentos y defectos, dones, capacidades, determinaciones, generosidad, etc.; pero en definitiva según aquel íntimo plan entre Dios y cada uno de nosotros que debemos buscar, descubrir y abrazar con alegría.

 

Dios sigue llamando

Para poder adentrarnos un poco en esta realidad tan esencial para cambiar y determinar toda una existencia humana, toda la vida del alma que la acepta, podríamos considerar una hipotética alternativa a la luz de una sencilla pregunta: ¿qué hubiera pasado con los apóstoles si le hubieran dicho que no a Jesús cuando los invitó a seguirlo? En general, “se hubieran perdido toda la exclusividad de Jesucristo”. Si cada uno se hubiera quedado simplemente en su vida habitual, junto al lago, cobrando impuestos o lo que fuera, se habrían perdido la intimidad con el Hijo de Dios y toda la inefable riqueza implicaba: escuchar de sus labios sus palabras e interpretaciones; verlo hacer milagros; recibir sus correcciones y enardecer su fervor por la verdad; contemplar con sus propios ojos a los incontables beneficiarios de su poder y su misericordia; sus denuncias contra la injusticia, su compasión con los marginados de la sociedad, su testimonio de amor universal y sacrificio extremo para vencer la muerte y abrir las puertas del Paraíso a todas las almas que lo aceptaran como el Mesías; y, finalmente, lo que encierra todos estos beneficios y los muchos más que solamente ellos sabrían: su propia vocación, elección divina de consecuencias humanamente desproporcionadas e inexplicables, transformadoras, santificadoras, irrefrenables… ¿Quiénes hubieran escrito los Evangelios?; ¿quién hubiera sido el primer papa y las columnas de la Iglesia?; ¿quiénes nos habrían hablado acerca de las maravillas del Hijo de Dios encarnado dejándonoslo escrito?; ¿qué hubiera pasado con la Iglesia y la doctrina salvadora de Jesucristo? Por supuesto que no podríamos dar una respuesta acertada a todo esto, pero siguiendo esta realidad meramente hipotética -porque de hecho Dios no quiso que fuera así-, podríamos decir que las consecuencias hubieran sido bastante trágicas desde el punto de vista de los posibles apóstoles que hubieran rechazado la misión que les sería encomendada. Pero en ellos no fue así: dejaron todo por seguir a su Señor, aún pasando por la traición y cobardía que posteriormente se volvió incentivo y enardeció sus corazones con la gracia del Espíritu Santo, hasta el punto de culminar sus vidas con el santo martirio, eso fue así y punto, no hay más que agregar. Pero entre ellos y nosotros existe una gran diferencia, mejor dicho, entre el mundo y la época que contemplaron la venida del Hijo de Dios y los que a nosotros nos toca vivir, pues actualmente la mies sigue siendo mucha y los obreros pocos, aunque pareciera que esta vez hubieran “muchos otros pocos” que son tales simplemente por no terminar de decidirse, sea por inseguridad, por falta de Confianza en la Divina Providencia, por egoísmo (no estar dispuestos a renunciar a lo que se posee a cambio de la radicalidad del Evangelio), por temor, respeto humano o lo que fuere. La diferencia, más en concreto, es que en aquellos tiempos Jesucristo comenzaba a mostrarse y revelar su identidad, además de demostrarla; en cambio ahora ya sabemos perfectamente quién es, lo que desea y lo que nos ofrece, y aun así hay muchas almas dando vueltas por ahí escuchando su llamado, su maravillosa invitación, y sea por las razones que sean, simplemente le dicen que no… y esto es muy triste cuando se da entre las personas de fe, una tristeza que tal vez ellos mismos sientan, como no pocas veces escuchamos los sacerdotes de quienes sufren por cerrarle la puerta a esta llamada de Dios, y que misteriosamente prefieren eso antes que dar un paso que podría cambiar totalmente sus vidas y las de otros para bien. Lo digo de otra manera: hay muchas almas buenas que prefieren arriesgarse a decirle a Dios que no, que a decirle a Dios que sí… qué gran misterio, ante el cual las razones humanas tantas veces se anteponen a las razones divinas y sobrenaturales, por razones disfrazadas o “razones que no son razones”. Roguemos al Cielo por todas aquellas almas que se encuentren ante este momento tan importante en sus vidas.

 

La vocación consagrada

Seguir de cerca a Jesucristo implica abrazar la cruz, renuncias, purificaciones, sacrificios, esfuerzos, etc.; pero también felicidad, la dicha sobrenatural de que aprender a vivir muriendo cada día un poco produce vida eterna, tanto para el consagrado como para quienes lo rodean, porque un buen discípulo de Cristo, pese a todas sus imperfecciones y miserias, si tiene buena voluntad y es generoso dará frutos abundantes, ¡porque así lo dijo Jesucristo!; y hasta recibirá bendiciones como las reparte siempre Dios, en desproporción: ¡el ciento por uno y más!; decirle a Dios que no, cuando es Él quien llama, sería como mirar a un Pedro junto al lago suspirando por no haber seguido a Aquel que le prometió hacerlo pescador de hombres y que le salió al encuentro para perdonarlo y reconfortarlo en persona, lleno de amor, luego de haberlo negado; o a un Juan y un Santiago tristes limpiando redes, pensando en aquello que se perdieron; o tal vez un Mateo hastiado entre cuentas y monedas pensando en las riquezas verdaderas que se pierden al no ir por el camino que nos corresponde; o una Magdalena deseando oír las enseñanzas de un Maestro que ya se encuentra lejos; o simplemente a un joven o una joven, o una persona adulta y avanzada en años y experiencias, en cualquier lugar del mundo actual, con el pesar de seguir poniendo en un platillo de la balanza la voz de Dios llamando y en el otro la del mundo susurrando que se quede, pretendiendo que ambas opciones tengan el mismo peso haciendo imposible tomar la decisión correcta.

 

Decirle a Dios que sí

Somos creyentes, somos católicos, somos discípulos de Cristo e hijos de Dios por adopción, y también somos llamados a una vocación especial, personal, que forma parte de la hermosa obra de arte de Dios que es el plan de salvación: madres, padres, hijos, sacerdotes, religiosas, religiosos, educadores, trabajadores, etc.; cada uno llamado a ocupar un lugar específico y siempre importante para Dios, pues tanto el sacerdote en su confesionario, como la madre rezando desde su soledad o el enfermo ofreciendo sus sufrimientos desde su lecho, y otros defendiendo los valores, salvando vidas, educando, acompañando, etc., todos y cada uno de aquellos que le dijeron a Dios que “sí”, al escuchar o comprender a qué los llamaba y dónde, cooperan a la redención de la humanidad, pues nuestras acciones podrán ser pequeñas, lo sabemos, pero también sabemos que al vivir en gracia de Dios mediante los sacramentos y una vida espiritual realmente comprometida con Dios, éstas se revisten de los méritos de Cristo y necesariamente contribuyen a ese gran llamado que hace Dios a toda la humanidad al enviarnos a su Hijo.

Es cierto que Dios respeta la libertad de cada uno, hasta la de aquel que lo rechaza, pero eso no debe desanimarnos sino todo lo contrario, debemos movernos a buscar más que nunca su santa voluntad y volvernos un testimonio vivo para el mundo de lo que conduce a la verdadera felicidad.

Roguemos al Cielo para que todas esas almas que escuchan el llamado de Dios y aún lo tienen en espera finalmente se decidan a hacer lo correcto y se lancen con filial confianza en las paternales manos de Dios: ¡Recemos por las vocaciones!; y pidamos también por medio de María santísima, la gracia de que Dios suscite grandes santos para nuestra época que tanto los necesita, santos que den un gran sí, que nos sostengan con sus oraciones, que nos arrastren con sus ejemplos, que nos enseñen a amar a Dios pero totalmente, no a medias, no con límites, no con negociaciones, sino con absoluta generosidad; y que nosotros seamos siempre fieles a las gracias que Dios nos envía.

“La gracia es el auxilio que Dios nos da para responder a nuestra vocación de llegar a ser sus hijos adoptivos. Nos introduce en la intimidad de la vida trinitaria. La iniciativa divina en la obra de la gracia previene, prepara y suscita la respuesta libre del hombre. La gracia responde a las aspiraciones profundas de la libertad humana; y la llama a cooperar con ella, y la perfecciona.” (Catecismo de la Iglesia Católica nº 2021-2022)

 

 

Vista agradable que nos consuela

Sobre la belleza de María santísima

P. Gustavo Pascual, IVE.

 

¿Qué es la belleza? ¿Qué es lo bello? “Se dicen bellas las cosas que vistas agradan, de donde lo bello consiste en la debida proporción porque el sentido se deleita en las cosas debidamente proporcionadas”[1].

La belleza agrada, complace, pero, además, purifica. Purifica por el mismo hecho que agrada. Al agradar y complacer nos atrae y permite que abandonemos cosas que también nos agradan pero que son de menos valor.

La belleza es propia de Dios. Dios es bello en sí mismo y todas sus obras son bellas. Dios creó y vio que todo lo que había hecho era muy bueno, era muy bello.

Dios ha creado todo el mundo natural bello y crea el mundo sobrenatural también con belleza. ¡Qué armonía y que perfección en los ángeles y en los bienaventurados! Ellos han llegado a la perfección de Dios y por eso son lumbreras bellísimas que nos alumbran y nos muestran el camino para llegar a la Verdadera Belleza.

La belleza se opone a las cosas feas no sólo en lo corporal, sino y principalmente, en lo espiritual. Todas las malas pasiones son curadas por la belleza. Las malas pasiones tienden a lo que parece bello pero que en realidad es deforme.

Cuando alguien está atormentado por cosas feas, en especial por vicios carnales, le decimos que recurra a María y lo hacemos porque ella tiene un gran poder sobre el enemigo, pero también, porque mirando este portento de belleza superaremos la fealdad del pecado. Mirar la belleza de María nos hace sobreponernos a todo lo feo y deforme que hay en nosotros, y nos motiva a buscar su belleza y perfección. La presencia de María nos consuela de las congojas causadas por nuestras fealdades.

Nuestras fealdades espirituales nos esclavizan y nos entristecen. La vista de María nos libera y nos consuela.

La vista agradable de María se manifiesta al que se acerca con corazón sencillo porque el corazón sencillo penetra en este mundo interior de María. No ocurre así con las almas soberbias. Ellas rechazan la belleza de María porque no pueden penetrar su interior.

Y la belleza interior se manifiesta en el exterior. Así el trato con María es un trato colmado de belleza. Su mirada es bella porque es pura y simple y manifiesta la pureza de su alma. Sus palabras son tiernas y manifiestan un corazón en paz. Su obrar es sereno y armonioso, manifestación de un equilibrio sublime del espíritu.

El encuentro con María purifica nuestra alma. Es que, aunque hay cosas bellas en el mundo y personas llenas de Dios, también hay muchas deformidades entre los hombres, mucha fealdad. Y ¡cuánto nos agobia la fealdad que nos rodea! Fealdad del hombre que repercute en sus obras.

El hombre moderno ha perdido el sentido de la belleza porque ha roto la relación con el ser cambiando esa relación por una relación consigo mismo, con su subjetividad. Por eso las obras de sus manos son fruto de su subjetividad y difícilmente manifiestan lo real. Y lo real es participación de lo divino. Las cosas reflejan la belleza de Dios, la Belleza por excelencia. Al romper el hombre moderno su relación con el ser real rompe con la Belleza y fuera de ella todo es feo.

El hombre alejado de Dios, separado de Él, se queda sin belleza, se queda sumido en la fealdad y sus obras son feas.

La vista de María nos consuela de tanta fealdad y nos invita a recurrir a ella para curar nuestras fealdades y curarnos de la trampa de lo feo.

María significa “ser bella” y este nombre manifiesta con perfección lo que es María. María es bella en su interior y también en su porte externo. Muchas imágenes de María hay en el mundo, las cuales, han querido captar su belleza. Los artistas han percibido la belleza de María y la han querido plasmar, pero siempre han quedado cortos. La multitud de imágenes manifiestan la riqueza, la profundidad, de esta Virgen bellísima.

La bella María ha dado a luz “al más hermoso de los hijos de los hombres”. Ella ha dado su carne y sangre a Jesús y sólo ella. Ella ha concebido por obra del Espíritu Santo y por eso la belleza de Jesús es reflejo de la de María. Su parecido físico debe haber sido muy grande ya que Jesús tomo su cuerpo de ella, cuerpo que formó el Divino Espíritu.

¡Madre, vista agradable que nos consuela, haz que amemos tu belleza y recurramos a ella cuando nos cerque la fealdad y aprendamos por tu vista a amar las cosas verdaderamente bellas!

 

Poco más que mediana de estatura;

como el trigo el color; rubios cabellos;

vivos los ojos, y las niñas dellos

de verde y rojo con igual dulzura.

 

Las cejas de color negro y no oscura;

aguileña nariz; los labios bellos,

tan hermosos que hablaba el cielo en ellos

por celosías de su rosa pura.

 

La mano larga para siempre dalla,

saliendo a los peligros al encuentro

de quien para vivir fuese a buscalla.

 

Esta es María, sin llegar al centro:

que el alma sólo puede retratalla

pintor que tuvo nueve meses dentro[2].

 

[1] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, 1ª parte, cuestión 5, artículo 4. En adelante I, 5, 4

[2] Lope de Vega, http://www.mariologia.org/poemas/poesiaLopedevega15.htm. Última entrada 27-12-2023