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Santa Teresita del Niño Jesús

Homilía de san Juan Pablo II,
Domingo, 19 de octubre de 1997
1. “Los pueblos caminarán a tu luz” (Is 60, 3). En estas palabras del profeta Isaías resuena, como ardiente espera y luminosa esperanza, el eco de la Epifanía. Precisamente la relación con esa solemnidad nos permite comprender mejor el carácter misionero de este domingo. En efecto, la profecía de Isaías prolonga a la humanidad entera la perspectiva de la salvación, y así anticipa el gesto profético de los Magos de Oriente que, acudiendo a adorar al Niño divino nacido en Belén (cf. Mt 2, 1-12), anuncian e inauguran la adhesión de los pueblos al mensaje de Cristo. Todos los hombres están llamados a acoger en la fe el Evangelio que salva. La Iglesia ha sido enviada a todos los pueblos, a todas las tierras y culturas: “Id (…) y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado” (Mt 28, 19-20). Estas palabras, pronunciadas por Cristo antes de subir al cielo, junto con la promesa, hecha a los Apóstoles y a sus sucesores, de que estaría con ellos hasta el fin del mundo (cf. Mt 28, 20), constituyen la esencia del mandato misionero: es Cristo mismo quien, en la persona de sus ministros, va ad gentes, hacia las gentes que no han recibido aún el anuncio de la fe.
2. Teresa Martín, carmelita descalza de Lisieux, deseaba ardientemente ser misionera. Y lo fue, hasta el punto de que pudo ser proclamada patrona de las misiones. Jesús mismo le mostró de qué modo podía vivir esa vocación: practicando en plenitud el mandamiento del amor, se introduciría en el corazón mismo de la misión de la Iglesia, sosteniendo con la fuerza misteriosa de la oración y de la comunión a los heraldos del Evangelio. Así, ella realizó lo que subrayó el concilio Vaticano II, cuando enseñó que la Iglesia, por su naturaleza, es misionera (cf. Ad gentes, 2). No sólo los que escogen la vida misionera, sino también todos los bautizados, de alguna manera, son enviados ad gentes. Por eso, he querido escoger este domingo misionero para proclamar Doctora de la Iglesia universal a santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz: una mujer, una joven y una contemplativa.
3. Todos percibimos, por consiguiente, que hoy se está realizando algo sorprendente. Santa Teresa de Lisieux no pudo acudir a universidades ni realizar estudios sistemáticos. Murió muy joven y, a pesar de ello, desde hoy tendrá el honor de ser Doctora de la Iglesia, un notable reconocimiento que la exalta en la estima de toda la comunidad cristiana más de lo que pudiera hacer un “título académico”. En efecto, cuando el Magisterio proclama a alguien Doctor de la Iglesia, desea señalar a todos los fieles, y de modo especial a los que prestan en la Iglesia el servicio fundamental de la predicación o realizan la delicada tarea de la investigación y la enseñanza de la teología, que la doctrina profesada y proclamada por una persona puede servir de punto de referencia, no sólo porque es acorde con la verdad revelada, sino también porque aporta nueva luz sobre los misterios de la fe, una comprensión más profunda del misterio de Cristo. El Concilio nos recordó que, con la asistencia del Espíritu Santo, crece continuamente en la Iglesia la comprensión del “depositum fidei”, y a ese proceso de crecimiento no sólo contribuyen el estudio rico de contemplación a que están llamados los teólogos y el magisterio de los pastores, dotados del “carisma cierto de la verdad”, sino también el “profundo conocimiento de las cosas espirituales” que se concede por la vía de la experiencia, con riqueza y diversidad de dones, a quienes se dejan guiar con docilidad por el Espíritu de Dios (cf. Dei Verbum. La Lumen gentium, por su parte, enseña que en los santos “nos habla Dios mismo” (n. 50). Por esta razón, con el fin de profundizar en los divinos misterios, que son siempre más grandes que nuestros pensamientos, se atribuye un valor especial a la experiencia espiritual de los santos, y no es casualidad que la Iglesia escoja únicamente entre ellos a las personas a quienes quiere otorgar el título de “Doctor”.
4. Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz es la más joven de los “Doctores de la Iglesia”, pero su ardiente itinerario espiritual manifiesta tal madurez, y las intuiciones de fe expresadas en sus escritos son tan vastas y profundas, que le merecen un lugar entre los grandes maestros del espíritu. En la carta apostólica que he escrito para esta ocasión, he señalado algunos aspectos destacados de su doctrina. Pero no puedo menos de recordar, en este momento, lo que se puede considerar el culmen, a la luz del relato del conmovedor descubrimiento que hizo de su vocación particular dentro de la Iglesia. “La caridad escribe me dio la clave de mi vocación. Comprendí que si la Iglesia tenía un cuerpo, compuesto por diferentes miembros, no le faltaba el más noble de todos: comprendí que la Iglesia tenía un corazón y que este corazón ardía de amor. Comprendí que sólo el Amor hacía actuar a los miembros de la Iglesia: que si el Amor se apagara, los apóstoles no anunciarían el Evangelio, los mártires no querrían derramar su sangre (…). Comprendí que el amor encerraba todas las vocaciones (…). Entonces, con alegría desbordante, exclamé: oh Jesús, Amor mío, (…) por fin he encontrado mi vocación. Mi vocación es el amor” (Ms B, 3 v). Es una página admirable, que basta por sí sola para ilustrar cómo se puede aplicar a santa Teresa el pasaje evangélico que acabamos de escuchar en la liturgia de la Palabra: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños” (Mt 11, 25).
5. Teresa de Lisieux no sólo captó y describió la profunda verdad del amor como centro y corazón de la Iglesia, sino que la vivió intensamente en su breve existencia. Precisamente esta convergencia entre la doctrina y la experiencia concreta, entre la verdad y la vida, entre la enseñanza y la práctica, resplandece con particular claridad en esta santa, convirtiéndola en un modelo atractivo especialmente para los jóvenes y para los que buscan el sentido auténtico de su vida. Frente al vacío espiritual de tantas palabras, Teresa presenta otra solución: la única Palabra de salvación que, comprendida y vivida en el silencio, se transforma en manantial de vida renovada. A una cultura racionalista y muy a menudo impregnada de materialismo práctico, ella contrapone con sencillez desarmante el “caminito” que, remitiendo a lo esencial, lleva al secreto de toda existencia: el amor divino que envuelve y penetra toda la historia humana. En una época, como la nuestra, marcada con gran frecuencia por la cultura de lo efímero y del hedonismo, esta nueva Doctora de la Iglesia se presenta dotada de singular eficacia para iluminar el espíritu y el corazón de quienes tienen sed de verdad y de amor.
6. Santa Teresa es proclamada Doctora de la Iglesia el día en que celebramos la Jornada mundial de las misiones. Ella abrigó un deseo ardiente de consagrarse al anuncio del Evangelio y hubiera querido coronar su testimonio con el sacrificio supremo del martirio (cf. Ms B, 3 r). Además, es conocido con cuánto empeño sostuvo el trabajo apostólico de los padres Maurice Bellière y Adolphe Roulland, misioneros respectivamente en África y China. En su impulso de amor por la evangelización, Teresa tenía un solo ideal, como ella misma afirma: “Lo que le pedimos es trabajar por su gloria, amarlo y hacerlo amar” (Carta 220). La senda que recorrió para llegar a este ideal de vida no fue la de las grandes empresas, reservadas a unos pocos, sino una senda que está al alcance de todos, el “caminito”, un camino de confianza y de abandono total a la gracia del Señor. No se ha de subestimar este camino, como si fuese menos exigente. En realidad es exigente, como lo es siempre el Evangelio. Pero es un camino impregnado del sentido de confiado abandono a la misericordia divina, que hace ligero incluso el compromiso espiritual más riguroso. Por este camino, en el que lo recibe todo como “gracia”; por el hecho de que pone en el centro de todo su relación con Cristo y la elección de amor; y por el espacio que da también a los afectos y sentimientos en su itinerario espiritual, Teresa de Lisieux es una santa que permanece joven, a pesar del paso de los años, y se presenta como modelo eminente y guía en el itinerario de los cristianos para nuestro tiempo, en el umbral del tercer milenio.
7. Por eso, es grande la alegría de la Iglesia en esta jornada que corona las expectativas y las oraciones de tantos que han intuido, al solicitar que se le concediera el título de Doctora, este especial don de Dios y han promovido su reconocimiento y su acogida. Deseamos dar gracias por ello al Señor todos juntos, y particularmente con los profesores y los estudiantes de las universidades eclesiásticas romanas, que precisamente en estos días han comenzado el nuevo año académico. Sí, Padre, te bendecimos, junto con Jesús (cf. Mt 11, 25), porque has ocultado tus secretos “a los sabios y a los inteligentes”, y los has revelado a esta “pequeña”, que hoy nuevamente propones a nuestra atención y a nuestra imitación. ¡Gracias por la sabiduría que le concediste, convirtiéndola en testigo singular y maestra de vida para toda la Iglesia! ¡Gracias por el amor que derramaste en ella, y que sigue iluminando y calentando los corazones, impulsándolos hacia la santidad! El deseo que Teresa expresó de “pasar su cielo haciendo el bien en la tierra” sigue cumpliéndose de modo admirable. ¡Gracias, Padre, porque hoy nos la haces cercana de una manera nueva, para alabanza y gloria de tu nombre por los siglos! Amén.

«Buscar a Dios», objeto de la vida monástica

DEBEMOS BUSCAR A DIOS

Dom Columba Marmion

 

Empero, ¿buscaremos a Dios en un lugar determinado? ¿No está acaso en todas partes? Ciertamente: Dios está en la criatura por su presencia, su esencia y su poder. La operación en Dios es inseparable del principio activo de donde se deriva, y su poder se identifica con su esencia. En todos los seres obra Dios conservándolos en la existencia[1].

De este modo está Dios en las criaturas, puesto que existen y se conservan tan sólo por el efecto de la acción divina, que supone la presencia íntima de Dios. Pero los seres racionales pueden además conocer a Dios y amarle, y así poseerlo en ellos con un título nuevo que les es peculiar.

Sin embargo, con esta especie de inmanencia, en manera alguna se satisface Dios respecto de nosotros. Hay un grado de unión más íntimo y más elevado. No se contenta Dios con ser objeto de un conocimiento y amor natural por parte de los hombres; sino que nos invita a participar de su propia vida, y gozar su misma beatitud.

Por un movimiento de amor infinito hacia nosotros, quiere ser para nuestras almas, más que un dueño soberano de todas las cosas, un amigo, un padre. Desea que lo conozcamos como es en sí, fuente de verdad y belleza, acá en el mundo bajo los velos de la fe, y allá en el cielo, en la luz de la gloria; quiere que, por el amor, le poseamos acá abajo y allá arriba como bien infinito y principio de toda bienaventuranza.

Con este fin, como sabéis, eleva nuestra naturaleza por encima de sí misma, adornándola con la gracia santificante, las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo. Por la comunicación de su vida infinita y eterna, Dios mismo quiere ser nuestra perfecta bienaventuranza. No consiente que hallemos nuestra dicha más quo en Sí mismo, ya que es el bien en toda su plenitud, imposible de ser reemplazado por el amor de la criatura, que es incapaz de saciar nuestro corazón: «Yo mismo seré tu recompensa grande y magnífica en extremo» (Gn 15, 1). Y el Salvador confirmó esta promesa en el momento en que iba a saldar la deuda con su cruento sacrificio. «Padre, deseo ardientemente que aquellos que tú me has dado estén conmigo allí donde yo estoy, para que den testimonio de mi gloria, y participen de nuestro gozo y sean colmados de tu amor» (Cfr., Jn 17, 24. 26).

Este es el fin único y supremo a que debemos aspirar: buscar a Dios, no al de la naturaleza, sino al Dios de la Revelación. Para los cristianos «buscar a Dios» es ir a Él, no como simples criaturas que tienden al primer principio y fin último de su existencia, sino más bien tender a Él sobrenaturalmente, es decir, como hijos que quieren permanecer habitualmente unidos a su Padre por una voluntad llena de amor, por aquella «misteriosa adhesión a la misma naturaleza divina» de que habla san Pedro (2Pe 1, 4); es tener y cultivar con la Santísima Trinidad aquella intimidad real y estrecha que llama san cuan: «sociedad del Padre con su Hijo Jesús, en el Espíritu Santo» (1 Jn 1, 3).

A ella se refiere el Salmista cuando nos exhorta a «buscar el rostro de Dios» (Ps 104, 4), es decir, buscar la amistad de Dios, asegurarse su amor, a la manera que la esposa de los Cantares, presa de las dilecciones del Amado, sorprendía a través de sus ojos toda la ternura que encerraba el fondo de su alma. Ciertamente, Dios es para nosotros un Padre lleno de bondad, que desea hallemos en Él y en sus indescriptibles perfecciones, aun acá en la tierra, nuestra felicidad.

Esta es la correspondencia de amor que san Benito quiere ver en sus monjes. Ya en el Prólogo nos advierte que, «pues Dios se ha dignado contarnos en el número de sus hijos, abstengámonos de contristar jamás a Dios con nuestras malas obras y no le obliguemos a desheredarnos algún día como a hijos rebeldes que no quisieron obedecer a tan bondadoso Padre».

«Llegar a Dios» es el punto de mira que san Benito quiere que tengamos ante la vista, Este objetivo, talmente como savia exuberante y rica, campea en todos los artículos de la Regla, dándole vida y energía.

No es, pues, a dedicarnos a las ciencias o las artes, ni a la enseñanza, a lo que hemos venido al monasterio, si bien el gran Patriarca quiere «que en todo tiempo sirvamos a Dios mediante los bienes en nosotros por Él depositados»[2]; desea que sea el monasterio «sabiamente dirigido por hombres prudentes»[3]. Si bien esta recomendación atañe, sin duda alguna, primeramente a la organización material, pero no impide que también se extienda a la vida moral e intelectual que debe reinar en la casa de Dios. San Benito no quiere que enterremos los talentos recibidos de Dios; es más, permite y manda que se ejerzan diversas artes; y una tradición gloriosamente milenaria, a que no podemos sustraernos, ha establecido entre los monjes la legitimidad de los estudios y trabajos apostólicos. El abad, como jefe del monasterio, debe fomentar las diversas actividades monásticas: ocupándose en desarrollar para el bien común, para el servicio de la Iglesia, para la salvación de las almas y para la gloria de Dios, las múltiples aptitudes que eche de ver en cada monje.

Con todo, el fin no está en eso. Todas estas actividades no son más que medios encaminados a un fin, que es algo más elevado: es Dios, buscado por sí mismo, como suprema bienaventuranza.

El mismo culto divino, como diremos más adelante, no constituye ni puede ser el objeto directo de la institución monástica organizada por la Regla. San Benito quiere que busquemos a Dios por su propia gloria, porque le amemos sobre todas las cosas; quiere que tratemos de unirnos a Él por la caridad: este es nuestro único fin y nuestra única perfección. El culto divino deriva de la virtud de la religión, la más sublime sin duda de las virtudes morales, e íntimamente relacionada con la justicia, la cual no es teologal. En cambio: la fe, la esperanza y la caridad, las tres teologales infusas, son las virtudes características de nuestra condición de hijos de Dios: estas virtudes son las que aquí en la tierra constituyen la vida sobrenatural, las que miran a Dios directamente como autor de la misma. La fe es como la raíz; la esperanza, el tallo, y la floración y el fruto de esta vida es la caridad.

Ahora bien: esta caridad, por la cual estamos y permanecemos verdaderamente unidos a Dios, es el fin señalado por san Benito, y aun es la misma esencia de la perfección: «Si de veras busca a Dios».

En este fin estriba la verdadera grandeza del estado monástico, y Él es el que forma su razón de ser, pues, en sentir el pseudo Dionisio Areopagita, se nos llama «monjes», µóvas, «solo, único», por esta vida de unidad indivisible, por la cual sustraemos nuestro espíritu a la distracción de las cosas múltiples, y nos lanzamos hacia la unidad de Dios y la perfección del amor santo[4].

 

(Fragmento del maravilloso libro “Jesucristo ideal del monje”)

[1] Santo Tomás, II, Sentent. Dist., XXXVII, q. I, a. 2.

[2] Prólogo de la Regla.

[3] Regla, cap. 53.

[4] Cfr, De Hierarchia ecclesiastica, del pseudo Dionisio.

“JORNADA MONÁSTICA EN JERUSALÉN… UN APOSTOLADO DEL TODO ESPECIAL”

Queridos amigos:

Dice nuestro Directorio de vida contemplativa: “Toda la vida de los religiosos debe ordenarse a la contemplación como elemento constitutivo de la perfección cristiana; sin embargo, “…es necesario que algunos fieles expresen esta nota contemplativa de la Iglesia viviendo de modo peculiar, recogiéndose realmente en la soledad…”. Ésta ha sido la misión de los monjes, quienes fueron y siguen siendo testigos de lo trascendente, pues proclaman con su vocación y género de vida que Dios es todo y que debe ser todo en todos.”

En esta oportunidad, queremos compartirles un evento del todo especial. Por gracia de Dios, este año pudimos participar por vez primera en una jornada para religiosos de vida contemplativa de Tierra Santa, muy bien organizada en Jerusalén, en la Iglesia de santa Ana, atendida por los padres blancos (Sociedad de los Misioneros de África). Para dicha ocasión, se invitó a más de 40 monasterios de distintas congregaciones presentes en los lugares santos y sus alrededores, para conocernos y a la vez testimoniar aquellos de específico que cada comunidad dedicada a la oración tiene en particular. El evento fue abierto al público, durante la mañana y, posteriormente, desde las 14:00 a las 18:00; donde cada monasterio estaba representado por al menos dos religiosos o religiosas, con un stand y afiche personalizado, y mesas donde se podían poner los folletos e información, así como los productos que cada monasterio hace para ayudar a su sustento, con total disposición en cada momento para recibir a los demás contemplativos, peregrinos y demás curiosos que participaron del evento. Contamos con una excelente ubicación, muy cerca de la entrada, donde pudimos ubicarnos junto con nuestras hermanas, representando a ambos monasterios de nuestra familia religiosa del Verbo Encarnado: Monasterio de la pasión, muerte y Resurrección de nuestro Señor, y Monasterio de la Sagrada Familia.

Es muy digno de mencionar lo bien representada que se vio la gran riqueza de la Iglesia en sus carismas, pues pudimos y compartir con una gran variedad de consagrados especialmente a la oración, lo cual se dejaba ver en todo el colorido que ornamentó la jornada, no sólo metafóricamente sino también los diversos hábitos religiosos que pasaban de un lado a otro acompañando personas, visitando los stand de otros monasterios, haciendo alguna visita a la capilla (que permaneció abierta todo el día) para rezar las horas litúrgicas, escuchar las visitas guiadas del lugar o escuchar a los religiosos y religiosas que formaron en la capilla hermosos coros de canto sacro, el cual en esta capilla es del todo especial, debido a la excelente acústica que posee y ayuda a elevarse con facilidad al escuchar los cantos de “los que se dedican a rezar”.

Entre las hermanas y nosotros pudimos hacer un gran apostolado también con los asistentes, quienes también formaron parte del colorido programa en cuanto a sus lugares de procedencia y respectivas lenguas que no dejaban de pasar y detenerse ante los religiosos, a quienes atendíamos en un momento en francés, luego en inglés, italiano, árabe o hebreo, según a quien le tocaba hablar con alguno de nosotros que supiera dicha lengua… y así, gracias a Dios, nos pudimos complementar muy bien en el apostolado.

Al final de la jornada, ceñida por la invitación general al rezo del santo Rosario, terminamos, obviamente agradecidos; convidados y convidando a rezar a los distintos monasterios, y especialmente alegres de todo el bien que se pudo hacer, dando testimonio de la dicha sobrenatural que implica dar la vida para dedicarse a Dios, buscando que cada momento de la misma valga la pena y sea una búsqueda continua de su gloria.

Nos encomendamos como siempre a sus oraciones; esperamos poder participar el próximo año de esta frutífera jornada, y les pedimos especiales plegarias para que nunca falten y aumentes las almas generosas en decir que sí a este estilo de vida especial del monacato.

En Cristo y María:

Miembros de la familia religiosa del Verbo Encarnado de vida contemplativa.

Santa Misa y caminata en el desierto de Judea

Desde la casa de santa Ana

Escribía san Juan de la Cruz: “…Así lo hacían los anacoretas y otros santos ermitaños, que en los anchísimos y graciosísimos desiertos escogían el menor lugar que les podía bastar, edificando estrechísimas celdas y cuevas y encerrándose allí; donde san Benito estuvo tres años, y otro, que fue san Simón, se ató con una cuerda para no tomar más ni andar más que lo que alcanzase; y de esta manera muchos, que nunca acabaríamos de contar. Porque entendían muy bien aquellos santos que, si no apagaban el apetito y codicia de hallar gusto y sabor espiritual, no podían venir a ser espirituales.”

El desierto, como bien sabemos, no es propiamente un lugar que ofrezca consuelos y comodidades en cuanto tal, es decir, cuando se edifica algo en el desierto, se podrá adaptar, aclimatar y hasta acomodar para poder quedarse allí, pero todo esto sólo se puede realizar en la medida en que se le quite al desierto -al menos en un punto específico-, lo que tiene de propio y característico, que es su rudeza, soledad, extensión, aridez, etc.; figura perfecta del trabajo arduo que debe realizar un alma para disponerse a adentrase en las arideces y soledades de la purificación de sus desórdenes para encaminarse hacia la unión con Dios; la cual depende de nuestras renuncias, de nuestros despojos de todo aquello que ocupa el lugar que sólo a Dios le corresponde en nuestra alma, y que debemos preparar y disponer echando afuera el pecado, el desorden, y hasta las imperfecciones voluntarias en cuanto a que éstas Dios tampoco las quiere, porque refrenan nuestro vuelo hacia la santidad… en definitiva, la figura del desierto es la figura del despojo, del vaciarse de sí mismo para dejar a Dios llenar Él mismo ese lugar. Por esta razón aquellas almas heroicas que iniciaron el monacato cristiano se apartaban al desierto, para combatir contra sí mismos y conquistar así la estrecha unión con Dios, asentando las bases de lo que deben ser hasta nuestros días los monasterios, “desiertos” en que el alma se dedique a tratar a solas con Dios en bien del mundo entero y de ella misma, mediante el despojo y las renuncias… dedicando la vida entera a esta purificación y unión con Dios: “A medida, pues, que nos veamos libres de toda falta, de cualquier imperfección, de toda criatura, de todo móvil humano, para pensar sólo en Él, para obrar según su beneplácito, más abundante irá siendo la vida en nosotros, y con mayor plenitud se nos dará Dios a sí mismo”, decía Dom Columba Marmion a sus monjes; y el gran Maestro de la Cruz nos exhorta: “mejor es aprender a poner las potencias en silencio y callando, para que hable Dios; …cuando venga el alma según estas sus potencias a soledad y le hable Dios al corazón” (San Juan de la Cruz).

Pues bien, teniendo esto siempre presente, para nosotros los llamados por la Divina Misericordia a la vida monástica y en el inicio de esta santa Cuaresma, ha sido realmente una gracia muy grande haber podido celebrar la santa Misa en el desierto de Judea, teniendo como retablo las soledades que hace 2000 años se vieran ornamentadas por la santa presencia de nuestro Señor Jesucristo, incluido el llamado “Monte de las tentaciones” según la antigua tradición, en donde el Hijo de Dios padeció las tentaciones que nos dejó como ejemplo de victoria sobre el demonio y el pecado (Mt 4, 1-11; Mc 1:12-13; Lc 4,1-13), asentando de manera clara las bases de la lucha que todo cristiano realmente comprometido con Dios y con su fe, también deberá padecer en esta vida y sobrellevar para darle gloria a su Señor e ir aprendiendo a ensanchar el alma, que se irá santificando en la medida que lo hagan sus batallas y victorias… o su volver a levantarse con fuerzas y propósitos renovados por la Divina Misericordia.

Para esta ocasión, salimos muy temprano con nuestros padres de Belén hacia el testigo del largo ayuno de nuestro Señor, habiendo preparado los ánimos y todo lo necesario para la santa Misa y posterior caminata a través del yermo.

Debido a la época, el desierto deja ver algunas partes verdes y hasta flores en la zona en que celebramos el santo sacrificio, las cuales después desaparecerán por casi todo el resto del año, y que dejamos de ver apenas nos apartamos del lugar, donde dicha santa Misa la ofrecimos por tantas intenciones de las almas que se encomiendan a nuestras oraciones, además del término de la guerra (pidiendo especialmente por Ucrania). A continuación, luego de viajar un poco más al sur, comenzamos la travesía por el árido aunque hermoso paisaje, con gran entusiasmo interior, bastante agua en la mochila, y solamente el sol y su calor por techo; conversando a ratos (cuando no eran subidas o bajadas que exigieran algo más de aliento), y aprovechando para rezar y meditar cuando solamente el viento se dejaba oír… en definitiva, una salida muy acorde a este tiempo penitencial que nos regala nuevamente la Iglesia, para reflexionar sobre nuestras vidas, extirpar lo que haya que extirpar (cualquier desorden o pecado que haya hecho nido en el corazón), adquirir las virtudes que haya que adquirir, y ser más generosos para con Dios en nuestras ofrendas, especialmente las espirituales; reparando así nuestros pecados, enderezando nuestras almas hacia la eternidad, y caminando decididamente por la senda de la santificación.

Les deseamos una muy fructífera y santa Cuaresma.

Con nuestra bendición, en Cristo y María:

Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia,

Séforis, Tierra Santa.

“Yo tampoco lo entiendo”

Recitado a la vida monástica

P. Jason Jorquera Meneses, IVE.

I

¿Cómo se entiende esta vida

-me preguntaba un amigo-,

que pone a Dios por testigo

de una existencia escondida

lo más que pueda, y decida

cerrarle al mundo la puerta;

al tiempo que desconcierta

la inclinación natural

de ceder cuando acecha el mal

o si arrecia la tormenta?

II

Y entonces me puse a pensar:

¿por qué Dios me habrá llamado?;

no por virtuoso probado

ni por ser muy ejemplar;

y tampoco por destacar

en piedad o devoción,

si más bien siempre fui bufón

y sin importarme mucho

de prudencia no ser ducho

cuando andaba de burlón.

III

Y así, comencé a indagar

otras posibles razones;

y mientras más reflexiones

menos podía encontrar

de mérito singular

para ser un elegido,

de aquellos pocos que han sido

apartados del mundo,

para vivir un fecundo

morir de la cruz prendido.

IV

¿Por qué escoger soledades?,

¿por qué huir de los hombres?,

¿por qué despreciar renombres,

aplausos y suavidades?

Oh, misteriosas verdades

que Dios mismo va tejiendo

en el alma poniendo

por su cuenta una elección,

cuya última intención

sólo Él sabe… y yo no entiendo.

V

Pues nunca se podrá entender

que a la simple creatura

el Amor sin mesura

la quiera consigo traer

de cerca, para esconder

en ella una vocación

de silencio y oración,

en favor del mundo entero,

recompensando al obrero

con su propia dilección.

VI

Qué antinomia tan oscura

por un lado, y por otro, luz:

oscura, porque en la cruz

sabe encontrar dulzura;

luminosa, porque cura

la ceguera del corazón

herido de cerrazón

por la culpa del pecado;

pero ahora renovado

por el Autor de la elección.

VII

Un silencio misterioso

para oír mejor la voz

del que invita a andar en pos

de su ejemplo bien copioso

de virtudes, y un ganoso

deseo de santidad,

cimentado en la humildad

de un pasar desapercibido,

cuanto pueda el que ha asumido

esta vida de piedad;

VIII

Oculto en el monasterio,

y viviendo agradecido

de que Dios le haya pedido

abrazar su magisterio

de amor, tomando en serio

el despojo y la renuncia,

el monje sereno anuncia

cuánto vale la pena

esta vida que refrena

al tentador que se pronuncia.

IX

Convertir en oración

la jornada, es sentencia

labradora de la esencia

monástica y arpón

contra el mal y su aguijón;

al mismo tiempo que aliento

que aferra a la Vid el sarmiento

mientras su unión se estrecha,

preparando la cosecha

que dará del uno el ciento.

X

El monje es trigo que muere

combatiendo firme, a diario,

todo afecto contrario

a la virtud que tanto quiere

alcanzar, por eso adhiere

su voluntad a la del Cielo,

despreciando hasta el consuelo

-si lo aleja del camino-

que le trazó el Divino

pa’ emprender junto a Él el vuelo.

XI

En esta entrega completa

de la propia libertad

no hay lugar a flojedad

porque la Gloria es la meta

que mantiene al alma inquieta,

trabajando sin parar

por llegar a conquistar,

en el ocaso de su vida,

la tierra prometida

al que se ocupa en amar.

XII

La vida contemplativa

no se entiende humanamente,

pues su razón y su fuente

es sólo un Dios que cautiva

la existencia; y que motiva

al corazón que eligió

para seguirlo, y apartó

por un designio secreto,

que mantiene discreto

hasta el final que Él trazó.

Frutos de la búsqueda continua de Dios que vive el monje

«¿A qué he venido al monasterio?»

(San Bernardo)

Dom Columba Marmion

(Fragmento tomado del libro “Jesucristo ideal del monje”)

Si, a pesar de todos los obstáculos, buscamos a Dios; si le rendimos cada día y en cada momento el homenaje sumamente agradable de cifrar en Él, únicamente en Él, nuestra felicidad; si no buscamos más que su voluntad, si obramos siempre según su beneplácito, como móvil de nuestros actos, estemos seguros de que Dios jamás nos faltará. «Dios es fiel»; «no puede abandonar a los que le buscan» (1Tes 5, 25; Ps 9, 11). Cuanto más nos acerquemos a Él por la fe, la confianza y el amor, tanto más nos veremos cercanos a la perfección. Dios es el autor principal de nuestra santidad, por ser ésta obra sobrenatural; por tanto, aproximarnos a Él, permanecer unidos a Él por la caridad, constituye la esencia misma de nuestra perfección. A. medida, pues, que nos veamos libres de toda falta, de cualquier imperfección, de toda criatura, de todo móvil humano, para pensar sólo en él, para obrar según su beneplácito, más abundante irá siendo la vida en nosotros, y con mayor plenitud se nos dará Dios a sí mismo: «Buscad al Señor y vuestra alma tendrá vida» (Ps 68, 33).

Almas hay que con tal sinceridad han buscado a Dios, que han llegado a sentirse totalmente poseídas, sin poder vivir fuera de Él. «Os declaro –escribía una santa benedictina, la beata Bonomo, a su padre– que ya no me pertenezco, pues hay en mí otro que por completo me posee: Él es mi dueño absoluto, y no sé cómo podría, Dios mío, deshacerme de Él»[1].

Cuando un alma se entrega a Dios de una manera tan completa, su Majestad se entrega también a ella, y la mira con particular cuidado; se diría que por esa alma se olvida Dios a veces de las demás criaturas. Ved a santa Gertrudis. Sabéis el singular amor que le manifestaba nuestro Señor, hasta el punto que declaró no haber entonces en la tierra criatura alguna que más le agradase, y añadía que se le hallaría siempre en el corazón de Gertrudis[2], cuyos menores deseos se complacía en realizar. Otra alma, que conocía tan gran intimidad, se atrevió a preguntar al Señor, cómo la santa le había merecido tan singular preferencia. «La amo así –respondió el Señor– a causa de la libertad de su corazón, en donde nada penetra que pueda disputarme la soberanía»[3]. Esta Santa mereció, pues, ser objeto de las complacencias divinas, verdaderamente inefables y extraordinarias, porque, desasida del todo de las criaturas, buscó a Dios en todas las cosas.

Como esta gran Santa, digna hija de san Benito, busquemos siempre y con todo el corazón a Dios; sinceramente con todo nuestro ser. Digamos repetidamente con el Salmista: «Tu rostro tengo yo de buscar, Dios mío» (Ps 26, 8). «¿Quién sino tú hay para mí en los cielos?; y a tu lado no hallo gusto en la tierra. Dios es de mi corazón la roca y mi porción para siempre» (Ps 72, 25-26). Eres tan grande Dios mío, tan hermoso, tan bello, tan bueno, que me bastas tú solo. Que otros se entreguen al amor humano, no sólo lo permites, sí que también lo ha ordenado tu Providencia, para preparar los elegidos, destinados a tu reino; y para esta misión tan grande y elevada, que tu Apóstol califica de «misterio grandioso» (Ef 5, 32), colmas a tus fieles servidores de «abundantes bendiciones» (Ps 127). Mas yo aspiro a ti solo, a fin de que mi corazón se conserve íntegro y no se preocupe más que de los intereses de tu gloria, uniéndose a ti sin embarazo» (1Co 7, 32. 35).

Si la criatura nos solicita y halaga, digámosle interiormente como santa Inés: «Apártate de mí que eres presa de muerte»[4].

Portándonos de este modo, hallaremos a Dios, y con Él todos los bienes. «Búscame –dice Él mismo al alma–; búscame con esa sencillez de corazón que nace de la sinceridad; porque me hago encontradizo con aquellos que no se apartan de mí; me manifiesto a los que en mí confían» (Sab 1, 12).

Hallando a Dios poseeremos también la felicidad.

Hemos sido creados para la dicha, para ser felices; nuestro corazón es de capacidad infinita y nada hay que pueda saciarle) plenamente sino Dios. «Para ti solo nos has creado; nuestro corazón vive inquieto mientras no descanse en ti»[5]. He aquí por qué cuando buscamos algo fuera de Dios o de su voluntad, no hallamos la felicidad estable y perfecta.

En toda comunidad algo numerosa se encuentran diversas categorías de almas; unas viven siempre contentas, e irradian al exterior su júbilo interior. No es aquella alegría sensible, que depende frecuentemente del temperamento, estado de salud o de circunstancias extrañas a la voluntad, sino la alegría que se asienta en el fondo del alma, y es como un preludio de la felicidad eterna. ¿Están libres de pruebas y exentas de luchas estas almas? ¿No las visita a veces la contradicción? Ciertamente que sí, pues «todo discípulo de Jesucristo tiene que llevar su cruz» (Cf. Lc 9, 23); pero el fervor de la gracia y la unción divina les hace soportar con gozo esos sufrimientos. En cambio, hay otras almas que jamás gozan estas alegrías: muchas veces su rostro inquieto y melancólico revela la turbación que interiormente las domina. ¿Por qué esta diferencia? Sencillamente, porque las unas buscan a Dios en todo y, no aspirando más que a Él, lo encuentran por doquiera, y con él, el bien sumo, la felicidad inmutable: «Es bueno el Señor para los que le buscan» (Lam 3 25). No así las otras: pues, o ponen el corazón en las criaturas, o se buscan a sí mismas, llevadas de egoísmo, amor propio o ligereza. Y lo que hallan es a sí mismas, es decir, la nada, y, como es natural, este hallazgo no puede satisfacerlas, porque el alma criada para Dios siente necesidad del bien perfecto. ¿Qué siente vuestro corazón? Allá a donde vuelan vuestros pensamientos, allí está vuestro tesoro, vuestro corazón. Si vuestro tesoro es Dios, seréis felices; si es algo perecedero, que la herrumbre, la corrupción y la mortalidad consumen, entonces vuestro tesoro se disipará y vuestro corazón se empobrecerá y agotará»[6].

Cuando los mundanos están dominados del tedio en sus hogares, buscan fuera de casa las satisfacciones que el hogar no les brinda: tratan de distraerse en el club, en la tertulia, en el conservatorio o emprenden un viaje. Al religioso no le cabe este recurso: debe permanecer en su monasterio, donde la vida regular, cuyos actos se suceden al toque de campana, no le permite entreverarla con esas distracciones, que los del mundo pueden legítimamente disfrutar. Si Dios no lo es todo para el monje, pronto el aburrimiento hará su presa en medio de esa monotonía inherente a la vida regular; y cuando el monje no halla a Dios, porque no le busca, necesariamente juzgará excesiva la carga que pesa sobre él.

Podrá, sin duda, engolfarse en una ocupación, distraerse en el trabajo; mas, como dice nuestro venerable Ludovico Blosio, todo ello no es más que una diversión insuficiente e ilusoria: «Todo cuanto buscamos fuera de Dios ocupa el espíritu, mas no lo sacia»[7]. En el monasterio hay momentos en que uno se encuentra frente a frente de sí mismo, es decir, de la nada; el fondo del alma no gusta de aquella alegría que transporta; el alma no experimenta ese fervor hondo y apacible que produce la íntima unión con Dios; no va derecha a Él: divaga sin cesar en torno del mismo sin encontrarle jamás perfectamente.

Pero cuando el alma busca solamente a Dios, cuando va a Él con todas sus fuerzas, sin apegarse a la criatura, Dios la colma de gozo, de aquel desbordante gozo de que habla san Benito cuando dice: «Que a medida que la fe y con ella la esperanza y el amor, aumentan en el alma del monje, éste corre, dilatado el corazón, por los caminos de los preceptos divinos con inefable dulzura de caridad»[8].

Repitamos, pues, muchas veces con san Bernardo[9]; «¿A qué he venido al monasterio?» ¿Por qué dejé el mundo y con él a seres para mí tan queridos? ¿Por qué renuncié a mi libertad, y me abracé con un sinnúmero de sacrificios? ¿He venido, por ventura, para consagrarme a trabajos intelectuales, ocuparme en artes o enseñanza? No, no hemos venido, y tengámoslo muy presente, más que para una cosa: a «buscar verdaderamente a Dios». Renunciamos a todo por adquirir la preciosa perla de la unión con Dios: «Viniéndole a las manos una perla de gran valor, va y vende todo cuanto tiene, y la compra» (Mt 13, 46).

Examinemos de vez en cuando hasta qué punto nos hemos desprendido de la criatura, y en qué grado buscamos a Dios. Si nuestra alma es leal, Dios nos dará a conocer los estorbos que en ella se oponen a tender plenamente hacia Él. Nuestro fin y nuestra gloria es buscar a Dios. Es una vocación sublime formar en «el linaje de los que buscan a Dios» (Ps 23, 6). Al escoger lo único necesario, hemos escogido la parte mejor: «Hermosa es, a la verdad, la herencia que me ha tocado» (Ps 15, 6).

Conservémonos fieles a nuestra sublime vocación. Ciertamente, no lograremos realizar este ideal en un día o en un año; no lo alcanzaremos sin trabajos y sufrimientos; porque la pureza de afectos, el desasimiento absoluto, pleno y constante que Dios nos exige antes de dársenos perfectamente, no se adquiere sino a costa de una gran generosidad; mas si nos entregamos por completo a Dios, sin segundas intenciones, sin regateos de ningún género, estemos seguros de que Él recompensará nuestros esfuerzos, y en la perfecta posesión del mismo hallaremos nuestra felicidad. «Harto gran misericordia hace Dios al alma –dice santa Teresa– a quien da gracia y ánimo para determinarse a procurar con todas sus fuerzas este bien, porque si persevera no se niega Dios a nadie: poco a poco va habilitando el ánimo, para que salga con esta victoria»[10].

«Cuando uno se ha resuelto –escribía un alma benedictina que comprendía esta verdad el primer paso es lo único que cuesta, pues, desde el momento en que nuestro amado Salvador ve la buena voluntad, Él hace lo demás. Nada podría yo regatear a Jesús que me invita. Su voz es asaz elocuente, y realmente sería una insensatez dejar el todo por la parte. El amor de Jesús es el todo; lo demás, piénsese como se quiera, es algo despreciable y no digno de nuestro amor, si se parangona con nuestro único tesoro. Amaré, pues, a Jesús. Todo lo demás me es indiferente. Le amaré con delirio. Mi voluntad, mi entendimiento, serán duramente probados; no importa: yo no dejaré por ello el solo bien, mi divino Jesús, o, mejor dicho, Él no me dejará a mí. Es menester que nuestras almas a nadie más que a Jesús traten de agradar»[11].

[1] Dom Du Bourg, La B. J. M. Bonomo, moniale bénédictine. París, 1910, pág. 56.

[2] Heraldo del amor divino, lib. I, cap. 3

[3] Dom Guéranger, Introducción a los Ejercicios de santa Gertrudis, p. VIII.

[4] Oficio de santa Inés, 1ª ant. del I Noct.

[5] San Agustín, Confes., lib. I. Y añade el Santo: «El alma no encuentra en si misma de qué saciarse». Conf., libr. XIII, cap. XVI, núm. 1.

[6] Bossuet, Meditaciones sobre el Evangelio. Sermón de la Montaña, 29º día.

[7] Canon vitae sptritualis, c. 15. El gran Abad no hace en esto más que repetir la idea de un antiguo monje: «Formada el alma racional a imagen de Dios, pueden sólo ocuparla las demás cosas, mas no saciarla; capaz de Dios, nada que no sea de Dios la colmará. P. L., t. 184. col. 455.

[8] Prólogo de la Regla.

[9] Vida, por Vacandard, tomo 1, cap, 2.

[10] L. c., pág. 145.

[11] Une âme bénédietine, Dom Pie de Hemptine, 5ª ed., pág. 264.

“Oración: camino de la unión con Dios”

“¿Quién es este de quien oigo tales cosas?”
Era la pregunta de Herodes acerca de nuestro Señor Jesucristo y tenía ganas de verlo, así como tantos otros que poco a poco se iban enterando de su fama y sus prodigios… Ciertamente que esta pregunta podría tener una respuesta muy sencilla: “el Hijo de Dios que bajó del cielo para rescatarnos”, pero para nosotros, esa respuesta, es mucho más profunda y sólo se responde y profundiza poco a poco mediante nuestra vida de oración, que es el gran medio para ir conociendo más y más a Dios y a nosotros mismos con todas las consecuencias que este conocimiento implica.
Escribía el P. Hurtado: “Nosotros no somos sino discípulos y pecadores. ¿Cómo podremos realizar el plan divino, si no detenemos con frecuencia nuestra mirada sobre Cristo y sobre Dios? Nuestros planes, que deben ser parte del plan de Dios, deben cada día ser revisados, corregidos. Esto se hace sobre todo en las horas de calma, de recogimiento, de oración… El equilibrio de las vidas apostólicas sólo puede obtenerse en la oración. Los santos guardan el equilibrio perfecto entre una oración y una acción que se compenetran hasta no poder separarse, pero todos ellos se han impuesto horas, días, meses en que se entregan a la santa contemplación. ¿Por qué?, porque la oración es la puerta de la unión con Dios.”
Cada vez que rezamos, cada vez que nos ponemos frente al sagrario o frente a la custodia, o inclusive cuando rezamos las oraciones de la noche y de la mañana; cada vez que elevamos a Dios nuestra oración nos encontramos ante Él tal cual somos. Para Dios no existen las caretas ni los disfraces, Él contempla nuestra alma tal cual es y así también nos invita a contemplarnos. En la oración aprendemos a conocer a Dios y a nosotros mismos iluminados por su luz: la luz de la fe.
En la oración es donde realmente vamos aprendiendo cada vez más a respondernos quién es Jesucristo, pero especialmente “quién es para nosotros, aquí y ahora en nuestras vidas”; y así ir aprendiendo también las consecuencias de este conocimiento que comienza con la fe. Y para este propósito, conviene mencionar brevemente algunos de los beneficios que comporta nuestra oración bien hecha:
La oración…
– Fortalece las convicciones que nos da la fe y robustece las decisiones de trabajar y sufrir por amor a Dios. Todo creyente debe buscar momentos de oración para estar a solas con Aquel que sabemos que nos ama. Los novios, por ejemplo, quieren estar juntos continuamente; se llaman, se escriben, se juntan para estar a solas y conversar, reír, tal vez llorar, etc.; cuánto más el corazón creyente debe buscar momentos de trato a solas con Dios. Es luz que precede, orienta e ilumina el camino de unión con el Amado.
– La oración es el ejercicio mismo de la vida espiritual, es decir, que guiará nuestra santificación y removerá los obstáculos que estorban al alma que quiere ir en pos de Dios. Para lo cual es importante enriquecer nuestra oración mediante el estudio y las buenas lecturas, especialmente la Palabra de Dios, que es alimento de la oración, así como las obras su fruto.
– La oración es, además, el termómetro de nuestra vida espiritual. Esto significa que nuestra vida espiritual es reflejo de nuestro trabajo en la oración: si la vida espiritual no anda bien, se va enfriando el fervor y aminorando los santos propósitos, significa que estamos fallando en la oración; pero así también es muy cierto que podemos elevarnos nuevamente intensificando nuestro trato con Dios y dedicándonos a amarlo primero y ante todo, y en Él a los demás, de tal manera que será Él mismo quien se encargue de guiarnos por sus designios de santidad.
Conocida es la definición de la oración de Santa Teresa: “un tratar de amistad muchas veces a solas con quien sabemos que nos ama”: cada momento de oración es actualización del amor de Dios con nuestra alma, es decir, un intercambio entre dos amores, pues el alma que cuenta con la gracia, que es de naturaleza divina, está habilitada para una penetración recíproca, mutua, entre su amor a Dios y el amor de Dios por ella, y este amor es, por tanto, sobrenatural.
¿Cuál es, en definitiva, la finalidad de la oración en cada uno de nosotros? La unión del alma con Dios en esta vida según el amor que el alma le profese. El alma sin oración es como un cuerpo tullido, que no puede caminar ni progresar… en cambio, el alma que reza, se une a Dios, aprende a amar, a no negarle nada a Dios, y produce siempre abundantes frutos de santidad.
Pidamos constantemente a María santísima, nuestro modelo maternal de unión con Dios, la gracia de ser sinceramente almas de oración.
P. Jason.

“Avál kedái -אבל כדאי-” (Pero vale la pena)

Desde la casa de santa Ana

 
Queridos amigos:
 
Como sabrán, la casa de santa Ana se encuentra en un lugar que actualmente no es cristiano, pero haciendo de todas maneras las veces de testigo silencioso siempre vigente -pese a su sencillez-, del lugar que acogiera a María santísima cuando niña junto a sus padres, aun entre tanta historia contenida desde hace siglos en Séforis, conocida en tiempo de los romanos como Eirenopolis y Diocesaraea, y también como “ornamento de la Galilea” según atestigua la pluma de Flavio Josefo. Y es “el encanto de la sencillez” precisamente el que llama la atención de quienes actualmente visitan estas ruinas, para saber algo más sobre su historia y “escuchar a los que viven en silencio”, los monjes, siempre con gran interés en lo que implica la consagración total y todas las renuncias que conlleva. “Esta vida es muy difícil”, dicen a menudo; “avál kedái” (pero vale la pena) por amor a Dios como bien sabemos, es siempre nuestra respuesta. Y a partir de aquí se establece siempre el diálogo que ayuda a compartir opiniones y lo que creemos, siendo el primer testimonio el propio estilo de vida, marcado por la señal de los discípulos de Cristo, es decir, la cruz; e impregnado de la esperanza sobrenatural que Dios ofrece a aquellos le siguen, a aquellos que justamente abrazan la cruz, y que día a día piden al Altísimo que no los deje jamás mirar atrás, pues ya han puesto sus manos en el arado.
 
La vida religiosa sigue siendo una novedad, y, por lo tanto, el testimonio para el mundo de que seguir de cerca a Dios -aún cuando esto implique estar muy lejos de la familia o de la patria-, siempre valdrá la pena: he ahí la razón sobrenatural de la alegría del consagrado, de que su dicha sea estar donde Dios lo quiere y viviendo según lo hiciera Jesucristo en su humanidad: casto, pobre y obediente; testimoniando así un estilo de vida del todo especial, cuyos frutos definitivos se esperan recibir en el Cielo, aunque no sin ver más de una vez la mano de Dios obrando en las almas con las que tiene contacto el religioso en su lugar de misión: “El consagrado es el que afirma y vive en sí mismo el señorío absoluto de Dios, que quiere ser todo en todos… Os pido una renovada fidelidad, que haga mas encendido el amor a Cristo, mas sacrificada y alegre vuestra entrega, mas humilde vuestro servicio” (san Juan Pablo II).
 
Es cierto que no es fácil el camino hacia la gloria, pero como hemos dicho antes, la señal de los discípulos de Jesucristo es la cruz, no los consuelos, no los honores, no los propios antojos o “las cruces a medida”, es decir, las que nosotros nos fabricamos a gusto propio, sino “la cruz que Dios elige para cada uno de nosotros”: será a veces la distancia, o quizás la lengua, la cultura, los propios defectos o alguna enfermedad, no importa; el hecho es que luchar contra todo esto para testimoniar el Evangelio con la propia vida, en consonancia con el anuncio del Hijo de Dios, pese a todo lo que implique -y por difíl que parezca-, “siempre valdrá la pena”; y si algún consagrado cayera en la tristeza sería por haber olvidado esta verdad que venimos mencionando; en cambio, quien se aferra a Dios con santo abandono en vez de vanas y caprichosas exigencias, es el que sabe ser feliz y gozarse sobrenaturalmente en medio de las pruebas y arideces propias de la misión, ya que “no es mayor el discípulo que el maestro”, y para resucitar glorioso Cristo antes pasó por el calvario: el Señor cuenta con nuestros propósitos de ser mejores, de luchar más contra los defectos y contra todo aquello, por pequeño que sea, que nos separa de Él; cuenta con un apostolado intenso entre aquellas personas con las que nos relacionamos más a menudo. Debemos preguntarnos si nuestra vida influye para bien de los demás y pedir la gracia de que así sea.
 
“Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame”, sigue diciendo Jesucristo a sus discípulos, especialmente a los misioneros… pidamos a María santísima que nos alcance la gracia de jamás olvidar que llevar nuestra cruz en esta vida, a cambio de la eternidad, siempre valdrá la pena.
 
P. Jason.

La celda

El orden de la celda es reflejo del orden del alma, del orden interior.

P.  Gabriel Prado, IVE.

 

Hablar de la celda significa hablar de un aspecto esencial de la vida monástica, y esto es la soledad. La celda será el espacio físico y espiritual que resguarde este elemento.

Dice Colombás: “La soledad constituye la ascesis particular, el sacramento propio  del monacato. San Ammonas la considera como el origen de todas las virtudes cuando enumera ‘en primer lugar, la soledad; la soledad engendra la ascesis  y las lágrimas; las lágrimas el temor, etc’.

Si monje es sinónimo de solitario, lógicamente la soledad constituye el medio ambiente vital de quienes son designados por este nombre.

Se cuenta que a San Arsenio, que pidió en oración luz para ver el camino de salvación, el Señor le respondió: “Arsenio, huye de los hombres y te salvarás”; en Egipto, ya ermitaño volvió a pedir luz al Señor y éste le volvió a decir: “Arsenio, huye, calla y permanece tranquilo: tales son las raíces de la impecabilidad”[1].

La misión de la celda en los monasterios cenobíticos será la de custodiar la soledad que proporcionaban la ermita y el desierto a los ermitaños.

Es el espacio más privado y personal de que dispone el monje, su lugar de intimidad, allí donde más se identifica con el significado de su nombre (el solo). La celda es el verdadero lugar de retiro del monje. La celda monacal es un claustro dentro del claustro[2].

El orden de la celda es reflejo del orden del alma, del orden interior. El orden de la celda no solo refleja el orden de la voluntad a Dios, y de las potencias inferiores a la voluntad, sino el orden inspirado por la razón, a la cual se somete la voluntad.

En efecto, el orden de la celda responde a un orden dictado por la razón. El orden de la celda debería ser el orden que Dios quiere para esa celda. Dios quiere una celda libre de bienes superfluos, apta para ayudar a la santificación del religioso, apta para el desarrollo del apostolado intelectual, apta para que el religioso eleve su alma a Dios, pobre a imitación de la casa de Nazareth, cerrada para que el religioso se ocupe de Dios libre de las acechanzas del mundo, ornada con la Cruz –en el centro de todo- y sagradas imágenes que lo ayuden a convertir sus labores en plegaria, estrecha para recordar que es estrecho el camino al Paraíso, iluminada para ayudar a la iluminación de la mente, provista de libros ordenados y necesarios. De esta manera, la celda del religioso será una pequeña Cristiandad, una Fortaleza de Dios, un anticipo de la gloriosa morada que Cristo nos prepara en el Cielo.

Pero no solo el orden de la celda refleja el orden del alma, sino que también el orden y la disposición de la celda ayudan a ordenar siempre mejor el alma. En efecto, el orden de la celda ayuda a aprovechar mejor el tiempo, a cumplir mejor el horario, a tener más presente a Dios, a vacar más en Dios y olvidar más el mundo. Quien tiene la celda desordenada, se verás más estimulado a salir a divagar, más quien tiene una celda ordenada, hallará fuerte estímulo a ocuparse del estudio de las cosas de Dios y del apostolado intelectual.

El orden de la celda es un medio de apostolado. La celda ordenada, perfectamente ordenada, es un apostolado… Frente al desorden del mundo, urge la necesidad de oponer el orden, empezando por el orden –interno y externo- del mismo misionero. La celda, ademàs de arena de lucha interior y palestra del combate ascético, es en efecto, es el primer puesto de Misión.

Por eso, queda edificado quien entra a una celda ordenada, queda edificado y se ve estimulado a más ordenar su vida y sus cosas.

El Gobierno de Dios ordena el mundo y busca someterlo totalmente a Cristo Rey. El orden de la celda participa, entonces, del Gobierno Divino sobre el mundo. El religioso al ordenar su celda, coopera con el divino designio de ordenar el mundo y someterlo a Cristo Rey.

Finalmente, el religioso ordenando su celda, y mantieniendola ordenada, no solo lucra méritos y salva almas –si lo ofrece-, sino que rinde culto a Dios ya que todos los actos del religioso son actos de religión. En suma, el religioso ordenando su celda, alaba a Dios… El orden de la celda es alabanza divina.

[1] Apotegmas de San Arsenio, citado por Colombás en Monacato primitivo p. 555-ss.

[2] Cfr. MIGUEL MARTÍNEZ ANTÓN, Conocer el monacato de nuestro tiempo, Ed. Monte Casino.

Catequesis sobre la oración

La oración es el camino del Verbo

que abraza todo.

San Juan Pablo II

Jesús enseña a sus discípulos a orar

Primero, pues, el camino de la oración. Digo “primero”, porque deseo hablar de ella antes que de las otras. Pero diciendo “primero”, quiero añadir hoy que en la obra total de nuestra conversión, esto es, de nuestra maduración espiritual, la oración no está aislada de los otros dos caminos que la Iglesia define con el término evangélico de “ayuno y limosna”. El camino de la oración quizá nos resulta más familiar. Quizá comprendemos con más facilidad que sin ella no es posible convertirse a Dios, permanecer en unión con Él, en esa comunión que nos hace madurar espiritualmente. Sin duda, entre vosotros, que ahora me escucháis, hay muchísimos que tienen una experiencia propia de oración, que conocen sus varios aspectos y pueden hacer partícipes de ella a los demás. En efecto, aprendemos a orar, orando. El Señor Jesús nos ha enseñado a orar ante todo orando Él mismo: “y pasó la noche orando” (Lc6,12); otro día, como escribe San Mateo, “subió a un monte apartado para orar y, llegada la noche, estaba allí solo” (Mt 14,23). Antes de su pasión y de su muerte fue al monte de los Olivos y animó a los Apóstoles a orar, y Él mismo, puesto de rodillas, oraba. Lleno de angustia, oraba más intensamente (cf. Lc 22,39-46). Sólo una vez, cuando le preguntaron los Apóstoles: “Señor, enséñanos a orar” (Lc 11,1), les dio el contenido más sencillo y más profundo de su oración: el “Padrenuestro”.

Dado que es imposible encerrar en un breve discurso todo lo que se puede decir o lo que se ha escrito sobre el tema de la oración, querría hoy poner de relieve una sola cosa. Todos nosotros, cuando oramos, somos discípulos de Cristo, no porque repitamos las palabras que Él nos enseñó una vez —palabras sublimes, contenido completo de la oración—, somos discípulos de Cristo incluso cuando no utilizamos esas palabras. Somos sus discípulos sólo porque oramos: “Escucha al Maestro que ora; aprende a orar. Efectivamente, para esto oró Él, para enseñar a orar” afirma San Agustín (Enarrationes in Ps. 56, 5). Y un autor contemporáneo escribe: “Puesto que el fin del camino de la oración se pierde en Dios, y nadie conoce el camino excepto el que viene de Dios, Jesucristo, es necesario (…) fijar los ojos en Él sólo. Es el camino, la verdad y la vida. Sólo Él ha recorrido el camino en las dos direcciones. Es necesario poner nuestra mano en la suya y partir” (Y. Raguin, Chemins de la contemplation, Desclée de Brower, 1969, pág. 179). Orar significa hablar con Dios -o diría aún más-, orar significa encontrarse en el Único Verbo eterno a través del cual habla el Padre y que habla al Padre. Este Verbo se ha hecho carne, para que nos sea más fácil encontrarnos en Él también con nuestra palabra humana de oración. Esta palabra puede ser muy imperfecta a veces, puede tal vez hasta faltarnos, sin embargo esta incapacidad de nuestras palabras humanas se completa continuamente en el Verbo que se ha hecho carne para hablar al Padre con la plenitud de esa unión mística que forma con Él cada hombre que ora, que todos los que oran forman con Él. En esta particular unión con el Verbo está la grandeza de la oración, su dignidad y, de algún modo, su definición.

Es necesario sobre todo comprender bien la grandeza fundamental y la dignidad de la oración. Oración de cada hombre Y también de toda la Iglesia orante. La Iglesia llega, en cierto modo, tan lejos como la oración. Dondequiera haya un hombre que ora.

La plegaria del Padrenuestro

Es necesario orar basándose en este concepto esencial de la oración. Cuando los discípulos pidieron al Señor Jesús: “Enséñanos a orar”, Él respondió pronunciando las palabras de la oración del Padrenuestro, creando así un modelo concreto y al mismo tiempo universal. De hecho, todo lo que se puede y se debe decir al Padre está encerrado en las siete peticiones que todos sabemos de memoria. Hay en ellas una sencillez tal, que hasta un niño las aprende, y a la vez una profundidad tal, que se puede consumir una vida entera en meditar el sentido de cada una de ellas. ¿Acaso no es así? ¿No nos habla cada una de ellas, una tras otra, de lo que es esencial para nuestra existencia, dirigida totalmente a Dios, al Padre? ¿No nos habla del “pan de cada día”, del “perdón de nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos”, y al mismo tiempo de preservarnos de la “tentación” y de “librarnos del mal”?

Cuando Cristo, respondiendo a la pregunta de los discípulos “enséñanos a orar”, pronuncia las palabras de su oración, enseña no sólo las palabras, sino enseña que en nuestro coloquio con el Padre debemos tener una sinceridad total y una apertura plena. La oración debe abrazar todo lo que forma parte de nuestra vida. No puede ser algo suplementario o marginal. Todo debe encontrar en ella su propia voz. También todo lo que nos oprime; de lo que nos avergonzamos; lo que por su naturaleza nos separa de Dios. Precisamente esto, sobre todo. La oración es la que siempre, primera y esencialmente, derriba la barrera que el pecado y el mal pueden haber levantado entre nosotros y Dios.

A través de la oración todo el mundo debe encontrar su referencia justa: esto es, la referencia a Dios: mi mundo interior y también el mundo objetivo, en el que vivimos y tal como lo conocemos. Si nos convertimos a Dios, todo en nosotros se dirige a Él. La oración es la expresión precisamente de este dirigirse a Dios; y esto es, al mismo tiempo, nuestra conversión continua: nuestro camino.

Dice la Sagrada Escritura:

“Como baja la lluvia y la nieve de los cielos y no vuelven allá sin haber empapado y fecundado la tierra y haberla hecho germinar, dando la simiente para sembrar y el pan para comer, así la palabra que sale de mi boca no vuelve a mí vacía, sino que hace lo que yo quiero y cumple su misión” (Is 55,10-11).

La oración es el camino del Verbo que abraza todo. Camino del Verbo eterno que atraviesa lo íntimo de tantos corazones, que vuelve a llevar al Padre todo lo que en Él tiene su origen.

La oración es el sacrificio de nuestros labios (cf. Heb 13,15). Es, como escribe San Ignacio de Antioquía, “agua viva que susurra dentro de nosotros y dice: ven al Padre” (cf. Carta a los romanos VII, 2).

Con mi bendición apostólica.

Catequesis sobre la oración, 14 de marzo de 1979