También hoy, nosotros quedamos sin palabras al ser testigos del ingreso a la clausura, de almas que quieren consagrarse a Dios en el estado de vida contemplativa.
Hna. María del Niño Jesús, SSVM
“María, tomando una libra de ungüento de nardo legítimo, de gran valor, ungió los pies de Jesús y los enjugó con sus cabellos, y la casa se llenó del olor del ungüento” (Jn. 12,3).
La acción realizada por esta mujer trascendió el tiempo, de tal modo que podemos decir que el perfume del ungüento llega hasta nuestros días. La promesa hecha por Cristo “En verdad os digo, donde quiera que se predique el Evangelio, en todo el mundo se hablará de lo que ésta ha hecho…”[1], se cumple no sólo, cuando escuchamos o leemos este pasaje evangélico, sino también cuando esta actitud encuentra eco en el corazón de un alma contemplativa.
La obstinada actitud de María al quebrar el frasco de alabastro y derramarlo sobre los pies y la cabeza de Cristo, sin importarle el gran precio del perfume, sin importarle la opinión de los comensales, sin preocuparse por su propia persona; y la actitud de Cristo en defenderla, en corregir la opinión de sus discípulos, en alabar la actitud de María, hasta querer proclamarla por todo el mundo, no pueden menos que llamar nuestra atención.
También hoy, hombres y mujeres derraman su existencia hasta “romper el vaso de alabastro”, sin reservarse absolutamente nada, sino que lo donan todo, o mejor aún, se donan del todo con un derroche que a la vista de muchos parece exagerado. Pero es que esa existencia ¿no podría haberse gastado para los pobres? Sin embargo, ellos descubrieron que aquí hay Alguien Mayor, el que da vida y alimento a todos los pobres, y sólo quieren ungir a Este Señor, perfumando con sus oraciones y sacrificios, con su silenciosa y amorosa contemplación, toda la casa de la Santa Iglesia.
También hoy, Cristo sentencia “ha hecho una buena obra conmigo”, “ha hecho lo que ha podido, anticipándose a ungir mi cuerpo”. Y ¿quién podrá reprochar a Cristo esta defensa? No hay más protestas, todos quedan en silencio, aspirando el perfume del nardo purísimo.
También hoy, nosotros quedamos sin palabras al ser testigos del ingreso a la clausura, de almas que quieren consagrarse a Dios en el estado de vida contemplativa. Vemos que están dispuestas a sortear todo tipo de obstáculo con tal de llegarse a los pies de Cristo y estarse allí con Él, vemos que su amor las lleva a romper el vaso de alabastro para derramar su existencia en alabanza de la Trinidad Santísima, pues están convencidas de que “oran y viven por la Iglesia, y a menudo obtienen para su vitalidad y su progreso gracias y ayudas celestiales muy superiores a las que se realizan con la acción”[2], por eso se dedican a ungir el Cuerpo Místico de Cristo con ese nardo purísimo de la oración y del sacrificio. Ungen los pies y la cabeza; los pies, derramando el perfume de sus oraciones sobre los miembros de la Iglesia que son misioneros; y la cabeza, cuando oran por aquellos miembros eminentes, sobre todo por Pedro, el príncipe de los apóstoles.
Dando gracias a Dios porque sigue inspirando la unción de Betania en nuestros días, pedimos oraciones por los consagrados de vida contemplativa, especialmente por las dos postulantes que ingresaron este domingo, para que perseveren con gran generosidad en esta vocación especial dentro de nuestra Familia Religiosa, pues, como dice San Juan Pablo Magno: “Conviene, en este momento, recordar que la respuesta a la vocación contemplativa implica grandes sacrificios, en especial la renuncia a una actividad directamente apostólica, que hoy particularmente parece tan connatural a la mayoría de los cristianos, tanto hombres como mujeres. Los contemplativos se dedican al culto del Eterno y «ofrecen a Dios el magnífico sacrificio de alabanza» (Perfectae caritatis, 7), en un estado de oblación personal tan elevado que exige una vocación especial…”[3].
Una importante consideración para el contemplativo…
P. Bernardo Ibarra, IVE.
El cielo se veía cubierto de parpadeantes estrellas que intentaban suplir la luz lunar que se ausentaba. Y en el fondo de una celda una llama bailaba mientras consumía una vieja vela. Ni las estrellas ni la llama podían iluminar la oscura noche que se cernía sobre el antiguo monasterio, y menos aún la que invadía esa pobre celda.
De puntiaguda capucha y de ascética presencia un hombre cubría sus ojos con sus lastimadas manos. En su escritorio un libro yacía abierto esperando a su lector que no hacía más que suspirar y combatir.
« ¡Qué monotonía de días! ¡Qué horario agobiante! ¡Qué rutina esclavizante!» pensaba para sí el hombre de ojos sepultados. Ya no aguantaba más el vivir encerrado por horas en cuatro pálidas paredes, o trabajar la tierra sin fruto alguno, o cantar siempre los mismos salmos.
Y a la vez se decía « ¡cuántas cosas por hacer allí afuera! ¡Cuántas almas necesitan sacramentos! Mi vida es una pérdida de tiempo»… y levantando su rostro lloró.
Lloró porque pensaba que no valía la pena encerrarse, que no servía vivir enclaustrado, que su vida sería un malgasto de su sacerdocio, que nunca podría consolar al triste, enseñar al que no sabe…; porque quería salir al mundo a predicar a los cuatro vientos y embarcarse en misiones emblemáticas.
Y de entre las paredes pudo verse espesas brumas negras brotando que intentaban ahogar al monje; era la misma tentación.
Quitó las manos de su rostro y se levantó del duro lecho en que estaba sentado. Cerró el libro y se quitó la capucha, y fue en ese momento cuando las negras brumas tomaron más fuerzas e hicieron del monje un pobre castillo sitiado por feroces turbas. Y para peor se quitó el escapulario…parecía no tener salvación.
Sus ojos estaban completamente empapados y su alma en plena batalla…deseaba irse de ¡aquellos espantosos lugares, de aquellas salas de torturas, de aquellos hombres de mortífera presencia!
Y sin darse cuenta elevó sus ojos y vio aquella cruz ya olvidada que coronaba la celda…y la tentación fue vencida.
Tomó su silla, se paró en ella y llegando a aquella cruz sucia de telas de arañas la besó, y la tomó en sus manos. Y su memoria voló a años pasados recordando la historia de aquella cruz sin crucificado.
-¿Así que quieres hacerte monje?-
– Así es padre Abad- le contestó con ilusión juvenil
-¿Y estas preparado…?- le preguntó sin poder terminar la pregunta pues el postulante le interrumpió diciendo – claro que estoy preparado-
-Pero ¿estás preparado para ser Blanco de Tentaciones?-
Bajó la mirada y no supo que contestar
Y agregó el Abad –mira, cuando estés abrumado por la tentación, eleva los ojos a esta cruz que colgará de tu celda- le decía mientras de su escritorio sacaba un antigua cruz española – y al ver que está vacía de crucificado piensa que allí debes estar crucificado y que no va hacer sino la misma tentación la que allí te crucifique y la que te haga sudar sangre…-
Y siguió diciendo –y cuando vistas tu armadura blanca, encuentra en ella tu baluarte, tu castillo…porque, aunque es sólo un paño, está bendito y es tu vestimenta de combate. Protégete en ella, nunca te la quites pues en el monasterio serás blanco de tentaciones.-
Y el monje volviendo a colocarse su escapulario y su capucha tomó la cruz y sobre ella talló una frase que hoy reza crucificado en esta cruz soy blanco de tentaciones y me hago uno con mi Dios que vence en el desierto que triunfa en el huerto…
“El Monje”
(En ocasión de la jornada pro orantibus 2019)
¿Qué es un monje? me preguntas,
pues te explico lo que entiendo:
por afuera, sólo un hombre,
mas por dentro, un predilecto…;
Es un hombre como todos
carne y huesos más flaquezas,
miserable por ser polvo
pues también salió de tierra.
Más en algo se distingue
y de allí se sigue el resto,
en que a Dios constante sigue,
no se guarda ni un momento.
Ya su vida no es su vida
sólo es suyo el corazón,
corazón que no mezquina
pues de él dispone Dios;
en su entrega generosa
prefirió la soledad,
soledad que al mundo choca
y esto es una gran verdad;
no es ausencia de personas
sólo cambia compañía,
sus palabras se hacen pocas,
sus plegarias infinitas;
pues oculto en el silencio
pide a Cristo que lo tome,
que las culpas de otro tiempo
las convierta en oraciones:
Oraciones que en el cielo
son fragantes como rosas,
que se elevan como incienso
y hermosean al que ora:
oraciones que interceden
por el alma en agonía,
oraciones que mantienen
en los hombres la fe viva;
oraciones que reparan
los pecados cometidos,
oraciones que acompañan
a sus seres más queridos.
Otra cosa que hace el monje
es clamar en el silencio,
se asemeja al Cristo pobre
que lloraba allá en el huerto;
ese Cristo doloroso
que con lágrimas rogaba
a su Padre Bondadoso
que a los hombres perdonara;
aquel Cristo tan amante
que asumiendo los pecados
“por clemente fue culpable”
y al madero lo clavaron.
El monje también se clava,
se clava con el Maestro,
comparte su misma espada
y combate en el silencio;
su batalla no es ruidosa
pues combátese a sí mismo,
los defectos se reprocha,
quiere andar en heroísmo.
Pide a Dios, en su miseria,
le conceda las virtudes;
caridad y fortaleza,
y a la Virgen que lo ayude
a ser ejemplo de humildad,
esperanza y sacrificio,
a ser en definitiva
fiel imagen de su Hijo:
obediente en todo al Padre,
consagrado a sus hermanos,
por amor dispuesto a muerte
y enemigo del pecado.
Caballero del Divino
dejó el mundo por las almas;
de este mundo fue cautivo,
y ahora es libre por la gracia;
de esa gracia que lo alegra,
que regocija su interior,
que promete vida eterna
al vasallo fiel de Dios.
Ya sus armas son distintas
no pelea con fusiles:
un rosario con sus cuentas
y la gracia que lo anime,
fuerte yelmo es su capucha,
lo separa de los ruines,
la armadura que lo cuida
es el hábito que viste.
Sus plegarias son la lanza
con que vence al tentador,
sus palabras son espada
que se blande en el ambón;
con paciencia y sacrificios
cabalgando va en tesón
y la fuente de sus bríos
es la Madre del Señor;
esa Madre que lo cubre,
que protege su pureza,
que lo mira siempre dulce,
que resguarda su inocencia,
que lo toma de la mano
como niño balbuciente
y lo lleva con cuidado
hacia la patria celeste.
Y para llegar al cielo
eligió parte mejor:
de rodillas, al Maestro
se entregó en contemplación.
contribuye al plan divino
con su vida de oración,
pero el mérito es de Cristo:
Verbo eterno y Redentor;
Pide siempre ser constante
a la Santa Trinidad,
y lo libre de aferrarse
a la propia voluntad.
Sólo en Dios abandonado
en la fe vive y se esconde…;
mi respuesta he formulado,
algo de esto es un monje.
P. Jason.
(Escrito durante el tiempo de diaconado)
Hoy quiero comenzar una nueva serie de catequesis. Después de las catequesis sobre los Padres de la Iglesia, sobre los grandes teólogos de la Edad Media, y sobre las grandes mujeres, ahora quiero elegir un un tema que nos interesa mucho a todos: es el tema de la oración, de modo específico de la cristiana, es decir, la oración que Jesús nos enseñó y que la Iglesia sigue enseñándonos. De hecho, es en Jesús en quien el hombre se hace capaz de unirse a Dios con la profundidad y la intimidad de la relación de paternidad y de filiación. Por eso, juntamente con los primeros discípulos, nos dirigimos con humilde confianza al Maestro y le pedimos: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11, 1).
En las próximas catequesis, acudiendo a las fuentes de la Sagrada Escritura, la gran tradición de los Padres de la Iglesia, de los maestros de espiritualidad y de la liturgia, queremos aprender a vivir aún más intensamente nuestra relación con el Señor, casi una «escuela de oración». En efecto, sabemos bien que la oración no se debe dar por descontada: hace falta aprender a orar, casi adquiriendo siempre de nuevo este arte; incluso quienes van muy adelantados en la vida espiritual sienten siempre la necesidad de entrar en la escuela de Jesús para aprender a orar con autenticidad. La primera lección nos la da el Señor con su ejemplo. Los Evangelios nos describen a Jesús en diálogo íntimo y constante con el Padre: es una comunión profunda de aquel que vino al mundo no para hacer su voluntad, sino la del Padre que lo envió para la salvación del hombre.
En esta primera catequesis, como introducción, quiero proponer algunos ejemplos de oración presentes en las antiguas culturas, para poner de relieve cómo, prácticamente siempre y por doquier, se han dirigido a Dios.
Comienzo por el antiguo Egipto, como ejemplo. Allí un hombre ciego, pidiendo a la divinidad que le restituyera la vista, atestigua algo universalmente humano, como es la pura y sencilla oración de petición hecha por quien se encuentra en medio del sufrimiento, y este hombre reza: «Mi corazón desea verte… Tú que me has hecho ver las tinieblas, crea la luz para mí. Que yo te vea. Inclina hacia mí tu rostro amado» (A. Barucq – F. Daumas, Hymnes et prières de l’Egypte ancienne, París 1980, trad. it. en Preghiere dell’umanità, Brescia 1993, p. 30). «Que yo te vea»: aquí está el núcleo de la oración.
En las religiones de Mesopotamia dominaba un sentido de culpa arcano y paralizador, pero no carecía de esperanza de rescate y liberación por parte de Dios. Así podemos apreciar esta súplica de un creyente de aquellos antiguos cultos, que dice así: «Oh Dios, que eres indulgente incluso en la culpa más grave, absuelve mi pecado… Mira, Señor, a tu siervo agotado, y sopla tu aliento sobre él: perdónalo sin dilación. Aligera tu castigo severo. Haz que yo, liberado de los lazos, vuelva a respirar; rompe mi cadena, líbrame de las ataduras» (M.-J. Seux, Hymnes et prières aux Dieux de Babylone et d’Assyrie, París 1976, trad. it. en Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 37). Estas expresiones demuestran que el hombre, en su búsqueda de Dios, ha intuido, aunque sea confusamente, por una parte su culpa y, por otra, aspectos de misericordia y de bondad divina.
En el seno de la religión pagana de la antigua Grecia se produce una evolución muy significativa: las oraciones, aunque siguen invocando la ayuda divina para obtener el favor celestial en todas las circunstancias de la vida diaria y para conseguir beneficios materiales, se orientan progresivamente hacia peticiones más desinteresadas, que permiten al hombre creyente profundizar su relación con Dios y ser mejor. Por ejemplo, el gran filósofo Platón refiere una oración de su maestro, Sócrates, considerado con razón uno de los fundadores del pensamiento occidental. Sócrates rezaba así: «Haz que yo sea bello por dentro; que yo considere rico a quien es sabio y que sólo posea el dinero que puede tomar y llevar el sabio. No pido más» (Opere I. Fedro 279c, trad. it. P. Pucci, Bari 1966). Quisiera ser sobre todo bello por dentro y sabio, y no rico de dinero.
En esas excelsas obras maestras de la literatura de todos los tiempos que son las tragedias griegas, todavía hoy, después de veinticinco siglos, leídas, meditadas y representadas, se encuentran oraciones que expresan el deseo de conocer a Dios y de adorar su majestad. Una de ellas reza así: «Oh Zeus, soporte de la tierra y que sobre la tierra tienes tu asiento, ser inescrutable, quienquiera que tú seas —ya necesidad de la naturaleza o mente de los hombres—, a ti dirijo mis súplicas. Pues conduces todo lo mortal conforme a la justicia por caminos silenciosos» (Eurípides, Las Troyanas, 884-886, trad. it. G. Mancini, en Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 54). Dios permanece un poco oculto, y aún así el hombre conoce a este Dios desconocido y reza a aquel que guía los caminos de la tierra.
También entre los romanos, que constituyeron el gran imperio en el que nació y se difundió en gran parte el cristianismo de los orígenes, la oración, aun asociada a una concepción utilitarista y fundamentalmente vinculada a la petición de protección divina sobre la vida de la comunidad civil, se abre a veces a invocaciones admirables por el fervor de la piedad personal, que se transforma en alabanza y acción de gracias. Lo atestigua un autor del África romana del siglo ii después de Cristo, Apuleyo. En sus escritos manifiesta la insatisfacción de los contemporáneos respecto a la religión tradicional y el deseo de una relación más auténtica con Dios. En su obra maestra, titulada Las metamorfosis, un creyente se dirige a una divinidad femenina con estas palabras: «Tú sí eres santa; tú eres en todo tiempo salvadora de la especie humana; tú, en tu generosidad, prestas siempre ayuda a los mortales; tú ofreces a los miserables en dificultades el dulce afecto que puede tener una madre. Ni día ni noche ni instante alguno, por breve que sea, pasa sin que tú lo colmes de tus beneficios» (Apuleyo de Madaura, Metamorfosis IX, 25, trad. it. C. Annaratone, en Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 79).
En ese mismo tiempo, el emperador Marco Aurelio —que también era filósofo pensador de la condición humana— afirma la necesidad de rezar para entablar una cooperación provechosa entre acción divina y acción humana. En su obra Recuerdos escribe: «¿Quién te ha dicho que los dioses no nos ayudan incluso en lo que depende de nosotros? Comienza, por tanto, a rezarles y verás» (Dictionnaire de spiritualitè XII/2, col. 2213). Este consejo del emperador filósofo fue puesto en práctica efectivamente por innumerables generaciones de hombres antes de Cristo, demostrando así que la vida humana sin la oración, que abre nuestra existencia al misterio de Dios, queda privada de sentido y de referencia. De hecho, en toda oración se expresa siempre la verdad de la criatura humana, que por una parte experimenta debilidad e indigencia, y por eso pide ayuda al cielo, y por otra está dotada de una dignidad extraordinaria, porque, preparándose a acoger la Revelación divina, se descubre capaz de entrar en comunión con Dios.
Queridos amigos, en estos ejemplos de oraciones de las diversas épocas y civilizaciones se constata la conciencia que tiene el ser humano de su condición de criatura y de su dependencia de Otro superior a él y fuente de todo bien. El hombre de todos los tiempos reza porque no puede menos de preguntarse cuál es el sentido de su existencia, que permanece oscuro y desalentador si no se pone en relación con el misterio de Dios y de su designio sobre el mundo. La vida humana es un entrelazamiento de bien y mal, de sufrimiento inmerecido y de alegría y belleza, que de modo espontáneo e irresistible nos impulsa a pedir a Dios aquella luz y aquella fuerza interiores que nos socorran en la tierra y abran una esperanza que vaya más allá de los confines de la muerte. Las religiones paganas son una invocación que desde la tierra espera una palabra del cielo. Uno de los últimos grandes filósofos paganos, que vivió ya en plena época cristiana, Proclo de Constantinopla, da voz a esta espera, diciendo: «Inconoscible, nadie te contiene. Todo lo que pensamos te pertenece. De ti vienen nuestros males y nuestros bienes. De ti dependen todos nuestros anhelos, oh Inefable, a quien nuestras almas sienten presente, elevando a ti un himno de silencio» (Hymni, ed. E. Vogt, Wiesbaden 1957, en Preghiere dell’umanità, op. cit., p. 61).
En los ejemplos de oración de las diversas culturas, que hemos considerado, podemos ver un testimonio de la dimensión religiosa y del deseo de Dios inscrito en el corazón de todo hombre, que tienen su cumplimiento y expresión plena en el Antiguo y en el Nuevo Testamento. La Revelación, en efecto, purifica y lleva a su plenitud el originario anhelo del hombre a Dios, ofreciéndole, en la oración, la posibilidad de una relación más profunda con el Padre celestial.
Al inicio de nuestro camino «en la escuela de la oración», pidamos pues al Señor que ilumine nuestra mente y nuestro corazón para que la relación con él en la oración sea cada vez más intensa, afectuosa y constante. Digámosle una vez más: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11, 1).
DISCURSO DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II
A LAS RELIGIOSAS DE CLAUSURA
EN LA CATEDRAL DE GUADALAJARA
Martes 30 de enero de 1979
Queridas religiosas de clausura:
En esta catedral de Guadalajara quiero saludaros con esas bellas y expresivas palabras que repetimos con frecuencia en la asamblea litúrgica: “El Señor esté con vosotras” (Misal Romano). Sí, que el Señor, al que habéis consagrado toda vuestra vida, esté siempre con vosotras.
¿Cómo podría faltar durante la visita a México, un encuentro del Papa con las religiosas contemplativas? Si a tantas personal yo quería ver, vosotras ocupáis un puesto especial por vuestra particular consagración al Señor y a la Iglesia. Por ese motivo, el Papa también quiere estar cerca de vosotras.
Este encuentro quiere ser la continuación del que tuve con las demás religiosas mexicanas; muchas cosas las decía también para vosotras, pero ahora deseo referirme a lo que es más específicamente vuestro.
¡Cuántas veces el Magisterio de la Iglesia ha demostrado su gran estima y aprecio por vuestra vida dedicada a la oración, al silencio, y a un modo singular de entrega a Dios! En estos momentos de tantas transformaciones en todo, ¿sigue teniendo significado este tipo de vida o es algo ya superado?
El Papa os dice: Sí, vuestra vida tiene más importancia que nunca, vuestra consagración total es de plena actualidad. En un mundo que va perdiendo el sentido de lo divino, ante la supervaloración de lo material, vosotras, queridas religiosas, comprometidas desde vuestros claustros en ser testigos de unos valores por los que vivís, sed testigos del Señor para el mundo de hoy; infundid con vuestra oración un nuevo soplo de vida en la Iglesia y en el hombre actual.
Especialmente en la vida contemplativa se trata de realizar una unidad difícil: manifestar ante el mundo el misterio de la Iglesia en el mundo presente y gustar ya aquí, enseñándoselo a los hombres, como dice San Pablo, “las cosas de allá arriba” (Col 1, 3).
El ser contemplativa no supone cortar radicalmente con el mundo, con el apostolado. La contemplativa tiene que encontrar su modo específico de extender el Reino de Dios, de colaborar en la edificación de la ciudad terrena, no sólo con sus plegarias y sus sacrificios, sino con su testimonio silencioso, es verdad, pero que pueda ser entendido por los hombres de buena voluntad con los que esté en contacto.
Para ello tenéis que encontrar vuestro estilo propio que, dentro de una visión contemplativa, os haga compartir con vuestros hermanos el don gratuito de Dios.
Vuestra vida consagrada arranca de la consagración bautismal y la expresa con mayor plenitud. Con una respuesta libre a la llamada del Espíritu Santo, habéis decidido seguir a Cristo consagrándoos totalmente a El. “Esta consagración será tanto más perfecta, dice el Concilio, cuanto, por vínculos más firmes y más estables, represente mejor a Cristo, unido con vínculo indisoluble a su Iglesia” (Lumen gentium, 44).
Las religiosas contemplativas sentís una atracción que os arrastra hacia el Señor. Apoyadas en Dios, os abandonáis a su acción paternal que os levanta hacia El y os transforma en El, mientras os prepara para la contemplación eterna, que constituye nuestra meta última para todos. ¿Cómo podríais avanzar a lo largo de este camino y ser fieles a la gracia que os anima, si no respondierais con todo vuestro ser, por medio de un dinamismo cuyo impulso es el amor, a esta llamada que os orienta de manera permanente hacia Dios? Considerad pues cualquier otra actividad como un testimonio, ofrecido al Señor, de vuestra íntima comunión con El, para que os conceda aquella pureza de intención, tan necesaria para encontrarlo en la misma oración. De este modo contribuiréis a la extensión del Reino de Dios, con el testimonio de vuestra vida y con “una misteriosa fecundidad apostólica” (Perfectae caritatis, 7).
Reunidas en nombre de Cristo, vuestras comunidades tienen como centro la Eucaristía, “sacramento de amor, signo de unidad, vínculo de caridad” (Sacrosanctum Concilium, 47).
Por la Eucaristía también el mundo está presente en el centro de vuestra vida de oración y de ofrenda como el Concilio ha explicado: “y nadie piense que los religiosos, por su consagración, se hacen extraños a los hombres o inútiles para la sociedad terrena. Porque, si bien en algunos casos no sirven directamente a sus contemporáneos, los tienen, sin embargo, presentes de manera más íntima en las entrañas de Cristo y cooperan espiritualmente con ellos, para que la edificación de la ciudad terrena se funde siempre en el Señor y se ordene a El, no sea que trabajen en vano quienes la edifican” (Lumen gentium, 46).
Contemplándoos con la ternura del Señor cuando llamaba a sus discípulos “pequeña grey” (cf. Lc 12, 32), y les anunciaba que su Padre se había complacido en darles el Reino, yo os suplico: conservad la sencillez de los “más pequeños” del Evangelio. Sabed encontrarla en el trato intimo y profundo con Cristo y en contacto con vuestros hermanos. Conoceréis entonces “el rebosar de gozo por la acción del Espíritu Santo” que es de aquellos que son introducidos en los secretos del Reino (cf. Exhortación Apostólica Evangelica Testificatio, 54).
Que la Madre amadísima del Señor, que en México invocáis con el dulce nombre de Nuestra Señora de Guadalupe, y bajo cuyo ejemplo habéis consagrado a Dios vuestra vida, os alcance, en vuestro caminar diario, aquella alegría inalterable que sólo Jesús puede dar.
Como un gran saludo de paz que no se agota en vosotras aquí presentes, sino que se extiende invisiblemente a todas vuestras hermanas contemplativas de México, recibid de corazón mi Bendición Apostólica.
El afamado escritor Chesterton, convertido al catolicismo, escribía las siguientes palabras en su libro titulado “El hombre eterno: “La naturaleza no se llama Isis ni busca a Osiris; pero reclama desesperadamente lo sobrenatural;… Abatiéndose se eleva; con las manos juntas es libre; prosternado es grande. Liberadlo de su culto y lo encadenaréis; prohibidle arrodillarse y lo rebajaréis. El hombre que no puede rezar lleva una mordaza… El individuo que ejecuta los gestos de la adoración y del sacrificio, que derrama la libación o levanta la espada, no ignora que ejecuta un acto viril y magnánimo y vive uno de los momentos para los cuales ha nacido”[1]
Sabemos que el hombre es la creatura más noble del universo creado, “la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma”[2]; las demás criaturas han sido creadas para el hombre, para que le ayuden a alcanzar su fin, pero el hombre es el único llamado a participar, por el conocimiento y el amor, en la vida íntima de Dios.
“¿Qué cosa, o quién -pregunta Santa Catalina-, fue el motivo de que establecieras al hombre en semejante dignidad? Ciertamente, nada que no fuera el amor inextinguible con el que contemplaste a tu criatura en ti mismo y te dejaste cautivar de amor por ella. Por amor lo creaste, por amor le diste un ser capaz de gustar tu Bien eterno”[3]; y más en concreto podemos decir junto con san Ignacio, que El hombre es creado para alabar, hacer reverencia y servir a Dios nuestro Señor y, mediante esto, salvar su ánima[4]; es decir, que el hombre a diferencia de los seres irracionales, y a semejanza de los ángeles, posee una capacidad especial que surge de su misma naturaleza, y específicamente de su alma (inteligencia y voluntad) y esta es la capacidad de rendirle a Dios un culto exclusivo que se llama adoración. El hombre es capaz de darle a Dios el culto que se merece. El hombre es capaz de Dios y lo debe adorar.
Si prestamos atención a la historia del pueblo elegido, cuando Dios quiso sacarlos de Egipto y dispuso todo para hacerlo, debemos notar cuáles fueron las intenciones del mismo Dios para con ellos. Generalmente nos quedamos con la idea de la tierra prometida, de la liberación y conquista de un lugar terreno. Sin embargo, si nos adentramos en los textos de la escritura podemos notar que Dios le dice a Moisés que debe guiar a su pueblo y sacarlo de Egipto para que vaya al desierto a rendirle culto, es decir, para que lo puedan adorar: “Yo estaré contigo y ésta será la señal de que yo te envío: Cuando hayas sacado al pueblo de Egipto daréis culto a Dios en este monte.” Es decir que el pueblo elegido debe ser liberado y debe heredar una tierra, pero la finalidad de esta liberación, que con Jesucristo se manifestará ya más claramente como la liberación del pecado, es la de rendir culto al Dios viviente, o sea, la de adorarlo; porque sólo a Dios se adora.
La adoración se define como el acto de reverenciar con sumo honor y respeto a Dios por ser divino y honrarlo con el culto religioso que le es debido. Distinto de la veneración que es respetar en sumo grado a alguien por su santidad, dignidad o grandes virtudes, o a algo por lo que representa o recuerda. De aquí deducimos dos cosas:
1º que a los protestantes que dicen que adoramos imágenes los podemos refutar diciéndoles que simplemente busquen en un diccionario lo que es adorar y lo que es venerar.
2º la confirmación de que sólo a Dios se lo debe adorar
Toda la historia del pueblo elegido, tanto en el antiguo como en el nuevo Testamento, gira en torno al culto de adoración que se le debe brindar al Dios verdadero.
Cuando la samaritana reconoce a Jesús como profeta[5], lo primero que hace es hablarle acerca del lugar de adoración. Recordemos que los judíos con los samaritanos no tenían trato, al punto de que un samaritano no podía beber agua en un vaso de un judío y viceversa, por eso se sorprende tanto la samaritana de que Jesús le hable y encima le pida de beber; y como sabemos, la salvación obrada por Jesucristo es universal, se ofrece a todos y por lo tanto no se queda en resentimientos absurdos.
Pero volvamos al mensaje: el hombre debe rendir adoración al Dios verdadero y Jesucristo en el centro del diálogo con la samaritana podríamos decir que rompe toda restricción y así extiende el culto a Dios a todos los hombres de buena voluntad, porque a todos quiere hacer parte de su iglesia: Pero llega la hora (ya estamos en ella) en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque así quiere el Padre que sean los que le adoren. Dios es espíritu, y los que adoran, deben adorar en espíritu y verdad.
Y aquí llegamos al centro del mensaje de Jesucristo, en el que se nos habla de los verdaderos adoradores, para distinguirlos de los falsos, como los fariseos. Comentando este versículo dice el cardenal Gomá que estas palabras de Jesús son la condenación de la manera de practicar la religión y el culto que tienen muchos cristianos, es decir, que Jesús nos advierte. Por lo tanto debemos evitar dos errores:
1º) El error de los fariseos: que creían que por cumplir una serie de ritos externos ya estaban salvados. Este es el error de los cristianos que piensan que porque no matan ni roban y van a misa y se confiesan una vez al año ya tienen el cielo comprado. Podríamos decir que son los que practican su fe, pero no viven la fe. Estos son los que se olvidan que cuando uno está afuera de la iglesia sigue siendo católico, en la casa, en el trabajo, en la calle, etc. éstos son los católicos que dejan mal a la iglesia.
Tal vez muchos de nosotros hayamos escuchado alguna vez decir: “este va siempre a misa pero después, es peleador, habla mal de los demás, es rencoroso”, etc.; eso no justifica ciertamente a alguien para que se aleje de la iglesia, pero lo toman muchos de fe débil o mediocre como excusa para alejarse. En definitiva este es el error de los que escandalizan con su doble vida: cumpliendo exteriormente con el culto, pero viviendo después sin querer parecerse a Cristo en su corazón, evocando la actitud del publicano de la parábola, que se golpeaba el pecho diciendo todo lo que cumplía, pero dice Jesús que éste no bajó a su casa justificado.
2º) El error de los que se llenan de devociones pensando que mientras más oraciones y devociones tenga más se me asegura el cielo: no estamos diciendo que eso esté mal, ¡de ninguna manera!, de hecho hay devociones que nos las reveló el mismo Dios o la Virgen como el Sagrado Corazón, el Inmaculado Corazón, el escapulario, el rezo del santo Rosario, etc., sino que aquí estamos hablando de los que ponen su fe en esas devociones y no en Dios. En otras palabras, los que las ven como un fin y no como un medio para unirse más a Dios. Hay que ser devoto, hay que aprovechar la ayuda inmensa que nos brinda la devoción a algún santo, algunas oraciones, pero siempre pidiendo la gracia de que nos ayuden a crecer en las virtudes y siempre que nos permitan cumplir bien nuestro deber de estado.
¿Qué significa, entonces, adorar “en Espíritu y en verdad”?
En la religión católica, la verdadera adoración que Dios nos pide y que Él se merece, es la que supone una vida informada toda en el sentir de Cristo en su Iglesia. Es el cumplimiento de nuestras obligaciones para con Dios, el prójimo y nosotros mismos, lo cual se realiza cuando dejamos que Cristo habite en nosotros y realizamos todos nuestros actos conscientes de que en todos ellos podemos darle gloria a Dios. El cardenal Gomá, que citábamos arriba, tiene una expresión muy linda, cuando dice que es una manera de vivir que nos hace difundir a nuestro alrededor el buen olor de Cristo, lo cual se logra cuando aprendemos a adaptar todos nuestros actos a lo que se llama “el sentido de Cristo”; es lo que san Alberto Hurtado se preguntaba antes de cualquier obra: ¿qué haría Cristo en mi lugar?, y ¿cómo lo haría?
Desde que vino Jesucristo a la tierra todos nosotros hemos sido llamados a adorar a Dios en Espíritu y en verdad, porque todos nosotros somos parte de su Iglesia y por lo tanto a todos nosotros se nos ofrecen constantemente las gracias necesarias para rendir a Dios el culto que se merece.
Para adorar a Dios en Espíritu y en vedad Dios nos ha dejado un culto riquísimo en su iglesia: por ejemplo la administración y recepción de los sacramentos; si uno presta atención a los ritos son un verdadero tesoro espiritual, nos enseñan a rezar, a comprender mejor el plan de salvación, a unirnos más a Dios; miremos las procesiones a la Virgen y a los santos, o la elección del vicario de Cristo, la adoración al Santísimo Sacramento, las noches heroicas, los tiempos litúrgicos, las solemnidades, etc. y principalmente la santa Misa, en que se nos ofrece el mismo Dios a quien debemos adorar; y aquí está lo central que debemos comprender, que todo esto sólo lo aprovechamos cuando se prolonga y se hace carne en nuestras vidas.
Adorar a Dios en espíritu y en verdad significa que nuestra vida sea consecuente con la fe que profesamos, es decir, que seamos consecuentes con Jesucristo y con sus principios.
El verdadero adorador es el que se rige por los principios del Evangelio; quien adora a Dios “en espíritu y en verdad” es el que ha decidido hacerlo todo por desterrar de su vida el pecado mortal; es el que va contra la corriente del espíritu mundano porque posee el espíritu de Dios; es el que se convierte en sal de la tierra y luz del mundo, el que lucha por causa de la justicia, el pacífico, el limpio de corazón, el perseguido por el nombre de Cristo, etc., en definitiva los verdaderos adoradores son aquellas almas que aprovechan los medios que Dios nos ha dejado, que defienden y viven su doctrina y que de esta manera han llegado a abrazar el espíritu de las bienaventuranzas…
Decía san Hilario: Cuando [Jesús] enseñó que Dios-espíritu debe ser adorado en espíritu, manifestó la libertad y la ciencia, como también la infinidad de los que habrían de adorarle, según aquellas palabras del Apóstol: “Donde está el espíritu de Dios, allí está la libertad“; por eso los verdaderos adoradores son, en definitiva, los que le rinden a Dios el culto que se merece libres de las ataduras del pecado.
Que María santísima, la primera en adorar a Dios encarnado en su purísimo vientre, nos conceda la gracia aprender a rendirle culto a Dios con nuestra vida en consonancia con los principios del Evangelio y así le adoremos realmente en espíritu y en verdad.
Gloria a ti cada día en este período bendito que es la Cuaresma. Gloria a ti hoy, día del Señor y V domingo de este período.
Gloria a ti, Verbo de Dios, que te has hecho carne y te has manifestado con tu vida y has realizado en la tierra tu misión con la muerte y la resurrección.
Gloria a ti, Verbo de Dios, que penetras lo íntimo de los corazones humanos y les muestras el camino de la salvación.
Gloria a ti en todo lugar de la tierra.
Gloria a ti en esta península, entre las cumbres de los Alpes y el Mediterráneo. Gloria a ti en todos los lugares de esta bendita región; gloria a ti en cada ciudad y pueblo, donde desde ya casi hace dos mil años te escuchan sus habitantes y caminan a tu luz.
Gloria a ti, Verbo de Dios, Verbo de la Cuaresma, que es el tiempo de nuestra salvación, de la misericordia y de la penitencia.
Gloria a ti por un hijo ilustre de esta tierra.
Gloria a ti, Verbo de Dios, a quien aquí, en esta localidad, llamada Nursia, un hijo de esta tierra —conocido en toda la Iglesia y en el mundo con el nombre de Benito— escuchó por vez primera y acogió como luz de la propia vida, y también de la de sus hermanos y hermanas.
Verbo de Dios que no pasarás jamás. Han transcurrido ya mil quinientos años desde el nacimiento de Benito, tu confesor y monje, fundador de la Orden, Patriarca del Occidente, Patrono de Europa.
Gloria a ti, Verbo de Dios.
2. Permitidme, queridos hermanos y hermanas, que intercale estas expresiones de veneración y agradecimiento en las palabras de la liturgia cuaresmal de hoy. La veneración y el agradecimiento constituyen el motivo de nuestra presencia hoy aquí, de mi peregrinación junto con vosotros al lugar del nacimiento de San Benito, al cumplirse mil quinientos años de la fecha de este nacimiento.
Sabemos que el hombre nace al mundo gracias a sus padres. Confesamos que, habiendo venido al mundo por sus procreadores, que son el padre y la madre, renace a la gracia del bautismo sumergiéndose en la muerte de Cristo crucificado, para recibir la participación en esa vida que Cristo mismo ha revelado con su resurrección. Mediante la gracia recibida en el bautismo, el hombre participa en el nacimiento eterno del Hijo del Padre, puesto que se hace hijo adoptivo de Dios: hijo en el Hijo.
No se puede menos de recordar esta verdad humana y cristiana acerca del nacimiento del hombre, hoy, en Nursia, en el lugar del nacimiento de San Benito. Al mismo tiempo se puede y se debe decir que, juntamente con él, nacía en cierto sentido una época nueva, una nueva Italia, una nueva Europa. El hombre siempre viene al mundo en determinadas condiciones históricas; incluso el Hijo de Dios se hizo Hijo del hombre en cierto período de tiempo, y en él dio comienzo a los tiempos nuevos que han venido después de El. Igualmente, en una determinada época histórica, nació en Nursia Benito que, gracias a la fe en Cristo, obtuvo “la justicia que viene de Dios” (Flp 3, 9), y supo injertar esta justicia en las almas de sus contemporáneos y de la posteridad.
3. El año en que, según la tradición, vino a la luz Benito, el 480, sigue muy de cerca a una fecha fatídica, o mejor, fatal, para Roma: aludo a ese 476 después de Cristo, en el cual, con el envío a Constantinopla de las insignias imperiales, el Imperio Romano de Occidente, después de un largo período de decadencia, tuvo su fin oficial. Se derrumbaba ese año una estructura política, esto es, un sistema que había condicionado, poco a poco, casi por un milenio, el camino y el desarrollo de la civilización humana en el área de todo el litoral del Mediterráneo.
Pensemos: Cristo mismo vino al mundo según las coordenadas —tiempo, lugar, ambiente, condiciones políticas, etc.— creadas por este mismo sistema. Y también la cristiandad, en la historia : gloriosa y doliente de la “Ecclesía prímaeva”, tanto en la época de las persecuciones, como en la sucesiva libertad, se desarrolló en el marco del “ordo Romanus”, más aún, se desarrolló, en cierto sentido, “a pesar” de este “ordo”, en cuanto ella tenía una dinámica propia que le hacía independiente de él y le consentía vivir una vida “paralela” a su desarrollo histórico.
Tampoco el llamado edicto de Constantino, en el 313, hizo depender a la Iglesia del Imperio: si le reconocía la justa libertad “ad extra” después de las sangrientas represiones de la época anterior, no fue él quien le confirió esa igualmente necesaria libertad “ad intra” que, en conformidad con la voluntad de su Fundador, le viene indefectiblemente del impulso de vida que le comunica el Espíritu. Incluso después de este importante acontecimiento, que selló la paz religiosa, el Imperio Romano continuó su proceso de desintegración: mientras en Oriente el sistema imperial se pudo reforzar, también con notables transformaciones, en Occidente se debilitó progresivamente por una serie de causas internas y externas, entre las cuales el choque de las migraciones de los pueblos, y en un determinado momento no tuvo ya la fuerza de sobrevivir.
4. De hecho, cuando aquí en Nursia vino al mundo San Benito, no sólo “el mundo antiguo se encaminaba al fin” (Krasinski, Irydion), sino que en realidad este mundo ya había sido transformado: babían subintrado los “Christiana tempora”. Roma, que en un tiempo había sido el testigo principal de la potencia en la ciudad del más grande esplendor del Imperio, se había convertido en la Roma cristiana. En cierto sentido había sido realmente la ciudad con la que se había identificado el Imperio. La Roma de los Césares ya se había desvanecido. Quedaba la Roma de los Apóstoles. La Roma de Pedro y de Pablo, la Roma de los mártires, cuya memoria todavía estaba relativamente fresca y viva. Y, mediante esta memoria estaba viva la conciencia de la Iglesia y el sentido de la presencia de Cristo, del que tantos hombres y mujeres no habían vacilado en dar su testimonio, mediante el sacrificio de la propia vida.
Así, pues, nace en Nursia Benito y madura en ese clima particular, en el que el fin de la potencia terrena, la mayor de las potencias que se han manifestado en el mundo antiguo, habla al alma con el lenguaje de las realidades últimas, mientras, al mismo tiempo, Cristo y el Evangelio hablan de otra aspiración, de otra dimensión de la vida, de otra justicia, de otro Reino.
Benito de. Nursia crece en este clima. Sabe que la verdad plena sobre el significado de la vida humana lo ha expresado San Pablo, cuando ha escrito en la Carta a los Filipenses: “dando al olvido a lo que ya queda atrás, me lanzo tras lo que tengo delante, mirando hacia la meta, hacia el galardón de la soberana vocación de Dios en Cristo Jesús” (Flp 3, 13-14).
Estas palabras las había escrito el Apóstol de las Gentes, el fariseo convertido, que así daba testimonio de su conversión y de su fe. Estas palabras reveladas contienen también la verdad que retorna a la Iglesia y a la humanidad en las diversas etapas de la historia. En esa etapa, en la que Cristo llamó a Benito de Nursia, estas palabras anunciaban el comienzo de una época que sería precisamente la época de la gran aspiración “hacia lo alto”, en pos de Cristo crucificado y resucitado. Tal como escribe San Pablo: “para conocerle a El y el poder de su resurrección y la participación en sus padecimientos, conformándose a El en su muerte, por si logro alcanzar la resurrección de los muertos” (Flp 3, 10-11).
Así, pues, más allá del horizonte de la muerte que sufrió todo el mundo construido sobre la potencia temporal de Roma y del Imperio, emerge esta nueva aspiración: la aspiración “hacia lo alto”, suscitada por el desafío de la nueva vida, el desafío que Cristo trajo al hombre juntamente con la esperanza de la futura resurrección. El mundo terrestre —el mundo de las potencias y de las derrotas del hombre— se convierte en el mundo visitado por el Hijo de Dios, el mundo sostenido por la cruz en la perspectiva del futuro definitivo del hombre, que es la eternidad: el Reino de Dios.
5. Benito fue para su generación, y aún más para las generaciones sucesivas, el apóstol de ese Reino y de esa aspiración. Y sin embargo, el mensaje que él proclamó mediante toda su Regla de vida, parecía —parece incluso hoy— ordinario, común y como menos “heroico” que el que dejaron los apóstoles y los mártires sobre las ruinas de la Roma antigua.
En realidad es el mismo mensaje de vida eterna, revelado al hombre: en Cristo Jesús, el mismo, aun cuando dicho con el lenguaje de tiempos ya diversos. La Iglesia lee siempre de nuevo el mismo Evangelio —Palabra de Dios que no pasa— en el contexto de la realidad humana que cambia. Y Benito supo ciertamente interpretar con perspicacia los signos de los tiempos de entonces, cuando escribió su Regla en la cual la unión de la oración y del trabajo se convertía en el principio de la aspiración a la eternidad, para aquellos que la habrían de aceptar. “Ora et labora” era para el gran fundador del monaquismo occidental la misma verdad que el Apóstol proclama en la lectura de hoy, cuando afirma que lo ha dejado todo por Cristo:
“Todo lo tengo por pérdida a causa del sublime conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por cuyo amor todo lo sacrifiqué y lo tengo por basura, con tal de ganar a Cristo y ser hallarlo en El” (Flp 3, 8-9).
Benito, al leer los signos de los tiempos, vio que era necesario realizar el programa radical de la santidad evangélica, expresado con las palabras de San Pablo, de una forma ordinaria, en las dimensiones de la vida cotidiana de todos los hombres. Era necesario que lo heroico se hiciese normal, cotidiano, y que lo normal, cotidiano, se hiciese heroico.
De este modo él, padre de los monjes, legislador de la vida monástica en Occidente, vino a ser también indirectamente el precursor de una nueva civilización. Dondequiera que el trabajo humano condicionaba el desarrollo de la cultura, de la economía, de la vida social, allí llegaba el programa benedictino de la evangelización, que unía el trabajo a la oración, y la oración al trabajo.
Hay que admirar la sencillez de este programa y, al mismo tiempo, su universalidad. Se puede decir que este programa ha contribuido a la cristianización de los nuevos pueblos del continente europeo y, a la vez, se ha encontrado también en la base de su historia nacional, de una historia que cuenta con más de un milenio.
De este modo, San Benito se convierte en el Patrono de Europa durante el curso de los siglos: mucho antes de ser proclamado como tal por el Papa Pablo VI.
6. El es Patrono de Europa en esta época nuestra. Lo es no sólo por sus méritos particulares hacía este continente, hacia su historia y su civilización. Lo es, además, por la nueva actualidad de su figura en relación con la Europa contemporánea.
El trabajo se puede separar de la oración y hacer de él la única dimensión de la existencia humana. La época contemporánea lleva consigo esta tendencia. Esta época se diferencia de los tiempos de Benito de Nursia, porque entonces Occidente miraba hacia atrás, inspirándose en la gran tradición de Roma y del mundo antiguo. Hoy Europa tiene a sus espaldas la terrible segunda guerra mundial y los consiguientes cambios importantes en el mapa del globo, que han limitado la dominación de Occidente sobre otros continentes. Europa, en cierto sentido, ha retornado dentro de sus propias fronteras.
Y sin embargo, lo que está a nuestras espaldas no es el objeto principal de la atención y de la inquietud de los hombres y de los pueblos. El objeto no cesa de ser lo que está ante nosotros.
¿Hacia dónde camina toda la humanidad, ligada con los múltiples vínculos de los problemas y de las recíprocas dependencias, que se extienden a todos los pueblos y continentes? ¿Hacia dónde camina nuestro continente y, apoyados en él, todos esos pueblos y tradiciones que deciden de la vida y de la historia de tantos países y de tantas naciones?
¿Hacia dónde camina el hombre?
Las sociedades y los hombres, en el curso de estos quince siglos que nos separan del nacimiento de San Benito de Nursia, han llegado a ser los herederos de una gran civilización, los herederos de sus victorias, pero también de sus derrotas, de sus luces, pero también de sus sombras.
Se tiene la impresión de que prevalece la economía sobre la moral, de que prevalece la temporalidad sobre la espiritualidad.
Por una parte, la orientación casi exclusiva hacia el consumo de los bienes materiales, quita a la vida humana su sentido más profundo. Por otra parte, el trabajo está volviéndose en muchos casos casi una coacción alienante para el hombre, sometido al colectivismo, y se separa, casi a cualquier precio, de la oración, quitando a la vida humana su dimensión ultra-temporal.
Entre las consecuencias negativas de una semejante actitud de cerrarse a los valores transcendentes, hay una de ellas que hoy preocupa de modo especial: consiste en el clima cada vez más difundido de tensión social, que degenera tan frecuentemente en episodios absurdos de feroz violencia terrorista. La opinión pública está profundamente impresionada y turbada por ella. Sólo la conciencia recuperada de la dimensión transcendente del destino humano puede conciliar el compromiso por la justicia y el respeto a la sacralidad de cada una de las vidas humanas inocentes. Por esto la Iglesia italiana se recoge hoy particularmente en apremiante oración.
No se puede vivir para el futuro sin intuir que el sentido de la vida es mayor que la temporalidad, que está sobre ella. Si la sociedad y los hombres de nuestro continente han perdido el interés por este sentido, deben encontrarlo de nuevo. Con esta finalidad, ¿pueden volver quince siglos atrás, al tiempo en que nació San Benito de Nursia?
No, no pueden volver atrás. Deben encontrar de nuevo el sentido de la vida en el contexto de nuestro tiempo. De otro modo no es posible. Ni deben ni pueden volver atrás, a los tiempos de Benito; pero deben volver a encontrar el sentido de la existencia humana según la medida de Benito. Sólo entonces vivirán para el futuro. Y trabajarán para el futuro. Y morirán, en la perspectiva de la eternidad.
Si mi predecesor Pablo VI ha proclamado a San Benito de Nursia el Patrono de Europa, es porque él podrá ayudar en esto a la Iglesia y a las naciones de Europa. Deseo de corazón que esta peregrinación de hoy al lugar de su nacimiento pueda constituir un servicio a esta causa.
A pesar de lo que ustedes piensen, no es hacer penitencias corporales a lo loco de las cuales leemos en los padres del desierto especialmente porque no hacemos mucho de eso. Lo que diría yo que es lo más difícil es cumplir la petición mencionada arriba del salmista: tener pensamientos agradables hacia Dios. Lo que sigue es una elaboración del tema.
¿Cuál es el oficio que distingue al contemplativo? Contemplar. ¿Qué es contemplar? Es una mirada amorosa a Dios. Entonces se puede entender que la tarea más difícil del contemplativo es retirar todo aquello que nos impide hacer nuestro deber, aquello que nos distrae de la contemplación de Dios. ¿Que nos imposibilita la contemplación? Nuestros pensamientos distractivos o divagantes.
Nadie puede escaparse de las distracciones. Son parte de la vida que acompaña nuestro ser racional. “A pesar de todo nuestro fervor, nos vemos asaltados con distracciones…las distracciones son inevitables. Somos débiles y hay muchos objetos que atraen nuestra atención y que disipan nuestra alma”[1] “Desde el momento en el cual el hombre deja de conversar con otros, empieza a conversar interiormente con sí mismo.”[2]
Para el contemplativo que dedica una gran parte del día en silencio, esta realidad antropológica está siempre presente. El hombre siempre está pensando en algo.
El P. Walter Ciszek experimentó lo mismo de un modo potentísimo durante sus años de celda en su aislamiento en Rusia: “La mente humana es inquieta y no puede estar limitada. Trabaja en cada momento que está despierta, siempre pensando, recordando, soñando, o temiendo del futuro con ansiedad y temor en el presente. Se puede controlar esta inquietud encauzándola, pero no se puede detener.”[3]
Aunque parezca que el contemplativo no hace mucho y aunque exteriormente de hecho no esté haciendo nada, su facultad más noble está trabajando a toda velocidad. Todos experimentamos esta calma exterior con la actividad interior durante los ejercicios espirituales, días de retiro, y diariamente durante la Adoración al Santísimo.
¿Entonces, qué debe hacer el monje con todos estos pensamientos? Simplemente debe rezar. El día del monje debe ser una oración continua en cumplimiento del precepto de San Pablo de “rezar sin cesar” (1 Tess. 5,17). Pero hay tantas maneras de oración que esto puede significar un sinfín de actividades. ¿Están los monjes haciendo meditaciones según San Ignacio a cada hora del día?, ¿estamos constantemente recitando versículos bíblicos de memoria?, ¿nos colocamos a menudo en los distintos escenarios de la vida de Cristo? Aunque estos ejercicios son laudables, sería un error el limitar la oración sólo a estas actividades. Como lo ha dicho un monje trapense, “ser un hombre de piedad, un hombre de oración, significa ser un hombre en quien todos los pensamientos, palabras, obras no son sólo sobre Dios sino dirigidos hacia Dios…un hombre piadoso es un hombre que reza siempre pero no uno que está siempre diciendo oraciones.”[4]
La oración que buscamos practicar todo el día es conocida en la espiritualidad Teresiana como recogimiento y no es fácil.
El P. Marie-Eugene nos recuerda que “debemos tener recogimiento dentro de nosotros mismo aun en nuestras ocupaciones ordinarias.”[5] No hay un momento en el cual no podamos practicar esta oración. Es siempre posible: en la celda, en el refectorio, en el taller, en el campo, en el pasillo, todos estos nos sirven como oratorios.
¿En qué consiste esta oración? Nada más que en recordar que la Santísima Trinidad está substancialmente presente dentro de nuestras almas, en la medida que estemos en el estado de gracia santificante.
Dando respuesta a una pregunta sobre sus sueños, St. Teresa del Niño Jesús menciona que está todo el día pensando en Dios. Una teoría simple pero ardua de poner en práctica.
Como dice nuestro directorio, “una de las tareas más arduas será la lucha acética de adquirir el silencio interior, una lucha que presupone la purificación interna de los sentidos y de los pensamientos.”[6] El directorio continúa haciendo una conexión entre este silencio interior y el silencio exterior. Silencio exterior sólo es útil si lleva al monje al silencio interior; estamos en silencio por fuera para estar en silencio interiormente: ¿qué es el ruido interior?, “todo lo que nos quita la atención a Dios”[7]
Santa Teresa habla detenidamente sobre esta oración de recogimiento. No es “un estado sobrenatural sino que depende de nuestro querer.” [8] Dicho de otra manera, recogernos es algo que está al alcance de nuestras capacidades naturales. Se presupone la necesidad de la gracia que es necesaria para casi actividad[9] pero este estado requiere inicialmente mucha cooperación de nuestra parte. Sólo después de haber logrado adquirir este recogimiento por nuestros esfuerzos asistidos por la gracia, podremos recibir un estado de recogimiento más alto que es el estado infuso.
Sin embargo, el recogimiento natural adquirido no es fácil de obtener, por lo que santa Teresa anima a los que se esfuerzan por alcanzar este estado a “no cansarse de acostumbrarse al método descrito.” [10] Aunque “nos pasemos todo un año sin obtener lo que pedimos, preparémonos para seguir intentando por más tiempo aun.” [11] No es algo que se dá aquellos que no se esfuerzan por conseguirlo, “el alma tiene que poner su esfuerzo vigoroso. Recogimiento lleva un ascetismo difícil.” [12]
Todos hemos experimentado la lucha con las distracciones y nuestros pensamientos divagantes durante la Adoración, durante largas horas de estudio en preparación para el tiempo de exámenes, o en los días que estamos enfermos en cama. Ahora imagínense que este hecho se lleva a cabo durante todo el día. “Recogimiento y distracción son dos adjetivos que están en oposición.” [13] “Distracción es una invasión a una o todas las facultades por otro objeto que interrumpe nuestro recogimiento.” [14] Algunos de los padres del desierto hablan hasta de ahuyentar “el violento combate interior de nuestros pensamientos.”, y e l beato Columba Marmion recomienda “estrellar los pensamientos distractivos contra la roca que es Cristo.” [15]
Si cumplimos esto de vencer sobre las batallas del combate interior contra los pensamientos que no sean Dios, lograremos que el monasterio sea verdaderamente una prefiguración, anticipación, o vestíbulo del cielo.[16] De hecho en eso consiste el cielo: en pensar en Dios. En la visión beatifica tendremos una visión intelectual de Dios. En el monasterio, estamos constantemente empeñados en una batalla espiritual contra nuestros pensamientos ociosos para que podamos amorosamente contemplarlo a Él en todo momento.
María, que siempre reflexionó sobre los misterios de la vida de Cristo en su corazón (Lc 2,19), nos alcance la gracia de perseverar en esta batalla para que podamos siempre tener a Cristo delante de nosotros.
[1] Bl. Columba Marmion, Jesucristo: Ideal del monje, 931.
[2] Garrigou-Lagrange, The Three Ages of the Interior Life, I, pg. 2
Cediendo de buena voluntad a vuestras instancias, Nos regocijamos, queridas hijas, al dirigir hoy la palabra a todas las religiosas del mundo católico y hablaros del asunto que más íntimamente tenéis en vuestro corazón: vuestra vocación a la vida contemplativa.
Cuántas veces, quizá, habéis envidiado la dicha de los peregrinos que se reunían, ya en las espaciosas naves de la Basílica de San Pedro, ya en las salas del Vaticano, para manifestarnos su orgullo de pertenecer a la Iglesia Católica Romana y su alegría al escuchar la palabra de su Pastor Supremo. Ahora, Nos recordamos vuestros tres mil doscientos monasterios diseminados en el mundo entero y, en cada uno de ellos, vuestros grupos reunidos, audiencia invisible y silenciosa, pero vibrante por la caridad que os une. ¿Cómo no habíais de estar vosotras presentes en Nuestro pensamiento y en Nuestro corazón, vosotras que formáis en la Iglesia una porción escogida y llamada a participar más estrechamente en el misterio de la Redención? Así, pues, con todo nuestro paternal afecto, querríamos hablaros acerca de la vida religiosa, idéntica para todas en sus elementos esenciales, pero matizada en las diferentes Órdenes con perfiles diversos según la inspiración de los fundadores y las circunstancias históricas por las cuales ha atravesado su obra.
La vida contemplativa canónica es un camino hacia Dios, una ascensión con frecuencia austera y dura, pero donde el trabajo cotidiano, fundado en las promesas divinas, se ilumina ya con la posesión, oscura todavía, pero cierta, de Aquel hacia el cual tendéis con todas vuestras fuerzas, Dios. Para mejor corresponder a vuestra vocación, esperáis de Nos palabras que os ayuden a comprenderla mejor, a amarla con un amor más puro y generoso y a realizarla más perfectamente en todas y cada una de vuestras actividades.
Esta ascensión hacia Dios no es el simple movimiento de la creación inanimada, ni solo ímpetu de los seres dotados de razón, que le reconocen como su Creador y le adoran como Ser Infinito que trasciende sin medida todo lo que existe de grande, de hermoso y de bueno 1. Es más que la elevación de la vida cristiana ordinaria, o que la misma tendencia a la perfección en general; es un ideal de vida determinado, por las leyes de la Iglesia y por eso se llama vida contemplativa canónica. Sin embargo, lejos de realizarse en un tipo determinado, tal vida reviste diversas formas según las características y los rasgos propios de las diversas familias contemplativas, como, por ejemplo, entre las Ordenes femeninas, las Carmelitas, las Clarisas, las Cistercienses, las Cartujas, las Benedictinas, las Dominicas las Ursulinas. Esta vida contemplativa, diversificada según las familias religiosas -y aún en cada una de ellas, según sus miembros- es un camino que conduce a Dios; es Dios quien constituye su principio y su fin, quien sostiene sus fervores y la llena por completo.
PARTE I: CONOCER LA VIDA CONTEMPLATIVA
Queremos primeramente hablaros del conocimiento dentro de la vida contemplativa como camino que conduce a Dios. Para vivir plenamente el ideal que os proponéis, es menester que conozcáis lo que sois y lo que proponéis alcanzar.
La Constitución Apostólica “Sponsa Christi”, del 1° de noviembre de 1950 2, en la primera parte, contiene una expresión del estado de las vírgenes consagradas a Dios, desde los orígenes del cristianismo hasta las recientes formas de la institución monacal. Sin repetir lo que entonces escribimos, llamamos vuestra atención sobre el interés que tiene para vosotras el conocimiento, aunque sea sumario, de la evolución de la vida religiosa femenina y de los diferentes aspectos que tomó en el curso del tiempo. Así apreciaréis mejor la dignidad de vuestro estado, la originalidad de la Orden a que pertenecéis, y sus vínculos con toda la tradición católica.
Nos detendremos solamente aquí en los principios generales que permiten precisar, con respecto a otros géneros de vida, la naturaleza de esta que vosotras vivís. Para ello detengámonos en la doctrina tan sobria y tan segura de Santo Tomás. Según este Maestro de la Teología Católica, la actividad humana puede distinguirse en vida activa y vida contemplativa, de la misma manera que en la inteligencia humana, que constituye la parte propia del hombre, pueden considerarse dos aspectos, activo o pasivo. Ella se ordena, en efecto, tanto al conocimiento de la verdad, obra de la inteligencia contemplativa, como a la acción exterior que procede el entendimiento práctico o activo 3. Pero para Santo Tomás, la vida contemplativa, lejos de encerrarse en un intelectualismo sin alma y limitado a la especulación abstracta, pone en juego también la afectividad, el corazón. Y encuentra la razón de ello en la naturaleza misma del hombre, porque es la voluntad la que hace obrar a las otras facultades humanas; es ella la que moverá a la inteligencia a ejercer sus actos. La voluntad pertenece al dominio de la afectividad; y así es el amor el que mueve la inteligencia en su ejercicio: ya sea amor a la cosa conocida. Citando a San Gregorio, S. Tomás muestra la parte que tiene el amor de Dios de la vida contemplativa: “en cuanto que por el amor de Dios el hombre se inflama en el deseo de contemplar su hermosura”. El amor de Dios que Santo Tomás pone al principio de la contemplación, lo pone también a su término: la contemplación se completa en el gozo y la quietud que gusta cuando ella posee el objeto amado 4. Así, la vida contemplativa está penetrada completamente de la caridad divina que inspira sus caminos y recompensa sus esfuerzos.
El objeto de la contemplación para Santo Tomás, es principalmente la verdad divina, fin último de toda la vida humana; como disposiciones preparatorias, requiere en el hombre el ejercicio de las virtudes morales; en sus progresáis, se sirve de los otros actos de la inteligencia; antes de llegar al término de su especulación, se apoya en las obras visibles de la creación, reflejo de las realidades invisibles 5; pero su perfección última la encuentra únicamente en la contemplación de la verdad divina, bienaventuranza suprema del espíritu humano 6. ¡Cuántas incomprensiones, cuánta estrechez de miras, cuántos juicios erróneos se evitarían sí, cuando se habla de vida contemplativa, se tuviese cuidado de recordar la doctrina del Doctor Angélico, de la cual Nos hemos recordado los riesgos esenciales!
Debemos ahora determinar en qué consiste la vida contemplativa canónica que vosotras practicáis. Tomamos su definición de la Constitución Apóstólica “Sponsa Christi”, en el artículo 2, p. 2 de los Estatutos generales para las monjas: “Con el nombre de vida contemplativa canónica se entiende, no esa vida interior y teologal a la cual todas las almas que viven en religión y aun en el mundo, están llamadas, y que cada una puede llevar consigo misma a todas partes; sino la profesión externa de vida religiosa que, tanto por la clausura cuanto por los ejercicios de piedad, oración y mortificación, como también por los trabajos a los cuales las monjas deben dedicarse, está dirigida a la contemplación interior, de tal manera que toda la vida y toda la actividad puedan fácilmente y deban eficazmente estar penetradas por la prosecución de este fin” 7. Las artículos siguientes enumeran una serie de elementos propios del estado monacal: los votos solemnes de religión, la clausura papal, el oficio divino, la autonomía de los monasterios, el trabajo monástico, y, en fin, el apostolado. Nuestra intención no es detenernos en cada uno de estos puntos, sino hacer una breve exégesis de la definición antes citada.
Precisemos primero lo que no es la vida contemplativa canónica.
No es, dice el texto, esa vida interior y teologal a la cual todas las almas que viven en religión aun en el mando están llamadas, y que cada uno puede llevar consigo mismo a todas partes 8.
La Constitución Sponsa Christi no añade a esta parte negativa ninguna distinción: da a entender claramente que no tratará ese aspecto de la vida religiosa, y que no se dirige por consiguiente a quienes la practican exclusivamente. Precisa, además, que todos están invitados a ella por Cristo, aun los que viven en el mundo, sea cual fuere su estado, aunque estén casados. Pero ya que la Constitución no habla de eso, Nos querríamos indicar la existencia de una forma de vida contemplativa practicada en secreto por un reducido número de personas que viven en el mundo. En nuestra alocución del 9 de diciembre de 1957 al II Congreso Internacional de Estados de Perfección 9, dijimos que se encuentran hoy cristianos que se dan a la práctica de los consejos evangélicos por medio de votos privados y secretos que sólo Dios conoce, y se guían, en lo que se refiere a la sumisión de la obediencia y de la pobreza, por personas que la Iglesia juzga aptas para este fin, y a quienes confía el oficio de dirigir a otros en el ejercicio de la perfección. Esas almas hacen vida de perfección cristiana autentica, pero al margen de toda forma canónica de los Estados de Perfección. Y formulamos nuestra conclusión en estos términos: Algunos elementos constitutivos de la perfección cristiana y una tendencia efectiva a su adquisición, no faltan en estos hombres y mujeres; ellos participan, pues, realmente, de esa perfección, aunque no pertenezcan a un estado jurídico o canónico de perfección 10. Podemos confirmar esta observación a propósito de un género de vida en el que se tiende a la perfección por los tres votos y de una manera privada, independientemente de las formas canónicas previstas en la Constitución Apostólica “Sponsa Christi”, pero en la vida contemplativa. Sin duda que las condiciones exteriores necesarias para este género de vida son las de la vida activa, sin embargo es posible encontrarlas. Estas personas no tienen protección de ninguna clausura canónica y practican la soledad y el recogimiento de manera heroica. En el Evangelio de San Lucas encontramos un hermoso ejemplo: el de la profetisa Ana, viuda después de siete años de matrimonio, la cual se retiró al templo donde servía al Señor día y noche, en ayunos y oraciones 11. La Iglesia no desconoce tal forma privada de vida contemplativa a la que otorga, en principio, su aprobación.
La parte positiva del párrafo 2 de la Constitución Sponsa Christi define la vida contemplativa canónica como una profesión externa de vida religiosa que… está ordenada a la contemplación interior, de tal modo que toda la vida y toda la actividad puedan fácilmente y deban eficazmente estar penetradas por este intento. Entre las prescripciones de la disciplina religiosa, el texto enumera la clausura, los ejercicios de piedad, de oración, de mortificación, y, finalmente, los trabajos manuales, a los cuales deben dedicarse las religiosas. Sin embargo, estos puntos particulares no son citados sino como medios al servicio de una realidad esencial: la contemplación interior, Lo que se exige, en primer lugar, es que por la plegaria, la meditación, la contemplación, la religiosa se una a Dios; que todos sus pensamientos y sus acciones sean penetradas de su presencia, y ordenadas a su servicio. Si esto faltare, el alma de la vida contemplativa sería defectuosa, y ninguna prescripción canónica podría suplirla. Es cierto que la vida contemplativa no comprende tan sólo la contemplación, sino que incluye también otros elementos; pero la contemplación ocupa el primer lugar entre ellos; más aun la llena totalmente; no en el sentido de que no permita pensar ni hacer otra cosa, sino porque ella es, en último análisis, la que le da su significado, su valor, su orientación. La preponderancia de la meditación y de la contemplación de Dios y de las verdades divinas sobre los otros medios de perfección, sobre todas las prácticas, sobre todas las formas de organización y de reunión: he ahí lo que Nos queremos señalar y fomentar con toda Nuestra autoridad. Si vuestro ser no está anclado en Dios, si vuestro espíritu no se vuelve incesantemente hacia Él, como hacia un polo de atracción irresistible, se tendrá que decir de vuestra vida contemplativa aquello que San Pablo, en su primera Epístola a los Corintios, decía de ciertos cristianos, que apreciaban falsamente los dones espirituales y descuidaban el poner la caridad en primer lugar: Si no tengo caridad, no soy más que un bronce que suena, o una campana que retiñe… Si no tengo caridad, aquello no me sirve de nada 12. Sin duda alguna, una vida contemplativa sin verdadera contemplación, merecería que se dijese de ella: no sirve para nada.
Del mismo modo que el cuerpo humano provisto de todos sus órganos, pero privado de la alma, no es un hombre, así, todas las reglas y todos los ejercicios de una orden religiosa no constituyen la vida contemplativa si falta la contemplación, que es el principio vital.
Si comentarios teóricos como el que Nos acabamos de exponer, pueden contribuir a enriquecer vuestro conocimiento de la vida contemplativa, la práctica cotidiana de vuestra vocación os ofrece, por su parte, enseñanzas abundantes y variadas. A través de los siglos, santas mujeres han llegado, por la observancia fiel de sus reglas y constituciones –fueran Carmelitas, Cistercienses, Cartujas, Benedictinas, Clarisas, Dominicas o Ursulinas- a una inteligencia profunda de la naturaleza y de las exigencias de la vida contemplativa canónica. Desde la entrada en el claustro, las candidatas son instruidas en las reglas y usos propios de su Orden, y esta formación del espíritu y de la voluntad, comenzada en el noviciado, continúa durante toda la vida religiosa. Tal es el fin de las instrucciones y de la dirección espiritual que son dadas por las Superioras de la Orden, o por las sacerdotes, confesores, directores de almas, predicadores de retiros. Las religiosas que viven de una espiritualidad propia, reciben, la mayor parte del tiempo, dirección y consejo de sacerdotes pertenecientes a la rama masculina de la Orden y que poseen la misma espiritualidad.
Por lo demás, a través de los siglos, la Iglesia cultiva particularmente la Teología Mística, que se considera no solamente útil, sino necesaria en la dirección de las contemplativas; ella, en efecto, les da orientaciones seguras y rinde grandes servicios para desviar las ilusiones, y distinguir lo sobrenatural auténtico, de los estados patológicos. En este delicado terreno, también las mujeres han prestado señalados servicios a la teología y a los directores de almas. Baste mencionar aquí los escritos de la gran Teresa de Ávila, que, como se sabe, para superar las cuestiones difíciles de la vida contemplativa, prefería los avisos de un teólogo experimentado, a los de un místico, desprovisto de una ciencia teológica clara y segura.
Para profundizar por medio de la práctica cotidiana, en el sentido de la vida contemplativa, importa permanecer abierto a las enseñanzas recibidas, escucharlas con atención y con deseo de penetrarlas, cada una según su grado de formación anterior y su capacidad. Sería igualmente erróneo querer que se mire más alto o más bajo, pretender que se siga sólo un camino idéntico para todas, y exigir de todas los mismos esfuerzos. Las Superioras, responsables de la formación de sus súbditas, sabrán guardar un justo medio: no exigirán demasiado a las naturalezas simples, ni las constreñirán a sobrepasar sus límites de capacidad. Asimismo, no obligarán a una asiática o una africana a adoptar actitudes religiosas del todo semejantes a las que adopta naturalmente una europea. A una joven de esmerada educación y provista de extensa cultura, no se la deberá mantener en una forma de contemplación suficiente para quienes no tienen los mismos dones.
Se llega a veces a citar las invectivas de San Pablo contra la sabiduría del mundo, en su primera Carta a los Corintios, para detener el legítimo deseo de las monjas de lograr un grado de vida contemplativa conforme a sus aptitudes. Se les repiten las palabras del Apóstol: “Nosotros predicamos a Cristo crucificado” (I Corintios 2, 23), o estas otras: “No he querido saber nada entre vosotros, sino a Jesucristo y éste Crucificado” (I Corintios 2, 2). Mas esto es no entender la intención de San Pablo, que denuncia las vanas pretensiones de la ciencia humana. El deseo de poseer una formación espiritual adecuada, nada tiene de reprensible y en nada se opone al espíritu de humildad y renuncia que exige el sincero amor a la Cruz de Cristo.
Terminamos aquí, amadas hijas, la primera parte de nuestra exposición, e invocamos sobre vosotras las luces del Espíritu Santo, para que os ayude a comprender el esplendor de vuestra vocación y a vivirla plenamente. En prenda de estos favores, os otorgamos, de todo corazón nuestra Paternal Bendición Apostólica.
Práctica de la misericordia por los contemplativos
“…Nos referimos a aquellos que, por vocación, se han consagrado a Dios por medio de la oración, la penitencia y la reparación en los conventos y monasterios.”
Es obvio que al hablar de “contemplativos” no nos estamos refiriendo a aquellos que viven en el mundo llevando adelante distintas obras de misericordia, como son hospitales, escuelas, asilos de ancianos, atención a los pobres, etc., quienes pueden y deben ser verdaderos contemplativos en sus distintos apostolados. Nos referimos a aquellos que, por vocación, se han consagrado a Dios por medio de la oración, la penitencia y la reparación en los conventos y monasterios.
La vida contemplativa, como no podría ser de otro modo, no está exenta de la práctica de las obras de misericordia. San Benito prescribe en el capítulo IV de su Regla algunas de ellas. En efecto, escribe el Padre del monacato occidental, hablando de los instrumentos de las buenas obras:
“Regalar a los pobres. Vestir al desnudo. Visitar a los enfermos. Enterrar a los muertos. Socorrer al atribulado. Consolar al afligido.” [1]
Al referirse a los huéspedes del monasterio, señala:
“A todos los huéspedes que vienen al monasterio se les recibe como a Cristo, porque él dirá: fui forastero y me hospedasteis. A todos les darán el trato adecuado, sobre todo a los hermanos en la fe y a los extranjeros. Cuando se anuncie la llegada de un huésped acudan a su encuentro el superior y los hermanos con las mayores muestras de caridad… Póngase el máximo cuidado y atención en recibir a pobres y extranjeros, porque de modo especial en ellos se recibe a Cristo.”[2]
Sobre la atención a los enfermos, manda:
“Ante todo y por encima de todo se debe cuidar de los enfermos, para que de verdad se les sirva como a Cristo, porque él dijo: Estuve enfermo y me visitasteis, y: cada vez que lo hicisteis con uno de estos mis humildes hermanos, conmigo lo hicisteis. Pero recuerden también los enfermos que se les sirve en atención a Dios, y no angustien con sus caprichos a los hermanos que les sirven. No obstante, se les debe soportar con paciencia, porque en con ellos se adquiere una mayor recompensa.”[3]
Sobre la corrección fraterna:
“Si algún hermano recalcitrante, o desobediente, o soberbio, o murmurador, o infractor en algo de la santa regla y de los preceptos de los ancianos demostrara con ello una actitud despectiva, siguiendo el mandato del Señor, sea amonestado por sus ancianos por primera y segunda vez. Y, si no se corrigiere, se le reprenderá públicamente. Pero, si ni aún así se enmendare, incurrirá en excomunión, en el caso de que sea capaz de comprender el alcance de esta pena. Pero, si es un obstinado, se le aplicarán castigos corporales.”[4]
Y sobre la paciencia ante las faltas:
“Tolérense con suma paciencia sus flaquezas así físicas como morales.”[5]
Si en la realización de estas obras el monje no llega al ideal propuesto, “jamás desesperar de la misericordia de Dios”[6] sino que debe abandonarse humilde y confiadamente en las manos de este Padre rico en misericordia.
Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz y Santa Teresa del Niño Jesús, los santos Doctores del Carmelo, hablan de la misericordia de Dios para con ellos, y dan gran importancia a la práctica de la misma para con los demás.
Escribe Santa Teresa a sus hijas:
“Mas bien sabe Su Majestad que sólo puedo presumir de su misericordia; y ya que no puedo dejar de ser la que he sido, no tengo otro remedio sino llegarme a ella y confiar en los méritos de su Hijo y de la Virgen, madre suya, cuyo hábito indignamente trayo y traéis vosotras.”[7]
Ella se sabe “misericordiada” por parte de Dios:
“Acuérdense de sus palabras y miren lo que ha hecho conmigo, que primero me cansé de ofenderle que Su Majestad dejó de perdonarme. Nunca se cansa de dar ni se pueden agotar sus misericordias; no nos cansemos nosotros de recibir.”[8]
“Por donde claro se me representó el excesivo amor que Dios nos tiene en perdonar todo esto, cuando nos queremos tornar a El, y más conmigo que con naide, por muchas causas.”[9]
De allí que, al saberse objeto de esa misericordia divina, practica la misericordia con aquellos que no la entienden o la calumnian:
“… me parece cualquier cosa perdonara yo por que Vos me perdonárades a mí… que todos quedan cortos; aunque los que no saben la que soy, como Vos lo sabéis, piensan que me agravian. Ansí, Padre mío, que de balde me havéis de perdonar; aquí cabe bien vuestra misericordia. Bendito seáis Vos, que tan pobre me sufrís.”[10]
Ella, que había experimentado el perdón de Dios de modo tan particular, no puede entender al alma que no es capaz de perdonar:
“No puedo yo creer que alma que tan junto llega de la mesma misericordia, adonde conoce la que es y lo mucho que le ha perdonado Dios, deje de perdonar luego con toda facilidad y quede allanada en quedar muy bien con quien la injurió”.[11]
San Juan de la Cruz escribe su Oración del Alma Enamorada como un canto a la misericordia infinita de Dios. Es claro que el alma enamorada no puede sino alabar la misericordia divina.
“¡Señor Dios, amado mío! Si todavía te acuerdas de mis pecados para no hacer lo que te ando pidiendo, haz en ellos, Dios mío, tu voluntad, que es lo que yo más quiero, y ejercita tu bondad y misericordia y serás conocido en ellos. Y si es que esperas a mis obras para por ese medio concederme mi ruego, dámelas tú y óbramelas, y las penas que tú quisieras aceptar, y hágase. Y si a las obras mías no esperas, ¿qué esperas, clementísimo Señor mío?; ¿por qué te tardas? Porque si, en fin, ha de ser gracia y misericordia la que en tu Hijo te pido, toma mi cornadillo, pues le quieres, y dame este bien, pues que tú también lo quieres.”[12]
Comentando la canción 31 del Cantico Espiritual afirma:
“… si él por su gran misericordia no nos mirara y amara primero,… y se abajara, ninguna presa hiciera en él el vuelo del cabello de nuestro bajo amor…”[13]
Y en Llama de amor viva agrega:
“Porque cuando uno ama y hace bien a otro, hácele bien y ámale según su condición y propiedades; y así tu Esposo, estando en ti, como quien él es, te hace las mercedes;… siendo misericordioso, piadoso y clemente, sientes su misericordia y piedad y clemencia.”[14]
El experimentar la misericordia de Dios hizo de Juan de Yepes un insigne practicante de la misericordia con los demás.
“A nuestro Juan de Yepes, a lo largo de la vida –con ser hombre retraído, como si no mirase dentro de sí-, se le iban los ojos hacia toda necesidad que pidiese remedio… Tan embebido como andaba siempre en Dios, a la primera ocasión de hacer caridad se volcaba como si se desdoblase y fuese otro”[15]
“No puede ver tristes a sus frailes. Cuando lo está alguno, le llama, sale con él a la huerta se lo lleva incluso al campo para distraerle y consolarle; ya no para hasta que logra trocar la tristeza en alegría.”[16]
“Sus correcciones van envueltas en espíritu de mansedumbre, in spiritu lenitatis… Nadie le ha oído jamás una palabra fuerte ni le ha vista alterado al corregir. Sus súbditos, lejos de exacerbarse, reconocen su falta quedaban decididos a enmendarse. Lejos de andar a la caza de un religioso que fala al silencia para descargar sobre él el peso de las leyes, la han oído toser por el claustro o hacer ruido con el gran rosario que llevaba pendiente de la correa, como un aviso para que los religiosos que estaban hablando fuera de tiempo y lugar se recojan antes de que les vea.
Si, a pesar de esto, sorprende en falta a alguno, le llama a solas y le reprende en particular, evitando que los demás lleguen a enterarse de la falta cometida.”[17]
La tercera Doctora del Carmelo, Santa Teresa de Lisieux, hizo de la misericordia su vocación, como lo hizo del amor:
“Comprendo, sin embargo, que no todas las almas se parezcan; tiene que haberlas de diferentes alcurnias, para honrar de manera especial cada una de las perfecciones divinas.
A mí me ha dado su misericordia infinita, ¡y a través de ella contemplo y adoro las demás perfecciones divinas…! Entonces todas se me presentan radiantes de amor…”[18]
Todo el manuscrito A[19] es una larga meditación de la acción de la misericordia divina en su vida:
“sólo pretendo una cosa: comenzar a cantar lo que un día repetiré por toda la eternidad: “¡¡¡Las misericordias del Señor!!!”…”[20]
“He ahí el misterio de mi vocación, de mi vida entera, y, sobre todo, el misterio de los privilegios que Jesús ha querido dispensar a mi alma… El no llama a los que son dignos, sino a los que él quiere, o, como dice san Pablo: “Tendré misericordia de quien quiera y me apiadaré de quien me plazca. No es, pues, cosa del que quiere o del que se afana, sino de Dios que es misericordioso” (Cta. a los Romanos, cap. IX, v. 15 y 16).”[21]
“me parece que el amor me penetra y me cerca, me parece que ese amor misericordioso me renueva a cada instante, purifica mi alma y no deja en ella el menor rastro de pecado.”[22]
“[Jesús] quería hacer resplandecer en mí su misericordia. Porque yo era débil y pequeña, se abajaba hasta mí y me instruía en secreto en las cosas de su amor.”[23]
En el culmen del camino del amor, se ofrece como víctima al amor misericordioso de Dios. Escribe el día 9 de junio de 1895:
“A fin de vivir en un acto de perfecto amor, yo me ofrezco como víctima de holocausto a tu Amor misericordioso, y te suplico que me consumas sin cesar, haciendo que se desborden sobre mi alma las olas de ternura infinita que se encierran en ti, y que de esa manera llegue yo a ser mártir de tu amor, Dios mío…”[24]
También ella, al saberse misericordiada de Dios, practica la misericordia con sus hermanas de religión:
“Cuanto más unida estoy a él, más amo a todas mis hermanas. Cuando quiero hacer que crezca en mí ese amor, y sobre todo cuando el demonio intenta poner ante los ojos de mi alma los defectos de tal o cual hermana que me cae menos simpática, me apresuro a buscar sus virtudes y sus buenos deseos, pienso que si la he visto caer una vez, puede haber conseguido un gran número de victorias que oculta por humildad, y que incluso lo que a mí me parece una falta puede muy bien ser, debido a la recta intención, un acto de virtud. Y no me cuesta convencerme de ello, pues yo misma viví un día una experiencia que me demostró que no debemos juzgar a los demás.”[25]
“Entonces, para no ceder a la antipatía natural que experimentaba, me dije a mí misma que la caridad no debía consistir en simples sentimientos, sino en obras, y me dediqué a portarme con esa hermana como lo hubiera hecho con la persona a quien más quiero. Cada vez que la encontraba, pedía a Dios por ella, ofreciéndole todas sus virtudes y sus méritos…
No me conformaba con rezar mucho por esa hermana que era para mí motivo de tanta lucha. Trataba de prestarle todos los servicios que podía; y cuando sentía la tentación de contestarle de manera desagradable, me limitaba a dirigirle la más encantadora de mis sonrisas y procuraba cambiar de conversación, pues, como dice la Imitación: Mejor es dejar a cada uno con su idea que pararse a contestar.
Con frecuencia también, fuera de la recreación (quiero decir durante las horas de trabajo), como tenía que mantener relaciones con esta hermana a causa del oficio, cuando mis combates interiores eran demasiado fuertes, huía como un desertor.
Como ella ignoraba por completo lo que yo sentía hacia su persona, nunca sospechó los motivos de mi conducta, y vive convencida de que su carácter me resultaba agradable.”[26]
“La verdad es que en el Carmelo una no encuentra enemigos, pero sí que hay simpatías. Se siente atracción por una hermana, mientras que ante otra darías un gran rodeo para evitar encontrarte con ella, y así, sin darse cuenta, se convierte en motivo de persecución. Pues bien, Jesús me dice que a esa hermana hay que amarla, que hay que rezar por ella, aun cuando su conducta me indujese a pensar que ella no me ama: «Pues si amáis sólo a los que os aman, ¿qué mérito tenéis? También los pecadores aman a los que los aman». San Lucas, VI.
Y no basta con amar, hay que demostrarlo. Es natural que nos guste hacer un regalo a un amigo, y sobre todo que nos guste dar sorpresas. Pero eso no es caridad, pues también los pecadores lo hacen. Y Jesús nos dice también: «A todo el que te pide, dale, y al que se lleve lo tuyo no se lo reclames».”[27]
“Y ésta es la conclusión que yo saco: en la recreación y en la licencia, debo buscar la compañía de las hermanas que peor me caen y desempeñar con esas almas heridas el oficio de buen samaritano. Una palabra, una sonrisa amable bastan muchas veces para alegrar a un alma triste.”[28]
No hay duda pues, y no podría haberla, que el contemplativo debe practicar las obras de misericordia, tanto corporales como espirituales.
Si bien el monje no siempre tendrá la posibilidad de atender a los pobres que llegan a golpear la puerta del monasterio, o de servir a los huéspedes que se alojan en la hospedería (ya que sólo pueden hacerlo aquellos monjes designados por el Abad o por el Superior), tendrá la posibilidad de visitar y servir al hermano enfermo con caridad, solicitud y paciencia. Por otro lado, le será siempre posible instruir al que no sabe, aconsejar al necesitado, corregir al que yerra, soportar los defectos ajenos, perdonar las ofensas recibidas, consolar al triste, y rezar por vivos y difuntos. Difícilmente transcurra un día en el monasterio sin tener ocasión de practicar alguna de estas obras espirituales de misericordia.
“La misericordia fluye espontáneamente de la caridad. Es ésta difusiva y tiende a comunicarse y beneficiar a todos de lo que posee. La vida del monasterio, mientras hace imposible su práctica en algunos de sus aspectos, deja en otros un amplio margen a su ejercicio. Sólo el Abad o aquellos a quienes él lo encomiende podrán satisfacer el anhelo de perdigarse con los pobres y desvalidos que llamen a la puerta del monasterio. No obstante, las diferencias naturales existentes entre los monjes siempre ofrecerán óptimas ocasiones para escanciar en el vaso exhausto de un hermano el vino de la alegría espiritual, el aceite suave de la misericordia, mostrándose asequible y generoso en su afecto hacia aquellos a quienes la naturaleza ha dotado escasamente, haciéndose presente en la soledad al que está enfermo: cumpliendo con respeto las últimas demostraciones de honor a los que abandonan la tierra; llevando al espíritu atribulado una palabra de consejo que contribuya a encontrar de nuevo la paz; sosteniendo al afligido con el bálsamo de una palabra buena, reanimarlo con demostraciones de compresión que le llenen de consuelo. El monje no puede vivir desinteresado de sus hermanos. Es menester que de su pobreza y austeridad sepa sacar y atesorar las riquezas, si no materiales, al menos espirituales, para satisfacer toda necesidad.”[29]
Por otro lado, ya lo hemos mencionado, el monje que es objeto de la misericordia de otro debe saberse también actor de misericordia. Él es, al mismo tiempo, misericordiado y misericordiante, ya que recibe misericordia de los demás monjes y la practica con ellos.
El monje del IVE
Nuestro Directorio de Vida Contemplativa se hace eco de estas enseñanzas sobre las prácticas de obras de misericordia. Hablando de la oración afirma:
“el monje en su oración pedirá no sólo por sí mismo, sino por todos los hombres, recordando permanentemente lo que enseña el Concilio Vaticano II: “…los institutos de vida contemplativa tienen una importancia particular en la conversión de las almas por sus oraciones, porque es Dios quien, por medio de la oración, envía obreros a la mies (cf. Mt. 9,38), y abre las almas de los no cristianos para escuchar el Evangelio (cf. Act 16,14), y fecunda las palabras de salvación en sus corazones (cf. 1 Cor 3,7)”. Olvidarse de la dimensión apostólica de su consagración a sólo Dios, sería renunciar a la misma, porque en la raíz de su vocación está el pedir por toda la Iglesia.”[30]
Y más adelante:
“Todo monje del Instituto del Verbo Encarnado consagrará su oración y sacrificio por los grandes temas e intenciones de la Iglesia, especialmente por aquellos dones que ningún mérito sino sólo la oración y la penitencia pueden obtener de Dios: la conversión de los pecadores -sobre todo de las almas consagradas-, las intenciones del Santo Padre, el acrecentamiento en cantidad y calidad de las vocaciones sacerdotales y religiosas y la perseverancia de todos los miembros de la Iglesia. Rezarán y ofrecerán penitencias, por las almas del Purgatorio, por el ecumenismo, por la vida de la Iglesia, por la promoción humana, y otros problemas que hacen a la realización del orden temporal según Dios y a la instauración del Reino de Dios en las almas.”[31]
También se establecen normas sobre las obras de misericordia:
“De acuerdo con la tradición monástica, atiéndase con especial solicitud a los pobres, los enfermos, y a los desamparados, que manifiestan especialmente la Pasión de Cristo en sus miembros.”[32]
Y siguiendo la tradición benedictina, se nos manda socorrer a los necesitados y alojar a los visitantes:
“regalar a los pobres, vestir al desnudo, visitar a los enfermos, enterrar a los muertos…. Estas actividades no implicarán obras de caridad organizadas o institucionalizadas, sino atención a las personas que espontáneamente asistan al monasterio.[33]
“A todos los huéspedes que llegan al monasterio recíbaseles como al mismo Cristo, pues Él ha de decir: huésped fui y me recibisteis. Y tribútese a todos el honor debido, en especial a nuestros hermanos en la fe y a los peregrinos.”[34]
Sobre la atención a los enfermos, se dice:
“Cuando en el monasterio haya enfermos se les tendrá en la estima que merecen, y serán una fuente de gracia para todos. Los miembros doloridos son los que exigen la primera y más delicada atención, y se los servirá con la conciencia de que es a Cristo en persona a quien se sirve, pues Él mismo quiso identificarse con ellos… El que sirve a un enfermo lo hará con el mismo afán con que lo haría por Cristo, y si a cambio de sus delicadezas recibe en premio desatenciones y molestias, las recibirá con paciencia y considerará con gozo, ya que precisamente con eso aumenta el mérito.”[35]
A modo de conclusión
El contemplativo ha de ser misericordioso en sus acciones, en sus palabras, en su oración, en su penitencia. Toda su vida, en cualquier lugar o circunstancia, debe reflejar la misericordia del Padre “rico en misericordia”.
Jesús mismo le reveló a Sor Faustina Kowalska el plan misericordioso a seguir:
“Exijo de ti obras de misericordia que deben surgir del amor hacia Mí. Debes mostrar misericordia siempre y en todas partes. No puedes dejar de hacerlo ni excusarte ni justificarte.
Te doy tres formas de ejercer misericordia: la primera, -la acción, la segunda -la palabra, la tercera – la oración. En estas tres formas está contenida la plenitud de la misericordia y es el testimonio irrefutable del amor hacia Mí. De este modo el alma alaba y adora Mi Misericordia.“[36]
El alma unida a su divino Esposo y Maestro no quiere otra cosa sino transformarse en El y ser reflejo de su misericordia. Admirablemente expresa Sor Faustina este modo de actuar misericordioso. He aquí sus palabras que constituyen todo un plan de vida para el cristiano, en general, y para el contemplativo, en particular:
“Deseo transformarme toda en Tu misericordia y ser un vivo reflejo de Ti, oh Señor. Que este más grande atributo de Dios, es decir su insondable misericordia, pase a través de mi corazón al prójimo.
Ayúdame, oh Señor, a que mis ojos sean misericordiosos, para que yo jamás recele o juzgue según las apariencias, sino que busque lo bello en el alma de mi prójimo y acuda a ayudarla.
Ayúdame a que mis oídos sean misericordiosos para que tome en cuenta las necesidades de mi prójimo y no sea indiferente a sus penas y gemidos.
Ayúdame, oh Señor, a que mi lengua sea misericordiosa para que jamás hable negativamente de mis prójimos sino que tenga una palabra de consuelo y perdón para todos.
Ayúdame, oh Señor, a que mis manos sean misericordiosas y llenas de buenas obras para que sepa hacer sólo el bien a mi prójimo y cargue sobre mí las tareas más difíciles y más penosas.
Ayúdame a que mis pies sean misericordiosos para que siempre me apresure a socorrer a mi prójimo, dominando mi propia fatiga y mi cansancio. (…)
Ayúdame, oh Señor, a que mi corazón sea misericordioso para que yo sienta todos los sufrimientos de mi prójimo (…)[37]
San Juan afirma que “Dios es amor” (1Jn 4,8), y San Juan Pablo II nos dice que la misericordia es el segundo nombre del amor[38]. Por tanto, podemos decir que Dios es misericordia.[39] Dios es amor en sí mismo y cuando ese amor se vuelca en la creación, en la redención y en la santificación es misericordia. El amor del Padre que nos ha creado es misericordia; el amor del Hijo que nos ha redimido es misericordia; el amor del Espíritu Santo que nos ha santificado es misericordia. Dios que es el mismo Amor, es la misma Misericordia.
Jesús nos manda amarnos unos a otros como él nos ha amado (cf. Jn 13,24) y, al mismo tiempo, ser misericordiosos como el Padre celestial es misericordioso (cf. Lc 6,36). Amor y misericordia son dos caras de la misma moneda; no pueden separarse, pues fueron inseparables en Dios. Nosotros, criaturas hechas a su imagen y semejanza (cf. Gen 1,26), hemos de reflejarlas en nuestro accionar cotidiano.[40] Quien ama a Dios y al prójimo debe ser misericordioso; quien no es misericordioso, no ama ni al prójimo ni a Dios. Y quien no ama y no practica la misericordia, un juicio severo le espera, un juicio sin misericordia, como ya lo hemos indicado.[41]
Sólo nos resta elevar nuestra mirada y nuestro corazón a quien es Madre de la Misericordia Encarnada y Madre de misericordia, María Santísima. Ella que, como nadie, experimentó la misericordia divina por estar íntimamente asociada a la pasión de su divino Hijo,[42] y que la practicó como ninguna otra criatura lo ha hecho, nos conceda la gracia de poder nosotros ser instrumentos de misericordia y manifestar al mundo la novedad de la realidad divina: que Dios es Padre, rico en misericordia.
[4] Ibidem XXIII, 1-5. Pueden verse sobre este tema de la corrección de las faltas los capítulos XXIII a XXVIII. El lenguaje usado por San Benito muestra cuán esencial era en su mente la práctica fiel de la obediencia a la Regla y de la caridad entre los hermanos.
[7]Moradas Terceras, 1,3, en SANTA TERESA DE JESUS, Obras Completas, Biblioteca de Autores Cristianos, Madrid 1986, 488.
[8]Vida, 19,15, Obras Completas, op. cit., 108. En ediciones anteriores de las Obras Completas editadas por la BAC, como las de 1962 y 1979, el texto citado aparece en Vida 19,17, página 77 y 89, respectivamente.
[9]Cuentas de Conciencia, 14,3, Obras Completas, op. cit., 600.
[10]Camino de Perfección, versión del Escorial, 63,2, Obras Completas, op. cit., 391.
[11]Camino de Perfección, versión de Valladolid, 36,12, Obras Completas, op. cit., 395.
[12]Dichos de luz y amor, 26, en S. JUAN DE LA CRUZ, Obras Completas, Editorial Monte Carmelo, Burgos 1982, 67.
[13]Cantico Espiritual B, 31,8, Obras Completas, op. cit., 1107.
[14]Llama de amor viva, 3,6, Obras Completas, op. cit., 1269.
[15] EFREN DE LA MADRE DE DIOS-STEGGINK OTGER, Tiempo y vida de San Juan de la Cruz, BAC, Madrid 1992, 104.
[16] CRISOGONO DE JESÚS, Vida de San Juan de la Cruz, en Vida y obras de San Juan de la Cruz, BAC, Madrid 1955, 301.
[36] SANTA FAUSTINA KOWALSKA, Diario, 742, en SANTA MARIA FAUSTINA KOWALSKA, Diario, La Divina Misericordia en mi alma, Ediciones Levántate, Granada 2003, 305. (El resaltado está en el texto original). “Tú Mismo me mandas ejercitar los tres grados de la misericordia. El primero, la obra de misericordiosa, de cualquier tipo que sea. El segundo, la palabra de misericordia; si no puedo llevar a cabo una obra de misericordia, ayudaré con mis palabras. El tercero, la oración. Si no puedo mostrar misericordia por medio de obras o palabras, siempre puedo mostrarla por medio de la oración. Mi oración llega hasta donde físicamente no puedo llegar.” Diario, 163, op. cit., 109.
[39] “Cuando nos damos cuenta que el amor de Dios por nosotros no cesa ante nuestro pecado ni se retracta ante nuestras ofensas, sino que se hace aún más atento y generoso; cuando nos damos cuenta que este amor causó la Pasión y Muerte de la Palabra hecha carne, quien consintió redimirnos al precio de su propia sangre, entonces exclamamos con gratitud: ‘Sí, el Señor es rico en misericordia’, y aún: ‘El Señor es misericordia’.” RP, 2.
[40] Considerando que amor y misericordia son inseparables y, aún más, convertibles entre sí, podríamos reemplazar la palabra amor por la palabra misericordia y sus derivados misericordiar y misericordiado, usados por el Papa, en el texto admirable de la Primera Carta de San Juan del capítulo 4, versículos 7-11. Quedaría del siguiente modo: “Queridos, misericordiémonos unos a otros, ya que la misericordia es de Dios, y todo el que misericordia [es decir -usada en su forma verbal- el que practica la misericordia con el prójimo] ha nacido de Dios y conoce a Dios. Quien no misericordia [al prójimo] no ha conocido a Dios, porque Dios es Misericordia. En esto se manifestó la misericordia que Dios nos tiene; en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él. En esto consiste la misericordia: no en que nosotros hayamos misericordiado a Dios, sino en que él nos misericordió y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados. Queridos, si Dios nos misericordió de esta manera, también nosotros debemos misericordiarnos unos a otros.”
[41] “Si el alma no practica la misericordia de alguna manera no conseguirá Mi misericordia en el día del juicio. Oh, si las almas supieran acumular los tesoros eternos, no serían juzgadas, porque su misericordia anticiparía Mi juicio.” SANTA FAUSTINA KOWALSKA, Diario, 1317, op. cit., 471-472. (El resaltado está en el texto original).