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Santa Madre de Dios

Madre de Jesús: madre de Dios

P. Gustavo Pascual

“María es madre de Jesús (Cf. Mt 1, 18-20); Jesús es Dios (Cf. 1 Jn 5, 20); luego, María es Madre de Dios”

Esta conclusión la Iglesia la ha definido solemnemente y es verdad de fe para toda la Iglesia católica. Fue definida en el Concilio de Éfeso en el año 431 por primera vez contra el hereje Nestorio, que negaba la maternidad divina de María.

Dice el Concilio lo siguiente: “Si alguno no confiesa que Dios es según verdad el Emmanuel, y que por eso la santa Virgen es Madre de Dios (pues dio a luz carnalmente al Verbo de Dios hecho carne), sea anatema”[1].

La Tradición por medio de los Santos Padres también la proclama desde tiempos remotos con este título. Dice San Gregorio Nacianceno “si alguno no cree en Santa María Madre de Dios, está fuera de la divinidad”. San Ignacio de Antioquía (+ 107): “uno es el Médico, carnal y espiritual, engendrado e ingénito, Dios en la carne, en la muerte vida verdadera, de María y de Dios, pasible y al mismo tiempo impasible, Jesucristo Señor Nuestro”. Y Tertuliano: “la Virgen concibió y dio a luz a Emmanuel, Dios con nosotros […] Envió Dios al Verbo en el seno de María haciéndose un buen hermano nuestro para destruir la memoria del hermano malo. De allí había de salir Cristo para salvación del hombre perdido”[2].

Llamada en los evangelios ‘la Madre de Jesús’ (Jn 2, 1; 19, 25; cf. Mt 13, 55), María es aclamada bajo el impulso del Espíritu como ‘la madre de mi Señor’, desde antes del nacimiento de su Hijo (cf. Lc 1, 43). En efecto, Aquel que ella concibió como hombre, por obra del Espíritu Santo, y que se ha hecho verdaderamente su Hijo según la carne, no es otro que el Hijo eterno del Padre, la segunda Persona de la Santísima Trinidad. La Iglesia confiesa que María es verdaderamente Madre de Dios (‘Theotokos’) (cf. DS 251)”[3].

En la maternidad divina vemos la relación de María a la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Hijo. El Hijo de Dios hecho carne, Jesucristo, fue concebido en el seno de María, cuando el ángel Gabriel, mensajero de Dios, trajo a María la Buena Nueva de que iba a ser la Madre del Redentor, y María le dio su “sí” aceptando con fe la vocación a la que Dios la llamaba[4].

Dios se preparó una Madre para nacer en el tiempo. El que existía antes de Abraham: “antes de que Abraham existiera, Yo Soy”[5], el que existía desde toda la eternidad quiso atarse voluntariamente a la limitación de la criatura, incluso al tiempo, para venir a rescatarnos de las ataduras del demonio.

Era conveniente, pues, que quien iba a ser en todo igual a nosotros menos en el pecado, naciese de madre como nosotros.

Sin embargo, María no es como las demás madres. Su santidad es mayor que la de todas las madres juntas.

Ya vimos su santidad personal[6], ahora la veremos en su relación a Dios.

La santidad de María es, en el decir de San Gregorio, “el hábito de estar con Dios”; hábito que María poseyó perfectamente en toda su vida, desde su concepción inmaculada, pero más aún, en su maternidad cuando concibió en su seno a Cristo y hasta su muerte; unión estrechísima de amor, coloquios sublimes con el Hijo en su vientre, ternura exquisita en el pesebre de Belén, caridad ardiente para con su Hijo niño y joven, diálogos subidos con su Hijo maestro, dolor lacerante en la pasión y muerte de Cristo, gozo inefable en su resurrección y ascensión.

¿Acaso el amor de madre no es el reflejo más semejante al amor de Dios? María es ejemplo de madre solícita por su Hijo en grado máximo. Del amor de María a Jesús han aprendido las demás madres.

Dice San Lucas que María conservaba todas estas cosas en su corazón[7]. ¿Qué cosas? Las que junto a la vida del Hijo pasó. ¿Para qué las conservaba? Para gozarlas en la contemplación, pero, además, para que nosotros las conozcamos si llegamos al cielo. Es la infancia y vida de Jesús la que María nos relatará en el cielo, porque son éstas, las que han quedado más fijas en su corazón. A Cristo lo veremos adulto, pero por su Madre Santísima lo conoceremos en su infancia, lo que nos producirá mucho gozo y será parte de nuestra gloria accidental.

Madre de Dios que nos invita a arrojarnos a sus brazos con súplica confiada porque todo lo puede alcanzar, ¿o qué buen hijo niega algo a su madre? ¡Cuánto más el Hijo de María que es verdadero Dios y para el cual todo es posible![8]

Por eso este misterio admirable del amor de Dios no se puede expresar con palabras. Sólo una madre puede comprender a otra madre. Sólo una Santa Madre, la Iglesia puede comprender la maternidad divina y dirá en su sabiduría aquella espléndida oración “ante la admiración de cielo y tierra engendraste a tu propio Creador […]”

 

[1] Dz 113, 46.

[2] Cuervo M., Maternidad Divina y Corredención Mariana, Biblioteca OPE Pamplona 1967, 44-46

[3] Catecismo de la Iglesia Católica n° 495, Asociación de Editores del Catecismo, Impresos y Revistas, S.A. Madrid 19922, 116-7. En adelante citaremos al catecismo: Cat. Igl. Cat.

[4] Cf. Lc 1, 26-38

[5] Jn 8, 58

[6] Cf. título Santa María

[7] Cf. Lc 2, 51

[8]  Cf. Lc 1, 37

“Santa María”

Una mujer llena de santidad…

P. Gustavo Pascual, IVE.

La Iglesia desde muy antiguo ha querido unir esta súplica a la salutación angélica para honrar a la Madre de Dios. Se dice que ya desde el siglo XII los cristianos la usaban, aunque su uso universal data del siglo XVI cuando la Iglesia la introduce en el rezo oficial de sus ministros.

SANTA MARÍA. En esta invocación van unidas dos palabras que son inseparables y convertibles. En primer lugar, inseparables porque donde está María está la santidad. Es un adjetivo inseparable del nombre María… También convertibles porque María es la santidad y la santidad es María. No hay criatura que se compare en santidad.

Veamos por separado éstas dos palabras y apliquémosla a aquella que es la poseedora de este título.

            SANTA. El fin último de todo cristiano, es decir, la razón última para la que Dios nos ha creado es glorificarlo y mediante esto salvar la propia alma, o sea, la santificación. Dice el catecismo que el hombre ha sido creado para conocer, amar y servir a Dios en esta vida y así gozarlo en el Cielo.

El mismo Dios ha mandado “Sed santos, porque yo, Yahveh, vuestro Dios, soy santo”[1]. Este mandato es imperativo y nadie está exceptuado de cumplirlo. Es voluntad de Dios que seamos santos y en esto consiste nuestra felicidad.

María es la que mejor ha cumplido este precepto de Dios. Después de su Hijo Jesucristo ninguna criatura ha sido, es, ni será, más santa que ella.

Santa en su concepción, en su vida y por los siglos.

Pero, ¿cómo nos hacemos santos? Es una gracia. Por nuestra parte debemos ser cada vez más imagen de Dios. ¿Cómo se logra eso? Creciendo a cada momento en el regalo más precioso que Dios ha hecho a los hombres, creciendo en la gracia santificante.

María es nuestro ejemplar. Ella fue llamada por el mismo Dios “llena de gracia”[2]. Ella es la Hija predilecta de Dios Padre. Es la obra maestra de Dios Espíritu Santo. Preparada por Dios para una misión especial: ser su Madre. “Dios da a cada uno la gracia según la misión para que es elegido”[3], por lo cual hizo a María la “santa entre los santos”, pues iba a ser su madre.

            MARÍA. Este es el nombre que el evangelista San Lucas le da a la Madre del Redentor. Dice el Evangelio “el nombre de la Virgen era María”[4].

“Dios Padre es glorificado por el nombre de Jesús, o sea, por la persona de su Hijo, por su poder y por su misión salvífica[5], pero también es glorificado por el nombre de María, o sea, por la persona de la Madre de Cristo y por su misión en la historia de la salvación. El nombre de la Bienaventurada Virgen María es celebrado en cuanto es:

            Glorioso, porque Dios la ha glorificado de tal modo, que su alabanza esté siempre en la boca de todos, como glorificó el nombre de Judit, que prefiguraba a la Virgen María[6].

Santo, porque designa la Mujer, que fue toda llena de gracia y que encontró gracia ante Dios[7] para concebir y dar a luz al Hijo de Dios[8].

Maternal, porque el Señor Jesús a punto de expirar en la cruz, quiso que la Santísima Virgen María, a quien había elegido como Madre suya, fuese también Madre nuestra para que los fieles sean confortados al invocar su nombre maternal.

Providente, porque los fieles en cuya boca resuena asiduo el nombre de la beatísima Virgen María, la miran confiados, cual brillante estrella, la invocan como Madre en los peligros, y en las necesidades a ella se acogen seguros”[9].

¿Qué significa el nombre “María”? Muchos significados se han dado de este nombre, pero parece ser que los más importantes son: Señora, Estrella del mar y Ser Bella.

Respecto a los dos primeros dice San Beda “la palabra María en hebreo quiere decir “estrella del mar” y en siríaco “Señora”. Y con razón, porque mereció llevar en sus entrañas al Señor del mundo y a la luz constante de los siglos”[10].

SEÑORA. Se refiere principalmente a la maternidad divina de María, pero también al título que lleva como consecuencia de ser Reina y Señora de todo el universo; título que también es premio de los sufrimientos padecidos por María en su vida, sobre todo, al pie de la cruz.

ESTRELLA DEL MAR. María es para todo cristiano modelo de fe. Ella peregrinó primero que nosotros en la fe por el camino que conduce hacia la Patria. Ella es, desde el cielo, la estrella que ilumina nuestro peregrinar hacia el puerto de salvación.

Así como los marinos que navegaban en el mar se guiaban, en la antigüedad, por las estrellas en la oscuridad de la noche, también nosotros, marinos que navegamos en la barca de la Iglesia, debemos guiarnos por ésta Estrella en nuestro navegar en la noche de la fe para llegar seguros al Cielo. “Tú, quienquiera que seas y te sientas arrastrado por la corriente de este mundo, náufrago de la galerna y la tormenta, sin estribo firme, no apartes tu vista del resplandor de esta estrella si no quieres sumergirte bajo las aguas. Si se levantan los vientos de las tentaciones, si te ves arrastrado contra las rocas del abatimiento, mira a la estrella, invoca a María […]

Si la sigues no te desviarás; si recurres a ella, no desesperarás. Si la recuerdas, no caerás en el error. Si ella te sostiene, no vendrás abajo. Nada temerás si te protege; si te dejas llevar por ella, no te fatigarás; con su favor llegarás a puerto”[11].

Pero también María es ejemplo de todas las virtudes y modelo de vírgenes: “Efectivamente, es correctísimo compararla con una estrella. Porque si todo astro irradia su luz sin destruirse, la Virgen dio a luz sin lesionarse su virginidad. Los rayos que emite no menguan a la estrella en su propia claridad, como no menoscaba a la Virgen en su integridad el Hijo que nos da. María es la estrella radiante que nace de Jacob, cuya luz se difunde al mundo entero, cuyo resplandor brilla en los cielos y penetra los abismos, se propaga por toda la tierra, abriga no tanto los cuerpos como los espíritus, vigoriza las virtudes y extingue los vicios. María es, repito, la estrella más brillante y más hermosa. Ahí está el mar ancho y dilatado, sobre el que se levanta infaliblemente, esplendorosa con sus ejemplos y titilante con sus méritos”[12].

SER BELLA. Y tan bella que conquistó el corazón de Dios que admirado la llamó la “llena de gracia”. Y si Dios que es la Suma Belleza se dejó cautivar por María, ¡cuánto más nosotros pobres criaturas afeadas por el pecado!

Que su belleza nos conquiste y nos lleve a imitarla para que imitándola agrademos también a Dios como Él lo espera de nosotros.

 

[1] Lv 19, 2

[2] Lc 1, 28

[3] Cf.  Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, IIIª p., q. 27, a.5 ad 1. En adelante III, 27, 5 ad 1

[4] Lc 1, 27

[5] Cf. Hch 4, 12; Flp 2, 10

[6] Cf. Jdt 13, 20

[7] Cf. Lc 1, 30

[8] Cf. Lc 1, 31

[9] Cf. Comisión Episcopal de liturgia del Perú, Colección de misas de la bienaventurada Virgen María, Avanzada Lima 1987, 85. En adelante, Colección de misas de la bienaventurada Virgen María…

[10] Santo Tomás de Aquino, Catena Áurea, Lucas (IV), Cursos de Cultura Católica Buenos Aires 1946, San Beda a Lc 1, 27, 16. En adelante  Catena Áurea…

[11] San Bernardo, En alabanza a la Virgen Madre, homilía II, 17, O.C., t. II, BAC Madrid 19942, 639

[12] Ibíd., 638

Reina de las vocaciones

María es modelo de vocación

P. Gustavo Pascual, IVE.

María (es) la persona humana que mejor que nadie ha correspondido a la vocación de Dios; que se ha hecho sierva y discípula de la Palabra hasta concebir en su corazón y en su carne al Verbo hecho hombre para darlo a la humanidad; que ha sido llamada a la educación del único y eterno Sacerdote, dócil y sumiso a su autoridad materna. Con su ejemplo y mediante su intercesión, la Virgen santísima sigue vigilando el desarrollo de las vocaciones y de la vida sacerdotal en la Iglesia[1].

María es modelo de vocación. Ella ante el llamado divino supo responder con una disposición total. Cuando el ángel, enviado de parte del Señor, la llamó para ser su Madre, ella con su “hágase” respondió a Dios y comenzó a formar parte de la obra redentora, obra, a la cual, era llamada por el mismo Dios. La vocación de María es sublime pero su esencia es la misma que toda vocación: una invitación que parte de Dios a una persona que es elegida para una misión que Dios le encomienda. En el caso de la Virgen esa vocación fue correspondida con un “sí” y se concretó en ella el plan eterno de Dios. La vocación de María es modelo de toda vocación. Cuando cada uno de nosotros es llamado, y Dios a cada uno de nosotros nos llama para un estado de vida, nuestra respuesta debe ser afirmativa y con tal disposición que entreguemos todo nuestro ser a la realización de la misma como lo hizo María.

María es ejemplo de vocación matrimonial ya que ella formó una familia en donde creció el Divino Niño Jesús. Junto con su esposo San José afrontaron todas responsabilidades que requiere un buen matrimonio y en él cada uno cumplió la función que le correspondía ayudándose mutuamente para perseverar en la unión con Dios y en la crianza y educación de Jesús. Ambos afrontaron juntos las vicisitudes que les deparó la obra redentora y cada uno cumplió en ella el lugar correspondiente con total entrega.

María también es ejemplo para la vida consagrada por la total entrega a Dios y a su obra redentora. Todos los consagrados estamos llamados a trabajar como María en la obra de redención de los hombres, pero debemos aprender de ella a entregarnos totalmente, en cuanto a todo el ser y a la entrega única, sin otra búsqueda supletoria, por la salvación de los hombres.

Ante todo, la Virgen María ha sido propuesta siempre por la Iglesia para la imitación de los fieles, no precisamente por el tipo de vida que ella llevó y, tanto menos, por el ambiente sociocultural en que se desarrolló, hoy día superado casi en todas partes, sino porque en sus condiciones concretas de vida Ella se adhirió total y responsablemente a la voluntad de Dios (cf. Lc 1, 38); porque acogió la palabra y la puso en práctica; porque su acción estuvo animada por la caridad y por el espíritu de servicio: porque, es decir, fue la primera y la más perfecta discípula de Cristo: lo cual tiene valor universal y permanente[2].

Y si queremos imitar a María en su fidelidad a la vocación tenemos que vivir íntimamente unidos a ella. Es importantísimo marianizar nuestra vida.

Para ello es preciso, en primer lugar, hacer todo por María, lo cual nos indica el medio, y tal es la fusión de intenciones. Nada hay que la Madre de Dios se reserve para sí, sino que en todo nos dice y enseña, como a los servidores de Caná, haced lo que Él os diga (Jn 2, 5).

En segundo lugar, hay que hacer todo con María, en lo cual se expresa la compañía y el modelo que debe guiar “todas nuestras intenciones, acciones y operaciones”, puesto que Ella es la obra maestra de Dios. Aquí, pues, se nos muestra lo que debemos imitar. Si el Apóstol decía: Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo (1 Co 11, 1), ¡con cuánta mayor razón podrá afirmarse esto de la Virgen, en quien ha hecho maravillas el Todopoderoso, cuyo Nombre es santo! “Mientras que la Iglesia en la Santísima Virgen ya llegó a la perfección, por lo que se presenta sin mancha ni arruga, los fieles […] levantan sus ojos hacia María, que brilla ante toda la comunidad de los elegidos como modelo de virtudes”.

En tercer lugar, es necesario obrar en María, vale decir, en íntima unión con Ella, y con esto se muestra la permanencia y unidad que ha de darse entre el consagrado y la Madre de Dios. El que ama está en el amante: tal es la propiedad del amor ardiente, que tiende de suyo a una mutua compenetración, cada vez más profunda y más sólida. De este modo se imita al Verbo Encarnado, que quiso venir al mundo y habitar en el seno de María durante nueve meses, y se hace efectivo su mandato y donación póstuma: Dijo al discípulo: He aquí a tu Madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa (Jn 19, 27).

Finalmente, es preciso hacer todo para María. La Santísima Virgen, subordinada siempre a Cristo según el designio eterno del Padre, debe ser el fin al cual se dirijan nuestros actos, el objeto que atraiga el corazón de cada consagrado y el motivo de los trabajos emprendidos. María es “el fin próximo, el centro misterioso y el medio fácil para ir a Cristo”[3].

Todo fiel esclavo de Jesús en María debe, por tanto, invocarla, saludarla, pensar en Ella, hablar de Ella, honrarla, glorificarla, recomendarse a Ella, gozar y sufrir con Ella, trabajar, orar y descansar con Ella y, en fin, desear vivir siempre por Jesús y por María, con Jesús y con María, en Jesús y en María, para Jesús y para María”.

[1] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Postsinodal Pastores Dabo Vobis nº 82

[2] Pablo VI, Exhortación Apostólica Marialis cultus nº 35

[3] Instituto del Verbo Encarnado, Constituciones, Directorio de Espiritualidad, Editrice del Verbo Encarnato Italia 2004, nº 85-89

 

Mujer revestida de sol

Siempre esta virgen fiel llevó en su corazón a Jesús, el Sol naciente

P. Gustavo Pascual, IVE.

 

La visión de San Juan en el Apocalipsis[1] es referida por los exégetas al Israel de Dios; sin embargo, en ella “Juan pudo haber tenido presente a María, la Nueva Eva, la hija de Sión, que trajo al mundo al Mesías”[2].

“Mujer” es llamada María en el protoevangelio, en el pasaje que se refiere literalmente a Eva, porque Eva es tipo de María[3]. María es llamada Nueva Eva al pie de la cruz cuando Jesús nos da como hijos suyos en la persona de Juan, y aquí, refiriéndola al pasaje del Apocalipsis. Mujer es Eva, mujer la Nueva Eva, mujer la que venció al Dragón. La promesa, el cumplimiento, la victoria definitiva.

Podemos hacer una interpretación de esta visión aplicándosela a María: María esta revestida de sol y brilla como el sol; está coronada de estrellas, es decir, es Reina; tiene la luna bajo sus pies porque es Reina de la Iglesia y de toda la creación.

María resplandece como el sol. Imita a su Hijo que es el Sol que nace de lo alto, el Oriente. Nadie se ha parecido más a Jesús que María. Brilla por su pureza que la reviste de un blanco inmaculado y brillante, pero principalmente brilla por su caridad.

Brilla por su caridad como los santos del cielo, “entonces los justos brillarán como el sol en el Reino de su Padre”, pero mucho más que ellos porque “uno es el resplandor del sol, otro el de la luna, otro el de las estrellas. Y una estrella difiere de otra en resplandor”[4]. María brilla más que todas las luminarias del cielo, más que todos los bienaventurados y que todos los ángeles.

María no sólo brilló como el Sol, sino que está revestida de Sol. Ya lo estuvo en su vida terrenal, mucho más en la vida celestial. María en su vida terrena reflejaba a Dios. Su vida era una manifestación de Dios y de su Hijo Jesús. En el cielo refleja la gloria de Dios, está revestida de la gloria de Dios.

La caridad es la virtud que nos une a Dios. Cuanto más crece la caridad en nosotros más unidos estamos a Dios. María en el Cielo vive del amor a Dios y su caridad hacia Dios está por encima de la de todos los bienaventurados y de los coros celestiales. María está totalmente revestida del Sol divino “no tienen necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque el Señor Dios los alumbrará”[5].

María está revestida de sol porque lleva en sus entrañas al Sol que es Jesucristo y lo llevó durante nueve meses hasta que lo dio a luz en Belén, pero siempre esta virgen fiel llevó en su corazón a Jesús, el Sol naciente.

Así como María, todos los que lleven a Jesucristo en su interior estarán como revestidos de sol. En primer lugar por la caridad, porque la caridad es, podríamos decir, la virtud que adelanta en esta vida la claridad de los cuerpos resucitados en la gloria eterna. Así como cuando Moisés iba a hablar con Dios su rostro se volvía brillante y tenía que echarse un velo sobre su rostro cuando conversaba con los israelitas, porque ellos notaban en ese rostro resplandeciente la presencia de Dios, así también todo el que lleve a Jesús en su corazón, el que viva en la gracia de Jesús, manifestará en su rostro la vida divina.

María hoy resplandece en el Cielo, como se manifiesta en el pasaje del Apocalipsis, como una reina revestida de sol, coronada de estrellas y con la luna bajo sus pies. Es que María es Reina por derecho natural, por ser madre del Rey de reyes y por derecho de conquista, porque ser Corredentora. Ella fue asunta en cuerpo y alma al cielo, es Señora y Reina de toda la creación y así aparece en algunas de sus imágenes.

En muchas imágenes de la Inmaculada se juntan los dos rasgos de la Mujer revestida del Sol. Revestida por llevarlo en su seno y revestida por haber sido coronada Reina.

Así como a los apóstoles Cristo se les mostró resplandeciente en el monte Tabor, anticipando ante ellos la realidad de su gloria futura, así también se nos aparece la imagen de la Virgen en algunas advocaciones como una Reina revestida del Sol, anticipándose a su manifestación en la segunda venida y en el reino celestial.

¡Te pedimos Madre la gracia de ser fieles hijos tuyos para poder contemplarte no ya en imagen sino tal cual eres y vives en el cielo! ¡Te pedimos la gracia de la perseverancia final!

 

[1] 12, 1ss.

[2] Jsalén. a Ap 12, 1

[3] Gn 3, 15

[4] 1 Co 15, 41

[5] Ap 22, 5

Madre de bondad

Dios hizo a María Madre de bondad.

P. Gustavo Pascual, IVE.

            María es buena porque doblegó su voluntad a la voluntad de Dios que le pedía el favor de que fuera su Madre. Ella con actitud humilde y sincera se entregó totalmente a la obra de Dios: “hágase en mí según su palabra”[1].

María es Madre de bondad porque jamás hubo en ella algo malo. Jamás cometió pecado, que es el mal entre los males. Quizá personas buenas cometen el pecado por debilidad o por ignorancia. María jamás tuvo alguno de estos defectos que la llevaran a hacer algún tipo de mal.

El mal existe, pero es menor que el bien porque el mal existe porque existe el bien, de lo contrario, no existiría y es una carencia de bien debido.

Donde falta el bien debido allí existe el mal y donde hay mal no puede decirse que haya absoluta bondad.

Sólo en Dios se da perfecta bondad. Bondad esencial, bondad perfecta. “Nadie es bueno, sino sólo Dios”[2], pero las criaturas participan de la bondad de Dios en mayor o menor grado, de acuerdo a su voluntad y a la jerarquía que les haya dado en su creación.

María, entre los seres creados es la que más participa de la bondad de Dios. Así lo ha querido Dios. Él se ha hecho de María la madre más bondadosa entre las madres. Él se ha hecho una Madre de bondad.

El diablo es malo y quiere el mal para todos los hombres; él organiza el mal, de tal manera que aparece grande, extraordinario, a veces, agobiante, para nosotros. Y el mal organizado por el diablo nos puede hacer dudar de la bondad de Dios.

Dios es infinitamente bueno y es capaz de sacar bien del mal y este favor ha concedido a su Santísima Madre. Ella es poderosa, con el poder de Dios, y puede hacer que nosotros venzamos nuestros males con su favor. Los males físicos porque ella realizó milagros entre los hombres, en especial, con sus hijos. El mal moral porque por su mediación vencemos al diablo y al pecado.

¡Oh feliz culpa que nos mereció tal Redentor! cantamos en el pregón pascual. Tal Redentor que mostró espléndidamente cómo Dios puede sacar bien del mal, tal Redentor nos vino por María, Madre de bondad.

Así como el diablo organiza el mal para hacerlo ver grande. María organizó el bien para dárnoslo abundantemente y no lo hace ver grande, sino que lo da con toda su grandeza. María da bienes a sus hijos y los distribuye con profusión en la medida de nuestra fidelidad a Jesús.

María se ha manifestado Madre de bondad en su vida terrena.

Es la virgen buena que acepta ser Madre de Dios. Madre buena que lo cuida durante nueve meses en su seno. Madre buena que va a cuidar a Isabel, la anciana, durante su embarazo para servirla. Madre buena que calla la causa de su embarazo ante José por su fidelidad al secreto divino. Madre buena que pare a su Hijo en un pobre pesebre contenta con su pobreza y humildad. Madre buena que escucha a los simples. Escucha con regocijo el relato de los pastores y guarda sus palabras en su bondadoso corazón para sacar de allí las bondades de su revelación a todos los deseosos de conocerlas. Madre buena que recibió a los magos en Belén y les mostró al rey que andaban buscando. Que emprendió silenciosa con José la huida a Egipto. Que cuido a su hijo en el destierro. Que lo crió para Dios en Nazaret. Madre buena que cumplió todas las leyes religiosas y dio al Niño una educación religiosa. Madre buena que buscó al Niño cuando se extravió en la subida a Jerusalén y con bondad escuchó la desconcertante respuesta del Hijo ante su reclamo y el de José. Madre buena que en Caná consiguió para los esposos el vino que les faltaba. Madre buena que fue a buscar a su Hijo condescendiendo con sus parientes y su clan. Madre buena que acompañó a su Hijo en su vida pública y en su pasión. Que quiso sufrir con su Hijo por la salvación de los hombres; que estuvo al pie de la cruz y recibió a Juan como hijo y en él a todos los hombres. Madre buena que acompañó y sostuvo a los apóstoles en el dolor y luego hasta Pentecostés. Madre buena que intercede por cada uno de nosotros y por nuestras necesidades desde el cielo.

Madre de bondad fuiste con tu Hijo y lo eres para con nosotros tus nuevos hijos. Si las madres terrenas son buenas, ¡cuánto más esta Madre celestial! Eres ejemplo de bondad para las demás madres. Porque no sólo te muestras buena dando bienes a tus hijos sino también corrigiéndolos cuando se apartan del camino de la virtud, cuando se extravían por sendas de maldad. Es que una madre buena tiene mano dulce para dar, pero también para corregir cuando el hijo lo necesita.

Madre de bondad que nos cargas en tus brazos para que avancemos seguros. Caminando solos nos caemos, nos desviamos del camino, nos entretenemos en bagatelas, corremos temerariamente al peligro, nos comportamos caprichosamente. Pero yendo en tus brazos caminamos amparados, avanzamos con facilidad, seguros, con perfección, con rapidez, por el camino hacia la Patria.

Nuestro error es que cuando vamos creciendo queremos soltarnos de tus manos, buscando independencia, como si no te necesitáramos y erramos porque, aunque seamos grandes, más bien, aunque nos creamos grandes, te necesitamos. Necesitamos de tu ayuda y nos conviene seguir siendo niños, Madre buena, para que lleguemos en tus brazos a la patria del cielo.

 

[1] Lc 1, 38

[2] Lc 18, 19

Madre de nuestra existencia

En la persona de Juan comenzamos a ser hijos de María y ella nos da a luz, uno a uno, al pie de la cruz.

P. Gustavo Pascual, IVE.

En el principio de nuestra existencia hay tres madres, podríamos decir.

En primer lugar, nuestra madre física. Nuestra madre física o natural ha querido nuestra existencia y en común acuerdo con nuestro padre y por un acto de amor han querido que nosotros comenzáramos a existir.

Es cierto que ellos aportan nuestro cuerpo y Dios infunde el alma para que comencemos a existir en el tiempo como un nuevo ser humano, sin embargo, ellos han querido, han tenido la voluntad de que comenzáramos a existir y es nuestra madre natural la que ha gestado en su seno nuestra existencia desde el primer instante, desde la concepción, y nos ha dado a luz para la vida terrena en un tiempo determinado: año, mes, día.

Debemos nuestra existencia natural a nuestra madre natural. ¡Qué inmenso debe ser nuestro agradecimiento a ella! Por ella nosotros somos hombres, existimos, y somos capaces, con la gracia de Dios, de alcanzar nuestra existencia eterna.

La segunda madre por la cual existimos y por la cual existe nuestra madre que nos ha traído a la vida terrena es la madre de todos los vivientes, Eva. Por ella existen todos los hombres. De ella han nacido todos los hombres. Ella dio la existencia a los primeros hombres y de ella descendemos todos. Ella junto con Adán decidió voluntariamente nuestra existencia siguiendo el mandato de Dios “multiplicaos y henchid la tierra”[1]. Ella nos da la existencia. Nos dio la existencia, pero con una reliquia peculiar que también nos trasmite nuestra madre natural. Nuestra existencia comienza inficionada por una mancha en el alma, la mancha original, el pecado original. Todos comenzamos nuestra existencia teniendo esta mancha. La tenemos involuntariamente en nosotros, aunque voluntariamente en nuestros primeros padres, en la madre que da la existencia a todos los vivientes.

Por Eva comenzamos una existencia terrena enferma y sin existencia sobrenatural. Comenzamos a existir en pecado y separados de Dios. Comenzamos a existir en pecado, sin la gracia que ellos tuvieron y perdieron por su pecado. Eva nos da a luz muertos a la vida sobrenatural. Nos da a luz fuera del Edén, en tierra desierta.

La tercera madre por la cual existimos es María. Ella nos ha dado la existencia sobrenatural en la cruz. Su compasión con Cristo y sus dolores han permitido nuestra existencia sobrenatural.

Le dijo Jesús a María: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”[2]. En la persona de Juan comenzamos a ser hijos de María y ella nos da a luz, uno a uno, al pie de la cruz.

La existencia sobrenatural que Eva, la Mujer del Génesis nos arrebató por su pecado, la Mujer Nueva, la Nueva Eva, María Santísima, nos la devuelve aplicando los méritos de su Hijo a cada una de nuestras almas, santificándolas y devolviéndoles la existencia sobrenatural.

La que dio la existencia al Verbo de Dios sin dolor en Belén nos da por gracia del Verbo Encarnado nuestra existencia sobrenatural en el Calvario con los dolores del parto, por su compasión con los dolores de su Hijo, como corredentora de la humanidad.

Eva dio la existencia terrena a nuestra madre natural, aunque no la existencia sobrenatural. Eva dio la existencia terrena a María y no le trasmitió por la gracia de Cristo la muerte sobrenatural. No pudo quitar la existencia sobrenatural a María por causa de la redención especial que preservó a María  del pecado y que la hizo comenzar su existencia natural y sobrenatural juntamente. María fue concebida sin pecado original y en gracia, con vida sobrenatural, como excepción extraordinaria de la naturaleza humana por el amor de Dios ya que iba a ser su Madre. Nuestra madre natural recibió de Eva la existencia natural más no la sobrenatural y recibió de María la existencia sobrenatural.

María recibió la existencia natural de Eva y comunicó la existencia sobrenatural a nuestra madre terrena.

La comunicación de la existencia que nos da María es mayor que la que nos da Eva y la que nos da nuestra madre natural. ¿Por qué? Porque el fundamento final de nuestra existencia es Dios y sólo cuando estamos unidos a Dios podemos decir que existimos. La existencia terrena se acaba, la sobrenatural es eterna. La existencia terrena comienza por el alma que le da vida más el alma existe por Dios. La existencia sobrenatural es mayor infinitamente que la existencia natural.

La existencia natural debemos agradecerla, sin ella no llegaríamos a la sobrenatural, pero ya al comienzo de nuestra existencia terrena hay una intervención de lo sobrenatural que es la infusión del alma por parte de Dios. Esta vida de hombre nos hace capaces de la existencia sobrenatural y esta existencia nos viene por María. Debemos agradecer a Eva que nos haya comunicado la existencia natural, aunque nos dejó, por su pecado, en desgracia.

Finalmente debemos agradecer a María porque ella nos comunica la existencia sobrenatural y nos hace hijos de Dios. Por ella comenzamos a estar unidos a Dios y podríamos decir que comenzamos la verdadera existencia que no terminará jamás.

María es Madre de nuestra existencia y de nuestra existencia sobrenatural, la que nos hace vivir vida celeste en esta existencia temporal. La existencia sobrenatural que nos comunica María eleva la existencia natural sin destruirla. María nos da una existencia nueva, la de los hombres nuevos, la de los hombres cristificados.

María no nos da la existencia y luego nos deja solos, sino que constantemente está haciéndonos crecer en la vida sobrenatural por las gracias que nos concede porque no hay gracia de Cristo que no nos venga por María. Ella es el acueducto, dice San Bernardo, por el cual Jesús derrama su infinita gracia.

Hay una cuarta Madre por la cual existimos y es la Iglesia. Iglesia que es hija de Eva, pero sobre todo hija de María. Del costado abierto de Jesús ha nacido. Ha nacido de los dolores de la pasión de Jesús y de las lágrimas de la compasión de María. Ha nacido del corazón rasgado del Hijo y del corazón traspasado de la Madre.

En la Iglesia están todas las fuentes de donde las gracias se derraman a los hombres porque uno por uno todos han nacido en ella[3]. Todos los que han querido nacer a la vida sobrenatural, los que han querido comenzar a ser hijos de Dios. La Iglesia en la fuente bautismal nos hace renacer como hijos de Dios y comenzar a pertenecer a ella. Por la existencia que nos comunica la Iglesia comenzamos a ser hijos de Dios y herederos del Cielo.

María no ha nacido de la Iglesia porque no recibió el Bautismo, pero es un miembro de la Iglesia. María pertenece a la Iglesia como un miembro eminente entre sus miembros. Es como el cuello en el Cristo total porque es la mediadora entre la Cabeza y el Cuerpo que es la Iglesia.

María es un miembro eminente del cuerpo de la Iglesia, pero ha dado la existencia al Cristo total, cabeza y miembros. Dio a luz a su Hijo en Belén y es Madre de la Cabeza del cristo total y dio a luz en el Calvario al cuerpo del Cristo total, a la Iglesia.

Si bien la Iglesia nació del costado abierto de Cristo crucificado  en Pentecostés donde la Iglesia nace propiamente cuando sus pocos miembros que formaban un pequeño cuerpo recibieron el alma que lo vivificó, el Espíritu Santo. En Pentecostés nació la Iglesia y fue María que por su oración junto con la de los Apóstoles impetraron la venida del Don de Dios. Todos fueron, con sus oraciones, causa impetratoria de la venida del Espíritu Santo, pero principalmente María que sostenía con su fe y caridad a la Iglesia naciente. La sostenía también con su fortaleza y esperanza alentando a los Apóstoles a dar testimonio, sin temor, de su Hijo Jesús. María estuvo en Pentecostés, en el nacimiento de la Iglesia y fue parte activa de ese nacimiento y fue desde el comienzo un miembro honorable del Nuevo Israel.

Pidamos a María que nos dé la fidelidad a la gracia de nuestra existencia sobrenatural y de nuestra existencia como miembros de la Iglesia.

 

[1] Gn 1, 28

[2] Jn 19, 26

[3] Cf. Sal 86, 5

Señora de todos

“Queremos ser todo tuyos”

P. Gustavo Pascual, IVE.

“Así pues, durante su vida mortal gustaba anticipadamente las primicias del reino futuro, ya sea elevándose hasta Dios con inefable sublimidad, como también condescendiendo hacia sus prójimos con indescriptible caridad. Los ángeles la servían, los hombres le tributaban su veneración. Gabriel y los ángeles la asistían con sus servicios; también los apóstoles cuidaban de ella, especialmente San Juan, gozoso de que el Señor, en la cruz, le hubiese encomendado su madre virgen, a él, también virgen. Aquéllos se alegraban de contemplar a su reina, estos a su señora, y unos y otros se esforzaban en complacerla con sentimientos de piedad y devoción.

Y ella, situada en la altísima cumbre de sus virtudes, inundada como estaba por el mar inagotable de sus carismas divinos, derramaba en abundancia sobre el pueblo creyente y sediento el abismo de sus gracias, que superaban a las de cualquier otra creatura. Daba la salud a los cuerpos y el remedio para las almas, dotada como estaba del poder de resucitar de la muerte corporal y espiritual. Nadie se apartó jamás triste o deprimido de su lado, o ignorante de los misterios celestiales. Todos volvían contentos a sus casas, habiendo alcanzado por la madre del Señor lo que deseaban”[1].

María es Madre de todos porque su señorío es universal. Su señorío subordinado al de Cristo se extiende al cielo, a la tierra y a los mismos abismos[2].

En el Cielo reina sobre los mismos ángeles en virtud de su elevación al orden hipostático relativo. Es Señora y Reina de los ángeles. También es Señora de los bienaventurados y santos, que adquirieron la bienaventuranza por la redención de Cristo y la corredención de María. Es Reina y Señora de todos los santos.

María es Señora de las almas del purgatorio que están confirmadas en gracia y gozarán de la eterna bienaventuranza. La Santísima Virgen ejerce su señorío sobre ellas visitándolos maternalmente, consolándolos y apresurando la hora de su liberación.

En los abismos se deja sentir también su señorío, en cuanto que los demonios y condenados, reconociendo su poder, tiemblan ante ella, ya que puede desbaratar sus ataques, vencer sus tentaciones y triunfar de sus insidias sobre los hombres. Y cuando el mundo termine, perdurará eternamente el rigor de la justicia divina sobre aquellos que rechazaron definitiva y obstinadamente el señorío de amor de Jesús y de María.

María es Señora de toda la tierra por derecho natural y de conquista. La Iglesia pone en boca de María estas palabras de la Escritura que corresponden primariamente a Cristo: “Por mí reinan los reyes, y los príncipes decretan lo justo; por mí mandan los jefes, y los nobles juzgan la tierra” (Pr 8, 15-16)[3].

María es Señora de todos por su maternidad espiritual. Es Señora de los pobres y de los ricos, de los enfermos y de los sanos, de los ignorantes y de los sabios, de los pecadores y de los santos, de las ovejas del pueblo de Dios y de sus pastores.

Vemos que a su lado llegan hijos para pedir el sustento diario, el trabajo, las necesidades materiales, pero también acuden los que necesitan las cosas espirituales, el perdón de los pecados, el conocimiento de los misterios divinos y el camino para llegar a Jesús. A ella acuden todos, ricos y pobres, para pedir la salud, pues, no hay bienes materiales suficientes para conseguirla. A ella acuden los sabios de la Iglesia para crecer en el conocimiento divino porque ella es sede de la sabiduría. A ella acuden todos los cristianos para venerarla, para ofrecerle sus oraciones, sus sacrificios y su vida. A ella también acuden los pastores de la Iglesia para que ella, divina pastora, les enseñe a guiar la grey de su Hijo, en fin, todos recurren a esta Señora para que ella les colme de gracias.

María como buena Madre y señora no deja de lado a nadie, no discrimina a nadie, sino que a todos ama y los quiere conducir al cielo. Incluso los más grandes pecadores encontrarán acogida en los brazos de esta Divina Señora. Las almas santas también recurren a ella para que las sostenga porque es poderosa en el cielo, en la tierra y en los abismos. En el Cielo es poderosa intercesora, es la omnipotencia suplicante. En la tierra tiene poder absoluto sobre los enemigos de la Iglesia. Contra los herejes y sus herejías como lo muestra la historia, p.ej., la de Santo Domingo en su lucha contra los albigenses o en la lucha de los cristianos contra los musulmanes en Lepanto. Y en el abismo por su eterna enemistad con el diablo y por el poder que Dios ha concedido a esta mujer de nuestra raza.

Señora de todos y a la que todos, en consecuencia, debemos respeto y sobre todo amor, porque su señorío no es de fuerza y poder, de explotación, sino de mansedumbre, de libertad y de amor porque quiere que todos la tengan por Señora.

Tener a María por Señora es una gracia y una gracia inmensa que es concedida como don pero que impetramos por nuestra devoción sincera, por nuestro absoluto abandono en sus manos. Si le entregamos todo nuestro ser, en especial, nuestro corazón, ella lo enseñoreará y lo hará semejante a su corazón.

¡Madre de todos, queremos ser todo tuyos y darte todo lo nuestro para que toda nuestra persona te pertenezca y también todos nuestros bienes!

[1] San Amadeo de Lausana, Homilía 7: SC 72, 188.190.192.200. Cit. en la Segunda Lectura del Oficio de la Santísima Virgen María, Reina. Día 22 de agosto.

[2] Cf. Flp 2, 10-11

[3] Sigo a Royo Marín, La Virgen María, BAC Madrid 1968, 228-29

Nube fecunda que destila bienes

Es María la Nube fecunda que trae a Dios a nuestra alma…

P. Gustavo Pascual, IVE.

La nube es otra figura de la Santísima Virgen. Pero no una nube cualquiera sino una nube fecunda.

Por el cielo vemos pasar distintas variedades de nubes: las hay muy pequeñas, que nunca crecen sino, por el contrario, se desarman y son estériles. Hay otras que vienen cargadas y aparecen terribles, negras y ruidosas, rodeadas de rayos y que precipitan en granizo y no son beneficiosas sino perjudiciales. Las hay, finalmente, cargadas, inmensas y que precipitan en lluvias fecundas, en bienes para la tierra sedienta.

No hay cosa mejor para la tierra que la lluvia. Ella hace crecer la semilla y hace dar fruto. Sin la lluvia la tierra se vuelve estéril y se manifiesta muerta.

La palabra de Dios es como la lluvia que siempre produce frutos. Dios la envía a la tierra con ese fin y nunca vuelve a Dios vacía, sino que lleva frutos.

La palabra de Dios, el Verbo de Dios, ha sido derramada sobre la tierra, ha sido dada a los hombres por medio de María. Ella es la nube fecunda que ha destilado el mejor bien para los hombres que es Jesucristo. Y por este bien nos vienen todos los bienes.

Jesús con su redención nos ha dado el Cielo, nos ha dado a Dios mismo, el mejor de los bienes.

Dice Santa Teresa hablando de la oración que cuando está en su cumbre es como la lluvia que Dios envía. Sin fatiga nuestra empapa nuestra vida interior y la hace producir muchos frutos. Esto se puede aplicar a la vida espiritual. Cuando Dios obra en el alma, cuando Dios fecunda el alma, cuando Dios viene y habita en el alma, nuestra alma se vuelve terreno bueno, campo que da el ciento por uno.

Es María la Nube fecunda que trae a Dios a nuestra alma. Sin fatigas de nuestra parte, ella, cuando nos entregamos en sus brazos, nos da a Jesús y con Él todos los bienes.

Como el panal destila miel y la flor néctar así la Santísima Virgen destila bienes a los hombres.

Todas las gracias nos vienen por María. Así lo ha querido Dios. Ella nos trajo al Autor de la gracia y con Él todas las gracias.

María es mediadora de todas las gracias. Es la que distribuye las gracias conseguidas por Jesús. Una por una ella las distribuye entre los hombres.

La nube es impulsada por el viento y precipita allí donde el viento la lleva. El viento es el Espíritu Santo y la nube es María. Esta nube fue movida por el Espíritu Santo para dar una respuesta acertada a la embajada del ángel. Por su sí el Espíritu Santo la cubrió con su sombra y ella concibió al Verbo Encarnado. Por obra del Espíritu Santo la Virgen comenzó a ser Madre y de nube infecunda se convirtió en nube colmada de bienes.

Esta Nube fecunda se deja arrastrar también ahora por el viento del Divino Espíritu y derrama sobre cada hombre los bienes que Dios tiene dispuesto derramar por ella.

María no se mueve sino por el impulso de su Divino Esposo. De María debemos aprender la fidelidad al Espíritu Santo porque Él nos llevará por el camino de la santidad y nos hará también a nosotros nubes fecundas que den muchos frutos.

Y es notable que, aunque la nube puede precipitar en distintos lugares, según se den las condiciones atmosféricas, por lo general precipita en zonas determinadas y así se forman zonas fértiles y aptas para el cultivo, zonas donde es la lluvia la fuente única de riego, zonas donde la tierra se vuelve fértil y fecunda.

María va formando a los predestinados, a los que ella quiere formar o mejor dicho moldear siguiendo en esto la voluntad de Dios, pero de parte de los hombres esta nube generosa requiere una disposición: la total apertura para ser regada, para que ella derrame una lluvia copiosa de bienes en ellos. No puede derramar su lluvia sobre aquellos que no la desean o que rechazan la fecundidad de esta nube o niegan su grandeza y riqueza. Sólo la tierra sedienta de Dios y de la lluvia es apta para ser regada por el agua de esta nube. La tierra de estas zonas espera pacientemente la lluvia para hacer crecer la semilla y llevar frutos y la nube se derrama con profusión, en la medida del anhelo de la tierra.

Y después de la lluvia, ¡qué hermoso se vuelve el lugar! ¡qué nítido! ¡qué transparente! Desaparece todo el polvo en suspensión, se precipitan las partículas espurias del aire y todo se vuelve claro y luminoso. Además, se siente un perfume en el aire, perfume a tierra mojada. La naturaleza expande sus aromas y hace agradable el paraje.

Así ocurre con las almas fecundadas por María. Se vuelven claras y limpias, transparentes, puras, graciosas, cristalinas y esparcen el buen olor de Cristo, el olor del alma llena de Dios, del alma colmada de esperanza, del alma que promete abundantes frutos.

 

Vista agradable que nos consuela

Sobre la belleza de María santísima

P. Gustavo Pascual, IVE.

 

¿Qué es la belleza? ¿Qué es lo bello? “Se dicen bellas las cosas que vistas agradan, de donde lo bello consiste en la debida proporción porque el sentido se deleita en las cosas debidamente proporcionadas”[1].

La belleza agrada, complace, pero, además, purifica. Purifica por el mismo hecho que agrada. Al agradar y complacer nos atrae y permite que abandonemos cosas que también nos agradan pero que son de menos valor.

La belleza es propia de Dios. Dios es bello en sí mismo y todas sus obras son bellas. Dios creó y vio que todo lo que había hecho era muy bueno, era muy bello.

Dios ha creado todo el mundo natural bello y crea el mundo sobrenatural también con belleza. ¡Qué armonía y que perfección en los ángeles y en los bienaventurados! Ellos han llegado a la perfección de Dios y por eso son lumbreras bellísimas que nos alumbran y nos muestran el camino para llegar a la Verdadera Belleza.

La belleza se opone a las cosas feas no sólo en lo corporal, sino y principalmente, en lo espiritual. Todas las malas pasiones son curadas por la belleza. Las malas pasiones tienden a lo que parece bello pero que en realidad es deforme.

Cuando alguien está atormentado por cosas feas, en especial por vicios carnales, le decimos que recurra a María y lo hacemos porque ella tiene un gran poder sobre el enemigo, pero también, porque mirando este portento de belleza superaremos la fealdad del pecado. Mirar la belleza de María nos hace sobreponernos a todo lo feo y deforme que hay en nosotros, y nos motiva a buscar su belleza y perfección. La presencia de María nos consuela de las congojas causadas por nuestras fealdades.

Nuestras fealdades espirituales nos esclavizan y nos entristecen. La vista de María nos libera y nos consuela.

La vista agradable de María se manifiesta al que se acerca con corazón sencillo porque el corazón sencillo penetra en este mundo interior de María. No ocurre así con las almas soberbias. Ellas rechazan la belleza de María porque no pueden penetrar su interior.

Y la belleza interior se manifiesta en el exterior. Así el trato con María es un trato colmado de belleza. Su mirada es bella porque es pura y simple y manifiesta la pureza de su alma. Sus palabras son tiernas y manifiestan un corazón en paz. Su obrar es sereno y armonioso, manifestación de un equilibrio sublime del espíritu.

El encuentro con María purifica nuestra alma. Es que, aunque hay cosas bellas en el mundo y personas llenas de Dios, también hay muchas deformidades entre los hombres, mucha fealdad. Y ¡cuánto nos agobia la fealdad que nos rodea! Fealdad del hombre que repercute en sus obras.

El hombre moderno ha perdido el sentido de la belleza porque ha roto la relación con el ser cambiando esa relación por una relación consigo mismo, con su subjetividad. Por eso las obras de sus manos son fruto de su subjetividad y difícilmente manifiestan lo real. Y lo real es participación de lo divino. Las cosas reflejan la belleza de Dios, la Belleza por excelencia. Al romper el hombre moderno su relación con el ser real rompe con la Belleza y fuera de ella todo es feo.

El hombre alejado de Dios, separado de Él, se queda sin belleza, se queda sumido en la fealdad y sus obras son feas.

La vista de María nos consuela de tanta fealdad y nos invita a recurrir a ella para curar nuestras fealdades y curarnos de la trampa de lo feo.

María significa “ser bella” y este nombre manifiesta con perfección lo que es María. María es bella en su interior y también en su porte externo. Muchas imágenes de María hay en el mundo, las cuales, han querido captar su belleza. Los artistas han percibido la belleza de María y la han querido plasmar, pero siempre han quedado cortos. La multitud de imágenes manifiestan la riqueza, la profundidad, de esta Virgen bellísima.

La bella María ha dado a luz “al más hermoso de los hijos de los hombres”. Ella ha dado su carne y sangre a Jesús y sólo ella. Ella ha concebido por obra del Espíritu Santo y por eso la belleza de Jesús es reflejo de la de María. Su parecido físico debe haber sido muy grande ya que Jesús tomo su cuerpo de ella, cuerpo que formó el Divino Espíritu.

¡Madre, vista agradable que nos consuela, haz que amemos tu belleza y recurramos a ella cuando nos cerque la fealdad y aprendamos por tu vista a amar las cosas verdaderamente bellas!

 

Poco más que mediana de estatura;

como el trigo el color; rubios cabellos;

vivos los ojos, y las niñas dellos

de verde y rojo con igual dulzura.

 

Las cejas de color negro y no oscura;

aguileña nariz; los labios bellos,

tan hermosos que hablaba el cielo en ellos

por celosías de su rosa pura.

 

La mano larga para siempre dalla,

saliendo a los peligros al encuentro

de quien para vivir fuese a buscalla.

 

Esta es María, sin llegar al centro:

que el alma sólo puede retratalla

pintor que tuvo nueve meses dentro[2].

 

[1] Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, 1ª parte, cuestión 5, artículo 4. En adelante I, 5, 4

[2] Lope de Vega, http://www.mariologia.org/poemas/poesiaLopedevega15.htm. Última entrada 27-12-2023

Iris celestial

Ojos de cielo que nos hablan de contemplación…

P. Gustavo Pascual, IVE.

¿Qué color de ojos tenía María? Nadie lo sabe. Los poetas y los artistas le han puesto distintos colores a sus ojos.

Hay mucha variedad de iris de ojos. Los hay verdes que reflejan el color del campo, de la hierba verde; los hay pardos que reflejan el color de la tierra clara; los hay negros que reflejan la noche; los hay azules como el electro y los hay celestes, color del cielo.

Yo creo que tendría ojos celestes, color de cielo.

Todos los colores reflejan realidades terrenas pero el celeste, si bien refleja también una criatura, el cielo, en un sentido más profundo refleja una realidad increada, la realidad final de nuestra existencia, la vida eterna, Dios mismo.

Los ojos de la Virgen son ojos de cielo que nos hablan de contemplación, pero de contemplación verdadera. María tuvo puestos siempre sus ojos en el cielo. Su vida fue un caminar constante hacia el cielo. Y sus ojos nos indican que también nosotros tenemos que tener puesta nuestra mirada en el cielo. Ella miró el cielo en la tierra porque miró a Jesús y lo sigue mirando en la Patria. Los ojos de María nos enseñan a mirar a Jesús.

María es un iris pontal. Iris que desde la tierra se une con el cielo y sirve de puente para que los hombres lleguen hasta Dios y para que Dios derrame sus gracias sobre los hombres. Este iris está en la tierra porque es de nuestra raza, es nuestra; pero también está en el cielo. Vivió en la tierra, pero con la mirada en el cielo y ascendió al cielo en cuerpo y alma y en el cielo contemplando a Dios no deja de mirar la tierra puesta su mirada en sus hijos necesitados.

Todas las gracias de María son como gotas de agua, o mejor como las perlas preciosas que adornan su ser, como las joyas que adornan sus imágenes y son iluminadas por Jesucristo, el sol que nace de lo alto, y así iluminadas forman un arco iris celestial que nos habla de Dios, de su Hijo Jesucristo, e iluminan los ojos de los hombres, los alegran, los cautivan, invitándolos constantemente a mirar al cielo donde mora esta Madre bendita con su divino Hijo.

Este iris celestial también es signo de la alianza entre Dios y los hombres porque Dios ha elegido este iris celestial como Madre suya y ha querido encarnarse en sus entrañas para redimirnos de nuestros pecados y establecernos en su paz y en la unión definitiva con Él. Mirar a María nos recuerda el amor de Dios para con nosotros y la alianza que tenemos con Él. Él se ha hecho hombre para que nosotros seamos hijos de Dios y quiere que lo seamos por toda la eternidad en alianza definitiva y eterna.

En los ojos se refleja el alma de las personas. Esta Virgen pura refleja en sus ojos su pureza. Sus ojos celestes reflejan un alma pura y libre de pecado, un alma simple que sólo busca a Dios, un alma brillante sin la opacidad producida por la mínima mancha. Pero además la vivacidad de sus ojos que por su vivacidad nos hablan de muchas cosas que María guarda en el corazón, porque, si de la abundancia del corazón habla la boca, el corazón también se exterioriza en la mirada.

La mirada de María es una mirada amante. Amante de cielo y amante de sus hijos por los que quiso padecer junto con Jesús en la cruz.

Iris celestial que nos cautivas, que nos enamoras, porque quieres prendar nuestro corazón. Ojalá sea así. ¡Que cada corazón de tus hijos quede enamorado de ti María y que se deje arrastrar, que se deje llenar, que se deje encender y atrapar totalmente por ti, para que tú lo lleves al cielo, para que tú lo moldees para el cielo, para que lo hagas un ciudadano del cielo desde aquí, desde este destierro!