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Oda XXI a nuestra Señora

(Poesía)

  Virgen, que el sol más pura,

gloria de los mortales, luz del cielo,

en quien la piedad es cual la alteza:

  los ojos vuelve al suelo

y mira un miserable en cárcel dura,

cercado de tinieblas y tristeza.

  Y si mayor bajeza

no conoce, ni igual, juicio humano,

que el estado en que estoy por culpa ajena,

  con poderosa mano

quiebra, Reina del cielo, esta cadena.

  Virgen, en cuyo seno

halló la deidad digno reposo,

do fue el rigor en dulce amor trocado:

  si blando al riguroso

volviste, bien podrás volver sereno

un corazón de nubes rodeado.

  Descubre el deseado

rostro, que admira el cielo, el suelo adora:

las nubes huirán, lucirá el día;

  tu luz, alta Señora,

venza esta ciega y triste noche mía.

  Virgen y madre junto,

de tu Hacedor dichosa engendradora,

a cuyos pechos floreció la vida:

  mira cómo empeora

y crece mí dolor más cada punto;

el odio cunde, la amistad se olvida;

  si no es de ti valida

la justicia y verdad, que tú engendraste,

¿adónde hallará seguro amparo?

  Y pues madre eres, baste

para contigo el ver mi desamparo.

  Virgen, del sol vestida,

de luces eternales coronada,

que huellas con divinos pies la Luna;

  envidia emponzoñada,

engaño agudo, lengua fementida,

odio crüel, poder sin ley ninguna,

  me hacen guerra a una;

pues, contra un tal ejército maldito,

¿cuál pobre y desarmado será parte,

  si tu nombre bendito,

María, no se muestra por mi parte?

  Virgen, por quien vencida

llora su perdición la sierpe fiera,

su daño eterno, su burlado intento;

  miran de la ribera

seguras muchas gentes mi caída,

el agua violenta, el flaco aliento:

  los unos con contento,

los otros con espanto; el más piadoso

con lástima la inútil voz fatiga;

  yo, puesto en ti el lloroso

rostro, cortando voy onda enemiga.

  Virgen, del Padre Esposa,

dulce Madre del Hijo, templo santo

del inmortal Amor, del hombre escudo:

  no veo sino espanto;

si miro la morada, es peligrosa;

si la salida, incierta; el favor mudo,

  el enemigo crudo,

desnuda, la verdad, muy proveída

de armas y valedores la mentira.

  La miserable vida,

sólo cuando me vuelvo a ti, respira.

  Virgen, que al alto ruego

no más humilde sí diste que honesto,

en quien los cielos contemplar desean;

  como terrero puesto—

los brazos presos, de los ojos ciego—

a cien flechas estoy que me rodean,

  que en herirme se emplean;

siento el dolor, mas no veo la mano;

ni me es dado el huir ni el escudarme.

  Quiera tu soberano

Hijo, Madre de amor, por ti librarme.

  Virgen, lucero amado,

en mar tempestuoso clara guía,

a cuvo santo rayo calla el viento;

  mil olas a porfía

hunden en el abismo un desarmado

leño de vela y remo, que sin tiento

  el húmedo elemento

corre; la noche carga, el aire truena;

ya por el cielo va, ya el suelo toca;

  gime la rota antena;

socorre, antes que emviste en dura roca.

  Virgen, no enficionada

de la común mancilla y mal primero,

que al humano linaje contamina;

  bien sabes que en ti espero

dende mi tierna edad; y, si malvada

fuerza que me venció ha hecho indina

  de tu guarda divina

mi vida pecadora, tu clemencia

tanto mostrará más su bien crecido,

  cuanto es más la dolencia,

y yo merezco menos ser valido.

  Virgen, el dolor fiero

añuda ya la lengua, y no consiente

que publique la voz cuanto desea;

  mas oye tú al doliente

ánimo, que contino a ti vocea.

 

Fray Luis de León

 

BELÉN

Finalmente, José y María descendieron de la colina, se dirigieron a una cueva que servía de establo, adonde a veces los pastores llevaban sus rebaños en tiempo tempestuoso, y allí buscaron su cobijo. Allí, en un sitio de paz, en el abandono solitario de una cueva barrida por el frío viento; allí, debajo del suelo del mundo, aquel que nació sin madre en el cielo nacerá sin padre en la tierra.

Ven. Fulton Sheen

 

César Augusto, el mayor burócrata del mundo, se hallaba en su palacio cerca del Tíber. Ante él tenía extendido un mapa en que se veía la siguiente inscripción: Orbis Terrarum, Imperium Romanum. Estaba a punto de decretar un censo del mundo, ya que todas las naciones del mundo civilizado se hallaban sometidas a Roma. No había más que una sola capital en este mundo: Roma; una sola lengua oficial: el latín; un solo gobernante: el césar. La orden partió hacia todas las avanzadas, hacia todos los sátrapas y gobernantes del imperio: todo súbdito romano había de ser empadronado en su propia ciudad. En los confines del imperio, en el pequeño pueblo de Nazaret, unos soldados fijaron en las paredes el bando que ordenaba que todos los habitantes fueran a empadronarse en las ciudades de donde sus familias eran oriundas.

    José, el artesano, un oscuro descendiente del gran rey David, tuvo que ir a empadronarse en Belén, la ciudad de David. Conforme a lo decretado, María y José partieron de Nazaret para encaminarse a Belén, que se encuentra a unos ocho kilómetros más allá de Jerusalén. Quinientos años antes, el profeta Miqueas había profetizado concerniente a aquel pueblecillo:

Y tú Belén, en tierra de Judá, no eres de ninguna manera el menor entre los príncipes de Judá, porque de ti saldrá el Caudillo que pastoreará a mi pueblo Israel (Mt 2, 6).

   José se hallaba lleno de esperanza cuando entró en la ciudad de su familia, y estaba completamente convencido de que no tendría dificultad alguna en encontrar albergue para María, sobre todo teniendo en cuenta el estado en que se hallaba. Pero José anduvo de casa en casa y todas estaban atestadas de gente. En vano buscó un sitio donde pudiera nacer aquel a quien el cielo y la tierra pertenecen. ¿Sería posible que el Creador no encontrara un hogar en la creación? José subió la empinada cuesta de una colina, en dirección a una débil luz que brillaba suspendida de una cuerda, delante de una puerta. Debía de ser la posada del pueblo. Allí era donde había mayores posibilidades de encontrar alojamiento. Había sitio para los soldados de Roma que brutalmente habían sojuzgado al pueblo judío; había sitio para las hijas de los ricos mercaderes orientales; había sitio para aquellos personajes ricamente vestidos que vivían en los palacios del rey; había sitio en realidad para todo aquel que había tenido una moneda que entregar al posadero, mas no había sitio para aquel que venía para ser la Posada de todo corazón que en este mundo estuviera sin hogar. Cuando el libro de la historia esté completo hasta la última palabra en lo temporal, la línea más triste de todas será la siguiente: «No había sitio para ellos».

   Finalmente, José y María descendieron de la colina, se dirigieron a una cueva que servía de establo, adonde a veces los pastores llevaban sus rebaños en tiempo tempestuoso, y allí buscaron su cobijo. Allí, en un sitio de paz, en el abandono solitario de una cueva barrida por el frío viento; allí, debajo del suelo del mundo, aquel que nació sin madre en el cielo nacerá sin padre en la tierra.

    De todos los demás niños que vienen al mundo, las personas amigas de la familia pueden decir que se parecen a su madre. Ésta fue la primera vez en el tiempo que habría podido decirse que la madre se parecía al Hijo. Tal es la hermosa paradoja del Hijo que hizo a su propia madre; la madre, por su parte, era sólo una criatura. Fue también la primera vez en la historia en que alguien pudo haber pensado que el cielo se encontraba en algún otro sitio más que «en alguna parte de allá arriba»; cuando el Niño se hallaba en sus brazos, María, no tenía que hacer sino bajar la cabeza para contemplar el cielo.

    En el sitio más repugnante del mundo, en un establo, había nacido la Pureza. Aquel que más tarde había de ser sacrificado por hombres que actuaban como bestias, nació entre bestias. Aquel que habría de denominarse a sí mismo «el pan de vida que descendió del cielo», fue colocado sobre un pesebre, que es precisamente el lugar en que comen las reses. Siglos antes, los judíos habían adorado el becerro de oro, y los griegos el asno. Los hombres se inclinaban ante estos animales como ante Dios. El buey y el asno se hallaban ahora presentes para realizar su inocente reparación inclinándose delante de su Dios.

    No había sitio en la posada, pero lo hubo en el establo. La posada es el lugar de concurrencia de la opinión pública, el centro de las maneras mundanas, el sitio donde se cita la gente del mundo, los que tienen popularidad y gozan del éxito. Pero el establo es el lugar de los proscritos, de los oscuros, de los olvidados. El mundo podía haber esperado que el Hijo de Dios naciera –si es que en realidad había de nacer– en una posada. Un establo era el último sitio del mundo en que podía habérsele esperado. La Divinidad se encuentra donde menos se espera encontrarla.

    Ninguna mente mundana podría haber sospechado jamás que aquel que pudo hacer que el sol calentara la tierra hubiera de necesitar un día a un buey y a un asno para que le calentaran con su aliento; que a aquel que, en el lenguaje de las Escrituras, podía detener la carrera de la estrella Arturo, habría de ver el lugar de su nacimiento decretado en virtud de un censo imperial; que aquel que vistió de hierba los campos habría de estar desnudo; que aquel cuyas manos crearon los planetas y los mundos vendría un día en que con sus brazos diminutos no podría alcanzar siquiera a tocar las cervices del ganado; que los pies que hollaban las eternas colinas serían un día demasiado flacos para caminar sobre la tierra; que la eterna Palabra estaría muda; que la omnipotencia se vería envuelta en pañales; que la salvación sería recostada sobre un pesebre; que el pájaro llegaría a ser incubado en el nido que él mismo había construido… nadie habría sospechado que al venir Dios a esta tierra se hallara hasta tal punto desvalido. Y ésta es precisamente la razón por la que muchos no quieren creer en Él. La Divinidad se encuentra siempre donde menos se espera encontrarla.

    Si el artista se encuentra en su ambiente en su estudio, porque los lienzos que en él figuran son creación de su propia mente; si el escultor se encuentra en su ambiente en medio de sus estatuas, porque éstas son la obra de sus propias manos; si el labrador se encuentra en su ambiente entre sus vides, porque él mismo las plantó, y si el padre se encuentra en su ambiente entre sus hijos, porque son los suyos, entonces, arguye el mundo, aquel que hizo el mundo debería hallarse en su ambiente, en su propio hogar, en este mundo. Debería venir a él como un artista a su estudio, y como un padre a su hogar; pero esto de que el Creador viniera en medio de sus criaturas para ser ignorado por ellas; esto de que Dios viniera a los suyos para no ser recibido por los suyos; esto de que Dios estuviera sin hogar en su propia casa… todo esto no podía significar más que una sola cosa para la mente mundana: que aquel Niño no podía haber sido Dios de ninguna manera. Y he ahí la razón por la cual no creyeron en Él. La Divinidad se encuentra siempre donde menos se espera encontrarla.

    El Hijo de Dios hecho hombre entró en su propio mundo por una puerta trasera. Exiliado de la tierra, nació debajo de la tierra, y en cierto modo llegó a ser el primer Hombre de las cavernas dentro de la historia escrita. Allí sacudió la tierra hasta sus cimientos. Puesto que nació en una caverna, todos los que desean verle tienen que agacharse. El agacharse es señal de humildad. Los orgullosos  se niegan a hacerlo, y es por ello pierden de vista a la Divinidad. Sin embargo, aquellos que doblan el espinazo de su ego, de su propio yo, y entran en la cueva, advierten que en realidad no se trata en modo alguno de ninguna cueva, sino que se hallan en un nuevo universo en el cual un Niño está sentado en el regazo de su madre y sostiene el universo en su mano.

    Por lo tanto, vemos que el pesebre y la cruz se hallan en los dos extremos de la vida del Salvador. Aceptó el pesebre porque no había sitio en la posada; aceptó la cruz porque la gente decía: «No queremos por rey a ese hombre». Expropiado de su derecho al entrar, rechazado cuando se iba, fue colocado al principio en establo ajeno y fue puesto, al fin, en una tumba ajena. Un buey y un asno rodeaban su cuna en Belén; dos ladrones estaban a su lado en el Calvario. Fue envuelto en mantillas en su lugar de nacimiento, fue envuelto de nuevo en mortajas, en las mantillas de la muerte, en su tumba, y esos lienzos simbolizan en uno y otro caso las limitaciones que fueron impuestas a su divinidad cuando asumió la forma humana. Los pastores que estaban guardando sus rebaños por allí cerca fueron advertidos por los ángeles:

Esto os será la señal: hallaréis a un niñito envuelto en pañales y acostado en un pesebre (Lc 2, 12).

    Ya llevaba entonces su cruz, la única cruz que un recién nacido podía llevar, una cruz de pobreza, de destierro y limitación. Su intención de sacrificio se traslucía ya en el mensaje que los ángeles cantaron a las colinas de Belén:

Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, que es Cristo el Señor (Lc 2, 11)

   Ya entonces su pobreza había desafiado a la ambición, mientras que el orgullo tenía que habérselas con la humillación de un establo. El que el divino poder, que no admite trabas, pudiera estar fajado con los pañales de un niño es una idea tal que, concebirla, exige una contribución demasiado fuerte para que puedan pagarla las mentes que no piensan más que en el poder. No pueden concebir la idea de la condescendencia divina, o el «hombre rico que se hace pobre para poder llegar a ser rico mediante su pobreza». Los hombres no habrán de tener un signo mayor de la Divinidad que la ausencia de poder en el momento en que lo esperan, el espectáculo de un Niño que dijo que vendría en las nubes del cielo, siendo ahora envuelto en los pañales de la tierra.

    Aquel al que los ángeles llaman «Hijo del Altísimo» descendió al barro del que todos nosotros nacimos para llegar a ser uno con el hombre débil, con el hombre caído, igual a él en todas las cosas, salvo en el pecado. Y éstos son los pañales que constituyen su «señal». Si el que es la omnipotencia misma hubiera venido en medio de rayos y truenos, no habría habido señal alguna. No hay señal a menos que ocurra algo contrario a la naturaleza. El resplandor del sol no es ninguna señal, pero un eclipse sí lo es. Él dijo que en el último día su venida sería anunciada por «señales en el sol», quizá una extinción de la luz. En Belén, el divino Hijo se eclipsó, de suerte que sólo los humildes en espíritu pudieran reconocerle.

    Sólo dos clases de personas encontraron al Niño: los pastores y los magos; los sencillos y los doctos; aquellos que sabían que no sabían nada y aquellos que sabían que no lo sabían todo. Nunca ha sido visto por el hombre de un solo libro; tampoco lo ha sido nunca por el hombre que cree saber. ¡Ni siquiera a Dios le es posible decir algo al orgulloso! Sólo los humildes pueden encontrar a Dios.

[…]

En «Vida de Cristo», Editorial Herder, Barcelona, 1959.

Madre Inmaculada

María, elegida por Dios para ser Madre del Verbo Encarnado

P. Gustavo Pascual, IVE.

“Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”[1].

“¡Toda hermosa eres, amada mía, no hay tacha en ti!”[2].

            También los Santos Padres hablan de la Madre Inmaculada. “Como si dijese: ¡No he venido a engañarte, sino también a dar la absolución del engaño, no he venido a robarte tu virginidad inviolable, sino a preparar tu seno para el autor y el defensor de la pureza!; ¡no soy ministro de la serpiente, sino enviado del que aplasta la serpiente, vengo a contratar esponsales, no a maquinar asechanzas! Así, pues, no la dejó atormentada con alarmantes consideraciones, a fin de no ser juzgado como ministro infiel de su negociación”[3]. “La Virgen encontró gracia delante de Dios, porque, adornando su propia alma con el brillo de la pureza, preparó al Señor, una habitación agradable; y no solo conservó inviolable la virginidad, sino que también custodió su conciencia inmaculada”[4].

            Por magisterio citamos las palabras de Pío IX en la Bula Ineffabilis Deus: “Dios […] eligió y señaló, desde el principio y antes de los tiempos, una Madre, para que su unigénito Hijo, hecho carne de ella, naciese, en la dichosa plenitud de los tiempos, y en tanto grado la amó por encima de todas las criaturas, que en sola ella se complació con señaladísima benevolencia. Por lo cual tan maravillosamente la colmó de la abundancia de todos los celestiales carismas, sacada del tesoro de la divinidad, muy por encima de todos los ángeles y santos, que Ella, absolutamente siempre libre de toda mancha de pecado y toda hermosa y perfecta, manifestase tal plenitud de inocencia y santidad, que no se concibe en modo alguno mayor después de Dios y nadie puede imaginar fuera de Dios”[5].

            “Para ser la Madre del Salvador, María fue ‘dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante’ (LG 56). El ángel Gabriel en el momento de la Anunciación, la saluda como ‘llena de gracia’ (Lc 1, 28). En efecto, para poder dar el asentimiento libre de su fe al anuncio de su vocación era preciso que ella estuviese totalmente poseída por la gracia de Dios”[6].

Pero, ¿qué es la mácula por el pecado?

            “Así como un cuerpo brillante pierde su brillo por el contacto con otro opaco, análogamente, se puede decir que se produce una mancha en el alma por el pecado mortal.

            El hombre posee una doble luz, la luz de la razón natural para dirigir sus propios actos y la luz de la gracia (luz divina) para obrar bien.

            El hombre se adhiere muchas veces por el amor a las cosas sensibles contra lo que le indica la luz divina, despoja a Dios y pone otra cosa, deja de obrar de acuerdo a la recta razón y obra movido por la concupiscencia. El alma tiene una especie de tacto que al adherirse a las cosas pecaminosas no sólo pierde el brillo, sino que queda manchada. Es el alma misma la que se adhiere desordenadamente no las cosas al alma, según aquello de Os 9, 10: “se hicieron abominación como el objeto de su amor”. La mancha permanece en el alma hasta que el hombre arrepentido por haberse vuelto a la criatura y rechazado al Creador, recupera la gracia y con ésta la luz de la razón o de la ley divina. La razón es que el pecado establece distancia con Dios, y esto causa falta de esplendor en el alma. Por tanto, así como se suprime el movimiento local no se suprime la distancia local, tampoco cesando el pecado se quita la mancha, porque es necesario volverse a Dios. De este modo la distancia a Dios se anula y la mancha desaparece[7].

            En el pecado venial, siguiendo la analogía de los cuerpos, así como ellos tienen un doble brillo: uno extrínseco que surge de la disposición de sus miembros y del color y otro de la exterior claridad que sobreviene, el alma también posee un brillo habitual que es el de la gracia y otro actual como fulgor exterior. El pecado venial impide, pues, el brillo actual porque impide el acto de la caridad, pero no la excluye ni la disminuye[8].

            María fue inmaculada en su concepción ya que fue preservada del pecado original. ¿Pero acaso María no desciende de Adán? Si, María desciende de Adán, pero por privilegio especial de Dios debido a que iba a ser la Madre del Salvador, en el plan divino estuvo eternamente, que a María se le aplicaran anticipadamente los méritos que Cristo ganaría por su pasión y muerte en la cruz. A este tipo de redención se la llama preventiva y únicamente María contó con esta gracia especialísima.

            “El misterio de la Concepción Inmaculada de la Virgen María expresa de manera plena la fidelidad de Dios a su plan de salvación. María, la llena de gracia, la mujer nueva, ha sido ‘como plasmada y hecha una nueva criatura por el Espíritu Santo’ (LG 56). En ella, Dios ha querido dejar bien grabadas las huellas del amor con que ha rodeado desde el primer instante a la que iba a ser la Madre del Verbo Encarnado”[9].

            María también fue inmaculada en toda su vida. Por ser preservada del pecado original no cabía en ella pecado alguno ni siquiera venial, ni imperfección, tampoco inclinación al pecado. A los que Dios elige para una misión determinada, los prepara y dispone de suerte que la desempeñan idónea y convenientemente según aquello de San Pablo “nos hizo Dios ministros idóneos de la nueva alianza”[10].

            Ahora bien, la Santísima Virgen María fue elegida por Dios para ser Madre del Verbo Encarnado y no puede dudarse de que la hizo por su gracia perfectamente idónea para semejante altísima misión.

            Pero no sería idónea Madre de Dios si alguna vez hubiera pecado, aunque fuera levemente.

+ Porque el honor de los padres redunda en los hijos según se dice en los Proverbios: “los padres son el honor de los hijos”[11], luego por contraste y oposición la ignominia de la Madre hubiera redundado en el Hijo.

 + Porque el Hijo de Dios, que es la Sabiduría divina, habitó de un modo singular en el alma de María y en sus mismas entrañas virginales. Pero en el libro de la Sabiduría se nos dice: “en alma fraudulenta no entra la Sabiduría, no habita en cuerpo sometido al pecado”[12].

Hay que concluir, por consiguiente, de una manera absoluta, que la bienaventurada Virgen no cometió jamás ningún pecado, ni mortal ni venial, para que en ella se cumpla lo que se lee en el Cantar de los Cantares: “¡Toda hermosa eres, amada mía, no hay tacha en ti!”[13].

[1] Lc 1, 28

[2] Ct 4, 7

[3] Catena Áurea, Lucas (IV)…, Focio a Lc 1, 30-33, 17-18

[4] Ibíd.…, Interpr. Griego, o Focio a Lc 1, 30-33, 18.

[5] Ineffabilis Deus, 1…

[6]  Cat. Igl. Cat. n° 490…, 115.

[7]  Cf. I-II, 86, 1 y 2

[8]  Cf. I-II, 89, 1

[9] Juan Pablo II. Discursos y mensajes de su Santidad en su visita al Paraguay 1988. Conferencia Episcopal Paraguaya, Universidad Católica ‘Nuestra Señora de la Asunción’. Edición Oficial, 76.

[10] 2 Co 3, 6

[11] Pr 17, 6

[12] Sb 1, 4

[13]  Ct 4, 7

LA MUJER QUE EL MUNDO AMA

En toda la humanidad hay solamente una persona de la que Dios tiene tan sólo una imagen, y en la que resplandece una perfecta conformidad entre lo que Dios deseó que Ella fuera y lo que es: su propia Santísima Madre.

Ven. Fulton Sheen

Dios tiene en Sí diseños, módulos de todo lo que hay en el universo. Así como el arquitecto tiene en su mente el plan de la casa, antes de construirla, así Dios tiene en Su Mente una idea arquetipo de toda flor, de toda ave, árbol, de la primavera, de toda melodía. Jamás un pincel roza una tela, o un cincel hiere el mármol sin que haya una idea preexistente. Así también, cada átomo y cada rosa es la realización, la concretización de una idea existente en la Mente de Dios, y desde toda la eternidad. Todas las creaturas, inferiores al ser humano, corresponden al modelo que Dios tiene en Su Mente. Un árbol es verdaderamente un árbol porque responde a la idea que Dios tiene del árbol; una rosa es una rosa porque tal es la idea de Dios, realizada en compuestos químicos, en tintes y vida. Pero, no es así con las personas. Acerca de nosotros Dios tiene dos imágenes: la una es la que corresponde a lo que somos: la otra a lo que debemos ser; tiene el modelo y tiene la realidad; el plano y el edificio; la partitura de la música y la ejecución que hacemos de la misma. Dios tiene que tener ambas porque en todos y cada uno de nosotros hay alguna desproporción y carencia de conformidad entre el plan original y el modo cómo lo realizamos. La imagen es borrosa, la impresión desleída. Sucede que nuestra personalidad no es completa en el tiempo, necesitamos un cuerpo renovado. Además, los pecados disminuyen nuestra personalidad, los malos actos manchan la tela diseñada por la Mano del Maestro. Como huevos separados del nidal, algunos seres humanos se niegan a ser calentados por el Amor Divino, necesario para la incubación que los ha de elevar a un nivel superior. Necesitamos continuamente ser reparados, nuestros actos libres no coinciden con la ley de nuestro ser, distamos mucho de lo que Dios quiere que seamos. San Pablo nos hace saber que, aun antes de que fueran echados los fundamentos del mundo, ya estábamos predestinados a ser hijos de Dios. Pero, algunos de nosotros no cumplimos ese anhelo.

En toda la humanidad hay solamente una persona de la que Dios tiene tan sólo una imagen, y en la que resplandece una perfecta conformidad entre lo que Dios deseó que Ella fuera y lo que es: su propia Santísima Madre. En la mayoría de nosotros predomina el signo negativo, en cuanto no satisfacemos los altos anhelos que el Padre Celestial alienta por nosotros. Pero en la Virgen María se halla el signo de igualdad: el ideal que Dios formó acerca de Ella, Ella lo es, lo ha concretizado, y en su carne. El modelo y la copia son perfectos: es Ella lo que fue previsto, planeado y soñado. La melodía de su vida ha sido ejecutada exactamente como fue compuesta. María fue pensada, concebida y planeada como el signo de igualdad entre el ideal y la historia, el pensamiento y la realidad, la esperanza y la realización.

Es por este motivo por el que la liturgia cristiana, a través de los siglos, ha aplicado a Ella las palabras del Libro de los Proverbios. Porque es lo que Dios quiso que fuéramos todos nosotros. Ella puede hablar de sí como del modelo eterno en la Mente de Dios, el ser al que Dios amó aún antes de que fuera una creatura. Hasta se la describe como siendo con Él no sólo en la creación, sino desde antes de la creación. Existió en la Mente Divina como un Pensamiento Eterno antes de que hubiera madres. Es la Madre de madres: Es EL PRIMER AMOR DEL MUNDO.

«El Señor me tuvo al comienzo de sus caminos; antes de que nada hiciera desde el comienzo, yo era desde la eternidad, y desde antiguo, antes de que la tierra fuera hecha. Aun no existían los abismos y yo ya estaba concebida; aun no habían brotado las fuentes de las aguas ni se alzaban los montes con su enorme volumen, yo veía la luz antes que las montañas; aun no había hecho la tierra, los ríos ni los ejes del orbe terráqueo. Mientras preparaba los cielos yo estaba presente, mientras limitaba a los abismos con ley y compás determinado, cuando aseguraba los etéreos en lo alto, y abría las fuentes de las aguas, cuando circundaba al mar dentro de sus límites poniendo a las aguas una ley a fin de que no salieran de sus términos, cuando balanceaba los fundamentos de la tierra, yo estaba con Él haciendo todas las cosas y me deleitaba diariamente jugando ante Él, en todo momento jugando en el orbe de las tierras, y mis delicias eran estar con los hijos de los hombres. Ahora, pues hijos, oídme: ¡Bienaventurados los que guardan mis caminos! Oíd las instrucciones y sed sabios y no queráis rehusarlas. Feliz el hombre que me oye y el que vela diariamente a mis puertas y observa junto a ellas. El que me encontrare hallará la vida y tendrá la salvación del Señor» (Prov. VIII-22-35).

Pero no sólo pensó Dios en ella desde la eternidad, la tenía en su mente desde el comienzo de los tiempos. En los albores de la historia, cuando la raza humana cayó por la debilidad de una mujer, Dios habló al Demonio y le dijo: «Pondré enemistad entre tú y la mujer, entre tu descendencia y la suya; ella quebrantará tu cabeza y tú tenderás acechanzas a sus pies» (Génesis, III, 15). Decía con esa frase que, si por una mujer había caído el hombre, también mediante una mujer Dios sería reivindicado. Quienquiera hubiera de ser Su Madre, ciertamente sería bendita entre las mujeres, y por ser elegida por Él, se preocuparía de que todas las generaciones la bendijeran.

Cuando Dios quiso hacerse hombre hubo de decidir el tiempo de su venida a la tierra, el país en que nacería, la ciudad en que habría de ser criado y formado, la gente, la raza, los sistemas político y económico que le rodearían, la lengua que hablaría y las aptitudes psicológicas con que estaría en contacto como Señor de la Historia y Salvador del Mundo.

Todos estos detalles dependerían enteramente de un factor: la mujer que habría de ser Su Madre. Elegir una madre es elegir una posición social, un lenguaje, una población, un ambiente, una crisis, un destino.

Su Madre no sería como la nuestra, a la que aceptamos como algo históricamente fijado y que no podemos cambiar; Él nació de una mujer a la que eligió antes de nacer. Es el único ejemplo en la historia en que ambos: el Hijo, quiso desde antes a la Madre y la Madre quiso al Hijo. A ello alude el Credo al decir: «nació de Santa María Virgen». Fue llamada por Dios lo mismo que Aarón, y Nuestro Señor nació no sólo de su carne, sino por su consentimiento.

Antes de tomar para Sí la naturaleza humana consultó con la Mujer, para preguntarle si estaba dispuesta a dar a Él, a Dios, un hombre. El hombre que fue Jesús no fue robado a la humanidad, como Prometeo robó fuego del cielo; fue dado como un regalo.

El primer hombre, Adán, fue hecho del limo de la tierra. La primera mujer fue hecha de un hombre en éxtasis. Cristo, el nuevo Adán, procede de la nueva Eva: María, en un éxtasis de oración y amor a Dios y en la plenitud de la libertad.

No nos debe sorprender que se hable de Ella como un pensamiento de Dios antes que el mundo fuera hecho. Cuando Whistler hizo el retrato de su madre, ¿acaso no tenía la imagen de ella en su mente antes de reunir los colores en su paleta? Si usted hubiera podido preexistir a su madre (no artísticamente, sino realmente), ¿no hubiera hecho de ella la mujer más perfecta que jamás haya existido, tan hermosa que hubiera sido la dulce envidia de todas las mujeres, tan gentil y misericordiosa que las demás madres se hubieran esforzado en imitar sus virtudes? ¿Por qué, entonces, hemos de pensar que Dios procederá de otra forma? Cuando Whistler fue felicitado por el cuadro de su madre, respondió: «Ustedes saben cómo sucede en esto, uno procura hacer a su madrecita lo más hermosa que puede». Cuando Dios se hizo Hombre, creo que también Él procuraría hacer a su Madre lo más hermosa que le fuera posible… y que la haría una Madre Perfecta.

Dios jamás hace algo sin extremada preparación. Sus dos grandes obras maestras son la Creación del ser humano y la Re-creación o Redención del mismo. La Creación fue hecha para seres humanos no caídos; su Cuerpo Místico para seres humanos caídos. Antes de crear al hombre hizo un jardín de delicias, hermoso como solamente Dios es capaz de hacerlo. En aquel Paraíso de la Creación se celebraron las primeras nupcias del hombre y la mujer. Pero el hombre no quiso recibir favores sino aquéllos que concordaban con su naturaleza inferior. Y no sólo perdió su felicidad sino que, además, hirió su propia mente y su voluntad. Entonces planeó Dios el renacimiento o redención del hombre, pero antes de realizarlo haría otro Jardín. Este nuevo no sería de tierra sino de carne; sería un jardín encima de cuyos portales jamás se escribiría la palabra pecado; un Jardín en el que no crecerían las malas hierbas de la rebelión que impiden el crecimiento de las flores de la gracia; un Jardín del que dimanarían cuatro ríos de redención hacia los cuatro ángulos de la tierra; un Jardín tan puro que el Padre Celestial no hallaría desmedro en enviar a Él a Su Propio Hijo, y ese «Paraíso ceñido de carne para ser cultivado por el Nuevo Adán», fue Nuestra Santísima Madre. Así como el Edén fue el Paraíso de la Creación, María es el Paraíso de la Encarnación, y en Ella, así como en el anterior, fueron celebradas las primeras nupcias de Dios y el hombre. Cuanto mayor es la proximidad al fuego, mayor es el calor que se experimenta; cuanto más cerca se está de Dios, mayor es la pureza del que se avecina. Y, como ningún ser pudo jamás estar más cerca de Dios que la Mujer de cuya envoltura humana se sirvió para ingresar en la tierra, luego, nadie ni nada pudo ser más puro que Ella.

[…]

Nosotros denominamos a esa pureza exclusiva la Inmaculada Concepción. No es la Natividad de la Virgen. La palabra «inmaculada» procede etimológicamente de dos palabras latinas que significan «sin mácula», «no manchada». «Concepción» significa que desde el primer momento de su concepción en el seno de su madre: Santa Ana, y en virtud de los anticipados méritos de la Redención de su Hijo, estuvo preservada, fue libre de las manchas del pecado original.

 * En «El primer amor del mundo», Ed. Difusión, Buenos Aires, pp. 12-17.

VIAJE APOSTÓLICO – SERMÓN EN LA BASÍLICA DE LUJÁN (1982)

En este santuario de la nación argentina, en Luján, la liturgia habla de la elevación del hombre mediante la cruz: del destino eterno del hombre en Cristo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María de Nazaret.

San Juan Pablo II

Amadísimos hermanos y hermanas,

  1. Ante la hermosa basílica de la “Pura y Limpia Concepción” de Luján nos congregamos esta tarde para orar junto al altar del Señor.

A la Madre de Cristo y Madre de cada uno de nosotros queremos pedir que presente a su Hijo el ansia actual de nuestros corazones doloridos y sedientos de paz.

A Ella que, desde los años de 1630, acompaña aquí maternalmente a cuantos se la acercan para implorar su protección, queremos suplicar hoy aliento, esperanza, fraternidad.

Ante esta bendita imagen de María, a la que mostraron su devoción mis predecesores Urbano VIII, Clemente XI, León XIII, Pío XI y Pío XII, viene también a postrarse, en comunión de amor filial con vosotros, el Sucesor de Pedro en la cátedra de Roma.

  1. La liturgia que estamos celebrando en este santo lugar, donde vienen en peregrinación los hijos e hijas de la Argentina, pone a la vista de todos, la cruz de Cristo en el calvario: “Estaban junto a la cruz de Jesús su Madre y la hermana de su Madre, María la de Cleofás, y María Magdalena”.

Viniendo aquí como el peregrino de los momentos difíciles, quiero leer de nuevo, en unión con vosotros, el mensaje de estas palabras tan conocidas, que suenan de igual modo en las distintas partes de la tierra, y sin embargo diversamente. Son las mismas en los distintos momentos de la historia, pero asumen una elocuencia diversa.

Desde lo alto de la cruz, como cátedra suprema del sufrimiento y del amor, Jesús habla a su Madre y habla al Discípulo; dijo a la Madre: “Mujer, he ahí a tu hijo”. Luego dijo al discípulo: “He ahí a tu madre”.

En este santuario de la nación argentina, en Luján, la liturgia habla de la elevación del hombre mediante la cruz: del destino eterno del hombre en Cristo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María de Nazaret.

Este destino se explica con la cruz en el calvario.

  1. De este destino eterno y más elevado del hombre, inscrito en la cruz de Cristo, da testimonio el autor de la Carta a los Efesios: “Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda bendición espiritual en los cielos”.

A este Cristo lo vemos al centro de la liturgia celebrada aquí en Luján; elevado sobre la cruz: rendido a una muerte ignominiosa.

En este Cristo estamos también nosotros, elevados a una altura a la que solamente por el poder de Dios puede ser elevado el hombre: es la “bendición espiritual”.

La elevación mediante la gracia la debemos a la elevación de Cristo en la cruz. Según los eternos designios del amor paterno, en el misterio de la redención uno se realiza por medio del otro y no de otra manera: solamente por medio del otro.

Se realiza pues eternamente, puesto que eternos son el amor del Padre y la donación del Hijo.

Se realiza también en el tiempo: la cruz en el calvario significa efectivamente un momento concreto de la historia de la humanidad.

  1. Hemos sido elegidos en Cristo “antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados ante él”.

Esta elección significa el destino eterno en el amor.

Nos ha predestinado “a ser hijos suyos adoptivos por Jesucristo”. El Padre nos ha dado en su “Predilecto” la dignidad de hijos suyos adoptivos.

Tal es la eterna decisión de la voluntad de Dios. En esto se manifiesta la “gloria de su gracia”.

Y de todo esto nos habla la cruz. La cruz que la liturgia de hoy coloca en el centro de los pensamientos y de los corazones de todos los peregrinos, reunidos desde los distintos lugares de la Argentina en el santuario de Luján.

Hoy está con ellos el Obispo de Roma, como peregrino de los acontecimientos particulares que han impregnado de ansiedad tantos corazones.

  1. Estoy pues con vosotros, queridos hermanos y hermanas, y junto con vosotros vuelvo a leer esta profunda verdad de la elevación del hombre en el amor eterno del Padre: verdad testimoniada por la cruz de Cristo.

“En él hemos sido herederos . . . a fin de que cuantos esperamos en Cristo seamos para alabanza de su gloria”.

Miremos hacia la cruz de Cristo con los ojos de la fe y descubramos en ella el misterio eterno del amor de Dios, de que nos habla el autor de la Carta a los Efesios. Tal es, según las palabras que acabamos de escuchar, “el propósito de aquel que hace todas las cosas conforme al consejo de su voluntad”.

La voluntad de Dios es la elevación del hombre mediante la cruz de Cristo a la dignidad de hijo de Dios.

Cuando miramos la cruz, vemos en ella la pasión del hombre: la agonía de Cristo.

La palabra de la revelación y la luz de la fe nos permiten descubrir mediante la pasión de Cristo la elevación del hombre. La plenitud de su dignidad.

  1. De ahí que, cuando con esta mirada abrazamos la cruz de Cristo, asumen para nosotros una elocuencia aún mayor las palabras pronunciadas, desde lo alto de esa cruz, a María: “Mujer, he ahí a tu hijo”. Y a Juan: “He ahí a tu Madre”.

Estas palabras pertenecen como a un testamento de nuestro Redentor. Aquel que con su cruz ha realizado el designio eterno del amor de Dios, que nos restituye en la cruz la dignidad de hijos adoptivos de Dios, El mismo nos confía, en el momento culminante de su sacrificio, a su propia Madre como hijos. En efecto, creemos que la palabra “he ahí a tu hijo” se refiere no sólo al único discípulo que ha perseverado junto a la cruz de su Maestro, sino también a todos los hombres.

  1. La tradición del santuario de Luján ha colocado estas palabras en el centro mismo de la liturgia, a cuya participación invita a todos los peregrinos. Es como si quisiera decir: aprended a mirar al misterio que constituye la gran perspectiva para los destinos del hombre sobre la tierra, y aun después de la muerte. Sabed ser también hijos e hijas de esta Madre, que Dios en su amor ha dado al propio hijo como Madre.

Aprended a mirar de esta manera, particularmente en los momentos difíciles y en las circunstancias de mayor responsabilidad; hacedlo así en este instante en que el Obispo de Roma quiere estar entre vosotros como peregrino, rezando a los pies de la Madre de Dios en Luján, santuario de la nación argentina.

  1. Meditando sobre el misterio de la elevación de cada hombre en Cristo: de cada hijo de esta nación, de cada hijo de la humanidad, repito con vosotros las palabras de María:
    Grandes cosas ha hecho por nosotros el Poderoso, (cf. Lc1, 49)  “cuyo nombre es santo. / Su misericordia se derrama de generación en generación sobre los que le temen. /Desplegó el poder de su brazo y dispersó a los que se engríen con los pensamientos de su corazón… / Acogió a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia. /Según lo que había prometido a nuestros padres, a Abraham y a su descendencia para siempre”.

¡Hijos e hijas del Pueblo de Dios!

¡Hijos e hijas de la tierra argentina, que os encontráis reunidos en este santuario de Luján! ¡Dad gracias al Dios de vuestros padres por la elevación de cada hombre en Cristo, Hijo de Dios!

Desde este lugar, en el que mi predecesor Pío XII creyó llegar “al fondo del alma del gran pueblo argentino”, seguid creciendo en la fe y en el amor al hombre.

Y Tú, Madre, escucha a tus hijos e hijas de la nación argentina, que acogen como dirigidas a ellos las palabras pronunciadas desde la cruz: ¡He ahí a tu hijo! ¡He ahí a tu Madre!

En el misterio de la redención, Cristo mismo nos confió a Ti, a todos y cada uno.

Al santuario de Luján hemos venido hoy en el espíritu de esa entrega. Y yo – Obispo de Roma – vengo también para pronunciar este acto de ofrecimiento a Ti de todos y cada uno.

De manera especial te confío todos aquellos que, a causa de los recientes acontecimientos, han perdido la vida: encomiendo sus almas al eterno reposo en el Señor. Te confío asimismo los que han perdido la salud y se hallan en los hospitales, para que en la prueba y el dolor sus ánimos se sientan confortados.

Te encomiendo todas las familias y la nación. Que todos sean partícipes de esta elevación del hombre en Cristo proclamada por la liturgia de hoy. Que vivan la plenitud de la fe, la esperanza y la caridad como hijos e hijas adoptivos del Padre Eterno en el Hijo de Dios.

Que por tu intercesión, oh Reina de la paz, se encuentren las vías para la solución del actual conflicto, en la paz, en la justicia y en el respeto de la dignidad propia de cada nación.

Escucha a tus hijos, muéstrales a Jesús, el Salvador, como camino, verdad, vida y esperanza. Así sea.

SERMÓN SOBRE LOS DOLORES DE LA VIRGEN

¿Qué corazón podría permanecer insensible al ver a una Madre tan santa y tan llena de amor sufrir tanto? De hecho, ningún corazón podría comprender completamente el dolor de María al ver a su Hijo Jesús sufrir tanto por nosotros.

San Juan María Vianney

 

Mis hermanos:

Hoy meditamos sobre los dolores de Nuestra Señora. ¿Qué corazón podría permanecer insensible al ver a una Madre tan santa y tan llena de amor sufrir tanto? De hecho, ningún corazón podría comprender completamente el dolor de María al ver a su Hijo Jesús sufrir tanto por nosotros.

Nuestra Señora de los Dolores es ese modelo perfecto de paciencia y sumisión a la voluntad de Dios, incluso en medio de las mayores pruebas. Sus dolores fueron muchos, y, como nos recuerda la tradición de la Iglesia, estos dolores son siete:

La profecía de Simeón:
Cuando el anciano Simeón tomó al Niño Jesús en sus brazos en el Templo y le dijo a María: “Este niño está destinado a ser causa de caída y de resurgimiento para muchos en Israel, y será una señal de contradicción; y a ti, una espada te atravesará el alma”. ¡Oh, qué amargo fue este momento para Nuestra Señora! Ella ya veía, en espíritu, los tormentos de su Hijo, el desprecio que Él sufriría, y la agonía de su muerte en la cruz.

La huida a Egipto:
Poco después del nacimiento de Jesús, Herodes busca matar al Niño, y José recibe un aviso del ángel para huir. María debe escapar a un país extranjero, llevando a su Hijo en brazos. ¡Qué angustia para la Madre de Dios ver a su Hijo amenazado de muerte por un tirano cruel, y no tener un lugar seguro para Él!

La pérdida de Jesús en el Templo:
Imaginemos la aflicción de María cuando, al regresar de Jerusalén, se da cuenta de que su Hijo ha desaparecido. Durante tres días, ella y San José lo buscan, hasta que finalmente lo encuentran en el Templo. ¡Oh, qué dolor para el corazón de una madre, buscar a su Hijo amado sin saber dónde está!

El encuentro con Jesús en el camino del Calvario:
Este encuentro es quizá el más doloroso. María ve a su Hijo herido, sangrando y cargando una pesada cruz sobre sus hombros. Lo acompaña con el corazón destrozado. Cada paso de Jesús es como una espada que atraviesa el alma de María.

La crucifixión de Jesús:
¡Oh, mis hermanos, qué dolor indescriptible! María está allí, al pie de la cruz, presenciando la muerte de su Hijo. Jesús es clavado en la cruz, y María escucha el sonido de los martillos que perforan sus manos y pies. Escucha sus palabras de agonía, ve su cuerpo desfigurado, pero no puede hacer nada para aliviar su sufrimiento. Todo el dolor de Jesús es también el dolor de María.

El cuerpo de Jesús es bajado de la cruz:
Cuando Jesús es retirado de la cruz, su cuerpo sin vida es colocado en los brazos de su Madre. Ella lo sostiene, lo contempla, y ve todas las llagas y heridas que Él sufrió por nuestra salvación. María sufre en silencio, aceptando este inmenso dolor con una sumisión perfecta a la voluntad de Dios.

La sepultura de Jesús:
Finalmente, el cuerpo de Jesús es colocado en el sepulcro. María debe despedirse de su Hijo. ¡Qué momento de desolación! Para una madre, no hay dolor más grande que ver a su hijo muerto ser enterrado. Y, sin embargo, María soporta todo esto con fe y confianza.

Mis hermanos, ¿qué nos enseñan los dolores de Nuestra Señora? Nos muestran el camino de la paciencia, de la sumisión y de la confianza en Dios, incluso en los momentos más difíciles. María no se rebela, no cuestiona los designios de Dios. Ella acepta todo con un amor profundo y una confianza inquebrantable en su Señor.

Debemos aprender de Nuestra Señora a aceptar las cruces que Dios permite en nuestras vidas. Muchas veces, en nuestros dolores y sufrimientos, podemos ser tentados a desesperarnos o a murmurar contra Dios. Pero María nos enseña que, con fe y amor, podemos transformar nuestros sufrimientos en un camino de santificación.

Acerquémonos a Nuestra Señora de los Dolores en nuestros momentos de aflicción. Ella, que soportó tanto sufrimiento por amor a nosotros, ciertamente intercederá por nosotros ante su Hijo. Que, al meditar sobre sus dolores, podamos encontrar en ella el consuelo y la fuerza para cargar nuestras propias cruces.

Que Nuestra Señora de los Dolores nos acompañe siempre y nos conduzca a su Hijo, Jesucristo. Amén.

 

Madre incorrupta

María santísima permaneció siempre inmaculada

P. Gustavo Pascual, IVE.

“Enemistad pondré entre ti y la mujer, y entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañal”[1].

Los Santos Padres aplican a María los calificativos de santa, inocente, purísima, intacta, incorrupta, inmaculada, etc. Entre ellos san Justino, san Ireneo, san Efrén, san Ambrosio, san Agustín.

“Más considerad cómo el Ángel deshace la duda a la Virgen, y le explica su misión inmaculada y el parto inefable; pues sigue: El Ángel le respondió: El Espíritu Santo vendrá sobre ti”[2].

“Estas palabras de la Virgen son indicio de aquellas que encerraba en el secreto de su inteligencia. Porque si hubiese querido desposarse con José a fin de tener cópula, ¿qué razón había de admirarse cuando se le hablase de concepción puesto que esperaría ser madre un día según la naturaleza? Mas como su cuerpo, ofrecido a Dios como hostia sagrada, debía conservarse inviolable, por ello dice: ‘Puesto que no conozco varón’. Como diciendo: Aun cuando tú seas un Ángel, sin embargo, como no conozco varón, esto parece imposible. ¿Cómo, pues, seré madre si no tengo marido? A José sólo le conozco como esposo”[3].

La Iglesia define su incorrupción al definir su Concepción Inmaculada[4], pero también se dice en otra parte: “si alguno dijere que el hombre una vez justificado no puede pecar en adelante ni perder la gracia, y, por ende, el que cae y peca, no fue nunca verdaderamente justificado; o, al contrario, que puede en su vida entera evitar todos los pecados, aun los veniales, si no es ello por especial privilegio de Dios, como de la bienaventurada Virgen lo enseña la Iglesia, sea anatema[5].

“Los Padres de la tradición oriental llaman a la Madre de Dios ‘la Toda Santa’ (‘Panagia’), la celebran ‘como inmune de toda mancha de pecado y como plasmada por el Espíritu Santo y hecha una nueva criatura’ (LG 56). Por la gracia de Dios, María ha permanecido pura de todo pecado personal a lo largo de toda su vida”[6].

Podemos entender corrupción en dos sentidos:

 + Corrupción del cuerpo. A lo largo de la historia de la salvación la corrupción del cuerpo estuvo unida a la corrupción del alma (principalmente en el Antiguo Testamento), por ej. en el Éxodo Dios prohíbe para las grandes fiestas litúrgicas del pueblo de Israel comer pan laudado. Por el contrario, se preceptúa el uso del pan ácimo. Esto se debía a que el pan ácimo mostraba la preparación interior, en cambio, el pan leudado era signo de corrupción[7]. Además, esta prescripción recordaba al pueblo de Israel que era un pueblo santo por ser el pueblo de Yahvé y que debía estar libre de corrupción moral.

En el libro del Levítico hay una prescripción respecto de los que padecían la enfermedad de la lepra. A los leprosos se los consideraba impuros y no se los admitía en el pueblo santo de Israel, sino que debían vivir fuera de la ciudad[8].

Esta relación enfermedad-pecado llega hasta el tiempo de Jesús. El Evangelio nos relata la curación de un ciego de nacimiento. Los discípulos preguntan a Jesús si era él o sus padres los que habían pecado[9]. Nuestro Señor les va a aclarar la cuestión separando ambos aspectos de corrupción: la moral y la corporal.

Respecto de la corrupción corporal decimos que María Santísima fue Madre incorrupta ya que su cuerpo siempre fue templo del Espíritu Santo.

Hemos hablado de la virginidad perpetua de María. María, además, tuvo el privilegio de permanecer incorrupta después de su muerte ya que era conveniente porque la corrupción del cuerpo después de la muerte es efecto del pecado original y María fue preservada del pecado original. “De tal modo la augusta Madre de Dios, arcanamente unida a Jesucristo desde toda la eternidad con un mismo decreto (bula “Ineffabilis Deus”, 1 C. p. 599), de predestinación, inmaculada en su concepción, Virgen sin mancha en su divina maternidad, generosa socia del divino Redentor, que obtuvo un pleno triunfo sobre el pecado y sobre sus consecuencias, al fin, como supremo coronamiento de sus privilegios, fue preservada de la corrupción del sepulcro, y, vencida la muerte, como antes por su Hijo, fue elevada en alma y cuerpo a la gloria del Cielo, donde resplandece como Reina a la diestra de su Hijo, Rey inmortal de los siglos (cfr. 1 Tim. 1, 17)”[10].

+ Incorrupción del alma. La corrupción del alma se da por el pecado. Así como en la vida natural cuando algo muere, al instante le sobreviene la corrupción ya que se separa la materia y la forma, de similar manera, sucede en la vida sobrenatural ya que el pecado produce la muerte del alma y la separación entre Dios y el hombre. El alma se corrompe porque sin Dios no tiene vida.

Afirmamos junto con la Iglesia que la Virgen María no tuvo corrupción de pecado ni al nacer ya que es inmaculada en su concepción[11], ni tampoco en toda su vida[12].

Podemos decir que María tuvo impecabilidad moral durante los años de su vida terrestre en virtud de un privilegio especial exigido moralmente por su inmaculada concepción y, sobre todo, por su futura maternidad divina. Dios confirmó en gracia a la santísima Virgen María desde el instante de su purísima concepción. Esta confirmación no la hacía intrínsecamente impecable como a los bienaventurados (se requiere para ello, la visión beatífica), pero si extrínsecamente, o sea, en virtud de esa asistencia especial de Dios, que no le faltó un solo instante de su vida. Tal es la sentencia común y completamente cierta en teología[13].

[1] Gn 3, 15

[2] Catena Áurea, Lucas (IV)…, Geómetra a Lc 1, 34-35, 21.

[3] Ibíd…, San Gregorio Niseno a Lc 1, 34-35, 20.

[4] Cf. Dz. 1641, 385-6.

[5] Dz. 833, 239.

[6] Cat. Igl. Cat. n°493…, 116.

[7] Cf. Ex 12, 8

[8] Cf. Lv 13 y 14

[9] Cf. Jn 9, 1 ss.

[10] Cf. Facultad de Filosofía y Teología de San Miguel, Colección Completa de Encíclicas Pontificias. Guadalupe, Buenos Aires 1952, 1698.

[11] Cf. Dz. 1641, 385-6

[12] Cf. Dz. 833, 239.

[13] Cf. Alastruey, Tratado de la Virgen Santísima, BAC Madrid 1957, 256-265.

Madre intacta

  María es Madre intacta porque concibió a Cristo con concepción virginal

P. Gustavo Pascual, IVE.

Al sexto mes fue enviado por Dios el ángel Gabriel a una ciudad de Galilea, llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María”[1].

“La generación de Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María, estaba desposada con José y, antes de empezar a estar juntos ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo”[2].

“Ved que la virgen concebirá y dará a luz un hijo”[3].

Además, de la Sagrada Escritura, están los testimonios de los Padres:

Dice San Gregorio Niseno: “el verdadero legislador fabricó nuevamente de nuestra tierra las tablas de la naturaleza que la culpa había roto, creando, sin unión carnal, el cuerpo que toma su divinidad y que esculpe el dedo divino, a saber, el Espíritu Santo que viene sobre la Virgen”[4].

Y San Juan Crisóstomo: “No te fijes en el orden natural cuando se trata de cosas que traspasan y superan el orden de la naturaleza. Tú dices: ¿Cómo se hará esto, puesto que no conozco varón? Pues por lo mismo que no conoces varón sucederá esto, porque si hubieras conocido varón, no serías considerada digna de este misterio; no porque el matrimonio sea malo, sino porque la virginidad es más perfecta. Convenía, pues, que el Señor de todo participase con nosotros en el nacimiento y se distinguiese en él. Tuvo de común con nosotros el nacer del vientre de una mujer, y nos superó naciendo sin que aquella se uniese a un hombre”[5].

Por parte del magisterio hay muchas proclamaciones sobre María como Madre intacta.

Citaremos lo que dice el Papa San Siricio: “A la verdad, no podemos negar haber sido con justicia reprendido el que habla de los hijos de María y con razón ha sentido horror vuestra santidad de que del mismo vientre virginal del que nació según la carne, Cristo, pudiera haber salido otro parto. Porque no hubiera escogido el Señor Jesús nacer de una virgen, si hubiera juzgado que ésta había de ser tan incontinente que, con semilla de unión humana, había de manchar el seno donde se formó el cuerpo del Señor, palacio del Rey eterno”[6].

“A veces ha desconcertado el silencio del Evangelio de San Marcos y de las cartas del Nuevo Testamento sobre la concepción virginal de María. También se ha podido plantear si no se trataría en este caso de leyendas o de construcciones teológicas sin pretensiones históricas. A lo cual hay que responder: la fe en la concepción virginal de Jesús ha encontrado viva oposición, burlas o incomprensión por parte de los no creyentes, y paganos (cf. S. Justino, Dial 99, 7; Orígenes, Cels. 1, 32, 69; entre otros); no ha tenido su origen en la mitología pagana ni en una adaptación de las ideas de su tiempo. El sentido de este misterio no es accesible más que a la fe, que lo ve en ese ‘nexo que reúne entre sí los misterios’ (DS 3016), dentro del conjunto de los Misterios de Cristo, desde su Encarnación hasta su Pascua. S. Ignacio de Antioquia da ya testimonio de este vínculo: ‘El príncipe de este mundo ignoró la virginidad de María y su parto, así como la muerte del Señor: tres misterios resonantes que se realizaron en el silencio de Dios’ (Ef 19, 1; cf. 1 Co 2, 8)”[7].

“Recodando esa presencia de María, no puedo menos de mencionar la importante obra de San Ildefonso de Toledo sobre la virginidad perpetua de Santa María en la que expresa la fe de la Iglesia sobre este misterio. Con fórmula precisa indica: ‘Virgen antes de la venida del Hijo, Virgen después de la generación del Hijo, Virgen con el nacimiento del Hijo, Virgen después de nacido el Hijo’ (cap. 1: PL 96,60)”[8].

María es Madre intacta porque concibió a Cristo con concepción virginal, lo cual, es manifiesto por cuatro motivos:

 Por la dignidad de su Padre celestial, que le envió al mundo. Así, pues, cómo el Verbo fue engendrado desde toda la eternidad por Dios Padre siendo su único Padre, era conveniente por la dignidad del Padre celestial que no tuviera otro padre en la tierra. Pero, además, porque si entre los hombres es contranatural tener dos padres cuanto más sucede esto con Cristo que es hombre Dios ya que si así fuera, parecería contrariarse el mismo Dios.

 

Por la propia dignidad del Hijo. Así como el pensamiento mental es concebido con perfección cuando procede de un corazón sin doblez, y lo contrario sucede cuando en el corazón hay corrupción, por ejemplo, cuando se miente. Era conveniente que el Verbo perfectísimo en naturaleza, tomara su carne de alguien que no poseyera ninguna corrupción.

 Por la humanidad de Cristo que venía a quitar los pecados del mundo. Por tanto, convenía que su concepción nada tuviera que ver con la concupiscencia de la carne que proviene del pecado. Porque, aunque la unión carnal dentro del matrimonio es buena, siempre que se cumplan las debidas condiciones, el hombre se somete a la concupiscencia. Por eso San Pablo aconsejaba a los casados dejaran de cohabitar un tiempo para dedicarse a la oración no sea que cayeran en incontinencia por el peligro constante del desorden de la concupiscencia de la carne (Cf. 1 Co 7, 5).

 Por el fin de la Encarnación de Cristo, ordenada a que los hombres renaciesen hijos de Dios. “no por voluntad de la carne, ni por voluntad del varón, sino de Dios” (Jn 1, 13), esto es, por la virtud del mismo Dios. Por esto era conveniente que Jesucristo ejemplar y modelo de todo cristiano apareciese con la concepción virginal y obra del Espíritu Santo[9].

Pero, además, María fue Madre intacta durante toda su vida y lo será por toda la eternidad. “A esto se objeta a veces que la Escritura menciona a hermanos y hermanas de Jesús (cf. Mc 3, 31-55; 6, 3; 1 Co 9, 5; Ga 1, 19). La Iglesia siempre ha entendido estos pasajes como no referidos a otros hijos de la Virgen María; en efecto, Santiago y José, ‘hermanos de Jesús’ (Mt 13, 55), son los hijos de una María discípula de Cristo (cf. Mt 27, 56), que se designa de manera significativa como ‘la otra María’ (Mt 28, 1). Se trata de parientes próximos de Jesús según una expresión conocida del Antiguo Testamento (cf. Gn 13, 8; 14, 16; 29, 15)”[10].

Por tanto, no era conveniente que la Santísima Virgen tuviese más hijos:

Porque sería ofensivo para Cristo, que, así como es unigénito del Padre en la eternidad también convenía que fuera unigénito de madre en el tiempo. Además, María fue predestinada desde toda la eternidad para ser Madre del Salvador, por eso Dios la colmó de gracias, por lo tanto, el haber tenido otros hijos estaría fuera de la misión encomendada a María y, en consecuencia, fuera de los planes de la divina Providencia.

 Sería ofensivo al Espíritu Santo, que eligió por santuario virginal a María, entonces no convenía violar tan excelente santuario. El seno de María fue el Santo de los Santos en el que sólo podía entrar el sacerdote eterno Cristo Jesús.

 Ofendería la virginidad y santidad de la Madre. Porque estaría muy mal si María no se hubiera contentado con tal Hijo (el Hijo de Dios hecho carne) y que quisiera tener otros y también porque habría perdido su virginidad que milagrosamente Dios le había conservada.

María había hecho voto de virginidad y se había consagrado totalmente a Dios. Dios le había concedido la extraordinaria gracia de ser Madre sin perder la virginidad. Suponer que María consintiera perder por la unión carnal todas aquellas gracias sería contrario a la razón.

 Al mismo San José, pues sería temerario el atreverse a atentar contra la pureza de María sabiendo que había concebido del Espíritu Santo. Jamás, tal cosa en aquel varón justo que al ver a su esposa embarazada decidió abandonarla en secreto[11].

San Agustín proclama a María Madre intacta cuando comenta el pasaje de Ez 44, 2 y dice: “¿qué es la puerta cerrada en la casa del Señor, sino que María siempre será intacta?”. Por eso todo cristiano debe proclamar junto con la Iglesia, “Oh María después del parto has permanecido intacta”.

[1] Lc 1, 26-27

[2] Mt 1, 18

[3] Mt 1, 23

[4] Catena Áurea, Lucas (IV)…, a Lc 1, 34-35, 21.

[5] Ibíd. …, a Lc 1, 34-35, 21.

[6] Denzinger E., El Magisterio de la Iglesia, Herder Barcelona 1963, Dz 91, 34-5. En adelante Dz

[7] Cat. Igl. Cat. n° 498…, 117.

[8] Juan Pablo II en España, Paulinas Buenos Aires 1983, 201.

[9] Cf. III, 28, 1 y ad 3.

[10] Cat. Igl. Cat. n° 500…, 118

[11] Cf. III, 28, 3.

Madre de la divina gracia

“Fue María la dulce depositaria de la gracia”

P. Gustavo Pascual

No aparece explícitamente en las Sagradas Escrituras que María sea Madre de la Divina Gracia, pero es fácil deducirlo:

Si Jesús es Hijo de María[1],Y Jesús se presenta muchas veces como fuente de todas las gracias y también como la Divina Gracia:

“De su plenitud hemos recibido todos, y gracia por gracia”[2].

“Él te habría dado agua viva […] El que beba del agua que yo le dé, no tendrá sed jamás, sino que el agua que yo le dé se convertirá en él en fuente de agua que brota para vida eterna”[3].

“Para alabanza de la gloria de su gracia con la que nos agració en el Amado. En él tenemos por medio de su sangre la redención, el perdón de los delitos, según la riqueza de su gracia que ha prodigado sobre nosotros en toda sabiduría e inteligencia”[4].

 

Luego, María es Madre de la Divina Gracia.

Dice San Agustín que: “María alimentaba a Jesús con su leche virginal, y Jesús alimentaba a María con la gracia celestial. María envolvía a Jesús en el pesebre y Jesús preparaba a María una mesa celestial”.

Y San Bernardo: “Completamente envuelta por el sol como por una vestidura, ¡cuán familiar eres a Dios, señora, ¡cuánto has merecido estar cerca de Él, en su intimidad, cuanta gracia has encontrado en El! Él permanece en Ti y Tú en Él; Tú le revistes a Él y eres a la vez revestida por Él. Lo revistes con la sustancia de la carne, y Él te reviste con la gloria de su majestad. Revistes al sol con una nube y Tu misma eres revestida por el sol”[5].

El culmen de la revelación de Cristo como la Divina Gracia se encuentra en la parábola de la Vid y los sarmientos[6]. Dios Padre (el Viñador) plantó una Vid. La Vid es Cristo que fue plantado por el Padre en la encarnación, haciéndose tierra, hombre, sin dejar de ser Dios. Esa Vid tiene muchos sarmientos que son los hombres, unos dan fruto y otros no. Los que dan frutos son los que además de estar unidos por la fe con Cristo, traducen la fe en obras. Estos son los podados con pruebas, tribulaciones, noches, sequedades… para que den más frutos. Los que no llevan frutos sólo se quedaron con la fe del bautismo, pero por su pecado perdieron la gracia bautismal y nunca la recuperaron, por lo cual, además de no llevar frutos se secaron. Estos serán cortados y arrojados al fuego.

El Padre quiso plantar una Vid para que los hombres unidos a ella, la fuente de todas las gracias, sean alimentados por su misma sabia y glorifiquen a Dios en unidad de amor.

Separados de Cristo, la Vid verdadera, nada puede hacer el hombre. Sus buenas obras por más que sean grandísimas, no le servirán de nada porque les faltará la forma que les da la caridad, la cual se pierde con la gracia, es decir, con la unión a Cristo. Dice San Agustín “Porque aquel que opina que puede dar fruto por sí mismo, ciertamente no está en la vid: el que no está en la vid no está en Cristo, y el que no está en Cristo no es cristiano”[7].

Por eso, el cristiano debe unirse a la Vid verdadera, debe beber la sabia del costado abierto de la Vid, de lo contrario, padecerá siempre sed: “Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que crea en mí, como dice la Escritura: De su seno correrán ríos de agua viva”[8].

María es Madre de la Divina Gracia, Jesucristo. Porque Cristo no sólo es la fuente de este germen del cielo, sino que es la Divina Gracia que el Padre celestial entregó a la humanidad por pura misericordia y amor. Divina Gracia por ser divina su persona y también porque abrió las puertas del cielo por su muerte y resurrección.

Fue María la dulce depositaria de aquella Gracia que por ser divina tiene el poder de divinizar al que la recibe. Por eso María Madre amantísima te pedimos nunca dejes de dar a luz en nuestra alma, como lo hiciste en el pesebre de Belén, a Cristo la Divina Gracia.

[1] Mt 1, 18

[2] Jn 1, 16

[3] Jn. 4, 10.14

[4] Ef 1, 6-8

[5] Royo Marín, La Virgen María…, 265-66

[6] Cf. Jn 15, 1-11

[7] Catena Aurea, Juan (V), Cursos de Cultura Católica Buenos Aires 1948, 350

[8] Jn 7, 37-38

 

Madre de la Iglesia

“Virgen íntegra por la fe, la Iglesia imita su fidelidad al Esposo, Cristo Jesús”

P. Gustavo Pascual, IVE.

            Las referencias bíblicas de este título son las usadas por la liturgia en las Misas en honor de la Virgen María imagen y madre de la Iglesia[1].

“La Madre de Jesús, de la misma manera que ya glorificada en los cielos en cuerpo y alma, es imagen y principio de la Iglesia que ha de ser consumada en el futuro siglo, así en esta tierra, hasta que llegue el día del Señor (cfr. 2 P 3, 10), brilla ante el Pueblo de Dios peregrinante, como signo de esperanza segura y de consuelo”[2].

“María es a la vez virgen y madre porque ella es la figura y la más perfecta realización de la Iglesia (cf. LG 63): ‘La Iglesia se convierte en Madre por la palabra de Dios acogida con fe, ya que, por la predicación y el bautismo, engendra para una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios. También ella es la virgen que guarda íntegra y pura la fidelidad prometida al Esposo’ (LG 64)”[3].

“Madre de la Iglesia […] este título nos permite penetrar en todo el misterio de María, desde el momento de la Inmaculada Concepción, a través de la Anunciación, la Visitación y el Nacimiento de Jesús en Belén, hasta el Calvario. Él nos permite a todos nosotros encontrarnos de nuevo […] en el Cenáculo donde los Apóstoles junto con María, Madre de Jesús, perseverando en oración, esperando, después de la Ascensión del Señor, el cumplimiento de la promesa, es decir, la venida del Espíritu Santo, para que pueda nacer la Iglesia”[4].

“¡Madre de Cristo y Madre de la Iglesia! Te acogemos en nuestro corazón, como herencia preciosa que Jesús nos confió desde la cruz. Y en cuanto discípulos de tu Hijo, nos confiamos sin reservas a tu solicitud porque eres la Madre del Redentor y la Madre de los redimidos”[5].

La Virgen como Madre de la Iglesia ha sido tratado en el capítulo ocho de la Constitución Dogmática Lumen Gentium, sobre la Iglesia, del Concilio Vaticano II, cuyo título es “La Bienaventurada Virgen María, Madre de la Iglesia en el misterio de Cristo y de la Iglesia”.

El día 21 de noviembre de 1964, en la homilía de la solemne Misa con que se clausuraba la IIIª sesión del Concilio Vaticano II, Pablo VI declaró a “María Santísima Madre de la Iglesia, es decir, Madre de todo el pueblo de Dios, así de los fieles como de los Pastores, quienes la llaman Madre amorosa, y queremos que de ahora en adelante sea honrada e invocada por todo el pueblo cristiano con este gratísimo título”[6].

Desde ese momento muchas Iglesias locales y familias religiosas comenzaron a venerar a la Bienaventurada Virgen bajo el título de “Madre de la Iglesia”. Y en el año 1974, para fomentar las celebraciones del Año Santo de la Reconciliación se compuso una misa que, poco después, fue incorporada a la edición típica del Misal Romano, entre las misas de la Bienaventurada Virgen María.

Podemos contemplar los múltiples vínculos con que la Iglesia está unida a la Bienaventurada Virgen y, especialmente, su oficio maternal en la Iglesia y a favor de la Iglesia.

  Cuatro momentos cumbres de la relación María-Iglesia:

            La encarnación del Verbo, en la cual la Virgen María acogiendo con un corazón sin mancha al Hijo de Dios mereció concebir en su seno virginal y dando a luz al fundador, animó los orígenes de la Iglesia.

La pasión de Cristo, porque el Unigénito de Dios, clavado en la cruz, constituyó a la Virgen María, su Madre, como Madre nuestra.

Pentecostés, en la cual la Madre del Señor uniendo sus plegarias a las súplicas de los discípulos sobresale cual modelo de la Iglesia orante.

La asunción de la Virgen, porque Santa María elevada a la gloria de los cielos, sigue de cerca, con amor maternal a la Iglesia peregrina y cuida benigna, sus pasos hacia la patria, hasta que llegue el día glorioso del Señor.

  María es modelo de virtudes para la Iglesia:

De caridad; por lo que los fieles piden: “concede a tu Iglesia que sumisa como ella al mandamiento del amor brille ante todas las naciones como sacramento de tu predilección”.

De fe y de esperanza; por ello los fieles ruegan que la Iglesia al contemplar continuamente a la Virgen Bienaventurada arda por el celo de la fe y sea fortalecida por la esperanza de la gloria futura.

De profunda humildad; nos has dejado en la Bienaventurada Virgen María el modelo de la más profunda humildad.

De perseverancia y de oración común; pues los apóstoles y los primeros discípulos perseveraban en la oración, con María la Madre de Jesús[7] y con los apóstoles oraba en común.

De culto espiritual; se ofrece a tu Iglesia como modelo de culto espiritual, por el que debemos ofrecernos a nosotros mismos como hostia santa y agradable en tu presencia[8]      .

De auténtico culto litúrgico; la Madre de Jesús -como advierte Pablo VI- aparece como ejemplo de la actividad espiritual con que la Iglesia celebra y vive los divinos misterios (MC 16); porque María es la Virgen oyente, la Virgen orante, la Virgen Madre, la Virgen actuante (Cf. MC 16-21), la Virgen vigilante que espera sin vacilar la resurrección de su Hijo. En una palabra, María es ejemplo para toda la Iglesia en el ejercicio del culto divino (MC 21).

La Iglesia contempla a María como imagen profética de su peregrinación terrena hacia la gloria futura del cielo (Cf. SC 103).

La Virgen María espejo sin mancha de la majestad de Dios[9] se ofrece a los ojos de la Iglesia como la imagen más pura de la discípula perfecta en el seguimiento de Cristo, para que fijos sus ojos en ella, siga fielmente a Cristo y se conforme a su imagen; Virgen íntegra por la fe, la Iglesia imita su fidelidad al Esposo, Cristo Jesús (Cf. LG 64); esposa fiel que acompañó a su Hijo durante toda la vida y en quien la Iglesia contempla más a fondo el misterio de la Encarnación (Cf. LG 65) y Reina gloriosa llena de virtudes en quien la Iglesia ve el reflejo de su gloria futura (Cf. SC 103)[10].

 

[1] Gn 3, 9-15.20; Hch 1, 12-14; Ap 21, 1-5a; Jn 2, 1-11; 19, 25-27; Lc 1, 26-38. Cf. Colección de misas de la bienaventurada Virgen María

[2] Vaticano II, Documentos Conciliares, Constitución Dogmática Lumen Gentium nº 68, Paulinas Buenos Aires 1981, 89. En adelante L.G.

[3] Cat. Igl. Cat. nº 507…, 119.

[4] Juan Pablo II en Polonia, Paulinas, Buenos Aires 1980, 64

[5] Juan Pablo II, Vino y enseñó, Conferencia Episcopal Argentina, of. del libro Buenos Aires 1987, 152

[6] Acción Católica Española, Colección de Encíclicas y documentos pontificios [Concilio Vaticano II], t. II, Publicaciones de la Junta Nacional Madrid 19677, 2981.

[7] Cf. Hch 1, 12-14

[8] Cf. Rm 12, 1

[9] Cf. Sb 7, 26

[10] He seguido en esta última parte a Colección de misas de la bienaventurada Virgen María…, 98-107. Resumo usando sus mismas palabras.