Archivos de categoría: Virgen María

REGINAE PALESTINAE, ORA PRO NOBIS!

Solemnidad de la Bienaventurada Virgen María, Reina de Tierra Santa – Patrona de la diócesis Patriarcal

Bienaventurada la que ha creído, porque lo que le ha dicho el Señor se cumplirá – Lc 1, 41-50

Juntamente con toda la diócesis Patriarcal de Tierra Santa, estamos celebrando en este domingo XXXº del Tiempo Ordinario, la solemnidad de la Bienaventurada Virgen María, Reina de Tierra Santa, patrona principal de la diócesis del Patriarcado Latino de Jerusalén.

La Virgen, en su Santuario, en el valle de Soreq, a unos 35 km al oeste de Jerusalén, a mitad del camino entre la Ciudad Santa y Tel Aviv, cerca de la ciudad de Beit Shemesh, bendice a todo su pueblo de estas santas Tierras. Tierras estas que fueron bendecidas antaño no solamente por su misma presencia como Madre del Hijo de Dios encarnado, sino también por la presencia del mismo Verbo Encarnado.

La fiesta de la Virgen María, Reina de Tierra Santa, o Reina de Palestina, desde el año 1927, fue aprobada por la Santa Sede con la invitación a que sus fieles implorasen a la Virgen de Nazaret por su protección, de manera muy especial, para esta que es su Tierra Natal. Allá, en el alto de este Santuario, se encuentra la Virgen: una estatua de bronce de 6 metros, destacándose sobre el frontispicio, representando a María bendiciendo su tierra con su mano extendida. A sus pies una dedicatoria proclama “Reginae Palestinae” (A la Reina de Palestina). Conviene aclarar aquí que, este título dado a la Virgen María no tiene el sentido político que a veces se le da en la actualidad, sino que designa más bien, sin más, a la región geográfica de la patria terrestre de Jesús y de María, su Madre.

San Juan Pablo II, cuándo estuvo peregrinando en el Jubileo del año 2000 a estas tierras, empezaba su homilía aquí en la Basílica de la Anunciación en Nazareth, citando a un hermoso pensamiento de San Agustín: “Él [Dios] eligió a la madre que había creado; creó a la madre que había elegido.” (Sermo 69, 3,4). Y añadía: “Aquí es muy fácil comprender por qué todas las generaciones llaman a María bienaventurada (Cf. Lc 1, 48).[1] Nosotros nos encontramos en medio de estas generaciones futuras que vendrían a proclamar la bienaventuranza de la Madre de Jesús. Tuvimos que venir de tierras muy lejanas para proclamarla aquí bienaventurada, y la razón solamente la conoce la Providencia de Dios y así lo ha dispuesto desde toda la Eternidad, pero la verdad es que, desde el momento mismo en que la Virgen María pronunció aquí -a algunos kilómetros de dónde estamos, en la humildad de la gruta en Nazareth- su Fiat al plan Salvífico de Dios, ella jamás ha dejado de ser objeto de alabanza y servicio por parte de los ángeles, más aún, con el paso del tiempo, especialmente después de que Su Hijo Unigénito, Jesucristo, nuestro Señor nos la dejó como madre nuestra, también los hombres se pusieron a su servicio, para alabarle por su belleza, su majestad, y por su plenitud de gracia.

Escuchemos las palabras de un obispo en el siglo XII, San Amadeo de Lausana: “Observa cuán adecuadamente brilló por toda la tierra, ya antes de la Asunción, el admirable nombre de María y se difundió por todas partes su ilustre fama, antes de que fuera ensalzada su majestad sobre los cielos. Convenía en efecto, que la Madre virgen, por el honor debido a su Hijo, reinase primero en la tierra y, así, penetrara luego gloriosa en el cielo; convenía que fuera engrandecida aquí abajo, para penetrar luego, llena de santidad, en las mansiones celestiales, yendo de virtud en virtud y de gloria en gloria por obra del Espíritu del Señor. Así pues, durante su vida mortal, gustaba anticipadamente las primicias del reino futuro, ya sea elevándose hasta Dios con inefable sublimidad, como también descendiendo hacia sus prójimos con indescriptible caridad. Los ángeles la servían, los hombres le tributaban su veneración. […]”[2]

Sin embargo, no solamente podemos contar con la Santísima Virgen María para ser objeto de nuestra veneración, de nuestras alabanzas, sino que también y -podríamos decir-, especialmente, su papel más señalado es el de nuestra protectora, de nuestro refugio, auxilio. Una Reina verdadera que vela por su pueblo, por sus hijos afligidos, por los que sufren, por los que están indefensos; en fin, por todos nosotros.

Con mucha razón la Iglesia nos pone en la oración colecta que hemos rezado al comienzo de esta celebración, las siguientes palabras, suplicándole a la Virgen María “…que concedas a esta Tierra Santa, en la que el infinito amor de tu Hijo completó los sagrados misterios de la Redención, ser defendida de todo mal y servirte dignamente testimoniando la fe.” Nuestro Patriarca, el Cardenal Pierbattista Pizzaballa, en el pasado mes de agosto, fiesta de la Asunción de la Santísima Virgen María, con palabras fuertes y profundas dijo en su homilía de Jerusalén: “Realmente parece que esta Tierra Santa nuestra, que custodia la más alta revelación y manifestación de Dios, es también el lugar de la más alta manifestación del poder de Satanás. Y quizás precisamente por esta misma razón, porque es el Lugar que custodia el corazón de la historia de la salvación, que se ha convertido también en el lugar en el que “el Antiguo Adversario” trata de imponerse más que en ningún otro lugar.”[3]

Nosotros estamos llamados a unirnos al clamor de toda la Iglesia suplicándole a la Santísima Virgen María su protección; es necesario que oremos sin desfallecer delante de nuestra Reina y Madre, para que esta bendición que nos imparte a todos desde el alto de su santuario en Deir Rafat, se extienda por todo el orbe, sí, pero de modo muy especial por esta Tierra Santa; que derrame sobre estas tierras -y no sólo a estas tierras, sino también a todo el mundo- la paz que tanto anhelamos, y que con ella venga el consuelo a los que lo necesitan, la alegría a los que lloran, la fortaleza a los que no pueden luchar más…

Pero sobre todo es necesario pedirle insistentemente que nos conceda la gracia de ser auténticos imitadores de su Hijo. Todos nosotros fuimos llamados a ser discípulos de Jesús, a anunciar la buena nueva del Evangelio a todos, primeramente, con nuestra vida, siendo nosotros mismos testimonios vivos de la fe que nos hace pedir la Iglesia en esta Misa.

Debemos confiar en que, por más que no sea posible ver mucha luz en el mundo que nos rodea, la maldad de este mundo jamás prevalecerá. Como en la lectura del Apocalipsis que escuchamos: fue dado a luz un hijo varón, el que ha de pastorear a todas las naciones con vara de hierro. Este hijo es el Dios-con-nosotros, el Emmanuel, es el Cristo en el cual fue establecido nuestra salvación, el poder y el reinado de nuestro Dios. A Él la gloria, la alabanza y el poder, por los siglos de los siglos.

A la Santísima Virgen María, Reina de Tierra Santa, le rogamos confiados que nos escuche, que reciba primeramente nuestra veneración, nuestra alabanza, nuestros loores jubilosos por tener a tan tierna Madre como Reina y protectora, pero también que nos escuche e interceda por nosotros, para derramar sobre esta que es su Tierra natal, las gracias tan necesarias para sus hijos.

¡Así sea!

P. Harley Carneiro, IVE

[1] Cfr. Homilía en la Basílica de la Anunciación en Nazareth, 25/03/2000

[2] Homilía de San Amadeo de Lausana, obispo, siglo XII (2ª Lectura del Oficio proprio de la Solemnidad de la Virgen María, Reina de Tierra Santa)

[3] Pizzaballa, Card. Pierbattista, Homilia de la Asunción, 2025 (Disponible en: https://www.lpj.org/es/news/homily-assumption-of-the-blessed-virgin-mary-2025)

 

LA FE QUE CRUZÓ EL MAR: Extranjeros que vuelven agradecidos

¿Ninguno volvió para dar gracias a Dios, sólo este extranjero? – Lc 17, 11-19

“Propio es de corazones nobles, de espíritus magnánimos, saber dar gracias. Cristo pasó su vida en la tierra dando gracias al Padre. Frecuentemente levantaba sus ojos al cielo, alababa, bendecía, decía bien. Imitémoslo también en esto.”[1] Así nos exhortaba en cierta ocasión el P. Alfredo Sáenz, SJ en un sermón que dio sobre el Evangelio de este Domingo. Se nos propone para reflexión el Evangelio de la curación de los diez leprosos, hecho que en sí mismo (es decir, el curar uno o diez) no significa tanto en el ministerio del Señor, pero, el evangelista lo narra pues se destaca algo interesante que el Señor quiso remarcar bien en su enseñanza y que nos sirve muy a propósito a cada uno de nosotros:

Al ver que uno solo de los diez había regresado para agradecer al Señor la gracia recibida, el Señor le dirige esta pregunta: “¿Cómo, no quedaron purificados los diez? Los otros nueve, ¿dónde están? ¿Ninguno volvió a dar gracias a Dios, sino este extranjero?” Y agregó: “Levántate y vete, tu fe te ha salvado.

Dos cosas me gustaría remarcar aquí en este versículo del Evangelio de Lucas para de ahí tomar pie para el eje central que quiero desarrollar en este sermón. En primer lugar, el hecho de haber sido un extranjero: un hombre que era “despreciado” por los que se consideraban “los elegidos”, o más bien “los intocables”, que no podrían mezclarse con ningún otro porque el Señor los había elegido, apartado de los demás pueblos y los había hecho un “pueblo de bendición”. Por supuesto que no niego que hay sí, verdad en todo esto, pero hay un detalle: el momento en que se da la curación de este extranjero, está comprendido dentro de lo que San Pablo ha llamado de la plenitud de los tiempos, es decir, los tiempos mesiánicos, tiempo en el que Jesús ha venido a dar pleno cumplimiento a la ley. Ahora lo que cuenta es la fe en el Cristo, el Mesías, el Redentor y Él mismo ha dicho en diversas ocasiones que ha venido a socorrer a los pecadores, a los impíos, a los enfermos, en otras palabras: ha venido a mezclarse y llevar la buena nueva del Evangelio a todos los que se abrieran a la gracia del Reino de Dios, extranjeros, desconocidos, pueblos que ni siquiera habían podido imaginar que existían en aquel entonces.

El segundo punto que me gustaría remarcar es justamente el de la fe. A este hombre extranjero, hombre de espíritu noble, como hemos mencionado al comienzo, le ha salvado su fe. El Papa Benedicto XVI en un Ángelus, comentando este Evangelio dijo: “Así pues, la fe requiere que el hombre se abra a la gracia del Señor; que reconozca que todo es don, todo es gracia. ¡Qué tesoro se esconde en una pequeña palabra: ‘gracias’![2]

En el domingo pasado, hemos reflexionado sobre la parábola que el Señor contó sobre el grano de mostaza, si ustedes tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, y dijeran a esa morera que está ahí: “Arráncate de raíz y plántate en el mar”, ella les obedecería. (Cfr. Lc 17, 3-10) Esta misma fe capaz de mover montañas, la fe de este hombre noble, extranjero que fue curado por nuestro Señor Jesucristo, que es una fe en el Hijo del Hombre, en Nuestro Señor Jesucristo, es la que, en cierto sentido estamos celebrando hoy del otro lado del océano Atlántico.

Este domingo, 12 de octubre, en Brasil se celebra la Virgen Aparecida, patrona del País, en España se celebra la Virgen del Pilar y en toda hispano américa, se celebra el día de la Hispanidad, pues en un 12 de octubre del año del Señor de 1492, cuando reinaban en Castilla y Aragón Isabel y Fernando, los Reyes Católicos, por título de su Santidad el Papa Alejandro VI[3], apenas algunos meses tras haber concluido lo que fue la epopeya de la Reconquista con la toma de Granada, en ese mismo día (12 de octubre), Cristóbal Colón comandando la nave de Santa María, la cabeza de una flotilla con tres carabelas, avistaron una puntita del Nuevo Mundo, lo que hoy conocemos por América. Por esto me gustaría hoy en este sermón, hacer una especie de elogio al hecho de la Conquista de América y como esto nos hace agradecidos a Dios por el don de la fe que hemos recibido, así como el extranjero del Evangelio, hoy nos presentamos a los pies del Señor Jesucristo para decirle gracias.

Un autor, Juan Pedro Ramos, mejicano, hablando sobre la Conquista de América decía: “No era un azar del destino. Dios había puesto en el alma de Portugal y España, aislados por el Pirineo y el mar, un destino imperial semejante, que abarca, en el acto, la inmensidad de la tierra. El de España consistió en traer a América el esfuerzo poblador más vasto y de aspiración más alta que haya tenido hasta hoy el hombre.”[4] Tenían el deseo de llevar la fe en Nuestro Señor Jesucristo a estas tierras desconocidas. Si el Señor ha dicho -y escuchamos en el domingo pasado- que el que tuviera fe como un grano de mostaza haría con que un árbol si trasplantase de la tierra al mar, cómo habrá sido la fe de los Reyes Católicos para impulsar a que se llevase el anuncio del Árbol de la Cruz hasta el alén mar[5], hasta un nuevo continente.

Estamos aludiendo a lo que, en palabras de Juan P. Ramos ya mencionado: “Es el cumplimiento de la orden que dio la palabra evangélica de Nuestro Señor Jesucristo a la fe de sus Apóstoles.”[6] Y refleja esta santidad de España de la cual habla el autor en otro lugar: “La santidad de España se revela en su propósito civilizador, donde brilla, con evidencia irrefragable, el resplandeciente designio de la conquista.”[7]

No es mi intención entrar aquí en el tema de los hechos memorables que tuvieron lugar en esta gran empresa española que fue la Conquista de América[8], basta que nos recordemos del Salmo que hemos escuchado hoy día que puede resumir muy bien lo que hasta aquí venimos diciendo. En el refrán, hemos escuchado (Cfr. Sal 97, 1-7) “El Señor revela a las naciones su salvación.” Y después continúa: “El Señor da a conocer su salvación, revela a las naciones su justicia. Los confines de la tierra han contemplado la salvación de nuestro Dios. Aclama al Señor, tierra entera; gritad, vitoread, tocad.” Esto es posible, pues como dijo el Apóstol Pablo en la segunda lectura: “…la palabra de Dios no está encadenada…” y el mandato del Señor se ha cumplido para nosotros allá, del otro lado del océano Atlántico, hemos recibido el don de la fe -por el cual damos continuamente gracias a Dios, como el “noble” extranjero que fue curado en el Evangelio de hoy.

Damos gracias también porque, así como Naamán, el Sirio que, en la primera lectura ha dicho al profeta Eliseo: “Que al menos le den a tu siervo tierra del país, la carga de un par de mulos, porque tu servidor no ofrecerá ya holocausto ni sacrificio a otros dioses más que al Señor.” (Cfr. II Re 5, 10.14-17) Así como él, nuestros antepasados también se abrieron a la gracia de Dios, al don de la fe y dejaron de ofrecer culto a dioses paganos.

Acercándonos más a la conclusión de este sermón, habremos de reconocer que este inapreciable don de la fe que hemos recibido, tanto lo que es Hispano América, cuanto nosotros que somos luso americanos (es decir, los americanos que somos hijos de Portugal), nos ha sido dado por las manos de María, la Virgen que se celebra hoy en España bajo la advocación del Pilar, en Brasil bajo el nombre de Aparecida, y que en su aparición en Guadalupe, recibe el título de Emperatriz de América, en definitiva, es la única madre de todos nosotros, de todos los pueblos.

Para concluir esta homilía, me gustaría traer a colación algunos textos tomados de la liturgia de ambas fiestas (Pilar y Aparecida), que ayudarán a ilustrar un poco esta maternidad de la Virgen, esta providencial protección y cuidado que tuvo, tiene y tendrá siempre para con nuestras tan queridas tierras americanas.

Del Elogio a la Virgen del Pilar: “La devoción al Pilar tiene una gran repercusión en Iberoamérica, cuyas naciones celebran la fiesta del descubrimiento de su continente el día doce de octubre, es decir, el mismo día del Pilar. Como prueba de su devoción a la Virgen, los numerosos mantos que cubren la sagrada imagen y las banderas que hacen guardia de honor a la Señora ante su santa capilla testimonian la vinculación fraterna que Iberoamérica tiene, por el Pilar, con la patria española.”[9] Entre estas banderas, está también la de Brasil…

Tomada de la Primera lectura[10] de la Misa de la Solemnidad de Nuestra Señora Aparecida: “Al ver la reina Ester parada en el vestíbulo, [el rey] miró hacia ella con agrado y extendió hacia ella el cetro de oro que tenía en la mano, y Ester se acercó para tocar la punta del cetro. Entonces, el rey le dijo: ‘Lo que me pidas, Ester; ¿qué quieres que te haga? Aunque me pidieras la mitad de mi reino, yo te la concedería.’ Ester le respondió: ‘Si he ganado tu agrado, oh rey, y si fuere de tu voluntad, concédeme la vida – ¡he aquí mi pedido! – y la vida de mi pueblo – ¡he ahí mi deseo!

Del libro del Eclesiástico en la primera lectura del Oficio de la Solemnidad de Nuestra Señora Aparecida (Cfr. Eclo 24, 1-7.12-16.24-31): “En las alturas de los cielos fijé mi morada, mi trono se alzaba sobre una columna de nubes. Entonces el Creador del universo me dio una orden, el que me creó me indicó el lugar de mi tienda y me dijo: ‘Establece tu morada en Jacob, toma tu heredad en Israel, y echa raíces en medio de mis elegidos’. Desde el principio, antes de los siglos, Él me creó, y no cesaré de existir por todos los siglos. En la morada santa ejercí mi ministerio ante él, y así me establecí en Sion. En la ciudad amada me hizo reposar, y en Jerusalén está el asiento de mi dominio.”

Y eché raíces en un pueblo glorioso, en la porción del Señor, en su heredad, y fijé mi morada en la asamblea de los santos. Yo soy la madre del amor hermoso, del temor, del conocimiento y de la santa esperanza. En mí se halla toda la gracia del camino y de la verdad, en mí toda esperanza de vida y virtud.

Por fin, Juan Pablo II en la dedicación de la Basílica Nacional de Nuestra Señora Aparecida, en el año de 1980 dijo: “Su madre [María] dijo a los que servían: ‘Haced lo que él os diga’. ¿Cuál es la misión de la Iglesia si no la de hacer nacer el Cristo en el corazón de los fieles, por la acción del mismo Espíritu Santo, por medio de la evangelización? Así, la ‘Estrella de la Evangelización’, como la llamó mi predecesor Pablo VI, apunta e ilumina los caminos del anuncio del Evangelio. Este anuncio de Cristo Redentor, de su mensaje de salvación, no puede ser reducido a un mero proyecto humano de bienestar y felicidad temporal. Tiene ciertamente incidencias en la historia humana colectiva e individual, pero es fundamentalmente un anuncio de liberación del pecado para la comunión con Dios, en Jesucristo.” [11]

Por esto, en este día tan especial para nosotros, pidámosle a la Santísima Virgen María, bajo su advocación del Pilar y de Aparecida, que nos conceda la gracia de tener siempre este espíritu noble que tuvo el extranjero del Evangelio de hoy, y que sepamos siempre agradecer, que sepamos estar constantemente agradecidos por el inestimable don de la fe que hemos recibido allá en nuestras tierras y que nos mantiene hoy dónde estamos.

Ave María Purísima.

P. Harley D. Carneiro, IVE

 

 

[1] ALFREDO SÁENZ, S.J., Palabra y Vida – Homilías Dominicales y festivas ciclo C, Ed.Gladius, 1994, pp. 280-285.

[2] BENEDICTO XVI, Ángelus, pronunciado en domingo 14 de octubre de 2007

[3] Título concedido a Isabel y Fernando por la Bula Si Convenit, con fecha del 19 de diciembre del año de 1496

[4] RAMOS, Juan P., La cultura española y la Conquista de América, «Revista Sol y Luna», N° 9, Buenos Aires – 1949, págs. 29-48.

[5] Expresión del Gallego arcaico que significa: allende el mar: o en lenguaje más moderno: más allá del mar

[6] RAMOS, op. cit.

[7] Ibid.

[8] Apenas para mencionar algunos personajes de los más destacados: En México (Fray Antonio de Roa, Juan de Zumárraga, Don Vasco de Quiroga, Beato Sebastián de Aparicio, Beato Pedro de San José, Beato Junípero Serra); en Nueva Granada )San Luis Bertrán, San Pedro Claver); en Brasil (San José de Anchieta, Padre Antonio Vieira, Padre Manuel da Nóbrega); en Chile (Pedro de Valdivia, Tomás de Loayza)

[9] Eulogio de nuestra Señora del Pilar, tomado de la segunda lectura del Oficio en la Fiesta de Nuestra Señora del Pilar (12 de octubre)

[10] Est 5, 1b-2;7, 2b-3

[11] JUAN PABLO II, Homilía en la dedicación de la Basílica Nacional de Aparecida, 04/07/1980

Madre del buen consejo

En el consejo de María está la clave de la perfección cristiana

P. Gustavo Pascual, IVE.

“Dice su madre a los sirvientes: Haced lo que él os diga[1]

“Aunque había dicho, no es llegada mi hora, al fin hizo lo que su madre le había pedido, y así prueba suficientemente que no estaba sujeto a horas. Pues si lo hubiese estado, ¿cómo hizo esto cuando aún no había llegado la hora debida? Además, por honra de su Madre, a quien no creía oportuno contradecir, ni quería avergonzar delante de todos; pues ésta le había traído a los que servían para que la petición se hiciese por muchos”[2].

“Aunque parece que se niega, lo hará, sin embargo. La madre sabía, pues que era bueno y caritativo”[3].

María es Virgen llena de gracias, llena de Dios, llena del Espíritu Santo. El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra[4].

María también posee el don de consejo, que es un hábito sobrenatural por el cual el alma justa, bajo la inspiración del Espíritu Santo, juzga rectamente, en los casos particulares, lo que conviene hacer en orden al fin último sobrenatural[5].

María no sólo poseyó el don del Espíritu Santo, sino que también junto con los apóstoles lo pidió y lo esperó hasta Pentecostés para ser aconsejada por este divino Espíritu y junto con Pedro y los demás apóstoles emprender la magna tarea de dirigir la naciente Iglesia[6].

Pero es en Caná donde nos da su consejo más excelente y la llave maestra para llegar al Cielo, para salir siempre victoriosos en la batalla contra la serpiente infernal. Dijo María: “haced lo que él os diga” que, como dice Santo Tomás en el comentario al Evangelio de Juan, en ello consiste la perfección de la justicia. Es una formula sencilla pero difícil en la práctica. Es hacer siempre la voluntad de Dios.

En el consejo de María está la clave de la perfección cristiana. Consejo que implica hacerse indiferente para querer lo que Dios quiere. Conformidad entera, sin reservas, constante, irrevocable de nuestra voluntad con la de Dios.

Voluntad sumisa que nada le daña, ni la prosperidad la ensalza, ni la cruz la abate. Voluntad que camina el camino de la cruz; que en él halla gozo, paz y alegría. Voluntad de niño que sólo actúa al mandato del Padre obedeciendo hasta el extremo como Cristo, “¡he aquí que vengo – pues de mí está escrito en el rollo del libro – a hacer, oh Dios, tu voluntad!”[7], como María: “He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra”.

Nuestro delito está en creernos grandes y querer prescindir en nuestras obras de la madre celestial y ya no hacer lo que ella nos aconseja, sino, por el contrario, hacer nuestra propia voluntad.

María nos aconseja en particular a cada uno en la voz de nuestra conciencia, en nuestro director espiritual, en nuestro confesor, en nuestros amigos […] pero, especialmente, en sus mensajes que no sólo a nosotros nos dirige en particular sino a toda la humanidad.

La Virgen de la Salette (Francia). Sobre la oración: “ah, hay que hacerla bien, mañana y tarde. Cuando no podáis, decid un Padrenuestro y un Ave María, pero cuando tengáis tiempo, hay que rezar más” (A los franceses).

La Virgen de Lourdes (Francia). A Santa Bernardita: “ruega a Dios por los pecadores”; “penitencia, penitencia, penitencia”.

La Virgen de Fátima (Portugal). A los pastorcitos: “rezad el rosario todos los días, a fin de obtener la paz para el mundo”; “sacrificios por los pecadores y decid a menudo, pero especialmente al hacer algún sacrificio: Oh Jesús, esto es por vuestro amor, por la conversión de los pecadores, y en reparación de las ofensas hechas al Corazón inmaculado de María”[8].

“¡Madre del Buen Consejo! Indícanos siempre cómo debemos servir al hombre, a la humanidad en cada nación, cómo conducirla por los caminos de la salvación. Cómo proteger la justicia y la paz en el mundo, amenazada continuamente por varias partes. Cuán vivamente deseo, con ocasión de este encuentro de hoy, confiarte todos estos difíciles problemas de la sociedad, de los sistemas y de los Estados, problemas que no pueden resolverse con el odio, la guerra y la autodestrucción, sino sólo con la paz, la justicia, el respeto a los derechos de los hombres y las naciones”[9].

Madre del buen consejo, que nunca nos apartemos del camino por el que tú nos conduces, y que recurramos a Ti confiados en todas nuestras inquietudes.

 

[1] Jn 2, 5

[2] Catena Aurea, Juan (V)…, Crisóstomo a Jn 2, 5-11, 62-3

[3] Ibíd.…, San Beda a Jn 2, 5-11, 63

[4] Cf. Lc 1, 35

[5] Cf. II-II, 52, 1-2

[6] Cf. Hch 2, 1-4

 

[7] Hb 10, 7

[8] López Melús, Principales Apariciones de la Santísima Virgen, Alonso Madrid 1978, 77.122.124

[9] Juan Pablo II en Polonia, Paulinas, Buenos Aires 1979, 69

 

Madre amable

María es Madre amable

P. Gustavo Pascual, IVE.

Porque el mismo Jesucristo nos la entregó como madre en la cruz y quiere que como buenos hijos la amemos sin medida. “Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: ‘Mujer, ahí tienes a tu hijo’. Luego dice al discípulo: ‘Ahí tienes a tu madre’. Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa”[1].

La misma Santísima Virgen profetizó que todas las generaciones la llamarían bienaventurada. “Por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada”[2]. La misma Isabel la llamó bendita entre las mujeres[3].

“Como proveía a su Madre, en cierto modo, de otro hijo por el que la dejaba, manifestó el motivo en las siguientes palabras: Y desde aquella hora el discípulo la recibió como suya. ¿Pero en que recibió Juan como suya a la madre del Señor? ¿Acaso no era de los que habían dicho a Jesús: ¿He aquí que lo hemos dejado todo, y te hemos seguido? La recibió, no por sus propiedades (pues nada tenía propio) sino en los cuidados que solícito la había de dispensar”[4].

Y la doctrina del Magisterio de la Iglesia entre otros testimonios dice en boca de Pío XI: “No puede sucumbir eternamente aquel a quien asistiere la Santísima Virgen, principalmente en el crítico momento de la muerte. Y esta sentencia de los doctores de la Iglesia, de acuerdo con el sentir del pueblo cristiano y corroborada por una ininterrumpida experiencia, se apoya muy principalmente en que la Virgen dolorosa participó con Jesucristo en la obra de la redención, y, constituida Madre de los hombres, que le fueron encomendados por el testamento de la divina caridad, los abrazó como a hijos y los defiende con inmenso amor”[5].

“(María) conoció el amor de Dios cuando el Ángel la llamó ‘llena de gracia’ y le anunció que sería Madre del Salvador.

Creyó en el amor de Dios cuando se entregó con todo su ser al designio amoroso del Padre y se dejó invadir por el Espíritu Santo, Espíritu de amor, diciendo: “Hágase en mí según tu palabra”.

La historia de la salvación sigue siendo en la Iglesia una historia de amor de Dios que nos precede y acompaña correspondiendo por una fe libre y generosa del hombre que se entrega en pos del proyecto de Dios sobre la misma humanidad.

María es testigo del misterio del amor de Dios que culmina en la Pasión y en la Resurrección de Cristo[6].

Para hacer conocer a otros una cosa, podemos proceder de dos maneras: dando la definición de ella, como cuando definimos hombre como animal racional o describiéndola por sus propiedades como cuando decimos que el hombre es una criatura que ríe, piensa, ama, etc.

Para conocer a María como Madre amable, tomaremos la descripción paulina del amor y la aplicaremos a nuestra madre celestial para concluir con nuestra necesaria respuesta de amor hacia ella[7].

La caridad es paciente, es decir, todo padece esperando hasta conquistar el bien amado.

María es ejemplo de caridad porque fue ejemplo de paciencia. Sufrió los dolores profetizados por Simeón para conquistar mucho más el corazón de Dios.

 La caridad es servicial, no repara en dolores y sacrificios, en dignidad o nivel social, en consuelos o desconsuelos, en respetos humanos o en el qué dirán. Por el contrario, está a disposición siempre, es pronta a la necesidad y a veces incluso se adelanta a la necesidad, busca exquisiteces en el trato y en la ayuda para con el amado.

María es ejemplo de caridad porque fue servicial en grado sumo. En su visita a Isabel que estaba encinta[8]. En la respuesta al ángel se hizo la servidora del Señor, reconociendo su nada, que es la humildad esencial, para ganar a Dios.

 La caridad no es envidiosa. Sufre con el que padece mal y se alegra con el que es consolado. No se irrita porque al que ama le vaya bien, porque sea bendecido, al contrario, si al amado le va bien goza y si le va mal se entristece y lo consuela.

El que ama verdaderamente reza la siguiente oración: “Señor que los otros sean más santos que yo con tal que yo sea lo más santo que pueda ser”[9].

María es ejemplo de caridad porque no fue envidiosa. La envidia es pecado. María no tuvo jamás mancha alguna de pecado, María nunca fue envidiosa. ¿A quién envidiaría la que por gracia recibió de Dios la gracia de ser Madre del Verbo Encarnado? ¿No es acaso, la bendita entre todas las mujeres?

 La caridad no es jactanciosa. La jactancia es el vicio que padece el hombre por el cual yerra en su juicio creyendo ser algo cuando se compara con Dios. Muchas veces el hombre por esta razón se siente independiente de Dios, se ensoberbece, olvidándose de su “creaturidad”. Si vive una vida cristiana seria, cree ser él causa de esa vida y se olvida que es una gracia de Dios.

Todo, sean dones naturales o sobrenaturales, los hemos recibido de Dios y como dice San Pablo: si los hemos recibido todos de Dios ¿por qué nos jactamos como si no los hubiésemos recibido?[10] Tenemos que reconocer por justicia que somos criaturas, que somos nada más pecado, delante de Dios. El hombre para poder amar no debe jactarse.

María nunca fue jactanciosa. Llena de gracia le dijo el ángel al saludarla, llena de dones. Ella contestó “he aquí la esclava del Señor”, me entrego toda porque todo lo he recibido del Señor. Me llamarán feliz todas las generaciones porque el Señor ha hecho grandes cosas en mí, pero porque miró la humildad de su sierva.

He aquí la ayuda necesaria para vencer la jactancia, reconocer que somos nada delante de Dios y que dependemos absolutamente de Él.

 La caridad no se engríe. Reconoce las correcciones, las enseñanzas, desea ser corregida por los demás, con tal de ver con claridad, con tal de crecer. Sí tiene algún don lo pone al servicio de los demás. No se guía sólo por su propio criterio, no mira por encima del hombro a los demás, sino que sabe ayudarlos y hacerlos crecer en lo que sobresale. No busca aparecer sino permanecer oculta pero tampoco deja de hacer fructificar sus talentos.

María no fue engreída. Toda su grandeza se ocultó en la casa de Nazaret. Siendo la Madre de Dios jamás se la llamó así, sino simplemente la madre de Jesús, la esposa del carpintero. Pero tampoco jamás dejó de cumplir su misión de amar a su Hijo Jesús, siendo una madre ejemplar y haciendo fructificar los dones que Dios le había dado. 

La caridad es decorosa. Todo lo hace con perfección, nada a medias, es toda de Dios y nada hay en ella de mentira. Sigue el camino recto del bien, no obra movida por intereses mezquinos, egoístas o pecaminosos. Se mueve en la luz y nada hay en ella de oscuridad.

María no hizo nada que no fuera conveniente. Siempre cumplió a la mayor perfección la voluntad de Dios. Virgen inmaculada. Nunca hubo en ella ni la más mínima imperfección.

 La caridad no busca su interés. Por el contrario, busca el bien del otro, se niega a sí misma para darse. Su esplendor está en dar sin esperar nada a cambio, no es egoísta, no busca sacar ventajas para sí.

María no buscó lo suyo, sino que se dio totalmente a Dios para ser su madre. Ella sí que supo decir: Dios mío, soy toda tuya y todo lo mío es tuyo. “Hágase”, dijo al ángel, y su voluntad vibró al unísono con la de Dios.

 La caridad no se irrita. Antes dijimos que es paciente. También decimos que sabe perdonar y esto sin irritarse jamás. No busca la venganza, sino que perdona de corazón. Sabe llevar las pruebas y cruces porque proceden de Dios.

María no se irritó jamás. Jamás tuvo imperfección alguna. Junto con su Hijo estuvo al pie de la cruz, sufriendo sin irritarse y en un solo sentir con Él dijo en su corazón: “Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen”[11].

 La caridad no toma en cuenta el mal. No prejuzga, al contrario, siempre piensa bien, es inocente, es tolerante. Siempre sale al cruce de la difamación y la calumnia. No se apresura en dar juicios sobre los hechos. Espera siempre el resultado benigno.

María siempre pensó bien. De forma tal, que esperó siempre la conversión de sus compatriotas a pesar de todo lo que hicieron sufrir a su Hijo. Intercedió por ellos. Ayudó a los apóstoles en sus controversias con los fariseos comunicándoles sabiduría. Calló y esperó en Dios ante la duda de San José.

 La caridad no se alegra de la injusticia. Sabe corregir cuando existe error o injusticia, sabe decir blanco cuando es blanco y negro cuando es negro. Aunque piensa bien, ante la evidencia de lo injusto, reacciona, pero sin ira.

María buscó siempre la justicia. Supo dar a cada uno lo que le correspondía. Enseñó a las mujeres de su ciudad sobre el Mesías. Fustigó duramente las calumnias farisaicas. Socorrió a las viudas y huérfanos. Lloró por los injustos juicios a su Hijo y por sus injustos verdugos.

 La caridad se alegra con la verdad. Sabe profundizar la realidad y defender su incorruptibilidad. Sabe apoyarse en la Verdad por excelencia y tomarla como modelo de juicio en las verdades creadas.

María buscó siempre la verdad. Porque fue madre de la Verdad. Porque siempre estuvo unida a la Verdad. Porque ella nada tenía en común con la mentira. Porque desde el principio hubo enemistad entre ella y la serpiente[12].

 La caridad todo lo excusa, las cruces, los sufrimientos, los dolores, las aflicciones, los desengaños, las burlas, la amargura, la angustia… para imitar al que las sobrellevó por amarnos hasta el extremo.

María todo lo sobrellevó. Toda su vida como la de su Hijo estuvo ensombrecida por la cruz. María había sido hecha madre para que se encarnara en ella el Hijo de Dios y ambos en una misión común, la misión de la redención de los hombres. Uno con toda rigurosidad como Redentor, la otra con toda dignidad, como Corredentora.

 La caridad todo lo cree. Proceda de quién proceda. Sabe el valor que tiene la verdad y que las palabras son verdaderas porque se adecúan a la realidad y bajo ese concepto acepta toda palabra sin mirar al rostro de donde viene.

María todo lo creyó. María antes de concebir en su vientre creyó en su corazón las palabras del ángel. Siempre creyó cada palabra de su Hijo, su mensaje de salvación. Fue la única que nunca dudó de la resurrección de su Hijo y a ella el mismo Cristo resucitado premió con su primera aparición. María es ejemplo de fe para todos los cristianos.

 La caridad todo lo espera. No se desespera porque todo lo cree. Consecuencia lógica es que espere contra toda esperanza, aunque el que prometió no aparezca confiable. La caridad espera al amado siempre, nunca se cansa de esperarlo.

María todo lo esperó de Dios. Esperó contra toda esperanza en la pasión cuando siete espadas ya habían traspasado su alma. Esperó cuando concibió por obra del Espíritu Santo ante la angustia de José. Esperó la venida del Espíritu Santo con los Apóstoles siempre instándoles a que esperasen y creyesen en el Señor que es infinitamente fiel y veraz.

 La caridad todo lo soporta. Soporta escarnios, traiciones, malos tratos, injusticias, golpes, humillaciones y todo sin guardar rencor.

María todo lo soportó. La espada profetizada por Simeón traspasó el corazón de María en toda su vida y María guardaba todas las cosas en él[13], fueran buenas o tristes, gratas o ingratas. María supo compenetrarse con el dolor y acompañar a su Hijo en toda su vida que fue un largo camino hacia el Calvario. Por eso María es Virgen Dolorosa.

María es ejemplo y modelo de caridad. Pero esa caridad María no la guardó para sí, sino que la derrochó con abundancia en su Hijo Jesucristo desde su concepción inmaculada. También en nosotros sus hijos espirituales desde que Jesús nos la dio como Madre en la persona de Juan.

Por ser nuestra madre que tanto nos ama, por su belleza y hermosura, por todo lo que es, que jamás se dirá de ella suficiente y porque amor con amor se paga nosotros debemos amarla con todo nuestro ser.

[1] Jn 19, 26-27

[2] Lc 1, 48

[3] Cf. Lc 1, 42

[4] Catena Aurea, Juan (V)…, San Agustín a Jn 19, 25-27, 424-5.

[5] Pío XI; epist. Apost. Explorata res (2-2-1923). Cf. Doc. mar. n. 575 Cit. Royo Marín, La Virgen María…, 127.

[6] Cf. Juan Pablo II. Vino y Enseñó…, 153.

[7] Cf. 1 Co 13, 4

[8] Cf. Lc 1, 39

[9] Card. Del Vals, Letanías de la humildad. Vademécum del Ejercitante. Mikael Argentina 19833, 148

[10] Cf. 1 Co 4, 7

[11] Lc 23, 34

[12] Cf. Gn 3, 15

[13] Cf. Lc 2, 51

Oda XXI a nuestra Señora

(Poesía)

  Virgen, que el sol más pura,

gloria de los mortales, luz del cielo,

en quien la piedad es cual la alteza:

  los ojos vuelve al suelo

y mira un miserable en cárcel dura,

cercado de tinieblas y tristeza.

  Y si mayor bajeza

no conoce, ni igual, juicio humano,

que el estado en que estoy por culpa ajena,

  con poderosa mano

quiebra, Reina del cielo, esta cadena.

  Virgen, en cuyo seno

halló la deidad digno reposo,

do fue el rigor en dulce amor trocado:

  si blando al riguroso

volviste, bien podrás volver sereno

un corazón de nubes rodeado.

  Descubre el deseado

rostro, que admira el cielo, el suelo adora:

las nubes huirán, lucirá el día;

  tu luz, alta Señora,

venza esta ciega y triste noche mía.

  Virgen y madre junto,

de tu Hacedor dichosa engendradora,

a cuyos pechos floreció la vida:

  mira cómo empeora

y crece mí dolor más cada punto;

el odio cunde, la amistad se olvida;

  si no es de ti valida

la justicia y verdad, que tú engendraste,

¿adónde hallará seguro amparo?

  Y pues madre eres, baste

para contigo el ver mi desamparo.

  Virgen, del sol vestida,

de luces eternales coronada,

que huellas con divinos pies la Luna;

  envidia emponzoñada,

engaño agudo, lengua fementida,

odio crüel, poder sin ley ninguna,

  me hacen guerra a una;

pues, contra un tal ejército maldito,

¿cuál pobre y desarmado será parte,

  si tu nombre bendito,

María, no se muestra por mi parte?

  Virgen, por quien vencida

llora su perdición la sierpe fiera,

su daño eterno, su burlado intento;

  miran de la ribera

seguras muchas gentes mi caída,

el agua violenta, el flaco aliento:

  los unos con contento,

los otros con espanto; el más piadoso

con lástima la inútil voz fatiga;

  yo, puesto en ti el lloroso

rostro, cortando voy onda enemiga.

  Virgen, del Padre Esposa,

dulce Madre del Hijo, templo santo

del inmortal Amor, del hombre escudo:

  no veo sino espanto;

si miro la morada, es peligrosa;

si la salida, incierta; el favor mudo,

  el enemigo crudo,

desnuda, la verdad, muy proveída

de armas y valedores la mentira.

  La miserable vida,

sólo cuando me vuelvo a ti, respira.

  Virgen, que al alto ruego

no más humilde sí diste que honesto,

en quien los cielos contemplar desean;

  como terrero puesto—

los brazos presos, de los ojos ciego—

a cien flechas estoy que me rodean,

  que en herirme se emplean;

siento el dolor, mas no veo la mano;

ni me es dado el huir ni el escudarme.

  Quiera tu soberano

Hijo, Madre de amor, por ti librarme.

  Virgen, lucero amado,

en mar tempestuoso clara guía,

a cuvo santo rayo calla el viento;

  mil olas a porfía

hunden en el abismo un desarmado

leño de vela y remo, que sin tiento

  el húmedo elemento

corre; la noche carga, el aire truena;

ya por el cielo va, ya el suelo toca;

  gime la rota antena;

socorre, antes que emviste en dura roca.

  Virgen, no enficionada

de la común mancilla y mal primero,

que al humano linaje contamina;

  bien sabes que en ti espero

dende mi tierna edad; y, si malvada

fuerza que me venció ha hecho indina

  de tu guarda divina

mi vida pecadora, tu clemencia

tanto mostrará más su bien crecido,

  cuanto es más la dolencia,

y yo merezco menos ser valido.

  Virgen, el dolor fiero

añuda ya la lengua, y no consiente

que publique la voz cuanto desea;

  mas oye tú al doliente

ánimo, que contino a ti vocea.

 

Fray Luis de León

 

BELÉN

Finalmente, José y María descendieron de la colina, se dirigieron a una cueva que servía de establo, adonde a veces los pastores llevaban sus rebaños en tiempo tempestuoso, y allí buscaron su cobijo. Allí, en un sitio de paz, en el abandono solitario de una cueva barrida por el frío viento; allí, debajo del suelo del mundo, aquel que nació sin madre en el cielo nacerá sin padre en la tierra.

Ven. Fulton Sheen

 

César Augusto, el mayor burócrata del mundo, se hallaba en su palacio cerca del Tíber. Ante él tenía extendido un mapa en que se veía la siguiente inscripción: Orbis Terrarum, Imperium Romanum. Estaba a punto de decretar un censo del mundo, ya que todas las naciones del mundo civilizado se hallaban sometidas a Roma. No había más que una sola capital en este mundo: Roma; una sola lengua oficial: el latín; un solo gobernante: el césar. La orden partió hacia todas las avanzadas, hacia todos los sátrapas y gobernantes del imperio: todo súbdito romano había de ser empadronado en su propia ciudad. En los confines del imperio, en el pequeño pueblo de Nazaret, unos soldados fijaron en las paredes el bando que ordenaba que todos los habitantes fueran a empadronarse en las ciudades de donde sus familias eran oriundas.

    José, el artesano, un oscuro descendiente del gran rey David, tuvo que ir a empadronarse en Belén, la ciudad de David. Conforme a lo decretado, María y José partieron de Nazaret para encaminarse a Belén, que se encuentra a unos ocho kilómetros más allá de Jerusalén. Quinientos años antes, el profeta Miqueas había profetizado concerniente a aquel pueblecillo:

Y tú Belén, en tierra de Judá, no eres de ninguna manera el menor entre los príncipes de Judá, porque de ti saldrá el Caudillo que pastoreará a mi pueblo Israel (Mt 2, 6).

   José se hallaba lleno de esperanza cuando entró en la ciudad de su familia, y estaba completamente convencido de que no tendría dificultad alguna en encontrar albergue para María, sobre todo teniendo en cuenta el estado en que se hallaba. Pero José anduvo de casa en casa y todas estaban atestadas de gente. En vano buscó un sitio donde pudiera nacer aquel a quien el cielo y la tierra pertenecen. ¿Sería posible que el Creador no encontrara un hogar en la creación? José subió la empinada cuesta de una colina, en dirección a una débil luz que brillaba suspendida de una cuerda, delante de una puerta. Debía de ser la posada del pueblo. Allí era donde había mayores posibilidades de encontrar alojamiento. Había sitio para los soldados de Roma que brutalmente habían sojuzgado al pueblo judío; había sitio para las hijas de los ricos mercaderes orientales; había sitio para aquellos personajes ricamente vestidos que vivían en los palacios del rey; había sitio en realidad para todo aquel que había tenido una moneda que entregar al posadero, mas no había sitio para aquel que venía para ser la Posada de todo corazón que en este mundo estuviera sin hogar. Cuando el libro de la historia esté completo hasta la última palabra en lo temporal, la línea más triste de todas será la siguiente: «No había sitio para ellos».

   Finalmente, José y María descendieron de la colina, se dirigieron a una cueva que servía de establo, adonde a veces los pastores llevaban sus rebaños en tiempo tempestuoso, y allí buscaron su cobijo. Allí, en un sitio de paz, en el abandono solitario de una cueva barrida por el frío viento; allí, debajo del suelo del mundo, aquel que nació sin madre en el cielo nacerá sin padre en la tierra.

    De todos los demás niños que vienen al mundo, las personas amigas de la familia pueden decir que se parecen a su madre. Ésta fue la primera vez en el tiempo que habría podido decirse que la madre se parecía al Hijo. Tal es la hermosa paradoja del Hijo que hizo a su propia madre; la madre, por su parte, era sólo una criatura. Fue también la primera vez en la historia en que alguien pudo haber pensado que el cielo se encontraba en algún otro sitio más que «en alguna parte de allá arriba»; cuando el Niño se hallaba en sus brazos, María, no tenía que hacer sino bajar la cabeza para contemplar el cielo.

    En el sitio más repugnante del mundo, en un establo, había nacido la Pureza. Aquel que más tarde había de ser sacrificado por hombres que actuaban como bestias, nació entre bestias. Aquel que habría de denominarse a sí mismo «el pan de vida que descendió del cielo», fue colocado sobre un pesebre, que es precisamente el lugar en que comen las reses. Siglos antes, los judíos habían adorado el becerro de oro, y los griegos el asno. Los hombres se inclinaban ante estos animales como ante Dios. El buey y el asno se hallaban ahora presentes para realizar su inocente reparación inclinándose delante de su Dios.

    No había sitio en la posada, pero lo hubo en el establo. La posada es el lugar de concurrencia de la opinión pública, el centro de las maneras mundanas, el sitio donde se cita la gente del mundo, los que tienen popularidad y gozan del éxito. Pero el establo es el lugar de los proscritos, de los oscuros, de los olvidados. El mundo podía haber esperado que el Hijo de Dios naciera –si es que en realidad había de nacer– en una posada. Un establo era el último sitio del mundo en que podía habérsele esperado. La Divinidad se encuentra donde menos se espera encontrarla.

    Ninguna mente mundana podría haber sospechado jamás que aquel que pudo hacer que el sol calentara la tierra hubiera de necesitar un día a un buey y a un asno para que le calentaran con su aliento; que a aquel que, en el lenguaje de las Escrituras, podía detener la carrera de la estrella Arturo, habría de ver el lugar de su nacimiento decretado en virtud de un censo imperial; que aquel que vistió de hierba los campos habría de estar desnudo; que aquel cuyas manos crearon los planetas y los mundos vendría un día en que con sus brazos diminutos no podría alcanzar siquiera a tocar las cervices del ganado; que los pies que hollaban las eternas colinas serían un día demasiado flacos para caminar sobre la tierra; que la eterna Palabra estaría muda; que la omnipotencia se vería envuelta en pañales; que la salvación sería recostada sobre un pesebre; que el pájaro llegaría a ser incubado en el nido que él mismo había construido… nadie habría sospechado que al venir Dios a esta tierra se hallara hasta tal punto desvalido. Y ésta es precisamente la razón por la que muchos no quieren creer en Él. La Divinidad se encuentra siempre donde menos se espera encontrarla.

    Si el artista se encuentra en su ambiente en su estudio, porque los lienzos que en él figuran son creación de su propia mente; si el escultor se encuentra en su ambiente en medio de sus estatuas, porque éstas son la obra de sus propias manos; si el labrador se encuentra en su ambiente entre sus vides, porque él mismo las plantó, y si el padre se encuentra en su ambiente entre sus hijos, porque son los suyos, entonces, arguye el mundo, aquel que hizo el mundo debería hallarse en su ambiente, en su propio hogar, en este mundo. Debería venir a él como un artista a su estudio, y como un padre a su hogar; pero esto de que el Creador viniera en medio de sus criaturas para ser ignorado por ellas; esto de que Dios viniera a los suyos para no ser recibido por los suyos; esto de que Dios estuviera sin hogar en su propia casa… todo esto no podía significar más que una sola cosa para la mente mundana: que aquel Niño no podía haber sido Dios de ninguna manera. Y he ahí la razón por la cual no creyeron en Él. La Divinidad se encuentra siempre donde menos se espera encontrarla.

    El Hijo de Dios hecho hombre entró en su propio mundo por una puerta trasera. Exiliado de la tierra, nació debajo de la tierra, y en cierto modo llegó a ser el primer Hombre de las cavernas dentro de la historia escrita. Allí sacudió la tierra hasta sus cimientos. Puesto que nació en una caverna, todos los que desean verle tienen que agacharse. El agacharse es señal de humildad. Los orgullosos  se niegan a hacerlo, y es por ello pierden de vista a la Divinidad. Sin embargo, aquellos que doblan el espinazo de su ego, de su propio yo, y entran en la cueva, advierten que en realidad no se trata en modo alguno de ninguna cueva, sino que se hallan en un nuevo universo en el cual un Niño está sentado en el regazo de su madre y sostiene el universo en su mano.

    Por lo tanto, vemos que el pesebre y la cruz se hallan en los dos extremos de la vida del Salvador. Aceptó el pesebre porque no había sitio en la posada; aceptó la cruz porque la gente decía: «No queremos por rey a ese hombre». Expropiado de su derecho al entrar, rechazado cuando se iba, fue colocado al principio en establo ajeno y fue puesto, al fin, en una tumba ajena. Un buey y un asno rodeaban su cuna en Belén; dos ladrones estaban a su lado en el Calvario. Fue envuelto en mantillas en su lugar de nacimiento, fue envuelto de nuevo en mortajas, en las mantillas de la muerte, en su tumba, y esos lienzos simbolizan en uno y otro caso las limitaciones que fueron impuestas a su divinidad cuando asumió la forma humana. Los pastores que estaban guardando sus rebaños por allí cerca fueron advertidos por los ángeles:

Esto os será la señal: hallaréis a un niñito envuelto en pañales y acostado en un pesebre (Lc 2, 12).

    Ya llevaba entonces su cruz, la única cruz que un recién nacido podía llevar, una cruz de pobreza, de destierro y limitación. Su intención de sacrificio se traslucía ya en el mensaje que los ángeles cantaron a las colinas de Belén:

Hoy, en la ciudad de David, os ha nacido un Salvador, que es Cristo el Señor (Lc 2, 11)

   Ya entonces su pobreza había desafiado a la ambición, mientras que el orgullo tenía que habérselas con la humillación de un establo. El que el divino poder, que no admite trabas, pudiera estar fajado con los pañales de un niño es una idea tal que, concebirla, exige una contribución demasiado fuerte para que puedan pagarla las mentes que no piensan más que en el poder. No pueden concebir la idea de la condescendencia divina, o el «hombre rico que se hace pobre para poder llegar a ser rico mediante su pobreza». Los hombres no habrán de tener un signo mayor de la Divinidad que la ausencia de poder en el momento en que lo esperan, el espectáculo de un Niño que dijo que vendría en las nubes del cielo, siendo ahora envuelto en los pañales de la tierra.

    Aquel al que los ángeles llaman «Hijo del Altísimo» descendió al barro del que todos nosotros nacimos para llegar a ser uno con el hombre débil, con el hombre caído, igual a él en todas las cosas, salvo en el pecado. Y éstos son los pañales que constituyen su «señal». Si el que es la omnipotencia misma hubiera venido en medio de rayos y truenos, no habría habido señal alguna. No hay señal a menos que ocurra algo contrario a la naturaleza. El resplandor del sol no es ninguna señal, pero un eclipse sí lo es. Él dijo que en el último día su venida sería anunciada por «señales en el sol», quizá una extinción de la luz. En Belén, el divino Hijo se eclipsó, de suerte que sólo los humildes en espíritu pudieran reconocerle.

    Sólo dos clases de personas encontraron al Niño: los pastores y los magos; los sencillos y los doctos; aquellos que sabían que no sabían nada y aquellos que sabían que no lo sabían todo. Nunca ha sido visto por el hombre de un solo libro; tampoco lo ha sido nunca por el hombre que cree saber. ¡Ni siquiera a Dios le es posible decir algo al orgulloso! Sólo los humildes pueden encontrar a Dios.

[…]

En «Vida de Cristo», Editorial Herder, Barcelona, 1959.

Madre Inmaculada

María, elegida por Dios para ser Madre del Verbo Encarnado

P. Gustavo Pascual, IVE.

“Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo”[1].

“¡Toda hermosa eres, amada mía, no hay tacha en ti!”[2].

            También los Santos Padres hablan de la Madre Inmaculada. “Como si dijese: ¡No he venido a engañarte, sino también a dar la absolución del engaño, no he venido a robarte tu virginidad inviolable, sino a preparar tu seno para el autor y el defensor de la pureza!; ¡no soy ministro de la serpiente, sino enviado del que aplasta la serpiente, vengo a contratar esponsales, no a maquinar asechanzas! Así, pues, no la dejó atormentada con alarmantes consideraciones, a fin de no ser juzgado como ministro infiel de su negociación”[3]. “La Virgen encontró gracia delante de Dios, porque, adornando su propia alma con el brillo de la pureza, preparó al Señor, una habitación agradable; y no solo conservó inviolable la virginidad, sino que también custodió su conciencia inmaculada”[4].

            Por magisterio citamos las palabras de Pío IX en la Bula Ineffabilis Deus: “Dios […] eligió y señaló, desde el principio y antes de los tiempos, una Madre, para que su unigénito Hijo, hecho carne de ella, naciese, en la dichosa plenitud de los tiempos, y en tanto grado la amó por encima de todas las criaturas, que en sola ella se complació con señaladísima benevolencia. Por lo cual tan maravillosamente la colmó de la abundancia de todos los celestiales carismas, sacada del tesoro de la divinidad, muy por encima de todos los ángeles y santos, que Ella, absolutamente siempre libre de toda mancha de pecado y toda hermosa y perfecta, manifestase tal plenitud de inocencia y santidad, que no se concibe en modo alguno mayor después de Dios y nadie puede imaginar fuera de Dios”[5].

            “Para ser la Madre del Salvador, María fue ‘dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante’ (LG 56). El ángel Gabriel en el momento de la Anunciación, la saluda como ‘llena de gracia’ (Lc 1, 28). En efecto, para poder dar el asentimiento libre de su fe al anuncio de su vocación era preciso que ella estuviese totalmente poseída por la gracia de Dios”[6].

Pero, ¿qué es la mácula por el pecado?

            “Así como un cuerpo brillante pierde su brillo por el contacto con otro opaco, análogamente, se puede decir que se produce una mancha en el alma por el pecado mortal.

            El hombre posee una doble luz, la luz de la razón natural para dirigir sus propios actos y la luz de la gracia (luz divina) para obrar bien.

            El hombre se adhiere muchas veces por el amor a las cosas sensibles contra lo que le indica la luz divina, despoja a Dios y pone otra cosa, deja de obrar de acuerdo a la recta razón y obra movido por la concupiscencia. El alma tiene una especie de tacto que al adherirse a las cosas pecaminosas no sólo pierde el brillo, sino que queda manchada. Es el alma misma la que se adhiere desordenadamente no las cosas al alma, según aquello de Os 9, 10: “se hicieron abominación como el objeto de su amor”. La mancha permanece en el alma hasta que el hombre arrepentido por haberse vuelto a la criatura y rechazado al Creador, recupera la gracia y con ésta la luz de la razón o de la ley divina. La razón es que el pecado establece distancia con Dios, y esto causa falta de esplendor en el alma. Por tanto, así como se suprime el movimiento local no se suprime la distancia local, tampoco cesando el pecado se quita la mancha, porque es necesario volverse a Dios. De este modo la distancia a Dios se anula y la mancha desaparece[7].

            En el pecado venial, siguiendo la analogía de los cuerpos, así como ellos tienen un doble brillo: uno extrínseco que surge de la disposición de sus miembros y del color y otro de la exterior claridad que sobreviene, el alma también posee un brillo habitual que es el de la gracia y otro actual como fulgor exterior. El pecado venial impide, pues, el brillo actual porque impide el acto de la caridad, pero no la excluye ni la disminuye[8].

            María fue inmaculada en su concepción ya que fue preservada del pecado original. ¿Pero acaso María no desciende de Adán? Si, María desciende de Adán, pero por privilegio especial de Dios debido a que iba a ser la Madre del Salvador, en el plan divino estuvo eternamente, que a María se le aplicaran anticipadamente los méritos que Cristo ganaría por su pasión y muerte en la cruz. A este tipo de redención se la llama preventiva y únicamente María contó con esta gracia especialísima.

            “El misterio de la Concepción Inmaculada de la Virgen María expresa de manera plena la fidelidad de Dios a su plan de salvación. María, la llena de gracia, la mujer nueva, ha sido ‘como plasmada y hecha una nueva criatura por el Espíritu Santo’ (LG 56). En ella, Dios ha querido dejar bien grabadas las huellas del amor con que ha rodeado desde el primer instante a la que iba a ser la Madre del Verbo Encarnado”[9].

            María también fue inmaculada en toda su vida. Por ser preservada del pecado original no cabía en ella pecado alguno ni siquiera venial, ni imperfección, tampoco inclinación al pecado. A los que Dios elige para una misión determinada, los prepara y dispone de suerte que la desempeñan idónea y convenientemente según aquello de San Pablo “nos hizo Dios ministros idóneos de la nueva alianza”[10].

            Ahora bien, la Santísima Virgen María fue elegida por Dios para ser Madre del Verbo Encarnado y no puede dudarse de que la hizo por su gracia perfectamente idónea para semejante altísima misión.

            Pero no sería idónea Madre de Dios si alguna vez hubiera pecado, aunque fuera levemente.

+ Porque el honor de los padres redunda en los hijos según se dice en los Proverbios: “los padres son el honor de los hijos”[11], luego por contraste y oposición la ignominia de la Madre hubiera redundado en el Hijo.

 + Porque el Hijo de Dios, que es la Sabiduría divina, habitó de un modo singular en el alma de María y en sus mismas entrañas virginales. Pero en el libro de la Sabiduría se nos dice: “en alma fraudulenta no entra la Sabiduría, no habita en cuerpo sometido al pecado”[12].

Hay que concluir, por consiguiente, de una manera absoluta, que la bienaventurada Virgen no cometió jamás ningún pecado, ni mortal ni venial, para que en ella se cumpla lo que se lee en el Cantar de los Cantares: “¡Toda hermosa eres, amada mía, no hay tacha en ti!”[13].

[1] Lc 1, 28

[2] Ct 4, 7

[3] Catena Áurea, Lucas (IV)…, Focio a Lc 1, 30-33, 17-18

[4] Ibíd.…, Interpr. Griego, o Focio a Lc 1, 30-33, 18.

[5] Ineffabilis Deus, 1…

[6]  Cat. Igl. Cat. n° 490…, 115.

[7]  Cf. I-II, 86, 1 y 2

[8]  Cf. I-II, 89, 1

[9] Juan Pablo II. Discursos y mensajes de su Santidad en su visita al Paraguay 1988. Conferencia Episcopal Paraguaya, Universidad Católica ‘Nuestra Señora de la Asunción’. Edición Oficial, 76.

[10] 2 Co 3, 6

[11] Pr 17, 6

[12] Sb 1, 4

[13]  Ct 4, 7

LA MUJER QUE EL MUNDO AMA

En toda la humanidad hay solamente una persona de la que Dios tiene tan sólo una imagen, y en la que resplandece una perfecta conformidad entre lo que Dios deseó que Ella fuera y lo que es: su propia Santísima Madre.

Ven. Fulton Sheen

Dios tiene en Sí diseños, módulos de todo lo que hay en el universo. Así como el arquitecto tiene en su mente el plan de la casa, antes de construirla, así Dios tiene en Su Mente una idea arquetipo de toda flor, de toda ave, árbol, de la primavera, de toda melodía. Jamás un pincel roza una tela, o un cincel hiere el mármol sin que haya una idea preexistente. Así también, cada átomo y cada rosa es la realización, la concretización de una idea existente en la Mente de Dios, y desde toda la eternidad. Todas las creaturas, inferiores al ser humano, corresponden al modelo que Dios tiene en Su Mente. Un árbol es verdaderamente un árbol porque responde a la idea que Dios tiene del árbol; una rosa es una rosa porque tal es la idea de Dios, realizada en compuestos químicos, en tintes y vida. Pero, no es así con las personas. Acerca de nosotros Dios tiene dos imágenes: la una es la que corresponde a lo que somos: la otra a lo que debemos ser; tiene el modelo y tiene la realidad; el plano y el edificio; la partitura de la música y la ejecución que hacemos de la misma. Dios tiene que tener ambas porque en todos y cada uno de nosotros hay alguna desproporción y carencia de conformidad entre el plan original y el modo cómo lo realizamos. La imagen es borrosa, la impresión desleída. Sucede que nuestra personalidad no es completa en el tiempo, necesitamos un cuerpo renovado. Además, los pecados disminuyen nuestra personalidad, los malos actos manchan la tela diseñada por la Mano del Maestro. Como huevos separados del nidal, algunos seres humanos se niegan a ser calentados por el Amor Divino, necesario para la incubación que los ha de elevar a un nivel superior. Necesitamos continuamente ser reparados, nuestros actos libres no coinciden con la ley de nuestro ser, distamos mucho de lo que Dios quiere que seamos. San Pablo nos hace saber que, aun antes de que fueran echados los fundamentos del mundo, ya estábamos predestinados a ser hijos de Dios. Pero, algunos de nosotros no cumplimos ese anhelo.

En toda la humanidad hay solamente una persona de la que Dios tiene tan sólo una imagen, y en la que resplandece una perfecta conformidad entre lo que Dios deseó que Ella fuera y lo que es: su propia Santísima Madre. En la mayoría de nosotros predomina el signo negativo, en cuanto no satisfacemos los altos anhelos que el Padre Celestial alienta por nosotros. Pero en la Virgen María se halla el signo de igualdad: el ideal que Dios formó acerca de Ella, Ella lo es, lo ha concretizado, y en su carne. El modelo y la copia son perfectos: es Ella lo que fue previsto, planeado y soñado. La melodía de su vida ha sido ejecutada exactamente como fue compuesta. María fue pensada, concebida y planeada como el signo de igualdad entre el ideal y la historia, el pensamiento y la realidad, la esperanza y la realización.

Es por este motivo por el que la liturgia cristiana, a través de los siglos, ha aplicado a Ella las palabras del Libro de los Proverbios. Porque es lo que Dios quiso que fuéramos todos nosotros. Ella puede hablar de sí como del modelo eterno en la Mente de Dios, el ser al que Dios amó aún antes de que fuera una creatura. Hasta se la describe como siendo con Él no sólo en la creación, sino desde antes de la creación. Existió en la Mente Divina como un Pensamiento Eterno antes de que hubiera madres. Es la Madre de madres: Es EL PRIMER AMOR DEL MUNDO.

«El Señor me tuvo al comienzo de sus caminos; antes de que nada hiciera desde el comienzo, yo era desde la eternidad, y desde antiguo, antes de que la tierra fuera hecha. Aun no existían los abismos y yo ya estaba concebida; aun no habían brotado las fuentes de las aguas ni se alzaban los montes con su enorme volumen, yo veía la luz antes que las montañas; aun no había hecho la tierra, los ríos ni los ejes del orbe terráqueo. Mientras preparaba los cielos yo estaba presente, mientras limitaba a los abismos con ley y compás determinado, cuando aseguraba los etéreos en lo alto, y abría las fuentes de las aguas, cuando circundaba al mar dentro de sus límites poniendo a las aguas una ley a fin de que no salieran de sus términos, cuando balanceaba los fundamentos de la tierra, yo estaba con Él haciendo todas las cosas y me deleitaba diariamente jugando ante Él, en todo momento jugando en el orbe de las tierras, y mis delicias eran estar con los hijos de los hombres. Ahora, pues hijos, oídme: ¡Bienaventurados los que guardan mis caminos! Oíd las instrucciones y sed sabios y no queráis rehusarlas. Feliz el hombre que me oye y el que vela diariamente a mis puertas y observa junto a ellas. El que me encontrare hallará la vida y tendrá la salvación del Señor» (Prov. VIII-22-35).

Pero no sólo pensó Dios en ella desde la eternidad, la tenía en su mente desde el comienzo de los tiempos. En los albores de la historia, cuando la raza humana cayó por la debilidad de una mujer, Dios habló al Demonio y le dijo: «Pondré enemistad entre tú y la mujer, entre tu descendencia y la suya; ella quebrantará tu cabeza y tú tenderás acechanzas a sus pies» (Génesis, III, 15). Decía con esa frase que, si por una mujer había caído el hombre, también mediante una mujer Dios sería reivindicado. Quienquiera hubiera de ser Su Madre, ciertamente sería bendita entre las mujeres, y por ser elegida por Él, se preocuparía de que todas las generaciones la bendijeran.

Cuando Dios quiso hacerse hombre hubo de decidir el tiempo de su venida a la tierra, el país en que nacería, la ciudad en que habría de ser criado y formado, la gente, la raza, los sistemas político y económico que le rodearían, la lengua que hablaría y las aptitudes psicológicas con que estaría en contacto como Señor de la Historia y Salvador del Mundo.

Todos estos detalles dependerían enteramente de un factor: la mujer que habría de ser Su Madre. Elegir una madre es elegir una posición social, un lenguaje, una población, un ambiente, una crisis, un destino.

Su Madre no sería como la nuestra, a la que aceptamos como algo históricamente fijado y que no podemos cambiar; Él nació de una mujer a la que eligió antes de nacer. Es el único ejemplo en la historia en que ambos: el Hijo, quiso desde antes a la Madre y la Madre quiso al Hijo. A ello alude el Credo al decir: «nació de Santa María Virgen». Fue llamada por Dios lo mismo que Aarón, y Nuestro Señor nació no sólo de su carne, sino por su consentimiento.

Antes de tomar para Sí la naturaleza humana consultó con la Mujer, para preguntarle si estaba dispuesta a dar a Él, a Dios, un hombre. El hombre que fue Jesús no fue robado a la humanidad, como Prometeo robó fuego del cielo; fue dado como un regalo.

El primer hombre, Adán, fue hecho del limo de la tierra. La primera mujer fue hecha de un hombre en éxtasis. Cristo, el nuevo Adán, procede de la nueva Eva: María, en un éxtasis de oración y amor a Dios y en la plenitud de la libertad.

No nos debe sorprender que se hable de Ella como un pensamiento de Dios antes que el mundo fuera hecho. Cuando Whistler hizo el retrato de su madre, ¿acaso no tenía la imagen de ella en su mente antes de reunir los colores en su paleta? Si usted hubiera podido preexistir a su madre (no artísticamente, sino realmente), ¿no hubiera hecho de ella la mujer más perfecta que jamás haya existido, tan hermosa que hubiera sido la dulce envidia de todas las mujeres, tan gentil y misericordiosa que las demás madres se hubieran esforzado en imitar sus virtudes? ¿Por qué, entonces, hemos de pensar que Dios procederá de otra forma? Cuando Whistler fue felicitado por el cuadro de su madre, respondió: «Ustedes saben cómo sucede en esto, uno procura hacer a su madrecita lo más hermosa que puede». Cuando Dios se hizo Hombre, creo que también Él procuraría hacer a su Madre lo más hermosa que le fuera posible… y que la haría una Madre Perfecta.

Dios jamás hace algo sin extremada preparación. Sus dos grandes obras maestras son la Creación del ser humano y la Re-creación o Redención del mismo. La Creación fue hecha para seres humanos no caídos; su Cuerpo Místico para seres humanos caídos. Antes de crear al hombre hizo un jardín de delicias, hermoso como solamente Dios es capaz de hacerlo. En aquel Paraíso de la Creación se celebraron las primeras nupcias del hombre y la mujer. Pero el hombre no quiso recibir favores sino aquéllos que concordaban con su naturaleza inferior. Y no sólo perdió su felicidad sino que, además, hirió su propia mente y su voluntad. Entonces planeó Dios el renacimiento o redención del hombre, pero antes de realizarlo haría otro Jardín. Este nuevo no sería de tierra sino de carne; sería un jardín encima de cuyos portales jamás se escribiría la palabra pecado; un Jardín en el que no crecerían las malas hierbas de la rebelión que impiden el crecimiento de las flores de la gracia; un Jardín del que dimanarían cuatro ríos de redención hacia los cuatro ángulos de la tierra; un Jardín tan puro que el Padre Celestial no hallaría desmedro en enviar a Él a Su Propio Hijo, y ese «Paraíso ceñido de carne para ser cultivado por el Nuevo Adán», fue Nuestra Santísima Madre. Así como el Edén fue el Paraíso de la Creación, María es el Paraíso de la Encarnación, y en Ella, así como en el anterior, fueron celebradas las primeras nupcias de Dios y el hombre. Cuanto mayor es la proximidad al fuego, mayor es el calor que se experimenta; cuanto más cerca se está de Dios, mayor es la pureza del que se avecina. Y, como ningún ser pudo jamás estar más cerca de Dios que la Mujer de cuya envoltura humana se sirvió para ingresar en la tierra, luego, nadie ni nada pudo ser más puro que Ella.

[…]

Nosotros denominamos a esa pureza exclusiva la Inmaculada Concepción. No es la Natividad de la Virgen. La palabra «inmaculada» procede etimológicamente de dos palabras latinas que significan «sin mácula», «no manchada». «Concepción» significa que desde el primer momento de su concepción en el seno de su madre: Santa Ana, y en virtud de los anticipados méritos de la Redención de su Hijo, estuvo preservada, fue libre de las manchas del pecado original.

 * En «El primer amor del mundo», Ed. Difusión, Buenos Aires, pp. 12-17.

VIAJE APOSTÓLICO – SERMÓN EN LA BASÍLICA DE LUJÁN (1982)

En este santuario de la nación argentina, en Luján, la liturgia habla de la elevación del hombre mediante la cruz: del destino eterno del hombre en Cristo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María de Nazaret.

San Juan Pablo II

Amadísimos hermanos y hermanas,

  1. Ante la hermosa basílica de la “Pura y Limpia Concepción” de Luján nos congregamos esta tarde para orar junto al altar del Señor.

A la Madre de Cristo y Madre de cada uno de nosotros queremos pedir que presente a su Hijo el ansia actual de nuestros corazones doloridos y sedientos de paz.

A Ella que, desde los años de 1630, acompaña aquí maternalmente a cuantos se la acercan para implorar su protección, queremos suplicar hoy aliento, esperanza, fraternidad.

Ante esta bendita imagen de María, a la que mostraron su devoción mis predecesores Urbano VIII, Clemente XI, León XIII, Pío XI y Pío XII, viene también a postrarse, en comunión de amor filial con vosotros, el Sucesor de Pedro en la cátedra de Roma.

  1. La liturgia que estamos celebrando en este santo lugar, donde vienen en peregrinación los hijos e hijas de la Argentina, pone a la vista de todos, la cruz de Cristo en el calvario: “Estaban junto a la cruz de Jesús su Madre y la hermana de su Madre, María la de Cleofás, y María Magdalena”.

Viniendo aquí como el peregrino de los momentos difíciles, quiero leer de nuevo, en unión con vosotros, el mensaje de estas palabras tan conocidas, que suenan de igual modo en las distintas partes de la tierra, y sin embargo diversamente. Son las mismas en los distintos momentos de la historia, pero asumen una elocuencia diversa.

Desde lo alto de la cruz, como cátedra suprema del sufrimiento y del amor, Jesús habla a su Madre y habla al Discípulo; dijo a la Madre: “Mujer, he ahí a tu hijo”. Luego dijo al discípulo: “He ahí a tu madre”.

En este santuario de la nación argentina, en Luján, la liturgia habla de la elevación del hombre mediante la cruz: del destino eterno del hombre en Cristo Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María de Nazaret.

Este destino se explica con la cruz en el calvario.

  1. De este destino eterno y más elevado del hombre, inscrito en la cruz de Cristo, da testimonio el autor de la Carta a los Efesios: “Bendito sea Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que en Cristo nos bendijo con toda bendición espiritual en los cielos”.

A este Cristo lo vemos al centro de la liturgia celebrada aquí en Luján; elevado sobre la cruz: rendido a una muerte ignominiosa.

En este Cristo estamos también nosotros, elevados a una altura a la que solamente por el poder de Dios puede ser elevado el hombre: es la “bendición espiritual”.

La elevación mediante la gracia la debemos a la elevación de Cristo en la cruz. Según los eternos designios del amor paterno, en el misterio de la redención uno se realiza por medio del otro y no de otra manera: solamente por medio del otro.

Se realiza pues eternamente, puesto que eternos son el amor del Padre y la donación del Hijo.

Se realiza también en el tiempo: la cruz en el calvario significa efectivamente un momento concreto de la historia de la humanidad.

  1. Hemos sido elegidos en Cristo “antes de la creación del mundo, para ser santos e inmaculados ante él”.

Esta elección significa el destino eterno en el amor.

Nos ha predestinado “a ser hijos suyos adoptivos por Jesucristo”. El Padre nos ha dado en su “Predilecto” la dignidad de hijos suyos adoptivos.

Tal es la eterna decisión de la voluntad de Dios. En esto se manifiesta la “gloria de su gracia”.

Y de todo esto nos habla la cruz. La cruz que la liturgia de hoy coloca en el centro de los pensamientos y de los corazones de todos los peregrinos, reunidos desde los distintos lugares de la Argentina en el santuario de Luján.

Hoy está con ellos el Obispo de Roma, como peregrino de los acontecimientos particulares que han impregnado de ansiedad tantos corazones.

  1. Estoy pues con vosotros, queridos hermanos y hermanas, y junto con vosotros vuelvo a leer esta profunda verdad de la elevación del hombre en el amor eterno del Padre: verdad testimoniada por la cruz de Cristo.

“En él hemos sido herederos . . . a fin de que cuantos esperamos en Cristo seamos para alabanza de su gloria”.

Miremos hacia la cruz de Cristo con los ojos de la fe y descubramos en ella el misterio eterno del amor de Dios, de que nos habla el autor de la Carta a los Efesios. Tal es, según las palabras que acabamos de escuchar, “el propósito de aquel que hace todas las cosas conforme al consejo de su voluntad”.

La voluntad de Dios es la elevación del hombre mediante la cruz de Cristo a la dignidad de hijo de Dios.

Cuando miramos la cruz, vemos en ella la pasión del hombre: la agonía de Cristo.

La palabra de la revelación y la luz de la fe nos permiten descubrir mediante la pasión de Cristo la elevación del hombre. La plenitud de su dignidad.

  1. De ahí que, cuando con esta mirada abrazamos la cruz de Cristo, asumen para nosotros una elocuencia aún mayor las palabras pronunciadas, desde lo alto de esa cruz, a María: “Mujer, he ahí a tu hijo”. Y a Juan: “He ahí a tu Madre”.

Estas palabras pertenecen como a un testamento de nuestro Redentor. Aquel que con su cruz ha realizado el designio eterno del amor de Dios, que nos restituye en la cruz la dignidad de hijos adoptivos de Dios, El mismo nos confía, en el momento culminante de su sacrificio, a su propia Madre como hijos. En efecto, creemos que la palabra “he ahí a tu hijo” se refiere no sólo al único discípulo que ha perseverado junto a la cruz de su Maestro, sino también a todos los hombres.

  1. La tradición del santuario de Luján ha colocado estas palabras en el centro mismo de la liturgia, a cuya participación invita a todos los peregrinos. Es como si quisiera decir: aprended a mirar al misterio que constituye la gran perspectiva para los destinos del hombre sobre la tierra, y aun después de la muerte. Sabed ser también hijos e hijas de esta Madre, que Dios en su amor ha dado al propio hijo como Madre.

Aprended a mirar de esta manera, particularmente en los momentos difíciles y en las circunstancias de mayor responsabilidad; hacedlo así en este instante en que el Obispo de Roma quiere estar entre vosotros como peregrino, rezando a los pies de la Madre de Dios en Luján, santuario de la nación argentina.

  1. Meditando sobre el misterio de la elevación de cada hombre en Cristo: de cada hijo de esta nación, de cada hijo de la humanidad, repito con vosotros las palabras de María:
    Grandes cosas ha hecho por nosotros el Poderoso, (cf. Lc1, 49)  “cuyo nombre es santo. / Su misericordia se derrama de generación en generación sobre los que le temen. /Desplegó el poder de su brazo y dispersó a los que se engríen con los pensamientos de su corazón… / Acogió a Israel, su siervo, acordándose de su misericordia. /Según lo que había prometido a nuestros padres, a Abraham y a su descendencia para siempre”.

¡Hijos e hijas del Pueblo de Dios!

¡Hijos e hijas de la tierra argentina, que os encontráis reunidos en este santuario de Luján! ¡Dad gracias al Dios de vuestros padres por la elevación de cada hombre en Cristo, Hijo de Dios!

Desde este lugar, en el que mi predecesor Pío XII creyó llegar “al fondo del alma del gran pueblo argentino”, seguid creciendo en la fe y en el amor al hombre.

Y Tú, Madre, escucha a tus hijos e hijas de la nación argentina, que acogen como dirigidas a ellos las palabras pronunciadas desde la cruz: ¡He ahí a tu hijo! ¡He ahí a tu Madre!

En el misterio de la redención, Cristo mismo nos confió a Ti, a todos y cada uno.

Al santuario de Luján hemos venido hoy en el espíritu de esa entrega. Y yo – Obispo de Roma – vengo también para pronunciar este acto de ofrecimiento a Ti de todos y cada uno.

De manera especial te confío todos aquellos que, a causa de los recientes acontecimientos, han perdido la vida: encomiendo sus almas al eterno reposo en el Señor. Te confío asimismo los que han perdido la salud y se hallan en los hospitales, para que en la prueba y el dolor sus ánimos se sientan confortados.

Te encomiendo todas las familias y la nación. Que todos sean partícipes de esta elevación del hombre en Cristo proclamada por la liturgia de hoy. Que vivan la plenitud de la fe, la esperanza y la caridad como hijos e hijas adoptivos del Padre Eterno en el Hijo de Dios.

Que por tu intercesión, oh Reina de la paz, se encuentren las vías para la solución del actual conflicto, en la paz, en la justicia y en el respeto de la dignidad propia de cada nación.

Escucha a tus hijos, muéstrales a Jesús, el Salvador, como camino, verdad, vida y esperanza. Así sea.

SERMÓN SOBRE LOS DOLORES DE LA VIRGEN

¿Qué corazón podría permanecer insensible al ver a una Madre tan santa y tan llena de amor sufrir tanto? De hecho, ningún corazón podría comprender completamente el dolor de María al ver a su Hijo Jesús sufrir tanto por nosotros.

San Juan María Vianney

 

Mis hermanos:

Hoy meditamos sobre los dolores de Nuestra Señora. ¿Qué corazón podría permanecer insensible al ver a una Madre tan santa y tan llena de amor sufrir tanto? De hecho, ningún corazón podría comprender completamente el dolor de María al ver a su Hijo Jesús sufrir tanto por nosotros.

Nuestra Señora de los Dolores es ese modelo perfecto de paciencia y sumisión a la voluntad de Dios, incluso en medio de las mayores pruebas. Sus dolores fueron muchos, y, como nos recuerda la tradición de la Iglesia, estos dolores son siete:

La profecía de Simeón:
Cuando el anciano Simeón tomó al Niño Jesús en sus brazos en el Templo y le dijo a María: “Este niño está destinado a ser causa de caída y de resurgimiento para muchos en Israel, y será una señal de contradicción; y a ti, una espada te atravesará el alma”. ¡Oh, qué amargo fue este momento para Nuestra Señora! Ella ya veía, en espíritu, los tormentos de su Hijo, el desprecio que Él sufriría, y la agonía de su muerte en la cruz.

La huida a Egipto:
Poco después del nacimiento de Jesús, Herodes busca matar al Niño, y José recibe un aviso del ángel para huir. María debe escapar a un país extranjero, llevando a su Hijo en brazos. ¡Qué angustia para la Madre de Dios ver a su Hijo amenazado de muerte por un tirano cruel, y no tener un lugar seguro para Él!

La pérdida de Jesús en el Templo:
Imaginemos la aflicción de María cuando, al regresar de Jerusalén, se da cuenta de que su Hijo ha desaparecido. Durante tres días, ella y San José lo buscan, hasta que finalmente lo encuentran en el Templo. ¡Oh, qué dolor para el corazón de una madre, buscar a su Hijo amado sin saber dónde está!

El encuentro con Jesús en el camino del Calvario:
Este encuentro es quizá el más doloroso. María ve a su Hijo herido, sangrando y cargando una pesada cruz sobre sus hombros. Lo acompaña con el corazón destrozado. Cada paso de Jesús es como una espada que atraviesa el alma de María.

La crucifixión de Jesús:
¡Oh, mis hermanos, qué dolor indescriptible! María está allí, al pie de la cruz, presenciando la muerte de su Hijo. Jesús es clavado en la cruz, y María escucha el sonido de los martillos que perforan sus manos y pies. Escucha sus palabras de agonía, ve su cuerpo desfigurado, pero no puede hacer nada para aliviar su sufrimiento. Todo el dolor de Jesús es también el dolor de María.

El cuerpo de Jesús es bajado de la cruz:
Cuando Jesús es retirado de la cruz, su cuerpo sin vida es colocado en los brazos de su Madre. Ella lo sostiene, lo contempla, y ve todas las llagas y heridas que Él sufrió por nuestra salvación. María sufre en silencio, aceptando este inmenso dolor con una sumisión perfecta a la voluntad de Dios.

La sepultura de Jesús:
Finalmente, el cuerpo de Jesús es colocado en el sepulcro. María debe despedirse de su Hijo. ¡Qué momento de desolación! Para una madre, no hay dolor más grande que ver a su hijo muerto ser enterrado. Y, sin embargo, María soporta todo esto con fe y confianza.

Mis hermanos, ¿qué nos enseñan los dolores de Nuestra Señora? Nos muestran el camino de la paciencia, de la sumisión y de la confianza en Dios, incluso en los momentos más difíciles. María no se rebela, no cuestiona los designios de Dios. Ella acepta todo con un amor profundo y una confianza inquebrantable en su Señor.

Debemos aprender de Nuestra Señora a aceptar las cruces que Dios permite en nuestras vidas. Muchas veces, en nuestros dolores y sufrimientos, podemos ser tentados a desesperarnos o a murmurar contra Dios. Pero María nos enseña que, con fe y amor, podemos transformar nuestros sufrimientos en un camino de santificación.

Acerquémonos a Nuestra Señora de los Dolores en nuestros momentos de aflicción. Ella, que soportó tanto sufrimiento por amor a nosotros, ciertamente intercederá por nosotros ante su Hijo. Que, al meditar sobre sus dolores, podamos encontrar en ella el consuelo y la fuerza para cargar nuestras propias cruces.

Que Nuestra Señora de los Dolores nos acompañe siempre y nos conduzca a su Hijo, Jesucristo. Amén.