Archivos de categoría: Virgen María

María, miembro eminente y modelo de la Iglesia

Catequesis de Juan Pablo II

(30-VII-97)

  1. El papel excepcional que María desempeña en la obra de la salvación nos invita a profundizar en la relación que existe entre ella y la Iglesia.

Según algunos, María no puede considerarse miembro de la Iglesia, pues los privilegios que se le concedieron: la inmaculada concepción, la maternidad divina y la singular cooperación en la obra de la salvación, la sitúan en una condición de superioridad con respecto a la comunidad de los creyentes.

Sin embargo, el concilio Vaticano II no duda en presentar a María como miembro de la Iglesia, aunque precisa que ella lo es de modo «muy eminente y del todo singular» (Lumen gentium, 53): María es figura, modelo y madre de la Iglesia. A pesar de ser diversa de todos los demás fieles, por los dones excepcionales que recibió del Señor, la Virgen pertenece a la Iglesia y es miembro suyo con pleno título.

  1. La doctrina conciliar halla un fundamento significativo en la sagrada Escritura. Los Hechos de los Apóstoles refieren que María está presente desde el inicio en la comunidad primitiva (cf. Hch 1,14), mientras comparte con los discípulos y algunas mujeres creyentes la espera, en oración, del Espíritu Santo, que vendrá sobre ellos.

Después de Pentecostés, la Virgen sigue viviendo en comunión fraterna en medio de la comunidad y participa en las oraciones, en la escucha de la enseñanza de los Apóstoles y en la «fracción del pan», es decir, en la celebración eucarística (cf. Hch 2,42).

Ella, que vivió en estrecha unión con Jesús en la casa de Nazaret, vive ahora en la Iglesia en íntima comunión con su Hijo, presente en la Eucaristía.

  1. María, Madre del Hijo unigénito de Dios, es Madre de la comunidad que constituye el Cuerpo místico de Cristo y la acompaña en sus primeros pasos.

Ella, al aceptar esa misión, se compromete a animar la vida eclesial con su presencia materna y ejemplar. Esa solidaridad deriva de su pertenencia a la comunidad de los rescatados. En efecto, a diferencia de su Hijo, ella tuvo necesidad de ser redimida, pues «se encuentra unida, en la descendencia de Adán, a todos los hombres que necesitan ser salvados» (Lumen gentium, 53). El privilegio de la inmaculada concepción la preservó de la mancha del pecado, por un influjo salvífico especial del Redentor.

María, «miembro muy eminente y del todo singular» de la Iglesia, utiliza los dones que Dios le concedió para realizar una solidaridad más completa con los hermanos de su Hijo, ya convertidos también ellos en sus hijos.

  1. Como miembro de la Iglesia, María pone al servicio de los hermanos su santidad personal, fruto de la gracia de Dios y de su fiel colaboración. La Inmaculada constituye para todos los cristianos un fuerte apoyo en la lucha contra el pecado y un impulso perenne a vivir como redimidos por Cristo, santificados por el Espíritu e hijos del Padre.

«María, la madre de Jesús» (Hch 1,14), insertada en la comunidad primitiva, es respetada y venerada por todos. Cada uno comprende la preeminencia de la mujer que engendró al Hijo de Dios, el único y universal Salvador. Además, el carácter virginal de su maternidad le permite testimoniar la extraordinaria aportación que da al bien de la Iglesia quien, renunciando a la fecundidad humana por docilidad al Espíritu Santo, se consagra totalmente al servicio del reino de Dios.

María, llamada a colaborar de modo íntimo en el sacrificio de su Hijo y en el don de la vida divina a la humanidad, prosigue su obra materna después de Pentecostés. El misterio de amor que se encierra en la cruz inspira su celo apostólico y la compromete, como miembro de la Iglesia, en la difusión de la buena nueva.

Las palabras de Cristo crucificado en el Gólgota: «Mujer, he ahí a tu Hijo» (Jn 19,26), con las que se le reconoce su función de madre universal de los creyentes, abrieron horizontes nuevos e ilimitados a su maternidad. El don del Espíritu Santo, que recibió en Pentecostés para el ejercicio de esa misión, la impulsa a ofrecer la ayuda de su corazón materno a todos los que están en camino hacia el pleno cumplimiento del reino de Dios.

  1. María, miembro muy eminente de la Iglesia, vive una relación única con las personas divinas de la santísima Trinidad: con el Padre, con el Hijo y con el Espíritu Santo. El Concilio, al llamarla «Madre del Hijo de Dios y, por tanto, (…) hija predilecta del Padre y templo del Espíritu Santo» (Lumen gentium, 53), recuerda el efecto primario de la predilección del Padre, que es la divina maternidad.

Consciente del don recibido, María comparte con los creyentes las actitudes de filial obediencia y profunda gratitud, impulsando a cada uno a reconocer los signos de la benevolencia divina en su propia vida.

El Concilio usa la expresión «templo» (sacrarium) del Espíritu Santo. Así quiere subrayar el vínculo de presencia, de amor y de colaboración que existe entre la Virgen y el Espíritu Santo. La Virgen, a la que ya san Francisco de Asís invocaba como «esposa del Espíritu Santo» (cf. Antífona, del Oficio de la Pasión), estimula con su ejemplo a los demás miembros de la Iglesia a encomendarse generosamente a la acción misteriosa del Paráclito y a vivir en perenne comunión de amor con él.

[L’Osservatore Romano, edición semanal en lengua española, del 1-VIII-97]

María y la resurrección de Cristo

JUAN PABLO II

AUDIENCIA GENERAL

Miércoles 21 de mayo de 1997

 

1. Después de que Jesús es colocado en el sepulcro, María «es la única que mantiene viva la llama de la fe, preparándose para acoger el anuncio gozoso y sorprendente de la Resurrección» (Catequesis durante la audiencia general del 3 de abril de 1996, n. 2: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 5 de abril de 1996, p. 3). La espera que vive la Madre del Señor el Sábado santo constituye uno de los momentos más altos de su fe: en la oscuridad que envuelve el universo, ella confía plenamente en el Dios de la vida y, recordando las palabras de su Hijo, espera la realización plena de las promesas divinas.

Los evangelios refieren varias apariciones del Resucitado, pero no hablan del encuentro de Jesús con su madre. Este silencio no debe llevarnos a concluir que, después de su resurrección, Cristo no se apareció a María; al contrario, nos invita a tratar de descubrir los motivos por los cuales los evangelistas no lo refieren.

Suponiendo que se trata de una «omisión», se podría atribuir al hecho de que todo lo que es necesario para nuestro conocimiento salvífico se encomendó a la palabra de «testigos escogidos por Dios» (Hch 10, 41), es decir, a los Apóstoles, los cuales «con gran poder» (Hch 4, 33) dieron testimonio de la resurrección del Señor Jesús. Antes que a ellos, el Resucitado se apareció a algunas mujeres fieles, por su función eclesial: «Id, avisad a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán» (Mt 28, 10).

Si los autores del Nuevo Testamento no hablan del encuentro de Jesús resucitado con su madre, tal vez se debe atribuir al hecho de que los que negaban la resurrección del Señor podrían haber considerado ese testimonio demasiado interesado y, por consiguiente, no digno de fe.

2. Los evangelios, además, refieren sólo unas cuantas apariciones de Jesús resucitado, y ciertamente no pretenden hacer una crónica completa de todo lo que sucedió durante los cuarenta días después de la Pascua. San Pablo recuerda una aparición «a más de quinientos hermanos a la vez» (1 Co 15, 6). ¿Cómo justificar que un hecho conocido por muchos no sea referido por los evangelistas, a pesar de su carácter excepcional? Es signo evidente de que otras apariciones del Resucitado, aun siendo consideradas hechos reales y notorios, no quedaron recogidas.

¿Cómo podría la Virgen, presente en la primera comunidad de los discípulos (cf. Hch 1, 14), haber sido excluida del número de los que se encontraron con su divino Hijo resucitado de entre los muertos?

3. Más aún, es legítimo pensar que verosímilmente Jesús resucitado se apareció a su madre en primer lugar. La ausencia de María del grupo de las mujeres que al alba se dirigieron al sepulcro (cf. Mc 16, 1; Mt 28, 1), ¿no podría constituir un indicio del hecho de que ella ya se había encontrado con Jesús? Esta deducción quedaría confirmada también por el dato de que las primeras testigos de la resurrección, por voluntad de Jesús, fueron las mujeres, las cuales permanecieron fieles al pie de la cruz y, por tanto, más firmes en la fe.

En efecto, a una de ellas, María Magdalena, el Resucitado le encomienda el mensaje que debía transmitir a los Apóstoles (cf. Jn 20, 17-18). Tal vez, también este dato permite pensar que Jesús se apareció primero a su madre, pues ella fue la más fiel y en la prueba conservó íntegra su fe.

Por último, el carácter único y especial de la presencia de la Virgen en el Calvario y su perfecta unión con su Hijo en el sufrimiento de la cruz, parecen postular su participación particularísima en el misterio de la Resurrección.

Un autor del siglo V, Sedulio, sostiene que Cristo se manifestó en el esplendor de la vida resucitada ante todo a su madre. En efecto, ella, que en la Anunciación fue el camino de su ingreso en el mundo, estaba llamada a difundir la maravillosa noticia de la resurrección, para anunciar su gloriosa venida. Así inundada por la gloria del Resucitado, ella anticipa el «resplandor» de la Iglesia (cf. Sedulio, Carmen pascale, 5, 357-364: CSEL 10, 140 s).

4. Por ser imagen y modelo de la Iglesia, que espera al Resucitado y que en el grupo de los discípulos se encuentra con él durante las apariciones pascuales, parece razonable pensar que María mantuvo un contacto personal con su Hijo resucitado, para gozar también ella de la plenitud de la alegría pascual.

La Virgen santísima, presente en el Calvario durante el Viernes santo (cf. Jn 19, 25) y en el cenáculo en Pentecostés (cf. Hch 1, 14), fue probablemente testigo privilegiada también de la resurrección de Cristo, completando así su participación en todos los momentos esenciales del misterio pascual. María, al acoger a Cristo resucitado, es también signo y anticipación de la humanidad, que espera lograr su plena realización mediante la resurrección de los muertos.

En el tiempo pascual la comunidad cristiana, dirigiéndose a la Madre del Señor, la invita a alegrarse: «Regina caeli, laetare. Alleluia». «¡Reina del cielo, alégrate. Aleluya!». Así recuerda el gozo de María por la resurrección de Jesús, prolongando en el tiempo el «¡Alégrate!» que le dirigió el ángel en la Anunciación, para que se convirtiera en «causa de alegría» para la humanidad entera.

María junto a la cruz

“Mujer, he ahí a tu hijo”[1]

           P.  Gustavo Pascual, monje IVE.

 

            El evangelista Juan hace alusión a cuatro personas que estaban junto a la cruz de Jesús. Tres mujeres: María, la madre de Jesús, María la de Cleofás, hermana de su madre y María Magdalena, que era discípula de Jesús. Además hace referencia a un hombre: el discípulo que Él amaba[2], Juan. Estaban de pie, parados junto a la cruz.

            Jesús mira a ambos y se dirige a su madre: “Mujer, he ahí a tu hijo” y después se dirige al discípulo: “he ahí a tu Madre”. Esta es la tercera palabra que pronunció Jesús desde la cruz.

            Jesús llama a su madre “mujer”. Además de este pasaje hay otros dos en los cuales la Escritura llama a María “mujer”. Uno del mismo Juan, en las bodas de Caná: “¿Qué tengo yo contigo, mujer?[3] Y el otro del Génesis, pasaje llamado Protoevangelio, que se refiere a María y a Jesús en la victoria sobre el diablo y sus secuaces. Dice el texto: “Enemistad pondré entre ti y la mujer, entre tu linaje y su linaje: él te pisará la cabeza mientras acechas tú su calcañar”[4].

            Al pie de la cruz María desempeña la función de Nueva Eva porque junto al Nuevo Adán, Jesús, vencen el poder del diablo y devuelven a la humanidad entera la amistad con Dios restaurando al hombre y convirtiéndolo en “un nuevo viviente”. Pero, además, María al pie de la cruz cumple una función de mediadora, como en Caná, ya que por ella nos llega el don más precioso que es la redención.

            María es Nueva Eva porque ha colaborado de una manera activa en la redención de los hombres. Ella, desde su “hágase”, ha estado estrechamente unida a Jesús en la obra redentora, pero, especialmente en este momento de la crucifixión. En este paso se cumple la profecía de Simeón: ¡y a ti misma una espada te atravesará el alma![5] María sufre junto a su Hijo para la remisión de los pecados. La Iglesia la titula Corredentora de los hombres.

            Pero, también, cumple como en Caná la función de mediadora para obtener para los hombres las gracias que su Hijo, junto a ella, consiguió en la cruz. Todas las gracias de la redención llegan a los hombres por María.

            “He ahí a tu Madre”. Jesús deja como testamento último de su vida a su madre y se la entrega a Juan, el discípulo amado. Este testamento de Jesús a Juan, enseña la Iglesia, es el testamento de la maternidad espiritual de María sobre todos los creyentes. ¿Por qué sobre todos los creyentes? Porque aunque Eva fue la madre de todos los vivientes María es madre de todos los nuevos vivientes. ¿Quiénes son los nuevos vivientes? Los hombres nuevos que han sido recreados por la pasión de Jesús y la compasión de María. María es madre espiritual de todos los cristianos. Es madre espiritual de la Iglesia.

El gesto de Jesús… tiene un valor simbólico. No es sólo un gesto de carácter familiar, propio de un hijo que se preocupa no sólo de lo que va a ser de su madre, sino el gesto del Redentor del mundo que asegura a María, como mujer, una función de nueva maternidad respecto a todos los hombres, llamados a reunirse en la Iglesia. En ese momento, por tanto, María es constituida, casi se podría decir que consagrada, como Madre de la Iglesia desde lo alto de la cruz”[6].

            “Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa”. “De la Potterie cree que traducciones de la última frase como la recibió en su casa, la tomó consigo, etc. no expresan suficientemente todo el sentido del texto. Por eso le parece más adecuado traducir la acogió en su intimidad o entre los bienes propios o en la propia vida”[7].

            ἔλαβεν ὁ μαθητὴς αὐτὴν εἰς τὰ ἴδια.  “A partir de aquella hora el discípulo la acogió en su intimidad”.

            “El verbo ἔλαβεν (“élaben”) no significa simplemente que el discípulo la “llevó” a su casa ni que “la recibió” pasivamente. Aquí el objeto de la acogida es la persona viviente de María. Se trata de una acogida en la fe.

            Además εἰς τὰ ἴδια (“eis ta ídia”) significa que la acogió “entre sus bienes espirituales propios”, es decir, en su intimidad, en su vida interior, en su vida de fe. Por tanto, una característica del ser creyente es acoger a María en la propia vida de fe”[8].

            “Los nuevos vivientes”, los creyentes, se distinguen por acoger a María en su vida de fe.

Cristo ha venido a nosotros por María… Si queremos ser cristianos, debemos ser marianos, es decir, debemos reconocer la relación esencial, vital, providencial que une a la Virgen con Jesús y que a nosotros nos abre el camino que nos lleva a Él. Es una doble vía: la del ejemplo y la de la intercesión.

 ¿Queremos ser cristianos, o sea, imitadores de Jesucristo? Pongamos nuestros ojos en María: Ella es la figura más perfecta de la semejanza con Jesucristo. Ella es el tipo. Ella es la imagen que refleja mejor que ninguna otra al Señor; es, como dice el Concilio, el modelo más excelente en la fe y en la caridad (L.G. 53, 61, 65, etc.)…

La segunda vía que Ella, la Virgen, nos abre para llegar a nuestra salvación en Cristo Señor es su protección. Ella es nuestra aliada, nuestra abogada. Ella es la confianza de los pobres, de los humildes, de los que sufren. ¡Ella es también el refugio de los pecadores! Ella tiene una misión de piedad, de bondad, de intercesión por todos. Ella es la consoladora de todo nuestro dolor. Ella nos enseña a ser buenos, a ser fuertes, a ser compasivos con todos. Ella es la reina de la paz. Ella es la madre de la Iglesia”[9].

[1] El viernes de pasión, es decir el viernes de la quinta semana de cuaresma, se puede celebrar la misa votiva de María junto a la cruz.

[2] Jn 13, 23; Jn 21, 20

[3] 2, 4

[4] 3, 15

[5] Lc 2, 35

[6] San Juan Pablo II, Audiencia general de 23 noviembre 1988.

[7] De la Potterie, Ignace: Maria nel mistero dell’alleanza, Marietti 1988, pág. 229.

[8] Otaño, María, mujer de fe, madre de nuestra fe, Servicio de Publicaciones marianistas Madrid 1996, 60.

[9] Pablo VI el 24 de abril de 1970 en el santuario de la Madonna di Bonaria en Cagliari (Cerdeña).

La soledad de María Santísima

Meditación del Viernes Santo…

(Una invitación a imaginar)

P. Jason Jorquera M.

Una vez oí a un sacerdote en el seminario decir que cuando una mujer pierde a su marido la llamamos viuda; cuando un hijo pierde a sus padres lo llamamos huérfano; pero cuando una madre pierde a su hijo…, es un dolor que no tiene nombre.

Y en el caso de María santísima, como es único, porque perdió al mismo tiempo a su Hijo que era Dios, la santa Iglesia le ha puesto un nombre a este momento tan doloroso y lo ha llamado la soledad de la Virgen.

Dice Royo Marín que a partir de las palabras de la profecía del anciano Simeón María comienza a ser, desde entonces y sobre todo, “la Virgen de los dolores”,  porque sabe que su Hijo será signo de contradicción y que, a su vez, una espada le atravesará el corazón (Lc 2,35), profecía que culmina en esta soledad que hoy recordamos.

     El recuerdo de la soledad de la Virgen está unido inseparablemente al primer Viernes Santo de la historia. Y para conmemorar esta soledad de la Madre de Dios, hoy se nos propone acompañar a la Virgen por su vía dolorosa, es decir, por el Vía Crucis que atravesó su alma pura.

     Consideremos a la madre al pie de la Cruz…

Cómo contempla con heroica fortaleza aquel último suspiro de su Hijo amado; suspiro que junto con su vida parece querer llevarse también la de su Madre. La Virgen había perdido todo, como si hubiera perdido su vida misma: su pena era grande como el mar y nadie la podía compartir, estaba más allá de las palabras.

     Miremos a José de Arimatea y Nicodemo

Los dos nobles judíos descolgaron cuidadosamente el cadáver del Mesías y lo entregaron a su Madre. Dice el Padre Castellani que aquí comienza propiamente la soledad de María que el pueblo cristiano contempla la noche del Viernes Santo. Porque este es el último abrazo de la Madre al cuerpo inerte de su inocente Hijo, y así también es la primera escena de la corredención que la iglesia naciente puede visiblemente contemplar.

De ella escribe el poeta:

“he aquí helados, cristalinos

en el maternal regazo

muertos ya para el abrazo

aquellos miembros divinos.

Fríos cierzos asesinos

helaron todas las flores,

oh madre mía, no llores.

Cómo lloraba María.

la llaman desde ese día

la Virgen de  los dolores”

(Gerardo Diego)

     Es por eso que la santa Iglesia aplica de manera admirable a la Virgen María las palabras del profeta jeremías: “¿a quién te compararé y asemejaré, hija de Jerusalén?, ¿a quién te igualaría yo para consolarte, virgen hija de Sion? Tu quebranto es grande como el mar” (Lam 2,13); y explica Royo Marín: Porque así como el mar es lo más extenso, lo más profundo y lo más amargo que existe sobre la tierra, así fue también el dolor de la Virgen:

1°) El dolor más extenso, porque abrazó toda su vida;

2°) El más profundo, porque procedía del más profundo de todos los amores: el amor hacia su Hijo que era a la vez su Dios;

3°) El más amargo, porque no hay tormento ni amargura que se pueda comparar al martirio que sufrió María al perder a su Hijo, a “su Jesús”.

Jesús ya no está

Y la Virgen queda sola en estas terribles horas de tinieblas  con su única y gran compañera que es la fe.

Dice el P. Castellani que ella sabía que Jesús había de resucitar, pero eso no suprimía su pena, que era “presentemente demasiado grande”. Una aflicción muy grande llena y domina el alma; ¿acaso una madre que ha visto morir a su hijo cesa en su llanto por pensar que ahora está en el cielo?, el consuelo futuro se hace como lejano… pues María conserva la fe en las promesas de su Hijo, sabe que volverá, pero también conserva su delicado corazón de madre, que no cesa de repetirle en cada latido que Jesús ya no está.

     Luego llega el momento de depositar el cuerpo del Señor en el sepulcro

Con cuánta dificultad lo entregaría la Madre que ahora inclusive de esto se ve privada cuando la roca sella la entrada del sepulcro.

La madre de la iglesia naciente regresa desolada hacia el cenáculo. Habrá regresado por el mismo lugar, tal vez reconociendo en el camino de regreso varias manchas de la sangre preciosísima de su Hijo: la sangre que tomó de sus entrañas purísimas y que ahora derramó maravillosamente por la redención de los hombres. Bien se aplican a la Virgen las palabras del profeta en estos terribles momentos: “Oh, vosotros cuantos pasáis por el camino, mirad y ved si hay dolor comparable a mi dolor, a dolor con que soy atormentada” (Lam 1,2).

Pensemos que al pasar por el calvario se detiene unos instantes ante la cruz…

Quedaba por primera vez sobre la tierra el símbolo que fija la dirección de nuestras vidas; y María así la contempla.

Luego recoge las reliquias de la pasión del Redentor: los clavos, la corona de espinas, los lienzos, y continúa hacia el cenáculo.

Entra silenciosa, y encuentra allí a todos los que habían huido…

Ahí están los apóstoles como apóstatas que habían abandonado al Maestro; ahí están escondidos los que habían prometido seguirlo hasta la muerte. Pedro es el primero en acercarse, avergonzado, como con odio contra sí mismo, deshecho en lágrimas pero confiando en la misericordia de Jesús que “lo miro”…; y lo miró no como el soberano juez, sino como manso Cordero.

     También los demás apóstoles se acercan y le piden perdón; están todos menos el traidor: el resto no desesperó. Y María santísima, como verdadera y tierna madre, en nombre de su Hijo los perdona y los consuela; y la más desconsolada se vuelve el único consuelo.

Luego pide estar sola… quiere rezar, quiere meditar en el plan divino que se cumple en su divino Hijo, necesita recogerse en el silencio pues, como sea, acaba de morir su Hijo.

Nosotros, como escondidos, contemplando a la Virgen en estos momentos podemos observarla en su silencio: la Virgen, las tinieblas y su fe.

     De pronto se dejan caer tanto dolorosas como tiernas lágrimas de los ojos purísimos de la más santa de las mujeres, de la “más madre” de todas, ¡y por qué no!, si el mismo Cristo consagró y dignificó las lágrimas al derramarlas Él también por su amigo Lázaro y cuando miró desde lejos a Jerusalén, la ciudad santa que venía a salvar y que terminaría entregándolo a la muerte. Las lágrimas de María no contradicen su fortaleza: conserva la fe, tiene firme su esperanza pero aún posee, y más que nunca, sus maternales entrañas. Llora por su Hijo, llora por su soledad, pero el sufrimiento de María es completamente diferente al de los demás pues no desespera y esto es lo “maravilloso” de su dolor, pues el dolor de la Virgen que está en la más profunda  desolación y abandono, inmersa en las más densas tinieblas del espíritu, sin su Hijo y sin consuelo, y, sin embargo, es un dolor que espera. Porque María posee algo más fuerte que la muerte y ese algo es la fe: la fe se purifica en el dolor, en el sufrimiento, en las tinieblas, en las pruebas,… en la soledad.

     La Virgen de los dolores en su máxima soledad nos ha dado el mayor ejemplo de fe: más que los santos, incluso más que los mártires, porque a los ojos del mundo esperó contra toda esperanza, y a los ojos de la fe no dudó nunca que volvería a ver a su Hijo, pese a su dolor, pese a su terrible soledad, pese a que todo lo demás le decía lo contrario.

     En este día nosotros debemos compartir la soledad de la Virgen, la soledad de la “Madre de los dolores”, pues Jesús ya no está… ha muerto por nuestros pecados para darnos vida con su muerte.

     La Virgen supo esperar. Esperemos nosotros también con ella, con sus sentimientos y aflicciones en esta ausencia de Jesús nuestro Señor.

     Le pedimos a la santísima Virgen de los dolores la gracia de poder esperar junto con ella el regreso de su querido Hijo, de acompañarla en su dolor, de compartir sus penas y de purificar junto con ella nuestra fe en la esperanza, aun cuando ésta sea lo único que permanezca en la soledad.

Se lo pedimos con las hermosas palabras que le dedica José María Pemán al final del poema que le escribe a su soledad:

“…Pero en tanto que Él asoma,

Señora, por las cañadas,

-¡por tus tocas enlutadas

Y tus ojos de paloma!-

Recibe mi angustia y toma

En tus manos mi ansiedad.

Y, séame, por piedad,

Señora del mayor duelo,

Tu soledad sin consuelo,

Consuelo en mi soledad.”

La fidelidad de María

El ejemplo de nuestra Madre

P. Gustavo Pascual, IVE.

 

Tenemos que conocer nuestros talentos para dar frutos de santidad. Tenemos que ser fieles a los carismas (talentos) descubiertos con el mismo fin: dar frutos de santidad.

            Jesús pide a todos vigilancia[1] y al siervo especialmente fidelidad. “Dichoso ese siervo a quien el amo, al llegar, le hallare haciendo así”[2]. “Lo que en los administradores se busca es que sean fieles”[3]. Hay que trabajar durante esta vida, día y noche[4] para ganar el cielo.

            Y ¿qué hay que hacer? Vea cada uno.

            Dios nos pone en esta vida y nos da talentos y nos manda hacer rendir los talentos. Para todos es el mandato: “sed fecundos y multiplicaos y henchid la tierra y sometedla”[5]. Hay que crear algo en esta vida y ese algo es algo particular. Cada uno tiene una misión creativa pensada eternamente por Dios.

            En los talentos (oficios) encargados nos jugamos la eternidad, nuestra fidelidad a esa administración debe ser de por vida y con la vida.

            Los dos signos más expresivos de la fidelidad son: la creatividad y la entrega martirial. La creatividad que hace rendir nuestros talentos y la entrega a la misión encomendada nacen del amor.

La fidelidad de María

           Dios la conoció eternamente, la amó y le dio gracias para cumplir una misión[6].

            Y ella fue fiel. No sólo en la respuesta al ángel sino durante toda la vida. De María se alaba su fidelidad[7].

            Jesucristo es fruto de la Virgen fiel. Lo concibió primero en su mente por la fe y luego en su cuerpo, dice San Agustín[8].

            El Verbo Encarnado es fruto del amor de Dios y del amor de María.

            Pero el fruto del sí de María no se debe tanto a su plenitud de gracia cuanto a la fidelidad a su plenitud de gracias, que son sus talentos.

            La creatividad religiosa de María es el Verbo Encarnado y su martirio somos nosotros, sus hijos espirituales; ambas cosas proceden del amor y son expresión de la fidelidad a Dios. ¡Frutos inmensos! Ella lo reconoce: “ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso”,[9] y ¿por qué?, por su fidelidad.

            Si fuéramos fieles ¡cuánto haríamos!

Si nosotros en nuestra vida, en nuestra relación con Dios, no creamos nada, nos estamos comportando como el siervo haragán del Evangelio[10]. Por lo pronto hay que crear santidad en nosotros mismos, aunque cada uno de manera especial, según sus talentos.

            Pero se crea cuando se ama, como hizo Dios en la creación o nuestros padres al darnos la vida.

            María fue fiel a la administración que Dios le encomendó. Su creatividad religiosa fue la más sublime que criatura alguna pudo dar: la Encarnación, nuestra maternidad, su Maternidad y la redención de los hombres. El plan eterno de Dios se concreta por la fidelidad de María.

            Jesús creó una nueva criatura por amor, pero el amor le costó todo, hasta la última gota de sangre. Por eso en Jesús y en María la creatividad va unida a la entrega hasta la muerte. Jesús en la cruz y María también en la cruz para que nosotros seamos hijos de Dios.

            No hay creación sin amor, como no hay amor más grande que dar la vida por el prójimo.

            Pidamos a María la fidelidad para imitarla y hacer como ella obras muy grandes como Dios lo tiene pensado para nosotros desde la eternidad.

[1] Cf. Mt 24, 42-51

[2] Lc 12, 43

[3] 1 Co 4, 2

[4] Cf. E.E. nº 93 y 95.

[5] Gn 1, 28

[6] Cf. III, 27, 4c

[7] Cf. Lc 1, 45

[8] Cf. Sermón 25

[9] Lc 1, 49

[10] Cf. Mt 25, 24-30

Ave María

Poesía dedicada a la Virgen

 

Dios te salve María,

noble albricia del Amor,

causa de nuestra alegría

y alabanza del Señor;

 

Llena eres de gracia

por divina dilección;

tu alma pura, sin falacia,

no conoce corrupción;

 

El Señor está contigo

como el sol junto a la luz,

como está en la espiga el trigo

o los brazos en la cruz.

Bendita, Madre, tú eres

-oh sagrario celestial-

entre todas las mujeres,

por ser Madre Virginal,

 

Y bendito sea el fruto

de tu vientre: tu Jesús,

cuya entrega fue el tributo

que agradó al Padre en la cruz.

 

“Santa María”, te aclaman

los creyentes con su voz,

y en los cielos te proclaman

como aquí, “Madre de Dios”;

 

Ruega tú, Corredentora,

por nosotros, pecadores,

desde ahora y en la hora

de la muerte y sus albores.

Amén.

 

P. Jason.

Sobre la Inmaculada concepción

SANTA MISA CON OCASIÓN DEL 150° ANIVERSARIO
DE LA PROCLAMACIÓN DEL DOGMA DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN

Homilía de san Juan Pablo II

Miércoles 8 de diciembre de 2004

1. “Alégrate, María, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lc 1, 28).

Con estas palabras del arcángel Gabriel, nos dirigimos a la Virgen María muchas veces al día. Las repetimos hoy con ferviente alegría, en la solemnidad de la Inmaculada Concepción, recordando el 8 de diciembre de 1854, cuando el beato Pío IX proclamó este admirable dogma de la fe católica precisamente en esta basílica vaticana.

Saludo cordialmente a cuantos han venido hoy aquí, en particular a los representantes de las Sociedades mariológicas nacionales, que han participado en el Congreso mariológico y mariano internacional, organizado por la Academia mariana pontificia.

Amadísimos hermanos y hermanas, os saludo también a todos vosotros aquí presentes, que habéis venido a rendir homenaje filial a la Virgen Inmaculada. De modo especial, saludo al señor cardenal Camillo Ruini, al que renuevo mi más cordial felicitación por su jubileo sacerdotal, expresándole toda mi gratitud por el servicio que, con generosa entrega, ha prestado y sigue prestando a la Iglesia como mi vicario general para la diócesis de Roma y como presidente de la Conferencia episcopal italiana.

2. ¡Cuán grande es el misterio de la Inmaculada Concepción, que nos presenta la liturgia de hoy!
Un misterio que no cesa de atraer la contemplación de los creyentes e inspira la reflexión de los teólogos. El tema del Congreso que acabo de recordar -“María de Nazaret acoge al Hijo de Dios en la historia”- ha favorecido una profundización de la doctrina de la concepción inmaculada de María como presupuesto para la acogida en su seno virginal del Verbo de Dios encarnado, Salvador del género humano.

“Llena de gracia”,  “κεχαριτωµευη”:  con este apelativo, según el original griego del evangelio de san Lucas, el ángel se dirige a María. Este es el nombre con el que Dios, a través de su mensajero, quiso calificar a la Virgen. De este modo la pensó y vio desde siempre, ab aeterno.

3. En el himno de la carta a los Efesios, que se acaba de proclamar, el Apóstol alaba a Dios Padre porque “nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bienes espirituales y celestiales” (Ef 1, 3).
¡Con qué especialísima bendición Dios se ha dirigido a María desde el inicio de los tiempos! ¡Verdaderamente bendita, María, entre todas las mujeres! (cf. Lc, 1, 42).

El Padre la eligió en Cristo antes de la creación del mundo, para que fuera santa e inmaculada ante él por el amor, predestinándola como primicia a la adopción filial por obra de Jesucristo (cf. Ef 1, 4-5).

4. La predestinación de María, como la de cada uno de nosotros, está relacionada con la predestinación del Hijo. Cristo es la “estirpe” que “pisaría la cabeza” de la antigua serpiente, según el libro del Génesis (cf. Gn 3, 15); es el Cordero “sin mancha” (cf. Ex 12, 5; 1 P 1, 19), inmolado para redimir a la humanidad del pecado.

En previsión de la muerte salvífica de él, María, su Madre, fue preservada del pecado original y de todo otro pecado. En la victoria del nuevo Adán está también la de la nueva Eva, madre de los redimidos. Así, la Inmaculada es signo de esperanza para todos los vivientes, que han vencido a Satanás en virtud de la sangre del Cordero (cf. Ap 12, 11).

5. Contemplamos hoy a la humilde joven de Nazaret, santa e inmaculada ante Dios por el amor (cf. Ef 1, 4), el “amor” que, en su fuente originaria, es Dios mismo, uno y trino.

¡La Inmaculada Concepción de la Madre del Redentor es obra sublime de la santísima Trinidad! Pío IX, en la bula Ineffabilis Deus, recuerda que el Omnipotente estableció “con el mismo decreto el origen de María y la encarnación de la divina Sabiduría” (Pii IX Pontificis Maximi Acta, Pars prima, p. 559).

El “sí” de la Virgen al anuncio del ángel se sitúa en lo concreto de nuestra condición terrena, como humilde obsequio a la voluntad divina de salvar a la humanidad, no de la historia, sino en la historia. En efecto, preservada inmune de toda mancha de pecado original, la “nueva Eva” se benefició de modo singular de la obra de Cristo como perfectísimo Mediador y Redentor. Ella, la primera redimida por su Hijo, partícipe en plenitud de su santidad, ya es lo que toda la Iglesia desea y espera ser. Es el icono escatológico de la Iglesia.

6. Por eso la Inmaculada, que es “comienzo e imagen de la Iglesia, esposa de Cristo, llena de juventud y de limpia hermosura” (Prefacio), precede siempre al pueblo de Dios en la peregrinación de la fe hacia el reino de los cielos (cf. Lumen gentium, 58; Redemptoris Mater, 2).

En la concepción inmaculada de María la Iglesia ve proyectarse, anticipada en su miembro más noble, la gracia salvadora de la Pascua.

En el acontecimiento de la Encarnación encuentra indisolublemente unidos al Hijo y a la Madre:  “Al que es su Señor y su Cabeza y a la que, pronunciando el primer “fiat” de la nueva alianza, prefigura su condición de esposa y madre” (Redemptoris Mater, 1).

7. A ti, Virgen inmaculada, predestinada por Dios sobre toda otra criatura como abogada de gracia y modelo de santidad para su pueblo, te renuevo hoy, de modo especial, la consagración de toda la Iglesia.

Guía tú a sus hijos en la peregrinación de la fe, haciéndolos cada vez más obedientes y fieles a la palabra de Dios.

Acompaña tú a todos los cristianos por el camino de la conversión y de la santidad, en la lucha contra el pecado y en la búsqueda de la verdadera belleza, que es siempre huella y reflejo de la Belleza divina.

Obtén tú, una vez más, paz y salvación para todas las gentes. El Padre eterno, que te escogió para ser la Madre inmaculada del Redentor, renueve también en nuestro tiempo, por medio de ti, las maravillas de su amor misericordioso. Amén.

Presentación de la Virgen María

Los tres méritos de la Virgen Niña

Conmemoración litúrgica el 21 de noviembre

Esta fiesta es una de las doce fiestas principales del año litúrgico oriental. Comienza a celebrarse a partir del año 543 y pasó al calendario romano en 1585. Fue en este tiempo en que se dedicó una basílica a La Virgen María la Nueva.

La liturgia bizantina trata a la Madre de Dios como “la fuente perpetuamente manante del amor, el templo espiritual de la santa gloria de Cristo Nuestro Señor”.

En Occidente, se la presenta como el símbolo de la consagración que la Virgen Inmaculada hizo de sí misma al Señor en los albores de su vida consciente. Recordemos que muchos santos padres sostienen que la que sería la madre del salvador habría hecho voto de virginidad y que justamente por esto le pregunta al ángel que cómo sería posible que ella fuese la madre del Mesías si sabía que su voto había sido agradable a Dios.

«La presentación de la Virgen María no se encuentra en los cuatro evangelios. Sino que la tradición se remonta a partir del protoevangelio apócrifo de Santiago. […] donde se cuenta lo siguiente:

“María no tenía sino un año; Joaquín dijo a su fiel compañera: conduzcámosla al Templo para cumplir el voto que hemos hecho al Señor. Ana le respondió: esperemos más bien que ella cumpla sus tres años, cuando no tenga tanta necesidad de su padre ni de los cuidados de su madre… Está bien, dijo Joaquín…, [hasta que] llegó el momento solemne. Ana y Joaquín reunieron a las jóvenes de su tribu y se dirigieron hacia el templo del Señor. No llevaban ni cordero ni paloma, pero iban a ofrecer a aquella que debía concebir al Cordero de Dios para la Redención del mundo, la mística paloma de los jardines del cielo. Cuando los peregrinos llegaron al umbral del pórtico, la Virgen pequeñita, subió sola las gradas, con paso firme y seguro” [hasta aquí el texto del apócrifo].

Los autores de la vida espiritual encuentran aquí “tres méritos de parte de la Virgen niña” y que, a la vez, son perfecto ejemplo de cómo ha de ser nuestro obrar para con Dios:

1º) El mérito de la diligencia apremiante:
Puesto que presurosamente viene a ofrecerse a Dios. Y así también nosotros debemos ser prontos en atender las mociones de Dios, porque hay gracias actuales que vienen una sola vez y no las debemos dejar pasar; pensemos por ejemplo en cuántas veces hemos perdido oportunidades de hacer caridad, de dar un consejo, de ceder un lugar o llevar consuelo, o quizás tan sólo escuchar a quien nos necesita, y ya sea por pereza o negligencia nos tardamos demasiado y aquellas gracias se marcharon junto con la ocasión de realizarlas. María, en cambio, nos enseña a no ser tardos en cumplir la voluntad de Dios para no perder estas oportunidades. Para resaltar la importancia de esto, nos es suficiente considerar cuántas vocaciones a la vida consagrada se han perdido por haber dejado esperando a Dios en vez de haber confiado en Él con prontitud.

2º) El de la generosidad completa:
Porque María va a inmolarse al templo, deja a su padre y a su madre… y una vez que toma el arado no mira para atrás . Así también debemos hacer nosotros, no como aquellos que le ponen condiciones a Dios, es decir, a Aquel que “incondicionalmente” nos ama y nos ofrece sus dones; María en cambio no se reserva nada para sí, es toda y completamente de Dios, y a esta generosidad estamos todos llamados, y sólo se consigue en la medida que amemos más y más a Dios.

3º) Y el tercer mérito es el de una fidelidad inviolable: María sube de virtud en virtud; porque “toda alma fiel va asimilando la imagen de aquel a quien ama” mediante las virtudes, y esta fidelidad es una exigencia de conciencia para nosotros, los creyentes, ya tenemos un Señor que a la vez es Padre, y perfectísimo, quien nos ha regalado la Fe, llave segura para alcanzar el Cielo y que jamás debemos estropear mediante la infidelidad, es decir, cada vez que un alma deja los criterios del Evangelio por los del mundo. María santísima, en cambio, nos da ejemplo de un corazón regido libre y dócilmente por el Espíritu Santo, siendo así completamente fiel a sus mociones.

En este día de la presentación de María santísima, a ella le pedimos la gracia de estar con el alma siempre presentable para Dios y de no dudar jamás de su exclusiva intercesión ante su Hijo, repitiendo las palabras de san José Mª Escribá de Balaguer: «La Virgen Santa Maria, Madre del Amor Hermoso, aquietará tu corazón, cuando te haga sentir que es de carne, si acudes a Ella con confianza.»

P. Jason Jorquera M.

 

“No eres más santo porque no eres más devoto de María”

Tomado del libro “Las grandezas de María “

San Bernardo

“Y dijo María al ángel: ¿cómo puede ser esto, sino conozco varón? Y respondiendo el ángel le dijo: El Espíritu Santo vendrá sobre ti y te cubrirá con su sombra la virtud del Altísimo y por eso lo santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios. Y he aquí que Isabel, tu parienta, también ha concebido un hijo en su vejez, porque no hay cosa alguna imposible para Dios. Y dijo María: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.”

“Y dijo María al ángel: ¿cómo puede ser esto, si no conozco varón?” Primero, sin duda, María calló como prudente, cuando todavía dudosa pensaba entre sí, qué salutación sería ésta, queriendo más por su humildad no responder que temerariamente hablar lo que no. sabía. Pero ya confortada, y habiéndolo premeditado bien, hablándole en lo exterior el ángel, pero persuadiéndola interiormente Dios -que estaba con ella según lo que dice el ángel: “El Señor es contigo”-, expeliendo sin duda la fe al temor, la alegría al empacho, dijo al ángel: “¿cómo puede ser esto, si no conozco varón?”

No duda del hecho, sino que pregunta acerca del modo y del orden, no pregunta si se hará esto, sino cómo se hará. Al modo que si dijera: sabiendo mi Señor que su esclava tiene hecho voto de virginidad, ¿con qué disposición, con qué orden le agradará que se haga esto? Si Su Majestad ordena otra cosa, si dispensa este voto para tener tal Hijo, alégrome del Hijo que me da, pero me duele la dispensa del voto; sin embargo, hágase su voluntad en todo; pero si he de concebir virgen y virgen también he de alumbrar, lo cual ciertamente no es imposible, entonces ciertamente conoceré que miró la humildad de su esclava.

“¿Cómo pues se hará esto, ángel del Señor, si no conozco varón?” Y respondiendo el ángel le dijo: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y te cubrirá con su sombra la virtud del Altísimo”. Había dicho antes que estaba llena de gracia; pues ¿cómo dice ahora “el Espíritu Santo vendrá sobre ti y te cubrirá con su sombra la virtud del Altísimo?” ¿Por ventura podría estar llena de gracia y no tener todavía al Espíritu Santo, siendo Él el dador de todas las gracias? Y si el Espíritu Santo estaba en ella, ¿cómo se le vuelve a prometer que vendrá sobre ella nuevamente? Por esto sin duda no se dijo vendrá “a ti”, sino que vendrá “sobre ti”, porque aunque a la verdad primero estuvo con María por su copiosa gracia, ahora se le anuncia que vendrá sobre ella por la más abundante plenitud de la gracia que en ella ha de derramar.

Pero estando ya llena, ¿cómo podria caber en ella algo más? Y si todavía puede caber más en ella, ¿cómo se ha de entender que antes estaba ya llena de gracia? La primera gracia había llenado solamente su alma y la siguiente había de llenar también su seno a fin de que la plenitud de la Divinidad, que ya habitaba en ella antes espiritualmente como en muchos de los Santos, comenzase también a habitar corporalmente corno en ninguno de los mismos.

Dice “el Espíritu Santo vendrá sobre ti y te cubrirá con su sombra la virtud del Altísimo”-. Y ¿qué quiere decir “y te cubrirá con su sombra la virtud del Altísimo?” El que pueda entender, que entienda. Porque exceptuada acaso la que sola mereció experimentar en sí esto felicísimamente, ¿quién podrá percibir con el entendimiento y discernir con la razón de qué modo aquel esplendor inaccesible del Verbo eterno se infundió en las virginales entrañas, y para que pudiese sostener que el inaccesible se acercase a ella, de la partecia del mismo cuerpo a la cual se unió Él mismo, hiciera sombra a todo lo demás? Quizá por esto principalmente se dijo: “Te cubrirá con su sombra”, pues sin duda este hecho era un misterio, y lo que la Trinidad sola por sí misma en sola y con sola la Virgen quiso obrar, sólo se concedió saberlo a quien sólo se concedió experimentarlo. Dígase “el Espíritu Santo vendrá sobre ti”, el cual con su poder te hará fecunda, “y te cubrirá con su sombra la virtud del Altísimo”, esto es, aquel modo con que concebirás del Espíritu Santo a Cristo, virtud y sabiduría de Dios, lo encubrirá y ocultará en su secretísimo consejo haciendo sombra, de suerte que sólo será conocido de Él y de ti.

Como si el ángel respondiera a la Virgen: ¿por qué me preguntas a mí lo que experimentarás en ti dentro de poco? Lo sabrás, lo sabrás y felicísimamente lo sabrás, siendo tu Doctor el mismo que es el Autor. Yo he sido enviado a anunciar la concepción virginal, no a crearla. Ni puede ser enseñada sino por quien la da, ni puede ser aprendida sino por quien la recibe. “Y por eso también lo santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios”, esto es, no sólo el que viniendo del seno del Padre a ti te cubrirá con su sombra, sino también lo que de tu sustancia unirá en sí, desde aquel instante, se llamará Hijo de Dios, y el que es engendrado por el Padre antes de todos los siglos, se reputará desde ahora Hijo tuyo. De tal suerte lo que nació del mismo Padre será tuyo y lo que nacerá de ti será suyo, que no serán dos hijos, sino uno solo. Y aunque ciertamente una cosa es de ti y otra cosa es de Él, sin embargo, ya no será de cada uno lo suyo, sino que un solo Hijo será de los dos.

“Por eso también lo santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios”. Atiende, oh hombre, con cuánta reverencia dijo el ángel: “lo santo que nacerá de ti”. Dice lo santo absolutamente sin añadir otra cosa, y esto sin duda porque no encontraba palabras con que nombrar propia y dignamente aquello tan singular, aquello tan magnífico, aquello tan venerable, que formado de la purísima carne de la Virgen, se había de unir con su alma al único del Padre. Si dijera carne santa u hombre santo, o cualquiera cosa semejante, le parecería poco. Por eso dijo “santo” indefinidamente, porque cualquiera cosa que sea lo que la Virgen engendró, es santo sin duda y singularmente santo, así por la santificación del Espíritu como por la asunción del Verbo.

“Y he aquí que Isabel, tu parienta, ha concebido un hijo en su vejez”. ¿Qué necesidad había de anunciar a la Virgen la concepción de esta estéril? ¿Por ventura por estar dudosa todavía e incrédula la quiso asegurar el ángel con este prodigio? Nada de eso. Leemos que la incredulidad de Zacarías fue castigada por este mismo ángel, pero no leemos que María fuese reprendida en cosa alguna, antes bien, reconocemos alabada su fe en lo profetizado por Isabel: “Bienaventurada eres por haber creído, porque todo lo que te ha sido dicho de parte del Señor será cumplido en ti.” Se participa a la Virgen la concepción de su prima para que añadiéndose un milagro a otro milagro se aumente su gozo con otro gozo. Ciertamente era preciso fuese inflamada anticipadamente con un no pequeño incendio de amor y. alegría, la que había de concebir luego al Hijo del amor paterno en el gozo del Espíritu Santo. Ni podía caber si en un devotísimo y alegrísimo corazón tanta afluencia de dulzura y de gozo.

O tal vez se notifica esto a María porque era razón que un prodigio que se debía divulgar después por todas partes, lo supiera la Virgen por el ángel antes que lo oyese de los hombres, para que no pareciese que la Madre de Dios estaba apartada de los consejos de su Hijo, si permanecía ignorante en las cosas que tanto le interesaban.

O bien para que siendo instruida, así de la venida del Salvador corno de la venida del Precursor, y fijando en la memoria el tiempo y el orden de las cosas, refiera después mejor la verdad a los Escritores y Predicadores del Evangelio, como quien ha sido informada desde el principio por noticias que el cielo le ha comunicado de todos los misterios.

O quizá para que oyendo hablar de una parienta suya anciana y estado avanzado, piense ella que es joven en obsequiarla, y dándose prisa a visitarla, se dé de este modo lugar y ocasión al niño Profeta de ofrecer las primicias de su servicio a su Señor, y fomentándose mutuamente la devoción de ambas madres, excitada por uno y otro infante, se haga más admirable un milagro con otro milagro.

Pero mira cristiano, estas cosas tan magníficas que escuchas anunciadas por el ángel, no las esperes cumplidas por él. Y si preguntas por quién, oye al mismo tiempo que te dice: “para Dios nada es imposible”. Como si dijera: Esto que tan firmemente prometo, lo presumo en el poder de quien me envió, no en el mío, “porque para Dios nada es imposible.” ¿Qué será imposible para aquel Señor que hizo todas las cosas con el poder de su palabra? Y fíjate que llaman la atención las palabras, el no decir expresamente “porque no será imposible para Dios” todo hecho sino “toda palabra” [“quia non est impossibile apud Deum omne verbum” = “para Dios nada es imposible”]. Tal vez se dijo “toda palabra” porque así como pueden hablar los hombres tan fácilmente lo que quieren, aún aquello que de ningún modo pueden hacer, así también y aún sin comparación con mayor facilidad puede Dios cumplir con la obra todo lo que ellos pueden explicar con las palabras. Lo diré más claramente: si fuera tan fácil a los hombres hacer como decir lo que quieren, tampoco para ellos sería imposible toda palabra. Más porque como dice el proverbio, del dicho al hecho hay un gran trecho, no respecto de Dios sino respecto de los hombres, para solo Dios, en quien es lo mismo hacer que hablar y lo mismo hablar que querer, no será imposible toda palabra.

Pudieron prever y predecir los Profetas que la Virgen o la estéril habían de concebir y alumbrar, ¿pero pudieron hacer por ventura que concibiese y alumbrase? Mas Dios les dio a ellos el poder de predecirlo, con la facilidad con que entonces pudo predecirlo por medio de ellos, pudo ahora, cuando quiso, cumplir por sí mismo lo que había prometido. Porque en Dios ni la palabra se diferencia de la intención porque es Verdad, ni el hecho de la palabra, porque es Poder, ni el modo del hecho, porque es Sabiduría, y por eso no será imposible para Dios toda palabra.

Oísteis, oh Virgen, el hecho, oísteis también el modo. Lo uno y lo otro es cosa maravillosa, lo uno y lo otro es cosa agradable. Gozáos, pues, hija de Sión, alegraos, hija de Jerusalén. Ya que ha dado el Señor a vuestros oídos gozo y alegría, oigamos de vuestra boca la respuesta que deseamos, para que con ella entre la alegría y gozo en nuestros huesos afligidos y humillados. Oísteis, vuelvo a decir, el hecho y lo creísteis: creed lo que oísteis también acerca del modo. Oísteis que concebiréis y daréis a luz un hijo; oísteis que no será por obra de varón sino por obra del Espíritu Santo. Mirad que el ángel aguarda vuestra respuesta, porque ya es tiempo que se vuelva al Señor que lo envió.

Esperamos también nosotros, Señora, esta palabra de misericordia, a los cuales tiene condenado a muerte la divina sentencia, de la que seremos librados por vuestra palabra. Ved que se pone en vuestras manos el precio de nuestra salud, al punto seremos librados si consentís. Por la palabra eterna de Dios fuimos todos creados y con todo eso morimos, pero por vuestra breve respuesta seremos ahora restablecidos para no volver a morir. Os suplica esto, oh piadosa Virgen, el triste Adán desterrado del paraíso con toda su miserable posteridad. Abraham y David con todos los otros Santos Padres, los cuales están detenidos en la región de la sombra de la muerte. Esto mismo os pide el mundo todo postrado a vuestros pies.

María reina

22 de agosto

 

Celebramos hoy la memoria litúrgica de Santa María Reina (Reina de todo lo creado) por ser Madre de Jesús, Rey del Universo.

Esta fiesta fue instituida por el Papa Pío XII, en 1955 para venerar a María como Reina igual que se hace con su Hijo, Cristo Rey, al final del año litúrgico. A Ella le corresponde no sólo por naturaleza sino también por mérito el título de Reina Madre.

La virgen María ha sido elevada sobre la gloria de todos los santos y coronada de estrellas por su divino Hijo. Está sentada junto a Él y es Reina y Señora del universo.

Como sabemos, todo hijo ha sido hecho a imagen de sus padres; toma de ellos sus rasgos, sus gustos, algunos gestos, a veces la manera de pensar, de discernir, etc. En María, en cambio, se da algo exclusivo: en ella se da el único caso en que la madre ha sido hecha de tal manera para tal Hijo, o mejor dicho, en vez de ser el hijo según la madre, María ha sido tal madre según su Hijo, que es también el Hijo de Dios.

María, desde toda la eternidad jugó un papel fundamental en la historia de la redención de todo el universo: fue elegida para ser Madre de Dios y ella, sin dudar un momento, aceptó con alegría. Por esta razón, alcanza tales alturas de gloria. Nadie se le puede comparar ni en virtud ni en méritos. A Ella le pertenece la corona del Cielo y de la Tierra.
Según San Luis María, la virgen tiene el título, además, de reina de los corazones:

Y dice… María es la Reina del cielo y de la tierra, por gracia, como Cristo es su Rey por naturaleza y por conquista. Ahora bien, así como el reino de Jesucristo consiste principalmente en el corazón o interior del hombre, según estas palabras: “El reino de Dios está en medio de ustedes”, del mismo modo, el reino de la Virgen María está principalmente en el interior del hombre, es decir, en su alma. Ella es glorificada sobre todo en las almas juntamente con su Hijo más que en todas las creaturas visibles, de modo que podemos llamarla con los Santos: Reina de los corazones.

Para que María reine verdaderamente en nuestros corazones, junto con su Hijo, debemos hacernos esclavos de amor de ella, pues esta es la única esclavitud que libera al alma pues quien se hace esclavo de amor de María es conducido por ella misma hacia su Hijo. El devoto sincero de la santísima Virgen vive amándola con su vida. Ama a María, pero no por los favores que recibe o espera recibir de Ella, sino porque Ella es amable por sí misma. Por esto el verdadero devoto la ama y la sirve con la misma fidelidad en los sinsabores y sequedades que en las dulzuras y fervores sensibles. La ama lo mismo en el Calvario que en las bodas de Caná.
La Iglesia la proclama Señora y Reina de los ángeles y de los santos, de los patriarcas y de los profetas, de los apóstoles y de los mártires, de los confesores y de las vírgenes. Es Reina del Cielo y de la Tierra, gloriosa y digna Reina del Universo, a quien podemos invocar día y noche, no sólo con el dulce nombre de Madre, sino también con el de Reina, como la saludan en el cielo con alegría y amor los ángeles y todos los santos.

Esta fiesta se celebra, no para introducir novedad alguna, sino para que brille a los ojos del mundo una verdad capaz de traer remedio a sus males.
María está sentada en el Cielo, coronada por toda la eternidad, en un trono junto a su Hijo. Tiene, entre todos los santos, el mayor poder de intercesión ante su Hijo por ser la que más cerca está de Él.
A ella le pedimos que nos conceda un corazón como el suyo, humilde y casto, para que su Hijo pueda entrar a morar en él.

P. Jason Jorquera M.