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La maternidad de María

Homilía sobre este admirable privilegio de la Virgen

San José María Escrivá de Balaguer

11 de octubre de 1964

(Estracto del sermón original)

 

MADRE DE DIOS, MADRE NUESTRA

“Todas las fiestas de Nuestra Señora son grandes, porque constituyen ocasiones que la Iglesia nos brinda para demostrar con hechos nuestro amor a Santa María. Pero si tuviera que escoger una, entre esas festividades, prefiero la de hoy: la Maternidad divina de la Santísima Virgen”.

“La Maternidad divina de María es la raíz de todas las perfecciones y privilegios que la adornan. Por ese título, fue concebida inmaculada y está llena de gracia, es siempre Virgen, subió en cuerpo y alma a los cielos, ha sido coronada como Reina de la creación entera, por encima de los ángeles y los santos”.

“Yo soy la madre del amor hermoso, del temor, de la ciencia y de la santa esperanza. (Eccli XXIV, 24) Lecciones que nos recuerda hoy Santa María. Lección de amor hermoso, de vida limpia, de un corazón sensible y apasionado, para que aprendamos a ser fieles al servicio de la Iglesia. No es un amor cualquiera éste: es el Amor. Aquí no se dan traiciones, ni cálculos, ni olvidos. Un amor hermoso, porque tiene como principio y como fin el Dios tres veces Santo, que es toda la Hermosura y toda la Bondad y toda la Grandeza”.

“Madre de la ciencia es María, porque con Ella se aprende la lección que más importa: que nada vale la pena, si no estamos junto al Señor; que de nada sirven todas las maravillas de la tierra, todas las ambiciones colmadas, si en nuestro pecho no arde la llama de amor vivo, la luz de la santa esperanza que es un anticipo del amor interminable en nuestra definitiva Patria.

En mí se encuentra toda la gracia de doctrina y de verdad, toda esperanza de vida y virtud. (Eccli XXIV)¡Con cuánta sabiduría la Iglesia ha puesto esas palabras en boca de Nuestra Madre, para que los cristianos no las olvidemos! Ella es la seguridad, el Amor que nunca abandona, el refugio constantemente abierto, la mano que acaricia y consuela siempre”.

“Si nos identificamos con María, si imitamos sus virtudes, podremos lograr que Cristo nazca, por la gracia, en el alma de muchos que se identificarán con El por la acción del Espíritu Santo. Si imitamos a María, de alguna manera participaremos en su maternidad espiritual. En silencio, como Nuestra Señora; sin que se note, casi sin palabras, con el testimonio íntegro y coherente de una conducta cristiana, con la generosidad de repetir sin cesar un fiat que se renueva como algo íntimo entre nosotros y Dios”.

“Sigamos nosotros ahora considerando este misterio de la Maternidad divina de María, en una oración callada, afirmando desde el fondo del alma: Virgen, Madre de Dios: Aquel a quien los Cielos no pueden contener, se ha encerrado en tu seno para tomar la carne del hombre. (Misa de la Maternidad divina de María, Gradual).

Mirad lo que nos hace recitar hoy la liturgia: bienaventuradas sean las entrañas de la Virgen María, que acogieron al Hijo del Padre eterno. (Antífona ad Communionem en las misas de la Virgen). Una exclamación vieja y nueva, humana y divina. Es decir, al Señor, como se usa en algunos sitios para ensalzar a una persona:¡Bendita sea la madre que te trajo al mundo!”.

MADRE NUESTRA

“Los hijos, especialmente cuando son aún pequeños, tienden a preguntarse qué han de realizar por ellos sus padres, olvidando en cambio las obligaciones de piedad filial.

Somos los hijos, de ordinario, muy interesados, aunque esa conducta -ya lo hemos hecho notar- no parece importar mucho a las madres, porque tiene suficiente amor en sus corazones y quieren con el mejor cariño: el que se da sin esperar correspondencia.

Así ocurre también con Santa María. Pero hoy, en la fiesta de su Maternidad divina, hemos de esforzarnos en una observación más detenida. Han de dolernos, si las encontramos, nuestras faltas de delicadeza con esta Madre buena. Os pregunto -y me pregunto yo- ¿cómo la honramos?

Volvemos de nuevo a la experiencia de cada día, al trato con nuestras madres en la tierra.

Por encima de todo ¿qué desean, de sus hijos, que son carne de su carne y sangre de su sangre? Su mayor ilusión es tenerlos cerca. Cuando los hijos crecen y no es posible que continúen a su lado, aguardan con impaciencia sus noticias, les emociona todo lo que les ocurre: desde una ligera enfermedad hasta los sucesos más importantes.

Mirad: para nuestra Madre Santa María jamás dejamos de ser pequeños, porque Ella nos abre el camino hacia el Reino de los Cielos, que será dado a los que se hacen como niños. De Nuestra Señora no debemos apartarnos nunca. ¿Cómo la honraremos? Tratándola, hablándole, manifestándole nuestro cariño, ponderando en nuestro corazón las escenas de su vida en la tierra, contándole nuestras luchas, nuestros éxitos y nuestros fracasos.

Descubrimos así como si las recitáramos por primera vez el sentido de las oraciones marianas, que se han rezado siempre en la Iglesia. ¿Qué son el Ave María y el Angelus sino alabanzas encendidas a la Maternidad divina? Y en el Santo Rosario -esa maravillosa devoción, que nunca me cansaré de aconsejar a todos los cristianos- pasan por nuestra cabeza y por nuestro corazón los misterios de la conducta admirable de María, que son los mismos misterios fundamentales de la fe.

El año litúrgico aparece jalonado de fiestas en honor de Santa María. El fundamento de este culto es la Maternidad divina de Nuestra Señora, origen de la plenitud de dones de naturaleza y de gracia con que la Trinidad Beatísima la ha adornado. Demostraría escasa formación cristiana -y muy poco amor de hijo- quien temiese que el culto a la Santísima Virgen pudiera disminuir la adoración que se debe a Dios. Nuestra Madre, modelo de humildad, cantó: me llamarán bienaventurada todas las generaciones, porque ha hecho en mí cosas grandes aquel que es Todopoderoso, cuyo nombre es santo, y cuya misericordia se derrama de generación en generación para los que le temen”.

“Una criatura existe que logró en esta tierra esa felicidad, porque es la obra maestra de Dios: Nuestra Madre Santísima, María. Ella vive y nos protege; está junto al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo, en cuerpo y alma. Ella es la misma que nació en Palestina, que se entregó al Señor desde niña, que recibió el anuncio del Arcángel Gabriel, que dio a luz a nuestro Salvador, que estuvo junto a Él al pie de la Cruz”.

“¡Cuánto crecerían en nosotros las virtudes sobrenaturales, si lográsemos tratar de verdad a María, que es Madre Nuestra! Que no nos importe repetir durante el día -con el corazón, sin necesidad de palabras- pequeñas oraciones, jaculatorias. La devoción cristiana ha reunido muchos de esos elogios encendidos en las Letanías que acompañan al Santo Rosario. Pero cada uno es libre de aumentarlas, dirigiéndole nuevas alabanzas, diciéndole lo que -por un santo pudor que Ella entiende y aprueba- no nos atreveríamos a pronunciar en voz alta.

Te aconsejo -para terminar- que hagas, si no lo has hecho todavía, tu experiencia particular del amor materno de María. No basta saber que Ella es Madre, considerarla de este modo, hablar así de ella. Es tu Madre y tú eres su hijo; te quiere como si fueras el hijo único suyo en este mundo. Trátala en consecuencia: cuéntale todo lo que te pasa, hónrala, quiérela. Nadie lo hará por ti, tan bien como tú, si tú no lo haces.

Te aseguro que, si emprendes este camino, encontrarás enseguida todo el amor de Cristo: y te verás metido en esa vida inefable de Dios Padre, Dios Hijo y Dios Espíritu Santo. Sacarás fuerzas para cumplir acabadamente la Voluntad de Dios, te llenarás de deseos de servir a todos los hombres. Serás el cristiano que a veces sueñas ser: lleno de obras de caridad y de justicia, alegre y fuerte, comprensivo con los demás y exigente contigo mismo.

Ese, y no otro, es el temple de nuestra fe. Acudamos a Santa María, que Ella nos acompañará con un andar firme y constante”.

María, ejemplo de caridad

Un texto para meditar


De la Encíclica “Deus cáritas est”, 25-XII-05

 Entre los santos, sobresale María, Madre del Señor y espejo de toda santidad. El Evangelio de Lucas la muestra comprometida en un servicio de caridad a su prima Isabel, con la cual permaneció «unos tres meses» (Lc 1,56) para atenderla durante la fase final del embarazo. «Magnificat anima mea Dominum», -«proclama mi alma la grandeza del Señor» (Lc 1,46)-, dice con ocasión de esta visita, y con ello expresa todo el programa de su vida: no ponerse a sí misma en el centro, sino dejar espacio a Dios, a quien encuentra tanto en la oración como en el servicio al prójimo; sólo entonces el mundo se hace bueno. María es grande precisamente porque quiere enaltecer a Dios y no a sí misma. Ella es humilde: no quiere ser sino la sierva del Señor (cf. Lc 1,38.48). Sabe que contribuye a la salvación del mundo, no con una obra suya, sino sólo poniéndose plenamente a disposición de la iniciativa de Dios. Es una mujer de esperanza: sólo porque cree en las promesas de Dios y espera la salvación de Israel, el ángel puede presentarse a ella y llamarla al servicio total de estas promesas. Es una mujer de fe: «¡Dichosa tú, que has creído!», le dice Isabel (Lc 1,45).

El Magníficat -un retrato de su alma, por decirlo así- está completamente tejido por los hilos tomados de la Sagrada Escritura, de la Palabra de Dios. Así se pone de relieve que la Palabra de Dios es verdaderamente su propia casa, de la cual sale y entra con toda naturalidad. Habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se convierte en palabra suya, y su palabra nace de la Palabra de Dios. Además, así se pone de manifiesto que sus pensamientos están en sintonía con el pensamiento de Dios, que su querer es un querer con Dios. Al estar íntimamente penetrada por la Palabra de Dios, puede convertirse en madre de la Palabra encarnada. María es, en fin, una mujer que ama. ¿Cómo podría ser de otro modo? Como creyente, que en la fe piensa con el pensamiento de Dios y quiere con la voluntad de Dios, no puede ser más que una mujer que ama.

Lo intuimos en sus gestos silenciosos que nos narran los relatos evangélicos de la infancia. Lo vemos en la delicadeza con la que en Caná se percata de la necesidad en la que se encuentran los esposos, y la hace presente a Jesús. Lo vemos en la humildad con que acepta ser como olvidada en el período de la vida pública de Jesús, sabiendo que el Hijo tiene que fundar ahora una nueva familia y que la hora de la Madre llegará solamente en el momento de la cruz, que será la verdadera hora de Jesús (cf. Jn 2,4; 13,1). Entonces, cuando los discípulos hayan huido, ella permanecerá al pie de la cruz (cf. Jn 19,25-27); más tarde, en el momento de Pentecostés, serán ellos los que se agrupen en torno a ella en espera del Espíritu Santo (cf. Hch 1,14).

La vida de los santos no comprende sólo su biografía terrena, sino también su vida y actuación en Dios después de la muerte. En los santos es evidente que, quien va hacia Dios, no se aleja de los hombres, sino que se hace realmente cercano a ellos. En nadie lo vemos mejor que en María. La palabra del Crucificado al discípulo -a Juan y, por medio de él, a todos los discípulos de Jesús: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19,27)- se hace de nuevo verdadera en cada generación. María se ha convertido efectivamente en Madre de todos los creyentes. A su bondad materna, así como a su pureza y belleza virginal, se dirigen los hombres de todos los tiempos y de todas las partes del mundo en sus necesidades y esperanzas, en sus alegrías y sufrimientos, en su soledad y en su convivencia. Y siempre experimentan el don de su bondad; experimentan el amor inagotable que derrama desde lo más profundo de su corazón.

Los testimonios de gratitud, que le manifiestan en todos los continentes y en todas las culturas, son el reconocimiento de aquel amor puro que no se busca a sí mismo, sino que sencillamente quiere el bien. La devoción de los fieles muestra al mismo tiempo la intuición infalible de cómo es posible este amor: se alcanza merced a la unión más íntima con Dios, en virtud de la cual se está impregnado totalmente de él, una condición que permite a quien ha bebido en el manantial del amor de Dios convertirse él mismo en un manantial «del que manarán torrentes de agua viva» (Jn 7,38). María, la Virgen, la Madre, nos enseña qué es el amor, dónde tiene su origen y de dónde le viene su fuerza siempre nueva. A ella confiamos la Iglesia, su misión al servicio del amor:

Santa María, Madre de Dios,
tú has dado al mundo la verdadera luz,
Jesús, tu Hijo, el Hijo de Dios.
Te has entregado por completo
a la llamada de Dios
y te has convertido así en fuente
de la bondad que mana de Él.
Muéstranos a Jesús. Guíanos hacia Él.
Enséñanos a conocerlo y amarlo,
para que también nosotros
seamos capaces
de un verdadero amor
y ser fuentes de agua viva
en medio de un mundo sediento.

L’Osservatore Romano,

edición semanal en lengua española, del 27-I-06

La maternidad de María respecto de la Iglesia

Catecismo de la Iglesia Católica

Nº 964-970

Totalmente unida a su Hijo…

El papel de María con relación a la Iglesia es inseparable de su unión con Cristo, deriva directamente de ella. “Esta unión de la Madre con el Hijo en la obra de la salvación se manifiesta desde el momento de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte” (LG 57). Se manifiesta particularmente en la hora de su pasión:

«La Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz. Allí, por voluntad de Dios, estuvo de pie, sufrió intensamente con su Hijo y se unió a su sacrificio con corazón de madre que, llena de amor, daba amorosamente su consentimiento a la inmolación de su Hijo como víctima que Ella había engendrado. Finalmente, Jesucristo, agonizando en la cruz, la dio como madre al discípulo con estas palabras: “Mujer, ahí tienes a tu hijo” (Jn 19, 26-27)» (LG 58).

Después de la Ascensión de su Hijo, María “estuvo presente en los comienzos de la Iglesia con sus oraciones” (LG 69). Reunida con los apóstoles y algunas mujeres, “María pedía con sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación la había cubierto con su sombra” (LG 59).

… también en su Asunción …

“Finalmente, la Virgen Inmaculada, preservada inmune de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue asunta en cuerpo y alma a la gloria del cielo y enaltecida por Dios como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los señores y vencedor del pecado y de la muerte” (LG 59; cf. Pío XII, Const. apo. Munificentissimus Deus, 1 noviembre 1950: DS 3903). La Asunción de la Santísima Virgen constituye una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos:

«En el parto te conservaste Virgen, en tu tránsito no desamparaste al mundo, oh Madre de Dios. Alcanzaste la fuente de la Vida porque concebiste al Dios viviente, y con tu intercesión salvas de la muerte nuestras almas (Tropario en el día de la Dormición de la Bienaventurada Virgen María).

… ella es nuestra Madre en el orden de la gracia

Por su total adhesión a la voluntad del Padre, a la obra redentora de su Hijo, a toda moción del Espíritu Santo, la Virgen María es para la Iglesia el modelo de la fe y de la caridad. Por eso es “miembro supereminente y del todo singular de la Iglesia” (LG 53), incluso constituye “la figura” [typus] de la Iglesia (LG 63).

Pero su papel con relación a la Iglesia y a toda la humanidad va aún más lejos. “Colaboró de manera totalmente singular a la obra del Salvador por su obediencia, su fe, esperanza y ardiente amor, para restablecer la vida sobrenatural de los hombres. Por esta razón es nuestra madre en el orden de la gracia” (LG 61).

“Esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia, desde el consentimiento que dio fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz, hasta la realización plena y definitiva de todos los escogidos. En efecto, con su asunción a los cielos, no abandonó su misión salvadora, sino que continúa procurándonos con su múltiple intercesión los dones de la salvación eterna […] Por eso la Santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora” (LG 62).

“La misión maternal de María para con los hombres de ninguna manera disminuye o hace sombra a la única mediación de Cristo, sino que manifiesta su eficacia. En efecto, todo el influjo de la Santísima Virgen en la salvación de los hombres […] brota de la sobreabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, depende totalmente de ella y de ella saca toda su eficacia” (LG 60). “Ninguna creatura puede ser puesta nunca en el mismo orden con el Verbo encarnado y Redentor. Pero, así como en el sacerdocio de Cristo participan de diversas maneras tanto los ministros como el pueblo fiel, y así como la única bondad de Dios se difunde realmente en las criaturas de distintas maneras, así también la única mediación del Redentor no excluye, sino que suscita en las criaturas una colaboración diversa que participa de la única fuente” (LG 62).

Nueva imagen de María Santísima en Séforis

Nueva ermita en Séforis

 

Queridos amigos:

Nueva ermita de la Virgen en nuestro monasterio

Con gran alegría, luego de haber preparado un jardín con una cruz de 3 metros de alto en nuestro monasterio, queremos compartirles la construcción e inauguración de una ermita dedicada a la santísima Virgen María, quien cuando niña vivió, jugó y se santificó en este santo lugar que fue la casa de su mamá, santa Ana.
Como en todas las cosas que nos acontecen, la mano de la Divina Providencia siempre presente y atenta a nuestras necesidades, se valió de un amigo del monasterio: Daniel, primer feligrés de este sencillo lugar, quien nos hizo llegar la imagen de la santísima Virgen (donada a su vez a para alguna casa religiosa en Tierra Santa), quien quiso contribuir pagando todo lo necesario para la construcción de la ermita; y así fue que con gran esfuerzo y dedicación, hicimos las veces de constructores, y con ayuda de varias personas: un voluntario, un par de benefactores, muchas oraciones y finalmente nuestra improvisada mano de obra, pudimos finalmente inaugurar y bendecir el pasado 28 de enero la imagen de nuestra Señora durante la santa Misa, pare ser posteriormente colocada en el lugar a ella destinada por manos del mismo Daniel, quien feliz la llevaba en sus brazos durante la solemne procesión, para quedarse al centro del jardín, y a quien le encomendamos nuestra misión y a los peregrinos que vengan a visitar este santo lugar, ubicado en las afueras de un Moshav hebreo y en consecuencia desconocido para muchos cristianos de Nazaret, quienes poco a poco han ido tomando conocimiento de su existencia y van apareciendo de vez en cuando para rezar, pedir alguna confesión o participar de la santa Misa aquí, en la casa de santa Ana.

Nos encomendamos a sus oraciones y les pedimos también por las intenciones de los peregrinos y nuestra santificación.

Con nuestra Bendición, en Cristo y María: Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia.

P. Enrique González
P. Jason Jorquera M.
P. Néstor Andrada

Comenzando los preparativos…

 

Base terminada

 

Vamos por la ermita!!

 

Definiendo algunos detalles

La puerta de vidrio

 

La santa Misa de bendición de la imagen

Amigos del monasterio

 

Llevando a la Virgen a su ermita

 

Bendición del lugar y entronización

Nueva ermita de la Virgen en nuestro monasterio