Ejemplos de muertes santas

La muerte

San Alberto Hurtado

Meditación de unos Ejercicios Espirituales predicados por Radio ‘Mercurio’, entre el lunes 7 y sábado 12 de Mayo de 1951. Un disparo a la eternidad, pp. 208-215.

Si no fuera más que para afrontar con serenidad la muerte, y con alegría la vida, ya la fe tendría plena justificación. Cuántas anécdotas, mis hermanos, podría narraros de las dulces muertes que he visto o he leído descritas. Permitidme recordaros la de once marineros españoles, muertos en los días trágicos del terrorismo rojo en España. La última noche de su vida les interroga el alcaide cuál es su suprema voluntad y ellos contestan: un sacerdote que nos confiese. Pasan la noche en íntima comunicación con él y uno de ellos le dice: “Padre, qué dicha la nuestra, somos once, entre nosotros no hay ningún Judas y Ud. representa a Cristo”. El fusilamiento debía tener lugar a las seis, uno mira el reloj y dice: “Amigos, que estafa, son las 6 1/2. Nos han robado media hora de cielo”.

Vosotros recordareis al sacerdote colombiano que entre nosotros hizo tanto bien, el Rev. Padre Juan María Restrepo, él no pudo ver la muerte de su madre, pero su hermano, senador colombiano se la describía así.

Se fue apagando su vida

en un dulce agonizar,

sin estertores ni gritos,

ni angustioso forcejear,

como en la playa de arena,

duermen las olas del mar,

como al caer de la tarde

muere la lumbre solar…

Dios la llamaba del Cielo

y al Cielo se fue a morar…

Junto al lecho arrodillados

la miramos expirar,

sin alaridos ni gritos,

de vana inconformidad.

Apenas si se escuchaba

tenuísimo sollozar

de quienes saben que el viaje

es un viaje y nada más

y que en la orilla lejana

nos volveremos a hallar,…

La madre nos dijo: Hijitos

los espero en el hogar.

Hasta luego madrecita

ayúdanos a llegar.

No resisto a leeros estas líneas encontradas en el bolsillo de la chaqueta de un soldado norteamericano desconocido destrozado por una granada en el campo de batalla: “Escucha, Dios…, yo nunca hablé contigo. Hoy quiero saludarte: ¿cómo estás? ¿Tú sabes…? Me decían que no existes y yo, tonto de mí, creí que era verdad. Yo nunca había mirado tu gran obra. Y anoche, desde el cráter que cavó una granada, vi tu cielo estrellado y comprendí que había sido engañado… Yo no sé si tú, Dios, estrecharás mi mano; pero voy a explicarte y comprenderás… Es bien curioso: en este horrible infierno he encontrado la luz para mirar tu faz. Después de esto, mucho que decirte no tengo. Tan sólo que me alegro de haberte conocido. Pasada medianoche habrá ofensiva. Pero no temo: sé que tú vigilas. ¡La señal!… Bueno, Dios: ya debo irme… Me encariñé contigo… aún quería decirte que, como tú lo sabes, habrá lucha cruenta y quizás esta misma noche llamaré a tu puerta. Aunque no fuimos nunca muy amigos, ¿me dejarás entrar, si llego hasta ti? Pero… ¡si estoy llorando! ¿Ves, Dios mío?, se me ocurre que ya no soy impío. Bueno, Dios: debo irme… ¡Buena suerte! Es raro, pero ya no temo a la muerte”.

 

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