El amor, fin del adorador II/II

La Eucaristía, nuestro fin

Tomado de “Obras eucarísticas”

San Pedro Julian Eymard

La Eucaristía, fin de las virtudes cristianas y religiosas

El verdadero adorador en espíritu y en verdad no debe estimar, amar ni practicar las virtudes cristianas, ni aun en su grado más perfecto, sino como preparación y perfección que conviene al servicio eucarístico de Jesucristo.

Como preparación sirven las virtudes que nos corrigen de nuestros defectos, como la penitencia y la humildad que destruyen nuestros vicios y nuestro orgullo, la mortificación que se opone a la sensualidad, la caridad al egoísmo y la pureza de conciencia a toda infidelidad. Un servidor sucio no puede atreverse a presentarse a su amo, y tampoco uno dominado por el odio ante el Salvador inmolado, ni un orgulloso ante Dios humillado. De ahí que un adorador tenga que comenzar por quitar y corregir todo lo que podría ofender los ojos de Dios en la Eucaristía. Antes de entrar en la sala de las bodas reales debe vestir el traje nupcial. Debe presentar ante todas las cosas la primera cualidad de un servidor, que es la de no desagradar a aquel a quien sirve.

Hay también otras virtudes que exigen la urbanidad y el decoro, y en este concepto sirven todas las virtudes de Jesucristo copiadas por el adorador, no ya como remedios personales, sino como cualidades que exige la educación, como propiedades de un servicio que ha de agradar al Señor.

Un buen servidor, como sepa lo que su señor prefiere, se anticipa a sus deseos y halaga su amor honrando lo que estima. Así también un buen adorador, como sabe que Jesucristo su señor ama con predilección la humildad y la mansedumbre de corazón, puesto que dice: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”; como sabe que ama con predilección las virtudes religiosas de pobreza, castidad y obediencia, abraza con ardor el estudio y la práctica de las virtudes cristianas, con ellas conforma su vida, hace de ellas como manto de honor, y así sirve a Jesús con las mismas virtudes que distinguen y coronan al divino Salvador, que es como si sirviera por Jesús mismo. Para pago de estos sacrificios no pide otra cosa que ser agradable a su Señor.

Siendo la Eucaristía fin de las virtudes, será también su sostén y perfección.

Para progresar en las virtudes el cristiano necesita tener presente su modelo; necesita una fuerza actual y siempre creciente, un amor que le excite y sostenga. Ahora bien, sólo en la Eucaristía se encuentran de un modo perfecto estos tres bienes:

1.º En su estado sacramental es Jesús siempre modelo de las virtudes evangélicas. El poder de su amor dio con el secreto inefable de continuarlas y glorificarlas en su estado resucitado para poder decir siempre a sus discípulos: “Seguidme, aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón”.

¡Cuán hermosas, amables y arrebatadoras son, en efecto, las virtudes eucarísticas de Jesús! Cierto que un ligero velo las oculta a nuestros ojos carnales, harto débiles e impuros para considerarlas en este divino sol; pero los ojos de la fe las contemplan, el amor las admira y de ellas se nutre y en ellas se deleita. ¡Qué bien ha sabido Jesús juntar en su estado sacramental pobreza con divinas riquezas, humildad con gloria, obediencia con omnipotencia, flaqueza con fuerza, mansedumbre y bondad con majestad! ¡Cuánto más oculta es en el Cenáculo la vida oculta de Nazaret! ¡Cuánto más sublime es en el altar, en su estado de víctima perpetua de nuestra salvación, el amor crucificado!

¡Oh, sí, en la Eucaristía es donde toman las virtudes de Jesús su última forma de amor y de gracia!

Ya no las practica Jesús como de paso y por intervalos, sino que todas ellas están juntas en estado permanente y lo estarán hasta el fin del mundo para ser siempre regla actual del cristiano.

2.º Al ejemplo de Jesús se junta la gracia. Para tornarnos fácil y amable la virtud nos viene por la comunión, mediante la cual se injerta en nuestra corrompida naturaleza y se nos une para comunicarnos su sabiduría, su prudencia y su divina fuerza. Después de comulgados, los confesores de la fe eran atletas invencibles y hablaban con irresistible elocuencia. ¡Cómo habían recibido al Dios de verdad y de fortaleza…!

Para progresar y perseverar en la virtud hace falta, además de fuerza, dulzura y unción interior que nos la vuelva atrayente y amable. “Mi yugo es suave y mi peso ligero”, dijo Jesús. Y principalmente en la sagrada Eucaristía es donde las virtudes embeben la suavidad de Jesús. Las virtudes por la Eucaristía sostenidas son más amables que las demás. La virtud de quien comulga es de ordinario sencilla, feliz y celestial cual si se transparentara la virtud interior de Jesús. Los rayos del sol son hermosos porque son una emanación del mismo sol. Al contrario, la virtud del cristiano que no comulga tiene cierto carácter austero, severo y desalentador; es una virtud de campo de batalla, en lucha con el enemigo armado de fuerza y de rigor: no es amable.

La sagrada Eucaristía es suavidad de las virtudes, suavidad tanto mayor cuanto el amor es más puro y abnegado.

3.º El amor es, en efecto, el que sostiene y perfecciona la virtud. La virtud sigue el grado del amor, de suerte que el amor perfecto es virtud consumada, don total de sí a Jesús. Así es cómo el cristiano aprende a darse en la comunión, donde Jesús se le da todo entero y personalmente.

Porque el amor es maestro muy hábil; tiene fuerzas invencibles; presto es purificado y transformado el hombre en Jesús bajo su acción poderosa. Nada le cuesta al amor; sufrir es su placer; las grandes cosas le hacen palpitar el corazón de gozo. Por manera que los mayores sacrificios son para el adorador alimento glorioso de su amor a Jesús, una compensación por tantos dones recibidos. El noble discípulo del Salvador va cada mañana, o a lo menos a menudo, a la sagrada mesa para pertrecharse de armas cristianas, de municiones de guerra, de fuego divino, y de ahí parte para los combates del amor.

La Eucaristía, fin del celo del cristiano

Conocer, amar y servir a Jesús en el santísimo Sacramento: he aquí lo que tiene que hacer el verdadero adorador. En hacer que sea conocido, amado y servido en su estado sacramental: ahí se manifiesta el verdadero apóstol de la Eucaristía. El apóstol que se limitara a mostrar a Jesús en Belén sería una estrella o quizá un ángel; quien de lejos le señalase en la vida pasada sería un Juan Bautista, que no muestra más que a Jesús viajero. El apóstol de la Eucaristía muestra a Jesús vivo, lleno de gracia y de verdad en su trono de amor.

La verdad de Jesús no es perfectamente entendida sino cuando se la ve en la Eucaristía, así como en la fracción del pan conocieron al Salvador los discípulos de Emaús. La verdad divina en la Eucaristía recibe su última gracia porque aquí es donde el mismo Jesús habla, la revela y se manifiesta a sí mismo, y nada iguala a la luz del sol.

El amor de Jesús no es bien apreciado sino en la sagrada comunión, cuando la misma alma se pone bajo la acción de este fuego divino. El fuego no es cosa que se define, sino que se siente. Nuestro Señor reveló a los apóstoles el evangelio de su amor después que hubieron comulgado, porque sólo entonces podían comprenderle.

Sólo en la sagrada comunión puede gustarse el amor de Dios, y al estar conmovida con el amor eucarístico es cuando el alma aprende a amar, a darse a Dios, a consagrarse a su gloria como los confesores de la fe.

Por eso, hacer que Dios en la Eucaristía sea conocido, amado y recibido dignamente es el oficio más santo de un apóstol. La obra apostólica por excelencia es enseñar la doctrina cristiana a los ignorantes y prepararlos a la primera comunión, a recibir los sacramentos. Porque un alma que ama a Jesucristo, que tiene hambre de Él, casi no necesita otro auxilio, porque ha hallado vida, y vida superabundante que brota hasta la vida eterna, donde tiene su manantial.

La Eucaristía, noble pasión del corazón

La felicidad del hombre está en su amor apasionado. Todo hombre tiene una pasión que se convierte en vida. Esta real pasión del corazón es inspiración de sus pensamientos, cuadro vivo de su imaginación, deseo violento de su voluntad, el objeto ardientemente anhelado en todos sus sacrificios. Nada le cuesta a la pasión adorada, nada le parece imposible, tener que aguardar es delicioso tormento.

Sólo una pasión divina puede beatificar el corazón del hombre y volverle bueno y generoso: la noble pasión de la divina Eucaristía.

No hay cosa que pueda compararse con el ímpetu y la fuerza del alma que busca y suspira por el amado. Su dicha consiste en desearle y en ir en pos de Él. En la Eucaristía Jesús se oculta para que sea deseado, se oculta para dejarse contemplar; se hace misterio para estimular y aquilatar el amor. La sagrada Eucaristía viene a ser así alimento siempre nuevo y poderoso para el corazón que abrasa. Algo de lo que sucede en el cielo pasa entonces; siéntese igual hambre y sed de Dios, hambre y sed siempre vivas y siempre satisfechas; el alma amante penetra en lo más hondo del amor divino y descubre siempre nuevas riquezas, mientras Jesús se le va manifestando gradualmente para más pura y fuertemente atraerla.

¡Oh, feliz aquel a quien la santa pasión de la Eucaristía inspira y enciende; feliz mil veces quien no vive más que por el amado, como la esposa de los Cantares, y quien en todas las cosas no ambiciona otra cosa que su reinado eucarístico! Bien puede el tal decir con san Pablo: Ya no soy yo quien vivo, sino que vive en mí Jesucristo (Gal 2, 20). Si exprimirse pudiera toda la substancia de esta alma, saldría una hostia Jesús Sacramentado es su vida.

 

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