Combatir el pecado para ser buenos; combatir además las imperfecciones para ser santos
Dice Royo Marín: Aunque es cuestión vivamente discutida entre los teólogos, creemos que la imperfección, aun la voluntaria, es distinta del pecado venial. Un acto en sí bueno no deja de estar en la línea del bien, aunque hubiera podido ser mejor. El pecado venial, en cambio, está en la línea del mal, por mínimo que sea. Hay un verdadero abismo entre ambas líneas.
Sin embargo, en la práctica, la imperfección plenamente voluntaria trae consecuencias muy funestas en la vida espiritual y es de suyo suficiente para impedir el vuelo de un alma hacia la santidad.
El alma, para elevarse a Dios, debe liberarse, desapegarse de todos los apetitos voluntarios, ya sean de pecado mortal, pecado venial, o incluso las mismas imperfecciones porque para que el alma se una a Dios debe hacerlo según su voluntad “transformada a la voluntad de Dios (Dice San Juan de la Cruz) de manera que llegue a no tener en sí misma nada contrario a la voluntad de Dios.”
Esta es la razón fundamental de la necesidad de trabajar en nuestra vida espiritual incluso en las imperfecciones voluntarias, por más que no llegasen a constituir pecado pues, de hecho, son opuestas a la voluntad de Dios con la que debemos conformarnos para alcanzar eficazmente la santidad.
Esto mismo explica con mayor claridad San Juan de la Cruz en la subida al monte Carmelo:
Pues si esta alma quisiere alguna imperfección que no quiere Dios, no estaría hecha una voluntad de Dios, pues el alma tenía voluntad de lo que no la tenía Dios. Luego claro está que para venir el alma a unirse con Dios perfectamente por amor y voluntad ha de carecer primero de todo apetito de voluntad por mínima que sea. Esto es que advertidamente y conocidamente no consienta con la voluntad en la imperfección y venga a tener poder y libertad para poderlo hacer en advirtiendo.
Por lo tanto, siempre se habla de actos voluntarios pues las imperfecciones por fragilidad e inadvertencia, debido a nuestra condición son imposibles de evitar del todo, como dice la Escritura: El justo caerá siete veces en el día y se levantará (Prov 24,16). Justamente, en aquel levantarse continuamente estará nuestra santificación.
Escribía san Francisco de Sales en una carta: “Debéis renovar los propósitos de enmienda que hasta ahora habéis hecho, y aunque veáis que, a pesar de esas resoluciones, continuáis enredada en vuestras imperfecciones, no debéis desistir de buscar la enmienda, apoyándoos en la asistencia de Dios. Toda vuestra vida seréis imperfecta y tendréis mucho que corregir; por eso tenéis que aprender a no cansaros en este ejercicio”.
El santo Cura de Ars propone a la virtud de la humildad como nuestra gran bienhechora para descubrir y poder así combatir nuestras imperfecciones: “La humildad es una antorcha que presenta a la luz del día nuestras imperfecciones; no consiste, pues, en palabras ni en obras, sino en el conocimiento de sí mismo, gracias al cual descubrimos en nuestro ser un cúmulo de defectos que el orgullo nos ocultaba hasta el presente”
De aquí aquella conocida inadmisión de san Ignacio de Loyola de dejar el examen de conciencia, que le exigía incluso a sus religiosos enfermos, porque el conocimiento personal es el trampolín hacia un trabajo espiritual serio y generoso, que no se conforma simplemente con vivir sin pecar y combatiendo el pecado, sino también las malas inclinaciones y estando atento a las maneras de darle a Dios una gloria siempre mayor según las crecientes buenas disposiciones del alma.
Una síntesis perfecta nos la escribe el P. Luis de la Puente en estas breves palabras: “Yo he caído en muchas imperfecciones, pero jamás he hecho las paces con ellas”.
Que María santísima nos alcance la gracia de trabajar hasta en las cosas más pequeñas para nuestra santificación, de tal manera que podamos llegar por medio de ellas, poco a poco, a hacer las cosas grandes a las cuales Dios nos tiene destinados.
Monasterio de la Sagrada Familia.