Eucaristía: recibirla con nuestras mejores disposiciones

Homilía del Domingo XX del tiempo ordinario, ciclo b

El Evangelio de este Domingo nos presenta uno de los misterios más inesperados, más impresionantes, y absolutamente impensable para la pobre inteligencia humana: el sacramento de la “Eucaristía” (“acción de gracias”), Sagrada Comunión o directamente del Cuerpo y Sangre de Cristo. Y como sabemos por nuestra fe, solamente a Dios se le podía ocurrir hacerse Él mismo sacramento para poder así quedarse con nosotros y en nosotros, literalmente alimentando nuestra vida espiritual y preparándonos para la eternidad.

Como bien sabemos también, para poder recibir la sagrada comunión es necesario tener fe en ella, respeto y reverencia, y estar en gracia de Dios, es decir, sin conciencia de ningún pecado grave o mortal. A partir de aquí, quería referirme específicamente a nuestra buena disposición -y cada vez mejor-, para recibir el Cuerpo y la Sangre de Cristo; teniendo como fundamento tanto la misma palabra de Dios como las enseñanzas y ejemplos de los santos.

En primer lugar, san Pablo es sumamente claro cuando dice estas palabras en la carta a los corintios: “Por tanto, quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor (Reo: culpable de haber cometido un crimen). Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo.” (1 Cor 11, 27-29) Es claro y explícito que comulgar en pecado grave tiene consecuencias graves, como la misma pérdida del alma si no hay arrepentimiento; pero el tema que hoy nos interesa son aquellas buenas disposiciones y hasta santas disposiciones que debemos poseer y acrecentar en la medida en que crece y se desarrolla nuestra vida espiritual alimentada constantemente por la sagrada Comunión; y esto es lo maravilloso de este sacramento: que gracias a Él podemos crecer en las virtudes, podemos sembrar abundantes propósitos buenos y ver en seguida sus frutos, como los vicios, pecados y malas costumbres que poco a poco van desapareciendo si trabajamos con seriedad y determinación en nuestra vida espiritual, y no dejamos de alimentarnos con el Pan del Cielo.

San Alberto Hurtado escribía: “Y la esencia de nuestra piedad cristiana, lo más íntimo, lo más alto y lo más provechoso es la vida sacramental, ya que, mediante estos signos exteriores, sensibles, Cristo no sólo nos significa, sino que nos comunica su gracia, su vida divina, nos transforma en Sí [mismo]. La gracia santificante y las virtudes concomitantes.

En la vida sacramental los dos sacramentos centrales son el Bautismo y la Eucaristía. El Bautismo, porque confiere la gracia santificante, necesaria para recibir la Eucaristía. Y la Eucaristía es el gran sacrificio, porque nos incorpora en la forma más íntima posible a la vida de Cristo y al momento más importante de la vida de Cristo.”; que como bien sabemos, es el momento de la cruz, donde resplandecen las virtudes que solamente pueden contemplarse y desearse con los ojos de la fe: ahí está el amor hasta el extremo, ahí está la paciencia más grande de todas, y el perdón de los enemigos y la oración por ellos; ahí está la humildad de un Dios que llegó hasta la humillación para atraer las almas a Él; ahí está la obediencia al plan del Padre y el cumplimiento de las palabras de Jesucristo, el siervo sufriente; y la perseverancia, fortaleza, santa entrega, sacrificio ofrecido, etc., etc.; y todo eso está presente también en cada Sagrada Comunión. Es por eso que no solamente debemos venir a recibir a Jesucristo en gracia de Dios, porque eso es lo mínimo; sino que para aprovecharlo al máximo debemos venir, ahora sí, con las mejores disposiciones posibles, es decir, no solamente comulgar sin aquello que mancha el corazón aún cuando no sea en materia grave (como algún pequeño resentimiento, alguna murmuración no reparada, algún mal trato no corregido, o cualquier mala costumbre sin ningún propósito de combatirla; esto significa que puedo ir a comulgar aún con mis defectos, con un cúmulo de defectos, una montaña -si se quiere- de defectos, pero detestándolos y con el firme propósito de seguir combatiéndolos). Debemos ir a recibir este santo Sacramento “presentando también nuestras ofrendas” al Señor, es decir, nuestras buenas obras, sean de caridad, sean de piedad, generosidad, perdón, misericordia, compasión, humildad, magnanimidad, abnegación, purificación, etc., todas las que podamos hacer porque son muchas las virtudes, gracias a Dios, en las que podemos trabajar y crecer; ¿por qué?, pues porque tenemos el Pan bajado del Cielo para alimentarnos y fortalecernos…

El maná en el desierto era figura de la Eucaristía, y como tal nos ha dejado una enseñanza que ahora hemos llegado a comprender gracias a Jesucristo: el maná fue el alimento del destierro, del pueblo que caminaba hacia la tierra prometida por medio del desierto, es decir, de las sequedades, arideces y demás pruebas de esta vida. Ahora, en cambio, ese maná ya no existe porque ya no es necesario, ahora tenemos otro pan bajado del Cielo y que alimenta para el Cielo en esta vida, donde también estamos de paso, donde también somos débiles y necesitamos tantas veces alimento espiritual para poder tener fortaleza en las dificultades y seguir adelante; eso en la sagrada Comunión, un sacramento que nos alimenta, pero además nos une a Dios y nos hace capaces de entrar en intimidad con Él.

Escribía hermosamente san Juan Pablo II: “Ella (la Eucaristía) une el cielo y la tierra. Abarca e impregna toda la creación. El Hijo de Dios se ha hecho hombre, para reconducir todo lo creado, en un supremo acto de alabanza, a Aquél que lo hizo de la nada. De este modo, Él, el sumo y eterno Sacerdote, entrando en el santuario eterno mediante la sangre de su Cruz, devuelve al Creador y Padre toda la creación redimida. Lo hace a través del ministerio sacerdotal de la Iglesia y para gloria de la Santísima Trinidad. Verdaderamente, éste es el mysterium fidei que se realiza en la Eucaristía: el mundo nacido de las manos de Dios creador retorna a Él redimido por Cristo. La Eucaristía, presencia salvadora de Jesús en la comunidad de los fieles y su alimento espiritual, es de lo más precioso que la Iglesia puede tener en su caminar por la historia.”

En este punto debemos afirmar junto con la Iglesia y sus santos, que no tenemos derecho a comulgar de manera fría, rutinaria o distraída; sino tomando cada vez mayor conciencia de quién se nos da en cada Sagrada Comunión, la cual es un regalo, un don del Cielo que nadie merece pero que por la bondad divina se nos ofrece en cada santa Misa; y para poder recibirla, reiteramos, hay que tener las mejores disposiciones en el alma. Por eso es algo natural llegar un poco antes a la santa Misa, para tener unos minutos de preparación, lo mismo que ese tiempito que le dedicamos después de la misma a la acción de gracias, porque no podemos menos que agradecer este sacramento llamado también del amor de Dios; un amor que desea alimentar y santificar las almas que lo reciban con profunda devoción.

Santo Tomás de Aquino dice: “La Eucaristía es el Sacramento de Amor: significa Amor, produce Amor”; y santa Gemma Galgani afirmaba: “Siento una gran necesidad de ser fortalecida de nuevo por ese alimento tan Dulce que Jesús me ofrece. Esta afectuosa terapia que Jesús me da cada mañana, me atrae hacia Él todo el afecto que hay en mi corazón”; san Bernardo escribía: “La Eucaristía es ese amor que sobrepasa todos los amores en el Cielo y en la tierra”; y, finalmente, san Juan Crisóstomo se refería así en una de sus homilías: “Ustedes envidian la oportunidad de la mujer que tocó las vestimentas de Jesús, de la mujer pecadora que lavó sus pies con sus lágrimas, de las mujeres de Galilea que tuvieron la felicidad de seguirlo en sus peregrinaciones, de los Apóstoles y discípulos que conversaron con El familiarmente, de la gente de esos tiempos, quienes escucharon las palabras de Gracia y Salvación de sus propios labios. Ustedes llaman felices a aquellos que lo miraron … mas, vengan ustedes al altar, y lo podrán ver, lo podrán tocar, le podrán dar besos santos, lo podrán lavar con sus lágrimas, le podrán llevar con ustedes igual que María Santísima.”

Pidamos en este día, y en cada santa Misa en que tengamos la dicha de participar, la gracia de ser “almas eucarísticas”, de gran devoción y principalmente amor hacia Jesús Sacramentado; y que el deseo de recibirlo y visitarlo se acreciente más y más, de tal manera que nuestra dicha sea la más grande de todas cuando llegue el día de encontrarnos frente a frente con Él, no ya escondido bajo las especies del pan y del vino, sino resplandeciente en su gloria y felicidad perpetua. Que María santísima nos alcance esta gracia.

P. Jason.

 

 

 

¿Se imaginan si fuéramos santos?

Hay que entusiasmarse con la santidad

“Cuando sientas que ya no sirves para nada

todavía puedes ser santo”

San Agustín

Hace un par de días me topé con una frase que no pude dejar pasar sin detenerme un buen rato a considerarla, a reflexionarla: “Yo haría santos a todos si se dejaran trabajar” (Jesús a santa Catalina de Génova); y es que es un tema bastante común para nosotros, especialmente los sacerdotes que a menudo lo predicamos, el simple hecho de recordar que todos estamos llamados a la santidad; más aún, que todos deberíamos realmente “entusiasmarnos por la santidad”. Ojo que ocupamos muy a propósito esta expresión porque “nos entusiasmamos ante lo realizable”, ante lo posible; y en este caso, ante un deseo que brota naturalmente de lo más profundo del Sagrado Corazón de Jesús, el mismo que nos dijo “sed perfectos, así como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5, 48). Es cierto que, tal vez, nuestras reales limitaciones -defectos y pecados-, nos puedan quitar el entusiasmo y apagar los magnánimos deseos, pero es aquí donde debemos recordar aquello de que “la gracia supone la naturaleza”, esa misma gracia que infunde las determinaciones más profundas y los nobles deseos que forjan a las almas santas en la medida en que éstas empiecen a ser fieles a ellos, enamorándose de Dios y haciéndose sedientos de su gloria y su santa voluntad en esta vida, preclara empresa que merece todos nuestros esfuerzos y nuestra confianza en Dios. “La gracia supone la naturaleza”, repetimos; una naturaleza que puede estar golpeada, herida, corrompida, débil, mediocre, etc., y que, sin embargo, una vez que se abandona con firmeza a los divinos designios -los que bien conoce Aquel que vino no por los justos…-, comienza a obrar de tal manera en el alma, que ésta empieza a dejarse abrasar por el fuego del amor divino (el que enardece, el que purifica, el que poco a poco va consumiendo nuestras miserias a costa de los necesarios sufrimientos y las noches encargados de labrar la grandeza), y es allí donde la santidad comienza a ser posible para ella, porque los santos se van forjando en el amor a Dios y en las exigencias de este amor que no espera excusas sino confiada entrega, que no quiere oír objeciones sino firmes determinaciones, y que no discrimina a nadie, por pecador que sea, para recibirlo junto al selecto grupo de sus íntimos, los que dejaron atrás todas las excusas y poco a poco, a fuerza de generosidad, santo abandono y correspondencia a la divina misericordia, se dejaron moldear por el Santo de los santos: “Jesucristo, luego que apareció en el mundo, ¿a quién llama? ¡A los magos! ¿Y después de los magos? ¡Al publicano! Y después del publicano a la meretriz, ¿y después de la meretriz? ¡Al salteador! ¿Y después del salteador? Al perseguidor impío.

¿Vives como un infiel? Infieles eran los magos. ¿Eres usurero? Usurero era el publicano. ¿Eres impuro? Impura era la meretriz. ¿Eres homicida? Homicida era el salteador. ¿Eres impío? Impío era Pablo, porque primero fue blasfemo, luego apóstol; primero perseguidor, luego evangelista… No me digas: “soy blasfemo, soy sacrílego, soy impuro”. Pues, ¿no tienes ejemplo de todas las iniquidades perdonadas por Dios?

¿Has pecado? Haz penitencia. ¿Has pecado mil veces? Haz penitencia mil veces. A tu lado se pondrá Satanás para desesperarte. No lo sigas, antes bien recuerda las 5 palabras “éste recibe a los pecadores”, que son grito inefable del amor, efusión inagotable de misericordia, y promesa inquebrantable de perdón.” (san Alberto Hurtado)

Suspirar por lo inalcanzable produce tristeza, suspirar por lo que es posible, aun cuando sea arduo de alcanzar, produce esperanza y entusiasmo, y la santidad es posible. Ahora sí, vayamos a la pregunta con que hemos titulado esta sencilla reflexión: ¿se imaginan si fuéramos santos?; cómo atraeríamos las almas hacia Dios; qué autoridad tendrían nuestras palabras; qué fuerza nuestros ejemplos; qué poder nuestras oraciones y qué profundidad nuestra intimidad con Dios.

La santidad, de alguna manera, podríamos decir que tiene un aspecto personal y uno social, me explico: el alma que se va santificando se va haciendo más agradable a Dios, más cercana, y esto le va permitiendo adentrase cada vez más en los gozos sobrenaturales que solamente los verdaderos amadores de Dios han llegado a conocer. A estas almas Dios las complace con gusto, como escribe el beato: “…Un alma que conocía una intimidad tan grande -entre el corazón de santa Gertrudis y su amor a Jesucristo-, se atrevió a preguntar a nuestro Señor por qué clase de atractivos había merecido santa Gertrudis una tal preferencia. “La amo de este modo, respondió nuestro Señor, a causa de la libertad de su corazón, donde nada penetra que pueda disputarme la soberanía”. Así, pues, porque ella buscaba únicamente a Dios en todas las cosas, desasida por completo de toda creatura, mereció esta santa ser el objeto de las complacencias divinas, las más inefables y extraordinarias.” (Dom Columba Marmion); pero como el bien es difusivo, es decir, necesita comunicarse, es que necesariamente el alma santa que atrae para sí las bendiciones divinas, también es instrumento para que Dios comunique la abundancia de sus gracias a las demás almas que la rodean: ¿cuántas almas, por ejemplo, se rindieron ante la Divina Misericordia, atraídas a los confesionarios del santo Cura de Ars o del santo padre Pío?; ¿cuántas mentes y corazones no se iluminaron con el diario de santa Faustina Kowalska y emprendieron una vida de respuesta a la bondad divina?; ¿cuántos teólogos, filósofos, consagrados y laicos nos seguimos beneficiando de los escritos de santo Tomás de Aquino?; ¿cuántas personas se dejaron arrastrar por el ejemplo de la santa Madre Teresa de Calcuta y sus hermanas de la caridad?; ¿acaso san Agustín, san Bernardo, o san Juan Pablo II no nos siguen predicando?; ¿acaso las vidas de los santos no siguen moviendo los corazones?; ¿qué no hay santos que, en este preciso momento, escondidos o “pasando desapercibidos”, nos están sosteniendo con sus oraciones y sacrificios?, y lo mismo los del Cielo, que siguen intercediendo por nosotros y alcanzándonos las gracias que con fe le suplicamos a Dios por medio de ellos.

En síntesis, “la santidad no se queda en el santo”, porque la virtud no termina en el virtuoso, como bien sabemos; necesariamente se irradia, actúa y beneficia a quienes entran en contacto con ellos. Dios quiere santos, Dios nos quiere santos, Dios dispone todas las gracias necesarias para hacernos santos, ¿por qué entonces no lo somos? La respuesta debemos hallarla en nosotros mismos, preguntándonos en primer lugar ¿realmente quiero ser santo?, ¿estoy dispuesto a pagar el precio?, ¿a amar a Dios lo suficiente?; ¿qué debemos hacer?: buscar en todo la gloria de Dios, pues la santidad es consecuencia de esto.

Los santos se hicieron tales por olvidarse de ellos mismos y dedicarse solo a Dios y su divina voluntad; porque no querían la honra humana ni los aplausos ni los halagos ni nada de eso, sino solamente la gloria de Dios, y por eso Él los coronó con la santidad.

De parte de Dios estará todo siempre dispuesto para que crezcamos en el amor a Él; examinémonos, pues, para descubrir y desterrar poco a poco los impedimentos u obstáculos que puedan anidar en nuestras almas, pero siempre con confianza, “al ritmo de Dios” como enseñan los santos: algunos adelantarán más rápido, otros deberán purificarse más, otros deberán padecer las grandes tormentas que los más débiles no podrían soportar sin sucumbir; sea cual sea nuestro sendero “entusiasmémonos” de caminarlo sin mirar atrás ni comparar con los demás, poniendo nuestros ojos fijamente en Dios y su gloria, en hacer mi parte y ofrecerle mi nada y mi confianza, y rogándole la gracia de cumplir con aquello para lo cual he sido creado.

Que nuestra miseria no nos desanime, que nuestros errores no nos aten, que nuestros fracasos no nos condicionen, ¿acaso no tenemos ejemplos de los santos?: “San Pablo era un gran perseguidor de la Iglesia la víspera de ser el gran apóstol. San Ignacio o San Francisco Javier eran unos mundanos libres la víspera de ser dos torbellinos apostólicos. La Magdalena era una gran pecadora la víspera de ser una gran santa. También la sociedad puede ser gran pecadora y hasta perseguidora de la Iglesia la víspera de su conversión; porque si el mundo está perdido, todos los conversos estuvieron perdidos la víspera de ser encontrados por la Gracia. Hagamos, pues, del problema del mundo un problema de Gracia y conversión…” (José María Pemán)

Roguémosle a nuestro Dios que suscite grandes santos para nuestro tiempo; y que el ejemplo de los que alcanzaron ya su Gloria en la eternidad nos entusiasme a trabajar incansablemente, cueste lo que cueste, por ser contados también entre los amigos cercanos de nuestro Señor, el Santo de los santos.

 

P. Jason, IVE.

Solemnidad de santa Ana y san Joaquín en Séforis

Muchas gracias querido seminario…

Durante nuestros años de formación en “la Finca”, como solemos llamar a nuestro amado seminario, además de los estudios, pasamos por una maravillosa gama de actividades que tienen por objetivo justamente el ayudar a prepararse a los futuros misioneros para cuando les toque dejar el hogar común, y llevarse consigo todo aquel bagaje espiritual, intelectual y demás, que allí se fue forjando. Por eso los diversos apostolados, las misiones populares, las jornadas de formación, campamentos, cursos, convivencias, etc., que se ofrecen a las almas desde el seminario; pero también la vida misma del seminario, con todas aquellas cruces que ahora, desde lejos, contemplamos realmente con cariño y hasta con sonrisas, que han sido parte de aquella fundamental preparación para la misión, como por ejemplo aquel loable sacrificio de dejar la patria y la familia por seguir a Jesucristo, y adaptarse a vivir no según los gustos personales ni los haberes propios, sino según lo que teníamos y la sencillez propia de la vida religiosa. No teníamos lujos obviamente y jamás nos faltó lo necesario, pues la Divina Providencia siempre se preocupa de nosotros, simplemente hay que aprender a poner cada uno de su parte a la gloria de Dios y salvación de las almas, y para eso hay que aprender a desgastarse, pero bien, es decir, viviendo una vida intensa, siempre ocupados en la búsqueda de la voluntad de Dios, y ofreciendo todos los esfuerzos necesarios para llevar adelante el plan divino que se va gestando en cada una de las almas. Y justamente en todo esto, con su gran abundancia de ejemplos, recuerdos y muy gratos momentos, íbamos recordando y reflexionando en este último tiempo, especialmente en estas últimas dos semanas de preparación para nuestra gran solemnidad en honor de santa Ana y san Joaquín, pues este año no fue la excepción tanto en la intensidad de los esfuerzos cuanto en lo grandioso de los frutos que acompañaron la novena y celebración de los abuelos de nuestro Señor.

Este año fue particularmente lluvioso hasta hace un par de meses, lo cual nos redobló el trabajo y tiempo invertido para limpiar bien el terreno que recibe a los peregrinos: podamos mucho, desmalezamos mucho, quemamos pasto y ramas secas cuanto pudimos, y aún así, cerca de la fiesta parecía que no avanzábamos mucho, pero había que seguir. Luego comenzamos la novena, pidiendo especialmente a santa Ana por los frutos de la novena misma y posterior celebración, las intenciones de quienes rezan por nosotros, y la paz en el mundo entero, especialmente en Medio Oriente; y el mismo día en que comenzamos fueron apareciendo las ayudas necesarias para honrar a los padres de María santísima: ayuda económica, donaciones, y con ellos un renovado entusiasmo que, pese al cansancio natural de los trabajos del monasterio, por gracia de Dios se mantuvo firme hasta el final.

Gracias a la intercesión de santa Ana, san Joaquín y vuestras oraciones, este año pudimos llenar de flores la imagen de nuestra querida santa; hacer estampitas recordatorias en varios idiomas (ya que siempre son variadas las nacionalidades de los presentes), y celebrar con nuestros religiosos, religiosas y nuevos amigos que asistían por vez primera a la santa Misa solemne realizada en este sencillo lugar santificado por la presencia de la Sagrada Familia.

Si bien no estábamos seguros de cuántas personas podrían asistir, debido al estado de guerra y la tensión que puede verse en muchas partes de Tierra Santa hoy en día, sin embargo, unas 200 personas participaron de la santa Misa, durante la cual había atención de confesiones, y donde nuevamente pudimos compartir de manera especial con nuestros hermanos franciscanos, entre los cuales se encontraba el padre guardián de Nazaret y el párroco de la Basílica, además de los demás frailes y sacerdotes de otras congregaciones que se hicieron presentes.

Después de la santa Misa, se realizó la tradicional procesión hacia la roca del ábside, restos últimos de lo que fuera antaño la casa de santa Ana, para la correspondiente oración y bendición, agregando la solemne incensación de la florida imagen de santa Ana, quien este año, luego de la santa Misa, se llenó de devotos que la fueron a saludar y sacarse fotos con ella y la Virgen niña.

Luego de los festejos, en los que entre nosotros los religiosos y los laicos éramos de varios países (Chile, Argentina, México, Colombia, Perú), no podíamos más que agradecer a nuestro querido seminario, que nos preparó para la misión y nos enseñó muy bien el premio al esfuerzo y el trabajo cuando se hace feliz, buscando la gloria de Dios. Estábamos cansados y con mucho sueño, pero sobre todo dichosos, pues todo lo que se hace no es para nosotros sino sólo para Dios, para los santos abuelos del Señor, para que en este día sean especialmente venerados y por medio de ellos sean muchas las almas colmadas de su valiosísima intercesión desde el Cielo. Este año, de manera muy especial, santa Ana y san Joaquín -nos consta por los variados testimonios que escuchamos directamente de los beneficiados-, nos bendijeron mucho, como saben hacer siempre los buenos abuelos, y a muchas almas, sólo Dios sabe a cuántas y cómo, sea participando de la santa Misa aquí, sea rezando la Novena en su honor desde cualquier parte del mundo, sea ofreciéndoles oraciones confiadas por su intercesión.

Gracias seminario querido por la formación recibida, gracias Sagrada Familia por vuestra santa intercesión, gracias a todos aquellos que rezan por nosotros y que de una u otra manera nos ayudan y nos han ayudado especialmente este año para poder celebrar a los santos abuelos del Señor. Nos seguimos encomendando a vuestras oraciones y comprometiendo las nuestras por vuestras necesidades e intenciones.

Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia.

(Fotos en facebook)

Cinco panes y dos peces

Confiemos lo poco nuestro a Dios, he ahí la mejor inversión
Homilía del Domingo XVII del tiempo ordinario, ciclo b
P. Jason, IVE.
Cuando hablamos acerca del evangelio de la multiplicación de los panes lo normal es que nos quedemos con la idea principal, que es la figura de la eucaristía que vemos claramente en este pan que todos comieron hasta saciarse. Pero como los evangelios son palabra de Dios tienen una riqueza única, es por eso que hoy vamos a considerar una enseñanza que está implícita en este relato y que es el hecho de que Jesucristo ha venido a suplir la desproporción que existe entre nosotros y el Padre aunque exigiéndonos, a la vez, que pongamos de nuestra parte lo poco que tenemos en sus manos.
Analicemos brevemente el evangelio: 5.000 hombres sin contar las mujeres y niños, y ya van 3 días, están hambrientos y además en el desierto…
– La actitud de Jesús: «Se le enternecieron las entrañas de compasión por las turbas»
– La actitud de los discípulos: Diles que se vayan!… les faltaba confianza.
Dice el P. Hurtado que a menudo en nuestra vida cotidiana este “es nuestro mismo problema: la desproporción”.
La desproporción
Nosotros solemos tomar conciencia de esta desproporción cuando llega el momento en que se nos exige un acto de confianza en Dios que implica abandonarse absolutamente en sus manos conscientes de que nuestras fuerzas no nos bastan para seguir adelante, ya sea ante una dificultad, ante algún defecto, ante alguna situación difícil, etc., y solamente nos queda entregar a Dios lo poco que tengamos con la esperanza de recibir su ayuda.
Jesucristo una vez más nos invita a la confianza en Él porque Él mismo vino a enseñarnos en su paso por la tierra que es Él quien suple, como hemos dicho, nuestra desproporción: porque desproporción fue elegir a un pobre pescador, sabiendo que lo negaría , como administrador de la riqueza del perdón divino y convertirlo en su vicario; o renunciar a la defensa de la corte celestial para dejarse clavar por los hombres ; desproporción fue hacerse un simple carpintero siendo el Rey de los cielos ; desproporción fue venir Él mismo a buscar a quienes rechazaron a Dios… Lo que nosotros llamamos desproporción no es otra cosa que la misma bondad divina, el mismo amor de Dios buscando derramarse sobre las almas: la mujer hemorroísa busca la salud de su cuerpo con sólo tocar el manto del Maestro, y Jesucristo le concede la salvación del alma por su fe; el ladrón arrepentido en la cruz le va a pedir tan sólo que se acuerde de él, y Jesucristo le prometerá ése mismo día el paraíso. Jesucristo nos pide cosas pequeñas para darnos las grandes.
Cierto que lo que podemos nosotros ofrecerle a Dios siempre será poco y nada en comparación con su grandeza, con su poder, pero cuando le ofrecemos a Dios nuestras obras en gracia entonces éstas adquieren un valor extraordinario, sobrenatural; se vuelven meritorias porque están revestidas con los méritos de Jesucristo: toda obra buena hecha en gracia es meritoria, es decir, que tiene méritos para el cielo. Por pequeña que sea.
Dice san Pedro de Alcántara: “Mucho hace a los ojos de Dios quien hace todo lo que puede, aunque pueda poco” ; y santa Teresa: “Tener gran confianza, porque conviene mucho no apocar los deseos, sino creer de Dios que si nos esforzamos poco a poco, aunque no sea luego, podremos llegar con su favor a lo mismo que muchos santos” ; y otro autor decía: “Las cosas pequeñas son pequeñas cosas, pero ser fiel en las cosas pequeñas es una gran cosa”.
Dios jamás desprecia lo que le ofrecemos
En el evangelio se lee que se acerca un niño a ofrecer lo poco que tenía: cinco panes y dos peces. A primera vista podríamos decir que hasta es gracioso. Miles de personas con hambre, se dan cuenta de que necesitan comer y de que nos hay nada cerca como para buscar alimento, los apóstoles que le están diciendo esto a Jesús y entonces un niño que lo escucha se acerca a hacer su ofrenda: panes de ceba, duros, ya tenían tres días. y los peces no deben haber estado tampoco frescos y eran de lago, blandos, no muy grandes, tal vez guardados en un saco por este niño todo el tiempo que seguían a Jesús, con ese calor y en esa apretura… ¡eso sí que era poca y ruin cosa! Pero el niño, contra toda la lógica de los hombres maduros que discutían qué hacer, simplemente lo ofrece.
Y comenta el P. Hurtado: “¿Desprecia el Señor esa oblación? No, con su bendición alimenta a todos y sobra. Ni siquiera las sobras desprecia: 12 canastos. […] El muchacho accedió a dar a Cristo su pobre don, ignorando que iba a alimentar toda esa muchedumbre. Él creyó perder su bien, pero lo halló sobrado y cooperó al bien de los demás…”
De la misma manera, nuestras acciones, aun cuando sean tan pequeñas como cinco panes y dos peces para alimentar a más de cinco mil personas, puestas en las manos de Cristo pueden tener realmente un alcance divino.
Pensemos en el pequeño Juan, nacido pobre, en una aldea. Quiso ser sacerdote; le faltaba salud, le costaban los estudios, no entendía completamente el latín de su breviario, apenas se pudo ordenar, lo mandaron a un pueblito impío y perdido y le ofreció a Dios lo único que tenía: sus oraciones y penitencias… y ese pueblito se convirtió en un gran confesionario y lugar de conversión y salvación de innumerables almas: y el pequeño juan se convirtió en el santo cura de Ars, aquel pobre sacerdote que el demonio le dijo “si hubieran tres como tú , mi reino se acabaría”; o recordemos a santa Mónica: mujer sencilla, casada con un no creyente, sufría mucho y pedía a Dios todos los días que su hijo Agustín se convirtiera a la Fe; ¿qué tenía para ofrecerle a Dios?, solamente oraciones y lágrimas (durante años) … y esas lágrimas fueron las que convirtieron a su Hijo en el santo Obispo de Hipona y doctor de la Iglesia, gracias a esas lágrimas la Iglesia tuvo a uno de sus más grandes santos. Y el mismo Jesucristo va a poner como ejemplo para sus discípulos a la pobre viuda que dejaba en el templo su pequeña ofrenda de dos monedas que no era nada prácticamente en comparación con lo que echaban los ricos, pero como Dios ve los corazones, él si se da cuenta del valor que tienen las pequeñas cosas hechas por amor a Él.
Cada vez que nosotros le ofrecemos a Dios nuestras oraciones y sacrificios es Él mismo quien se encarga de multiplicarlo en gracias que favorecen a las almas. Por eso nunca debemos cansarnos de ofrecer, desde un disgusto con el vecino hasta una dolorosa y larga enfermedad. En definitiva, tenemos que ir aprendiendo cada día a ofrecerle a Dios nuestra vida, porque él nos la dio y a Él le pertenece, por eso nos prepara un cielo que alcanzaremos si somos fieles a su gracia; por eso dice san Bernardo: “Pero, ¿qué ofreceremos nosotros, hermanos míos, o que le devolveremos por todos los bienes que nos ha hecho? El ofreció por nosotros la Victima más preciosa que tuvo, y no puede haber otra más preciosa; hagamos también nosotros lo que podamos, ofreciéndole lo mejor que tenemos, que somos nosotros mismos”.
Confianza: la obra es de Dios
Finalmente no tenemos que olvidar que toda obra emprendida por amor a Dios fructificará nos por nuestras fuerzas sino porque lleva consigo la bendición de Dios:
Jesucristo tomó los cinco panes y los dos peces, “los bendijo”, “elevó los ojos al cielo” y recién entonces dio de comer a la multitud… para enseñarnos, dice san Juan Crisóstomo, que en nuestras pequeñas obras debemos confiar en la gran bondad de Dios. Es Él quien bendice y multiplica los frutos, y a Dios no le importan tanto nuestras miserias como nuestra confianza en Él:
“La profundidad del pozo de la miseria humana es grande; y si alguno cayera allí, cae en un abismo. Sin embargo, si desde ese estado confiesa a Dios sus pecados, el pozo no cerrará su boca sobre él” “El que clama a Dios desde lo más profundo de su miseria, ya no está en lo profundo, ya empieza a levantar su voz.”
En definitiva, lo poco que le podamos ofrecer a Dios siempre se convierte en mucho en sus manos; y las pequeñas cosas, realizadas con fidelidad, son las que nos alcanzan las obras más grandes, como el vivir la caridad, la humildad, la paz del corazón y después de la muerte la felicidad eterna para quienes hayan perseverado hasta el final.
Que María santísima nos conceda la gracia de ser siempre generosos con Dios y no negarle nada aunque nos parezca a veces que es poco lo que tenemos.

“Las entrañas del Señor”

“El modus operandi del Sagrado Corazón de Jesús”

Homilía del Domingo XVI del tiempo ordinario, ciclo b

Mc 6, 30-34

Queridos hermanos:

El Evangelio de este Domingo nos cuenta cómo las multitudes de todas las aldeas fueron en busca de Jesús, y cómo nuestro Señor al verlos “se compadeció” de ellos, porque “estaban como ovejas sin pastor”, y se puso a enseñarles con calma…

Si atendemos a las almas que buscaban a Jesús, podríamos reflexionar en qué lindo sería que nosotros los creyentes asistiéramos así a la santa Misa o a la adoración Eucarística; al igual que estas almas de fe sencilla, que corrían en busca de Jesús “para que no se les escapara”… y nosotros teniéndolo siempre allí en la Eucaristía, en el sagrario, en la santa Misa, tantas veces no acudimos a Él sea para recibirlo, sea para visitarlo.

Pero hay también un segundo aspecto, una segunda mirada: la actitud del Señor, que se compadece, porque Él ama hasta las entrañas y su compasión no tiene límites.

En los Ejercicios espirituales de san Ignacio, para introducirnos a la meditación de la Encarnación, el santo nos guía mediante estas palabras: “traer la historia de la cosa que tengo de contemplar; que es aquí cómo las tres personas divinas miraban toda la planicie o redondez de todo el mundo llena de hombres, y cómo viendo que todos descendían al infierno, se determina en la su eternidad que la segunda persona se haga hombre, para salvar el género humano, y así venida la plenitud de los tiempos, enviando al ángel san Gabriel a nuestra Señora…”. En esta introducción vemos claramente lo que podríamos llamar el “modus operandi del Sagrado Corazón de Jesús”: compadecerse ante la miseria humana y no quedarse quieto hasta ofrecerle su sanación, redención, santificación.

Nosotros, los seres humanos heridos por el pecado, a veces obramos en el sentido opuesto al Corazón de Cristo, pues Él mira el defecto y el pecado para compadecerse, como hemos dicho, y tratar de remediarlo; nosotros, en cambio, a veces olvidamos cómo Dios nos trata y nos pide que tratemos a nuestro prójimo, y en vez de compasión respondemos con críticas, enfados, faltas de paciencia, etc. Tratemos de que cada vez se nos olvide menos “lo que haría Cristo en mi lugar”, y nuestra vida y nuestro entorno irá cambiando felizmente, como pasaba con estas almas que acudían a Jesús como ovejas buscando a su pastor, a su buen pastor, a su compasivo y bondadoso pastor.

Para profundizar un poco más en las entrañas del Señor, consideremos, mis queridos hermanos, cómo habrá sido una jornada normal de Jesucristo: todo el día atendiendo a los demás, ya sea con su predicación, ya sea con sus milagros, devolviendo la salud tanto del cuerpo como del alma; aconsejando, corrigiendo, instruyendo…; caminando y caminando de aquí para allá, unas veces al templo, otras donde sus amigos, por valles y desiertos; otras donde desconocidos, no importa, y todo esto a menudo entre las multitudes que lo acompañaban y rodeaban a veces varios kilómetros para recibir algún beneficio de Él. Y como Jesucristo es tan Dios como hombre, pensemos en cuán cansado se encontraba al encontrarse con las multitudes que lo seguían, tal vez con hambre, tal vez con calor; y sin embargo, su actitud inmediata fue la compasión, pues se conmovieron sus entrañas ante estas ovejas perdidas que andaban “tras el Buen Pastor”, quien sin ninguna queja y dejando atrás sus propias lícitas necesidades, se dedica a las almas, “a sus ovejas”, y les ofrece la salud más importante de todas que no es la del cuerpo sino la del alma.

Comentando este Evangelio, dice hermosamente san Alberto Hurtado: “La primera actitud del apóstol, a imitación de Cristo, debe ser el amor profundo por las almas. Amor, amor, amor a las almas: que ninguna le sea indiferente.

Cristo, ¡cómo las amó! A los pobres ¡vino a evangelizarlos! Los prefirió, los escogió… A los pecadores: Es el Buen Pastor, sale en busca de la oveja descarriada; pierde por ellas el alimento y se sienta junto al pozo de Jacob, sólo por esperar una de esas ovejas descarriadas: la Samaritana. Y allí están Magdalena, la Adúltera, Zaqueo, Pedro, el Buen Ladrón, la muchedumbre que vocifera al pie de la cruz, para recordar cómo ama a los pecadores. Los enfermos, los hambrientos, los que tenían cualquier dolencia, las víctimas de problema social ¡cómo los instruye, alienta, favorece, y, por encima de todo, cómo se coloca a su lado contra todas las injusticias! Los hombres todos: por ellos vino del cielo, por ellos se cansa, ora en las noches, sufre, y pide gracias, y da palabras, ejemplos, y cuanto tiene.”

Es cierto que el bien corporal Dios nos lo puede conceder si así le place y nos conviene realmente para nuestra salvación, pero ahora debemos prestar atención a “lo esencial”, que es el conocimiento de la Verdad para poder abrazarla y de esta manera recibir la sobrenatural salud espiritual: por eso se puso a enseñarles, porque su compasión sabe perfectamente que “el alma es lo que importa”: “curó a los que entre ellos estaban enfermos; porque la verdadera compasión hacia los pobres consiste en abrirles por la enseñanza el camino de la verdad y librarlos de los padecimientos corporales.” (san Beda)

Escribía san Gregorio Magno: “Pensad bien cuan incomprensibles son en Dios las entrañas de misericordia”…; pero ¿por qué incomprensibles?, pues tanto por el amor infinito que lo mueve a tener compasión de nosotros, pecadores que tantas veces lo hemos ofendido con nuestros pecados; cuanto porque a veces los hombres pretendemos entender las razones divinas que sólo Dios conoce, y por las cuales a veces “no se ocupa” de nuestro cuerpo a cambio de nuestra eterna salvación, es decir, anteponiendo el bien del alma a todo lo demás.

Es una verdad de fe que Dios tiene misericordia de nosotros, y por ella nos perdona y nos da tiempo para reparar nuestros pecados y ganarnos así el Cielo. Y como Jesucristo es nuestro modelo perfecto, de Él debemos aprender a ser nosotros también compasivos con los demás: “Se llama misericordia a cierta compasión de la miseria ajena nacida en nuestro corazón, que nos impulsa a socorrerla si podemos” (San Agustín), porque el verdadero compasivo, es decir, el verdadero misericordioso, sale de sí mismo para atender al prójimo en sus necesidades dentro de sus posibilidades; por eso decía san José María de la auténtica misericordia, que “…significa mantener el corazón en carne viva, humana y divinamente transido por un amor recio, sacrificado, generoso”, deseoso de ayudar, de reparar, de sanar y consolar, como hace Jesucristo con nosotros si, al igual que las turbas del Evangelio, acudimos a Él deseosos de hacer lo que él nos diga, abrazar lo que Él disponga y aceptar lo que nos ofrezca.

En este día le pedimos a la Madre de Dios, que nos alcance la gracia de imitar a nuestro Señor, compasivo y misericordioso, agradeciéndole también “en el prójimo” por toda aquella inmensa misericordia que conmueve sus entrañas y nos alcanza de su amor todas las gracias necesarias para nuestra santificación y la salud de nuestras almas.

P. Jason, IVE.

Sacerdote: llamamiento a la santidad

“A vosotros os llamo amigos”

Dom Columba Marmion,

del libro “Jesucristo, ideal del sacerdote”

Jesús considera a sus sacerdotes como a sus íntimos amigos. Prueba de ello son estas palabras que Jesús dirigió a sus apóstoles inmediatamente después de haberles conferido el sacerdocio: «Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; pero os digo amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer» (Jo., XV, 15). También a vosotros os fueron dichas estas mismas palabras, después de vuestra ordenación, en nombre de Jesús.

Vuestra dignidad comporta para vosotros una grave obligación de conciencia y un llamamiento constante para que aspiréis a la perfección que reclama vuestro estado.

Todo es sobrenatural en el sacerdocio.

Las máximas de este mundo no nos sirven para apreciar en su justa medida este don divino. «El mundo no ha conocido a Dios», ni las cosas de Dios: Pater juste, mundus te non cognovit (Jo., XVII, 25).

Ya desde el seminario, el aspirante al sacerdocio debe tener una clara convicción de la verdadera santidad a la cual es llamado. Después de su ordenación, deberá mantener y desarrollar esta convicción con una vida de oración y de sacrificio. Nunca podremos exagerar «el valor de la gracia recibida el día de la ordenación»: Noli negligere gratiam quæ in te est (I Tim., IV, 14).

El que se conforma con evitar el pecado, sin tener otras aspiraciones más altas, esto es, sin vivir una vida de fe y de amor, se expone al grave riesgo de perderse. Y aún en el caso de que no llegue a tal extremo, consumirá su existencia sin experimentar las íntimas alegrías que Dios depara a los sacerdotes que le son fieles, y sin haber realizado en toda su plenitud la misión sacerdotal que de él se esperaba.

Ya en el Antiguo Testamento, Dios exigía que los ministros del culto fuesen santos, aunque los sacrificios de machos cabríos y de terneras que ofrecían no eran sino figura del sacrificio de la Nueva Alianza. ¿Con cuánta más razón, pues, no reclamará de nosotros el Señor una gran pureza de vida?

Hay tres motivos que recuerdan constantemente a todo sacerdote su deber de tender a la santidad: el poder que ejerce sobre el cuerpo y la sangre del Hijo de Dios, su función de dispensador de la gracia (¿no le obliga acaso este título a ser él quien primero se santifique por ella?) y, por fin, el pueblo cristiano, que espera de él la lección de su ejemplo. Si él predica a los demás la ley de Cristo, ¿podrá desmentir con su conducta la verdad de lo que enseña?

Santo Tomás, resumiendo la doctrina tradicional sobre esta materia, exalta en los siguientes términos la dignidad sacerdotal: «El que recibe el orden sagrado, se hace capaz de ejercer las más excelentes funciones, por las cuales se rinde homenaje a Cristo en el sacramento del altar» [Sum. Theol., II-II, q. 184, a. 8]. Y añade: «Los sacerdotes, que han sido elevados a un ministerio tan eminente, no pueden conformarse con adquirir una bondad moral cualquiera, sino que se les exige una virtud extraordinaria» [Ibíd. Supplem., q. 35, a. 1, ad 3].

¿Reflexionamos lo suficiente sobre estas consideraciones? Nosotros somos los íntimos de Jesucristo, los ministros de su sacrificio. Esta proximidad al Salvador nos debería servir de constante estímulo. Las almas predilectas de Dios que no han recibido el don del sacerdocio no gozan de las facilidades de acceso que nosotros tenemos para llegar a Él. Una Santa Gertrudis, una Santa Teresa, tan colmadas de gracias, tan familiarmente unidas al Señor, ¿acaso han podido alguna vez consagrar el pan y el vino, tomar la hostia en sus manos o administrar la comunión?

Hasta tal punto es la hostia cosa propia del sacerdote, que el poder que ejerce sobre ella no tiene otros límites que el de las leyes y prescripciones de la Iglesia. Jesús se confía a su sacerdote como se confió a María y, fuera del caso de necesidad, él es el único que puede tocarlo y darlo a los demás. Él guarda la llave del sagrario. Él toma a Jesús para llevarlo a los enfermos, para bendecir al pueblo y para pasearlo en procesión por las calles.

¿Podrá darse la posibilidad de que haya seglares, a veces aún entre las humildes mujercitas del pueblo, que amen a Jesús más que sus sacerdotes? Procuremos, pues, decir a Jesús con todas las veras de nuestro corazón: «Oh Cristo, Vos os habéis entregado a mí, Vos me habéis encomendado el cuidado de las almas que os pertenecen; también yo quiero entregarme del todo a Vos; servíos de mí como mejor os agrade».

Tanto cuando trabajaba en Nazaret como cuando iba por los caminos de Galilea o hablaba con sus apóstoles o se retiraba a orar en el monte, Jesús siempre tenía conciencia de su sacerdocio. Lo mismo debiera decirse de nosotros, porque no dejamos de ser sacerdotes cuando bajamos del altar, sino que seguimos siéndolo dondequiera y siempre. A la manera de Jesús, vivamos siempre con el alma vuelta a los intereses de Dios: In his quæ Patris mei sunt oportet me esse (Lc., II, 49).

Recordad la parábola de los talentos. Nosotros somos de aquellos que recibieron cinco. Reflexionemos seriamente en ello. ¿Cumplimos las funciones de nuestro sacerdocio con aquella dignidad de sentimientos que se merecen? A ejemplo de María, madre de Jesús, que poseía una santidad eminente, el sacerdote, por razón de su intimidad con «el que es la santidad misma», Tu solus sanctus, Jesu Christe, se esforzará en conseguir que toda su vida esté ungida de un gran espíritu de pureza y de una constante elevación del alma.

Para no perder el ánimo en esta marcha ascendente, debe reavivar constantemente en su alma el deseo de adquirir la perfección, y recordar aquellas palabras del pontifical que el obispo dirige a los ordenados: «Poderoso es Dios para aumentar en ti su gracia». Potens est Deus ut augeat in te gratiam suam.

 

 

Reina de las vocaciones

María es modelo de vocación

P. Gustavo Pascual, IVE.

María (es) la persona humana que mejor que nadie ha correspondido a la vocación de Dios; que se ha hecho sierva y discípula de la Palabra hasta concebir en su corazón y en su carne al Verbo hecho hombre para darlo a la humanidad; que ha sido llamada a la educación del único y eterno Sacerdote, dócil y sumiso a su autoridad materna. Con su ejemplo y mediante su intercesión, la Virgen santísima sigue vigilando el desarrollo de las vocaciones y de la vida sacerdotal en la Iglesia[1].

María es modelo de vocación. Ella ante el llamado divino supo responder con una disposición total. Cuando el ángel, enviado de parte del Señor, la llamó para ser su Madre, ella con su “hágase” respondió a Dios y comenzó a formar parte de la obra redentora, obra, a la cual, era llamada por el mismo Dios. La vocación de María es sublime pero su esencia es la misma que toda vocación: una invitación que parte de Dios a una persona que es elegida para una misión que Dios le encomienda. En el caso de la Virgen esa vocación fue correspondida con un “sí” y se concretó en ella el plan eterno de Dios. La vocación de María es modelo de toda vocación. Cuando cada uno de nosotros es llamado, y Dios a cada uno de nosotros nos llama para un estado de vida, nuestra respuesta debe ser afirmativa y con tal disposición que entreguemos todo nuestro ser a la realización de la misma como lo hizo María.

María es ejemplo de vocación matrimonial ya que ella formó una familia en donde creció el Divino Niño Jesús. Junto con su esposo San José afrontaron todas responsabilidades que requiere un buen matrimonio y en él cada uno cumplió la función que le correspondía ayudándose mutuamente para perseverar en la unión con Dios y en la crianza y educación de Jesús. Ambos afrontaron juntos las vicisitudes que les deparó la obra redentora y cada uno cumplió en ella el lugar correspondiente con total entrega.

María también es ejemplo para la vida consagrada por la total entrega a Dios y a su obra redentora. Todos los consagrados estamos llamados a trabajar como María en la obra de redención de los hombres, pero debemos aprender de ella a entregarnos totalmente, en cuanto a todo el ser y a la entrega única, sin otra búsqueda supletoria, por la salvación de los hombres.

Ante todo, la Virgen María ha sido propuesta siempre por la Iglesia para la imitación de los fieles, no precisamente por el tipo de vida que ella llevó y, tanto menos, por el ambiente sociocultural en que se desarrolló, hoy día superado casi en todas partes, sino porque en sus condiciones concretas de vida Ella se adhirió total y responsablemente a la voluntad de Dios (cf. Lc 1, 38); porque acogió la palabra y la puso en práctica; porque su acción estuvo animada por la caridad y por el espíritu de servicio: porque, es decir, fue la primera y la más perfecta discípula de Cristo: lo cual tiene valor universal y permanente[2].

Y si queremos imitar a María en su fidelidad a la vocación tenemos que vivir íntimamente unidos a ella. Es importantísimo marianizar nuestra vida.

Para ello es preciso, en primer lugar, hacer todo por María, lo cual nos indica el medio, y tal es la fusión de intenciones. Nada hay que la Madre de Dios se reserve para sí, sino que en todo nos dice y enseña, como a los servidores de Caná, haced lo que Él os diga (Jn 2, 5).

En segundo lugar, hay que hacer todo con María, en lo cual se expresa la compañía y el modelo que debe guiar “todas nuestras intenciones, acciones y operaciones”, puesto que Ella es la obra maestra de Dios. Aquí, pues, se nos muestra lo que debemos imitar. Si el Apóstol decía: Sed imitadores míos como yo lo soy de Cristo (1 Co 11, 1), ¡con cuánta mayor razón podrá afirmarse esto de la Virgen, en quien ha hecho maravillas el Todopoderoso, cuyo Nombre es santo! “Mientras que la Iglesia en la Santísima Virgen ya llegó a la perfección, por lo que se presenta sin mancha ni arruga, los fieles […] levantan sus ojos hacia María, que brilla ante toda la comunidad de los elegidos como modelo de virtudes”.

En tercer lugar, es necesario obrar en María, vale decir, en íntima unión con Ella, y con esto se muestra la permanencia y unidad que ha de darse entre el consagrado y la Madre de Dios. El que ama está en el amante: tal es la propiedad del amor ardiente, que tiende de suyo a una mutua compenetración, cada vez más profunda y más sólida. De este modo se imita al Verbo Encarnado, que quiso venir al mundo y habitar en el seno de María durante nueve meses, y se hace efectivo su mandato y donación póstuma: Dijo al discípulo: He aquí a tu Madre. Y desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa (Jn 19, 27).

Finalmente, es preciso hacer todo para María. La Santísima Virgen, subordinada siempre a Cristo según el designio eterno del Padre, debe ser el fin al cual se dirijan nuestros actos, el objeto que atraiga el corazón de cada consagrado y el motivo de los trabajos emprendidos. María es “el fin próximo, el centro misterioso y el medio fácil para ir a Cristo”[3].

Todo fiel esclavo de Jesús en María debe, por tanto, invocarla, saludarla, pensar en Ella, hablar de Ella, honrarla, glorificarla, recomendarse a Ella, gozar y sufrir con Ella, trabajar, orar y descansar con Ella y, en fin, desear vivir siempre por Jesús y por María, con Jesús y con María, en Jesús y en María, para Jesús y para María”.

[1] Juan Pablo II, Exhortación Apostólica Postsinodal Pastores Dabo Vobis nº 82

[2] Pablo VI, Exhortación Apostólica Marialis cultus nº 35

[3] Instituto del Verbo Encarnado, Constituciones, Directorio de Espiritualidad, Editrice del Verbo Encarnato Italia 2004, nº 85-89

 

Tres aspectos de la asimilación del sacerdote a Jesucristo

“…el sacerdote es una misma cosa con

«Cristo que obra con él y por él»: Agit in persona Christi.”

Dom Columba Marmion

(Del libro, “Jesucristo, ideal del sacerdote”)

 

No cabe error más funesto para un sacerdote que el de subestimar la dignidad sacerdotal. Su deber más sagrado consiste, por el contrario, en formarse una alta idea de la misma.

El primer aspecto de nuestra asimilación a Cristo en el sacerdocio lo expresó el mismo Jesús cuando dijo a sus apóstoles: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que Yo os elegí a vosotros» (Jo., XV, 16).

«Y ninguno se toma por sí este honor, sino el que es llamado por Dios, como Aarón» (Hebr., V, 4). ¿Cuál es la razón de esta exigencia? Es que nadie tiene derecho a elevarse por sí mismo a una dignidad tan eminente. En Jesucristo, el sacerdocio constituye un don concedido por el Padre. Cristo, nos dice San Pablo, no se elevó por sí mismo al supremo pontificado, sino que lo recibió de Aquel que le dijo: «Tú eres mi Hijo… Tú eres sacerdote eterno según el orden de Melquisedec». De la misma manera el sacerdote debe ser también elegido por el Todopoderoso.

Debemos mantener siempre en nosotros una fe viva y desbordante de agradecimiento por la elección de que la Providencia misericordiosa nos ha hecho objeto con vistas al sacerdocio: «Tu Dios te ha ungido con el óleo de la alegría, más que a tus compañeros» (Ps., 44, 8). Esta elección supone de parte de Dios una mirada privilegiada de amor. Muchas veces el Señor nos protegió ya desde la infancia o desde la adolescencia, y nos condujo bajo su amparo por los caminos de la vida. El don del sacerdocio es como un anillo de oro, el primero de una interminable cadena de singulares gracias, reservadas a los ministros del altar. Habituémonos a encontrar en este magnífico pensamiento un perpetuo estímulo para nuestra fidelidad.

Es verdad que ninguno de nosotros puede escrutar el misterio de la predestinación, que está oculto en Dios. Pero hay indicios reveladores que nos permiten formar prudentemente un juicio práctico y personal sobre los planes que Dios tiene respecto de un alma. Sólo el obispo, como representante auténtico de Dios, tiene competencia para juzgar en última instancia del valor de las señales de vocación que ofrece un candidato al sacerdocio y solamente él es quien puede, por el llamamiento canónico, manifestar la voluntad de lo alto.

Quien tenga la osadía de recibir el Espíritu Santo y la unción sacerdotal sin esta vocación celestial, comete uno de los más graves pecados, que nunca queda sin castigo.

Por el contrario, cuando, dócil a la llamada del obispo, el diácono recibe la imposición de las manos, puede tener por seguro que Dios, en su infinita misericordia, le ha hecho objeto de su elección. Y esto es lo que hace que sea tan pura la felicidad que experimenta y tan legítimo el orgullo que siente de ser sacerdote.

El sacerdote se identifica, además, con Cristo a causa del poder de que está investido.

El sacerdocio tiene por fin establecer intermediarios sagrados entre la tierra y el cielo para ofrecer al Señor los dones de los hombres y comunicarles, en cambio, las gracias de Dios. «Todo Pontífice tomado de entre los hombres, a favor de los hombres, es instituido para las cosas que miran a Dios». Pro hominibus constituitur in iis quæ sunt ad Deum (Hebr., V, 1).

Antes de subir a los cielos, Jesús quiso dejar tras de sí hombres que tuvieran la sublime misión de continuar y renovar sus propios gestos de poder y de amor. El sacerdote ocupa el lugar de Cristo: Sacerdos vice Christi vere fungitur qui, id quod (Christus) fecit, imitatur [«El sacerdote hace las veces de Cristo, porque realiza lo mismo que Cristo hizo antes que él». (Epist. 63, P. L. 4, col. 397)]. Así se expresa San Cipriano, con toda la tradición cristiana.

Jesucristo comunica a sus sacerdotes algo más que una simple delegación. Les reviste de su mismo poder y obra eficazmente por su ministerio. Esta es la razón de porqué nuestro sacerdocio está totalmente subordinado al de Cristo. Y de esta subordinación nace su dignidad suprema, porque nuestro sacerdocio no es otra cosa que un reflejo del sacerdocio del Hijo unigénito.

Al sacerdote le han sido encomendados los dones sagrados: sacra dans. Y esto por dos razones. En primer lugar, él es quien ofrece al Padre a Jesús, inmolado sacramentalmente; y este es el don por excelencia que la Iglesia de la tierra presenta a Dios. En segundo lugar, él es quien hace participantes a los hombres de los frutos de la redención, haciendo llegar hasta ellos las gracias y los perdones divinos. El sacerdote está asociado a toda la obra de la redención, como dispensador autorizado de los tesoros y de las misericordias de Cristo: Sic nos existimet homo ut ministros Christi et dispensatores mysteriorum Dei: «Es preciso que los hombres vean en nosotros ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios» (I Cor., IV, 1). Jacob se revistió de los vestidos de su hermano Esaú para presentarse ante su padre Isaac y atrajo sobre sí todas las bendiciones que tenía reservadas para su primogénito. De la misma suerte, el sacerdote, revestido del mismo poder de Cristo en virtud de su carácter sacerdotal, puede decir al Señor con mucha más razón que Jacob: «Yo soy tu hijo primogénito» (Gen., XXVII, 32).

Y es tan completa su identificación con el Pontífice eterno, que, en la misa, el sacerdote no dice: «Este es el cuerpo…, la sangre de Cristo», sino: «Esto es mi cuerpo…, esta es mi sangre»… Y cuando en el sacramento de la penitencia perdona los pecados, ¿cuáles son las palabras que pronuncia? Ego te absolvo. «Yo te absuelvo». Lejos de hacer ninguna apelación a Dios, él habla y manda con autoridad. ¿Y por qué así? Porque la Iglesia, al poner en sus labios la fórmula sagrada, sabe con certeza que en la administración de este sacramento, el sacerdote es una misma cosa con «Cristo que obra con él y por él»: Agit in persona Christi.

El sacerdocio es una sublime prerrogativa que el Padre concede a su ministro de la misma suerte que se la concedió a su Hijo. Esta prerrogativa eleva al hombre a la mayor semejanza posible con el Verbo encarnado. No hay en la tierra excelencia alguna que supere a la del sacerdocio.

En tercer lugar, de la misma manera que Jesucristo es a un tiempo verdadero Dios y verdadero hombre, así también el sacerdote lleva en sí un elemento divino y un elemento humano.

Durante los días de su vida mortal, Jesús ocultaba su divinidad bajo los velos de su humanidad. Para la gente que le trataba, era «hijo de un obrero»: Nonne hic est fabri filius (Mt., XIII, 55)? A los ojos del Sanedrín y de los soldados romanos era un «malhechor» digno de muerte. Y, sin embargo, a pesar de estas apariencias, era el Verbo de Dios, el supremo Señor del universo, la fuente de todas las bendiciones.

Bajo las apariencias de un hombre sujeto a las necesidades y a las miserias de este mundo, el sacerdote oculta en lo íntimo de su ser la invisible grandeza de su sacerdocio. Los incrédulos le miran frecuentemente como a un ser nocivo para la sociedad, y apenas le reconocen los derechos y las consideraciones que le son otorgadas al último de los ciudadanos.

Y, sin embargo, ¡qué poderes tan sobrehumanos en unas manos tan frágiles! Este hombre, que en nada se diferencia de los demás, tiene unos poderes verdaderamente divinos. Basta que él hable para que Cristo baje al altar para ser inmolado. Abrumado por el peso de sus pecados, el penitente se arrodilla ante él y el sacerdote le dice en nombre de Dios: «Vete en paz». Y este mismo pecador, que un minuto antes pudo ser condenado a los tormentos eternos, se levanta perdonado y justificado, con el alma iluminada por la gracia celestial.

Así es como Jesús perpetúa su misión de santificar a los fieles. Por intermedio de sus sacerdotes, continúa interviniendo en todas las etapas de la vida de sus elegidos, desde su nacimiento hasta la hora de su muerte. Esto explica la reverencia y el amor con que el pueblo cristiano ha honrado al ministro de Cristo. En la creencia de la Iglesia, el sacerdote aparece como confundido con su divino Maestro.

En cierta ocasión, San Francisco de Sales confirió el sagrado presbiterado a un joven levita. Terminada la ceremonia, el santo se fijó en que el nuevo sacerdote se detenía en la puerta de la iglesia, como si discutiera con un ser invisible sobre quién debía pasar el primero. ¿Qué es lo que sucede?, preguntó el santo. A lo que el joven levita repuso que él tenía la felicidad de ver al ángel de su guarda. «Antes de que yo fuese sacerdote, dijo, él siempre me precedía, pero ahora quiere que yo pase el primero» [Mons. Trochu, Saint François de Sales, 1, 2 s]. Los ángeles no son sacerdotes y por eso reverencian en nosotros esta dignidad que ellos adoran en Cristo.

El nombre de Jesús, esplendor de los predicadores

Esplendor de los predicadores

San Bernardino de Siena

El nombre de Jesús es el esplendor de los predicadores, ya que su luminoso resplandor es el que hace que su palabra sea anunciada y escuchada. ¿Cuál es la razón de que la luz de la fe se haya difundido por todo el orbe de modo tan súbito y tan ferviente sino la predicación de este nombre? ¿Acaso no es por la luz y la atracción del nombre de Jesús que Dios nos llamó a la luz maravillosa? A los que de este modo hemos sido iluminados, y en esta luz vemos la luz, dice con razón el Apóstol: Un tiempo erais tinieblas, pero ahora sois luz en el Señor: caminad como hijos de la luz.

Por lo tanto, este nombre debe ser publicado para que brille, no puede quedar escondido. Pero no puede ser predicado con un corazón manchado o una boca impura, sino que ha de ser colocado y mostrado en un vaso escogido. Por esto dice el Señor, refiriéndose al Apóstol: Éste es un vaso que me he escogido yo para que lleve mi nombre a los gentiles, a los reyes y a los hijos de Israel. Un vaso —dice— que me he escogido, como aquellos vasos escogidos en que se expone a la venta una bebida de agradable sabor, para que el brillo y esplendor del recipiente invite a beber de ella; para que lleve  —dice— mi nombre.

En efecto, del mismo modo que un campo, cuando se enciende fuego en él, queda limpio de todas las zarzas y espinas secas e inútiles, y así como, al salir el sol y disiparse las tinieblas, se esconden los asaltantes, los maleantes nocturnos y los que entran a robar en las casas, así la predicación de Pablo a los pueblos, semejante al fragor de un gran trueno o a un fuego que irrumpe con fuerza o a la luz de un sol que nace esplendoroso, destruía la infidelidad, aniquilaba la falsedad, hacía brillar la verdad, como cuando la cera se derrite al calor de un fuego ardiente.

Él llevaba por todas partes el nombre de Jesús, con sus palabras, con sus cartas, con sus milagros y ejemplos. Alababa siempre el nombre de Jesús, y lo llamaba en su súplica.. El Apóstol llevaba este nombre como una luz, a los gentiles, a los reyes y a los hijos de Israel, y con él iluminaba las naciones, proclamando por doquier aquellas palabras: La noche va pasando, el día está encima; desnudémonos, pues, de las obras de las tinieblas y vistámonos de las armas de la luz. Andemos como en pleno día, con dignidad. Mostraba a todos la lámpara que arde y que ilumina sobre el candelero, anunciando en todo lugar a Jesucristo, y éste crucificado.

De ahí que la Iglesia, esposa de Cristo, apoyada siempre en su testimonio, se alegre, diciendo con el salmista: Dios mio, me instruiste desde mi juventud, y hasta hoy relato tus maravillas, es decir, que las relataba siempre. A esto mismo exhorta el salmista, cuando dice: Cantad al Señor, bendecid su nombre, proclamad día tras día su salvación, es decir, proclamad a Jesús, el salvador enviado por Dios.

De los Sermones de San Bernardino de Siena, presbítero (Sermón 49, Sobre el glorioso nombre de Jesucristo, cap. 2; Opera omnia 4, 505-506)

“Hija, tu fe te ha curado; vete en paz, y queda libre de tu mal”

Homilía del Domingo XIII del Tiempo Ordinario, ciclo b

 

Queridos hermanos:

Estaremos todos de acuerdo con que el Evangelio que acabamos de escuchar nos regala uno de los versículos más hermosos de la Sagrada Escritura, donde Jesucristo, Dios venido del Cielo y hecho hombre para redimir a los pecadores, deja salir de sus labios estas consoladoras palabras: “Hija, tu fe te ha curado; vete en paz, y queda libre de tu mal”.

En esta oportunidad nos detendremos ante la figura de la hemorroísa, representación perfecta del alma herida por el pecado al punto de ya no poder hacer nada más por su cuenta, y haberse desgastado en busca de una ayuda que jamás pudo encontrar… hasta este momento, hasta buscarla con confianza donde sí se encontraba, abriéndose paso entre las turbas hasta llegar donde se hallaba el único capaz de sanarla.

Según el relato evangélico, la mujer padecía de hemorragias desde hacía 12 años. Consideremos ahora lo que implica, en general, una enfermedad. “Enfermedad”, se define como “Alteración más o menos grave de la salud”, es decir, una anormalidad, algo que no corresponde a la salud y perjudica; tiene consecuencias más o menos graves y en la medida de lo posible debe ser tratada, combatida y desarraigada. Ahora bien, dentro de esto debemos mencionar que hay enfermedades más o menos dolorosas, más o menos perjudiciales, más o menos agresivas y hasta -por qué no-, más o menos humillantes. Sea como sea la enfermedad no es lo normal. Con esto presente, fijemos ahora nuestros ojos en esta mujer enferma, mujer llena de fe, ejemplar, quien luego de tanto sufrimiento finalmente llegó hasta Jesucristo. Pasaron años de dolor, de humillación, de marginación de la sociedad, etc., pues esta enfermedad afectaba el cuerpo, pero también dolía en el espíritu. Sumamente incómoda y apenada entre los suyos, sin embargo, por esas cosas que solamente Dios conoce bien, todos esos años de malestar condujeron a esta alma buena hacia este momento crucial en su vida, donde aquella hermosa semilla de la fe que deseaba pasar desapercibida sería hecha resplandecer por el mismo Hijo de Dios, quien la pondría de manifiesto ante la multitud para hacer de ella un ejemplo al mismo tiempo que cumplía sus deseos: “Y dijo en su corazón: Si toco aunque solo sea la orla de su vestido, quedaré sana2. Decirlo fue tocarlo. A Cristo se le toca con la fe. Se acercó y lo tocó: se realizó lo que creyó.” (san Agustín).

Detengámonos en esta verdad maravillosa de nuestra fe que nos trae el doctor de la Iglesia: “a Cristo se lo toca con la fe”, y una vez “tocado con nuestra fe”, Él puede hacer milagros en nuestra vida, en nuestras almas, en nuestro entorno, y concedernos aquellas gracias que más necesitamos y que tal vez debieron ser forjadas a través del sufrimiento, a través de la paciencia, o más concreto aún, mediante la perseverancia y confianza que sabe mantener y acrecentar nuestra fe hasta que madure y sea suficiente para alcanzar de Dios lo que le pedimos: “Se necesita fe: Al padre fiel epiléptico le exige la fe, diciendo «Todo es posible para quien cree» (Mt 9, 23). Admira la fe del centurión: «Anda, que te suceda cono has creído» (Mt 8, 13), y la de la cananea: «Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas» (Mt 15, 28). El milagro hecho en favor del ciego Bartimeo lo atribuye a la fe «Tu fe te ha salvado» (Mc 10, 52) Palabras semejantes dirige a la hemorroísa: «Hija, tu fe te ha salvado» (Mc 5, 34).” (Juan Pablo II).

Es por la fe, como hemos dicho, que entramos en contacto con Dios y de Él recibimos su poder sanador y salvador. Ahora bien, preguntémonos con sinceridad, ¿cómo está ahora mi fe respecto a tal o cual enfermedad?, y no hablamos primeramente del cuerpo (aunque también es importante), sino de nuestra alma, donde se encuentra la muy dañina enfermedad del pecado: ¿Acaso arrastro años envenenando mi corazón con el rencor?, ¿será que el orgullo se asentó cómodamente en mis entrañas?, ¿o la ira, la tristeza, la angustia, etc.?; queridos hermanos, examinémonos en profundidad, tal vez llegó la hora de entrar en contacto con Jesucristo y abrirnos paso a través de nuestras pasiones desordenadas, de nuestras excusas, de nuestros aplazamientos a la conversión, y empeñar todas nuestras fuerzas para “tocar la orla del manto de Jesús” por lo menos; aunque siendo realistas debemos afirmar que hoy por hoy Jesucristo nos ofrece a cada instante mucho más que dicha orla, pues se ofrece a sí mismo, principalmente en la Sagrada Eucaristía.

Toda nuestra vida debe ser así: un “ir en pos de Cristo”, como Él mismo nos enseñó, “llevando nuestra Cruz”, confiando en Él; porque siempre arrastraremos la enfermedad del pecado y sus consecuencias, pero al mismo tiempo, si nosotros lo decidimos, combatiendo nuestra enfermedad mediante la gracia de Dios y la práctica de las virtudes.

Hemos dicho que Jesucristo hizo de esta mujer un ejemplo, por eso preguntó a quienes lo seguían que “quién lo había tocado”, para hacer resplandecer la fe de esta alma buena; así también nosotros debemos aprender a estar siempre en contacto con Dios, y “alcanzarlo” en la oración, en la santa comunión, en la vida sacramental. No importa si hay que abrirse paso a través de nuestros defectos, de las adversidades, del respeto humano o hasta de la persecución; Jesucristo espera que entremos en contacto con Él para concedernos sus gracias, y se alegra de recibir nuestra compañía; así que preguntémonos también ¿cuánto contacto tengo con Él a diario?, es decir, ¿me conformo con la santa Misa y confesión regular o lo hago parte de mi vida, el centro de mi vida?: “Nuestros planes, que deben ser parte del plan de Dios, deben cada día ser revisados, corregidos. Esto se hace sobre todo en las horas de calma, de recogimiento, de oración. Después de la acción hay que volver continuamente a la oración para encontrarse a sí mismo y encontrar a Dios; para darse cuenta, sin pasión, si en verdad caminamos en el camino divino, para escuchar de nuevo el llamado del Padre, para sintonizar con las ondas divinas, para desplegar las velas, según el soplo del Espíritu.” (San Alberto Hurtado)

Que el Evangelio de este día “nos mueva”, que no sea una simple consideración que se vuela con el viento, sino que realmente se traduzca en obras, dejando a Dios obrar en nuestras almas la salud que solamente se consigue si acudimos a Él con fe: “Él entonces le dijo: Hija, tu fe te ha salvado; vete en paz, y queda libre de tu mal. No dijo, pues, tu fe te salvará, sino te ha salvado, que es como si dijese: desde que creíste fuiste curada.” (san Agustín)

Que María santísima, nuestra tierna Madre del Cielo, nos alcance la gracia de acudir a su Hijo en todas nuestras necesidades, en todas nuestras luchas y dificultades, como lo hizo la mujer del Evangelio, que comprendió perfectamente el milagro que es capaz de causar en una vida el contacto con Aquel que vino a sanar, a redimir y a salvar para siempre a quienes se acerquen con confianza a Él.

P. Jason, IVE.

Monjes contemplativos del Instituto del Verbo Encarnado