Un pesebre al principio solitario

Preparándonos para la Navidad

Como claramente nos lo manifiesta la corona del adviento que desde hace poco nos recibe al entrar a rezar en la capilla, nos estamos preparando para celebrar la “llegada” de nuestro Señor Jesucristo, que viene a nacer en el tiempo y en los corazones para cambiar totalmente nuestra historia, y cuánto más en la medida que le vayamos dando el lugar que desea conquistar en nuestro interior, simplemente para invitarnos a gozar de Él por toda una eternidad. Pero también debemos mencionar el “dónde” ha decidido nacer nuestro Señor, el Dios del amor infinito y los misterios que sobrepasan toda humana lógica y sentido terrenal, pues como bien sabemos, pese a ser el Rey de reyes y Señor de los señores, decide entrar en este frío mundo en una noche fría también, y en un lugar apartado, como los humanos corazones que lo están también de Dios, y el menos pensado e incomprensible para cualquier razonamiento derivado de su exclusiva dignidad; pues Jesucristo, el mismísimo Hijo de Dios, no nació ni en un pomposo palacio ni entre los honores que le correspondían, sino simple y tristemente en un pesebre; lugar indigno, paraje de animales, regazo cruel de la naturaleza para recibir a su Creador haciéndose pequeño, frágil…, hombre, como aquellos que se apartaron de Dios y que ahora ni siquiera le conceden una sencilla posada para nacer; y por eso lo tuvo que hacer de esta manera también: apartado de los hombres, los que no lo recibieron. Y algo así también nos pasó este año aquí, con nuestro pesebre.

Como sabemos perfectamente, la terrible situación actual del país trajo muchas consecuencias, las cuales conocemos bien y no hace falta volver a mencionar, aunque sí volver a renovar constantemente nuestras súplicas al Cielo para llenarlo de oraciones, y para que termine el injusto sufrimiento sea de la parte que sea. Y secundariamente, como es lógico, cambió también el aspecto normal de los santuarios, anteriormente siempre coloridos debido a la abundante presencia de devotos peregrinos venidos desde todas partes, quienes con sus diferentes lenguas, atuendos y devociones, parecían no poder ser separados totalmente del paisaje natural de Tierra Santa. Pero este año, esta Navidad, es diferente. En Séforis, en la casa de santa Ana, solamente hay dos cristianos: los monjes; y el pueblo tiene la entrada custodiada por mayor seguridad, haciendo así que durante todo este tiempo estuviéramos prácticamente de ermitaños. Pero eso jamás significó pensar en no hacer este año el pesebre, aun previendo que sería, tal vez, el pesebre más solitario desde que estamos en este lugar santo, pues son justamente los peregrinos quienes vienen a apreciarlo. Pero aquí no hay peregrinos ni cristianos por ahora. Sin embargo, el nacimiento del Hijo de Dios hay que festejarlo, dentro de nuestras posibilidades, pues ya pasó inadvertido en su momento por ese profundo misterio de su anonadamiento total en la humildad de la primera Navidad; así que ahora a nosotros nos corresponde hacerlo brillar, manifestando así que comprendimos bien lo que el pesebre ha venido a significar de una manera tan clara para los ojos de la fe, porque allí donde sólo hay miseria, abandono y soledad, si se sitúa Jesucristo cambia todo: figura hermosísima de lo que Dios hace en los corazones de los pecadores cuando viene a habitar en ellos y transformar las miserias en verdaderas obras de arte… si es que lo aceptamos y se lo permitimos, como lo hizo hace 2000 años en esa gruta solitaria de Belén, convirtiéndola actualmente en uno de los signos más hermosos para los que tienen fe, al punto de volverse “el rostro de la Navidad” y una perfecta síntesis de su misión salvífica y transformadora de las almas.

Así que armamos el pesebre, y como antaño dispusiera la Divina Providencia, unos pocos se empezaron a acercar y contemplar la sencilla representación del misterioso acontecimiento que se plasmó como una verdadera obra de arte espiritual, como un piadoso lienzo con más tonos oscuros que claros, los cuales, sin embargo, no hicieron más que resaltar los colores que nos hablan de lo que Jesucristo nos vino a enseñar en el pesebre: humildad, sencillez, austeridad, sacrificio, etc.; y, en este caso, con un detalle del todo especial: que hasta ahora, salvo un amigo y dos de nuestras religiosas, los demás han sido no cristianos, quienes respetuosamente se han detenido a contemplar también esta sencilla representación que espera a los que quieran a la entrada del monasterio.

Tenemos un pesebre armado luego de semanas de soledad, en un lugar que no alberga a más que dos cristianos, y, sin embargo, y pese a su simplicidad, poco a poco ha comenzado a recibir algunas visitas a las cuales esperamos que también “les diga algo”… sólo Dios sabe; sea como sea le agradecemos porque este año tampoco faltó el pesebre.

Les deseamos a todos una hermosa y muy fecunda Navidad.

Siempre en unión de oraciones, en Cristo y María:

Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia.

Iris celestial

Ojos de cielo que nos hablan de contemplación…

P. Gustavo Pascual, IVE.

¿Qué color de ojos tenía María? Nadie lo sabe. Los poetas y los artistas le han puesto distintos colores a sus ojos.

Hay mucha variedad de iris de ojos. Los hay verdes que reflejan el color del campo, de la hierba verde; los hay pardos que reflejan el color de la tierra clara; los hay negros que reflejan la noche; los hay azules como el electro y los hay celestes, color del cielo.

Yo creo que tendría ojos celestes, color de cielo.

Todos los colores reflejan realidades terrenas pero el celeste, si bien refleja también una criatura, el cielo, en un sentido más profundo refleja una realidad increada, la realidad final de nuestra existencia, la vida eterna, Dios mismo.

Los ojos de la Virgen son ojos de cielo que nos hablan de contemplación, pero de contemplación verdadera. María tuvo puestos siempre sus ojos en el cielo. Su vida fue un caminar constante hacia el cielo. Y sus ojos nos indican que también nosotros tenemos que tener puesta nuestra mirada en el cielo. Ella miró el cielo en la tierra porque miró a Jesús y lo sigue mirando en la Patria. Los ojos de María nos enseñan a mirar a Jesús.

María es un iris pontal. Iris que desde la tierra se une con el cielo y sirve de puente para que los hombres lleguen hasta Dios y para que Dios derrame sus gracias sobre los hombres. Este iris está en la tierra porque es de nuestra raza, es nuestra; pero también está en el cielo. Vivió en la tierra, pero con la mirada en el cielo y ascendió al cielo en cuerpo y alma y en el cielo contemplando a Dios no deja de mirar la tierra puesta su mirada en sus hijos necesitados.

Todas las gracias de María son como gotas de agua, o mejor como las perlas preciosas que adornan su ser, como las joyas que adornan sus imágenes y son iluminadas por Jesucristo, el sol que nace de lo alto, y así iluminadas forman un arco iris celestial que nos habla de Dios, de su Hijo Jesucristo, e iluminan los ojos de los hombres, los alegran, los cautivan, invitándolos constantemente a mirar al cielo donde mora esta Madre bendita con su divino Hijo.

Este iris celestial también es signo de la alianza entre Dios y los hombres porque Dios ha elegido este iris celestial como Madre suya y ha querido encarnarse en sus entrañas para redimirnos de nuestros pecados y establecernos en su paz y en la unión definitiva con Él. Mirar a María nos recuerda el amor de Dios para con nosotros y la alianza que tenemos con Él. Él se ha hecho hombre para que nosotros seamos hijos de Dios y quiere que lo seamos por toda la eternidad en alianza definitiva y eterna.

En los ojos se refleja el alma de las personas. Esta Virgen pura refleja en sus ojos su pureza. Sus ojos celestes reflejan un alma pura y libre de pecado, un alma simple que sólo busca a Dios, un alma brillante sin la opacidad producida por la mínima mancha. Pero además la vivacidad de sus ojos que por su vivacidad nos hablan de muchas cosas que María guarda en el corazón, porque, si de la abundancia del corazón habla la boca, el corazón también se exterioriza en la mirada.

La mirada de María es una mirada amante. Amante de cielo y amante de sus hijos por los que quiso padecer junto con Jesús en la cruz.

Iris celestial que nos cautivas, que nos enamoras, porque quieres prendar nuestro corazón. Ojalá sea así. ¡Que cada corazón de tus hijos quede enamorado de ti María y que se deje arrastrar, que se deje llenar, que se deje encender y atrapar totalmente por ti, para que tú lo lleves al cielo, para que tú lo moldees para el cielo, para que lo hagas un ciudadano del cielo desde aquí, desde este destierro!

 

“¿Una vida para vivir o una vida para morir?”

Once años de sacerdocio: ¡Deo Gratias!

La vocación a la vida consagrada, como sabemos, implica la aceptación en el tiempo de una llamada que comenzó a hacer eco en la eternidad; llamada totalmente libre, además, y tanto así que es un hecho el que se puede tristemente perder y engendrar infelicidad. Pero allí donde esta llamada de Dios se abre paso entre nuestras fragilidades y miserias, y el ponzoñoso egoísmo no le impide al alma decir que sí (porque el egoísmo arrebata la disposición de abandonarse a Dios totalmente y renunciar a todo con tal de seguirlo), se produce aquel hermoso misterio de la aceptación en el tiempo de un suceso que habla de eternidad como pocos otros misterios lo hacen; pues la vida consagrada totalmente a Dios viene a desproporcionar los bienes recibidos para multiplicarlos en las demás almas, ya que el religioso que vive bien su vida, imitación de la de Cristo en la tierra, realiza acciones cuyo impacto llega mucho más lejos de lo que puede llegar a vislumbrar… y eso está bien, porque eso a él no le importa, sino darle a Dios la gloria y aportar su parte para acercar a Dios las almas, sea con sus actos y contacto con ellas, sea con sus oraciones y sacrificios, sea con el amor sobrenatural que debe acompañar su vida entera, etc… Pero aún hay más, un “magis” especial que depende también totalmente de Dios, porque no se merece por cuenta propia y es decisión exclusiva de Dios y sus designios misteriosos: el sagrado don del sacerdocio, cuya impronta va mucho más allá de un estilo de vida, aún del más noble de todos como lo fue la vida terrena del Redentor, pues se abraza de tal manera a una existencia que se hace impronta espiritual e irrenunciable, en la misma alma elegida para continuar trabajando por la mies, aferrada con confianza en el arado que no admite volver a mirar atrás, frágil tesoro escondido en las imperfecciones y debilidades de los elegidos a quienes reclama generosidad y un amor que no le ponga condiciones al Señor de los señores, determinado a pasar por los crisoles que le sean necesarios con tal de cumplir con su misión y vivir con el alma puesta ya no en este mundo sino en las profundidades de la eternidad.

Teniendo todo esto en mente, y abrazándolo todo junto en la vocación del sacerdote religioso, podemos considerar los dos posibles escenarios en que una existencia consagrada pueda desenvolverse, a mi modo de ver: una vida para vivir o una vida para morir.

Vivir la vida religiosa con fidelidad nos asegura el Cielo. Querer vivir como Jesucristo, bajo los consejos evangélicos, implica una vida buena cuyas obras conducen necesariamente al Paraíso a quienes no vengan a arruinarlo todo mediante el pecado, aunque de estos mismos nos podemos levantar con la ayuda de la Divina misericordia… ¡qué vida buena!: rezamos cada día, participamos de la santa Misa cada día, hacemos obras de caridad, justicia, obediencia, renuncia, etc., cada día también, y esto durante los años que llevemos como consagrados y muchas veces “a pesar de nosotros”, que con nuestros defectos no bien combatidos y afectos aun no totalmente mortificados y ordenados, le ponemos a Dios a veces nuestra santificación cuesta arriba, y no por carencia de su omnipotencia sino por propia responsabilidad. Y aun así lo normal para el religioso es hacer el bien y hacerse bueno en la medida que se tome en serio su vida y abrace los medios que lo rodean y le asegurarán vivir en la bondad si corresponde. Sí, esta vida es buena, pero ¿es necesariamente una vida santa? Aquí es donde creo que entra juego el dar un paso más… porque sin esto corremos el riego de pasarnos la vida junto a la puerta de la santificación, pero sin jamás abrirla ni pretender entrar por ella. Pues sólo quienes den el paso se decidan a traspasar dicha puerta son los que se van santificando y arrastrando a las almas hacia Dios, porque eso nos enseñan los santos con su vida, que Dios por medio de ellos desproporciona el bien ya de maneras asombrosas e inimaginables. Estos son los que no viven para vivir, sino para morir, aceptando hasta las últimas consecuencias aquello que escribía el santo poniéndolo en labios de nuestro Señor: “No haya ilusiones, en mi seguimiento hay penas… Soy Rey, pero reinaré desde la cruz, “cuando fuere exaltado de la tierra, todo lo atraeré a mí” (Jn 12,32). Muchos se desalientan de seguirme porque buscan un reino material, consuelos, triunfos, deleites, al menos espirituales… pero yo te lo digo: tendrás la paz del alma, pero has de estar dispuesto a vivir mi vida y morir mi muerte, la mía de Jesús, Salvador” (San Alberto Hurtado)

Los santos son aquellas almas que se decidieron a morir; o como se expresa también la misma idea, “vivir muriendo”, abrazando esta hermosa y reconfortante paradoja de que el que más muere más vida tiene, y más feliz se vuelve, pues aprende a gozar de lo que verdaderamente vale la pena realizar para alcanzar la unión cada vez más íntima con Dios, lo cual implica la sincera determinación de destruir lo que haya que destruir en nosotros de desorden; de no permitirle más al hombre viejo tomar las riendas del alma y aniquilar la más remota posibilidad de separarse de Dios… y este aspecto es el que nos corresponde desear con entusiasta intensidad, porque somos sacerdotes y, como tales, imitadores de Jesucristo en el sacrificio y en la entrega absoluta, porque eso es lo que espera Jesucristo de nosotros para realizar las cosas grandes que nos tiene preparadas y esperan dicha generosidad de nuestra parte; por esto mismo escribía nuestro querido padre fundador que: “La sabiduría de la cruz fue la sabiduría que atrajo al sacerdote. Percibió, aún en confuso, que sólo en la escuela de Cristo se enseña la lección maravillosa y única de la cruz. Se dio cuenta que la cruz es locura a los ojos del mundo, pero alzando los ojos a Cristo crucificado comprendió que la locura de Dios es más sabia que la sabiduría de los hombres (1Cor 1,25)”.

Aprendamos a morir mis queridos hermanos en el sacerdocio, roguémosle en este día especial a nuestra Madre del Cielo que nos alcance esta gracia: “la de una vida para morir”, es decir, la del trigo de la parábola que no simplemente da fruto sino que lo hace en abundancia, pero sólo porque muere, y esto porque ha sido realmente generoso, y esto a su vez por haber amado mucho a Aquel que tanto nos ha amado que nos envió a su Hijo para morir por nosotros, esperando ahora que nosotros, sus imitadores, sus elegidos, ¡sus sacerdotes!, nos adentremos en este morir a nosotros mismos para dejar que Jesucristo sea quien viva en nosotros (Gál 2, 20), y continúe por su cuenta y propia voluntad la purificación que permita unirnos a Él como nosotros -lo sabemos-, jamás podremos hacerlo con nuestras propias fuerzas y sin esta santa determinación.

Muy feliz aniversario, mis queridos compañeros; seguimos dispersos por el mundo pero siempre unidos en el santo altar, contemplando a nuestro Señor mientras vuelve a descender del Cielo en la Sagrada Eucaristía hasta nuestras frágiles manos y más frágiles corazones aun, invitándonos a morir junto con Él para engendrar vida sobrenatural en las almas, robustecer a las débiles, conducirlas a Él, y dejarle obrar en nosotros sus secretos designios que sólo Él con el Padre y el Espíritu Santo conocen:

“El sacerdote debe morir al propio cuerpo, al propio espíritu, la propia voluntad, la propia fama, la propia familia y al mundo. Debe inmolarse en el silencio, en la oración, el trabajo, la penitencia, el sufrimiento, la muerte. Cuanto más se muere, más vida se tiene, más vida se da.” (Beato Antonio Chevrier)

P. Jason, IVE.

La magnanimidad

LA VIRTUD QUE NOS MUEVE A LA GRANDEZA
P. Antonio Royo Marín, O.P.
Es una virtud que inclina a emprender obras grandes, espléndidas y dignas de honor en todo género de virtudes. Empuja siempre a lo grande, a lo espléndido, a la virtud eminente; es incompatible con la mediocridad. En este sentido es la corona, ornamento y esplendor de todas las demás virtudes.
La magnanimidad supone un alma noble y elevada. Se la suele conocer con los nombres de «grandeza de alma» o «nobleza de carácter». El magnánimo es un espíritu selecto, exquisito, superior. No es envidioso, ni rival de nadie, ni se siente humillado por el bien de los demás. Es tranquilo, lento, no se entrega a muchos negocios a la vez, sino a pocos, pero grandes o espléndidos. Es verdadero, sincero, poco hablador, amigo fiel. No miente nunca, dice lo que siente, sin preocuparse de la opinión de los demás. Es abierto y franco, no imprudente ni hipócrita… Objetivo en su amistad, no se obceca para no ver los defectos del amigo. No se admira demasiado de los hombres, de las cosas o de los acontecimientos. Sólo admira la virtud, lo noble, lo grande, lo elevado: nada más. No se acuerda de las injurias recibidas: las olvida fácilmente; no es vengativo. No se alegra demasiado de los aplausos ni se entristece por los vituperios; ambas cosas son mediocres. No se queja por las cosas que le faltan ni las mendiga de nadie. Cultiva el arte y las ciencias, pero sobre todo la virtud. Es virtud muy rara entre los hombres, puesto que supone el ejercicio de todas las demás virtudes, a las que da como la última mano y complemento. En realidad, los únicos verdaderamente magnánimos son los santos.
A la magnanimidad se oponen cuatro vicios: tres por exceso y uno por defecto. Por exceso se oponen directamente:
La presunción: que inclina a acometer empresas superiores a nuestras fuerzas.
La ambición: que impulsa a procurarnos honores indebidos a nuestro estado y merecimientos.
La vanagloria: que busca fama y nombradía sin méritos en que apoyarla o sin ordenarla a su verdadero fin, que es la gloria de Dios y el bien del prójimo.
Como vicio capital que es, de él proceden otros muchos pecados, principalmente la jactancia, el afán de novedades, hipocresía, pertinacia, discordia, disputas y desobediencias.
Por defecto se opone a la magnanimidad la pusilanimidad, que es el pecado de los que por excesiva desconfianza en sí mismos o por una humildad mal entendida no hacen fructificar todos los talentos que de Dios han recibido; lo cual es contrario a la ley natural, que obliga a todos los seres a desarrollar su actividad, poniendo a contribución todos los medios y energías de que Dios les ha dotado.

Acto de confianza

San David Uribe, sacerdote;

Mártir de la eucaristía

 

Estoy convencido Dios mío, de que velas sobre todos los que esperan en Ti y de que no puede faltar cosa alguna a los que aguardan de Ti todas las cosas, que he determinado vivir en adelante sin ningún cuidado, descargando en Ti todas mis solicitudes.

“Dormiré y descansaré en paz, fiado en tus promesas, porque Tú Señor, de una manera singular has llenado mi corazón de verdadera y sólida esperanza”. Pueden los hombres despojarme de los bienes y de la honra; pueden las enfermedades privarme de las fuerzas y medios para servirte; es más, puedo yo por mi culpa perder tu gracia pecando, pero jamás perderé la esperanza en tu misericordia, antes la conservaré hasta el postrer suspiro de mi vida, y vanos serán los esfuerzos de todos los demonios del infierno para arrancármela.

Esperen otros la dicha de sus riquezas y de sus talentos; descansen otros en la inocencia de su vida, o en la esperanza de sus penitencias, o en la multitud de sus buenas obras, o en el fervor de sus oraciones: en cuanto a mí, Señor, toda mi confianza se funda en mi misma confianza: “porque Tú, Señor, de una manera singular has llenado mi corazón de verdadera y sólida esperanza”.

Confianza semejante nunca salió fallida a nadie: “nadie esperó en el Señor y quedó burlado”. Así que seguro estoy de ser eternamente bienaventurado, porque espero firmemente serlo, y porque eres Tú, Dios mío, de quien lo espero. “En Ti, Señor, tengo puesta mi esperanza”; no seré eternamente confundido. Conozco, es verdad, demasiado, conozco que soy frágil y mudable; sé cuánto pueden las tentaciones contra las virtudes más robustas, he visto caer estrellas del cielo y estremecerse las columnas del firmamento, pero nada de eso logra acobardarme si Tú estás conmigo, y lo estarás siempre mientras yo espere en Ti. Así estoy a salvo de toda desgracia y cierto estoy también, de que esperaré siempre, porque espero de Ti esa esperanza invariable. En fin, para mí es seguro ¡oh Dios mío!, que nunca será demasiado lo que espere de Ti y nunca tendré menos de lo que hubiere esperado.

Por tanto, espero que me sostendrás firme en los riesgos más inminentes, y me defenderás en medio de los ataques más furiosos y harás que mi flaqueza triunfe de los más espantosos enemigos. Espero que Tú me amarás siempre y que te amaré a Ti sin intermisión, sin reserva y sin límites. Y para llegar de un solo vuelo con la esperanza hasta donde puede llegarse ¡oh Dios mío!, espero en Ti mismo, y así confío que después de haberte conocido, amado y servido en el tiempo, tendré la dicha de verte y gozarte por toda la eternidad. Amén.

 

 

¡Llenemos el Cielo de oraciones!

Desde Tierra Santa

Queridos amigos, queridos muchísimos amigos:

Como ya todos saben, el pasado 7 de octubre cambió absolutamente el ambiente en Tierra Santa y más allá, pues ha hecho eco, y ese eco se sigue extendiendo. Personalmente, me encontraba en el jardín con el hermano Diego poniendo los letreros nuevos de la oración a santa Ana y san Joaquín, y estábamos realmente felices pues cada último arreglo en el monasterio, por pequeño que fuera, había sido realizado gracias a la ayuda de los últimos grupos que nos venían a visitar de manera cada vez más seguida. Pero a eso del mediodía revisé el teléfono, y vi que me estaban entrando un montón de mensajes preguntando si estábamos bien, a partir de los cuales revisamos las noticias y nos encontramos ante esta triste realidad que desde entonces sigue azotando esta bendita tierra y sus contornos, triste acontecimiento ante el cual no hay más que doblar las rodillas ante el sagrario y redoblar las oraciones y los sacrificios suplicando por el fin de esta guerra que como siempre y como todas, no deja de golpear y llevarse con ella a tantos inocentes y dejando dolor por donde pasa y más allá, pues la injusticia de sus males grita fuerte y los dolores que genera llegan lejos, llegan dentro, y no pueden pasar desapercibidos por nuestros corazones y los de todos aquellos que hoy por hoy miran hacia Tierra Santa con aflicción…, pero no tan sólo aquí, pues en diversas partes del mundo este mal tiene sus sucursales de sufrimiento. Sin embargo, ante esta triste realidad que nos ha envuelto con su sombra, quiero compartir con ustedes también aquella otra realidad que para muchos está pasando desapercibida, una realidad que aun en medio de todo este dolor arrastra aires de consuelo, consuelo sobrenatural, claro, aquel en sabe ofrecer esperanza entre las lágrimas, aquel que ofrece paz interior al que pone sus ojos en el Cielo, aquel que entusiasma y mueve a abrazar la cruz de Cristo y la nuestra con todas nuestras fuerzas, con toda su crudeza, sí, pero también con aquella misteriosa convicción de que “todo ocurre para el bien de los que aman a Dios”, palabras difíciles de comprender en circunstancias tan oscuras como estas, pero no por eso menos verdaderas pues son palabra de Dios y Dios no miente, y es Él mismo quien no deja de ofrecer su eternidad a todos aquellos que, pese a todo sufrimiento, perseveren con fe hasta el final. Esa realidad, esa consoladora realidad, es el aquella que nos dice que nuestro Dios nos ama tanto, que aun en medio de toda esta situación no deja de sacar bienes; porque su paterna bondad no deja de abrirse paso entre los escombros, ni entre las heridas más profundas o ante la angustia más cruel. Sé bien lo difícil que puede ser leer estas palabras, pero no deseo más que compartirles lo que desde este lugar, y en medio de todo esto, no dejamos de contemplar con gran esperanza sobrenatural; pues no podemos llegar a percibir los bienes sobrenaturales, reitero, que se están suscitando y extendiendo al mismo tiempo que el mal desea hacerlo, y que son más poderosos, porque apuntan hacia el Cielo, porque hacen milagros en las almas: no podría en este momento contar la cantidad de mensajes de apoyo desde tantas partes del mundo que nos han llegado a partir de aquel oscuro y terrible 7 de octubre; no podemos mensurar la cantidad de personas que están comprometiendo sus oraciones y sacrificios por la paz en Medio Oriente y en el mundo entero, formando parte de una especie de cruzada espiritual en la que cada día se unen más corazones para clamar al Cielo por el fin de la guerra, es decir, todo este mal que es ciertamente real, cruel, horrible, y sin embargo no ha podido impedir el obrar de Dios en tantos corazones que, movidos por la compasión, por la fraternidad, por la misma fe, han comenzado a sentirse y saberse enardecidos por la el santo deber cristiano de rezar unos por otros, especialmente por los más necesitados. Con esto, obviamente, no pretendo aminorar en nada esta espantosa calamidad, ¡nada de eso!: debemos seguir rezando más y más para que todo esto termine y no haya más víctimas inocentes ni de uno ni de otro bando, ¡ni de ninguna parte!; lo que estamos diciendo es que debemos continuar y hacer imparable este bien espiritual de la oración y el sacrificio ofrecidos por el término de las guerras y por el bien espiritual de tantas almas que quizás se han podido mantener en pie gracias a estas oraciones y sacrificios que se están uniendo con constancia y confianza a la gracia de Dios que es la que concede fortaleza y la esperanza sobrenatural. “Donde hay dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos” dice Jesucristo, sí, el Hijo de Dios y Dios verdadero, el que “nos sostiene en nuestras luchas”; ahora bien, desde todo el mundo no somos solamente dos o tres sino innumerables corazones, y cada vez más, los que estamos rezando y llenando el Cielo de oraciones y sacrificios en este momento, unidos por esta noble causa y santa obligación de amor; pero no sólo eso, sino que muchas personas a partir de esta generosidad en elevar fielmente sus plegarias, han comenzado a recibir hermosas gracias en recompensa, especialmente gracias de conversión, que han encontrado una veta de entrada en sus corazones a partir de la compasión por sus hermanos más necesitados; muchas almas se están comprometiendo con Dios en este momento; muchas almas que antes no lo hacían están comenzando a rezar; muchas almas que en el mundo habían tomado cierta distancia de otras por diversas razones, se están uniendo ahora para presentar al Cielo sus ofrendas espirituales en favor de los demás. Nos han escrito personas de otras religiones comprometiendo sus oraciones por nosotros; nos han llegado mensajes de personas que hace años habían dejado de asistir a la Iglesia para decirnos que nos tienen presente en sus oraciones; acá mismo, sólo Dios sabe cuántas almas se habrán acercado al sacramento de la confesión de cara a la posibilidad de tener que presentarse ante el Creador solamente con sus obras, es decir, lo que hemos hecho con el don de la vida; cuántas personas en los lugares más afectados se han reunido en las iglesias para rezar como nunca antes lo habían hecho, descubriendo y aferrándose al hermoso tesoro de saberse en paz con Dios, de tener la certeza de encontrarse entre sus amigos más cercanos, sus íntimos, por saberse en gracia y estar ahora sincera y confiadamente abandonados a su santa voluntad; cuántos grupos de oración se han revitalizado o se han formado, incluso entre las familias; cuántas cadenas de oración se han ido extendiendo; cuántas novenas, triduos, peregrinaciones, etc., han comenzado en estos días para seguir llenando el Cielo, como hemos dicho, de oraciones y sacrificios; cuántas familias se han acercado o reconciliado con sus seres queridos, especialmente los que están en los lugares de mayor peligro, etc.

La lista podría ser bastante más extensa, pero creo que con esto es suficiente para dar una pincelada acerca de lo que desde acá podemos constatar y deseamos compartirles, un ápice de aquellos bienes ocultos y fecundísimos que, pese a todos estos sufrimientos, no dejan de abrirse paso silenciosamente hasta llegar a lo más profundo de las almas que más los necesitan, todo gracias a la bondad divina y a vuestras valiosísimas oraciones y sacrificios.

Queridos todos, sigamos rezando por favor, sigamos ofreciendo y no dejemos, no nos cansemos de golpear las puertas de los Cielos pidiendo el fin de esta y de todas las guerras.

Desde este sencillo lugar, correspondemos a vuestras plegarias con las nuestras, y pedimos especialmente por medio de la Sagrada Familia, que Dios siga bendiciendo vuestra bondad y ofrecimientos con abundantes gracias espirituales; y les pedimos también unirse a una especial petición que llevamos haciendo desde hace un tiempo y ahora más que nunca deseamos compartir: que Dios suscite grandes santos en estos tiempos difíciles, para que con sus oraciones y ejemplos nos sostengan y “arrastren” con su caridad a incontables almas para el Cielo.

 

P. Jason, IVE.

Monasterio de la Sagrada Familia.

El Papa convoca para el 27 de octubre una Jornada de Oración y Ayuno por la Paz

Queridos amigos:
Desde Tierra Santa invitamos a todos a unirse a esta nueva Jornada de oración y ayuno por la paz, la anhelada paz que ponga fin a esta terrible guerra que tantos sufrimientos sigue causando. No dejamos de agradecer vuestras oraciones y acompañamiento a la distancia, ojalá pudiéramos responder con largueza a todos vuestros mensajes tan caritativos y tan preciados; sin embargo, no dejamos de agradecer con nuestras oraciones, en la cuales además de la constante petición del fin de la guerra, ponemos todas vuestras intenciones, “las de todos aquellos que rezan por nosotros, los peregrinos que han pasado y pasarán por la casa de santa Ana; familiares, amigos, bienhechores y los más necesitados, de manera especial los enfermos y los más alejados de Dios”. No bajemos los brazos, sigamos llenando el Cielo de oraciones y sacrificios por la paz, paz en el mundo y paz en los corazones, sacando de entre todo este mal, de entre el lodo y los escombros de las miserias causadas por el terrible azote de la guerra, aquellos bienes misteriosos y ocultos que Dios siempre sabe sacar y brindar a quienes con mirada sobrenatural se determinen a conseguirlos: el robustecimiento de la fe, el crecimiento en el santo abandono, la firme decisión de querer santificarse, el sensato discernimiento de qué es lo esencial y lo secundario en nuestra vida; la mirada del alma fija en la eternidad, el santo deseo de rezar y ofrecer sacrificios por nuestros hermanos más necesitados, la revaloración de cómo y en qué invertimos nuestro tiempo; en fin, tomar la noble y santa decisión de llevar una vida espiritual seria, aferrada a Dios, enamorada de Dios, confiada en Dios.
Seguimos siempre en unión de oraciones queridos hermanos, ¡sigamos llenando el Cielo de oraciones y sacrificios por la paz!; que la Sagrada Familia interceda por todos vosotros, sabiendo recompensar cada uno de sus esfuerzos por ayudar a esta noble causa en que nos debemos involucrar siguiendo el llamado de la caridad de Jesucristo.
En Cristo y María:
Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia,
Séforis, Tierra Santa.

Refrigerio de las almas sedientas

P. Gustavo Pascual, IVE.

            El agua nos reconforta después de una larga travesía, nos refresca y calma nuestra sed. No hay nada mejor para un caminante, que ha caminado mucho, que el agua.

¡Muy necesario es el refrigerio para el alma agostada por el fuego de las pasiones! Cuando la pasión ha quemado nuestro corazón y cuando el corazón hecho fuego se ha vuelto un bosque encendido, es decir, cuando la pasión nos ha llevado al pecado y el pecado se ha vuelto vicio, el alma busca un refrigerio. Quiere salir de su estado, pero las llamas la envuelven nuevamente y otra vez se enciende. Hay bosques que arden por mucho tiempo como corazones apasionados que se queman en sus vicios y desean un alivio, un refrigerio y parece casi imposible la paz.

¿Dónde encontrarán estas almas el refrigerio? En María. Ella es refugio de pecadores. Ella alcanzará la gracia necesaria y moverá el corazón para que se vuelva definitivamente a Dios y deje de arder en ese fuego lacerante. Ella dará el refrigerio que tanto anhela aquella alma abrazada que vive como en un infierno. El alma quiere salir de su estado y no puede. Sale por momentos y vuelve a encenderse por sus malas pasiones. María, si recurrimos a ella sinceramente y con fe, nos sacará de ese estado de tormento. En definitiva, el alma tiene sed de Dios, quiere retener a Dios sin dejarlo partir, pero el amor desordenado a las criaturas no se lo permite.

Ella dice en el Cantar de los cantares que Dios la ha colocado en el mundo para ser nuestra defensa: “Yo soy muro y mis pechos como una torre: Desde que me hallo en su presencia he encontrado la paz” (Ct 8, 10). Y por eso ha sido constituida mediadora de paz entre Dios y los hombres: De aquí que san Bernardo anima al pecador, diciéndole: “Vete a la madre de la misericordia y muéstrale las llagas de tus pecados y ella mostrará (a Jesús) a favor tuyo sus pechos. Y el Hijo de seguro escuchará a la Madre”. Vete a esta madre de misericordia y manifiéstale las llagas que tiene tu alma por tus culpas; y al punto ella rogará al Hijo que te perdone por la leche que le dio; y el Hijo, que la ama intensamente, ciertamente la escuchará. Así, en efecto, la santa Iglesia nos manda rezar al Señor que nos conceda la poderosa ayuda de la intercesión de María para levantarnos de nuestros pecados con la conocida oración: “Señor, Dios de misericordia, fortalece nuestra fragilidad a fin de que, honrando la memoria de la Santa Madre de Dios, nos levantemos del abismo de nuestros pecados por su auxilio e intercesión”[1].

María puede refrescar a esta alma en este estado y ganarla definitivamente para Dios.

Hay, sin embargo, una sed mayor, no ya de las almas que buscan a Dios porque lo han perdido sino de las almas que tienen a Dios, pero tienen sed de poseerlo más plenamente, más permanentemente, más profundamente.

¿Dónde encontrarán estas almas el refrigerio? En María. Ella es la mujer mística, la que vive intensamente la unión con Dios. Ella es maestra de vida interior, la que ha recorrido el camino de la unión con Dios, pero de una forma extraordinaria. Fue concebida en unión con Dios. Fue llamada en un momento en que su gracia era plena, “llena de gracia”, y creció durante su vida en gracia, en unión con Dios.

Toda alma que quiera llenarse de Dios, que quiera apagar su sed de vida interior tiene que recurrir a María. Ella es camino expedito para llegar a Jesús. Ella trajo su Hijo a los hombres y ella lleva a los hombres hasta su Hijo. No hay mejor camino porque de haber mejor camino Cristo lo hubiese elegido.

Los oasis son raros en el desierto, de tal manera, que si el caminante del desierto no da con ellos muere de sed. Pero María no es difícil de hallar. Está siempre a nuestro lado porque es nuestra Madre y ¿qué buena madre no permanece siempre cercana al hijo? María, así como estuvo siempre al lado de Jesús está cercana a nosotros desde que Cristo traspasó su maternidad sobre nosotros.

No hace falta gritar ni buscar desesperadamente. María no es un espejismo que nos ilusiona y desaparece. María está realmente cerca de nosotros. Basta un susurro pidiendo su ayuda y ella recurrirá a ayudarnos. Ella es Madre de esperanza que se nos hace encontradiza con rapidez para que acabe nuestra espera y no nos asalte el mal de la desesperanza.

María viene en nuestra ayuda para que la sed no nos agoste, para que no nos debilite, porque la sed es una de las cosas que menos puede sufrir el hombre. Tanto la sed de Dios que tiene el hombre cuando no puede salir de su pecado como la sed que tiene el alma santa. La sed de Dios consume al hombre y María viene en su ayuda para que no muera en el camino y le da el agua en abundancia, de acuerdo a su necesidad. A los primeros el agua necesaria para salir de su pecado, que es una gracia actual, y a los santos el agua sin medida de acuerdo a su deseo y en la medida que Dios ha dispuesto para ellos. Ambas las da María en el tiempo oportuno. Ni antes ni después. No antes para que la sed crezca y se desee el refrigerio de su gracia. No después porque el alma desesperaría y Dios no permite la prueba más allá de la que cada uno pueda sobrellevar.

¡Cuántas veces María habrá llevado de la fuente de Nazaret agua a su esposo y a su Hijo sedientos por el trabajo del día! Así lo hará con nosotros cuando las fatigas de cada día nos agobien, cuando volvamos sedientos en busca de un refrigerio, cuando nuestras fuerzas desfallezcan.

¡María no nos abandones, acude en nuestra ayuda cuando tengamos sed de Dios para que nunca nos separemos de Él y crezca cada día más nuestra unión con Él hasta la saciedad de la vida eterna!

[1] San Alfonso María de Ligorio, Las Glorias de María 2, 2

Oración por la paz

del Papa Francisco

Oración por la paz

Señor Jesús, ante ti quiero volcar el espanto por el horror y el error de la guerra.

Me sangra el corazón por los ayes del sufrimiento de miles de seres humanos

que se ven envueltos en un conflicto que no quieren ni han creado.

Ante ti, Señor, me pregunto:

«¿Qué precio tiene la paz?, ¿a qué acciones nos reta?».

Ayúdanos, Señor, a humanizar la sociedad, abriendo nuestro corazón

a una cultura de la ternura y la paz, favorecedora de bienestar social.

Para que la paz sea eficaz, todos debemos comprometernos

con actitudes auténticas de sana humildad.

Una actitud del corazón y una comprensión de la mente

que deja a los otros ser ellos mismo, con todos los derechos de ser humanos.

Dios Padre de todos, danos ojos grandes para ver y mirar a los demás

como hermanos y hermanas a quienes debemos solo amar y respetar.

Y saca de nuestro interior la violencia

y el gesto amenazador que hiere y aplasta a los demás.

Tú nos dices: «Mi paz os dejo, mi paz os doy; no os la doy como la da el mundo. No se turbe vuestro corazón ni se acobarde» .

Que tu Espíritu nos infunda la serena confianza.

Tú fuiste víctima de la violencia que te llevó a la muerte en cruz.

Que tu resurrección nos lleve a realizar el sueño amoroso de la paz

y de la felicidad que Dios quiere para sus hijos e hijas amadas.

Amén

Las obras: el traje de gala

Homilía: Domingo XXVIII del tiempo Ordinario, Ciclo A

P. Jason, IVE

Queridos hermanos:
El domingo pasado escuchamos en el evangelio la parábola de “los viñadores homicidas”, aquellos que, según Jesucristo, les será quitada la viña para dársela a otro pueblo que le dé los verdaderos frutos a su tiempo. En el evangelio de hoy se nos habla acerca del fin de los tiempos, porque es una parábola que anuncia el día final de nuestra historia en que el Gran Rey dará su gran festín a todos aquellos que no se excusaron de asistir, es decir, a todos aquellos que no rechazaron la invitación.
El P. Castellani, dice que en esta parábola se pueden considerar dos tipos de rechazos a la invitación del gran rey al banquete de las bodas de su hijo: por un lado está el rechazo nacional del pueblo judío que no quiso escuchar a los profetas y que inclusive llegaron a matarlos; y por otro lado tenemos el aspecto más bien personal, es decir, el de un individuo que es arrojado afuera, a las tinieblas, por no haber estado revestido con el traje de gala que exigía el banquete.
De aquí podemos comprender claramente que cuando llegue el gran día de las bodas del hijo del rey, es decir, el día en que Jesucristo venga a celebrar su gran banquete con los que no lo hayan rechazado, no basta simplemente con haber aceptado la invitación sino que además hay que haberla recibido y estar revestidos con el traje de gala, sin el cual, no es posible permanecer en la compañía del rey… de hecho, es mismo rey quien manda echar fuera de su banquete y atado al hombre mal vestido.
Y ahora nos toca preguntarnos: ¿De qué vestiduras se trata este “traje de gala”?
Muchos autores, muchos santos y padres de la iglesia no han pasado por alto este detalle de la parábola y han dado distintas interpretaciones:
Orígenes dice: «Cuando entró [el rey], vio a uno que no había mudado sus costumbres; […] Dijo en singular, porque son de un mismo género todos los que conservan la malicia después de la fe, como la habían tenido antes de creer.»; y san Jerónimo: “El vestido nupcial es también la ley de Dios y las acciones que se practican en virtud de la ley y del Evangelio, y que constituyen el vestido del hombre nuevo. El cual si algún cristiano dejare de llevar en el día del juicio, será castigado inmediatamente; por esto sigue: “Y le dijo: Amigo, ¿cómo has entrado aquí, no teniendo vestido de bodas?” Le llama amigo, porque había sido invitado a las bodas (y en realidad era su amigo por la fe), pero reprende su atrevimiento, porque había entrado a las bodas, afeándolas con su vestido sucio… (o, al menos, impropio… basta con eso); y finalmente, san Juan de Ávila:
“[se pregunta] ¿Tanto vale esa ropa que por ella me dan la bienaventuranza eterna? ¿Qué ropa es esa? ¡Comprémosla!, cueste lo que costare, aunque me cueste la vida. ¿Dónde la venden? Escucha: la boda es entre Cristo, que es el Esposo, y la Iglesia. Por lo tanto esa vestidura es la vestidura que lleva Cristo, el Esposo. Esto quiere decir que debo revestirme de una ropa que me haga parecido al Esposo. Es decir, debo imitar el Esposo. Por eso os digo: esa vestidura de bodas es la imitación de Jesucristo.
Por eso, tengamos cuidado de las vestiduras de las estamos vestidos ahora; no sea que sea superflua, aunque a nosotros nos parezca preciosa. ¿Qué vestidura llevas ahora? ¿No será que estás sin el traje de bodas para entrar en el cielo, sino con el traje por el cual serás echado al infierno? [¿Echado fuera?] (…) Quiera Dios que no…”
Ya sabemos, entonces, que este “traje de gala” consiste no en otra cosa que la imitación de Jesucristo, y esta imitación comienza con la vida de la gracia, es decir, que empieza en el momento en que recibimos el bautismo. Pero no basta con esto, pues la fe que nos da la gracia santificante es, a la vez, una fe viva y por lo tanto operante, o sea que opera, que obra, que se mueve (no es estática) porque la fe sin obras es una fe anémica, tullida, enferma… por eso dice el apóstol Santiago aquella frase tan conocida por nosotros: “muéstrame tu fe sin obras, que yo por mis obras te mostraré mi fe” … y podría agregar el apóstol: “mi traje de gala son mis obras”. Pero no cualquier obra, sino las obras hechas según Dios, según lo que sea para su mayor gloria y salvación de las almas, por eso Jesucristo dijo también: “no todo aquel que me diga “Señor, Señor”, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre que está en los cielos.”; y la voluntad del Padre se resume en el gran mandamiento que Dios ha dado a los hombres por medio de su hijo: “amaos los unos a los otros como yo os he amado” … de este mandamiento dependen todas las obras con que debemos estar revestidos cuando venga Jesucristo en su segunda venida.
A los ojos de Dios, las buenas obras, son las que son consecuentes con la imitación de Cristo:
Por ejemplo:
– no es consecuente con la imitación de Cristo guardar rencor… pero sí perdonar.
– no es consecuente con la imitación de Cristo mentir… pero sí decir la verdad, aunque a veces cueste.
– no es consecuente con la imitación de Cristo dejar que el error siga perdiendo a las almas… pero sí combatirlo.
– en resumen, no es consecuente con la imitación de Cristo tomar parte activa en todos los beneficios espirituales que Jesucristo nos dejó en ella para nuestras almas pero al mismo tiempo compartir criterios mundanos, es decir, criticarla antes de buscar humildemente comprenderla… porque la Iglesia es madre… y nos la regaló Jesucristo.
Ya sabemos en qué consiste el traje de bodas, ahora conviene tratar brevemente acerca del fundamento de estas obras, y que no puede ser otro que el amor de Dios. Por eso decía el santo cura de Ars que “El amor se manifiesta mejor con hechos que con palabras”, o sea que nuestras obras de caridad han de ser un fruto del sincero amor a Dios. Por eso dice san Juan de la Cruz: “Un poquito de este puro amor…, más provecho hace a la Iglesia, aunque parece que no hace nada, que todas [las demás] esas obras juntas.” Y san Juan Crisóstomo tiene un texto muy profundo, que a la vez es una invitación a corregir lo que haya que corregir y enmendarse con gran confianza en Dios. Él dice así: “Ni siquiera sería necesario exponer la doctrina si nuestra vida fuese tan radiante, ni sería necesario recurrir a las palabras si nuestras obras dieran tal testimonio. Ya no habría ningún pagano, si nos comportáramos como verdaderos cristianos.”
Por eso se dice que los ejemplos arrastran, porque cada vez que unimos nuestras vidas a la gran obra de Dios, nos vamos revistiendo con el traje de gala que se nos va a exigir al final de los tiempos: “En vano se esfuerza en propagar la doctrina cristiana quien la contradice con sus obras” (San Antonio de Padua).
Hemos considerado más bien el aspecto negativo de esta exigencia en cuanto a la obligación que pesa realmente sobre nosotros, pero no podemos dejar de mencionar también el aspecto positivo que se desprende de la misma bondad divina que a todos ofrece la oportunidad de ir revistiéndose de estas buenas obras que brotan del amor que a Dios le profesamos y que, por lo tanto, debe llenarnos de confianza en Él.
San Pablo, por ejemplo, exhortaba a los primeros cristianos a ofrecer todo su día a Dios […]. Así leemos en la carta a los corintios: “Por tanto, ya comáis, ya bebáis o hagáis cualquier otra cosa, hacedlo todo para gloria de Dios.” (1 Cor 10,31); y a los colosenses: “todo cuanto hagáis, de palabra y de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando gracias a Dios Padre por medio de él.”(Col 3,17).
Cada una de nuestras obras hechas por amor a Dios, y estando en gracia, es verdaderamente meritoria para alcanzar el Cielo; porque si su motor es el amor a Dios, y no el interés personal o la vanagloria, entonces Dios siempre las acepta gustoso. De ahí que diga un santo que “el Señor no mira tanto la cantidad que se le ofrece, como el amor que se pone en la ofrenda” (San Juan Crisóstomo).
En este día, en que se nos invita a revestirnos con las buenas obras hechas en gracia y movidos por el amor de Dios, le pedimos a María santísima la gracia de ser siempre fieles a las mociones del Espíritu Santo para que, cuando llegue el gran banquete de Jesucristo con su segunda venida, no seamos echados fuera por habernos atado antes con nuestras malas acciones sino que le hayamos ofrecido con sinceridad y confianza nuestras vidas para su mayor gloria y salvación de las almas. La pedimos esta gracia a la Virgen.

Monjes contemplativos del Instituto del Verbo Encarnado