La Cuaresma, Camino hacia la Pascua

Catequesis del Papa Magno

 

Invitación a la penitencia

1. Nos encontramos hoy en el primer día de Cuaresma, Miércoles de Ceniza. En esta jornada, al comenzar el de cuarenta días de preparación a la Pascua, la Iglesia nos impone la ceniza sobre la cabeza y nos invita a la penitencia. La palabra penitencia se repite en muchas páginas de la Sagrada Escritura, resuena en la boca de tantos profetas y, en fin, de modo particularmente elocuente, en la boca del mismo Jesucristo: «Arrepentios, porque el reino de los cielos está cerca» (Mt. 3,2). Se puede decir que Cristo introdujo la tradición del ayuno de cuarenta días en el año litúrgico de la Iglesia, porque Él mismo «ayunó cuarenta días y cuarenta noches» (Mt 4,2), antes de comenzar a enseñar. Con este ayuno cuadragesimal, la Iglesia, en cierto sentido, esta llamada cada año a seguir a su Maestro y Señor si quiere predicar eficazmente su Evangelio. El primer día de Cuaresma –precisamente hoy– debe testimoniar de modo especial que la Iglesia acepta esta llamada de Cristo y que desea cumplirla.Convertirse a Dios

2. La penitencia en sentido evangélico significa sobre todo conversión. Bajo este aspecto es muy significativo el pasaje del Evangelio del Miércoles de Ceniza. Jesús habla del cumplimiento de los actos de penitencia conocidos y practicados por sus contemporáneos, por el pueblo de la Antigua Alianza. Pero al mismo tiempo somete a crítica el modo puramente externo del cumplimiento de estos actos: limosna, ayuno, oración, porque ese modo es contrario a la finalidad propia de los mismos actos. El fin de los actos de penitencia es un más profundo acercarse a Dios mismo para poderse encontrar con Él en lo íntimo de la entidad humana, en el secreto del corazón.
«Cuando hagas, pues, limosna, no vayas tocando la trompeta delante de ti, como hacen los hipócritas… para ser alabados de los hombres… ; No sepa tu izquierda lo que hace la derecha, para que tu limosna sea oculta, y el Padre que ve lo oculto te premiará.
Cuando oréis, no seáis como los hipócritas…, para ser vistos de los hombres…, sino… entra en tu cámara y, cerrada la puerta, ora a tu padre que está en lo secreto; y tu Padre que ve en lo escondido, te recompensará.
Cuando ayunéis no aparezcáis tristes, como los hipócritas…, (sino)… úngete la cabeza y lava tu cara para que no vean los hombres que ayunas, sino tu Padre que está en lo secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará» (Mt. 6,2).
Por lo tanto, el significado primero y principal de la penitencia es interior, espiritual. El esfuerzo principal de la penitencia consiste en entrar en sí mismo, en lo más profundo de la propia entidad, entrar en esa dimensión de la propia humanidad en la que, en cierto sentido, Dios nos espera. El hombre exterior debe ceder –diría– en cada uno de nosotros al hombre interior y, en cierto sentido, dejarle el puesto. En la vida corriente el hombre no vive bastante interiormente. Jesucristo indica claramente que también los actos de devoción y de penitencia (como el ayuno, la limosna, la oración) que por su finalidad religiosa son principalmente interiores, pueden ceder al exteriorizan corriente, y, por lo tanto, pueden ser falsificados. En cambio, la penitencia, como conversión a Dios, exige sobre todo que el hombre rechace las apariencias, sepa liberarse de la falsedad y encontrarse en toda su verdad interior. Hasta una mirada rápida, breve, en el fulgor divino de la verdad interior del hombre, es ya un éxito. Pero es necesario consolidar hábilmente este éxito mediante un trabajo sistemático sobre sí mismo. Tal trabajo se llama ascesis (así lo llamaban ya los griegos de los tiempos de los orígenes del cristianismo). Ascesis quiere decir esfuerzo interior para no dejarse llevar y empujar por las diversas corrientes exteriores, para permanecer así siempre ellos mismos y conservar la dignidad de la propia humanidad.
Pero el Señor Jesús nos llama a hacer aún algo más. Cuando dice «entra en tu cámara y cierra la puerta», indica un esfuerzo ascético del espíritu humano que no debe terminar en el hombre mismo. Ese cerrarse es, al mismo tiempo, la apertura más profunda del corazón humano. Es indispensable para encontrarse con el Padre, y por esto debe realizarse. «Tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará. Aquí se trata de recobrar la sencillez de pensamiento, voluntad y corazón, que es indispensable para encontrarse con Dios en el propio yo interior. ¡Y Dios espera esto para acercarse al hombre interiormente recogido y, a la vez, abierto a su palabra y a su amor! Dios desea comunicarse al alma así dispuesta. Desea darle la verdad y el amor que tienen en Él la verdadera fuente.
Liberación espiritual
3. Así, pues, la corriente principal de la Cuaresma debe correr a través del hombre interior, a través de corazones y conciencias. En esto consiste el esfuerzo esencial de la penitencia. En este esfuerzo, la voluntad humana de convertirse a Dios es investida por la gracia proveniente de conversión y, al mismo tiempo, de perdón y liberación espiritual. La penitencia no es sólo un esfuerzo, una carga, sino también una alegría. A veces es una gran alegría del espíritu humano, alegría que otros manantiales no pueden dar.
Parece que el hombre contemporáneo haya perdido, en cierta medida, el sabor de esta alegría. Ha perdido además el sentido profundo de aquel esfuerzo espiritual que permite volver a encontrarse a sí mismo en toda la verdad de la intimidad propia. A esto contribuyen muchas causas y circunstancias que es difícil analizar en los limites de este discurso. Nuestra civilización –sobre todo en Occidente–, estrechamente vinculada con el desarrollo de la ciencia y de la técnica, entrevé la necesidad del esfuerzo intelectual y físico; pero ha perdido notablemente el sentido del esfuerzo del espíritu, cuyo fruto es el hombre visto en sus dimensiones interiores.
En fin, el hombre que vive en las corrientes de esta civilización pierde muy frecuentemente la propia dimensión; pierde el sentido interior de la propia humanidad. A este hombre le resulta extraño tanto el esfuerzo que conduce al fruto hace poco mencionado como la alegría que proviene de él: la alegría grande del descubrimiento y del encuentro, la alegría de la conversión (metanoia), la alegría de la penitencia.
La liturgia austera del Miércoles de Ceniza y, después, todo el período de la Cuaresma es –como preparación a la Pascua– una llamada sistemática a esta alegría: a la alegría que fructifica por el esfuerzo del descubrimiento de sí mismo con paciencia: «Con vuestra paciencia compraréis (la salvación) de vuestras almas» (Lc. 21,19).
Que nadie tenga miedo de emprender este esfuerzo.
Juan Pablo II,
Ciudad del Vaticano, 7 de febrero de 1979

Desde Séforis…

Noticias del Monasterio

Queridos amigos:

Por gracia de Dios, hemos tenido la oportunidad de comenzar este nuevo año con la llegada del Hermano Cristóbal el mes pasado, y un notable incremento de peregrinos; pese a las inclemencias propias del invierno y las abundantes lluvias nada usuales por estas fechas, hemos recibido varias visitas de familiares de nuestros religiosos y religiosas, de amigos del IVE en Tierra Santa, un grupo de Nazarenas de Buenos Aires, y de nuevos guías y grupos de variados países que visitan por primera vez las ruinas de la casa de santa Ana en nuestro monasterio. También uno de nuestros sacerdotes, el P. Tobías, misionero en Alemania, ha tenido la oportunidad de realizar Ejercicios Espirituales en el monasterio según el método de san Ignacio de Loyola, y nuestras religiosas de Tel Aviv, Yafo, pudieron realizar también su día de retiro mensual, predicado por el P. Jason.

Agradecemos a Dios en primer lugar, y a todos ustedes, que desde diversas partes del mundo nos acompañan con sus oraciones que tanto nos ayudan y a las cuales, como siempre, nos encomendamos. Comprometemos nuevamente las nuestras por sus intenciones y desde “la casa de santa Ana”, les deseamos a todos una santa y fructífera Cuaresma.

En Cristo y María: Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia.

La Cátedra de San Pedro: don de Cristo a su Iglesia

Catequesis de Benedicto XVI

Audiencia general, Miércoles 22 de febrero de 2006.

Queridos hermanos y hermanas: 

La liturgia latina celebra hoy la fiesta de la Cátedra de San Pedro. Se trata de una tradición muy antigua, atestiguada en Roma desde el siglo IV, con la que se da gracias a Dios por la misión encomendada al apóstol san Pedro y a sus sucesores. La «cátedra», literalmente, es la sede fija del obispo, puesta en la iglesia madre de una diócesis, que por eso se llama «catedral», y es el símbolo de la autoridad del obispo, y en particular de su «magisterio», es decir, de la enseñanza evangélica que, en cuanto sucesor de los Apóstoles, está llamado a conservar y transmitir a la comunidad cristiana. Cuando el obispo toma posesión de la Iglesia particular que le ha sido encomendada, llevando la mitra y el báculo pastoral, se sienta en la cátedra. Desde esa sede guiará, como maestro y pastor, el camino de los fieles en la fe, en la esperanza y en la caridad.

¿Cuál fue, por tanto, la «cátedra» de san Pedro? Elegido por Cristo como «roca» sobre la cual edificar la Iglesia (cf. Mt 16, 18), comenzó su ministerio en Jerusalén, después de la Ascensión del Señor y de Pentecostés. La primera «sede» de la Iglesia fue el Cenáculo, y es probable que en esa sala, donde también María, la Madre de Jesús, oró juntamente con los discípulos, a Simón Pedro le tuvieran reservado un puesto especial.

Sucesivamente, la sede de Pedro fue Antioquía, ciudad situada a orillas del río Oronte, en Siria (hoy en Turquía), en aquellos tiempos tercera metrópoli del imperio romano, después de Roma y Alejandría en Egipto. De esa ciudad, evangelizada por san Bernabé y san Pablo, donde «por primera vez, los discípulos recibieron el nombre de cristianos» (Hch 11, 26), por tanto, donde nació el nombre de cristianos para nosotros, san Pedro fue el primer obispo, hasta el punto de que el Martirologio romano, antes de la reforma del calendario, preveía también una celebración específica de la Cátedra de San Pedro en Antioquía.

Desde allí la Providencia llevó a Pedro a Roma. Por tanto, tenemos el camino desde Jerusalén, Iglesia naciente, hasta Antioquía, primer centro de la Iglesia procedente de los paganos, y todavía unida con la Iglesia proveniente de los judíos. Luego Pedro se dirigió a Roma, centro del Imperio, símbolo del «Orbis» —la «Urbs» que expresa el «Orbis», la tierra—, donde concluyó con el martirio su vida al servicio del Evangelio. Por eso, la sede de Roma, que había recibido el mayor honor, recogió también el oficio encomendado por Cristo a Pedro de estar al servicio de todas las Iglesias particulares para la edificación y la unidad de todo el pueblo de Dios.

Así, la sede de Roma, después de estas emigraciones de san Pedro, fue reconocida como la del sucesor de Pedro, y la «cátedra» de su obispo representó la del Apóstol encargado por Cristo de apacentar a todo su rebaño. Lo atestiguan los más antiguos Padres de la Iglesia, como por ejemplo san Ireneo, obispo de Lyon, pero que venía de Asia menor, el cual, en su tratado Contra las herejías, describe la Iglesia de Roma como «la más grande, más antigua y más conocida por todos, que la fundaron y establecieron los más gloriosos apóstoles Pedro y Pablo»; y añade:  «Con esta Iglesia, a causa de su origen más excelente, debe necesariamente estar de acuerdo toda la Iglesia, es decir, los fieles de todas partes» (III, 3, 2-3). A su vez, un poco más tarde, Tertuliano afirma:  «¡Cuán feliz es esta Iglesia de Roma! Fueron los Apóstoles mismos quienes derramaron en ella, juntamente con su sangre, toda la doctrina» (La prescripción de los herejes, 36). Por tanto, la cátedra del Obispo de Roma representa no sólo su servicio a la comunidad romana, sino también su misión de guía de todo el pueblo de Dios.

Celebrar la «Cátedra» de san Pedro, como hacemos nosotros, significa, por consiguiente, atribuirle un fuerte significado espiritual y reconocer que es un signo privilegiado del amor de Dios, Pastor bueno y eterno, que quiere congregar a toda su Iglesia y guiarla por el camino de la salvación.

Entre los numerosos testimonios de los santos Padres, me complace recordar el de san Jerónimo, tomado de una de sus cartas, escrita al Obispo de Roma, particularmente interesante porque hace referencia explícita precisamente a la «cátedra» de Pedro, presentándola como fuente segura de verdad y de paz. Escribe así san Jerónimo:  «He decidido consultar la cátedra de Pedro, donde se encuentra la fe que la boca de un Apóstol exaltó; vengo ahora a pedir un alimento para mi alma donde un tiempo fui revestido de Cristo. Yo no sigo un primado diferente del de Cristo; por eso, me pongo en comunión con tu beatitud, es decir, con la cátedra de Pedro. Sé que sobre esta piedra está edificada la Iglesia» (Cartas I, 15, 1-2).

Queridos hermanos y hermanas, en el ábside de la basílica de San Pedro, como sabéis, se encuentra el monumento a la Cátedra del Apóstol, obra madura de Bernini, realizada en forma de gran trono de bronce, sostenido por las estatuas de cuatro doctores de la Iglesia, dos de Occidente, san Agustín y san Ambrosio, y dos de Oriente, san Juan Crisóstomo y san Atanasio. Os invito a deteneros ante esta obra tan sugestiva, que hoy se puede admirar decorada con muchas velas, para orar en particular por el ministerio que Dios me ha encomendado.

Elevando la mirada hacia la vidriera de alabastro que se encuentra exactamente sobre la Cátedra, invocad al Espíritu Santo para que sostenga siempre con su luz y su fuerza mi servicio diario a toda la Iglesia. Por esto, como por vuestra devota atención, os doy las gracias de corazón.

¡Oh Virgen, por tu bendición queda bendita toda criatura!

“Dios entregó a María su propio Hijo, el único igual a él, a quien engendra de su corazón como amándose a sí mismo…”

Anselmo de Canterbury

Sermón 52: PL 158, 955-956

El cielo, las estrellas, la tierra, los ríos, el día y la noche, y todo cuanto está sometido al poder o utilidad de los hombres, se felicitan de la gloria perdida, pues una nueva gracia inefable, resucitada en cierto modo por ti ¡oh Señora!, les ha sido concedida. Todas las cosas se encontraban como muertas, al haber perdido su innata dignidad de servir al dominio y al uso de aquellos que alaban a Dios, para lo que habían sido creadas; se encontraban aplastadas por la opresión y como descoloridas por el abuso que de ellas hacían los servidores de los ídolos para los que no habían sido creadas. Pero ahora, como resucitadas, felicitan a María, al verse regidas por el dominio y honradas por el uso de los que alaban al Señor.

Ante la nueva e inestimable gracia, las cosas todas saltaron de gozo, al sentir que, en adelante, no sólo estaban regidas por la presencia rectora e invisible de Dios su creador, sino que también, usando de ellas visiblemente, las santificaba. Tan grandes bienes eran obra del bendito fruto del seno bendito de la bendita María.

Por la plenitud de tu gracia, lo que estaba cautivo en el infierno se alegra por su liberación, y lo que estaba por encima del mundo se regocija por su restauración. En efecto, por el poder del Hijo glorioso de tu gloriosa virginidad, los justos que perecieron antes de la muerte vivificadora de Cristo se alegran de que haya sido destruida su cautividad, y los ángeles se felicitan al ver restaurada su ciudad medio derruida.

¡Oh mujer llena de gracia, sobreabundante de gracia, cuya plenitud desborda a la creación entera y la hace reverdecer! ¡Oh Virgen bendita, bendita por encima de todo por tu bendición queda bendita toda criatura, no sólo la creación por el Creador, sino también el Creador por la criatura!

Dios entregó a María su propio Hijo, el único igual a él, a quien engendra de su corazón como amándose a sí mismo. Valiéndose de María, se hizo Dios un Hijo, no distinto, sino el mismo, para que realmente fuese uno y el mismo el Hijo de Dios y de María. Todo lo que nace es criatura de Dios, y Dios nace de María. Dios creó todas las cosas, y María engendró a Dios. Dios, que hizo todas las cosas, se hizo a sí mismo mediante María; y, de este modo, volvió a hacer todo lo que había hecho. El que pudo hacer todas las cosas de la nada no quiso rehacer sin María lo que había sido manchado.

Dios es, pues, el padre de las cosas creadas; y María es la madre de las cosas recreadas. Dios es el padre a quien se debe la constitución del mundo; y María es la madre a quien se debe su restauración. Pues Dios engendró a aquel por quien todo fue hecho; y María dio a luz a aquel por quien todo fue salvado. Dios engendró a aquel sin el cual nada existe; y María dio a luz a aquel sin el cual nada subsiste.

¡Verdaderamente el Señor está contigo, puesto que ha hecho que toda criatura te debiera tanto como a él!

El primado de la santidad

¡Con tal que Cristo sea glorificado, en esto me gozo y me gozaré siempre!

Extracto de un documento redactado en París en Noviembre de 1947 y titulado de la misma manera.

San Alberto Hurtado

Un apostolado racionalizado, una acción eficaz, requiere en primer lugar un hombre entregado a Dios, un alma apostólica, completamente ganada por el deseo de comunicar a Dios, de hacer conocer a Cristo; almas capaces de abnegación, de olvido de sí mismas, con espíritu de conquista, almas para las cuales el grito de San Pablo sea siempre actual ¡con tal que Cristo sea glorificado, en esto me gozo y me gozaré siempre!

La racionalización del apostolado, precisamente exige, que lo supraracional esté en primer lugar. ¡Que sea un santo! En definitiva, no va a apoyarse sobre los medios de su acción humana, sino sobre Dios. Lo demás vendrá después: que trabaje no como guerrillero sino como miembro del Cuerpo místico, en unión con todos los demás, aprovechándose de todos los medios para que Cristo pueda crecer en los demás, pero que primero la llama esté muy viva en él.

Que sea un hombre

Un santo es imposible si no es un hombre, no digo un genio, pero un hombre completo dentro de sus propias dimensiones. Hay tan pocos hombres completos. Los profesores nos preocupamos tan poco de formarlos; y pocos toman en serio el llegar a serlo…

…El hombre tiene dentro de sí su luz y su fuerza. No es el eco de un libro, el doble de otro, el esclavo de un grupo. Juzga las cosas mismas; quiere espontáneamente, no por fuerza, se somete sin esfuerzo a lo real, al objeto, y nadie es más libre que él.

Si se marcha más despacio que los acontecimientos; si se ve las cosas más chicas de lo que son; si se prescinde de los medios indispensables, se fracasa. Y no puede sernos indiferente fracasar, porque mi fracaso lo es para la Iglesia y para la humanidad. Dios no me ha hecho para que busque el fracaso. Cuando he agotado todos los medios, entonces tengo derecho a consolarme y a apelar a la resignación.

Muchos trabajan por ocuparse; pocos por construir; se satisfacen porque han hecho un esfuerzo. Eso no basta. Hay que querer eficazmente.

Guardar su equilibro

El equilibrio es un elemento precioso para un trabajo racional. Vale más un hombre equilibrado que un genio sin él, al menos para realizar el trabajo de cada día.

Equilibrio no quiere decir en ninguna manera, un buen conjunto de cualidades mediocres. Se trata de un crecimiento armónico que puede ser propio del hombre genial, o de una salud enfermiza, o una especialización muy avanzada. No se trata de destruir la convergencia de los poderes que se tiene, sino de sobrepasarlos por una adhesión más firme a la verdad, de completarse en Dios por el amor.

El cristianismo bien comprendido es un maravilloso fermento de equilibrio. El desequilibrio contemporáneo resulta de un crecimiento desordenado del poder material y de las capacidades de gozo. Se abusa de una y otras, en lugar de dominarlas. La vida social es tan compleja, que en lugar de liberar al hombre lo aplasta y lo determina.

La moral cristiana permite armonizarlo todo, jerarquizarlo todo, por más inteligente, ardiente, vigoroso que uno sea. La humildad viene a temperar el éxito; la prudencia frena la precipitación; la misericordia dulcifica la autoridad; la equidad tempera la justicia; la fe suple las deficiencias de la razón; la esperanza mantiene las razones para vivir; la caridad sincera impide el repliegue sobre sí mismo; la insatisfacción del amor humano deja siempre sitio para el amor fraternal de Cristo, la evasión estéril está reemplazada por la aspiración de Dios, cargada de oración, y de insaciable deseo.

El hombre no puede equilibrarse sino por un dinamismo, por una aspiración de los más altos valores de que él es capaz.

El equilibrio no se decreta; no se impone del exterior. Es un asunto personal, del cual cada uno es el primer responsable. Si el equilibrio viene a turbarse por estructuras enfermizas, impuestas desde afuera, será necesario un esfuerzo mayor para recobrarlo, pero será un equilibrio también superior.

Tan pronto como se siente comprometido el equilibrio hay que hacer todo lo posible por ponerse en condiciones de recobrarlo.

Influyen poderosamente en el equilibrio factores del ritmo diario, semanal, de estaciones. Hay que analizarlos con cuidado y corregirlos. El ritmo cotidiano debe armonizarse entre reposo, trabajo difícil, trabajo fácil, comidas, descansos. El ritmo semanal o mensual debe prevenir paradas, detenciones. El ritmo de estaciones y anual debe prever y armonizar períodos de estabilidad y de viajes; trabajo intensivo, trabajo moderado, vacaciones. La buena distinción entre trabajos materiales y espirituales, trabajo manual y esfuerzo intelectual es también muy importante. Es bueno recordar que en muchos casos se descansa de un trabajo pasando a otro trabajo, no al ocio.

A qué paso caminar

Una vez que se han tomado las precauciones necesarias para salvaguardar el equilibrio, hay que darse sin medirse para suprimir, en la medida de lo posible, las causas del dolor humano.

Se trabaja casi al límite de sus fuerzas, pero se encuentra en la totalidad de su donación y en la intensidad de su esfuerzo una energía como inagotable. Los que se dan a medias están pronto gastados, cualquier esfuerzo los cansa. Los que se han dado del todo se mantienen en la línea bajo el impulso de su vitalidad profunda.

Al paso de Dios

Con todo no hay que exagerar y disipar sus fuerzas en un exceso de tensión conquistadora. El hombre generoso tiende a marchar demasiado a prisa: querría instaurar el bien y pulverizar la injusticia, pero hay una inercia de los hombres y de las cosas con la cual hay que contar. Hay lo deseable y lo posible.

Es necesario adquirir el sentido de lo posible, dado lo que somos y lo que tenemos que emprender. Místicamente se trata de caminar al paso de Dios, de tomar su sitio justo en el plan de Dios. Todo esfuerzo que vaya más lejos es inútil, más aún es nocivo. A la actividad la reemplazará el activismo que se sube como la champaña, que pretende objetos inalcanzables, quita todo tiempo para la contemplación; y el hombre deja de ver el diseño de su vida.

Descansos en el camino

Al partir en la vida del espíritu se adquiere una actitud de tensión extrema que niega todo descanso, pero como ni el cuerpo ni el alma están hechos para este juego, viene luego el desequilibro, la ruptura. Se va hasta el extremo en la potencialidad de esfuerzo, sobrepasándose por nuevos esfuerzos de la voluntad, entonces viene el cansancio, el agotamiento…

Hay pues que detenerse humildemente en el camino y descansar bajo los árboles y recrearse con el panorama, podríamos decir, poner una zona de fantasía en la vida.

Peligro del exceso de acción: la compensación

Un hombre agotado busca fácilmente la compensación. Este momento es tanto más peligroso, cuanto que se ha perdido una parte del control de sí mismo, el cuerpo está cansado, los nervios agitados, la voluntad vacilante. Las mayores tonterías son posibles en estos momentos.

Entonces hay sencillamente que relajar; volver a encontrar la calma entre amigos bondadosos, recitar maquinalmente su rosario, dormitar dulcemente en Dios.

El pecado y la virtud repercuten en el prójimo

De “El diálogo”

Santa Catalina de Siena

 

Quien ofende a Dios, se daña a sí mismo y daña al prójimo

Quiero hacerte saber cómo toda virtud y todo defecto repercuten en el prójimo.

Quien vive en odio y enemistad conmigo, no sólo se daña a sí mismo, sino que daña a su prójimo. Le causa daño porque estáis obligados a amar al prójimo como a vosotros mismos, ya sea ayudándole espiritualmente con la oración, aconsejándole de palabra o socorriéndole espiritual y materialmente, según sea su necesidad.

Quien no me ama a mí, no ama al prójimo; al no amarlo, no lo socorre. Se daña a sí mismo, privándose de la gracia, y causa daño al prójimo, porque toda ayuda que le ofrezca no puede provenir más que del afecto que le tiene por amor a mí.

No hay pecado que no alcance al prójimo. Al no amarme a mí, tampoco lo quiere a él. Todos los males provienen de que el alma está privada del amor a mí y del amor a su prójimo. Al no hacer el bien, se sigue que hace el mal; y obrando el mal, ¿a quién daña? A sí misma, en primer lugar, y después al prójimo. Jamás a mí, puesto que a mí ningún daño puede hacerme, sino en cuanto yo considero como hecho a mí lo que hace al prójimo. Peca, ante todo, contra sí misma, y esta culpa le priva de la gracia; peor ya no puede obrar. Daña al prójimo, al no pagar la deuda de caridad con que debería socorrerlo con oraciones y santos deseos ofrecidos por él en mi presencia. Ésta es la manera general con que debéis ayudar a toda persona.

Las maneras particulares son las que debéis brindar a los que tenéis más cercanos, y a los que debéis ayudar con la palabra, con el ejemplo de las buenas obras y con todo lo que se juzgue oportuno, aconsejándoles sinceramente, como si se tratase de vosotros mismos, sin ningún interés egoísta.

No sólo se daña al prójimo con el pecado de obra sino con el de pensamiento. Éste último se comete en el momento en que se concibe el placer del pecado y se aborrece la virtud, cuando la persona se abandona al placer del amor propio sensitivo, impidiendo que me ame a mí y a su prójimo. Después de concebir el mal, va dándole a luz en perjuicio del prójimo de muy diversas maneras.

A veces el daño que ocasiona a su prójimo llega hasta la crueldad, no solamente por no darle ejemplo de virtud sino por hacer el oficio del demonio, al apartarlo de la virtud y conducirlo al vicio. O bien, por su codicia, cuando no sólo no lo socorre, sino que hasta le quita lo que le pertenece, robando a los pobres. Otras hace un daño brutal a su prójimo cuando abusa de su poder, cuando le engaña y estafa, cuando le dice palabras injuriosas, cuando se muestra soberbio, cuando le trata injustamente…

He aquí cómo los pecados de todos y en todas partes repercuten en el prójimo.

Toda virtud tiene necesariamente su expresión en la caridad al prójimo

Todos los pecados repercuten en el prójimo porque están privados de la caridad, la cual da vida a toda virtud. Y así, el amor propio, que impide amar al prójimo, es principio y fundamento de todo mal. Todos los escándalos, odios, crueldades y daños proceden del amor propio, que ha envenenado el mundo.

La caridad da vida a todas las virtudes, porque ninguna virtud puede subsistir sin la caridad.

[«La caridad es una madre que concibe en el alma los hijos de las virtudes y los da a luz, para gloria de Dios, en su prójimo» (Carta 33).]

En cuanto el alma se conoce a sí misma, según te he dicho, se hace humilde y odia su propia pasión sensitiva, reconociendo la ley perversa que está ligada a su carne y que lucha contra el espíritu. Por esto relega su sensualidad y la sujeta a la razón, y reconoce toda la grandeza de mi bondad por los beneficios que de mí recibe. Humildemente atribuye a mí el que la haya sacado de las tinieblas y la haya traído a la luz del verdadero conocimiento.

Todas las virtudes se reducen a la caridad, y no se puede amar a Dios sin, a la vez, amar al prójimo

El que ha conocido mi bondad, practica la virtud por amor a mí, al ver que de otra manera no podría agradarme. Y así, el que me ama procura hacer bien a su prójimo. Y no puede ser de otra forma, puesto que el amor a mí y el amor al prójimo son una misma cosa. Cuanto más me ama, más ama a su prójimo.

[«Toda virtud tiene vida por el amor; y el amor se adquiere en el amor, es decir, fijándonos cuán amados somos de Dios. Viéndonos tan amados, es imposible que no amemos…» (Carta 50)]

El alma que me ama jamás deja de ser útil a todo el mundo y procura atender las necesidades concretas de su prójimo. Lo socorre según de los dones que ha recibido de mí: con su palabra, con sus consejos sinceros y desinteresados, o con su ejemplo de santa vida (esto último lo deben hacer todos sin excepción).

Yo he distribuido las virtudes de diferentes maneras entre las almas. Aunque es cierto que no se puede tener una virtud sin que se tengan todas, por estar todas ligadas entre sí, hay siempre una que yo doy como virtud principal; a unos, la bondad; a otros, la justicia; a éstos, la humildad; a otros, una fe viva, a otros, la prudencia, la templanza, la paciencia, y a otros, la fortaleza. Cuando un alma posee una de estas virtudes como virtud principal, a la que se ve particularmente atraída, por esta inclinación atrae a sí a todas las demás, pues, como he dicho, están ligadas entre sí por la caridad.

[Todas las virtudes nacen, tienen vida y valor por la caridad]

Todos estos dones, todas estas virtudes gratuitamente dadas, todos estos bienes espirituales o corporales, los he distribuido tan diversamente entre los hombres a fin de que os veáis obligados a ejercitar la caridad los unos para con los otros. He querido así que cada uno tenga necesidad del otro y sean así ministros míos en la distribución de las gracias y dones que de mí han recibido. Quiera o no quiera el hombre, se ve precisado a ayudar a su prójimo. Aunque, si no lo hace por amor a mí, no tiene aquel acto ningún valor sobrenatural.

Puedes ver, por tanto, que he constituido a los hombres en ministros míos y que los he puesto en situaciones distintas y en grados diversos a fin de que ejerciten la virtud de la caridad. Yo nada quiero más que amor. En el amor a mí se contiene el amor al prójimo. Quien se siente ligado por este amor, si puede según su estado hacer algo de utilidad a su prójimo, lo hace.

El que ama a Dios debe dar prueba de la autenticidad de sus virtudes

Te diré ahora como el alma, por medio del prójimo y de las injurias que de él recibe, puede comprobar si tiene o no tiene en sí mismo la virtud de la paciencia. Todas las virtudes se prueban y se ejercitan por el prójimo, de la misma forma que, mediante él, los malos manifiestan toda su malicia. Si te fijas, verás cómo la humildad se prueba ante la soberbia, es decir, que el humilde apaga el orgullo del soberbio, quien no puede hacerle ningún daño. La fidelidad se prueba ante la infidelidad del malvado, que no cree ni espera en mí; pues éste no puede hacer perder a mi siervo la fe ni la esperanza que tiene en mí. Aunque vea a su prójimo en tan mal estado, mi siervo fiel no deja por eso de amarlo constantemente y de buscar siempre en mí su salvación. Así, la infidelidad y desesperanza prueban la fe del creyente.

Del mismo modo, el justo no deja de practicar la justicia cuando comprueba la injusticia ajena. La benignidad y la mansedumbre se ponen de manifiesto en el tiempo de la ira; y la caridad se manifiesta frente a la envidia y el odio, buscando la salvación de las almas.

No solamente se ponen de relieve las virtudes en aquellos que devuelven bien por mal, sino que muchas veces mis siervos con el fuego de su caridad disuelven el odio y el rencor del iracundo, y convierten muchas veces el odio en benevolencia, y esto por la perfecta paciencia con que soportan la ira del inicuo, sufriendo y tolerando sus defectos.

De igual modo la fortaleza y la perseverancia del alma se prueban sufriendo los ataques de los que intentan apartarla del camino de la verdad, bien sea por injurias y calumnias, o mediante halagos. Pero si al sufrir estas contrariedades la persona no da buena prueba de sí, es que no es virtud fundada en verdad.

Nazaret, santa Misa en la basílica de la Encarnación

(Impresiones de Tierra Santa)

P. Jason Jorquera M.

 

Gruta de Nazaret, lugar de la Encarnación del Hijo de Dios.

El misterio de la Encarnación del Hijo de Dios ha dejado una impronta indeleble en la historia de la humanidad y de la creación entera, puesto que hasta el Cielo toma parte de tan augusto suceso.

     La historia consiste en una serie de acontecimientos que se relacionan unos con otros, pasados, presentes y futuros, que constituyen nuestra realidad insertándose indefectiblemente dentro del divino plan de la Providencia. Sin embargo, pocos se convierten en verdaderas efemérides cuyo recuerdo permanezca siempre vivo a través del tiempo, puesto que no todo acontecimiento es de la misma importancia que otro, y menos aún son los que se han convertido en  una especie de otero desde el cual se pueda ver y entender mejor el resto de la historia, es decir, que por su misma elevación permitan comprender de una manera más profunda el peregrinar de la humanidad por este mundo y así vislumbrar más claramente aquella sentencia evangélica de que todo coopera para el bien de los que aman a Dios[1]. Y, en efecto, el misterio de la Encarnación se arroga por naturaleza toda la preminencia de la historia, de nuestra historia, y sólo en él se llena ésta de sentido, pues “en realidad –como enseña la santa Iglesia-, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que había de venir, es decir, Cristo nuestro Señor; y Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación”[2]; tal vez por eso decía Pascal que “es peligroso hacerle ver al hombre su miseria sin mostrarle su grandeza”, porque ciertamente su miseria es grande una vez que se ha atrevido a ofender a Dios con el pecado, ya que al perder la gracia sólo le queda la mancha de la falta y la miseria personal. Pero el hombre también es grande, o puede hacerse grande porque tal es su vocación: la grandeza que le ofrece Dios, puesto que tanto lo amó, y tanto amó al mundo[3]…, que se encarnó, y con su Encarnación descendió hasta nuestra debilidad para elevarla Él  mismo con su gracia, revelándonos con su misericordia la grandeza a la cual hemos sido llamados por la fe.

     Y así de grande y absolutamente más es en sí mismo el misterio de la Encarnación, misterio de la Eternidad que toca el tiempo para volverlo eternidad.

***

     El evangelista san Juan, aquel discípulo amado[4] que tuvo la dicha de recostar su cabeza sobre el pecho de Jesús en la última cena[5], escribe explícitamente acerca del misterio de la Encarnación del Verbo-Hijo de Dios en el prólogo de su evangelio: “Y el Verbo se hizo carne y puso su morada entre nosotros”[6]…, “Y el Verbo se hizo carne”, en latín: Verbum Caro Factum Est, versículo que respetuosa y devotamente imprimió en su escudo nuestra familia religiosa, y particularmente podemos ver en los escapularios de nuestros hábitos monásticos[7]; y es que aquellos miembros nuestros consagrados a la vida contemplativa, no podían no signarse con el Misterio de los misterios; con el suceso que ciñó la historia, la roca firme de nuestra Fe, el origen de la causa de los mártires y el hecho concreto que nos reveló el desbordante amor de Dios, al punto de venir a empapar nuestra historia con su sangre ofreciéndonos salvación.

     Y como es aquí, en Tierra Santa, el lugar en que la divinidad se unió a la humanidad, donde Dios envió a su Hijo y se pronunció el “Fiat” más humilde y trascendente de la historia[8], es que encontramos en la Basílica de la Anunciación, a los pies del altar de la gruta de Nazaret, este testimonial “aquí” que se inserta en el Evangelio de la santa Misa del Propio: “Y el Verbo AQUÍ –hic, en latín- se hizo carne…”, y que señala con emocionante precisión el lugar en que la Virgen santísima dijo que , con su Fiat, al misterio de la Eternidad que toca el tiempo para volverlo eternidad, es decir, al misterio excelso de la Encarnación. Con razón se entiende que al momento de celebrar la santa Misa en esta Basílica, resuenen en el interior del sacerdote aquellas palabras que escribiera san Agustín en una exclamación puramente sacerdotal: “¡Venerable dignidad la de los sacerdotes, entre cuyas manos se encarna el Hijo de Dios, como se encarnó en el seno de la Virgen!”; porque la santa Misa es justamente ese “volver a descender” del Hijo de Dios con su cuerpo y con su sangre bajo el sacramento de la Eucaristía que lo contiene verdadera, real y sustancialmente…, como en el seno de María, “su primera custodia”.

     Celebrar la santa Misa en el lugar de la Encarnación constituye una profunda meditación y contemplación del Magno Misterio, porque el Hijo de Dios que desciende nuevamente con su cuerpo y con su sangre lo hace tantas veces cuantas sean pronunciadas por el sacerdote las palabras de la consagración y, en consecuencia, prolonga su Encarnación por el resto de la historia junto con todos sus beneficios, quedándose con los hombres en las manos de los sacerdotes que consagran, en los corazones de los fieles que lo reciben devotamente y en los sagrarios que lo contienen y desde donde invita a todos hacia Él. Celebrar la santa Misa en Nazaret, es considerar de manera especial aquella Anunciación que fue la semilla de la santa Iglesia, aquella que “desea servir a este único fin: que todo hombre pueda encontrar a Cristo, para que Cristo pueda recorrer con cada uno el camino de la vida, con la potencia de la verdad acerca del hombre y del mundo, contenida en el misterio de la Encarnación y de la Redención, con la potencia del amor que irradia de ella”[9]; es detenerse ante la realidad sagrada de que Dios, no queriendo la muerte del pecador sino que se convierta y que viva[10], decidió venir por él en persona a rescatarlo de la condenación que merecían sus pecados, y ofrecerle que libremente acepte seguirlo por el camino de la gracia que culmina en el paraíso.

     Pero la santa Misa en Nazaret, también invita a poner los ojos en la Virgen Madre, aquella que –como dice hermosamente Pemán- formó la primera cruz de nuestra redención con sus manos sobre su seno inmaculado al recibir la salutación del ángel que le daba la noticia más alegre de todas: la maternidad divina; maternidad que se extendería hacia la humanidad entera como regalo de su Hijo en el momento culminante de su misión terrena[11], porque aquí –hic- comenzó el milagro perenne de la maternidad virginal. Por lo tanto, podríamos decir que fue aquí, en Nazaret, donde comenzó el camino de la cruz, pero de la Cruz salvífica, la cruz que ofrecerá en Jerusalén al propio Cordero de Dios[12] en expiación por nuestros pecados al Padre Eterno, aquel Hijo del Altísimo[13] que se nos entrega en cada santa Misa que proclama su Encarnación y exige nuestra aceptación, como la Virgen, que por no mezquinar nada a Dios lo recibió a Él mismo en recompensa al momento en que, aquí, ella correspondió al Misterio de los Misterios por medio del cual vino a nosotros, hasta el fin de los tiempos, el Hijo de Dios: “La Santísima Virgen María fue aquella a quien se hizo esta divina salutación para concluir el asunto más grande e importante del mundo: la Encarnación del Verbo Eterno, la paz entre Dios y los hombres y la redención del género humano…. La salutación angélica contiene la fe y la esperanza de los patriarcas, de los profetas y de los apóstoles; es la constancia y la fuerza de los mártires, la ciencia de los doctores, la perseverancia de los confesores y la vida de los religiosos.”[14]

     Hic Verbum Caro Factum Est, es decir, aquí comenzó en la tierra el misterio de la Eternidad que toca el tiempo para volverlo eternidad; y aquí pude celebrar la santa Misa.

[1] Cfr. Ro 8,28

[2] Gaudium et Spes nº 22

[3] Cfr. Jn 3,16; Gál 2,20

[4] Cfr. Jn 13,23

[5] Cfr. Jn 13,25; 21,20

[6] Jn 1,14

[7] Cfr. Directorio de Vida contemplativa del Instituto del Verbo Encarnado, nº 84

[8] Cfr. Lc 1,38

[9] San Juan Pablo II. Enc. Redemptor hominis, 13

[10] Cfr. Ez 33,11

[11] Cfr. Jn 19, 26-27

[12] Cfr. Jn 1,29; 1,36

[13] Cfr. Lc 1,32

[14] Beato Alano, citado por San Luis María Grignion en El secreto del Rosario, Rosa 15.

Navidad en Belén

Nochebuena en el lugar del Nacimiento del Hijo de Dios

 

Que Dios haga cosas increíbles, es de lo más creíble para nuestra fe. Como ofrecer su perdón con creces a aquellos que lo abandonaron; o como “perseguir” los corazones que huyen de Él; como resucitar un muerto…; o como el asombroso hecho de haber entrado en este mundo a través de un apartado y frío pesebre haciéndose pequeño… como aquellos a quienes pertenece el Reino de los Cielos. Pues bien, todo este inabarcable misterio, imposible de ser comprendido completamente por nuestra humana inteligencia, se ha quedado para siempre en la gruta de Belén…, y es que Dios siempre es original para llegar a nosotros, y a veces -como nos enseña dicha gruta-, se encuentra donde menos lo esperamos.
Belén se convirtió en el testigo silencioso de la entrada en humildad de Dios en la historia de los hombres de una manera completamente impensable: hecho un hombre más; Belén se convirtió en el hito que marca el punto de encuentro entre el Nacimiento en el tiempo del Eterno, y el nacimiento de la eternidad para quienes vivimos en el tiempo. Belén ya no es “la más pequeña entre las familias de Judá” (Cf. Mq 5,2), porque hace 2019 años vio salir de uno de sus pesebres al Niño “Rey del mundo”, quien transformó con su “pequeña presencia” aquella helada gruta en el signo de su amor extremo por la humanidad pecadora, un amor más deseoso aun de transformar los corazones y de que nos hagamos también pequeños, como Él, a los ojos de este mundo, buscando en todo humildemente cumplir la voluntad del Padre… también como Él.

Por gracia de Dios, nuevamente hemos tenido la oportunidad de celebrar la santa Misa en Belén, lugar pequeño que contiene mucho más que aquello que se ve en la gruta, y como corresponde pudimos hacerlo como familia, no sólo religiosa sino también cristiana católica, junto a los muchos y variados peregrinos que desde los lugares más apartados llegan cada 25 de diciembre a participar en la santa Misa de Nochebuena en Belén.

Posteriormente, como amerita la ocasión, pasamos a festejar el Nacimiento del Hijo de Dios como familia religiosa, alegrándonos junto a Aquel que nos ha llamado a tomar parte de su Iglesia, y que nos invita a seguirlo desde el pesebre hasta la cruz en esta vida, para hacerlo en su victoria definitiva en la eternidad.

Con nuestra bendición, en Cristo y María:
Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia.

La gruta de la Natividad

(“Impresiones de Tierra Santa”)

P. Jason Jorquera M., IVE.

 

Uno de los lugares santos más visitados por los devotos peregrinos es la Basílica de la Natividad. Esta basílica, como las personas de alma noble, esconde un gran tesoro que no se ve desde afuera ni se puede “degustar” si no es entrando en íntimo contacto con ella. Y este pequeño gran tesoro es la Gruta de la Natividad, lugar preciso en que la sagrada Tradición nos revela dónde nació en el tiempo el “Divino Niño Jesús”, y también dónde fue envuelto tiernamente en pañales por su madre, la santísima Virgen María. ¿Quién diría que un lugar tan pequeño podría contener oculto al Rey del universo?, y es que desde el principio quiso Dios elegir lo pequeño para realizar “las cosas grandes”[1], las que realmente importan, las que pesan eternidad. Fue así por ejemplo que, libremente, Dios eligió no a los ángeles sino a los hombres para asumir su naturaleza, encarnando en sí todo lo auténticamente humano, menos el pecado[2]; y no a algún poderoso soberano sino al justo José por Padre adoptivo[3] y a la humildísima esclava del Señor[4] por Madre; ni eligió la grande y majestuosa ciudad de Jerusalén para entrar al mundo con un cuerpo humano, sino Belén, “la pequeña entre las familias de Judá”[5]. Y es que Dios hace grandes cosas de lo pequeño; y si el Verbo Encarnado se iba a servir de tan sólo dos maderos para abrazar a la humanidad entera, ¿qué podía impedirle desconcertar desde antes nuestra terrena lógica humana naciendo en “la pequeña humildad” del pesebre de Belén?, pesebre socavado –dicho sea de paso- en la fría roca de la gruta, figurando ya los corazones de los hombres que, a partir de ahora, deberían cobijar así también a este pequeño Niño Dios, que desea morar para siempre en ellos.

     Pero iluminemos un poco más esta realidad: Dios hace grandes cosas de lo pequeño, es decir, que la pequeñez de las creaturas, nuestra pequeñez, de ninguna manera puede ponerle límites a la grandeza de Dios; y esto hay que tenerlo bien en claro para no caer ni en un mediocre pesimismo, ni en injustificadas excusas respecto a lo magno que Dios quiere realizar en y por nosotros: pequeño y desconocido era Abraham a los ojos de los hombres y, sin embargo, de él hizo Dios una gran nación[6]; pequeño era José entre sus hermanos y, sin embargo, grande fue la salvación que Dios obró mediante él en tiempo de hambre[7]; un pequeño pastor era David[8] y, no obstante, sobre él recayó la unción de Dios que lo constituiría en el memorable rey de cuya estirpe saldría el Mesías esperado; pequeño rebaño eran los hijos de Matatías[9] ; y pequeño puñado de hombres serían también los apóstoles y, sin embargo, de toda esta pequeñez humana Dios hizo brotar las grandes obras que se inmortalizarían en el tiempo gracias a la misteriosa desproporción con que las signó su omnipotencia, y que sólo se logra entender a la luz de la fe. Y es en la “pequeña Gruta de la Natividad”, donde más podemos contemplar la grandeza de la pequeñez, de la cual cantaría la inmaculada Virgen Madre en un desbordarse de la gracia que desde su concepción la inundó completamente[10].

     Fue aquí también, en la Gruta de Belén, donde nuevamente los hombres pudieron contemplar de cerca a Dios después del pecado original; y los primeros en hacerlo fueron los sencillos, los más pobres, los humildes pastores, que tomando el lugar de las ovejas vinieron ellos mismos tras el Buen Pastor que entraba en este mundo para pastorear las almas hacia el redil del Padre[11]. En otras palabras, aquella primera Navidad que se quedó para siempre en esta gruta, fue testigo del amoroso reencuentro entre la grandeza soberana de Dios –escondida en este Niño[12]– y la pequeñez herida del hombre, que veía nacer en este día su Salvación, ya que Jesucristo traía consigo y hasta el fin de los tiempos las llaves de la eternidad, ofrecidas a toda la humanidad bajo el nombre de “gracia divina”, llaves que serían forjadas en la Cruz, signo del amor más grande, del amor que siempre se desborda, del amor que Dios nos tiene. No iba a ser extraño, por lo tanto, que el primer coro católico conformado por los ángeles, cantara la gloria de Dios mirando hacia el pesebre[13], porque así lo exigía la pureza de su condición y el deseo indeleble de tributar al Creador el culto celeste para en cual fueron creados.

     Pero aquí también se constató el anhelo de trascendencia de la humana naturaleza, es decir, el deseo de Dios, en las personas de los Reyes magos, “embajadores de la gentilidad”, que confiados en la estrella guiadora se embarcaron al encuentro del recién nacido rey para doblar ante Él sus rodillas[14], reconociendo así su divinidad, y ofreciéndoles los conocidos dones[15] que hoy en día podemos y debemos reemplazar por actos de virtud revestidos de la gracia divina, más agradables aún que éstos a los ojos de Dios; es decir, que aquí la redención comenzaba ya a extender sus brazos misericordiosos más allá de los lazos de la sangre del pueblo elegido, puesto que el corazón del Niño Dios late por todo el mundo y por todos ellos ha venido a ofrecer su salvación.

     La pequeña Gruta de la Natividad, cofre precioso que recibió el más grande de los tesoros, invita a considerar el anonadamiento de Dios por nosotros los hombres, el abajarse, el humillarse, para realizar en nosotros las cosas grandes que sólo con su gracia podemos alcanzar, como la santidad, como el Paraíso. Por lo tanto, si nos consideramos indignos, “pequeños” y débiles, entonces no debemos ser injustos con Dios y aspirar a lo grande animados por su gracia y confiando plenamente en Él, a quien nuestra debilidad no puede poner límites, sino sólo nuestra desconfianza. Por eso escribía san Pablo: Al contrario, Dios eligió lo que el mundo tiene por necio, para confundir a los sabios; lo que el mundo tiene por débil, para confundir a los fuertes; lo que es vil y despreciable y lo que no vale nada, para aniquilar a lo que vale[16]; y Él mismo se ha querido hacer pequeño para que pudiéramos contemplar hasta donde llega el amor que nos tiene[17], el amor que hace las grandes cosas a partir de nuestra propia pequeñez, y que se quedó como impreso en la pequeña Gruta de la Natividad, donde la santísima Virgen María estrechó por primera vez al Niño Dios y lo envolvió tiernamente en pañales.

[1] Cfr. Lc 1,49

[2] Cfr. Heb 4,15

[3] Cfr. Mt 1,16; Lc 1,27

[4] Lc 1,38

[5] Miq 5,1 “Mas tú, Belén Efratá, aunque eres la menor entre las familias de Judá, de ti me ha de salir Aquel que ha de dominar en Israel, y cuyos orígenes son de antigüedad, desde los días de antaño.”

[6] Cfr. Gén 12 y sgts.

[7] Cfr. Gén 41-46

[8] Cfr. 1Sam 16,13

[9] Cfr. 1Mac 2

[10] Cfr. Lc 1,28; 46-55

[11] Cfr. Jn 10, 11; 10,14

[12] Cfr. Lc 1, 32-35

[13] Cfr. Lc 2, 13-14

[14] Cfr. Mt 2,1-2

[15] Cfr. Mt 2,11

[16] 1 Cor 1,27-28

[17] Cfr. 1Jn 4,16

MAGNIFICAT ANIMA MEA DOMINUM

El cántico de la Virgen

( “Alaba mi alma la grandeza del Señor”)

P. Gustavo Pascual, IVE.

El Magnificat es un canto de inspiración personal cantado por la Santísima Virgen en la visita a su prima Isabel. En su composición se incluyen pasajes del Antiguo Testamento: del primer libro de Samuel, de Isaías, de los Salmos, del Génesis, lo cual nos revela el gran conocimiento que la Santísima Virgen tenía de las Sagradas Escrituras y la fidelidad de la transmisión oral en el Pueblo de Israel.

            María profetiza en el Magnificat el honor y el amor que le tendrán todos los hombres hasta el fin del mundo. “Desde ahora me felicitarán todas las generaciones”[2].

            El cántico tiene como dos partes:

  • Una que exalta a los humildes.
  • Otra que resalta la fidelidad de Dios a la promesa hecha al patriarca Abraham[3].

            Dice Juan Pablo II sobre este cántico que es “como el testamento espiritual de la Virgen Madre”[4].

           + Magnificat anima mea Dominum

María quiere que cada uno de nosotros alabe a Dios por las gracias que nos da.

“Sin duda que sólo aquel en quién el Poderoso hace obras grandes sabrá proclamar dignamente la grandeza del Señor y podrá exhortar a los que como él se sienten enriquecidos por Dios, diciendo: proclamad conmigo la grandeza del Señor, ensalcemos juntos su nombre.

Pues el que no proclama la grandeza del Señor, sabiendo que es infinito, y no bendice su nombre será el último en el reino de los cielos” (San Beda el Venerable)[5].

            Resuena la glorificación de Dios a lo largo del cántico:

           Dios mi salvador (v.47)

El Poderoso ha hecho obras grandes en mi (v.49a)

            Santo es su nombre (v. 49b)

            Misericordioso de generación en generación (v.50)

            Derriba a los poderosos y enaltece a los humildes (v.52)

            El que acogió a Israel su pueblo (v.54)

            Su fidelidad a favor de Abraham y su descendencia (v.55)

+ Magnificat anima mea Dominum

           Exclamación que brota de la fe. Isabel termina su diálogo felicitando a María por su fe “feliz la que ha creído”[6]. Y la respuesta de fe de María es el Magnificat.

            El Catecismo de la Iglesia Católica pone como modelo de fe para los cristianos a María y a Abraham[7]. Ambos tienen una fe humilde, ambos una fe confiada. La fe del verdadero hombre religioso. Por eso ambos son ejemplos para todo hombre que quiera ser verdaderamente religioso.

            Ambos se ligan a Dios por un abandono total. Dios hace obras grandes en ambos, a Abraham lo hace padre del pueblo elegido y a María Madre de Dios.

+ Magnificat anima mea Dominum

           María exalta la grandeza de Dios y la humildad del instrumento humilde por el cual Dios se forma el nuevo Israel que es la Iglesia.

            María exalta la grandeza de Dios que cumplió misericordiosamente la promesa hecha a Abraham instrumento humilde por el cual formó el Israel carnal, el pueblo escogido de entre todos los pueblos.

+ Magnificat anima mea Dominum

           El verdadero religioso glorifica a Dios con sus palabras y con su vida porque sabe que lo grande en él es obra de Dios. Lo reconoce por la fe y apoya su fe en la humildad.

+ Magnificat anima mea Dominum

           La fe de María y la de Abraham en la entrega de sendos hijos.

            En uno, Abraham, el hijo no muere y en él está contenido el pueblo de Dios según la carne.

            María ve morir a su Hijo. Pero en la Pascua de Cristo está contenido el nuevo pueblo de Israel según el Espíritu.

+ Magnificat anima mea Dominum

            Nosotros glorificando a Dios no aumentamos su gloria (dice San Ambrosio)[8] sino que aumentamos la imagen de El en nosotros.

            El fin de nuestra vida, nuestra plenificación, está en glorificar a Dios. El cielo es glorificar a Dios eternamente y llegar a la plenitud de su imagen, como San Abraham, como la Santísima Virgen María.

            Es la fe la que nos hace decir Magnificat anima mea Dominum, es la fe la que nos hace verdaderos religiosos porque “el justo vive de la fe”[9].

 *          *          *

 Críticas al Magnificat

                       ¿Qué cristiano no sabe que el Magnificat es un canto de María? ¿Quién puede dudar que esas palabras, dulces como la miel, hayan brotado de nuestra querida Madre?

            Sin embargo, en estos tiempos muchos osan decir que el Magnificat no lo pronunció María sino que la Iglesia primitiva juntó varios pasajes del Antiguo Testamento, los armó bien bonito y los puso en boca de María.

            Ciertamente que el Magnificat tiene pasajes del Antiguo Testamento:

  • El Cántico de Ana[10].
  • Varios Salmos de David[11].
  • Textos del profeta Isaías[12].

            Pero ¿esto prueba la tesis de los críticos modernos? No. Por el contrario, debemos sostener que los relatos evangélicos son fidedignos y documentos auténticamente históricos.

            Además, el uso de María de los cánticos antiguos nos muestra el conocimiento que tenía de las Sagradas Escrituras.

            María fue inspirada por Dios al cantar el Magnificat.

El cántico

 + Gozo de María y bendición que hace al Señor.

       El gozo de María surge por la dignidad a que ha sido llamada, dignidad excelsa: ser la Madre de Dios.

            Este título es el principal y más excelso de María. De este dependen los demás.

            María es “llena de gracia” en vista a su misión especial.

            María es Reina por ser la Madre del Rey de reyes.

            María es Corredentora por haber sido incluida en un orden superior al nuestro, el orden hipostático.

            María es Virgen Perpetua porque así convenía a su dignidad.

            María es Inmaculada en su concepción porque fue redimida anticipadamente por su divino Hijo.

            La razón de su exaltación ella misma la dice “ha mirado la humildad de su esclava”, porque el corazón humilde no confía en sus fuerzas ni en cómo se realizarán las cosas que Dios propone sino que el corazón humilde pone toda su confianza en Dios. María no pretendía ser la Madre de Dios y por eso hizo voto de virginidad, pero Dios por su humildad la eligió por Madre.

 + La profecía de María.

            María recibe de Dios la gracia de profecía.

            Dice: “desde ahora me felicitarán todas las generaciones” profecía que se ha cumplido con toda exactitud a través de los siglos y se cumplirá hasta el fin del mundo.

+ Descripción de la acción de Dios para con los hombres y cumplimiento de las profecías.

  • Santidad de Dios “su nombre es santo”[13].
  • La misericordia[14].
  • Su predilección por los humildes[15].
  • Su amor a los más necesitados y la referencia implícita a la riqueza de los tiempos mesiánicos[16].
  • La fidelidad de Dios a sus promesas[17].

[1] “Alaba mi alma la grandeza del Señor” (Jsalén.).

[2] v. 48

[3] Jsalén.

[4] Juan Pablo II, Homilía en la Solemnidad de la Asunción de la Virgen María, 15 de Agosto de 1999. http://www.mariologia.org/dogmasmarianosasuncion004.htm

[5] Cf. Sobre el Evangelio de San Lucas, Oficio de Lectura del miércoles 23 de diciembre del Tiempo de Adviento, segunda lectura.

[6] Lc 1, 45

[7] Cf. Cat. Ig. Cat., 145-149

[8] Cf. Oficio de Lectura del martes 21 de diciembre del Tiempo de Adviento, segunda lectura.

[9]  Cf. Rm 1, 17; Hb 10, 38

[10] Cf. 1 Sam 2, 1-10

[11]  Cf. 89, 11; 98, 3; 103, 17; 107, 9

[12]  Cf. 41, 8-9

[13] Lc 1, 49

[14] Lc 1, 50

[15] Lc 1, 51-52

[16] Lc 1, 53

[17] Lc 1, 54 ss.

Monjes contemplativos del Instituto del Verbo Encarnado