Presentación de la Virgen María

Los tres méritos de la Virgen Niña

Conmemoración litúrgica el 21 de noviembre

Esta fiesta es una de las doce fiestas principales del año litúrgico oriental. Comienza a celebrarse a partir del año 543 y pasó al calendario romano en 1585. Fue en este tiempo en que se dedicó una basílica a La Virgen María la Nueva.

La liturgia bizantina trata a la Madre de Dios como “la fuente perpetuamente manante del amor, el templo espiritual de la santa gloria de Cristo Nuestro Señor”.

En Occidente, se la presenta como el símbolo de la consagración que la Virgen Inmaculada hizo de sí misma al Señor en los albores de su vida consciente. Recordemos que muchos santos padres sostienen que la que sería la madre del salvador habría hecho voto de virginidad y que justamente por esto le pregunta al ángel que cómo sería posible que ella fuese la madre del Mesías si sabía que su voto había sido agradable a Dios.

«La presentación de la Virgen María no se encuentra en los cuatro evangelios. Sino que la tradición se remonta a partir del protoevangelio apócrifo de Santiago. […] donde se cuenta lo siguiente:

“María no tenía sino un año; Joaquín dijo a su fiel compañera: conduzcámosla al Templo para cumplir el voto que hemos hecho al Señor. Ana le respondió: esperemos más bien que ella cumpla sus tres años, cuando no tenga tanta necesidad de su padre ni de los cuidados de su madre… Está bien, dijo Joaquín…, [hasta que] llegó el momento solemne. Ana y Joaquín reunieron a las jóvenes de su tribu y se dirigieron hacia el templo del Señor. No llevaban ni cordero ni paloma, pero iban a ofrecer a aquella que debía concebir al Cordero de Dios para la Redención del mundo, la mística paloma de los jardines del cielo. Cuando los peregrinos llegaron al umbral del pórtico, la Virgen pequeñita, subió sola las gradas, con paso firme y seguro” [hasta aquí el texto del apócrifo].

Los autores de la vida espiritual encuentran aquí “tres méritos de parte de la Virgen niña” y que, a la vez, son perfecto ejemplo de cómo ha de ser nuestro obrar para con Dios:

1º) El mérito de la diligencia apremiante:
Puesto que presurosamente viene a ofrecerse a Dios. Y así también nosotros debemos ser prontos en atender las mociones de Dios, porque hay gracias actuales que vienen una sola vez y no las debemos dejar pasar; pensemos por ejemplo en cuántas veces hemos perdido oportunidades de hacer caridad, de dar un consejo, de ceder un lugar o llevar consuelo, o quizás tan sólo escuchar a quien nos necesita, y ya sea por pereza o negligencia nos tardamos demasiado y aquellas gracias se marcharon junto con la ocasión de realizarlas. María, en cambio, nos enseña a no ser tardos en cumplir la voluntad de Dios para no perder estas oportunidades. Para resaltar la importancia de esto, nos es suficiente considerar cuántas vocaciones a la vida consagrada se han perdido por haber dejado esperando a Dios en vez de haber confiado en Él con prontitud.

2º) El de la generosidad completa:
Porque María va a inmolarse al templo, deja a su padre y a su madre… y una vez que toma el arado no mira para atrás . Así también debemos hacer nosotros, no como aquellos que le ponen condiciones a Dios, es decir, a Aquel que “incondicionalmente” nos ama y nos ofrece sus dones; María en cambio no se reserva nada para sí, es toda y completamente de Dios, y a esta generosidad estamos todos llamados, y sólo se consigue en la medida que amemos más y más a Dios.

3º) Y el tercer mérito es el de una fidelidad inviolable: María sube de virtud en virtud; porque “toda alma fiel va asimilando la imagen de aquel a quien ama” mediante las virtudes, y esta fidelidad es una exigencia de conciencia para nosotros, los creyentes, ya tenemos un Señor que a la vez es Padre, y perfectísimo, quien nos ha regalado la Fe, llave segura para alcanzar el Cielo y que jamás debemos estropear mediante la infidelidad, es decir, cada vez que un alma deja los criterios del Evangelio por los del mundo. María santísima, en cambio, nos da ejemplo de un corazón regido libre y dócilmente por el Espíritu Santo, siendo así completamente fiel a sus mociones.

En este día de la presentación de María santísima, a ella le pedimos la gracia de estar con el alma siempre presentable para Dios y de no dudar jamás de su exclusiva intercesión ante su Hijo, repitiendo las palabras de san José Mª Escribá de Balaguer: «La Virgen Santa Maria, Madre del Amor Hermoso, aquietará tu corazón, cuando te haga sentir que es de carne, si acudes a Ella con confianza.»

P. Jason Jorquera M.

 

Morir, meditación sobre el pecado II/II

Pecar es morir

San Alberto Hurtado

 

7. Morir a la verdadera vida

Y hablemos ahora de la verdadera muerte. El que peca muere a la vida divina, a la gracia. Rompe el lazo… vive para Satán, ¡Dios muere! La Gracia consiste en la presencia de Dios en el alma: Vendremos a él y haremos nuestra morada en él (Jn 14,23). Esa presencia amistosa desaparece: Dios no puede ausentarse del alma porque dejaría de ser, pero está en ella como el condenado, como el Dios ofendido, el Juez… no hay vínculo de amor… ¡aunque haya llamados de amor que nunca faltan mientras uno está en vida!

8. Morir a la filiación divina

Ya a Dios no lo puede llamar su Padre, porque no lo es para él: El hombre no es por naturaleza hijo, es siervo. Pasa a serlo por la adopción que se nos da por la gracia. Perdida la gracia, pasa a ser hijo de Satán, hijo de perdición, pero no “hijo de Dios”. ¿Exageración? ¡Es el núcleo de la fe! Que fulano tal vez no pecó porque no tenía bastante conocimiento… puede ser, pero cuando hay pecado se es hijo de Satán, no de Dios; se desarticula del Cuerpo Místico y pasa a formar parte del cuerpo místico del anticristo. ¿Hemos pensado lo que esta tragedia significa?

9. Morir a la filiación de María

María es madre mía en cuanto yo estoy unido con Cristo su Hijo Unigénito. La maternidad de María es consecuencia de mi unión mística con Jesús. Al romper con él, rompo también con María. ¡Un pecado! Si mirara a María ¿tendría valor de hacerlo? Uno vino a confesarse profundamente arrepentido porque había visto llorar a su madre… La leyenda del corazón de la madre que habla. “No permitas, madre, que me separe jamás de ti. Y si lo estoy, Ella ora a su hijo porque este hijo muerto resucite”. Acude a Ella, lleno de confianza y ¡pídele la gracia de ser de nuevo su hijo!

10. Morir a la amistad de Jesús

No te llamaré siervo sino amigo le dijo a Judas, a quien le lavó los pies, y momentos antes de ser aprehendido: Amigo, ¿con un beso entregas al Hijo del Hombre? (cf. Jn 15,15; Lc 22,48). El que lo entregó había sido escogido, como yo, por Cristo para ser su amigo, para vivir su vida, para vivir con Él. Y qué delicadezas las de Jesús para las almas que aceptan su amistad: mora en sus almas, los visita cada día, los perdona, los alienta, los enriquece, oye sus plegarias, se hace cargo de sus intereses. “Cuida tú de mí, que yo cuidaré de ti”. Lee el capítulo de la Imitación sobre la amistad de Jesús. ¡Qué dulce es esa hora en que Jesús está presente, cómo todo parece suave, fácil, llevadero! Al enfermar me vendrá a ver por el viático, ungirá mis miembros; al separarse mi alma me esperará en la otra orilla, y puedo confiar que por amor a mí, su amigo, salvará a mis parientes y amigos, pues es tan fino que no querrá verme separado de los que yo amo. Multiplicará sus llamados. Querrá que se mantengan intactos en la eternidad los vínculos de un amor que él puso en mi alma y bendijo. Pecar es morir a esa amistad, la más dulce, la más profunda, la más necesaria. ¡Oh, Jesús!, amigo de mi alma… si voy a pecar átame, o mátame, pero pecar nunca, traicionar tu amistad, ¡jamás!

11. Morir, peor, matar a Jesús mi amigo

Él murió por los pecadores, de los cuales yo soy el primero. El Viernes Santo, al besar el Cristo ¡yo lo maté! Cada pecado crucifica de nuevo a Cristo en su corazón. Si Él no hubiera muerto por rescatarme, vendría del cielo a la tierra para abrirme el cielo: La malicia del pecado sería suficiente para traer a Cristo del cielo a la cruz. Lo hemos muerto muchos, pero si yo, confabulado con otros, a una vez, hubiese dado un golpe en el corazón de mi Padre ¿me excusaría el que hubiésemos sido muchos? Sabiendo que es Él, ¿hay algo que excuse mi parricidio?

Si estas verdades me parecen exageraciones es porque o hay ignorancia, o porque mi fe es desleída. En la Edad Media se pecaba, y mucho, ¡pero qué hondura de arrepentimiento! ¡Qué leyendas -como la que inicia L´annonce faite à Marie – el beso, la lepra! Y la aceptaban felices de ser castigados aquí, hoy nos quejamos de todo y nos parece mucho, nosotros los que hemos muerto a Cristo. Nunca más quejarme: ¡mi vida en espíritu de expiación! Quién así muere, habiendo muerto a todo, habiendo dado muerte a todo, ¿será pues de extrañar que para él pecar sea morir a la vida eterna?

12. Morir a la vida eterna

¿Cómo podrá entrar al cielo quien muera sin arrepentimiento del deicidio que ha causado? Quien muera habiendo puesto, a plena conciencia, de nuevo a Cristo en Cruz. ¿Podrá pretender tener parte con Dios, en su felicidad, quien lo ha negado hasta el fin, quien no ha aceptado las reiteradas invitaciones al perdón, quien habiendo visto a Jesús, que viene a buscarlo como el Pastor a su ovejita, se resiste para poder seguir pecando, quien le dice un despectivo: “después, ¡ahora déjame!”? Llega un momento, el momento de Dios, en que la vida humana ha de terminar aquí ¿qué sucederá? ¿Podrá quejarse al oír esa sentencia de condenación: ¡Apártate de mí, maldito, al fuego eterno! (cf. Mt 25,41). ¡Ah! Somos cristianos, ¿pero tenemos fe en la grandeza de Dios? ¿Por qué lo tratamos peor que al peor de los sirvientes? ¿Y todavía nos quejamos?

Pecar es morir a todo lo que vale en la vida, y ¡¡morir para siempre allá!! No más felicidad, ni esperanza de reconciliación. La Iglesia ha condenado a los mitigacionistas. La jugada de todo para siempre. ¡¡No es broma!! El que pierde esa partida lo pierde todo. Salvarse y ver a Dios es vivir. Condenarse es perecer a la felicidad, morir a la dicha, mil veces peor que morir simplemente.

Morir ¿en cambio de qué? ¿Qué me dio el pecado?

La idea de Monseñor Sheen y Newman: el hombre moderno siente como nadie el azote, el chicotazo del pecado, el remordimiento que lo tortura. Un rato de placer, que una vez pasado, ¿qué daría uno porque no hubiera pasado? Imposible. Le coeur de l´homme vierge… Toute l´eau de la mer…. Un sabor amargo… un ánimo cortado, deshecho, avergonzado, asqueado de sí mismo… Una mirada que no sabe fijarse tranquila… ¡Una falta de ánimo para luchar! Es la huella de Dios que marea al pecador, como una gracia. Ese dolor, esa vergüenza, es una gracia. ¡¡Ay de él el día que no exista eso!!

¿He muerto en mi vida? ¿Estoy vivo? ¿Tengo conciencia de estar en gracia de Dios? ¡Qué hermosa ocasión de repasar mi vida, de dolerme y llorar mis culpas!

¿Estoy muerto? Aún mi muerte no es definitiva. Lo será si rechazo la Gracia que me llama. Durante esta meditación yo he pensado tal vez como otro joven que se parece bastante a mí, en la pobreza de mi vida por el pecado. Y miro mi vida; ¡tantas ruinas acumuladas! Cuando Dios tenía derecho a esperar tanto de mí porque me ha dado tanto… Tomo mi cabeza entre mis manos y lloro mis faltas… y al levantarla veo a mi Padre que me tiende sus brazos, que me echa los brazos al cuello, veo a Jesús que me muestra su Corazón abierto, veo a mi Madre que me muestra a Jesús y me dice: Él te aguarda, yo rogaré por ti. No temas. Con esta disposición prepáreme a una confesión contrita, Padre yo no soy digno… ¡hijo!

Madre ruega por mí. Excitar el dolor. Tomar en serio, en serio esa tragedia que es la muerte a todo. Señor, tú has venido a traer la vida, dame esa vida, dame esa abundancia de vida. ¡Yo quiero vivir!

 

“Un disparo a la eternidad”, pp.49-55 s53y05

Morir, meditación sobre el pecado I/II

Pecar es morir

San Alberto Hurtado

 

Pecar es morir. Es la única muerte. Sin pecado la muerte es vida, es comienzo de la verdadera vida; pero con pecado el que vive muerto está:

“No son los muertos los que en la paz descansan de la tumba fría,

muertos son los que tienen muerta el alma y viven todavía”.

Esta verdad es la más cierta de todas: ¡Pecar es morir! La muerte entró en el mundo por el pecado (cf. Rom 5,12). Dios, Padre de amor, puso a los hombres para que vivan, vivan aquí, ¡inmortales continúen viviendo allá! Aquí, en salud, sin tentaciones, sin fatigas, sin dolores, en salud, en descanso, en belleza, en amor. El placer de hacer lo que quiero, de obrar como supremo soberano, de ser mi propia ley, de no estar sometido… y creatura significa esencialmente “sometido”… vulneró su naturaleza en lo más íntimo, perdió su sobrenaturaleza, y definitivamente los adornos preternaturales de su vivir.

Una experiencia de su libertad: la mariposa quiso conocer el fuego y se quemó; el chiquillo quiso lanzarse al espacio y se hizo pedazos; el temerario quiso probar sus fuerzas sobre las olas y se ahogó. Violentaron su naturaleza y murieron. Y desde Adán y Eva, la muerte física de todos: la experiencia de la muerte, la más universal de las experiencias, pero esta muerte física no es sino el símbolo de las otras muertes que tiene el pecador.

  1. Morir a la verdad

El pecado es la mentira. Es mentira que somos autónomos. Tenemos ley y la atropellamos. Mentira que amamos a Dios y le ofendemos. Mentira que esos placeres nos van a dar felicidad. El que se adhiere a lo caduco cae con ello; el que se apoya en caña, sangra al romperse. Mentira que seguimos la naturaleza porque cada pecado es un atropello a la naturaleza: del hijo que insulta a su padre; del hermano que atropella y despoja a su hermano; del hombre que viola las funciones de vida; de la creatura que desconoce los derechos del Creador.

  1. Morir a la belleza

El pecado es la fealdad: rompe la armonía. La obra de Dios es bella y armónica: parece un concierto; el pecado es desarmonía, una nota estridente. ¡Alguien que se sale del concierto para dar su nota de egoísmo! Y cada pecado tiene específica fealdad: La ira es arrebato, es estallido de pasión, “yo”, es oprimir al débil, es cebarse en carne humana. La pereza, que horrible es la pereza… la indolencia, no colaborar en el gran trabajo humano. La embriaguez, perder el sentido, renunciar a ser hombre. La gula: hartarse peor que los animales como los Romanos… vomitar… poner en riesgo su salud, ¡esclavo de la comida! La lujuria: esclavos de la carne. El hombre al servicio de sus glándulas. Y por una conmoción de un rato, de orden animal, renunciar a su amor, a su hogar, a sus hijos, a perder su porvenir. Es mentira y es fealdad. Jurar un amor que no se tiene para poseer y abandonar, ¡a veces para matar después! El egoísmo: fealdad del hombre concentrado en el “yo”, y muerto a lo demás. Los dolores de los demás, su hambre, a veces la muerte no le impresionan. Se desespera en cambio por cualquier capricho propio. Y así todos los demás pecados son feos: por eso se ocultan en la noche, se disculpan, se disimulan… y cuando ni eso se hace es porque la fealdad ha llegado a su máximo: es el cinismo.

Mata a la hombría, al valor, porque es la derrota, la renuncia. No hago lo que quiero… sino lo que otro, o lo que mi “yo” menos bueno, mi “yo” inferior manda. ¿Dónde está el valor en arder y renunciar, o en arder y dejarse quemar? En querer guardar lo que me agrada, o darlo generosamente a otro. Recórranse todas las tentaciones y se verá que el verdadero valor, la hombría está en sobreponerse. Hay quienes dicen que esto es demasiado, que es un lenguaje pasado de moda, ¡que no se pide tanto! Eso se dice. ¿Qué se podrá tallar en esa madera?.

Y lo peor es que cada pecado debilita más y más. A medida que uno persevera en el barro se hunde más y más, y se hace más difícil salir. El poder para el bien se hace cada vez más débil, el poder para el mal, el atractivo, las voces del pecado, cada vez más fuertes.

  1. Morir a la delicadeza

Esa hermosa cualidad que hace la vida hermosa: fijarse en lo pequeño, deseo de agradar, atenciones, sacrificios, que son el perfume de la vida… El pecado vuelve al hombre grosero, egoísta, vuelto sobre sí mismo. No tiene ojos más que para sus propios gustos. A veces uno ve maridos, casados con una esposa ideal, nace un amor torcido, y se vuelven brutos, ven a su esposa triste, envejecida, perdido el sentido de la vida… sus hijos abandonados, el patrimonio que se va… y nada. “No corto con lo que me agrada”.

A veces muchachos llenos de cualidades, dominados por una pasión, van poco a poco perdiendo la delicadeza: piden dinero prestado, no lo devuelven, viven de la bolsa, hacen una incorrección, y luego otra para tapar la primera… ya no se esconden: se exhiben en público…

Otras veces son las palabras duras, la falta de respeto y de cariño a los padres: no hay tiempo para conversar con ellos, para darles un gusto, para sacarlos, para darles una bella vejez. ¡Hasta a veces se les da positivos disgustos! Y no es puramente voluntario: es que ha cambiado su carácter, se hace irascible, ha perdido el control, falta el aceite, no hay la vida interior en la que todo se arregla, no hay la humildad de una confesión sincera… ¡a lo más una acusación con cualquiera para salir del paso!. Falta el ánimo de levantarse para “volver a ser yo”. “Feliz aquel que cuando oyere la voz del Señor se levanta a tiempo y va hacia su Padre y recobra su delicadeza!”.

  1. Morir a la dignidad

¿Adónde se rebaja un pecador? Roba a su madre: el que le pidió plata, no se la dieron, le robó, la mató… y se fue a suicidar. ¡Qué casos, Dios mío, los que uno sabe! ¿Cómo se ha podido llegar allá? Abusa de la confianza de un amigo… llega a prostituir a su mujer o a su hija… para lucrar; ¡no pasan en las nubes esos casos! Falsifica firmas… ¡Engaña a su mejor amigo! Es la suerte del pecador… Y el que se pone en el plano inclinado ¿quién sabe a donde irá a parar?

  1. Morir a los ideales

Bellos ideales de juventud: obras que yo quería realizar ¿dónde estáis? ¿Por qué ya no me conmovéis como antes? ¿Por qué no me decís nada?… ¿Me dejáis frío? Os miro como algo tan lejano. ¡Cómo pude yo entusiasmarme con esto! La vida tiene sólo un sentido positivo, frío, egoísta, que yo llamo a veces “realista”, “positivo”, “puesto en este mundo”. ¿Estaré en la verdad? ¡¡Esta vida que se pesa, se mide, se cuenta, es la única!!

  1. Morir a las realidades

Pero no sólo a los ideales, a las mismas realidades. ¡Cuántos ha podido uno ver que prometían tanto y no han hecho nada! Se han hundido, ¡¡se pasmaron!! Y parece que esto fuera más propio de aquellos que han sido de inteligencia más clara, porque han comprendido más las posibilidades de la vida y no se pueden contentar con mediocridades. Al perder el sentido de lo heroico, ¡pierden también el sentido de lo humano! No hay nada que estimule una labor que sólo se puede animar con algo proporcionado a su gran capacidad. Otros, para quienes el dinero, el trabajo mismo es el único ideal, son capaces de esto. ¿Hasta dónde les llena después, hasta dónde les satisface plenamente?

 

“Un disparo a la eternidad”, pp.49-55 s53y05

El alma de los santos

¿Qué cosa especial tienen los santos?

San Alberto Hurtado

Santa Gianna Beretta Molla

Hombres que conservan su naturaleza humana innata, con todas sus características de educación, de herencia, de temperamento y de carácter personal. Conservan su tendencia a la mansedumbre o a dominar; al sentido de lo ridículo o de lo sublime o a ambos; a la timidez o a la audacia, como cualquier otro ser. Si poseen una brillante inteligencia, la santidad no los transforma en tontos; y al revés, si son individuos sencillos y humildes, no se convierten súbitamente en filósofos.

¿Qué cosa especial tienen los santos?

Creen, y actúan conforme a sus creencias, y creen, con una convicción absoluta, cosas que la mayor parte de nosotros no cree sino vagamente. No creen que este mundo sea una ilusión o un sueño, puesto que no lo es, pero saben que carece enteramente de sentido si está apartado de Dios, su Creador. Lejos de Dios, o no haremos absolutamente nada o seremos criminales. ¿Podríamos respirar sin aire? ¿Podríamos esperar llenos de confianza si no sabemos a dónde hemos de llegar, o que el término es la nada? No. Para el santo, Dios es nuestro origen, nuestro fin, y el medio en que vivimos.

San José Sánchez del Río

Pero el santo vive en una elevación, en una intensidad y perseverancia que nacen de algo más: los santos saben que viven en Cristo, que en ellos vive Cristo (cf. Gal 2,20). Ese don gratuito, que se llama gracia, se infunde en todo su ser y hace que obren en todo sobrenaturalizados. De ahí que casi instintivamente buscan ser semejantes a Cristo y tienden a desembarazarse de todo lo que pueda perturbar esa semejanza. No existe para un santo cosa alguna que lo mueva a trabajar para su fama, su riqueza, su confort. A no ser que quiera engañarse a sí mismo, tratará en primer lugar de obtener un aniquilamiento total, la humillación de su persona, la mayor pobreza posible y, aún más, el sufrimiento. Porque aunque ningún cristiano rinda morbosamente culto al dolor como tal, sabe perfectamente que la vida de Cristo terminó y culminó en su Pasión y su terrible muerte, y se sentirá desgraciado sólo con ver que su vida se desarrolla tranquila y fácilmente. En una palabra, no son argumentos, sino puro amor a Jesucristo, lo que hace al santo desear el sufrimiento por Cristo y juntamente con Él. Entrará con Cristo en su agonía, sentirá quebrársele el corazón ante el gran pecado del mundo: ante la injusticia, la crueldad, la codicia y el orgullo; formas todas en que se expresa el culto de sí mismo.

De aquí las penitencias de los santos, de aquí sus misteriosas crucifixiones interiores. Ellos comprenden la vida, ven sus lados buenos, perciben el inmenso dolor humano, pero en medio de todo, como la causa de todo mal, perciben el pecado que corrompe las almas y hace peligrar su eternidad. Por eso, al ungir a los leprosos y curar sus llagas, sus cuidados no se detenían allí sólo, sino que llegaban hasta el alma con sus miserias y pecados.

Los santos son, pues, totalmente humanos, pero comienzan con lo primero: Dios; Dios revelado en Jesucristo. Ellos se mueven al único fin del hombre, Dios; Dios alcanzado a través de Cristo y por su mediación. Cristo es su Luz, de modo que no se engañan; Cristo es su Camino, sin el cual se detendrían en la ociosidad; Cristo es su Alimento que, de no tenerlo, desmayarían en tan larga jornada; Cristo es su Vida, aún ahora, de modo que por Él se convierten en los buenos pastores de las almas; Cristo es su Vida venidera, de modo que, viviendo en Él, siguen obrando activamente entre los mortales.
¡Quiera Dios enviar santos a nuestra Patria y a nuestro siglo! Quiera Cristo obrar tan vivamente que el germen de santidad, que existe en todos los hombres, llegue hasta donde puede realmente llegar, y nuestras vidas se enriquezcan, se cristianicen, y cristianicen a otros muchos elevándolos al plano de lo divino.

¡Señor, dame almas!, suplica el santo. ¡Señor, danos santos!, debiera ser la oración de nuestro pobre mundo confundido y atormentado.

L a b ú s q u e d a d e D i o s, pp. 217-218
s59y13b

La Eucaristía es el tesoro más valioso que la Iglesia ha heredado de Cristo

Solemnidad del “Corpus Christi”,
14 de junio, 2001

San Juan Pablo II

1. “Ecce panis angelorum, factus cibus viatorum: vere panis filiorum”: “Este es el pan de los ángeles, pan de los peregrinos, verdadero pan de los hijos” (Secuencia). Hoy la Iglesia muestra al mundo el Corpus Christi, el Cuerpo de Cristo. E invita a adorarlo: Venite, adoremus, Venid, adoremos. La mirada de los creyentes se concentra en el Sacramento, donde Cristo se nos da totalmente a sí mismo: cuerpo, sangre, alma y divinidad. Por eso siempre ha sido considerado el más santo: el “santísimo Sacramento”, memorial vivo del sacrificio redentor.

En la solemnidad del Corpus Christi volvemos a aquel “jueves” que todos llamamos “santo”, en el que el Redentor celebró su última Pascua con los discípulos: fue la última Cena, culminación de la cena pascual judía e inauguración del rito eucarístico.

Por eso, la Iglesia, desde hace siglos, ha elegido un jueves para la solemnidad del Corpus Christi, fiesta de adoración, de contemplación y de exaltación. Fiesta en la que el pueblo de Dios se congrega en torno al tesoro más valioso que heredó de Cristo, el sacramento de su misma presencia, y lo alaba, lo canta, lo lleva en procesión por las calles de la ciudad.

2. “Lauda, Sion, Salvatorem!” (Secuencia). La nueva Sión, la Jerusalén espiritual, en la que se reúnen los hijos de Dios de todos los pueblos, lenguas y culturas, alaba al Salvador con himnos y cantos. En efecto, son inagotables el asombro y la gratitud por el don recibido. Este don “supera toda alabanza, no hay canto que sea digno de él” (ib.). Se trata de un misterio sublime e inefable. Misterio ante el cual quedamos atónitos y silenciosos, en actitud de contemplación profunda y extasiada.

3. “Tantum ergo sacramentum veneremur cernui”: “Adoremos, postrados, tan gran sacramento”. En la santa Eucaristía está realmente presente Cristo, muerto y resucitado por nosotros. En el pan y en el vino consagrados permanece con nosotros el mismo Jesús de los evangelios, que los discípulos encontraron y siguieron, que vieron crucificado y resucitado, y cuyas llagas tocó Tomás, postrándose en adoración y exclamando: “Señor mío y Dios mío” (Jn 20, 28; cf. 20, 17-20). En el Sacramento del altar se ofrece a nuestra contemplación amorosa toda la profundidad del misterio de Cristo, el Verbo y la carne, la gloria divina y su tienda entre los hombres. Ante él no podemos dudar de que Dios está “con nosotros”, que asumió en Jesucristo todas las dimensiones humanas, menos el pecado, despojándose de su gloria para revestirnos a nosotros de ella (cf. Jn 20, 21-23).

En su cuerpo y en su sangre se manifiesta el rostro invisible de Cristo, el Hijo de Dios, con la modalidad más sencilla y, al mismo tiempo, más elevada posible en este mundo. A los hombres de todos los tiempos, que piden perplejos: “Queremos ver a Jesús” (Jn 12, 21), la comunidad eclesial responde repitiendo el gesto que el Señor mismo realizó para los discípulos de Emaús: parte el pan. Al partir el pan se abren los ojos de quien lo busca con corazón sincero. En la Eucaristía la mirada del corazón reconoce a Jesús y su amor inconfundible, que se entrega “hasta el extremo” (Jn 13, 1). Y en él, en ese gesto suyo, reconoce el rostro de Dios.

4. “Ecce panis angelorum…, vere panis filiorum”: “He aquí el pan de los ángeles…, verdadero pan de los hijos”. Con este pan nos alimentamos para convertirnos en testigos auténticos del Evangelio. Necesitamos este pan para crecer en el amor, condición indispensable para reconocer el rostro de Cristo en el rostro de los hermanos.

Nuestra comunidad diocesana necesita la Eucaristía para proseguir en el camino de renovación misionera que ha emprendido. Precisamente en días pasados se ha celebrado en Roma la asamblea diocesana; en ella se analizaron “las perspectivas de comunión, de formación y de carácter misionero en la diócesis de Roma para los próximos años”. Es preciso seguir nuestro camino “recomenzando” desde Cristo, es decir, desde la Eucaristía. Caminemos con generosidad y valentía, buscando la comunión dentro de nuestra comunidad eclesial y dedicándonos con amor al servicio humilde y desinteresado de todos, especialmente de las personas más necesitadas.

En este camino Jesús nos precede con su entrega hasta el sacrificio y se nos ofrece como alimento y apoyo. Más aún, no cesa de repetir en todo tiempo a los pastores del pueblo de Dios: “Dadles vosotros de comer” (Lc 9, 13); partid para todos este pan de vida eterna. Se trata de una tarea difícil y exaltante, una misión que dura hasta el final de los siglos.

5. “Comieron todos hasta saciarse” (Lc 9, 17). A través de las palabras del evangelio que acabamos de escuchar nos llega el eco de una fiesta que, desde hace dos mil años, no tiene fin. Es la fiesta del pueblo en camino en el éxodo del mundo, alimentado por Cristo, verdadero pan de salvación. Al final de la santa misa también nosotros nos pondremos en camino en el centro de Roma, llevando el cuerpo de Cristo escondido en nuestro corazón y muy visible en el ostensorio. Acompañaremos el Pan de vida inmortal por las calles de la ciudad. Lo adoraremos y en torno a él se congregará la Iglesia, ostensorio vivo del Salvador del mundo.

Ojalá que los cristianos de Roma, fortalecidos por su Cuerpo y su Sangre, muestren a Cristo a todos con su modo de vivir: con su unidad, con su fe gozosa y con su bondad. Que nuestra comunidad diocesana recomience intrépidamente desde Cristo, Pan de vida inmortal. Y tú, Jesús, Pan vivo que da la vida, Pan de los peregrinos, “aliméntanos y defiéndenos, llévanos a los bienes eternos en la tierra de los vivos”. Amén.

(©L’Osservatore Romano – 22 de junio de 2001)

Deberes de los padres hacia sus hijos

Fragmentos de un sermón del

santo Cura de Ars

 

Creyó el y creyó toda su casa.
        (S. Juan, IV, 53.)

 ¿Podremos hallar un ejemplo mejor para dar a entender a los cabezas de familia que no pueden trabajar eficazmente en la salvación propia sin trabajar también en la de sus hijos? En vano los padres y madres emplearan sus días en la penitencia, en llorar sus pecados, en repartir sus bienes a los pobres; si tienen la desgracia de descuidar la salvación de sus hijos, todo está perdido. ¿Dudáis de ello? Abrid la Escritura, y allí veréis que, cuando los padres fueron santos, también lo fueron los hijos. Cuando el Señor alaba a los padres o madres que se distinguieron por su fe y piedad, jamás se olvida de hacernos saber que los hijos y los servidores siguieron también sus huellas. ¿Quiere el Espíritu Santo hacernos el elogio de Abraham y de Sara?, pues tampoco se olvida de hablarnos de la inocencia de Isaac y de su fiel siervo Elezer (Gen., XXIV.). Y si pone ante nuestra consideración las raras virtudes de la madre de Samuel, pondera al mismo tiempo las bellas cualidades de este digno hijo (1Reg., I y II.). Cuando quiere ponernos de manifiesto la inocencia de Zacarias y Elisabet, en seguida nos habla de Juan Bautista, el santo precursor del Salvador (Luc., I.). Si el Señor quiere presentarnos a la madre de los Macabeos como una madre digna de sus hijos, nos manifiesta al mismo tiempo el ánimo y la generosidad de estos, quienes con tanta alegría dan su vida por el Señor (II Mach., VII.). Cuando San Pedro nos habla del centurión Cornelio como de un modelo de virtud, nos dice al mismo tiempo que su familia toda servía con él al Señor (Act., X, 2.). Cuando el Evangelio nos habla de aquel otro oficial que acudió a Jesucristo para pedirle la curación de su hijo, nos dice que, una vez alcanzada, no se dio punto de reposo hasta que toda su familia le acompañó en seguimiento del Señor (Ioan., IV, 33.). ¡Bellos ejemplos para los padres y madres! ¡Dios mío!, si los padres y madres de nuestros días tuviesen la suerte de ser santos. ¡Cuanto mayor número de hijos tendrían entrada en el cielo! ¡Cuántos hijos de menos para el infierno!

Pero, me diréis tal vez, ¿qué debemos hacer para cumplir nuestros deberes, pues son ellos tan grandes y temibles?

-Vedlos aquí instruir a los hijos, esto es, enseñarles a conocer a Dios y a cumplir sus deberes; corregirlos cristianamente, darles buen ejemplo, dirigirlos por el camino que conduce al cielo, siguiéndolo también vosotros mismos. ¡Ay!, mucho me temo que esta plática no sea para vosotros, como tantas otras, un nuevo motivo de condenación. El intento de mostraros la magnitud y extensión de vuestros deberes, es semejante al de querer bajar a un abismo sin fondo, o al de querer desentrañar una verdad que al hombre le es imposible conocer en todo su alcance. Para lograr este mi objeto, sería preciso haceros comprender lo que valen las almas de vuestros hijos, lo que Jesucristo sufrió para ganarles el cielo, la terrible cuenta que por su causa habréis de rendir un día a Dios Nuestro Señor, los bienes eternos que les hacéis perder, los tormentos que para la otra vida les preparáis. Si amaseis a vuestros hijos como los ama el demonio aunque debiese él estar tres mil años tentándolos, si al cabo de ese tiempo pudiese tenerlos por suyos, daría por muy bien empleados todos sus trabajos. Lloremos la pérdida de tantas almas, a las cuales sus padres están todos los días precipitando al infierno.

Digo que, desde el momento en que una madre queda encinta, debe orar especialmente, o dar alguna limosna; y si le es posible, será mejor aún hacer celebrar una Misa para implorar de la Santísima Virgen que la acoja bajo su protección, a fin de que alcance de su divino Hijo que aquel pobre niño no muera antes de recibir el Santo Bautismo. La madre que tenga verdaderos sentimientos religiosos, se dirá a si misma «¡Ay!, Si tuviese la dicha de ver a este pobre hijo mío convertido en un Santo, contemplarle a mi lado durante toda la eternidad, cantando alabanzas a Dios, ¡cuánta seria mi alegría!». +

No dejéis pasar más de veinticuatro horas sin bautizar a los hijos; si no lo hacéis, sin que razones serias para ello lo justifiquen, sois culpables. Al escoger el padrino y la madrina, buscad siempre a personas virtuosas en cuanto os sea posible; y la razón es ésta: cuantas oraciones y buenas obras practiquen los padrinos, en fuerza del parentesco espiritual alcanzarán para vuestros hijos gran copia de gracias celestiales. No nos quepa duda alguna de que en el día del Juicio veremos a muchos que deberán su salvación a las oraciones, buenos consejos y buenos ejemplos de sus padrinos y madrinas. Otra razón os obliga también a ello, y es que, si tenéis la desgracia de fallecer, ellos son los que han de ocupar vuestro lugar para vuestros hijos. Así, pues, si tuvieseis la desgracia de escoger padrinos sin religión, no harían otra cosa que encaminar a vuestros hijos hacia el infierno.

Padres y madres, jamás debéis dejar que vuestros hijos pierdan el fruto del Bautismo; ¡cuán ciegos y crueles seríais! La Iglesia acaba de salvarlos mediante el Bautismo, y ¿vosotros, con vuestra negligencia, los restituiríais al demonio? ¡Pobres hijos!, en qué manos tuvisteis la desgracia de caer! Mas, al trotar de los padrinos, no debemos olvidar que, para responder de un niño, deben estar suficientemente instruidos en la religión, para el caso de que tengan que instruir al ahijado, por faltarle su padre y su madre. Además, es necesario que sean buenos cristianos, y hasta cristianos perfectos; pues deben servir de ejemplo a sus hijos espirituales. Así, no está bien que sirvan de padrinos los que no cumplen el precepto pascual, los que contrajeron un mal hábito y no quieren dejarlo…

Siendo yo vuestro padre espiritual, voy a daros ahora un consejo: Cuando veáis que vuestros padres faltan a Misa o a las funciones, trabajan en domingo, comen carne los días prohibidos, dejan de frecuentar los sacramentos, no procuran instruirse en la religión; haced vosotros todo lo contrario, para que vuestros buenos ejemplos los salven a ellos, lo cual sería para vosotros una gran victoria.

“No eres más santo porque no eres más devoto de María”

Tomado del libro “Las grandezas de María “

San Bernardo

“Y dijo María al ángel: ¿cómo puede ser esto, sino conozco varón? Y respondiendo el ángel le dijo: El Espíritu Santo vendrá sobre ti y te cubrirá con su sombra la virtud del Altísimo y por eso lo santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios. Y he aquí que Isabel, tu parienta, también ha concebido un hijo en su vejez, porque no hay cosa alguna imposible para Dios. Y dijo María: he aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra.”

“Y dijo María al ángel: ¿cómo puede ser esto, si no conozco varón?” Primero, sin duda, María calló como prudente, cuando todavía dudosa pensaba entre sí, qué salutación sería ésta, queriendo más por su humildad no responder que temerariamente hablar lo que no. sabía. Pero ya confortada, y habiéndolo premeditado bien, hablándole en lo exterior el ángel, pero persuadiéndola interiormente Dios -que estaba con ella según lo que dice el ángel: “El Señor es contigo”-, expeliendo sin duda la fe al temor, la alegría al empacho, dijo al ángel: “¿cómo puede ser esto, si no conozco varón?”

No duda del hecho, sino que pregunta acerca del modo y del orden, no pregunta si se hará esto, sino cómo se hará. Al modo que si dijera: sabiendo mi Señor que su esclava tiene hecho voto de virginidad, ¿con qué disposición, con qué orden le agradará que se haga esto? Si Su Majestad ordena otra cosa, si dispensa este voto para tener tal Hijo, alégrome del Hijo que me da, pero me duele la dispensa del voto; sin embargo, hágase su voluntad en todo; pero si he de concebir virgen y virgen también he de alumbrar, lo cual ciertamente no es imposible, entonces ciertamente conoceré que miró la humildad de su esclava.

“¿Cómo pues se hará esto, ángel del Señor, si no conozco varón?” Y respondiendo el ángel le dijo: “El Espíritu Santo vendrá sobre ti y te cubrirá con su sombra la virtud del Altísimo”. Había dicho antes que estaba llena de gracia; pues ¿cómo dice ahora “el Espíritu Santo vendrá sobre ti y te cubrirá con su sombra la virtud del Altísimo?” ¿Por ventura podría estar llena de gracia y no tener todavía al Espíritu Santo, siendo Él el dador de todas las gracias? Y si el Espíritu Santo estaba en ella, ¿cómo se le vuelve a prometer que vendrá sobre ella nuevamente? Por esto sin duda no se dijo vendrá “a ti”, sino que vendrá “sobre ti”, porque aunque a la verdad primero estuvo con María por su copiosa gracia, ahora se le anuncia que vendrá sobre ella por la más abundante plenitud de la gracia que en ella ha de derramar.

Pero estando ya llena, ¿cómo podria caber en ella algo más? Y si todavía puede caber más en ella, ¿cómo se ha de entender que antes estaba ya llena de gracia? La primera gracia había llenado solamente su alma y la siguiente había de llenar también su seno a fin de que la plenitud de la Divinidad, que ya habitaba en ella antes espiritualmente como en muchos de los Santos, comenzase también a habitar corporalmente corno en ninguno de los mismos.

Dice “el Espíritu Santo vendrá sobre ti y te cubrirá con su sombra la virtud del Altísimo”-. Y ¿qué quiere decir “y te cubrirá con su sombra la virtud del Altísimo?” El que pueda entender, que entienda. Porque exceptuada acaso la que sola mereció experimentar en sí esto felicísimamente, ¿quién podrá percibir con el entendimiento y discernir con la razón de qué modo aquel esplendor inaccesible del Verbo eterno se infundió en las virginales entrañas, y para que pudiese sostener que el inaccesible se acercase a ella, de la partecia del mismo cuerpo a la cual se unió Él mismo, hiciera sombra a todo lo demás? Quizá por esto principalmente se dijo: “Te cubrirá con su sombra”, pues sin duda este hecho era un misterio, y lo que la Trinidad sola por sí misma en sola y con sola la Virgen quiso obrar, sólo se concedió saberlo a quien sólo se concedió experimentarlo. Dígase “el Espíritu Santo vendrá sobre ti”, el cual con su poder te hará fecunda, “y te cubrirá con su sombra la virtud del Altísimo”, esto es, aquel modo con que concebirás del Espíritu Santo a Cristo, virtud y sabiduría de Dios, lo encubrirá y ocultará en su secretísimo consejo haciendo sombra, de suerte que sólo será conocido de Él y de ti.

Como si el ángel respondiera a la Virgen: ¿por qué me preguntas a mí lo que experimentarás en ti dentro de poco? Lo sabrás, lo sabrás y felicísimamente lo sabrás, siendo tu Doctor el mismo que es el Autor. Yo he sido enviado a anunciar la concepción virginal, no a crearla. Ni puede ser enseñada sino por quien la da, ni puede ser aprendida sino por quien la recibe. “Y por eso también lo santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios”, esto es, no sólo el que viniendo del seno del Padre a ti te cubrirá con su sombra, sino también lo que de tu sustancia unirá en sí, desde aquel instante, se llamará Hijo de Dios, y el que es engendrado por el Padre antes de todos los siglos, se reputará desde ahora Hijo tuyo. De tal suerte lo que nació del mismo Padre será tuyo y lo que nacerá de ti será suyo, que no serán dos hijos, sino uno solo. Y aunque ciertamente una cosa es de ti y otra cosa es de Él, sin embargo, ya no será de cada uno lo suyo, sino que un solo Hijo será de los dos.

“Por eso también lo santo que nacerá de ti será llamado Hijo de Dios”. Atiende, oh hombre, con cuánta reverencia dijo el ángel: “lo santo que nacerá de ti”. Dice lo santo absolutamente sin añadir otra cosa, y esto sin duda porque no encontraba palabras con que nombrar propia y dignamente aquello tan singular, aquello tan magnífico, aquello tan venerable, que formado de la purísima carne de la Virgen, se había de unir con su alma al único del Padre. Si dijera carne santa u hombre santo, o cualquiera cosa semejante, le parecería poco. Por eso dijo “santo” indefinidamente, porque cualquiera cosa que sea lo que la Virgen engendró, es santo sin duda y singularmente santo, así por la santificación del Espíritu como por la asunción del Verbo.

“Y he aquí que Isabel, tu parienta, ha concebido un hijo en su vejez”. ¿Qué necesidad había de anunciar a la Virgen la concepción de esta estéril? ¿Por ventura por estar dudosa todavía e incrédula la quiso asegurar el ángel con este prodigio? Nada de eso. Leemos que la incredulidad de Zacarías fue castigada por este mismo ángel, pero no leemos que María fuese reprendida en cosa alguna, antes bien, reconocemos alabada su fe en lo profetizado por Isabel: “Bienaventurada eres por haber creído, porque todo lo que te ha sido dicho de parte del Señor será cumplido en ti.” Se participa a la Virgen la concepción de su prima para que añadiéndose un milagro a otro milagro se aumente su gozo con otro gozo. Ciertamente era preciso fuese inflamada anticipadamente con un no pequeño incendio de amor y. alegría, la que había de concebir luego al Hijo del amor paterno en el gozo del Espíritu Santo. Ni podía caber si en un devotísimo y alegrísimo corazón tanta afluencia de dulzura y de gozo.

O tal vez se notifica esto a María porque era razón que un prodigio que se debía divulgar después por todas partes, lo supiera la Virgen por el ángel antes que lo oyese de los hombres, para que no pareciese que la Madre de Dios estaba apartada de los consejos de su Hijo, si permanecía ignorante en las cosas que tanto le interesaban.

O bien para que siendo instruida, así de la venida del Salvador corno de la venida del Precursor, y fijando en la memoria el tiempo y el orden de las cosas, refiera después mejor la verdad a los Escritores y Predicadores del Evangelio, como quien ha sido informada desde el principio por noticias que el cielo le ha comunicado de todos los misterios.

O quizá para que oyendo hablar de una parienta suya anciana y estado avanzado, piense ella que es joven en obsequiarla, y dándose prisa a visitarla, se dé de este modo lugar y ocasión al niño Profeta de ofrecer las primicias de su servicio a su Señor, y fomentándose mutuamente la devoción de ambas madres, excitada por uno y otro infante, se haga más admirable un milagro con otro milagro.

Pero mira cristiano, estas cosas tan magníficas que escuchas anunciadas por el ángel, no las esperes cumplidas por él. Y si preguntas por quién, oye al mismo tiempo que te dice: “para Dios nada es imposible”. Como si dijera: Esto que tan firmemente prometo, lo presumo en el poder de quien me envió, no en el mío, “porque para Dios nada es imposible.” ¿Qué será imposible para aquel Señor que hizo todas las cosas con el poder de su palabra? Y fíjate que llaman la atención las palabras, el no decir expresamente “porque no será imposible para Dios” todo hecho sino “toda palabra” [“quia non est impossibile apud Deum omne verbum” = “para Dios nada es imposible”]. Tal vez se dijo “toda palabra” porque así como pueden hablar los hombres tan fácilmente lo que quieren, aún aquello que de ningún modo pueden hacer, así también y aún sin comparación con mayor facilidad puede Dios cumplir con la obra todo lo que ellos pueden explicar con las palabras. Lo diré más claramente: si fuera tan fácil a los hombres hacer como decir lo que quieren, tampoco para ellos sería imposible toda palabra. Más porque como dice el proverbio, del dicho al hecho hay un gran trecho, no respecto de Dios sino respecto de los hombres, para solo Dios, en quien es lo mismo hacer que hablar y lo mismo hablar que querer, no será imposible toda palabra.

Pudieron prever y predecir los Profetas que la Virgen o la estéril habían de concebir y alumbrar, ¿pero pudieron hacer por ventura que concibiese y alumbrase? Mas Dios les dio a ellos el poder de predecirlo, con la facilidad con que entonces pudo predecirlo por medio de ellos, pudo ahora, cuando quiso, cumplir por sí mismo lo que había prometido. Porque en Dios ni la palabra se diferencia de la intención porque es Verdad, ni el hecho de la palabra, porque es Poder, ni el modo del hecho, porque es Sabiduría, y por eso no será imposible para Dios toda palabra.

Oísteis, oh Virgen, el hecho, oísteis también el modo. Lo uno y lo otro es cosa maravillosa, lo uno y lo otro es cosa agradable. Gozáos, pues, hija de Sión, alegraos, hija de Jerusalén. Ya que ha dado el Señor a vuestros oídos gozo y alegría, oigamos de vuestra boca la respuesta que deseamos, para que con ella entre la alegría y gozo en nuestros huesos afligidos y humillados. Oísteis, vuelvo a decir, el hecho y lo creísteis: creed lo que oísteis también acerca del modo. Oísteis que concebiréis y daréis a luz un hijo; oísteis que no será por obra de varón sino por obra del Espíritu Santo. Mirad que el ángel aguarda vuestra respuesta, porque ya es tiempo que se vuelva al Señor que lo envió.

Esperamos también nosotros, Señora, esta palabra de misericordia, a los cuales tiene condenado a muerte la divina sentencia, de la que seremos librados por vuestra palabra. Ved que se pone en vuestras manos el precio de nuestra salud, al punto seremos librados si consentís. Por la palabra eterna de Dios fuimos todos creados y con todo eso morimos, pero por vuestra breve respuesta seremos ahora restablecidos para no volver a morir. Os suplica esto, oh piadosa Virgen, el triste Adán desterrado del paraíso con toda su miserable posteridad. Abraham y David con todos los otros Santos Padres, los cuales están detenidos en la región de la sombra de la muerte. Esto mismo os pide el mundo todo postrado a vuestros pies.

Sermón sobre el orgullo II/II

Yo no soy cómo los demás.

(S. Lucas, XVIII, 11.)

San Juan María Vianney

 

Este maldito pecado del orgullo se desliza hasta entre los que ejercen las más bajas funciones. Así un trabajador de tierras, un podador, por ejemplo, si le ocurre practicar su oficio en lugares donde acude mucha gente, veréis que pone en su obra todos sus cinco sentidos, «a fin, dirá él, de que los que pasen por aquí no puedan decir que no sé mi obligación». Este pecado se mezcla también con el crimen o con la virtud: ¡cuántos son los que se glorían de haber hecho el mal! Escuchad la conversación de algunos bebedores: «¡Ah!, dirá uno, el otro día me topé con fulano; apostamos a quién bebería más sin embriagarse; y le gane.» Es también orgullo, desear riquezas que no se tienen o envidiar las de los demás, por ser los ricos respetados en el mundo.

Hallareis algunos que, según su manera de hablar, son humildes en extremo, y llegan hasta despreciar su persona, cómo si públicamente quisiesen confesar su pequeñez. Más decidles algo que los humille de verdad. A la primera palabra les veréis         erguirse,            y            plantaros         cara,      y           hasta     llegaran            al          extremo             de desacreditaros y volver  contra vuestra reputación, por el pretendido agravio que  le  habéis  inferido.  Mientras  se  los  alabe  y  lisonjee,  serán  ellos  muy humildes. Otras veces sucede que, cuando  delante de nosotros se habla con encomio  de  otra  persona,  nos  sentimos  molestados,   cual  si  aquello  nos humillara; ponemos mala cara, o bien decimos: «¡Ah!, ¡es como los demás, fue ella quién hizo esto o lo de más allá, no posee las bellas cualidades que le atribuís, se ve que no la conocéis».

He dicho que el orgullo se mete hasta en nuestras buenas obras. Son muchos los  que  no  darían  limosna  ni  favorecerían  al  prójimo  si  no  fuese  porque, mediante ello, son tenidos por personas caritativas y de buenos sentimientos. Si ocurre tener que dar limosna delante de los demás, dan mayor cantidad que cuando están a solas. Si desean hacer publico el bien que han practicado o los servicios que a los demás han prestado, comenzarán hablando de esta manera «Fulano es muy desgraciado, apenas puede vivir; tal día vino a manifestarme su miseria y le di tal cosa».

El orgulloso nunca quiere ser reprendido, en todo le asiste el derecho; todo cuanto dice esta bien dicho; todo cuanto hace esta bien hecho. En cambio, le veréis  constantemente  preocuparse  de  la  conducta  de  los  demás  todo  lo encuentra  defectuoso  :  nada  esta  bien  hecho  ni  bien  dicho..  Una  acción realizada con las mejores intenciones del mundo, su lengua viperina la convierte en cosa mala.

¿Cuántos hay, también, que mienten o inventan par causa del orgullo? Si les ocurre  narrar  sus dichos o sus hechos, ponen mucho más de lo que hay en realidad.  En  cambio,  otros  mienten  por  temor  de  la  humillación.  En  otras palabras: los viejos se vanaglorian de lo que no hicieron; si hemos de dar oídos a sus palabras, diremos que fueron los más valerosos conquistadores de la tierra; parece cómo si hubiesen recorrido el universo entero; y los jóvenes alábanse de lo que no harán nunca; todos mendigan, todos corren detrás de una boqueada de humo, que ellos llaman honor. Tal es el mundo de hoy;  explorad vuestra conciencia, poned  la  mano  sobre el  corazón,  y,  forzosamente  tendréis  que reconocer la verdad de lo que os digo.

Pero lo más triste y lamentable es que este pecado sume al alma en tan espesas tinieblas, que nadie se cree culpable del mismo. Nos damos perfecta cuenta de las vanas alabanzas  de  los demás, conocemos muy bien cuando se atribuyen elogios que jamás merecieron; mas nosotros creemos ser siempre merecedores de los que se nos tributan. Y yo os digo que quién busca la estimación de los hombres es ciego. –¿Por que, me diréis?— He aquí la razón, amigo mío. Ante todo, no diré que pierda todo el mérito de cuanto hace, que todas sus limosnas, sus oraciones y sus penitencias no sean más que motivo de condenación. El creerá haber hecho algo bueno, y todo estará estropeado por el orgullo. Pero os digo  yo  que  es  un  ciego.  Para  merecer  la  estimación  de  Dios  y de  los hombres, lo más seguro es huir de los honores en vez de procurarlos; no hay más que persuadirse de que nada somos, nada merecemos; y estemos ciertos de que lo tendremos todo. En todo tiempo se ha visto que cuanto más una persona quiere ensalzarse, tanto más permite Dios su humillación; y cuanto más empeño pone en esconderse, mayor es el brillo que Dios concede a su fama. Mirad: no tenéis más que poner la mano y los ojos sobre la verdad para reconocerla. Una persona, es decir, un orgulloso, corre a mendigar las alabanzas de los hombres, ¡y veréis que apenas si es conocido en una parroquia! Mas aquel que hace cuanto puede para ocultarse, que se desprecia a si mismo y se tiene en nada, hallareis que en veinte o  cincuenta leguas a la redonda son elogiadas y conocidas sus buenas cualidades. En una palabra: su fama se esparce par las cuatro partes del mundo; cuanto más se oculta, más conocido es; mientras que cuanto más el otro quiere hacerse visible, más profundamente  se  hunde en las tinieblas, lo cual hace que nadie le conozca, y él mucho menos que los demás.

Si el fariseo, según habéis visto, es el verdadero retrato del orgulloso, el publicano es  una imagen visible del corazón sinceramente penetrado de su pequeñez,  de  su nada, de su escaso mérito y de su gran confianza en Dios. Jesús  nos  lo  presenta  como  un  modelo  cumplido,  al  cual  podemos  tomar seguramente por guía. El publicano, nos dice San Lucas, echa en olvido todo el bien que ha podido hacer durante  su  vida, para ocuparse solamente de su indignidad y de su miseria espiritual; no se atreve a comparecer delante de un Dios tan santo. Lejos de imitar al fariseo, que se situó en un lugar donde podía ser visto de todo el mundo y recibir sus alabanzas, el pobre publicano apenas se atreve a entrar en el templo, corre a ocultarse en un rincón, se considera como si estuviese sólo ante su juez, la faz en tierra, el corazón quebrantado de dolor y los ojos bañados en lágrimas; tanta es su confusión al considerar sus pecados y la santidad de Dios, delante del cual se considera tan indigno de comparecer, que ni se atreve a mirar el altar. Con el corazón lleno de amargura, exclama:

«¡Dios mío, dignaos tener piedad de mi, pues soy un gran pecador! » (Luc., XVIII, 13.). Esta humildad movió de tal manera el corazón de Dios, que, no solamente le perdonó sus pecados, sino que le alabó públicamente diciendo que aquel publicano, aunque pecador, le había sido más agradable por su humildad que no el fariseo con la aparatosa ostentación de sus buenas obras: «Pues os digo, afirma Jesucristo, que aquel publicano regresó a su casa libre de pecado, mientras que el fariseo regresó más culpable que antes de entrar en el templo. De donde deduzco que quién se exalta será humillado, y quién se humilla será exaltado». Hasta aquí hemos visto en que consiste el orgullo, cuan horrible es este vicio, cuanto ofende a Dios y cuan duramente lo castiga el Señor. Vamos a ver ahora lo que sea su virtud contraria, a saber, la humildad.

III.-  «Si  el  orgullo  es  la  fuente  de  toda  clase  de  vicios»  (Eccli,  X,  15.), podemos también afirmar que la humildad es la fuente y el fundamento de toda clase de virtudes (Prov., XV, 33.) ; es la puerta por la cual pasan las gracias que Dios nos otorga ; ella es la que sazona todos nuestros actos, comunicándoles tanto valor, y haciendo que resulten tan agradables a Dios ; finalmente, ella nos constituye dueños del corazón de Dios, hasta hacer de Él, por decirlo así, nuestro servidor; pues nunca ha podido Dios resistir a un corazón humilde (1 Petr., V, 5.).- Pero, me diréis, ¿en que consiste esa humildad, que tantas gracias nos  merece?  -Helo  Aquí,  amigo  mío.  Escúchame:  has  podido  conocer  ya  si realmente estabas dominado por el orgullo, y ahora vas a ver si tienes la dicha de  poseer  esta  tan  rara  como  hermosa  virtud;  si  la  posees  en  toda  su integridad,  tienes  segura  la  gloria  del  cielo.  La  humildad,  nos  dice  San Bernardo, es una virtud que nos hace conocer a nosotros mismos, y nos inclina a concebir un constante desprecio de cuanto  procede de nuestra persona. La humildad    es          una antorcha     que        presenta            a          la         luz       del        día         nuestras imperfecciones;  no  consiste,  pues,  en  palabras  ni  en   obras,  sino  en  el conocimiento de sí mismo, gracias al cual descubrimos en nuestro ser un cúmulo de defectos que el orgullo nos ocultara hasta el presente. Y digo que esta virtud nos es absolutamente necesaria para ir al cielo; oíd, si no, lo que nos dice Jesucristo  en el Evangelio: «Si no os volvéis como niños, no entrareis en el reino de los cielos. En verdad os digo que, si no os convertís, si no apartáis esos sentimientos de orgullo y de ambición, tan naturales al hombre, nunca llegaréis al cielo (Matth., XVIII, 3.). «Sí, nos dice el Sabio, la humildad todo lo alcanza» (Ps. Cl, 18.). ¿Queréis alcanzar el perdón de los  pecados? Presentaos ante vuestro  Dios  en  la  persona  de  sus  ministros,  y  allí,  llenos  de  confusión, considerándoos indignos de obtener el perdón que imploráis, podéis tener  la seguridad  de  alcanzar  misericordia.  ¿Sois  tentados?

Corred  a  humillaros, reconociendo que por vuestra parte no podéis hacer más que perderos: y tened por cierto  que os veréis libres de la tentación. ¡Oh, hermosa virtud, cuan agradables son a Dios  las almas que lo poseen! El mismo Jesucristo no pudo darnos  más  hermosa  idea  de  sus  méritos  que  manifestándonos  que  había querido tomar «la forma de esclavo» (Philip., 11, 7.) la más vil condición a que puede llegar un hombre. ¿Qué es lo que tan agradable  hizo  a la Santísima Virgen ante los ojos de Dios sino la humildad y el desprecio de si mismo?

 Leemos en la historia (Vida de los Padres del desierto, 1, p. 52.) que San Antonio tuvo una visión en la que Dios le presentó el mundo cubierto con una red cuyos cuatro extremos estaban sostenidos por demonios. «¡Ah!, exclamo el Santo, ¿Quién podrá escapar de esta red? » «Antonio, le dijo el Señor, basta tener humildad: es decir, si reconoces que de tu parte nada mereces, que de nada eres capaz con tus solas fuerzas, entonces saldrás triunfante». Un amigo de San Agustín le preguntó cual era la virtud que debía practicar para ser más agradable a Dios. El Santo le contesta: «Te basta la sola humildad. En vano he trabajado en buscar la verdad; para conocer el camino que más seguramente lleve a  Dios, nunca  he  sabido hallar otro».
Escuchad  lo  que  nos  cuenta  la historia (Vida de los Padres del desierto, San Macario de Egipto, t. 11, p. 358.). San Macario, un día que  regresaba a su morada con un haz de leña, halló al demonio empuñando un tridente de fuego, el cual le dijo: «Oh, Macario, cuanto sufro por no poderte maltratar; ¿por que me haces sufrir tanto?, pues cuanto haces, lo practico yo mejor que tú: si tú ayunas, yo no como nunca; si tú pasas las noches en vela, yo no duermo nunca; solamente me aventajas en una cosa, y con ella me tienes vencido». ¿Sabéis cual era la cosa que tenía San Macario y el demonio no? ¡Ah!, amados míos, la humildad. ¡Oh, hermosa virtud, cuan dichoso y cuan capaz de grandes cosas es el mortal que la posee!

 En efecto, aunque tuvieseis todas las demás virtudes, si os faltase ésta, nada tendríais.  Abandonad toda vuestra fortuna a los pobres, llorad los pecados durante toda la vida,  someteos a todas las penitencias que vuestro cuerpo pueda soportar, pasad los años de vuestra existencia en el retiro; si no tenéis humildad, habréis de condenaros. Por esto vemos que todos los santos pasaron su vida entera trabajando en adquirirla o conservarla. Cuanto más les colmaba Dios  de  favores,  más  profundamente  se  humillaban.  Mirad  a  San  Pablo, arrebatado hasta el tercer cielo; se tiene por gran pecador, un perseguidor de la Iglesia de Cristo, un miserable bastardo, indigno del lugar que ocupa (I Tim.,

1, 13; I Con, XV, 8-9.). Mirad a San Agustín, a San Martín: entraban en el

templo temblando, tanta era la confusión que sentían al considerar su miseria espiritual.  Estas deberían ser nuestras disposiciones para ser agradables a Dios. Vemos que un  árbol, cuanto más cargado de fruto se halla, más inclina hacia el suelo sus ramas; así también nosotros, cuanto mayor sea el número de nuestras buenas obras,   más            profundamente            debemos           humillarnos, reconociéndonos indignos de que Dios se  sirva de tan vil instrumento para hacer el bien. Solamente por humildad podemos reconocer a un buen cristiano.

Más, me diréis, ¿de que manera podremos distinguir si un cristiano es humilde?

-Nada más fácil, según ahora vais a ver. Ante todo os digo que una persona verdaderamente  humilde  nunca  habla  de  sí  misma,  ni  en  bien  ni  en  mal; contentase con humillarse delante de Dios, que la conoce tal cual es. Sus ojos no atienden más que a su conducta propia, y gime siempre por reconocerse muy culpable; por otro lado, no deja de trabajar por hacerse cada vez más digna de Dios. Nunca la veréis emitir su juicio sobre la  conducta de los demás, nunca deja de formar buena opinión de todo el mundo. ¿Hay  alguien a quién sepa despreciar? A nadie más que a sí misma. Siempre echa a buena parte lo que hacen sus  hermanos, pues esta muy persuadida de que sólo ella es capaz de obrar el mal. De aquí viene que, si habla de su prójimo, es para elogiarlo; si no puede decir de los demás cosa buena, se calla; cuando la desprecian, piensa que en ello hacen los demás lo que deben, pues, después de haber ella despreciado a su Dios, bien merece ser despreciada de los hombres; si le tributan elogios, se ruboriza y huye, lamentándose de ver que en el día del juicio  final va a causar  una gran decepción a los que la creían persona de bien, cuando en realidad esta llena de pecados. Siente tanto horror de las alabanzas, cuanto los orgullosos aborrecen la humillación. Prefiere siempre para amigos a los que le dan a conocer sus defectos. Si se le ofrece la ocasión de favorecer a alguien, escogerá siempre como objeto de sus atenciones a quién le calumnió o le causo algún perjuicio.

Los orgullosos buscan siempre la compañía de quienes los adulan y tienen en algo; ella, por el contrario, se apartara de la lisonja para ir en busca de los que parecen tenerla en opinión desfavorable. Sus delicias consisten en hallarse sólo con su Dios, mostrarle sus miserias, y suplicarle que se apiade de ella. Ya esté sola, ya en compañía de otros, ningún cambio observaréis en sus oraciones, ni en su manera de obrar. Encaminando todas sus acciones solamente a agradar a Dios, nunca se preocupa de lo que podrán decir de ella los demás. Trabaja par agradar a  Dios, mientras que al mundo lo coloca debajo de sus plantas. Así piensan y obran los que poseen el preciado tesoro, de la humildad… Jesucristo parece no hacer distinción entre el sacramento del Bautismo, el de la Penitencia y la humildad. Nos dice que, sin el Bautismo, jamás entraremos en el reino de los cielos (Ioan., III, 5.); sin el de la Penitencia, después de hacer pecado, no cabe esperar el perdón, y en seguida nos dice también que sin la humildad no entraremos en el cielo (Matth., XVIII, 3.). Aunque estemos llenos de pecados, si somos humildes, tenemos la seguridad de alcanzar perdón; más sin la humildad, aunque  llevemos realizadas cuántas buenas obras nos sean posibles, no alcanzaremos la  salvación.  Ved un ejemplo que os mostrara esto perfectamente.

 Leemos en el libro de los Reyes (III Reg., XXI.) que el rey Acab era el más abominable de los soberanos que habían reinado hasta su tiempo; no creo que se pueda decir más de lo que de él dice el Espíritu Santo. Escuchad: «Era un rey dado a toda  suerte de  impurezas; echaba mano, sin discreción, de los bienes de sus súbditos; fue causa de que los israelitas se rebelasen contra su Dios; parecía un hombre vendido y comprometido a  realizar toda suerte de iniquidades: en una palabra, con sus crímenes dejó buenos a cuántos le habían precedido. Por todo lo cual, no pudiendo Dios soportar por más tiempo sus maldades, dispuesto a castigarle, llamo a su profeta Elías, ordenándole que se presentase al rey  para  darle a conocer los divinos propósitos: «Dile que los perros comerán sus carnes y se abrevaran en su sangre; descargaré sobre su cabeza toda mi cólera y toda mi venganza; nada omitiré para castigarle, hasta el punto de hacer llegar el exceso de mi  furor a los perros que se hayan alimentado de sus despojos». Fijaos aquí en cuatro cosas:

  1. ¿Se ha visto jamás hombre malvado cómo aquel?
  2. 2. ¿Se ha visto jamás que determinación tan clara de hacer perecer a un hombre, ciertamente merecedor de tal castigo?
  3. 3. ¿Se ha dado nunca orden tan precisa? «Todo ello, dijo el Señor, tendrá efecto en este lugar. »
  4. 4. ¿ Se ha visto nunca en la historia de un hombre condenado a un suplicio tan infame cual el que debía sufrir Acab, esto es, hacer que su cuerpo y su sangre sirviesen de pasto a los perros? ¿Quién podrá librarle de las manos de enemigo tan poderoso, el cual ha comenzado ya a ejecutar sus designios?

En  cuanto  el  profeta  terminó  su  mensaje,  Acab  comenzó  a  rasgar  sus vestiduras.  Escuchad  lo  que  le  dijo  el  Señor:  «Vamos,  ya  no  es  tiempo, comenzaste demasiado tarde; ahora me burlo de ti». Entonces ciñó a su cuerpo un áspero cilicio: ¿Crees tu, le dijo  el Señor, que esto me inspirará piedad y hará revocar mi decreto; ahora ayunas: debías haber ayunado de la sangre de tantas personas a quienes diste muerte. » Entonces el rey se arrojó al suelo y se cubrió de ceniza; cuando era preciso aparecer en publico, andaba  con la cabeza descubierta y los ojos fijos al suelo. «Profeta, dijo el Señor; has visto de que manera se ha humillado Acab; postrándose con la faz en tierra? Pues ve a decirle que, ya que se ha humillado, dejaré de castigarle; ya no descargaré sobre su cabeza los rayos de mi venganza que para el tenía preparados. Dile que  su  humildad  me  ha  conmovido,  ha  hecho  revocar  mis  órdenes  y  ha desarmado mi cólera» (III Reg., XXI).

Pues bien, ¿tenía razón al deciros que la humildad es la más hermosa, la más preciosa de todas las virtudes, que todo lo puede delante de Dios, que Dios no sabe denegar nada a sus instancias?

Poseyéndola, tenemos también todas las demás; pero, si nos falta, nada valen todas las demás. Terminemos, pues, diciendo que conoceremos si un cristiano es bueno por el desprecio que haga de si mismo y de sus obras, y por la buena

opinión que en todo momento le merezcan los hechos o los dichos del prójimo. Si  así  nos  portamos,  tengamos por  seguro  que  nuestro  corazón  gozara  de felicidad en esta vida, y después alcanzaremos la gloria del cielo…

Sermón sobre el orgullo I/II

“Yo no soy cómo los demás…”

(S. Lucas, XVIII, 11.)

San Juan Maria Vianney

Tal es el lenguaje ordinario de la falsa virtud y el de los orgullosos, quienes, siempre satisfechos de si mismos, estén en todo momento dispuestos a criticar y censurar el comportamiento de los demás. Tal es también la manera de hablar de los ricos, que miran a los pobres como si fuesen de una naturaleza distinta de la suya, y los tratan conforme a esta manera de pensar. En una palabra, esta es la manera de hablar de casi todo el mundo.  Son contados, hasta entre la gente de la más baja condición, los que no estén manchados con este maldito pecado, que no formen siempre buena opinión de si mismos, que no se coloquen en todo momento por encima de sus iguales, y no lleven su detestable orgullo hasta afirmarse en la creencia de que son ellos mejores que muchos otros. De todo lo cual  deduzco yo, que el orgullo es la fuente de todos los vicios y la causa de todos los males que acontecen y acontecerán hasta la consumación de los siglos. Llevamos hasta tal punto  nuestra ceguera, que muchas veces nos gloriamos de aquello que debería llenarnos de  confusión. Unos se muestran orgullosos porque creen tener mucho talento; otros,  porque  poseen algunos palmos de tierra o algún dinero; más todos éstos lo que debieran  hacer es temblar ante la terrible cuenta que Dios les pedirá algún día. Cuántos hay que necesitan hacer esta oración que San Agustín dirigía a Dios Nuestro Señor:

«Dios mío, haced que conozca lo que soy, y nada más necesito para llenarme de confusión y desprecio» (Noverim me, ut oderim me). Voy, pues, ahora a mostraros:

1.° Hasta que punto el orgullo nos ciega y nos hace odiosos a los ojos de Dios y de los hombres;

2.° De cuántas maneras lo cometemos; y

3.° Lo que debemos practicar para corregirnos.

  1. Para daros una idea de la gravedad de ese maldito pecado, sería preciso que Dios me permitiese  ir  a  arrancar  a  Lucifer  del  fondo  de  los  abismos,  y arrastrarle aquí, hasta este lugar que ocupo, para que el mismo os pintase los horrores de ese crimen, mostrándoos los bienes que le ha arrebatado, es decir el cielo, y los males que le ha  causado, que no son otros que las penas del infierno.

¡Ay! ¡Por un pecado que tal vez durara un solo momento, un castigo que durará toda una eternidad! Y lo más terrible de ese pecado es que, cuanto más domina al  hombre,  menos  culpable  se  cree  éste  del  mismo.  En  efecto,  jamás  el orgulloso querrá convencerse  de  que lo es, ni jamás reconocerá que no anda bien: todo cuanto hace y todo cuanto  desea, esta bien hecho y bien dicho.

¿Queréis haceros cargo de la gravedad de ese pecado? Mirad lo que ha hecho Dios para  expiarlo. ¿Por qué causa quiso nacer de padres pobres, vivir en la oscuridad, aparecer en el mundo no ya en medio de gente de mediana condición, sino como una persona de la más ínfima categoría? Pues porque veía que ese pecado había  de  tal  manera  ultrajado  a  su  Padre,  que  solamente Él  podía expiarlo rebajándose al estado más humillante y más despreciable, cual es el de la pobreza; pues no hay como no poseer nada para ser despreciado de unos y rechazados de otros.

Mirad cuan grandes sean los males que ese pecado ocasionó. Sin él, no habría infierno. Sin dicho pecado, Adán estaría aún en el paraíso terrenal, y nosotros todos, felices, sin enfermedades ni miseria alguna de esas que a cada momento nos agobian; no habría muerte; no estaríamos sujetos a aquel juicio que hace temblar  a  los  santos;  Ningún  temor  deberíamos  tener  de  una  eternidad desgraciada; el cielo nos estaría asegurado. Felices en este mundo, y aun más felices en el otro, pasaríamos nuestra vida bendiciendo la grandeza y la bondad de nuestro Dios, y después subiríamos en cuerpo y alma a continuar tan dichosa ocupación en el cielo. ¿Que digo?, ¡sin ese maldito pecado, Jesús no habría muerto!. ¡Cuántos tormentos se habrían evitado a nuestro divino Salvador! …

Pero, me diréis, ¿por que ese pecado ha causado peores daños que nosotros?

¿Por qué? Oíd la razón. Si Lucifer y los demás Ángeles malos no hubiesen caído en el  pecado de orgullo, no  existirían demonios, y,  por consiguiente, nadie habría  tentado  a  nuestros  primeros  padres,  y así  ellos  hubieran  tenido  la suerte de perseverar. No  ignoro que todos los pecados ofenden a Dios, que todos los pecados mortales merecen eterno castigo; el avaro, que sólo piensa en atesorar riquezas, dispuesto a sacrificar la salud, la fama y hasta la misma vida para acumular dinero, con la esperanza de proveer a su porvenir, ofende sin duda a la providencia de Dios, el cual nos tiene prometido que,  si nos ocupamos en servirle y amarle, Él cuidará de nosotros. El que se entrega a los excesos de la bebida hasta perder la razón, y se rebaja a un nivel inferior al de los brutos, ultraja también gravemente a Dios, que le dio los bienes para usar rectamente de ellos consagrando sus energías y su vida a servirle. El vengativo que se venga de las injurias recibidas, desprecia cruelmente a Jesucristo, que, hace ya tantos meses o quizás tantos años, le soporta sobre la tierra, y aún más, le provee de cuanto necesita, cuando sólo merecería ser precipitado a las llamas del infierno. El impúdico, al revolcarse en el fango de sus pasiones, se coloca en un nivel inferior a las  más inmundas bestias, pierde su alma y da muerte  a  su  Dios;  convierte  el  templo  del  Espíritu  Santo  en  templo  de demonios,        hace       de         los        miembros         de       Cristo, miembros         de          una        infame prostitución; de hermano del Hijo de Dios, se convierte, no ya en hermano de los demonios, sino en esclavo de Satán. Todo esto son crímenes respecto a los cuales  faltan  palabras  que  expresen  los  horrores  y  la  magnitud  de  los tormentos que merecen. Pues bien, yo os digo que todos estos pecados distan tanto del orgullo, en cuanto al ultraje que infieren a Dios como el cielo dista de la tierra: nada más fácil de comprender. Al cometer los demás pecados, o bien quebrantamos los preceptos de Dios, o bien despreciamos sus beneficios; o, si queréis, convertimos en inútiles los trabajos, los sufrimientos y la muerte de Jesús. Más el orgullo hace como un súbdito que, no contento con despreciar y hollar debajo de sus plantas las leyes y las ordenanzas de sus soberano, lleva su furor hasta el intento de hundirle un puñal en el pecho, arrancarle del trono, hollarle debajo de sus pies y ponerse en su lugar. ¿Puede  concebirse mayor atrocidad?  Pues  bien,  esto  es  lo  que hace  la persona  que halla  motivo  de vanidad en los éxitos alcanzados con sus palabras u obras. ¡Oh, Dios mío!, ¡cuan grande es el número de esos infelices!

Oíd lo que nos dice el Espíritu Santo hablando del orgullo: «Será aborrecido de Dios y de  los hombres, pues el Señor detesta al orgulloso y al soberbio». El mismo Jesucristo nos dice «que daba gracias a su Padre por haber ocultado sus secretos  a  los  orgullosos»  (Matth.,  XI,  25.).  En  efecto,  si  recorremos  la Sagrada Escritura, veremos que los males con que Dios aflige a los orgullosos son tan horribles y frecuentes que parece  agotar su furor y su poder en castigarlos, así cómo podemos observar también el especial placer con que Dios se complace en humillar a los soberbios a medida que ellos procuran elevarse. Acontece igualmente muchas veces ver al orgulloso caído en algún vergonzoso vicio que le llena de deshonra a los ojos del mundo.

Hallamos un caso ejemplar en la persona de Nabucodonosor el Grande. Era aquel  príncipe  tan  orgulloso,  tenía  tan  elevada  opinión  de  si  mismo,  que pretendía ser  considerado como Dios (Iudit, III, 13.)        Cuando más henchido estaba con su grandeza y poderío, de repente oyó una voz de lo alto diciéndole que el Señor estaba cansado de su orgullo, y que, para darle a conocer que hay un Dios,  Señor y dueño de los reinos terrenos, le sería quitado su reino y entregado a otro; que sería arrojado de la compañía de los hombres, para ir a habitar junto a las bestial  feroces,  donde comería hierbas y raíces cual una bestia de carga. Al momento Dios le trastorno de tal manera el cerebro, que se imaginó ser una bestia, huyó a la selva y allí llegó a conocer su pequeñez (Dan., IV,  27-34.).  Ved  los  castigos  que  Dios  envió  a  Core,  Dathán,  Abirón  y  a doscientos judíos notables. Estos, llenos de orgullo, dijeron a Moisés y a Aarón:

«¿Y por que no hemos de tener también nosotros el honor de ofrecer al Señor el incienso cual vosotros lo hacéis?» El Señor mandó a Moisés y a Aarón que todos se retirasen de  ellos y de sus casas, pues quería castigarlos. Apenas estuvieron separados, abrióse la tierra debajo de sus pies y se hundieron vivos en el infierno (Num., XVI.). Mirad a Herodes, el que hizo dar muerte a Santiago y  encarceló  a  San  Pablo.  Era  tan  orgulloso,  que  un  día,  vestido  con  su indumentaria real y sentado en su trono, habló con tanta elocuencia al pueblo, que hubo quién llegó a decir: «No, éste que habla no es un hombre, sino un dios». AL instante, un Ángel le hirió con una tan horrible enfermedad, que los gusanos se cebaban en su cuerpo vivo, y murió como un miserable. Quiso ser tenido por dios, y fue  comido por los viles insectos (Act., XII, 21-23.). Ved también a Amán, aquel, soberbio famoso, que había decretado que todo súbdito debía doblar la rodilla delante de él. Irritado y enfurecido porque Mardoqueo menospreciaba sus órdenes, hizo levantar una  horca para darle muerte; pero Dios, que aborrece a los orgullosos, permitió que aquella horca sirviese para el mismo Amán (Esther, VII, 10)…

En  todos  partes  y  en  todos  tiempos  hallamos  ejemplos  de  cómo  Dios  se complace   en   confundir  a  los  soberbios.  Y  no  solamente  el  orgulloso  es aborrecible a los ojos  de Dios, sino que también resulta insoportable a los hombres. ¿Por qué causa?, me  preguntaréis. – Pues porque no puede avenirse con nadie: unas veces quiere elevarse por encima de sus iguales, otras quiere igualarse con los que están sobre él, de manera que nunca puede estar en paz con nadie. Así es que los orgullosos están siempre en controversia con alguien, por lo cual todo el mundo los odia, huye de ellos y los desprecia. No hay pecado que produzca un cambio tan radical en el que lo comete cómo el orgullo; por él, un Ángel, la criatura más hermosa, se convirtió en el más horrible demonio, y entre los hombres, a un hijo de Dios lo convierte en esclavo de Satán

  1. II. Muy horrible es ese pecado, me diréis; preciso es que quién lo comete no conozca ni los bienes que pierde, ni los males que atrae sobre sí, ni, finalmente, los ultrajes que infiere a Dios y a su alma. Mas ¿de que modo podremos saber que hemos caído en él? – ¿Cómo, amigo mío? Helo Aquí. Podemos muy bien decir que este pecado se halla en todas partes, acompaña al hombre en todo cuanto dice o hace: viene a ser como una especie de condimento que en todas partes entra. Escuchadme un momento y lo vais a ver. Jesucristo nos presenta un ejemplo en el Evangelio, al hablarnos de aquel fariseo que fue al templo a hacer su oración, permaneciendo de pie ante todo el mundo y diciendo en alta  voz:

«Os doy gracias, Señor, porque no soy cómo los demás lleno de pecados; empleo mi vida haciendo el bien y procurando agradaros». Aquí tenéis el verdadero carácter  del  orgulloso:  en vez de dar gracias a Dios  por  haberse dignado servirse de él para el bien, mira a todo aquello como si procediese de sí propio y no de Dios. Entremos a examinar esto con más detención y veremos como casi nadie escapa a las redes del orgullo. Así los  viejos como los jóvenes, así los pobres como los ricos, todos se alaban y glorían de lo  que son y de lo que hicieron, o mejor, de lo que no son y de lo que no hicieron. Todos se aplauden y gustan de ser aplaudidos; todos corren de una parte a otra mendigando las alabanzas de los hombres, y cada uno trabaja por atraerse a los demás a su partido. Así pasa la vida la mayor parte de la gente. La puerta por la, cual el orgullo  entra  más  copiosamente  son  las  riquezas.  En  cuanto  una  persona aumenta sus bienes, la veréis va mudar de vida; hace lo que decía Jesucristo de los fariseos: «Esas gentes gustan de que les llamen maestros, de que todo el mundo  las  salude;  siempre  aspiran  a  los  primeros  puestos;  se  presentan ricamente  vestida»  (Matth.,  XXIII.);  abandonan  ya  su  primitivo  aire  de sencillez;  si  los  saludáis,  ni  se  dignaran  quitarse  el  sombrero,  apenas  si inclinarán  un  poco  la  cabeza;  andan  con  la  cabeza  erguida,  ponen  especial cuidado en escoger las más bellas palabras, cuya significación muchas veces ignoran,  pero  se complacen en repetirlas. Aquí hallaréis a un hombre que os llenará la cabeza dándoos cuenta de las herencias que le han tocado para hacer ostentación de la importancia de su fortuna. Toda su preocupación está en que le alaben y le tengan en mucho. ¿Se ha  visto coronada por el éxito alguna empresa suya?, pues le falta tiempo para darlo a  conocer, a fin de hacer ostentación de su saber. ¿Ha dicho algo digno de aplauso?, no  cesa ya de repetirlo a cuántos le quieren escuchar, hasta fastidiarlos y dar pie a que se burlen de su fatuidad. ¿Ha realizado, por ventura, algún viaje? preparaos, pues, a oír cien veces sus narraciones, hinchadas y exageradas, hablando de lo que vio y de lo que no vio con tanta desaprensión que llega a inspirar lástima a los que le escuchan.

Los pobres orgullosos piensan que de esta manera lograrán ser tenidos por personas de talento, mas lo que ocurre es que en la intimidad todo el mundo los desprecia. Ante las bravatas de cierta gente, una persona seria no sabe abstenerse de formular para sus adentros este o parecido juicio: ¡he Aquí un soberbio; el pobre piensa ser creído en todo cuanto afirma!…

Ved a un artesano contemplando la obra de otro; hallará en ella mil defectos y dirá: ¿que  le  vamos a hacer? ¡Su capacidad no da más de sí! Pero, como el orgulloso no rebaja nunca a los demás sin elevarse a sí mismo, entonces, a renglón seguido, os hablará de tal o cual obra por él realizada, diciéndoos que ha llamado la atención de los inteligentes, que se ha hablado mucho de ella… El orgulloso,  al  toparse  con  varias  personas  reunidas,  generalmente  cree  que hablan de él ya en bien ya en mal.

¿Se trata de una joven agraciada, o que tal cree ser? La veréis andar con un aire de afectación, con una vanidad cual de princesa. ¿Está bien provista de vestidos y adornos? Pues con el mayor disimulo dejará muchas veces su ropero abierto para que se enteren de ello los que frecuentan su casa.

Quién se enorgullece de su hogar y de sus bestias; Quién de saber confesarse, de saber  orar bien, de presentarse con mayor modestia en el templo. Una madre se enorgullecerá de sus hijos; un labrador, de tener las tierras mejor cultivadas que otros a quienes critica y se envanecerá de su saber. Un joven petimetre lleva con ostentación  una  gran cadena en el chaleco; pero, si se le pregunta que hora es, no puede decirlo porque no tiene reloj; otro, que lo lleva, a cada momento habla de si es tarde o temprano, para tener ocasión de lucirlo ante los demás. Si es un jugador, tomará en su mano todo lo que tiene o hasta lo que pidió prestado, para dar a entender que no le importa perder unos pesos.

¡Y cuántos hay que, para asistir a una partida de placer, tienen que pedir prestado no sólo el dinero sino también el vestido!

¿Es una persona que entra por primera vez en relaciones con una familia donde no era conocida? En seguida la oiréis dar grandes explicaciones acerca de su abolengo, sus bienes, su talento, y todo cuanto puede contribuir a que formen de ella un elevado  concepto.  Nada más ridículo, nada más tonto que estar siempre dispuesto a hablar de lo que se ha hecho, de lo que se ha dicho. Oíd a un padre de familia, cuando sus hijos se  hallan en estado de poder contraer matrimonio. En cuanto se le ofrece ocasión, habla de esta manera, para que le oiga todo el mundo: «Tengo prestados tantos miles de pesos, mis tierras rinden tanto»; más pedidle tan sólo un real para los pobres, y os contestara que no tiene nada. Un sastre o una modista habrán acertado en la confección de un traje o un vestido; si se ofrece la ocasión de ver pasar a la persona que lo lleva y alguien alaba el vestido y quiere saber su autor, pronto responden : «¡Mirad bien, es obra mía!». ¿Por qué hablan? Pues para dar a conocer su habilidad. Si no hubiesen acertado, y los comentarios fuesen desfavorables, se guardarían muy bien de abrir la  boca por temor a la humillación. Y no hablemos de las mujeres en lo concerniente a las cosas del hogar… Mas he de advertiros que este pecado debe ser aún más temido entre las personas que parecen profesar una gran piedad. He Aquí un ejemplo (Orígenes… Pastor apostólico, tomo 1, p.261. (Nota del Santo)).

La Eucaristía resume todas las maravillas que Dios realizó por nuestra salvación

Homilía, Misa de clausura del XVII Congreso Eucarístico Internacional, domingo 25 de junio del 2000

San Juan Pablo II

1. «Tomad, esto es mi cuerpo (…); esta es mi sangre» (Mc14, 22-23). Las palabras que pronunció Jesús durante la última Cena resuenan hoy en nuestra asamblea, mientras nos disponemos a clausurar el Congreso eucarístico internacional. Resuenan con singular intensidad, como una renovada consigna: «¡Tomad!».

Cristo nos confía su Cuerpo entregado a su Sangre derramada. Nos los confía como hizo con los Apóstoles en el Cenáculo, antes de su supremo sacrificio en el Gólgota. Pedro y los demás comensales acogieron estas palabras con asombro y profunda emoción. Pero ¿podían comprender entonces cuán lejos los llevarían?

Se cumplía en aquel momento la promesa que Jesús había hecho en la sinagoga de Cafarnaúm:«Yo soy el pan de vida,(…) El pan que yo daré es mi carne, para la vida del mundo» (Jn 6, 48.51). La promesa se cumplía en víspera de la pasión, en la que Cristo se entregaría a sí mismo por la salvación de la humanidad.

2. «Esta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por muchos» (Mc 14,24). En el Cenáculo Jesús habla de alianza. Es un término que los Apóstoles comprenden fácilmente, porque pertenecen al pueblo con el que Yahveh, como nos narra la primera lectura, había sellado la antigua alianza, durante el éxodo de Egipto (cf. Ex 19-24). Tienen muy presentes en su memoria el monte Sinaí y Moisés, que había bajado de ese monte llevando la Ley divina grabada en dos tablas de piedra.

No han olvidado que Moisés, después de haber tomado el «libro de la alianza», lo había leído en voz alta y el pueblo había aceptado, respondiendo: «Obedeceremos y haremos todo cuanto ha dicho el Señor» (Ex 24, 7). Así, se había establecido un pacto entre Dios y su pueblo, sellado con la sangre de animales inmolados en sacrificio. Por eso Moisés había rociado al pueblo diciendo: «Esta es la sangre de la alianza que el Señor ha hecho con vosotros, según todas estas palabras» (Ex 24,8).

Así pues, los Apóstoles comprendieron bien la referencia a la antigua alianza. Pero ¿qué comprendieron de la nueva? Seguramente muy poco. Deberá bajar el Espíritu santo a abrirles la mente. Sólo entonces comprenderán el sentido pleno de las palabras de Jesús. Comprenderán y se alegrarán.

Se percibe claramente un eco de esa alegría en las palabras de la carta a los Hebreos que acabamos de proclamar:«Si la sangre de machos cabríos y de toros y la ceniza de vaca santifica con su aspersión a los contaminados, en orden a la purificación de la carne, ¡cuánto más la sangre de Cristo!» (Hb 9,13-14). Y el autor de la carta concluye: «Por eso Cristo es mediador de una nueva alianza; para que (…) los que han sido llamados reciban la herencia eterna prometida» (Hb 9, 15).

3.- «Este es el cáliz de mi sangre». La tarde del Jueves Santo, los Apóstoles les llegaron hasta el umbral del gran misterio. Cuando, terminada la cena, salieron con él hacia el huerto de los Olivos, no podían saber aún que las palabras que había pronunciado sobre el pan y el cáliz se cumplirían dramáticamente al día siguiente, en la hora de la cruz. Quizá ni siquiera en el día tremendo y glorioso que la Iglesia llama feria sexta in parasceve -el Viernes santo-, se dieron cuenta de que lo que Jesús les había transmitido bajo las especies del pan y del vino contenía la realidad pascual.

En el evangelio de San Lucas hay un pasaje iluminador. Hablando de los dos discípulos de Emaús, el evangelista describe su desilusión: «Nosotros esperábamos que sería él el que iba a librar a Israel»(Lc 24, 21). Este debió de ser también el sentimiento de los demás discípulos, antes de su encuentro con Cristo resucitado. Sólo después de la resurrección comenzaron a comprender que en la pascua de Cristo se había realizado la redención del hombre. El Espíritu Santo los guiaría luego a la verdad completa, revelándoles que el Crucificado había entregado su cuerpo y había derramado su sangre como sacrificio de expiación por los pecados de los hombres, por los pecados de todo el mundo (cf. 1 Jn 2, 2).

También el autor de la carta a los Hebreos nos ofrece una clara síntesis del misterio:«Cristo(…) penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna» (Hb 9, 11-12)

4. Hoy reafirmamos esta verdad en la Statio orbis de este Congreso eucarístico internacional, mientras, obedeciendo al mandato de Cristo, volvemos a hacer «en conmemoración suya» cuanto él realizó en el Cenáculo la víspera de su pasión.

«Tomad, esto es mi cuerpo(….) Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos» (Mc 14, 22, 24). Desde esta plaza queremos repetir a los hombres y a las mujeres del tercer milenio este anuncio extraordinario; el Hijo de Dios se hizo hombre por nosotros y se entregó en sacrificio por nuestra salvación. Nos da su cuerpo y su sangre como alimento para una vida nueva, una vida divina, ya no sometida a la muerte.

Con emoción recibamos nuevamente este don de manos de Cristo, para que, por medio de nosotros, llegue a todas las familias y a todas las ciudades, a los lugares del dolor y a los centros de la esperanza de nuestro tiempo. La Eucaristía es don infinito de amor; bajo los signos del pan y del vino reconocemos y adoramos el sacrifico único y perfecto de Cristo, ofrecido por nuestra salvación y por la de toda la humanidad. La Eucaristía es realmente «el misterio que resume todas las maravillas que Dios realizó por nuestra salvación» (cf.santo Tomás de Aquino, De sacr. Euch., cap.1)

En el Cenáculo nació y renace continuamente la fe eucarística de la Iglesia. Al terminar el Congreso eucarístico queremos volver espiritualmente a los orígenes, a la hora del Cenáculo y del Gólgota, para dar gracias por el don de la Eucaristía, don inestimable que Cristo nos ha dejado, don del que vive la Iglesia.

5. Dentro de poco concluirá nuestra asamblea litúrgica, enriquecida con la presencia de fieles procedentes de todo el mundo, y que es más sugestiva aún gracias a este extraordinario adorno floral. A todos os saludo con afecto y os doy las gracias de corazón.

Salgamos de este encuentro fortalecidos en nuestro compromiso apostólico y misionero. Qué la participación en la Eucaristía os lleve a ser pacientes en la prueba a vosotros, enfermos, fieles en el amor a vosotros, esposos; perseverantes en los santos propósitos a vosotros, consagrados; fuertes y generosos a vosotros, queridos niños de primera comunión, y, sobre todo, a vosotros, queridos jóvenes, que os disponéis a asumir personalmente la responsabilidad del futuro. Desde esta Statio orbis mis pensamiento va ahora a la solemne celebración eucarística con la que se concluirá la Jornada mundial de la juventud. A vosotros, jóvenes de Roma, de Italia y del mundo, os digo: preparaos esmeradamente para ese encuentro internacional de la juventud, en el que se os llamará a confrontaros con los desafíos del nuevo milenio.

6. Y Tú, Cristo, nuestro Señor, que «con este sacramento alimentas y santificas a tus fieles, para que una misma fe ilumine y un mismo amor congregue a todos los hombres que habitan un mismo mundo» (Prefacio II de la Santísima Eucaristía), haz que tu Iglesia, que celebra el misterio de tu presencia salvadora, sea cada vez más firme y compacta.

Infunde tu Espíritu en cuantos se acercan a la sagrada mesa, y dales mayor audacia para testimoniar el mandamiento de tu amor, a fin de que el mundo crea en ti, que un día dijiste: «Yo soy el pan vivo, bajado del cielo. Si uno come de este pan, vivirá para siempre» (Jn 6,51)

Tú, Señor Jesucristo, Hijo de la Virgen María, eres el único Salvador del hombre, «ayer, hoy y siempre».

Monjes contemplativos del Instituto del Verbo Encarnado