Sobre la “muerte y soledad” del monje

“Porque habéis muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios”

Colosenses 3,3

P. Jason Jorquera M.

“Toda la vida de los religiosos debe orde­narse a la contemplación[1]

como elemento constitutivo de la perfección cristiana;

sin embargo, “…es necesario que algunos fieles expresen

esta nota contemplativa de la Iglesia viviendo de modo peculiar,

recogiéndose realmente en la soledad…”[2].

Ésta ha sido la misión de los monjes,

quienes fueron y siguen siendo testigos de lo trascendente,

pues proclaman con su vocación y género de vida

que Dios es todo y que debe ser todo en todos[3].”

Directorio de Vida Contemplativa

 

São Bruno (3)     La vida contemplativa, al igual que cualquier otro estado de consagración, siempre guardará un aspecto de misterio. Y es que nunca se podrá explicar totalmente con palabras humanas aquel binomio divino-humano entre el “llamado de Dios” y el correspondiente “sí” de un alma a este estilo de vida del todo particular, cuya riqueza absoluta ha de ser el mismo Dios, a quien el monje dedica toda su existencia como “adelantándose” a la contemplación perenne del Paraíso, aunque con las necesarias cruces de nuestra actual condición de viadores, las cuales abraza por amor al Crucificado que ha decidido seguir de cerca.

     Cuando hablamos de vida monástica, necesariamente hablamos de oración, pero también de silencio, soledad y muerte, todo lo cual tiene un profundo sentido espiritual que va como marcando el ritmo mismo de la oración, a la vez que de ella se nutre para poder profundizar más aun su unión con el Creador. Me explico: para rezar se necesita del silencio, exterior en lo posible pero siempre buscando el imprescindible silencio interior que permitirá al alma oír mejor la voz del Todopoderoso que la invita a dialogar con Él; y lo mismo se diga respecto a la soledad, entendida como apartamiento de las disipaciones para tratar a solas con Dios, la cual también contribuye y se beneficia de la oración. Y finalmente la muerte, pero ¿qué muerte?, pues –llamémosla así- una “muerte vívida”, es decir, activa, batalladora; en lenguaje espiritual un continuo morir a sí mismo, al egoísmo, al amor propio, a los defectos, al pecado, etc., la cual es una condición necesaria para progresar en la contemplación de Dios.

          Entonces, morir al mundo para vivir en soledad con Dios ha de ser la impronta característica del monje, que quiere imitar al Cristo orante, modelo perfecto del contemplativo; y que busca identificarse con las palabras que escribiera el apóstol de los gentiles: “Porque habéis muerto, y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios.”

Porque habéis muerto…

          galeria-1No hablamos aquí, obviamente, de la separación del alma y el cuerpo, sino de una nueva y amorosa disposición del corazón de quien se consagra a Dios en la vida monástica para dar origen a un “nuevo existir”, es decir, como a un nuevo ser transformado a la luz de la gracia divina, fruto de la constante renuncia a sí mismo que ha de regir toda la ascesis del monje. Porque la renuncia –que es este “morir constante”- implica el ineludible combate por sepultar al hombre viejo, al del mundo, para que el hombre nuevo -el que tiene sed de estar a solas con su Creador para contemplarlo e interceder ante Él por la humanidad entera-, pueda comenzar a vivir libre de las ataduras de este mundo, del cual ha huido considerándose como muerto para él y refugiarse así sólo en Dios. Y esta es la razón de que la vida contemplativa sea equiparada a la  muerte gloriosa que implica el martirio: “Los mártires nacen al morir, su fin significa el principio; al matarlos se les dio la vida, y ahora brillan en el cielo, cuando se pensaba haberlos suprimido en la tierra”[4]. De la misma manera el monje, que renunció a su vida en el mundo para consagrarse a Dios, vive en sí mismo una especie de martirio que le anticipa la gloria reservada a los que dieron la propia sangre en valiente testimonio del Cordero de Dios que vino a ofrecer primero su vida por los pecadores; con la esperanza de alcanzar mediante esta entrega exclusiva la vida perenne prometida a aquellos que lo dejaron todo por seguir al Salvador de cerca, animados por la confianza inquebrantable de la que hablaba san Basilio cuando decía que “…el único motivo de esperanza consiste en hacer morir todo lo tuyo y buscar la vida futura en Cristo”[5]; y aplicándose, a la vez, las exhortativas palabras de san Pablo: “…porque si viviereis según la carne, moriréis; mas si con el espíritu hacéis morir las obras o pasiones de la carne, viviréis, siendo cierto que los que se rigen por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios.”[6]

          Obviamente que el “morir al espíritu del mundo” para dejarse guiar por el Espíritu de Dios[7] no implica la ausencia de las tentaciones, de las dificultades, en definitiva de la cruz; ya que la ascesis del monje es un trabajo de toda la vida, puesto que  dondequiera que vaya llevará siempre consigo su naturaleza herida por el pecado (como cualquier otro hombre), pero gracias a su muerte-renuncia mucho más radical al espíritu mundano, se arroga para sí el premio de “la parte mejor” que eligió María y que al igual que ella no le ha de ser quitada[8], porque a imitación de su arquetipo sublime, Jesucristo, ha elegido libremente entregar a Dios su vida para servirlo en la rica soledad del monasterio: “Nadie me la quita (la vida); yo la doy voluntariamente” (Jn 10,18). Y esa es justamente la actitud de todo consagrado (y en este caso del monje), “hacerse ofrenda”, darse libremente en servicio de aquel que lo amó primero[9] para dedicarse a contemplarlo y buscar configurarse con aquel Hijo amado orante que pasaba las noches en profunda intimidad con el Altísimo[10]; aquel Cristo de Getsemaní que pese a sus tormentos rogaba al Padre que se realizara en Él su voluntad[11]; aquel  Jesús de Nazaret que permaneció 30 años en el arcano silencio de la casa de José y María preparando la misión que su Padre del cielo le había encomendado; en fin, aquel Mesías y Cordero de Dios que en su infinita misericordia decidió quedarse con los hombres después de su bendita ascensión, hecho sacramento en el silencio del sagrario.

          El monje además ha muerto al mundo buscando frutos para el cielo, porque si el grano de trigo muere  (entonces, y sólo entonces) da mucho fruto[12]; y lo hace porque su muerte es voluntaria, es decir, aceptada al momento decirle “sí” al llamado de Dios.

El contemplativo vive, en definitiva, “una vida que es muerte y una muerte que da vida”, pues la ha puesto totalmente en manos de Aquel que lo llamó, tal como afirma nuestro Directorio: “Su finalidad será vivir sólo para Dios: éste es el enérgico resumen que proclama todo el deseo que Dios puso en el corazón de cada monje…”[13].

… y vuestra vida está oculta con Cristo en Dios

San Bruno (2)      Vivir “escondido junto a Dios”, quiere decir apartado del mundo para dedicarse a estar en lo posible -como hemos dicho antes-, a solas con Él; es decir, refugiado en la oración porque nada puede hacerse sin la vida de oración. Un alma no puede llegar a la cima de la santidad si no ora. Dios no puede penetrar en el alma, si nosotros no tratamos de buscarlo (San Alberto Hurtado). Y el contemplativo ha de buscarlo durante toda su vida, siguiendo aquello de Dom Columba Marmion: “Buscar a Dios es permanecer unidos a Él por la fe, adherirnos a Él como objeto de nuestro amor. Ahora bien: es evidente que esta unión admite una variedad infinita de grados. Dios está presente en todas partes dice san Ambrosio, pero está más próximo a aquellos que le aman, estando en cambio alejado de aquellos que no le sirven.

     Cuando ya hemos encontrado a Dios podemos continuar aun buscándole, es decir, podemos buscarle más intensamente, acercarnos a Él por una fe más ardiente, por una caridad más exquisita, por una fidelidad más exacta en el cumplimiento de su voluntad: he aquí por qué podemos y debemos siempre buscar a Dios, hasta tanto que nos sea dado contemplarlo de una manera inamisible en todo el esplendor de su majestad, rodeado de luz eterna. Si no alcanzamos este fin, arrastraremos una vida inútil.”[14]

     Cuando dos personas que se aman están a solas experimentan gran alegría y deseos de permanecer juntos; es lo que pasa con los amigos, los esposos o los hermanos: quieren estar con aquel que aman y el sólo hecho de hacerlo les alegra el corazón. En el contemplativo esta dicha tiene que ser siempre sobrenatural: pese a las arideces, pese a las dificultades, pese a nuestras limitaciones Dios siempre está con nosotros; ¿cómo va a abandonar a quien lo dejó todo para estar con Él? Y más aún, este “estar con Dios” se va realizando en el alma misma, que es el lugar de encuentro con Aquel que suscitó en el monje el deseo de estar oculto con Él para buscar su gloria mediante la vida de oración y ocupar en la santa Iglesia el lugar que le corresponde según una divina disposición de lo alto: interceder por ella mediante oraciones y sacrificios. “El alma que le quiere encontrar ha de salir de todas las cosas con la afición y la voluntad, y entrar dentro de sí misma con sumo recogimiento. Las cosas han de ser para ella como si no existiesen. San Agustín habla con Dios en los Soliloquios y le dice: «No te hallaba, Señor, por fuera, porque mal te buscaba fuera, pues estabas dentro». Dios, pues, está escondido en el alma y ahí le ha de buscar con amor el buen contemplativo, diciendo: ¿A dónde te escondiste? ”.[15]

     El monje debe vivir oculto con Cristo en Dios, no porque quiera estar lejos de los hombres (pues su renuncia no es misantropía sino mayor deseo de Dios); no por estar harto del ruido, ni porque sea un egoísta que intenta tener a Dios sólo para sí, nada de eso; simplemente lo hace porque así lo exige su vocación, o mejor dicho, porque en esto consiste su vocación: “… No ya sólo vivir en presencia de Dios sino vi­vir para solo Dios, sin más inten­ción que Dios, “porque es más precioso delante de él y del alma un poquito de este puro amor y más provecho hace a la Iglesia, aunque parece que no hace nada, que todas esas obras (exteriores) juntas”[16]. Por tanto que todos los actos de su vida suban al Señor en suave olor de santidad, quemándose como el incienso en adora­ción al solo Santo, en acción de gracias por tanto bien reci­bi­do, “en todo amando y reconociendo.”[17][18]

La gran conclusión será, entonces, que la medida de la fidelidad del  monje a su vocación, será la de su muerte al mundo e intimidad de vida interior con Dios.

[1] Cf. Santo Tomás de Aquino, Contra impugnantes Dei cultum et re­ligionem, cap. II, n 20,Ed. Marietti, Turín, 1972, p. 11.

[2] VS, 1.

[3] Cf. 1 Cor 15,28.

[4] San Pedro Crisólogo, sermón 108

[5] San Basilio, Homilía 20

[6] Rom 8,13-14

[7] Cfr. 1 Cor 2,12; Rom 8,1,; 2Cor 4,4; 1 Jn 4,5; etc.

[8] Cfr. Lc 10, 38-42

[9] Referencia a 1Jn 4,19

[10] Cfr. Lc 5,16

[11] Cfr. Mt. 26,36-46; Mc 14,32-42

[12] Jn 12,24

[13] Directorio de vida contemplativa, nº10

[14] Dom Columba Marmion, Jesucristo ideal del monje

[15] San Juan de la Cruz, Cántico espiritual, I, 6).

[16] San Juan de la Cruz, Cántico, 29, 1.

[17] EE [233]: “Interno conocimiento de todo bien recibido, para que enteramente reconociendo yo pueda amar y servir en todo a su Divina Majestad”.

[18] Directorio de Vida Contemplativa nº9

4 comentarios en “Sobre la “muerte y soledad” del monje”

  1. Gracias Dios,Padre Bueno, por las vocaciones monásticas!!
    Y a Uds, queridos monjes, gracias por morir cada día,para dar vida.
    Un gran abrazo de tutti la fia

  2. Gracias,Señor, por dichas vocaciones!Qué María Virgen los proteja y nos ayude a todos a perseverar en Su Santo Servicio.

  3. Gracias Dios mío, por permitir que mi Familia los haya conocido desde el Santuario de la Virgen de Chapi,Arequipa y luego en el Monasterio Santa Rita de Cascia,San Rafael,Argentina,
    Y cómo van creciendo por el mundo entero nos motiva a seguir queriéndolos,respetándolos por la obra en silencio y profunda Fe católica con olor a santidad.
    Hoy sabemos donde y que estáis haciendo y nuestro sueño es estar en Séforis, en el Pueyo y seguir “respirando “ el carisma del IVE.
    Dios nos los cuide y proteja, hacemos lo propio en la Cuaresma que vivimos y sentimos como buenos hijos de Dios.

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