Homilía de san Juan Pablo II,
Domingo, 19 de octubre de 1997
1. “Los pueblos caminarán a tu luz” (Is 60, 3). En estas palabras del profeta Isaías resuena, como ardiente espera y luminosa esperanza, el eco de la Epifanía. Precisamente la relación con esa solemnidad nos permite comprender mejor el carácter misionero de este domingo. En efecto, la profecía de Isaías prolonga a la humanidad entera la perspectiva de la salvación, y así anticipa el gesto profético de los Magos de Oriente que, acudiendo a adorar al Niño divino nacido en Belén (cf. Mt 2, 1-12), anuncian e inauguran la adhesión de los pueblos al mensaje de Cristo. Todos los hombres están llamados a acoger en la fe el Evangelio que salva. La Iglesia ha sido enviada a todos los pueblos, a todas las tierras y culturas: “Id (…) y haced discípulos a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado” (Mt 28, 19-20). Estas palabras, pronunciadas por Cristo antes de subir al cielo, junto con la promesa, hecha a los Apóstoles y a sus sucesores, de que estaría con ellos hasta el fin del mundo (cf. Mt 28, 20), constituyen la esencia del mandato misionero: es Cristo mismo quien, en la persona de sus ministros, va ad gentes, hacia las gentes que no han recibido aún el anuncio de la fe.
2. Teresa Martín, carmelita descalza de Lisieux, deseaba ardientemente ser misionera. Y lo fue, hasta el punto de que pudo ser proclamada patrona de las misiones. Jesús mismo le mostró de qué modo podía vivir esa vocación: practicando en plenitud el mandamiento del amor, se introduciría en el corazón mismo de la misión de la Iglesia, sosteniendo con la fuerza misteriosa de la oración y de la comunión a los heraldos del Evangelio. Así, ella realizó lo que subrayó el concilio Vaticano II, cuando enseñó que la Iglesia, por su naturaleza, es misionera (cf. Ad gentes, 2). No sólo los que escogen la vida misionera, sino también todos los bautizados, de alguna manera, son enviados ad gentes. Por eso, he querido escoger este domingo misionero para proclamar Doctora de la Iglesia universal a santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz: una mujer, una joven y una contemplativa.
3. Todos percibimos, por consiguiente, que hoy se está realizando algo sorprendente. Santa Teresa de Lisieux no pudo acudir a universidades ni realizar estudios sistemáticos. Murió muy joven y, a pesar de ello, desde hoy tendrá el honor de ser Doctora de la Iglesia, un notable reconocimiento que la exalta en la estima de toda la comunidad cristiana más de lo que pudiera hacer un “título académico”. En efecto, cuando el Magisterio proclama a alguien Doctor de la Iglesia, desea señalar a todos los fieles, y de modo especial a los que prestan en la Iglesia el servicio fundamental de la predicación o realizan la delicada tarea de la investigación y la enseñanza de la teología, que la doctrina profesada y proclamada por una persona puede servir de punto de referencia, no sólo porque es acorde con la verdad revelada, sino también porque aporta nueva luz sobre los misterios de la fe, una comprensión más profunda del misterio de Cristo. El Concilio nos recordó que, con la asistencia del Espíritu Santo, crece continuamente en la Iglesia la comprensión del “depositum fidei”, y a ese proceso de crecimiento no sólo contribuyen el estudio rico de contemplación a que están llamados los teólogos y el magisterio de los pastores, dotados del “carisma cierto de la verdad”, sino también el “profundo conocimiento de las cosas espirituales” que se concede por la vía de la experiencia, con riqueza y diversidad de dones, a quienes se dejan guiar con docilidad por el Espíritu de Dios (cf. Dei Verbum. La Lumen gentium, por su parte, enseña que en los santos “nos habla Dios mismo” (n. 50). Por esta razón, con el fin de profundizar en los divinos misterios, que son siempre más grandes que nuestros pensamientos, se atribuye un valor especial a la experiencia espiritual de los santos, y no es casualidad que la Iglesia escoja únicamente entre ellos a las personas a quienes quiere otorgar el título de “Doctor”.
4. Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz es la más joven de los “Doctores de la Iglesia”, pero su ardiente itinerario espiritual manifiesta tal madurez, y las intuiciones de fe expresadas en sus escritos son tan vastas y profundas, que le merecen un lugar entre los grandes maestros del espíritu. En la carta apostólica que he escrito para esta ocasión, he señalado algunos aspectos destacados de su doctrina. Pero no puedo menos de recordar, en este momento, lo que se puede considerar el culmen, a la luz del relato del conmovedor descubrimiento que hizo de su vocación particular dentro de la Iglesia. “La caridad escribe me dio la clave de mi vocación. Comprendí que si la Iglesia tenía un cuerpo, compuesto por diferentes miembros, no le faltaba el más noble de todos: comprendí que la Iglesia tenía un corazón y que este corazón ardía de amor. Comprendí que sólo el Amor hacía actuar a los miembros de la Iglesia: que si el Amor se apagara, los apóstoles no anunciarían el Evangelio, los mártires no querrían derramar su sangre (…). Comprendí que el amor encerraba todas las vocaciones (…). Entonces, con alegría desbordante, exclamé: oh Jesús, Amor mío, (…) por fin he encontrado mi vocación. Mi vocación es el amor” (Ms B, 3 v). Es una página admirable, que basta por sí sola para ilustrar cómo se puede aplicar a santa Teresa el pasaje evangélico que acabamos de escuchar en la liturgia de la Palabra: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a los sabios e inteligentes, y se las has revelado a los pequeños” (Mt 11, 25).
5. Teresa de Lisieux no sólo captó y describió la profunda verdad del amor como centro y corazón de la Iglesia, sino que la vivió intensamente en su breve existencia. Precisamente esta convergencia entre la doctrina y la experiencia concreta, entre la verdad y la vida, entre la enseñanza y la práctica, resplandece con particular claridad en esta santa, convirtiéndola en un modelo atractivo especialmente para los jóvenes y para los que buscan el sentido auténtico de su vida. Frente al vacío espiritual de tantas palabras, Teresa presenta otra solución: la única Palabra de salvación que, comprendida y vivida en el silencio, se transforma en manantial de vida renovada. A una cultura racionalista y muy a menudo impregnada de materialismo práctico, ella contrapone con sencillez desarmante el “caminito” que, remitiendo a lo esencial, lleva al secreto de toda existencia: el amor divino que envuelve y penetra toda la historia humana. En una época, como la nuestra, marcada con gran frecuencia por la cultura de lo efímero y del hedonismo, esta nueva Doctora de la Iglesia se presenta dotada de singular eficacia para iluminar el espíritu y el corazón de quienes tienen sed de verdad y de amor.
6. Santa Teresa es proclamada Doctora de la Iglesia el día en que celebramos la Jornada mundial de las misiones. Ella abrigó un deseo ardiente de consagrarse al anuncio del Evangelio y hubiera querido coronar su testimonio con el sacrificio supremo del martirio (cf. Ms B, 3 r). Además, es conocido con cuánto empeño sostuvo el trabajo apostólico de los padres Maurice Bellière y Adolphe Roulland, misioneros respectivamente en África y China. En su impulso de amor por la evangelización, Teresa tenía un solo ideal, como ella misma afirma: “Lo que le pedimos es trabajar por su gloria, amarlo y hacerlo amar” (Carta 220). La senda que recorrió para llegar a este ideal de vida no fue la de las grandes empresas, reservadas a unos pocos, sino una senda que está al alcance de todos, el “caminito”, un camino de confianza y de abandono total a la gracia del Señor. No se ha de subestimar este camino, como si fuese menos exigente. En realidad es exigente, como lo es siempre el Evangelio. Pero es un camino impregnado del sentido de confiado abandono a la misericordia divina, que hace ligero incluso el compromiso espiritual más riguroso. Por este camino, en el que lo recibe todo como “gracia”; por el hecho de que pone en el centro de todo su relación con Cristo y la elección de amor; y por el espacio que da también a los afectos y sentimientos en su itinerario espiritual, Teresa de Lisieux es una santa que permanece joven, a pesar del paso de los años, y se presenta como modelo eminente y guía en el itinerario de los cristianos para nuestro tiempo, en el umbral del tercer milenio.
7. Por eso, es grande la alegría de la Iglesia en esta jornada que corona las expectativas y las oraciones de tantos que han intuido, al solicitar que se le concediera el título de Doctora, este especial don de Dios y han promovido su reconocimiento y su acogida. Deseamos dar gracias por ello al Señor todos juntos, y particularmente con los profesores y los estudiantes de las universidades eclesiásticas romanas, que precisamente en estos días han comenzado el nuevo año académico. Sí, Padre, te bendecimos, junto con Jesús (cf. Mt 11, 25), porque has ocultado tus secretos “a los sabios y a los inteligentes”, y los has revelado a esta “pequeña”, que hoy nuevamente propones a nuestra atención y a nuestra imitación. ¡Gracias por la sabiduría que le concediste, convirtiéndola en testigo singular y maestra de vida para toda la Iglesia! ¡Gracias por el amor que derramaste en ella, y que sigue iluminando y calentando los corazones, impulsándolos hacia la santidad! El deseo que Teresa expresó de “pasar su cielo haciendo el bien en la tierra” sigue cumpliéndose de modo admirable. ¡Gracias, Padre, porque hoy nos la haces cercana de una manera nueva, para alabanza y gloria de tu nombre por los siglos! Amén.