Sobre las negaciones de Pedro…
(Lc 22, 54-62)
“…El Señor, dándose vuelta, miró a Pedro.
Este recordó las palabras que el Señor le había dicho:
“Hoy, antes que cante el gallo, me habrás negado tres veces”.
Y saliendo afuera, lloró amargamente.”
P. Jason Jorquera M.
No es difícil ni oscuro comprender que el corazón de Pedro quedó completamente destrozado al momento de que su mirada se encontrara con la de Jesús, luego de haberlo negado. Por eso salió afuera y lloró amargamente[1].
Este dolor de Pedro –lo sabemos- ha sido uno de los más terribles de la historia, uno de los más quemantes, de los más profundos, porque fue Pedro mismo quien “reconoció”, primero que todos los discípulos, la filiación divina de Jesús con el Padre[2]; fue además uno de aquellos doce elegidos para “estar junto con Él”[3]; y aquel “nuevo pescador”[4] que horas antes había prometido seguirlo incluso hasta la muerte si fuese necesario[5]; y sin embargo, no sólo lo abandonó antes en el Huerto sino que ahora también lo niega públicamente ante los hombres; y tan cerca (como solía estarlo) que no pudo evitar que los ojos de Jesús, cargados de tristeza, lo miraran en el alma produciendo el gigantesco “reproche de una conciencia apostólica”, electa, que se traduce en este dolor terrible que, según la tradición, quedará impreso en el rostro visible del primer Papa de la Iglesia, bajo los surcos de las lágrimas de compunción más abundantes; y sin embargo, con todo, éste era un “dolor justo”; porque era el dolor de la culpa.
Pero pasemos ahora del corazón del apóstol al del Maestro; porque así como tenemos aquí dos miradas sobre el escenario –propiamente, dos almas-, así también tenemos dos dolores. Y he aquí la diferencia principal entre el dolor de Pedro y el del Hijo de Dios: Jesucristo, a quien también se le destrozó el corazón (y desde antes), se encuentra en una dimensión completamente distinta: ¡sufrió más!, y no tan sólo por haber sido negado por su vicario[6], por su amigo[7], sino más aún porque en su alma anidó un dolor del todo diferente y mucho más hiriente que el del negador, un dolor que clamará al Cielo desde la cruz enraizado en lo más recóndito del corazón, comenzando allí la agonía que se prolongará hasta el trance decisivo del Calvario; y nos referimos al dolor de la inocencia, es decir, “el más injusto de los sufrimientos.”
Sufrir en reparación de nuestras faltas está bien. De hecho los santos siempre han ofrecido sacrificios, unos más dolorosos que otros, para expiar los pecados, ya sean los suyos propios o los de los demás hombres: sufren, así, para saldar en la medida de lo posible el mal cometido contra Dios. Jesucristo, en cambio, sufre pura e injustamente la afrenta, ¡nada debe expiar de su parte!, y sin embargo, ha decidido tomar nuestro lugar, el de aquellos que negamos a Dios con nuestros pecados, y expiarlos Él mismo por nosotros: el Hijo de Dios viene a saldar con su propio sufrimiento nuestras ofensas contra Él; y al ser Dios y hombre perfecto, comprende perfectamente también cuán injusto es el proceder de los hombres, y cuánto duele la traición-negación de sus amigos; y en definitiva, el contraste terrible que existe entre los beneficios prodigados por Dios a los hombres, y la negación de éstos por medio del pecado. Pero demos un paso más, y consideremos someramente el contenido espiritual de este pasaje evangélico, sabiéndonos tantas veces en el lugar de Pedro, pues en cada pecado que cometimos el Señor se volvió y nos miró; es más, nos sigue mirando a cada instante, tal vez esperando vernos llorar arrepentidos también como Pedro; quizás aguardando el justo dolor de la culpa y haciéndonos recordar que Él también lloró al contemplar Jerusalén[8], la ciudad elegida, al ver en ella tantos corazones endurecidos.
El “justo dolor de Pedro” comenzó cuando Jesucristo se volvió y lo miró. El “dolor injusto” del Dios encarnado, en cambio, comenzó cuando los hombres dejaron de volverse a Dios. Veamos, pues, aquí la clara invitación que el Todopoderoso nos hace de volvernos hacia Él, de corresponder a su paternal mirada llorando lo que haya que llorar; ¡qué importa mientras expiemos nuestras faltas!, y aun cuando sufriésemos injustamente, ¿acaso el dolor inocente no nos asemeja más a Cristo?, ¿acaso no es más agradable, por esta misma razón, al Padre?
Dos dolores…, dos corazones y dos razones: el justo reproche y la injusta afrenta; y sin embargo, por divina disposición ambos quedan perfectamente armonizados dentro del plan de salvación, si así lo decide el pecador arrepentido, puesto que nuestro “justo dolor de los pecados” -que se llama compunción-, asentado en las bondadosas manos de Dios nos sirve para expiar “el dolor de la inocencia”; o mejor dicho, el injusto dolor del Inocente. Y nos enseña a vivir con los ojos del alma vueltos a Dios.
“Despreciable y deshecho de hombres, Varón de dolores y sabedor de dolencias, como uno ante quien se oculta el rostro, despreciable, y no le tuvimos en cuenta. ¡Y con todo eran nuestras dolencias las que Él llevaba y nuestros dolores los que soportaba!…”
Isaías 53, 3-4
[1] Lc 22,62
[2] Mt 16,16: Respondiendo Simón Pedro, dijo: Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente.
[3] Cf. Mc 3,13
[4] Cf. Lc 5,10
[5] Cf. Mt 26, 33-35
[6] Cf. Mt 16, 18
[7] Cf. Jn 15,15
[8] Cfr. Lc 19,41
Muy profundo, Padre. La verdad que nunca había pensado eso. Se necesita mucha contemplación para traspasar las solas palabras.