San Joaquín y santa Ana 2020

“Fuimos pocos… pero muchos”

Queridos amigos:
Como en todo el mundo, las actuales circunstancias han restringido muchas cosas, como la apertura de algunos santuarios y sus celebraciones, y la casa de santa Ana no ha sido la excepción. Sin embargo, eso no significa que no nos hayamos preparado como la ocasión lo amerita; fue así que aumentamos las horas de trabajo para limpiar lo más posible y embellecer el monasterio y disponernos mediante el Triduo y demás para participar lo mejor posible del gran día de nuestro monasterio.

Este año la solemnidad de san Joaquín y santa Ana fue del todo especial en nuestro monasterio: a puertas cerradas y menos de 20 personas pues no se podía de otra manera, es decir, que en la santa Misa éramos pocos…, pero en las oraciones fuimos muchos. Nos resulta imposible terminar de ver -y más aun, responder- a todos los mensajes de acompañamiento y compromiso de oraciones que nos llegan; es así que como siempre les agradecemos a todos los que de diversos países nos acompañan con sus plegarias y sacrificios, a los cuales correspondemos siempre con los nuestros: “Dios los bendiga”, “la Virgen los acompañe”, “gracias por compartir”, “saludos y bendiciones desde…”, suelen ser los mensajes que más recibimos y agradecemos. Este año fuimos muchos en unión de oraciones y es por eso que la santa Misa la ofrecimos por la Iglesia y el mundo entero, por las intenciones y necesidades espirituales y materiales de ustedes, de nuestras familias, amigos, benefactores, etc., pidiendo de manera especial que las cosas cambién y mejoren, y que sepamos aprovechar las pruebas para aferrarnos más a Dios como buenos hijos suyos.
El trabajo en tierra de misión siempre es arduo, porque sin Cruz no hay santificación ya que en ella se encuentra a Cristo, pero ciertamente la comunión de oraciones hace que nos ayudemos entre todos a seguir adelante y perseverar en la voluntad de Dios, y eso es lo que pedimos para todas las almas encomendadas a nuestras oraciones.

Por gracia de Dios, para la ocasión nos acompañó nuestro Provincial, el P. Carlos Ferrero, y pudimos compartir con algunos de los padres franciscanos que vinieron y las hermanas Hijas de santa Ana; además de recibir por la mañana la visita de un pequeño grupo nuestras religiosas, misioneras en Tierra Santa, compartiendo también la santa Misa más temprano.

Desde la antaño casa de santa Ana, san Joaquín y la Virgen, y muy probablemente san José y Jesús temporalmente, nuestras oraciones por sus intenciones.

En Cristo y María:
Monjes del Monasterio de la Sagrada Familia,
Séforis, Tierra Santa.

A continuación, les ofrecemos algunas fotos en orden más o menos cronológico: desde los preparativos hasta la santa Misa.

La nueva bandera para la torre de la Iglesia

Los preparativos:

 

La lluvia…

Para aprender a escuchar…

P. Fernando Lamas, IVE

Hay momentos en los cuales el mejor diálogo es callar, por que las palabras romperían la armonía de aquel instante que ya no es; fue un momento, un soplo, un casi eterno, donde se siente que el tiempo no es nuestro, que corre vertiginoso en contra de nuestra voluntad, es un momento donde tomamos conciencia de nuestra existencia pobre y caduca.
Un momento de silencio, es quietud, es angustia y libertad, es nuestro cuando somos sus creadores, nos pertenece en la medida que nosotros lo permitimos.
Hay un silencio de sorpresas, antes de la lluvia, un instante donde todo se detiene, hasta el tirano de las agujas parece asustado, el viento deja su silbido de orquestas eternas, los pajarillos dejan su trinar, los hombres dejan sus pensamientos, elevan el rostro al cielo, llenos de esperanza e ilusión, saben muy bien que el agua es vida, que el agua hace bien al espíritu.
Y sin quererlo, con una timidez de primavera, se rompe el instante de silencio, y una tras otra, irrepetibles y únicas, caen como centellas las gotas, chocan contra todo, no les importa destruirse.
Y ese silencio casi divino se rompió, y las gotas son como aplauso de gratitud a tan inmenso momento, aplausos que elogian al silencio.

Solo se aprende a escuchar cuando se ha aprendido a callar…

La lucha contra la tentación

Parte del camino a la santidad

 

P. Jason Jorquera M.

Dice san Basilio, comentando el final del Padrenuestro, que: «[…] En general, Jesucristo mandó que orásemos para que no cayésemos en la tentación; pero cuando alguno se ve en ella, conviene que pida a Dios la virtud de resistirla, para que se cumpla en nosotros lo que dice San Mateo[1]: “El que persevere hasta el fin, se salvará“»[2].

La tentación, como sabemos y experimentamos, es una realidad de la cual nadie se ve exento; incluso Nuestro Señor Jesucristo se vio tentado, tanto por el demonio como por los hombres. Y como el discípulo no es mayor que el maestro[3], nosotros tampoco podemos estar libres de ellas. Pero como la sabiduría divina dispone todas las cosas en beneficio de aquellos que aman a Dios[4], ni siquiera las tentaciones pueden escapar a la Divina Providencia, que las permite para sacar de ellas abundantes frutos, comenzando por las plausibles  victorias, cada vez que las vencemos ayudados por la gracia.

A la luz de estas verdades podemos hablar de nuestra lucha contra la tentación con la confianza de saber que combatimos del lado de Dios y de que gracias a Él, si permanecemos fieles a su gracia, podremos triunfar sobre todo mal porque Dios es más fuerte que la tentación, siempre.

 Recordemos ahora algunas verdades acerca de la lucha contra la tentación:

1º) Los más tentados son los que más quieren agradar a Dios: los sacerdotes, religiosos, religiosas, laicos verdaderamente comprometidos, etc. De esta verdad se deduce fácilmente que las tentaciones siempre estarán presentes mientras dure nuestra lucha contra el pecado y búsqueda de la virtud; sea que surjan por parte de nuestra herida naturaleza, sean por parte del demonio, debemos estar atentos a rechazarlas en cuanto aparezcan o las percibamos como tales.

Es un hecho presente en toda la hagiografía que el demonio tiene una saña especial contra los santos, y esto no es -obviamente-, por ser ellos más pecadores, sino todo lo contrario: porque son almas que desean realmente agradar a Dios mediante la semejanza con su Hijo en el obrar. El demonio odia de manera especial a los virtuosos y busca desanimarlos de sus buenos propósito, asustarlos y hacerlos retroceder con sus embates, pero a imitación de los santos -y especialmente de Jesucristo-, no debemos desanimarnos sino todo lo contrario, redoblar las fuerzas mediante la oración y el sacrificio para salir vencedores con la gracia que Dios nos concede en el momento de la prueba y salir triunfantes en su nombre, porque, como enseña el libro del Eclesiástico: “Si te has decidido a servir al Señor, prepárate para la prueba.”; pero siempre con la confianza de tener un Defensor fiel e inquebrantable que nos sostiene.

2º) Debemos dejar de lado todo miedo a la tentación: porque si le tememos le estamos dando mayor fuerza de la que realmente tiene. Esto se logra mediante los actos de confianza en Dios que van fortaleciendo nuestra voluntad contra la tentación, comenzando por la oración, como enseña el salmo: “Dios mío, en ti he puesto mi confianza; no me pongas jamás en vergüenza. Tú eres un Dios justo; ¡rescátame y ponme a salvo! ¡Préstame atención y ayúdame! ¡Protégeme como una roca donde siempre pueda refugiarme!”[5]; y como el propio Jesucristo enseña a sus apóstoles: “En el mundo tendréis aflicción; pero confiad, yo he vencido al mundo.”[6]

3º) El demonio no puede hacernos cometer un pecado, es decir, que no puede vencer sino al que se deja vencer, o al que se acerca demasiado a él. Pero si nos mantenemos a distancia, no podrá vencernos porque no tiene dominio directo sobre nuestra voluntad. Podrá sugerir malos pensamientos, malos deseos, insistentemente y sin pretender cansarse siquiera de su actuar, pero debemos estar seguros de que, pese a sus ataques, no es dueño de nuestra voluntad ya que sólo Dios es dueño del alma y no la abandonará si ésta no lo abandona a Él por el consentimiento en el pecado; pues siempre asiste al alma donde habita.

4º) No olvidar jamás que en la medida que crece la tentación, crece también el auxilio divino para vencerlas, razón por la cual escribía san Pablo: “Y Él me ha dicho: Te basta mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad. Por tanto, muy gustosamente me gloriaré más bien en mis debilidades, para que el poder de Cristo more en mí.”[7]

5º) Considerar cual ha de ser nuestra conducta respecto a la tentación, y esto se analiza en tres momentos:

  • Antes de la tentación: debemos prevenir, estar alertas, no exponernos, guardar los sentidos y evitar toda posible ocasión de pecado, ya sean lugares o personas; pues vale más perder un falso amigo a cambio de no ofender a Dios que ofenderlo por quedar bien con los hombres. Vigilar y orar para no caer en ella, depositando la confianza en Dios, en la Virgen Madre y en el ángel de la guarda que Dios ha dado a cada uno para que le proteja del demonio tentador: “Velad y orad para no caer en tentación. El espíritu está animoso, pero la carne es flaca.”[8]; y, por supuesto, vivir en unión con Dios mediante la vida de la gracia: “Someteos, pues, a Dios; resistid al Diablo y él huirá de vosotros”.[9]

–  Durante la tentación: Resistir mediante la oración, y rechazar la tentación con energía, buscando distracciones que lleven nuestros pensamientos a cosas distintas; o bien directamente haciendo lo contrario a lo que la tentación nos incita.

Después de la tentación: sólo tenemos dos opciones; abandonarse a la misericordia de Dios y enmendarse en caso de que hayamos caído recobrando nuevas fuerzas en el perdón divino; o dar gracias a Dios si hemos resistido pues la victoria, en definitiva, ha sido gracias a Él, a quien debemos agradecer.

A María santísima, la mujer que aplastó la cabeza del demonio, el gran tentador, le pedimos la gracia de evitar todas las ocasiones de pecado y ser fieles a la gracia divina para vencer la tentación.

[1] Mt 10,22

[2] San Basilio, in Regul. brevior., ad interrogat. 224

[3] Cf. Jn 13,16

[4] Cf. Ro 8,28

[5] Sal 71

[6] Jn 16, 33

[7] 2 Cor 12, 9

[8] Mt 26,41

[9] Stgo 4, 7

“¡Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen!”

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Hipódromo Peñuelas – La Serena (Chile)
Domingo 5 de abril de 1987

Queridos hermanos y hermanas:

1. “En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba a las turbas, una mujer de entre el gentío levantó la voz diciendo: ¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron! (Lc 11, 27)”.

Esta alabanza a Jesús y a María brota de la fe sencilla de una mujer desconocida. Emocionada en lo más profundo del corazón, ante las enseñanzas de Jesús, ante su figura amable, aquella persona no puede contener su admiración. En sus palabras reconocemos una muestra genuina de la religiosidad popular, siempre viva entre los cristianos a lo largo de la historia.

Con gran gozo y con gratitud al Señor, por estar hoy entre vosotros, en esta noble y antigua ciudad de La Serena, saludo con afecto a cuantos participáis en esta celebración de la Palabra, y a todos los habitantes del llamado Norte Chico de Chile que, sin embargo, no deja de ser grande por muchos motivos; en primer lugar por su fe cristiana, de la que son testimonio sus santuarios y que se manifiesta en las peregrinaciones, en las fiestas y bailes religiosos, a los que se une el Norte Grande.

En presencia de estas imágenes veneradas de la Virgen de Andacollo, de la Candelaria y del Carmen, y del Niño Dios de Sotaquí, San Pedro de Coquimbo, San Isidro de Illapel, Cruz de Mayo y ante las demás representaciones de la Madre de Dios que habéis traído para su bendición, el Papa quiere repetir junto con vosotros la misma alabanza de la mujer del Evangelio: “¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!” (Lc 11, 27). ¿No percibimos ahora en estas palabras el coro unido de hombres y mujeres chilenos que, desde el comienzo de la evangelización de vuestra patria, han amado y honrado al Señor y a la Virgen, su Madre? ¿No sentimos el fervor espontáneo que suscita la devoción popular a María Santísima, Madre nuestra, que no cesa de interceder por sus hijos?

2. Si, la piedad popular es un verdadero tesoro del Pueblo de Dios. Es una demostración continua de la presencia activa del Espíritu Santo en la Iglesia. Es El quien enciende en los corazones la fe, la esperanza y el amor, virtudes excelsas que dan valor a la piedad cristiana. Es el mismo Espíritu el que ennoblece tantas y tan variadas formas de expresar el mensaje cristiano de acuerdo con la cultura y costumbres propias de cada lugar en todos los tiempos.

En efecto, esas mismas costumbres religiosas, transmitidas de generación en generación, son verdaderas lecciones de vida cristiana: desde las oraciones personales, o de familia, que habéis aprendido directamente de vuestros padres, hasta las peregrinaciones que convocan a muchedumbres de fieles en las grandes fiestas de vuestros santuarios.

De ahí que sea muy digna de elogio la firme voluntad de los obispos de Chile, de fomentar todos los valores de la religiosidad conservados por el pueblo. Por mi parte quiero repetir ante vosotros lo que les dije a ellos en Roma, con ocasión de su última visita “ad limina”: “Es pues, necesario valorizar plenamente la piedad popular, purificarla de indebidas incrustaciones del pasado y hacerla plenamente actual. Esto significa evangelizarla, o sea, enriquecerla de contenidos salvíficos portadores del misterio de Cristo y del Evangelio” (Discurso a los obispos chilenos en visita “ad limina Apostolorum”, 19 de octubre de 1984, n 4).

Todas las devociones populares genuinamente cristianas han de ser fieles al mensaje de Cristo y a las enseñanzas de la Iglesia. Por eso habéis de comprender cuán bueno sea que vuestros Pastores, en el cumplimiento de la misión que les ha confiado el Señor, os ayuden a rectificar determinadas prácticas o creencias, cuando sea necesario, para que no haya nada en ellas contrario a la recta doctrina evangélica. Siguiendo con docilidad sus indicaciones, agradáis mucho al Señor y a la Virgen, pues quien oye a los Pastores de la Iglesia, oye al mismo Señor que los ha enviado (cf. Lc 10, 16).

La piedad popular ha de conducirnos siempre a la piedad litúrgica, esto es, a una participación consciente y activa en la oración común de la Iglesia. Me consta que, como culminación de vuestras peregrinaciones, procuráis recibir con fruto el sacramento de la penitencia, mediante una sincera confesión de vuestros pecados al sacerdote, el cual os perdona en nombre de Dios y de la Iglesia. Luego asistís a la Santa Misa y recibís la comunión, participando así de ese gran misterio de fe y de amor, el Sacrificio de Cristo, que se renueva por nosotros en el altar.

Estas celebraciones de la Iglesia, hacia las cuales ha de encauzarse dócilmente la religiosidad popular son sin duda alguna momentos de gracia. En ellas, habéis notado seguramente cómo vibra vuestro corazón, a compás con los nobles sentimientos que vuestra oración y vuestra vida elevan a Dios. Que esos momentos de conversión profunda y de encuentro gozoso en la Iglesia, sean cada vez más frecuentes, especialmente para celebrar los sacramentos. Las fiestas de los Patronos de cada lugar, los tiempos de misión, las peregrinaciones a los santuarios, son como invitaciones que el Señor dirige a toda la comunidad –y a cada uno–, para avanzar por el camino de la salvación.

Pero no estéis esperando a que vengan esas grandes festividades: acudid a la Misa dominical, santificando así el día del Señor, dedicado al culto divino, al legítimo descanso y a la vida de familia más intensa. Que en ninguna de vuestras jornadas falten momentos de oración personal o familiar dentro de esa iglesia doméstica que es el propio hogar, para que toda vuestra existencia se vea como inundada por la luz y la gracia de Dios.

3. Entre los múltiples signos indicativos de la piedad cristiana, la devoción a la Virgen María ocupa un lugar destacadísimo, el que corresponde a su condición de ser Madre de Dios y Madre nuestra. Como aquella mujer del Evangelio lanzó un grito de admiración y bienaventuranza hacia Jesús y su Madre, así también vosotros, en vuestro afecto y en vuestra devoción soléis unir siempre a María con Jesús. Comprendéis que la Virgen nos conduce a su divino Hijo, y que El escucha siempre las súplicas que le dirige su Madre. Esa unión imperecedera de la Virgen María con su Hijo es la señal más confidencial y fidedigna de su misión maternal, tal como nos lo demuestran las palabras dirigidas en Caná: “Haced lo que él os diga” (Jn  2, 5). María nos exhorta siempre a ser fieles al Evangelio, como Ella lo fue, pues su vida es un testimonio de fidelidad a la palabra y a la voluntad del Padre.

¿Veis cómo la devoción a la Virgen María es un rasgo esencial de la fe y de la piedad cristiana? Es pues natural que esta devoción anide en el alma de este país y que por lo mismo invoquéis a María con expresiones llenas de piedad y de confianza filial porque, además, brotan de los hijos predilectos del Señor: los pobres y sencillos, a quienes Dios ha destinado el reino de los cielos (cf Mt 5, 3).

La Virgen nos enseña con su ejemplo a poner en el Señor nuestra confianza de hijos mediante la alabanza y la acción de gracias.

“Alabad el Señor en su templo, alabadlo en su fuerte firmamento. / Alabadlo por sus obras magníficas, alabadlo por su inmensa grandeza” (Sal 150, 1. 2).

¡Oh Señor, Dios nuestro! En este día venturoso queremos aclamarte y cantarte con estas palabras del Salmista por tu bondad infinita para con nosotros. Porque no sólo has querido que seamos llamados hijos tuyos, hermanos de tu Hijo, sino que lo seamos también de verdad (cf 1Jn 3, 1).

Gracias sean dadas a Ti también, oh Cristo, porque nos has dado a tu Madre. Con aquellas palabras que pronunciaste en la cruz: “He ahí a tu hijo” (Jn 19, 26), nos la confiaste en manos de Juan, para que fuera la Madre de todos los hombres.

Te alabamos, Señor, porque muestras tu inmensa grandeza en la pequeñez de tu esclava (cf. Lc 1, 48). Porque Tú la escogiste, la adornaste con todas las gracias y la elevaste por encima de los ángeles y de los santos, para que nuestra Madre Santa María, la llena de gracia fuese la “obra magnífica de Dios por excelencia, a la que Chile entero aclama con amor y gratitud filiales.

4. La Virgen del “Magníficat” es el modelo de quienes se alegran en el Dios de la salvación y expresan con sencillez su gozo.

“Alabadlo tocando trompetas, / alabadlo con arpas y cítaras, / alabadlo con tambores y danzas, / alabadlo con trompas y flautas” (Sal 150, 3-4).

En la primera lectura hemos recordado el traslado del Arca de la Alianza a Jerusalén, entre los cantos y bailes del rey David y del pueblo de Israel que la acompañaban. Fue ese un momento de júbilo para todos, expresado con alabanzas a Dios y adhesión a su Alianza, simbolizada en el Arca con las tablas de la ley.

También vuestro amor y devoción a la Virgen y al Niño Dios tienen manifestaciones parecidas, afincadas en siglos de tradición. De modo muy humano, con vuestros trajes, instrumentos y ritmos, se expresa visiblemente la fe de los hijos de esta tierra, que con todo su ser y al son de la música tributan honor a Cristo y a María Santísima. Se reproduce en cierto sentido aquella escena del Antiguo Testamento, pero esta vez en honor de María. Arca de la Nueva Alianza. “Bendito el fruto de tu vientre, Jesús”: María ha llevado en su seno al Hijo de Dios encarnado, autor y mediador de la nueva y eterna Alianza. Por esto, tantos cristianos la aclaman a diario con la invocación contenida en las letanías lauretanas: “Arca de la Alianza”.

“Todo ser que alienta alabe al Señor” (Sal 150, 6). Queremos, Señor, con la ayuda valiosa de tu Madre, extender por toda la tierra los frutos de tu Alianza de amor con el hombre. Queremos que todos los hombres te reconozcan y te alaben como Creador y Señor: que sepan descubrir tu presencia en sus vidas y el fin para el que fueron creados: que trabajen por hacer resplandecer la imagen que Tú acuñaste en el corazón de cada hombre con admirable benevolencia. Haz que con tu gracia, esa imagen divina grabada en su alma no quede dañada por el odio o la violencia dirigidos contra la misma vida, en especial la ya concebida y aún no nacida: ni por la perversión de las costumbres o las falsas evasiones que proporcionan los señuelos de la droga o del desorden sexual; ni tampoco abandonada a merced de las presiones de ideologías materialistas, sean del signo que fueren, que hieren y ahogan en su fundamento la misma dignidad de la persona humana.

Te pedimos hoy, Señor, que si alguien ha dejado de alabarte y ha preferido caminos desviados del Evangelio, deponga su actitud, y vuelva a Ti de la mano de María.

¡Y tú, Madre buena, que estás siempre cerca de tus hijos, y que aguardas su regreso a la Iglesia, haz que vuelvan! ¡Así lo pedimos a Dios por tu intercesión!

5. Demos gracias a Dios, hermanos, por la presencia maternal de María en la historia de vuestro pueblo. Ella ha guiado a los que os trajeron la fe, a los que os han enseñado a rezar. Ella ha hecho fructificar en los corazones de los chilenos de buena voluntad pensamientos de paz y no de aflicción (cf Jr 29, 11)). Ella os ha sostenido en las dificultades como signo de esperanza, de victoria y de felicidad futuras. Junto con toda la Iglesia en Chile, deseo ponerme bajo la protección de la Santísima Virgen del Carmen, Patrona de vuestra patria, peregrinando espiritualmente a los numerosos santuarios, iglesias y centros marianos del país, desde Tarapacá hasta Magallanes.

¡Ojalá la devoción popular a la Virgen se mantenga siempre viva en Chile, y en todos los chilenos y chilenas! En vuestra función de primeros evangelizadores (cf. Lumen gentium, 11), vosotros, padres de familia, habéis de enseñar a vuestros hijos a invocar a María con filial confianza, a recurrir a Ella como auxilio seguro y a imitar su vida como camino hacia el cielo.

Quiero recomendaros, de manera particular, el rezo del Rosario, que es fuente de vida cristiana profunda. Procurad rezarlo a diario, solos o en familia, repitiendo con gran fe esas oraciones fundamentales del cristiano, que son el Padrenuestro, el Avemaría y el Gloria. Meditad esas escenas de la vida de Jesús y de María, que nos recuerdan los misterios de gozo, dolor y gloria. Aprenderéis así en los misterios gozosos a pensar en Jesús que se hizo pobre y pequeño: ¡un niño!, por nosotros, para servirnos; y os sentiréis impulsados a servir al prójimo en sus necesidades. En los misterios dolorosos os daréis cuenta de que aceptar con docilidad y amor los sufrimientos de esta vida –como Cristo en su Pasión–, lleva a la felicidad y alegría, que se expresa en los misterios gloriosos de Cristo y de María a la espera de la vida eterna.

Conozco la hermosa costumbre, tan arraigada en Chile, del mes de María, celebrado en el mes de noviembre, el mes de las flores, y que culmina con la fiesta de su Purísima Concepción. Pido al Señor que esta devoción siga dando frutos abundantes de vida cristiana, de penitencia y reconciliación, en muchos, que alejados quizá de la práctica religiosa y tibios en la fe, retornan cada año a Jesús a través del calor y la bondad maternal de María.

6. Volvamos al relato del Evangelio para oír la respuesta de Cristo a la voz de esa mujer que exclamaba: “¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!” (Lc 11, 28). El Señor, para que todos aprendiéramos, quiso responder con otra bienaventuranza: “Mejor: ¡Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen!” (Ibíd.).

Así elogió Jesús a su Madre, por el sacrificio silencioso de su vida, llena de inmenso amor, de servicio incondicional a los planes divinos de salvación. Nos la dejó como modelo de aceptación y cumplimiento perfecto de la voluntad de Dios. En la vida de María, de una madre y esposa, aprendemos que en la normalidad cotidiana de nuestros deberes familiares y sociales, cumplidos con mucho amor, podemos y debemos alcanzar la santidad cristiana. El Concilio Vaticano II ha querido recordar este valor santificador que tienen las realidades diarias para todos los cristianos, cada cual en su tarea, al enseñar con respecto a los laicos que “todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso de alma y de cuerpo, si son hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios, por Jesucristo” (Lumen gentium, 34).

Pienso ahora especialmente en las mujeres de Chile, que saben imitar tan bien a nuestra Madre la Virgen. Doy gracias al Señor por esas virtudes femeninas con las que contribuyen al bien de todos. Le pido que toda la vida nacional se beneficie de esa ternura y fortaleza del buen sentido humano y cristiano, de la fidelidad v el amor que las distinguen. Para que se alcance un clima de serena y gozosa convivencia entre todos los chilenos, hace falta que os sigáis empeñando siempre en hacer de cada hogar un remanso de paz y una fuente de alegría cristiana. Viviendo como esposas, hijas y hermanas ejemplares, podréis difundir en la sociedad y en la Iglesia el calor del hogar de la Sagrada Familia de Nazaret.

7. Queridos hermanos y hermanas: Acercándoos a la Virgen mediante vuestras devociones populares, obtendréis siempre abundantes gracias, os sentiréis estimulados a la oración, a la penitencia y a la caridad fraterna. Son signos de la verdadera religiosidad popular, que mueve a dirigir la mente y el corazón a Dios, nuestro Padre: que impulsa a la reconciliación sincera con Dios y que os hace sentiros más vinculados a vuestros hermanos, a los que debéis amar y servir como Jesús nos ha enseñado con sus palabras y con su vida entera.

Por la intercesión maternal de María vuestras oraciones y vuestros sacrificios –que son también una meritoria forma de plegaria–, vuestros cantos y bailes, vuestras procesiones y el cuidado que ponéis en el culto, atraerán del Señor abundantes bendiciones de paz y de unión entre los chilenos, de conversión, de vocaciones sacerdotales y religiosas a su servicio.

Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra. Reina de la Paz y Patrona de Chile. Enséñanos a orientar toda nuestra piedad según las enseñanzas de Jesús y el beneplácito del Padre.

Y podremos cantar eternamente: “¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!” (Lc 11, 28). De este modo, mereceremos, con el auxilio de María, aquella alabanza de Jesús: “¡Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen!”