“¡Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen!”

HOMILÍA DEL SANTO PADRE JUAN PABLO II

Hipódromo Peñuelas – La Serena (Chile)
Domingo 5 de abril de 1987

Queridos hermanos y hermanas:

1. “En aquel tiempo, mientras Jesús hablaba a las turbas, una mujer de entre el gentío levantó la voz diciendo: ¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron! (Lc 11, 27)”.

Esta alabanza a Jesús y a María brota de la fe sencilla de una mujer desconocida. Emocionada en lo más profundo del corazón, ante las enseñanzas de Jesús, ante su figura amable, aquella persona no puede contener su admiración. En sus palabras reconocemos una muestra genuina de la religiosidad popular, siempre viva entre los cristianos a lo largo de la historia.

Con gran gozo y con gratitud al Señor, por estar hoy entre vosotros, en esta noble y antigua ciudad de La Serena, saludo con afecto a cuantos participáis en esta celebración de la Palabra, y a todos los habitantes del llamado Norte Chico de Chile que, sin embargo, no deja de ser grande por muchos motivos; en primer lugar por su fe cristiana, de la que son testimonio sus santuarios y que se manifiesta en las peregrinaciones, en las fiestas y bailes religiosos, a los que se une el Norte Grande.

En presencia de estas imágenes veneradas de la Virgen de Andacollo, de la Candelaria y del Carmen, y del Niño Dios de Sotaquí, San Pedro de Coquimbo, San Isidro de Illapel, Cruz de Mayo y ante las demás representaciones de la Madre de Dios que habéis traído para su bendición, el Papa quiere repetir junto con vosotros la misma alabanza de la mujer del Evangelio: “¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!” (Lc 11, 27). ¿No percibimos ahora en estas palabras el coro unido de hombres y mujeres chilenos que, desde el comienzo de la evangelización de vuestra patria, han amado y honrado al Señor y a la Virgen, su Madre? ¿No sentimos el fervor espontáneo que suscita la devoción popular a María Santísima, Madre nuestra, que no cesa de interceder por sus hijos?

2. Si, la piedad popular es un verdadero tesoro del Pueblo de Dios. Es una demostración continua de la presencia activa del Espíritu Santo en la Iglesia. Es El quien enciende en los corazones la fe, la esperanza y el amor, virtudes excelsas que dan valor a la piedad cristiana. Es el mismo Espíritu el que ennoblece tantas y tan variadas formas de expresar el mensaje cristiano de acuerdo con la cultura y costumbres propias de cada lugar en todos los tiempos.

En efecto, esas mismas costumbres religiosas, transmitidas de generación en generación, son verdaderas lecciones de vida cristiana: desde las oraciones personales, o de familia, que habéis aprendido directamente de vuestros padres, hasta las peregrinaciones que convocan a muchedumbres de fieles en las grandes fiestas de vuestros santuarios.

De ahí que sea muy digna de elogio la firme voluntad de los obispos de Chile, de fomentar todos los valores de la religiosidad conservados por el pueblo. Por mi parte quiero repetir ante vosotros lo que les dije a ellos en Roma, con ocasión de su última visita “ad limina”: “Es pues, necesario valorizar plenamente la piedad popular, purificarla de indebidas incrustaciones del pasado y hacerla plenamente actual. Esto significa evangelizarla, o sea, enriquecerla de contenidos salvíficos portadores del misterio de Cristo y del Evangelio” (Discurso a los obispos chilenos en visita “ad limina Apostolorum”, 19 de octubre de 1984, n 4).

Todas las devociones populares genuinamente cristianas han de ser fieles al mensaje de Cristo y a las enseñanzas de la Iglesia. Por eso habéis de comprender cuán bueno sea que vuestros Pastores, en el cumplimiento de la misión que les ha confiado el Señor, os ayuden a rectificar determinadas prácticas o creencias, cuando sea necesario, para que no haya nada en ellas contrario a la recta doctrina evangélica. Siguiendo con docilidad sus indicaciones, agradáis mucho al Señor y a la Virgen, pues quien oye a los Pastores de la Iglesia, oye al mismo Señor que los ha enviado (cf. Lc 10, 16).

La piedad popular ha de conducirnos siempre a la piedad litúrgica, esto es, a una participación consciente y activa en la oración común de la Iglesia. Me consta que, como culminación de vuestras peregrinaciones, procuráis recibir con fruto el sacramento de la penitencia, mediante una sincera confesión de vuestros pecados al sacerdote, el cual os perdona en nombre de Dios y de la Iglesia. Luego asistís a la Santa Misa y recibís la comunión, participando así de ese gran misterio de fe y de amor, el Sacrificio de Cristo, que se renueva por nosotros en el altar.

Estas celebraciones de la Iglesia, hacia las cuales ha de encauzarse dócilmente la religiosidad popular son sin duda alguna momentos de gracia. En ellas, habéis notado seguramente cómo vibra vuestro corazón, a compás con los nobles sentimientos que vuestra oración y vuestra vida elevan a Dios. Que esos momentos de conversión profunda y de encuentro gozoso en la Iglesia, sean cada vez más frecuentes, especialmente para celebrar los sacramentos. Las fiestas de los Patronos de cada lugar, los tiempos de misión, las peregrinaciones a los santuarios, son como invitaciones que el Señor dirige a toda la comunidad –y a cada uno–, para avanzar por el camino de la salvación.

Pero no estéis esperando a que vengan esas grandes festividades: acudid a la Misa dominical, santificando así el día del Señor, dedicado al culto divino, al legítimo descanso y a la vida de familia más intensa. Que en ninguna de vuestras jornadas falten momentos de oración personal o familiar dentro de esa iglesia doméstica que es el propio hogar, para que toda vuestra existencia se vea como inundada por la luz y la gracia de Dios.

3. Entre los múltiples signos indicativos de la piedad cristiana, la devoción a la Virgen María ocupa un lugar destacadísimo, el que corresponde a su condición de ser Madre de Dios y Madre nuestra. Como aquella mujer del Evangelio lanzó un grito de admiración y bienaventuranza hacia Jesús y su Madre, así también vosotros, en vuestro afecto y en vuestra devoción soléis unir siempre a María con Jesús. Comprendéis que la Virgen nos conduce a su divino Hijo, y que El escucha siempre las súplicas que le dirige su Madre. Esa unión imperecedera de la Virgen María con su Hijo es la señal más confidencial y fidedigna de su misión maternal, tal como nos lo demuestran las palabras dirigidas en Caná: “Haced lo que él os diga” (Jn  2, 5). María nos exhorta siempre a ser fieles al Evangelio, como Ella lo fue, pues su vida es un testimonio de fidelidad a la palabra y a la voluntad del Padre.

¿Veis cómo la devoción a la Virgen María es un rasgo esencial de la fe y de la piedad cristiana? Es pues natural que esta devoción anide en el alma de este país y que por lo mismo invoquéis a María con expresiones llenas de piedad y de confianza filial porque, además, brotan de los hijos predilectos del Señor: los pobres y sencillos, a quienes Dios ha destinado el reino de los cielos (cf Mt 5, 3).

La Virgen nos enseña con su ejemplo a poner en el Señor nuestra confianza de hijos mediante la alabanza y la acción de gracias.

“Alabad el Señor en su templo, alabadlo en su fuerte firmamento. / Alabadlo por sus obras magníficas, alabadlo por su inmensa grandeza” (Sal 150, 1. 2).

¡Oh Señor, Dios nuestro! En este día venturoso queremos aclamarte y cantarte con estas palabras del Salmista por tu bondad infinita para con nosotros. Porque no sólo has querido que seamos llamados hijos tuyos, hermanos de tu Hijo, sino que lo seamos también de verdad (cf 1Jn 3, 1).

Gracias sean dadas a Ti también, oh Cristo, porque nos has dado a tu Madre. Con aquellas palabras que pronunciaste en la cruz: “He ahí a tu hijo” (Jn 19, 26), nos la confiaste en manos de Juan, para que fuera la Madre de todos los hombres.

Te alabamos, Señor, porque muestras tu inmensa grandeza en la pequeñez de tu esclava (cf. Lc 1, 48). Porque Tú la escogiste, la adornaste con todas las gracias y la elevaste por encima de los ángeles y de los santos, para que nuestra Madre Santa María, la llena de gracia fuese la “obra magnífica de Dios por excelencia, a la que Chile entero aclama con amor y gratitud filiales.

4. La Virgen del “Magníficat” es el modelo de quienes se alegran en el Dios de la salvación y expresan con sencillez su gozo.

“Alabadlo tocando trompetas, / alabadlo con arpas y cítaras, / alabadlo con tambores y danzas, / alabadlo con trompas y flautas” (Sal 150, 3-4).

En la primera lectura hemos recordado el traslado del Arca de la Alianza a Jerusalén, entre los cantos y bailes del rey David y del pueblo de Israel que la acompañaban. Fue ese un momento de júbilo para todos, expresado con alabanzas a Dios y adhesión a su Alianza, simbolizada en el Arca con las tablas de la ley.

También vuestro amor y devoción a la Virgen y al Niño Dios tienen manifestaciones parecidas, afincadas en siglos de tradición. De modo muy humano, con vuestros trajes, instrumentos y ritmos, se expresa visiblemente la fe de los hijos de esta tierra, que con todo su ser y al son de la música tributan honor a Cristo y a María Santísima. Se reproduce en cierto sentido aquella escena del Antiguo Testamento, pero esta vez en honor de María. Arca de la Nueva Alianza. “Bendito el fruto de tu vientre, Jesús”: María ha llevado en su seno al Hijo de Dios encarnado, autor y mediador de la nueva y eterna Alianza. Por esto, tantos cristianos la aclaman a diario con la invocación contenida en las letanías lauretanas: “Arca de la Alianza”.

“Todo ser que alienta alabe al Señor” (Sal 150, 6). Queremos, Señor, con la ayuda valiosa de tu Madre, extender por toda la tierra los frutos de tu Alianza de amor con el hombre. Queremos que todos los hombres te reconozcan y te alaben como Creador y Señor: que sepan descubrir tu presencia en sus vidas y el fin para el que fueron creados: que trabajen por hacer resplandecer la imagen que Tú acuñaste en el corazón de cada hombre con admirable benevolencia. Haz que con tu gracia, esa imagen divina grabada en su alma no quede dañada por el odio o la violencia dirigidos contra la misma vida, en especial la ya concebida y aún no nacida: ni por la perversión de las costumbres o las falsas evasiones que proporcionan los señuelos de la droga o del desorden sexual; ni tampoco abandonada a merced de las presiones de ideologías materialistas, sean del signo que fueren, que hieren y ahogan en su fundamento la misma dignidad de la persona humana.

Te pedimos hoy, Señor, que si alguien ha dejado de alabarte y ha preferido caminos desviados del Evangelio, deponga su actitud, y vuelva a Ti de la mano de María.

¡Y tú, Madre buena, que estás siempre cerca de tus hijos, y que aguardas su regreso a la Iglesia, haz que vuelvan! ¡Así lo pedimos a Dios por tu intercesión!

5. Demos gracias a Dios, hermanos, por la presencia maternal de María en la historia de vuestro pueblo. Ella ha guiado a los que os trajeron la fe, a los que os han enseñado a rezar. Ella ha hecho fructificar en los corazones de los chilenos de buena voluntad pensamientos de paz y no de aflicción (cf Jr 29, 11)). Ella os ha sostenido en las dificultades como signo de esperanza, de victoria y de felicidad futuras. Junto con toda la Iglesia en Chile, deseo ponerme bajo la protección de la Santísima Virgen del Carmen, Patrona de vuestra patria, peregrinando espiritualmente a los numerosos santuarios, iglesias y centros marianos del país, desde Tarapacá hasta Magallanes.

¡Ojalá la devoción popular a la Virgen se mantenga siempre viva en Chile, y en todos los chilenos y chilenas! En vuestra función de primeros evangelizadores (cf. Lumen gentium, 11), vosotros, padres de familia, habéis de enseñar a vuestros hijos a invocar a María con filial confianza, a recurrir a Ella como auxilio seguro y a imitar su vida como camino hacia el cielo.

Quiero recomendaros, de manera particular, el rezo del Rosario, que es fuente de vida cristiana profunda. Procurad rezarlo a diario, solos o en familia, repitiendo con gran fe esas oraciones fundamentales del cristiano, que son el Padrenuestro, el Avemaría y el Gloria. Meditad esas escenas de la vida de Jesús y de María, que nos recuerdan los misterios de gozo, dolor y gloria. Aprenderéis así en los misterios gozosos a pensar en Jesús que se hizo pobre y pequeño: ¡un niño!, por nosotros, para servirnos; y os sentiréis impulsados a servir al prójimo en sus necesidades. En los misterios dolorosos os daréis cuenta de que aceptar con docilidad y amor los sufrimientos de esta vida –como Cristo en su Pasión–, lleva a la felicidad y alegría, que se expresa en los misterios gloriosos de Cristo y de María a la espera de la vida eterna.

Conozco la hermosa costumbre, tan arraigada en Chile, del mes de María, celebrado en el mes de noviembre, el mes de las flores, y que culmina con la fiesta de su Purísima Concepción. Pido al Señor que esta devoción siga dando frutos abundantes de vida cristiana, de penitencia y reconciliación, en muchos, que alejados quizá de la práctica religiosa y tibios en la fe, retornan cada año a Jesús a través del calor y la bondad maternal de María.

6. Volvamos al relato del Evangelio para oír la respuesta de Cristo a la voz de esa mujer que exclamaba: “¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!” (Lc 11, 28). El Señor, para que todos aprendiéramos, quiso responder con otra bienaventuranza: “Mejor: ¡Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen!” (Ibíd.).

Así elogió Jesús a su Madre, por el sacrificio silencioso de su vida, llena de inmenso amor, de servicio incondicional a los planes divinos de salvación. Nos la dejó como modelo de aceptación y cumplimiento perfecto de la voluntad de Dios. En la vida de María, de una madre y esposa, aprendemos que en la normalidad cotidiana de nuestros deberes familiares y sociales, cumplidos con mucho amor, podemos y debemos alcanzar la santidad cristiana. El Concilio Vaticano II ha querido recordar este valor santificador que tienen las realidades diarias para todos los cristianos, cada cual en su tarea, al enseñar con respecto a los laicos que “todas sus obras, sus oraciones e iniciativas apostólicas, la vida conyugal y familiar, el trabajo cotidiano, el descanso de alma y de cuerpo, si son hechos en el Espíritu, e incluso las mismas pruebas de la vida si se sobrellevan pacientemente, se convierten en sacrificios espirituales, aceptables a Dios, por Jesucristo” (Lumen gentium, 34).

Pienso ahora especialmente en las mujeres de Chile, que saben imitar tan bien a nuestra Madre la Virgen. Doy gracias al Señor por esas virtudes femeninas con las que contribuyen al bien de todos. Le pido que toda la vida nacional se beneficie de esa ternura y fortaleza del buen sentido humano y cristiano, de la fidelidad v el amor que las distinguen. Para que se alcance un clima de serena y gozosa convivencia entre todos los chilenos, hace falta que os sigáis empeñando siempre en hacer de cada hogar un remanso de paz y una fuente de alegría cristiana. Viviendo como esposas, hijas y hermanas ejemplares, podréis difundir en la sociedad y en la Iglesia el calor del hogar de la Sagrada Familia de Nazaret.

7. Queridos hermanos y hermanas: Acercándoos a la Virgen mediante vuestras devociones populares, obtendréis siempre abundantes gracias, os sentiréis estimulados a la oración, a la penitencia y a la caridad fraterna. Son signos de la verdadera religiosidad popular, que mueve a dirigir la mente y el corazón a Dios, nuestro Padre: que impulsa a la reconciliación sincera con Dios y que os hace sentiros más vinculados a vuestros hermanos, a los que debéis amar y servir como Jesús nos ha enseñado con sus palabras y con su vida entera.

Por la intercesión maternal de María vuestras oraciones y vuestros sacrificios –que son también una meritoria forma de plegaria–, vuestros cantos y bailes, vuestras procesiones y el cuidado que ponéis en el culto, atraerán del Señor abundantes bendiciones de paz y de unión entre los chilenos, de conversión, de vocaciones sacerdotales y religiosas a su servicio.

Virgen María, Madre de Dios y Madre nuestra. Reina de la Paz y Patrona de Chile. Enséñanos a orientar toda nuestra piedad según las enseñanzas de Jesús y el beneplácito del Padre.

Y podremos cantar eternamente: “¡Dichoso el vientre que te llevó y los pechos que te criaron!” (Lc 11, 28). De este modo, mereceremos, con el auxilio de María, aquella alabanza de Jesús: “¡Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen!”