AQUELLOS LAZOS QUE LIBERAN

Sobre los sagrados votos religiosos

P. Jason Jorquera Meneses, IVE.

Dedicado a todos los miembros del Instituto del Verbo Encarnado, mi familia religiosa;

especialmente a quienes se encuentran en las más lejanas y difíciles tierras de misión,

perseverando aferrados a su cruz y buscando cada día corresponder

a la divina predilección de Aquel que llamó a los que quiso,

y sigue llamando cada día a seguirlo de cerca

según un estilo de vida propio, su estilo de vida:

el del Evangelio.

Explica santo Tomás que “se llaman religiosos por antonomasia aquellos que se entregan totalmente al servicio divino, ofreciéndose como holocausto a Dios. De ahí también la afirmación de San Gregorio […]: Hay quienes no se reservan cosa alguna para sí mismos, sino que inmolan al Dios todopoderoso su pensamiento, su lengua, su vida, todos los bienes que recibieron. Ahora bien: la perfección del hombre está en unirse totalmente a Dios… Luego, bajo este aspecto, la vida religiosa lleva consigo un estado de perfección.”[1]

Del citado texto de santo Tomás, podemos sacar variadas consideraciones en lo que respecta a la vida religiosa, tales como su aspecto de “holocausto”, “búsqueda especial de unión con Dios”, “renuncia” y “servicio”; todo lo cual se encuentra embebido del sublime don que Dios nos quiso regalar por sobre las demás creaturas de este mundo: la libertad. Y aquí está la clave para comenzar a comprender la vida religiosa que se vuelve una inexplicable paradoja para las almas carentes de fe, ya que el religioso “libremente se obliga”, libremente se ata por medio de los votos, y libremente también ha decidido seguir y servir de cerca a su Dios y Señor: ¿cómo explicar fuera del ámbito de la fe tal compromiso?, ¿cómo comprender el “obligarse” delante de Dios y bajo pecado a su servicio?, ¿cómo concebir que una cadena nos permita volar?; y la respuesta sólo se entiende a la luz de un amor que va más allá de nuestra humana lógica, de un amor que nos cobija, que nos protege, y que nos ha llamado a seguirlo de cerca, y tan de cerca que hemos querido hacerlo -nosotros, los religiosos- poniéndonos estos verdaderos lazos de amor y correspondencia que son los votos, lazos especiales y exclusivos, una de las más grandes incomprensiones tanto de los frívolos incrédulos como de los creyentes egoístas, simplemente porque son aquellos lazos que liberan.

El voto

El voto es una promesa hecha a Dios de un bien mejor y posible.

“Promesa voluntaria” y no coacción, es decir, completamente libre: un voto obligado no es tal sino una farsa; una promesa, en cambio, hecha con pleno conocimiento y libertad sí lo es. “De un bien mejor”, en este caso, los consejos evangélicos de castidad, pobreza y obediencia cuya síntesis conjunta no es otra que la imitación de nuestro Señor Jesucristo en su estilo de vida, en la manera concreta en que vivió su humanidad en la tierra dejándonos un ejemplo para que sigamos sus huellas, como diría san Pedro, pero con la particularidad de que implican toda la vida del religioso; es decir, que no son como los votos que se hacen pidiendo alguna gracia especial, sino que son ellos mismos una inefable gracia ofrecida gratuitamente por Dios y aceptada libremente también por el alma en un acto de “comprometida generosidad”.

Finalmente, este bien mejor es “posible” por la gracia divina, que ofrece al consagrado todos aquellos medios necesarios para llevar a cabo su especialísima consagración, emulando el estilo de vida casto, pobre y obediente de nuestro Redentor; y todo esto resguardado -reiteramos: como corresponde al verdadero voto-, bajo una solemne y pública promesa.

Los votos religiosos: acto libre y liberador

Un religioso, propiamente dicho, es tal por tener votos, es decir, porque voluntariamente decidió abrazar la pobreza, castidad y obediencia para seguir más de cerca y mejor a Jesucristo. Y justamente en el momento que entregó a Dios su voluntad eligió para sí una “nueva manera de libertad” que está por encima del ámbito terrenal (por eso es sobrenatural), y ésta es la libertad de aquellos que dejándolo todo lo siguieron[2], tomando en sus manos el arado sin querer mirar atrás[3], obligándose a imitar a su Señor en su modo específico de vivir.

Dejando esto en claro, nos encontramos ahora ante la gran disyuntiva de opiniones respecto a la vida religiosa: o se es libre o se está atado; pero “¿atarse para ser más libre?”, ¿cómo se entiende? Pues bien, así como la barca extiende sus velas y las ata firmemente para que el viento sople en ellas y la lleve consigo, de manera análoga los sagrados votos ayudan a los religiosos a liberarse de las ataduras terrenas, para que el viento del Espíritu Santo sople sobre ellos y los conduzca por los senderos que exige su especial consagración; pero para eso las amarras de los votos deben estar firmes. En otras palabras, pasa lo mismo que en cualquier otra elección, pero con consecuencias definitivamente sublimes, porque elegir una cosa significa renunciar a otra (o a otras), aunque en el consagrado es mucho más significativo y más profundo, ya que renuncia a cosas que de hecho son buenas, como por ejemplo el matrimonio, pero para elegir algo mejor: la imitación de Cristo consagrado enteramente al Padre.

El primer lazo: la pobreza

La libertad del religioso se aferra al Absoluto, del cual hace su única riqueza al renunciar a todo aquello que el mundo le quiera ofrecer, tomando el mínimo necesario y simplemente como medio para unirse más a su modelo, quien siendo rico se hizo pobre[4], invitando a la perfección a través del desprendimiento de lo terrenal, para ir forjando desde aquí un tesoro en el Cielo[5] que jamás le será arrebatado. Este lazo de la pobreza efectiva, sin embargo, es simplemente el acicate hacia el desprendimiento sincero que tiene todo por pérdida con tal de ganar a Cristo[6], haciendo del consagrado un cautivo de la riqueza espiritual que Dios le ofrece a cambio de renuncia y amorosa fidelidad.

El segundo lazo: la castidad

Siguiendo aquella amorosa fidelidad de la que acabamos de hablar, debemos decir que este segundo lazo liberador, que es la castidad, corresponde al amor de predilección que Dios ha tenido con el religioso quien, en su entrega generosa, no desea otra cosa que ofrecer completamente el corazón, y sus afectos, a Aquel que lo amó primero[7] y lo ha invitado a seguirlo de cerca, en una intimidad especial que busca destruir en él cualquier desorden que le impida unirse a este buen Dios, que lo ha elegido para simplemente “dedicarse a Él”, con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas[8]

El tercer lazo: la obediencia

El voto de obediencia constituye el lazo principal. Es decir, que si los otros votos son las cuerdas la obediencia es una cadena, mediante la cual la propia voluntad se rinde a Dios y su Divina Voluntad para ir en comprometida búsqueda de su máxima libertad: la de los hijos de Dios, quienes libres de las ataduras de este mundo y del pecado, de sus afectos desordenados y de sus caprichos, abrazan con firmeza la obra que Dios quiere realizar en sus almas mediante el estilo de vida al cual el Verbo Encarnado les ha llamado . Quien “se ata a Dios” se hace capaz de romper las otras ataduras y volar; porque toda alma que generosamente corresponda al llamado divino y se ponga en manos de Dios con todo lo que implique, con todas sus cruces, con todas las arideces por las cuales deba pasar para purificarse en esta vida; y con la determinación firme de vencerse a sí misma y no renunciar jamás a este “compromiso sublime”, ciertamente se encamina a triunfar con creces sobre lo terreno y bajo la impronta de los elegidos de Dios.

Nuestro cuarto lazo: el voto de esclavitud mariana

Por divina disposición nuestra familia religiosa cuenta con “un lazo más”, uno que se entrelaza con los demás como filial expresión de amor: el voto a María santísima; aquella humilde sierva del Señor merecedora de la Encarnación en la pureza de su vientre, alma fiel hasta el Calvario y de allí en adelante en cada alma que acepte su excelsa maternidad, capaz de moldear los corazones en la medida de su docilidad, y señal de salvación para quienes la honren afectuosamente como se merece. María santísima es un lazo de hilos finos y suaves, firmes para apartar a sus hijos del pecado, tiernos para llevarlos a su Hijo Jesucristo, y completamente capaces ayudar a tejer con ellos nuestra santificación.

Conclusión

El espíritu del mundo ofrece constantemente ataduras que buscan sumir y esclavizar los corazones de los hombres, obligándolos a dejar de mirar las realidades eternas; la vida religiosa constituye el testimonio vivo de la verdadera libertad, destructor de dichas ataduras por medio del compromiso íntimo y perpetuo con el Evangelio de Jesucristo, el gran liberador y salvador de las almas. El mundo más que nunca necesita almas generosas que acepten el llamado a “liberarse y liberar” los corazones del pecado, combatiendo virilmente bajo la bandera del Hijo de Dios, y aceptando vivir su estilo de vida hasta las últimas consecuencias, aferrados a la Cruz, ciertamente, pero con la alegría sobrenatural que se ha vuelto la impronta luminosa entre las tinieblas, propia de aquellos que lo han dejado todo para seguirlo de cerca, de aquellos que han hecho de las pequeñas renuncias el pan cotidiano, y cuyo verdadero holocausto espiritual se ha hecho concreto mediante la máxima expresión de su libertad: la profesión religiosa, los sagrados votos… aquellos lazos que liberan.

[1] Cf. II,II, 186,1

[2] Cf. Lc 5,11; Mt 4,20

[3] Cf. Lc 9,62

[4] Cf. 2 Cor, 8-9

[5] Cf. Mt 19, 21

[6] Cf. Flp 3, 8

[7] Cf. 1 Jn 4, 19

[8] Cf. Mc 12, 30

“Y PENSAR QUE UN DÍA AQUÍ…”

Reflexión desde la casa de santa Ana
Un misionero, si bien a renunciado a todo por seguir su vocación, dejando a menudo la patria, la familia, los amigos, la cultura, la lengua, etc., sigue siendo parte de su familia: es “el hijo que está lejos”, “el hermano a la distancia”, “el amigo que reza”, “el portador de la Buena Nueva que salió de tal lugar”, etc. Pero no es que propiamente renuncie a ella del todo, sino que pasa a formar parte -además- de una familia mucho más extensa, de lazos espirituales que son parte de aquella recompensa prometida a la renuncia por amor a Jesucristo (Cf. Mc 10, 28-31); capaces de fructificar hasta el ciento por uno según sea su fidelidad a la divina voluntad y su “morir al hombre viejo”, para volverse más espiritual en la vida de intimidad con Dios. Y esta renuncia -reiteramos-, si bien implica sacrificios porque está aferrada irrevocablemente a la Cruz, también se encuentra llena de dádivas de lo alto, comenzando por los bienes espirituales de la propia alma para llevar a cabo su misión, el ser testigos del obrar de Dios en los corazones que le han sido encomendados, y gozar de la satisfacción de que se ha hecho la mejor y más segura inversión de la propia vida según la divina disposición. Pero también implica en muchos casos aquellos pequeños detalles siempre impagables, porque son gracias, que fuerzan a la gratitud y a la determinación de traducirla en obras, como es el caso de este santo lugar, erigido en monasterio y llamado con toda propiedad “de la Sagrada Familia”, puesto que aquel pequeño gran detalle de Dios para con sus consagrados aquí, no es otro que el haberlo santificado por medio de la familia que acogió en su regazo al mismo Hijo de Dios, dándole una santísima Madre Virgen, un varón justo en extremo como guardián, y hasta los abuelos de quienes la tradición nos ha dejado sus nombres, habiendo sido ésta antaño su casa y, por lo tanto, morada temporal de quienes santificaron más que nadie el concepto y realidad de “la familia”.
Probablemente fue de paso, por motivos de trabajo (Jesús, María y José), pero también en algún momento como hogar (la Virgen niña, santa Ana y san Joaquín); como sea, el hecho es que un día aquí, donde hoy tenemos una ruina que lo conmemora, estuvo cuando niña quien sería la madre del Redentor, junto a sus padres en amorosa obediencia, riendo y jugando, como lo haría probablemente después su Hijo… y pensar que san José pudo haber tenido aquí algunas de sus herramientas, y a Jesucristo aprendiendo también al modo humano… y todos santificando a la familia.
Siglos después, los cruzados dejarían erigida la basílica en el lugar que antes recibiera a la Sagrada Familia, la cual destruyeron en gran parte los siglos venideros, pero sin impedir que la divina Providencia mantuviera hasta hoy en día el ábside con la gran roca al centro, testigos silenciosos que hasta hoy dan testimonio de que la más santa de las madres y el más justo varón como custodio, pasaron alguna vez por aquí con el Verbo del Altísimo encarnado, que vendría a instituir la gran familia de Dios por medio su Iglesia y de la vida de la gracia.
Encomendamos a sus oraciones a todos aquellos consagrados que se encuentran en lejanas tierras, dándolo todo por el Evangelio; a todos los misioneros que se desgastan por la gloria de Dios y salvación de las almas, y a quienes tienen el oficio de rezar y ofrecer especiales sacrificios por ellos y sus misiones, rogando todos juntos al Dueño de la mies que suscite y envíe operarios a trabajar en su viña…
P. Jason.