Conocimiento de sí

Importante para una seria vida espiritual

P. María Eugenio del Niño Jesús O. C. D.,

tomado de su libro: “Quiero ver a Dios”

El conocimiento propio es el pan con que todos

los manjares se han de comer, por delicados

que sean, en este camino de oración[1]

En el globo de cristal que representa al alma justa, Dios es, para santa Teresa, la gran realidad, el amante que desde las séptimas moradas atrae irresistiblemente su mirada y su corazón.

Sin embargo, observa que Dios no pretende que el alma que le sirve de templo se olvide totalmente de sí misma. Afirma la Santa que para el alma es importantísimo conocerse a sí misma:

«¿No sería gran ignorancia, hijas mías, que preguntasen a uno quién es y no se conociese ni supiese quién fue su padre ni su madre ni de qué tierra? Pues si esto sería gran bestialidad, sin comparación es mayor la que hay en nosotras cuando no procurarnos saber qué cosa somos, sino que nos detenemos en estos cuerpos»[2].

Es el sentido realista de santa Teresa el que habla. Quiere saber antes de obrar; exige conocer las realidades que la envuelven, tener toda la luz posible que la pueda iluminar en su marcha hacia Dios: «Siempre, mientras vivimos, aun por humildad, es bien conocer nuestra miserable naturaleza»[3].

En efecto, ¿cómo podría el alma organizar prudentemente y dirigir su vida espiritual sin conocer el marco interior en el que se tiene que desenvolver? Esto sería exponerse, si no a un completo fracaso, sí al menos a grandes sufrimientos:

«¡Oh Señor, tomad en cuenta lo mucho que pasamos en este camino por falta de saber! Y es el mal que, como no pensamos que hay que saber más de pensar en vos, aún no sabemos preguntar a los que saben, y pásanse terribles trabajos porque no nos entendemos, y lo que no es malo, sino bueno, pensamos que es mucha culpa. De aquí proceden las aflicciones de mucha gente que trata de oración y el quejarse de trabajos interiores, a lo menos mucha parte, en gente que no tiene letras, y vienen las melancolías y a perder la salud y aun a dejarlo todo»[4].

Ciertamente, no se podría ir hacia Dios sin conocer la estructura del alma, sus posibilidades, sus deficiencias y las leyes que regulan su actividad.

Más aún, el conocimiento de lo que somos y de lo que valemos es lo que ante Dios nos permitirá adoptar la actitud de verdad que él exige:

«Una vez estaba yo considerando por qué razón era, nuestro Señor tan amigo de esta virtud de la humildad y púsoseme delante, a mi parecer, sin considerarlo sino de presto, esto: qué es porque Dios es suma Verdad y la humildad es andar en verdad; que lo es muy grande no tener cosa buena de nosotros, sino la miseria y ser nada; y quien esto no entiende, anda en mentira. A quien más lo entienda agrada más a la suma Verdad, porque anda en ella»[5].

El conocimiento de sí mismo, que hace triunfar la verdad en las actitudes y en los actos, es indispensable en todo tiempo, tanto al comienzo como en todos los grados de la vida espiritual:

«Es cosa tan importante este conocernos, que no querría en ello hubiese jamás relajación, por subidas que estéis en los cielos»[6].

Tiene que ser, asimismo, el objeto de nuestras preocupaciones cotidianas:

«Procurad mucho… que en principio y fin de la oración, por subida contemplación que sea, siempre acabéis en propio conocimiento»[7].

La Santa resume su doctrina con esta afirmación clara y acuñada como una máxima:

«En esto de los pecados y conocimiento es el pan con que todos los manjares se han de comer, por delicados que sean, en este camino de oración, y sin este pan no se podrían sustentar»[8].

El conocimiento de sí mismo a la luz de Dios es lo que asegurará a su vida espiritual el equilibrio, que la hará humana al mismo tiempo que sublime, práctica al mismo tiempo que encumbrada.

  1. OBJETO DEL CONOCIMIENTO DE SÍ MISMO

Los textos citados demuestran que santa Teresa tan sólo quiere conocerse para llegar a Dios con mayor seguridad. Casi de modo exclusivo, a la luz de Dios, es como Teresa va a pedir este pan necesario del conocimiento propio. Dios es, a la vez, meta y principio del conocimiento de sí mismo.

Inmediatamente destacaremos, como conviene, este rasgo de tan elevada, importancia práctica. Era necesario destacarlo desde este momento para definir el aspecto particular sobre el que se desarrollará el doble conocimiento de sí mismo que santa Teresa exige a su discípulo, a saber: un cierto conocimiento psicológico del alma y un conocimiento que podemos denominar espiritual, y que se apoya en el valor del alma ante Dios.

  1. Conocimiento psicológico

En una introducción a las Obras de Santa Teresa, M. Emery, restaurador de San Sulpicio después de la Revolución francesa, aseguraba que la reformadora del Carmelo había hecho avanzar la ciencia psicológica más que cualquier filósofo. En sus tratados, en efecto, abundan las descripciones precisas y matizadas del mundo interior del alma y de la vida que en ella hay. La Santa nos descubre en ellas su rica naturaleza, que vibra ante las impresiones del mundo exterior y, más aún, ante los choques poderosos, así como ante las unciones delicadas de la gracia. Estas regiones del alma, que a nosotros nos resultan habitualmente oscuras, para ella son totalmente luminosas:

«Nos importa mucho, hermanas, que no entendamos es el alma alguna cosa oscura; que, como no la vemos, lo más ordinario debe parecer que no hay otra luz interior sino esta que vemos, y que está dentro de nuestra alma alguna oscuridad»[9].

Sin duda alguna, esta luz es la del mismo Dios, que esclarece las profundidades del alma, y, al obrar sobre las diversas potencias, produce en ellas sus efectos, al igual que los rayos del sol, jugando a través de las ramas de un árbol, los enriquece de diferentes tonalidades.

Gracias a su agudo sentido espiritual y a su maravilloso poder de análisis, santa Teresa penetra en este mundo interior, recoge todas sus vibraciones, distingue la actividad y las reacciones de cada una de las facultades y diseca, de alguna forma, al alma misma hasta sus profundidades.

De las obras de santa Teresa se podría extraer un tratado de psicología sugestiva y dinámica, como una lección de las cosas. Nos limitaremos a señalar las verdades psicológicas que parecen más importantes para la vida espiritual.

  1. La primera es la distinción de las facultades. «No consideran que hay un mundo interior acá dentro»[10], escribe la Santa. No todo es tan simple como parece exigir la simplicidad de nuestra alma. Se trata de un mundo complejo y en continuo movimiento, en él se agitan fuerzas en diferentes sentidos. La violencia y la diversidad de tales movimientos, bajo la acción de Dios, fueron para santa Teresa causa de angustias. La explicación sobre la distinción de las facultades, cada una con su actividad propia, le resultó luminosa:

«Yo he andado en esto de esta barahúnda del pensamiento bien apretada algunas veces, y habrá poco más de cuatro años que vine a entender por experiencia que el pensamiento –o imaginativa, porque mejor se entienda– no es el entendimiento y preguntélo a un letrado y díjome que era así; que no fue para mí poco contento; porque, como el entendimiento es una de las potencias del alma, hacíaseme recia cosa estar tan tortolito a veces, y lo ordinario vuela el pensamiento de presto, que sólo Dios puede atarle»[11].

  1. La acción de Dios le permite distinguir dos regiones en su alma: una región exterior y ordinariamente más agitada, en la que se mueven la imaginación, que crea y proporciona las imágenes, y el entendimiento, que razona y discurre (estas dos facultades son volubles y no permanecen mucho tiempo encadenadas, incluso por una acción poderosa de Dios); y otra región más interior y más tranquila, donde se encuentran la inteligencia propiamente dicha, la voluntad y la esencia del alma, más cercanas de la fuente de la gracia, más dóciles también a su influencia y que permanecen sumisas con mayor facilidad, a pesar de las agitaciones exteriores.

Tal distinción entre lo exterior y lo interior, entre sentido y espíritu, que encontramos con terminologías diferentes en todos los autores místicos[12], le facilitará el ofrecer una doctrina precisa sobre la actitud interior que se debe tener en la contemplación cuando Dios arrebata el fondo del alma, mientras el entendimiento y de modo especial la imaginación se hallan en continua agitación:

«Yo veía –a mi parecer– las potencias del alma empleadas en Dios y estar recogidas con él, y por otra parte el pensamiento alborotado traíame tonta…

Y así como no podemos tener el movimiento del cielo, sino que anda aprisa con toda velocidad, tampoco podemos tener nuestro pensamiento, y luego metemos todas las potencias, del alma con él y nos parece que estamos perdidas y gastado mal el tiempo que estamos delante de Dios; y estáse el alma por ventura, toda junta con él en las moradas muy cercanas y el pensamiento en el arrabal del castillo padeciendo con mil bestias fieras y ponzoñosas…

Escribiendo esto, estoy considerando lo que pasa, en mi cabeza… No parece sino que están en ella muchos ríos caudalosos y, por otra parte, que estas aguas se despeñan; muchos pajarillas y silbos, y no en los oídos, sino en lo superior de la cabeza, adonde dicen que está lo superior del alma… Porque con toda esta barahúnda de ella no me estorba a la oración ni a lo que estoy diciendo, sino que el alma se está muy entera en su quietud y amor y deseos y claro conocimiento»[13].

De esta experiencia deduce la Santa la conclusión de que «no es bien que por los pensamientos nos turbemos ni se nos dé nada»[14].

  1. El vuelo del espíritu pone a santa. Teresa frente a otro problema psicológico, menos importante, que los anteriores para la vida espiritual, pero más arduo, y cuyo solo enunciado revela la penetración de su mirada. Es el siguiente: ¿Hay distinción entre el alma y el espíritu, entre la esencia del alma y la potencia intelectual?

Ciertas corrientes filosóficas le responden que son lo mismo. Y, sin embargo, ella se da cuenta, a un mismo tiempo, de que en el vuelo del espíritu «el espíritu, parece sale del cuerpo, y, por otra parte, claro está que no queda esta persona muerta»[15]. ¿Cómo explicar este fenómeno? Cuánto le gustaría tener ciencia para llegar a ello. A falta de ella, ilustrará el problema con una comparación:

«Muchas veces he pensado si como el sol, estándose en el cielo, que sus rayos tienen tanta fuerza que, no mudándose él de allí, de presto llegan acá, si el alma y el espíritu, que son una misma cosa, como lo es el sol y sus rayos, puede, quedándose ella en su puesto, con la fuerza del calor que le viene del verdadero Sol de justicia, alguna parte superior salir sobre sí misma»[16].

  1. Conocimiento espiritual

El espiritual necesita algunas nociones psicológicas para evitar sufrimientos y dificultades; sin embargo, le importa mucho más tener el conocimiento, que, llamamos espiritual, y que: le revela lo que él es ante Dios, las riquezas sobrenaturales de las que está adornado, las tendencias perversas que le obstaculizan su movimiento hacia Dios.

Si el conocimiento psicológico es útil para la perfección, el conocimiento espiritual forma parte de la misma, pues alimenta la humildad y se confunde con ella. De esta última, precisamente, afirma santa Teresa que es el pan con el que hay que comer todos los demás alimentos, por delicados, que sean.

La acción divina, por medio de los diversos efectos, producidos en el alma, ha revelado la organización del mundo interior. Sólo bajo la luz de Dios podemos explorar ya el triple dominio de este conocimiento espiritual de sí mismo.

  1. a) Lo que somos ante Dios

Dios es amigo del orden y de la verdad, dice santa Teresa. El orden y la verdad exigen que nuestras relaciones con Dios se basen en lo que él es y en lo que somos nosotros.

Dios es el Ser infinito, nuestro Creador. Nosotros somos seres finitos, criaturas suyas, que dependemos en todo de él.

Entre Dios y nosotros está el abismo que separa el Infinito de lo finito, el Ser eterno y subsistente por sí mismo de la criatura llegada a la existencia en el tiempo.

La intimidad a la que Dios nos llama no llena este abismo. Ahora y siempre, Dios será Dios, y el hombre, aun divinizado por la gracia, será una criatura finita.

Sobre este, abismo del Infinito la razón proyecta algunos resplandores, la fe, algunas luces. Los dones del Espíritu Santo ofrecen alguna experiencia sobre el particular. Al inclinarse sobre este abismo, aprecia el alma oscuramente lo que ella es en la perspectiva del Infinito. «¿Sabes, hija mía, quién eres tú y quién soy yo?», decía nuestro Señor a santa Catalina de Sena. «Tú eres la que no eres; yo soy el que soy»[17].

Santa Teresa llama reales a las almas que, en el resplandor de una iluminación o en el abrazo rápido de una acción divina, han percibido algo de este abismo del Infinito divino. Deseaba ella este conocimiento para los reyes, para que tomaran conciencia del valor de las cosas humanas y descubrieran su deber en esta perspectiva del Infinito.

Ninguna criatura jamás ha podido asomarse a este abismo como lo hizo Cristo Jesús; su mirada, iluminada en la tierra por la visión intuitiva, era prodigiosamente penetrante; pero también él se perdía en la inmensidad infinita de la divinidad que habitaba corporalmente en él. Tal espectáculo le sumergía en unas profundidades de adoración jamás alcanzadas: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón», decía bajo el peso suave de la unción que le penetraba.

Nadie podrá ser humilde ante Dios como lo fue Cristo Jesús o, incluso, como la Virgen María, porque nadie ha medido como ellos el abismo del Infinito que separa al hombre de su Creador.

Y aun así, Jesús y María eran de una pureza perfecta. Nosotros, en cambio, somos pecadores. Hemos usado nuestra libertad para rechazar obedecer a aquel de quien dependemos de una manera absoluta en todos los instantes de nuestra existencia. La criatura, merecedora de ser llamada «nada» ante el Ser infinito, desafía a Dios despreciando voluntariamente sus derechos, desafío que parecería ridículo si Dios no le hubiera concedido el privilegio de entorpecer la realización de sus designios providenciales. El pecado, que es una ingratitud, un crimen de lesa majestad, se convierte así en un desorden en la creación.

El pecado desaparece con el perdón divino. Haber pecado supone un hecho que demuestra la maldad de nuestra naturaleza.

Esta ciencia de la trascendencia divina, en la que aparece la nada de la criatura y el verdadero rostro del pecado, es la ciencia por excelencia del contemplativo. ¿Qué ha contemplado si no conoce a Dios? Y si no conoce su nada, es que no ha encontrado a Dios. Pues quien verdaderamente ha estado en contacto con Dios ha experimentado en su ser la extrema pequeñez y la profunda miseria de nuestra naturaleza humana.

Este doble conocimiento del todo de Dios y de la nada del hombre es, fundamental para la vida espiritual, se desarrolla con ella y, en expresión de santa Ángela de Foligno, constituye la perfección en su grado más eminente[18]. Dicho conocimiento crea en el alma una humildad básica que nada podrá perturbar, y la pone en una actitud de verdad que atrae todos los dones de Dios.

Al leer los escritos de santa Teresa, se tiene la impresión de que está constantemente inclinada sobre ese doble abismo. En múltiples contactos con Dios, le conoció experimentalmente hasta que, llegada al matrimonio espiritual, tuvo de él una visión intelectual casi constante.

Con esta doble luz encuentra la: Santa ese profundo respeto a Dios, ese conmovedor temor de humilde servidora de su Majestad y ese horror al pecado, que tan bien se alían con los ardores y con los impulsos de su amor audaz de hija y de esposa. Esta ciencia del Infinito, expresada a. veces en términos enérgicos, inspira todas sus actitudes, se revela en sus juicios y sus consejos y consigue que, de su alma se eleve siempre ese perfume suave de la humildad sencilla y profunda, libre y sabrosa, que es uno de sus más sobrecogedores encantos.

  1. b) Riquezas sobrenaturales

El conocimiento de sí mismo no debe revelarnos un único aspecto de la verdad, aunque se trate de un aspecto fundamental, como lo es el de la nada de la criatura ante el Infinito de Dios. Tiene que asegurar en nosotros el triunfo de toda la verdad, aunque ésta revele contrastes desconcertantes, pues tales contrastes existen ciertamente en el hombre.

Insignificante criatura ante Dios y con frecuencia sublevada, ha sido hecha, con todo, a imagen de Dios y ha recibido una participación de la vida divina. Es hija de Dios y capaz de realizar las operaciones divinas de conocimiento y amor, y está llamada a ser perfecta como lo es su Padre del cielo.

Santa Teresa pide que no se rebajen en modo alguno estas verdades que constituyen la grandeza del alma:

«Las cosas del alma siempre se han de considerar con plenitud y anchura y grandeza, pues no le levantan nada, que capaz es de mucho más que podremos imaginar»[19].

Así la Santa no duda en emplear las más brillantes comparaciones para darnos una idea del «gran valor»[20], de la sublime dignidad de la belleza del alma, que es «el palacio adonde está el Rey»[21]. El alma es «como un castillo todo de un diamante o muy claro cristal»[22]. Dios hace de ella un cristal resplandeciente de claridad, un «castillo tan resplandeciente y hermoso, esta perla oriental, este árbol de vida que está plantado en las mismas aguas vivas de la vida que es Dios»[23]. «No hallo yo –añade– cosa con qué comparar la gran hermosura de un alma y la gran capacidad»[24].

El cristiano tiene que conocer su dignidad y en modo alguno ignorar el valor de las gracias especiales que ha recibido.

Nunca minimiza santa Teresa los favores espirituales, los progresos realizados, incluso cuando dejan entrever numerosos defectos, como en las terceras moradas. Hablando del alma que goza de la oración de quietud, afirma que «va mucho en que el alma que llega aquí conozca la dignidad grande en que está»[25]. No consiente que el alma ignore las grandes esperanzas” contenidas en la gracia recibida:

«Y alma a quien Dios le da tales prendas, es señal que la quiere para mucho: si no es, por su culpa, irá, muy adelante»[26].

El alma que ha recibido favores tan grandes debe tenerse en alta estima. La verdadera humildad triunfa en la verdad. Escribe la Santa: «De esto tengo grandísima experiencia y también la tengo de unos medio letrados espantadizos, porque me cuestan muy caro»[27].

La verdad libra de los peligros, ayuda «porque no sean engañadas –las almas–, transfigurándose el demonio en ángel de luz»[28]; alimenta la acción de gracias y provoca al esfuerzo de fidelidad que exige la gracia recibida.

  1. c) Tendencias malsanas

En este castillo interior iluminado por la presencia de Dios, junto a las riquezas sobrenaturales santa Teresa descubre una muchedumbre de «culebras y víboras y cosas emponzoñosas»[29], «tan ponzoñosas y peligrosa su compañía y bulliciosas, que por maravilla dejarán de tropezar en ellas para caer»[30].

Estos reptiles representan las fuerzas del mal instaladas en el alma, las tendencias malsanas, consecuencia del pecado original. Tales tendencias son fuerzas temibles que no pueden menospreciarse. Justamente, constituyen uno de los objetos más importantes del conocimiento de sí mismo.

Creados en estado de justicia y santidad, nuestros primeros padres habían recibido no solamente los dones sobrenaturales de la gracia, sino los dones preternaturales (dominio de las pasiones, preservación de la enfermedad y de la muerte) que aseguraban la rectitud y la armonía de las potencias y facultades de la naturaleza humana. Privada de los dones sobrenaturales y preternaturales por el pecado de desobediencia; la naturaleza humana quedó intacta, pero fue herida, sin embargo, por esta privación. Desde entonces se afirma y aumenta la dualidad de fuerzas divergentes del cuerpo y del espíritu. Hasta que las separe la muerte, cada una reclama sus propias satisfacciones. El hombre descubre en él la concupiscencia o fuerzas desordenadas de los sentidos, el orgullo del espíritu y de la voluntad, o exigencias de independencia de estas dos facultades. En la naturaleza humana se instaló un desorden fundamental.

Adán y Eva transmitirán a su descendencia la naturaleza humana como la dejó su pecado, es decir, privada de los dones superiores que la completaban. Dicha privación, junto con las tendencias desordenadas que favorece, recibe el nombre de pecado original.

Estas tendencias adquirirán formas particulares conforme a la educación recibida, al medio frecuentado, a los pecados cometidos, a los hábitos contraídos. Establecidas de este modo las tendencias, arraigarán, a su vez, en el ser físico por la herencia, como fuerzas poderosísimas o incluso como leyes ineludibles.

En consecuencia, en cada alma, entre las tendencias que acompañan al pecado original, las hay dominantes, que parecen captar las energías del alma en provecho propio. Su exigencia puede llegar a ser extrema; aun siendo menos violentas, constituyen potencias tan temibles que es imposible que el alma no sea arrastrada a numerosas caídas[31].

Estas tendencias ejercen un reinado casi pacifico en el alma en las primeras moradas. Combatidas en las segundas moradas, se exasperan y hacen sufrir. La victoria lograda sobre el dominio exterior en las terceras moradas les deja su fuerza interior. Se alimentan entonces de manjares de más humilde apariencia y reaparecerán vivas en el plan espiritual cuando se les descubra la luz de Dios.

San Juan de la Cruz nos señalará entonces sus efectos, especialmente el efecto privativo de la tendencia que elimina a Dios y su acción en la región en que ejerce su dominio:

«Porque eso me da que una ave esté asida a un hilo delgado que a un grueso, porque, aunque sea delgado, tan asida se estará a él como al grueso, en tanto que no le quebrare para volar»[32].

Sea cual sea la tendencia voluntaria y la pequeñez de su objeto, no se podrá realizar la unión.

El Santo nos dirá con detalle cómo «los apetitos cansan al alma, y la atormentan, y oscurecen, y la ensucian, y la enflaquecen»[33].

Toda la ascesis espiritual está motivada por los apetitos. Para ver la necesidad de dicha ascesis, para orientarla eficazmente, el espiritual debe conocer sus tendencias, especialmente sus tendencias dominantes.

El conocimiento propio no tendrá dominio más complejo y más variable, más doloroso y, al mismo tiempo, más útil que conocer que estas tendencias malsanas, «estas bestias tan ponzoñosas…, tan peligrosas…, tan bulliciosas» que todas las almas tienen, que han hecho gemir a los santos y que nos recuerdan sin cesar nuestra miseria, nos provocan a un combate incesante.

[1] Vida 13, 15.

[2] 1M 1, 2.

[3] Vida 13, 1.

[4] 4M 1, 9.

[5] 6M 10, 7.

[6] 1M 2, 9.

[7] Camino de perfección 39, 5.

[8] Vida 13, 15.

[9] 7M 1, 3.

[10] 4M 1, 9.

[11] Ibid:, 1, 8.

[12] San Juan de la Cruz describe una experiencia muy profunda de esta distinción entre la parte espiritual elevada y la parte sensitiva inferior, en Noche oscura, libro II, 24.

[13] 4M 1, 8.9.10.

[14] Ibid., 1,11.

[15] 6M 5, 7.

[16] Ibid., 5, 9.

[17] Diálogo X.

[18] «¡Conocerse, conocer a Dios!, he ahí la perfección del hombre… Aquí, toda inmensidad, toda perfección y el bien absoluto; allí, nada; conocer esto, he ahí el fin del hombre… Estar eternamente inclinada sobre el doble abismo, ¡he aquí mi secreto!» (SANTA ANGELA DE FOLIGNO, trad. Helio, cap. 57).

[19] 1M 2,8..

[20] Ibid., 1, 1.

[21]  Ibid., 2, 8.

[22] Ibid., 1, 1.

[23] Ibid., 2, 1.

[24] Ibid., 1, 1.

[25] Vida 15, 2.

[26] Camino de perfección 31, 11.

[27] 5M 1,8.

[28] Ibid., 1, 1.

[29] 1M 2, 14.

[30] 2M 1, 2.

[31] De estas tendencias hay algunas fijadas en nosotros por herencia, que parecen tener siglos de existencia. Parece que resisten todos los asaltos y, aun mortificadas en todas sus manifestaciones exteriores, levantan, a veces, marejadas que parecen llevarse todo tras de sí.

[32] Subida del Monte Carmelo 1, 11, 4.

[33] Ibid., 1, 6, 5.