Es María la Nube fecunda que trae a Dios a nuestra alma…
P. Gustavo Pascual, IVE.
La nube es otra figura de la Santísima Virgen. Pero no una nube cualquiera sino una nube fecunda.
Por el cielo vemos pasar distintas variedades de nubes: las hay muy pequeñas, que nunca crecen sino, por el contrario, se desarman y son estériles. Hay otras que vienen cargadas y aparecen terribles, negras y ruidosas, rodeadas de rayos y que precipitan en granizo y no son beneficiosas sino perjudiciales. Las hay, finalmente, cargadas, inmensas y que precipitan en lluvias fecundas, en bienes para la tierra sedienta.
No hay cosa mejor para la tierra que la lluvia. Ella hace crecer la semilla y hace dar fruto. Sin la lluvia la tierra se vuelve estéril y se manifiesta muerta.
La palabra de Dios es como la lluvia que siempre produce frutos. Dios la envía a la tierra con ese fin y nunca vuelve a Dios vacía, sino que lleva frutos.
La palabra de Dios, el Verbo de Dios, ha sido derramada sobre la tierra, ha sido dada a los hombres por medio de María. Ella es la nube fecunda que ha destilado el mejor bien para los hombres que es Jesucristo. Y por este bien nos vienen todos los bienes.
Jesús con su redención nos ha dado el Cielo, nos ha dado a Dios mismo, el mejor de los bienes.
Dice Santa Teresa hablando de la oración que cuando está en su cumbre es como la lluvia que Dios envía. Sin fatiga nuestra empapa nuestra vida interior y la hace producir muchos frutos. Esto se puede aplicar a la vida espiritual. Cuando Dios obra en el alma, cuando Dios fecunda el alma, cuando Dios viene y habita en el alma, nuestra alma se vuelve terreno bueno, campo que da el ciento por uno.
Es María la Nube fecunda que trae a Dios a nuestra alma. Sin fatigas de nuestra parte, ella, cuando nos entregamos en sus brazos, nos da a Jesús y con Él todos los bienes.
Como el panal destila miel y la flor néctar así la Santísima Virgen destila bienes a los hombres.
Todas las gracias nos vienen por María. Así lo ha querido Dios. Ella nos trajo al Autor de la gracia y con Él todas las gracias.
María es mediadora de todas las gracias. Es la que distribuye las gracias conseguidas por Jesús. Una por una ella las distribuye entre los hombres.
La nube es impulsada por el viento y precipita allí donde el viento la lleva. El viento es el Espíritu Santo y la nube es María. Esta nube fue movida por el Espíritu Santo para dar una respuesta acertada a la embajada del ángel. Por su sí el Espíritu Santo la cubrió con su sombra y ella concibió al Verbo Encarnado. Por obra del Espíritu Santo la Virgen comenzó a ser Madre y de nube infecunda se convirtió en nube colmada de bienes.
Esta Nube fecunda se deja arrastrar también ahora por el viento del Divino Espíritu y derrama sobre cada hombre los bienes que Dios tiene dispuesto derramar por ella.
María no se mueve sino por el impulso de su Divino Esposo. De María debemos aprender la fidelidad al Espíritu Santo porque Él nos llevará por el camino de la santidad y nos hará también a nosotros nubes fecundas que den muchos frutos.
Y es notable que, aunque la nube puede precipitar en distintos lugares, según se den las condiciones atmosféricas, por lo general precipita en zonas determinadas y así se forman zonas fértiles y aptas para el cultivo, zonas donde es la lluvia la fuente única de riego, zonas donde la tierra se vuelve fértil y fecunda.
María va formando a los predestinados, a los que ella quiere formar o mejor dicho moldear siguiendo en esto la voluntad de Dios, pero de parte de los hombres esta nube generosa requiere una disposición: la total apertura para ser regada, para que ella derrame una lluvia copiosa de bienes en ellos. No puede derramar su lluvia sobre aquellos que no la desean o que rechazan la fecundidad de esta nube o niegan su grandeza y riqueza. Sólo la tierra sedienta de Dios y de la lluvia es apta para ser regada por el agua de esta nube. La tierra de estas zonas espera pacientemente la lluvia para hacer crecer la semilla y llevar frutos y la nube se derrama con profusión, en la medida del anhelo de la tierra.
Y después de la lluvia, ¡qué hermoso se vuelve el lugar! ¡qué nítido! ¡qué transparente! Desaparece todo el polvo en suspensión, se precipitan las partículas espurias del aire y todo se vuelve claro y luminoso. Además, se siente un perfume en el aire, perfume a tierra mojada. La naturaleza expande sus aromas y hace agradable el paraje.
Así ocurre con las almas fecundadas por María. Se vuelven claras y limpias, transparentes, puras, graciosas, cristalinas y esparcen el buen olor de Cristo, el olor del alma llena de Dios, del alma colmada de esperanza, del alma que promete abundantes frutos.