Cuando ninguna voz se alzó para defenderlo

JESUCRISTO EN EL PRETORIO

Y ellos volvieron a gritar: “Crucifícale”. Y les decía:

“¿Pues qué mal es el que ha hecho?”

Mas ellos gritaban con mayor fuerza: “Crucifícale”.

Al fin Pilatos, deseando contentar al pueblo, les soltó a Barrabás,

y a Jesús, después de haberle hecho azotar,

se lo entregó para que fuese crucificado. (Mc 15, 13-15)

A lo largo de la historia de la humanidad, a menudo las verdades son precedidas por misterios, es decir, secretos u oscuridades que por fuerza nos hacen ir en busca de la verdad para esclarecerla y darla a conocer, compartirla, degustarla y enriquecernos con ella. Pero también es cierto que existen algunos misterios tan profundos que parecieran quedar siempre revestidos de tinieblas, por más luz que arrojemos sobre ellos y aun cuando, de hecho, podamos seguir sacándoles las verdades que se han ido como gestando entre sus tinieblas… y, aun así -reiteramos-, parte de ellos seguirán siendo siempre un gran enigma. Tal es el caso de día fatal que contempló con indecible pena a nuestro Señor Jesucristo ante Pilatos y ante la fatídica multitud, que terminó pidiendo la infame sentencia de muerte del mismísimo Autor de la vida.

Sabemos bien que la Escritura debía cumplirse, tal como estaba escrito y como había confirmado y reiterado este Varón de dolores llevado como oveja al matadero; pero qué difícil es detenerse a contemplar a nuestro Dios hecho hombre, salvador y redentor, aclamado como Rey pocos días atrás, bajo este manto de injusticia e impiedad. “Hosana, hijo de David”, le decían el Domingo anterior, multitudes que llegaban a Jerusalén para la Pascua; hombres y mujeres, jóvenes, ancianos y niños; tal vez algunos sanados por Él; quizás conocidos de aquellos que habrían recibido de Jesús alguna gracia; entusiastas oyentes de sus prodigios o devotos admiradores de su doctrina; sea como fuere, el hecho es que se habla también de multitudes, que llegan a la ciudad santa proclamando la entrada triunfal de este hombre extraordinario, del que hablaba como nadie y con una autoridad que deslumbraba tanto como sus prodigios; Aquel mismo que se había abierto paso entre los presentes cuando quisieron quitarle la vida, y al cual los sumos sacerdotes y escribas no se habían animado a ponerle las manos encima por temor a quienes “lo seguían”, y que no eran pocos: no solamente los doce, sino también las santas mujeres y los demás discípulos, y hasta algunos curiosos -¿por qué no?-; y, sin embargo, inexplicablemente, “oscuramente”, ahora es entregado a la muerte también por multitudes…, ¡pero qué multitudes son estas!: ¿dónde están los de las palmas en las manos, los mantos en el suelo y los “hosanas” en sus labios?; ¿dónde están sus íntimos; los que lo seguirían hasta la muerte?; ¿no hay ninguno cerca, acaso, que gracias a Él ahora pueda ver o caminar?; ¿dónde está el de la mano seca?, ¿dónde fueron los leprosos sanados?; ¿tan lejos de su sanador llegó acaso el paralítico?, ¿no hay siquiera uno, cuyos oídos se hayan abierto para oír esta injusticia, que se conmueva de Jesús?; ¿o alguno cuya lengua se hubiera soltado para poder decir ¡basta ya!? …ningún intercesor, ¡ninguna voz se alzó para defenderlo!; callaron las muchedumbres cuando había que abogar por Él, por malicia, cobardía, coacción, ¿ignorancia?; ¡pero gritaron para condenarlo! …mientras Cristo calla, por fidelidad al plan divino, por salvar a los culpables, por compasión con los pecadores; por amar hasta el extremo.

En esta terrible escena, donde el péndulo de la culpa oscila entre los que pedían a gritos la muerte del Salvador y aquellos otros que guardaron silencio en lugar de defenderlo, debemos considerar aquel destello de verdad que viene iluminar nuestras acciones, nuestro modo de proceder; pues si bien nosotros en cuanto creyentes no pediremos, obviamente, la condena de nuestro Redentor, sin embargo, aún corremos el riesgo de no levantar lo suficiente nuestras voces para ponernos de su parte; de ser de aquellos favorecidos por su gracia que pasaron desapercibidos entre el tumulto de la infamia; de aquellos que escondieron la lámpara de la luz del Evangelio bajo el celemín del respeto humano, o aquellos cuyo amor por el Hijo de Dios que nos vino a salvar en persona, no llega a arder como debiera entre la oscuridad, para iluminar a los demás y dar a conocer con qué leño ha sido encendido, y hasta dónde es capaz de abrasar el fuego del corazón del Siervo sufriente, que “ardientemente” ha deseado inaugurar la nueva Pascua con su propio sacrificio, por medio de la cruz, y aceptando este designio misterioso de pagar nuestro rescate asumiendo, ¡Él, el más inocente!, nuestra culpa y nuestro castigo.

Reflexionemos con profundidad, ofrezcamos a Dios reparación con sinceridad, y cambiemos en nosotros esta terrible actitud contra Jesús que ahora contemplamos, de tal manera que de aquí en adelante estemos siempre, fielmente, de su parte.

“A todo el que me confesare, pues, delante de los hombres, también le confesaré Yo delante de mi Padre, que está en los cielos; y al que me negare delante de los hombres, también le negaré Yo delante de mi Padre, que está en los cielos” (Mt 10, 32-33)

 

P. Jason, IVE.

El Sagrado Corazón camino a su pasión

Comenzando la Semana Santa

Y pensar que un día el hombre le negó su corazón a Dios… porque eso es el pecado. Y qué irónico que, por buscarse a sí mismo, terminó dándole su corazón a las creaturas, amando libremente aquello que le quita los ojos del Cielo y lo ata a la tierra, como un prisionero que acaricia sus cadenas o un animal abrazado a su jaula… porque eso es el pecado. Fue así que, el hombre decidió emprender su propio camino al margen de Dios, prefiriendo abandonarlo y olvidando que este buen Padre siempre lo seguirá de cerca, porque Dios jamás se desentiende de nosotros, su corazón de padre no se lo permite; al punto de que, para recuperar el amor del corazón del hombre, Él mismo en la persona del Hijo decidió asumir la humanidad… con su correspondiente corazón. Y como éste es para amar, el Sagrado Corazón no deja de hacerlo con intensidad por cada una de nuestras almas, y eso es exactamente lo que ahora consideramos: al Sagrado Corazón del Hijo de Dios que no se anda con pequeñeces, porque todo lo hace en grande, y ama si restricciones y arremete con fuerza contra nuestras excusas, nuestra tibieza, nuestros defectos y hasta contra nuestros pecados, ¡y cómo no, si ni siquiera las heridas de una lanza pudieron detenerlo para volver a latir y retomar la vida que desea comunicarnos!

Estamos apunto de comenzar la Semana Santa, conmemoración y participación del acontecimiento que pondría de manifiesto aquel amor hasta el extremo del Sagrado Corazón de Jesucristo, cuyos latidos son divinos y cuya razón somos nosotros; un Corazón que hoy, como siempre, desea ser correspondido, desea ocupar el lugar central y reinar en nuestros corazones a partir del sacrificio más grande de todos ofrecido a su Padre por nosotros, porque Jesús, como dice san Alberto Hurtado: “Quería, delante de su Padre, en el silencio y en la soledad, reunir en su corazón misericordioso toda la miseria humana para hacerla más y más suya, para sentirse oprimido, para llorarla. Él quería, en su vida de hombre, afirmar el derecho soberano de la divinidad. Él quería, como cabeza de la humanidad, unirse más íntimamente a cada existencia humana, fijar su mirada en la historia del mundo que venía a salvar.”; y el Triduo Pascual es justamente para que nosotros, especialmente ahora, tomemos parte de esta culminación de la vida terrena del Hijo de Dios, contemplándolo y acompañándolo en su camino hacia el Calvario, compadeciéndonos del castigo que viene sufrir en lugar de nosotros, y buscando aquella sintonía de corazones que alcanzaron los grandes santos a “fuerza amorosa” de meditar en su sagrada Pasión, de detenerse en sus heridas y adentrarse en los dolores más profundos de su alma.

También ahora el Padre celestial está mirando, cerniendo igualmente sobre sus hijos adoptivos su mirada, contemplando aquellos corazones que deciden regresar a su regazo, y alegrándose con Él el mismo Cielo por cada pecador que se convierte, que se retracta de su mala conducta, que se decide a cambiar para mejor y determina con su vida amar en serio a su Dios, que siendo hombre y “sin aspecto humano” (Is 53, 2), debido a sus heridas, continúa adelante hacia el Calvario, sin darle la espalda al misterioso designio de salvación que ha forjado la cruz en la cual nos regalará hasta su último latido; porque Dios jamás deja las cosas a medias animado por el amor y la certeza absoluta de que su entrega dolorosa no es en vano sino para aquellos que decidan ignorarla, pero que para quienes comprendan que la cruz ha sido el instrumento de la divina Misericordia para nuestra salvación, y se decidan a acompañar de cerca a Jesucristo en su Pasión, se convierte en esperanza, redención y santificación en esta vida, coronándola con la felicidad del que se sabe beneficiario de esta divina compasión que llega hasta la justificación ante el Padre.

Acompañemos en este Triduo Pascual a nuestro Señor, refugiémonos en este Sagrado Corazón que será traspasado y en su herida nos ofrecerá un lugar para habitar. Escuchemos sus latidos y sencillamente correspondámosle, como Él espera, como Él desea.

“Levántate, oh alma amiga de Cristo. No ceséis en vuestra vigilia, pegad vuestros labios a este Corazón para que allí podáis sacar las aguas de las fuentes del Salvador”. (San Buenaventura)

 

P. Jason, IVE.

Si el grano de trigo no muere…

Sobre el sentido del sacrificio

Homilía Domingo 5º de Cuaresma, Ciclo B

Queridos hermanos:

En el Evangelio que acabamos de escuchar, nuestro Señor Jesucristo, parece sintetizar todo el significado de la cuaresma en un solo versículo, cuando dice: «si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto.» (Jn 12, 24). Y decimos que en este versículo se resume el significado de la cuaresma porque, como toda la Sagrada Escritura, estas palabras tan breves en extensión tienen un sentido muy profundo que se fundamenta en el hecho de ser palabra de Dios.

si el grano de trigo muere… da mucho fruto”, esto tenemos que aplicarlo en sentido espiritual, a la muerte a nosotros mismos que a cada uno de nosotros nos exige la vida de la gracia, y más aún, la misma sangre de Cristo, que compró la salvación de cada uno de nosotros. Esta muerte que se nos exige, la conocemos también con el nombre de “sacrificio”, y es justamente Jesús quien ha venido a llenar de sentido la realidad inevitable del sacrificio en nuestras vidas.

Cuando Adán y Eva pecaron, perdieron todos los dones preternaturales y entró en la tierra el sacrificio como castigo por la ofensa hecha Dios: el hombre debía ganar el pan con el sudor de su frente. Apareció también la enfermedad, el dolor (en el plano corporal), el sufrimiento (en el orden espiritual), dificultad, la muerte, etc.; y toda la vida del hombre se volvió llena de sacrificios. En otras palabras, el sacrificio era solamente una pena más para la humanidad.

Pero cuando vino el Hijo de Dios al mundo, para manifestar la fuerza de su poder, quiso servirse misteriosamente del mismo sacrificio para salvarnos, y es así que Jesucristo llenó la palabra y el hecho del sacrificio, de un significado completamente nuevo, y a partir del más grande de todos, que fue el de la cruz, donde el Hijo de Dios conquistó la salvación de todos los hombres y mujeres de todo el mundo y de todos los tiempos. A partir de Jesucristo, el sacrificio ya no tiene un sentido solamente penal, sino que se llenó además de un misterioso, y más profundo, “sentido redentor”.

Cada vez que nosotros unimos nuestros sacrificios a los de Cristo, nos vamos haciendo más agradables a Dios y a su vez él nos va llenando de bendiciones, por más que muchas veces no veamos las gracias que Él nos concede; porque Jesucristo, como hemos dicho, transformó el sentido del sacrificio a tal punto que nos lo dejó como signo de su amor por nosotros, y esto la santa Iglesia y todos nosotros lo hemos entendido tan bien que, de hecho, nuestro signo como cristianos católicos es el crucifijo, es decir, el sacrificio del Hijo de Dios por nosotros, expresión máxima del amor hasta el extremo.

Los beneficios del sacrificio ofrecido a Dios son muchos, nombremos algunos:

– Nos ayuda a expiar y reparar nuestros pecados y, por lo tanto, nos quitan tiempo de purgatorio.

– También nuestros sacrificios nos hacen más semejantes a Jesucristo y, por lo tanto, en este sentido nos santifican.

– Además el sacrificio fortalece nuestra voluntad contra el pecado.

– Nos ayuda a morir a nuestros desordenes afectivos para aspirar mejor a las realidades espirituales.

– Nos hace ganar méritos tanto para nosotros como para otras almas.

– y, en definitiva, nos hacen participar de la cruz que es, como sabemos, la única llave para entrar en el Cielo.

Por eso Jesucristo ha dicho que, si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto, porque el sacrificarse es una especie de muerte espiritual, y es justamente el tipo de muerte que produce esos frutos abundantes de los que nos habla Jesús en los evangelios: es morir a lo malo, a lo desordenado, a lo torcido, a lo incorrecto, a lo mediocre, a lo triste y pusilánime, a lo que estanca al alma y no le permite volar hacia la santidad.

Pensemos, por ejemplo, en los grandes sacrificios de los mártires, que soportaron la muerte del cuerpo para ganar la vida del alma; o en las lágrimas de santa Mónica que después de tantos años dieron como fruto a uno de los santos más grandes de la Iglesia, su hijo san Agustín; o el fruto de los sacrificios de tantos misioneros que en medio de grandes dificultades, largos viajes y peligros, enfermedades, torturas, etc., finalmente fructificaron la evangelización y conversión de pueblos enteros a la fe y su consecuente santificación; o hasta más cercano y cotidiano aún: ¿quién puede ignorar los sacrificios de los padres y las madres para educar cristianamente a sus hijos?, ¿las horas en vela y compañía de nuestros enfermos?, ¿las largas jornadas de trabajo para llevar el sustento a nuestra familias?…, y todas aquellas cosas que nos gustan y son buenas a las cuales renunciamos para ir tras las mejores, las de mayor peso para la eternidad, como esa sencilla hora a la semana para asistir a la santa Misa que tal vez hubiera sido un pequeño descanso, o ese sacrificio de nuestro orgullo para realizar una buena confesión, o esos minutos ofrecidos a la Madre de Dios para regalarle un ramo de rosas mediante el rezo del santo rosario, o ese tiempito que dedicamos a examinar nuestra conciencia para corregirnos y ser mejores de allí en adelante, etc.

Siempre los sacrificios, cuando son ofrecidos a Dios como corresponde, alcanzan abundantes frutos. ¿Qué significa que sean ofrecidos como corresponde?, significa ofrecerlos por los mismos motivos que Cristo: por amor, no por conveniencia egoísta o vanidad, sino sólo por amor a Dios. Y teniendo siempre presente que los frutos muchas veces no los veremos, sino que los sembramos para que otros los cosechen -nos referimos a los frutos de este mundo, claro, porque los frutos del cielo los recibiremos en la otra vida-.

En definitiva, el gran medio de seguimiento de Cristo que es siempre eficaz para santificarnos y producir frutos abundantes, es seguirlo sacrificándonos con Él en la cruz (en nuestra cruz de cada día).

Escribía san Alberto Hurtado como con los labios Jesucristo: «Para que siguiéndome en la pena, ya lo sabes: El que quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame… El grano de trigo, si no muere se queda solo; si a mí me han perseguido, también os perseguirán a vosotros, si a mí me han llamado Beelzebul ¿cómo os llamarán a vosotros? (cf. Mt 16,24; Jn 12,24; Mt 10,25). No haya ilusiones, en mi seguimiento hay penas… Soy Rey, pero reinaré desde la cruz, “cuando fuere exaltado de la tierra, todo lo atraeré a mí” (Jn 12,32). Muchos se desalientan de seguirme porque buscan un reino material, consuelos, triunfos, deleites, al menos espirituales… pero yo te lo digo: tendrás la paz del alma, pero has de estar dispuesto a vivir mi vida y morir mi muerte, la mía de Jesús, Salvador.»

“Sacrificarse” significa aprender a morir a sí mismo en búsqueda de ideales más altos que los ideales terrenales, por eso todo sacrificio implica renuncias, a veces incluso a cosas buenas y nobles, pero siempre en miras a las más altas, como hemos dicho, que no comprenderá jamás quien no tenga una fe pura y verdadera en el Hijo de Dios, que eligió el sacrificio como medio de salvar nuestras almas y como signo invencible de su amor por nosotros.

Si queremos llegar a hacer grandes sacrificios por amor a Dios y en reparación de nuestros pecados, debemos comenzar por las cosas pequeñas, porque “el que no es fiel en lo poco no es fiel en lo mucho” -como dice nuestro Señor-, y de esta manera la gracia de Dios va a ir obrando a sus tiempos en nuestras almas para asemejarnos cada vez más al mayor ejemplo de sacrificio por amor que es el del mismo Jesucristo.

En este Domingo de cuaresma, le pedimos a María santísima, aquella que participó más que nadie de los sacrificios de su Hijo en su propia alma, que nos alcance la gracia de descubrir con la fe el sentido salvador de cada sacrificio que tengamos oportunidad de ofrecer a Dios y aprovecharlo, y aprender a morir cada día a nuestro egoísmo, para dar abundantes frutos de salvación.

P. Jason Jorquera M., IVE.

Y pensar que tuvieron que preguntarle…

Sobre la delicadeza del corazón de Cristo

 

Y cuando vino la tarde, se sentó a la mesa con sus doce discípulos.

Y cuando ellos estaban comiendo, dijo:

“En verdad os digo, que uno de vosotros me ha de entregar.

Y ellos muy llenos de tristeza, cada uno comenzó a decir:

¿Por ventura soy yo, Señor?

Mt 26, 20-21

 

Estando en las vísperas del momento crucial de su sagrada pasión, nuestro Señor Jesucristo se encuentra a la mesa con sus discípulos, sus cercanos, sus íntimos…, sus amigos. Y entonces decide revelarles una de las verdades, tal vez, más dolorosas para su sagrado Corazón: no ya el abandono general con que ellos mismos le pagarían dentro de muy poco tiempo, pese a haberle prometido más de una vez que estarían siempre con Él, sino la de aquella entrega traicionera que había comenzado a gestarse desde hacía tiempo en el corazón de aquel cuyo nombre estaba a punto de convertirse en sinónimo de traición, el cual no quiso revelar el Salvador, para darle la oportunidad, como sabemos, de arrepentirse -como hace con nosotros-, de dar un paso atrás ante la decisión más terrible de la vida que acabaría por quitarse ante la desesperación… y Jesús le sigue dando tiempo, y sigue esperando para ofrecerle su perdón, como dice, entre otros, san Jerónimo: “Como el Señor había predicho ya su pasión, ahora predice cuál será el traidor, dándole lugar a que haga penitencia, puesto que sabía que conocía sus pensamientos, y los secretos de su corazón, con el fin de que se arrepintiese de lo hecho”.

De más está decir lo inexplicable que resulta la traición de Judas sabiendo que Jesús conocía bien los corazones, y cuánto más los de sus discípulos, y más aún ante tal y tan grande predilección; oscuro misterio en el cual solamente la sabiduría Divina se puede adentrar, y que a nosotros no nos corresponde más que contemplar con gran tristeza y con profundo dolor.

Pero pongamos más bien nuestra atención en aquel detalle tan propio del Sagrado Corazón de Jesús, de una delicadeza exquisita y tan ejemplar para nosotros que nos decimos también sus seguidores, y es el hecho de que, ante el anuncio de la traición terrible y dolorosa del apóstol corrompido, sus discípulos “tuvieron que preguntarle de quién se trataba”, es decir, que tanta era esta delicadeza de nuestro Señor, que ninguno se dio cuenta de las intenciones de Judas; en otras palabras, a tal punto Jesús quería el arrepentimiento del traidor que, pese a conocer sus intenciones -¡porque veía su corazón y él lo sabía!-, sin embargo, lo siguió tratando como a cada uno de sus amigos: con afabilidad, con simpatía, con ternura tal vez, y, por supuesto, con aquella caridad exquisita que ocultó a los ojos de los demás discípulos las nefastas intenciones de quien le había puesto precio a su Redentor y su maestro.

De todo esto se entiende bien que Jesucristo nos enseña a no rendirnos con nosotros mismos ni con los demás, así como tampoco Él se rinde con nosotros; a tener entre nosotros la paciencia que Dios nos tiene hasta el final de nuestras vidas; a no dejar de luchar contra nuestros defectos y pecados, y emprender sin dar marcha atrás la misión de conquistar a los demás para Dios (ofreciéndonos antes nosotros mismos del todo a Dios, claro), pues nosotros también somos apóstoles del Hijo de Dios, seamos sacerdotes o religiosos, madres o padres de familia, amigos, compañeros o lo que fuere respecto a los demás. El Corazón de Cristo no retrocede ante el mal del hombre sino todo lo contrario, persevera, espera y no deja de amar al pecador que le conmueve las entrañas, sin retirarle jamás la mano para sacarlo del abismo y llevarlo junto consigo para resguardarlo.

Allí donde nosotros vemos a veces un motivo de reproche o decepción, Jesucristo ve una herida que desea remediar, pues los pecadores, los heridos por el pecado, son sus predilectos y la razón de su Encarnación, misterio divino fruto del amor del Dios que no abandona y viene en busca de los que se hallaban perdidos para conducirlos Él mismo a su redil.

Los apóstoles no supieron que se refería a Judas porque Jesús no lo trataba con menos consideración, ni lo habrá escuchado con menos atención, ni le habrá negado el rostro o afectado siquiera el tono de su voz, ni fruncido el ceño, ni evitado, ni le habrá dedicado, por supuesto, ninguna otra actitud de entre la variada gama de la malicia del rencor y del desprecio, porque el Hijo de Dios no se espanta de los pecadores ni sus faltas más terribles, su misericordia no se lo permite, y seguirá esperando nuestras conversiones hasta el final de nuestras vidas, pues solamente la muerte ese es el límite para su rescate de la condena (o el inicio de nuestra efectiva santificación): ni lo terrible de los pecados, ni lo profundo de la culpa, ni siquiera la prolongación de la indiferencia de algunas almas; Jesucristo no deja de esperar, como con Judas, a quien hasta el último momento habrá mirado con ternura y con dolor por su traición, pero ciertamente ni con rabia o condena… así habrá sido su mirada postrera en Getsemaní luego de haber recibido el beso de la condena del que no quiso retractarse.

Dice san Agustín: “La virtud del alma que se llama paciencia es un don de Dios tan grande, que Él mismo, que nos la otorga, pone de relieve la suya, cuando aguarda a los malos hasta que se corrijan.”; paciencia fruto de la Misericordia divina, consecuencia del amor del Sagrado Corazón de Jesús que nos invita a actuar, a cambiar para mejor, en definitiva, a llevar a cabo una profunda conversión que corresponda a la tiernísima delicadeza de nuestro Señor.

 

P. Jason, IVE.