Se ha cumplido el plazo, está cerca el Reino de Dios

Homilía del Domingo 1º de Cuaresma – ciclo B

 

Queridos hermanos:

Uno de los temas que aparece en más de una oportunidad en la Sagrada Escritura es el del tiempo, entendido específicamente como “plazo”, es decir, el momento preciso en que una acción debe cumplirse; así por ejemplo escribirá san Pablo a los gálatas (4,4) acerca de la Encarnación de Cristo: “cuando se cumplió el tiempo envió Dios a su Hijo, nacido de una mujer, nacido bajo la ley…”; e incluso mucho antes ya se podía leer en el libro del Eclesiastés (3,1): “Para todo hay un tiempo oportuno. Hay tiempo para todo lo que se hace bajo el sol.”. Pues bien, este tema surge nuevamente en el Evangelio de hoy, donde nuestro Señor Jesucristo dice explícitamente: «Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed en el Evangelio.»

Como bien sabemos, la santa Cuaresma es un tiempo litúrgico -y espiritual si la vivimos como corresponde-, dedicado especialmente a buscar nuestra conversión por medio del acompañamiento de nuestro Señor en su camino a la sagrada Pasión. La cuaresma en es gran tiempo en que nos debemos poner delante de Dios con total sinceridad y humildad, y presentarle todo aquello de malo que haya en nosotros, y ofrecerle nuestro genuino arrepentimiento y propósito de enmienda, movidos por la contemplación de las terribles consecuencias del pecado que nos viene a hacer visibles de una manera única y exclusiva en los dolores de Jesús: en su preparación de nuestra redención y su culminación en el Calvario, donde su muerte por amor dividiría para siempre la historia en dos, tanto de la humanidad en general como la de cada alma que decida aceptarlo de verdad y comenzar su propio “después de Cristo” en su vida, que no es otra cosa que decir “desde ahora junto a Cristo”, pero de cerca, como amigos, arrepentidos, reparadores y entusiasmados por traducir en virtudes la gratitud por el perdón recibido.

Jesucristo viene a decirnos que “hay un plazo que ya se ha cumplido”, el cual podemos entender como todo el tiempo transcurrido hasta su venida al mundo, a partir de la cual ya no hay excusas porque ya nos predicó la verdad, y nos quedó escrita en la Sagrada Escritura y custodiada en la Iglesia Católica, y vivida y ejemplificada en ese vasto ejército de santos que la vivieron con un compromiso absoluto. Así también debemos mirar esta santa Cuaresma “como un plazo”, es decir, un tiempo especial “que debe cumplirse” para alcanzar gracias especiales de conversión, tiempo de mayor intimidad con Dios y ofrecimientos de buenas acciones en abundancia; tiempo para reparar nuestras faltas, tiempo de pedirle perdón a Dios y a quienes hayamos ofendido, tiempo de reconciliación, y tiempo de renunciar a los impedimentos que le ponemos a Dios para que pueda hacernos santos: pecados sin arrepentimiento, afectos desordenados no mortificados, olvido de su asistencia y compañía, indiferencia a las exigencias de nuestra fe, o defectos no combatidos con los cuales hayamos pactado amistad. Aún es tiempo de misericordia, aún es tiempo de perdón, aún se puede salir del lodo más espeso y del abismo más profundo, pero debemos actuar ya, ahora mismo, no mañana ni pronto sino hoy, porque nadie tiene asegurado el mañana y Dios está esperando hoy nuestra conversión, por eso decía magistralmente san Agustín: “No digas, pues: «Mañana me convertiré, mañana contentaré a Dios, y de todos mis pecados pasados y presentes quedaré perdonado». Dices bien que Dios ha prometido el perdón al que se convierte; pero no ha prometido el día de mañana a los perezosos.”; así es que ahora, mis queridos hermanos, debemos decidirnos con firmeza a cambiar para mejor: que el alma en pecado salga de él, que las almas buenas se decidan a ser santas, y que todo esto esté reflejado en obras concretas de virtud. Esta santa Cuaresma es el tiempo de dejar atrás el hombre viejo y comenzar una nueva historia, de cara al Dios que ha venido en persona por los pecadores, “sus predilectos”, para transformarlos.

En este punto debemos recordar dos aspectos clave para emprender nuestra transformación, que son la confianza en Dios y “la paciencia” con nosotros mismos, pues iremos adelantando más o menos rápido según nuestras buenas disposiciones y nuestro sano entusiasmo perfumados por la gracia divina, sí, pero también según nuestras heridas y debilidades, las cuales deben sanar poco a poco normalmente, aunque si Dios desea infundir súbitamente un cambio radical depende absolutamente de su voluntad, como hizo con san Pablo, por ejemplo, pero no nos corresponde a nosotros exigírselo, aunque podemos perfectamente pedírselo con nuestras oraciones y nuestras acciones;  mientras tanto debemos dedicarnos a progresar a nuestro ritmo, sin parar, sin retroceder, sin bajar los brazos, y yendo siempre adelante quitando los obstáculos y adornando nuestra alma con virtudes, pues -como decía san Alberto Hurtado-, “Cada una de nuestras acciones tiene un momento divino, una duración divina, una intensidad divina, etapas divinas, término divino. Dios comienza, Dios acompaña, Dios termina. Nuestra obra, cuando es perfecta, es a la vez toda suya y toda mía. Si es imperfecta, es porque nosotros hemos puesto nuestras deficiencias, es porque no hemos guardado el contacto con Dios durante toda la duración de la obra, es porque hemos marchado más aprisa o más despacio que Dios. Nuestra actividad no es plenamente fecunda sino en la sumisión perfecta al ritmo divino, en una sincronización total de mi voluntad con la de Dios. Todo lo que queda acá o allá de ese querer, no es [ni siquiera] paja, es nada para la construcción divina.”.

Jesucristo culmina la enseñanza del Evangelio de hoy, con la simple y profundísima verdad que es capaz de cambiar una vida por completo: “creed en el Evangelio”, nos dice a cada uno de nosotros. ¿Qué significa actualmente esto para nosotros, los bautizados de hoy en día?, si ya creemos, ya poseemos la fe y tenemos a disposición los sacramentos… Pues podríamos decir que significa “creer más”, es decir, profundizar nuestras convicciones en el mensaje de Cristo, pues nuestra falta de progreso espiritual y santificación, si bien implica ausencia de virtudes o falta de desarrollo de estas en general, no pocas veces es la falta de fe, al menos en la práctica, pues pareciera que no creemos que podemos salir de nuestras faltas, que nos resignamos a nuestros defectos (“así soy”, frase terrible y arruinadora de santidades, expresión de la desconfianza en la gracia); que no creemos que el mismo Dios que resucita muertos y resucita almas y que hace santos nos puede transformar también a nosotros si ponemos de nuestra parte. Cuántas almas han renunciado a la santidad por egoísmo: por quedarse mirando solamente sus defectos (a sí mismos), a su naturaleza herida, a las miserias que arrastran, sin poner los ojos en la misericordia divina y en la gracia que es capaz de hacer milagros, tales como hacer amigos íntimos de Dios sacados de las canteras de toda la vasta gama y colorido de los vicios y pecados: hay santos que fueron ladrones, asesinos, prostitutas, mentirosos, rencorosos, perversos, etc., etc., y sin embargo, se rindieron ante la bondad de Dios y lo dejaron obrar en ellos… sabemos esto -no es nada nuevo lo que estamos diciendo-, pero ¿lo creemos de verdad?, ¿tenemos realmente fe en que la omnipotencia de Dios puede obrar también así en nosotros?; creamos mis queridos hermanos, creamos en Dios y creámosle a Dios firmemente cuando nos dice que ha venido a llamar a los pecadores, a rescatar lo que se hallaba perdido, y que el Reino de los Cielos es de los que se hacen pequeños, de los misericordiosos, los humildes, los pacíficos, etc.; y de cada uno de nosotros si le damos a Dios la oportunidad de transformarnos con su gracia. Pensemos en que mientras dure nuestra vida en este mundo Dios estará esperando nuestras conversiones, pues su bondad no le permite negarnos la posibilidad de cambiar, entonces, ¿le negaremos nosotros la oportunidad de transformarnos en mejores?

No sabemos cuál será nuestro último día en esta vida, no nos arriesguemos a que nos encuentre sin estar trabajando por entrar en el Reino de los Cielos.

Que María santísima nos alcance de su Hijo la gracia de ver con claridad, en esta santa Cuaresma, aquellos aspectos de nuestra vida en los cuales debemos trabajar siempre con gran confianza en Dios, y que nuestros propósitos le sean agradables y que los cumplamos con fidelidad y alegría, pues la recompensa que nos espera si nos decidimos de verdad, es desproporcionadamente maravillosa: el Reino de los Cielos, meta y recompensa de los pecadores que se convirtieron y creyeron con intensidad en el Evangelio.

P. Jason, IVE.

Señora de todos

“Queremos ser todo tuyos”

P. Gustavo Pascual, IVE.

“Así pues, durante su vida mortal gustaba anticipadamente las primicias del reino futuro, ya sea elevándose hasta Dios con inefable sublimidad, como también condescendiendo hacia sus prójimos con indescriptible caridad. Los ángeles la servían, los hombres le tributaban su veneración. Gabriel y los ángeles la asistían con sus servicios; también los apóstoles cuidaban de ella, especialmente San Juan, gozoso de que el Señor, en la cruz, le hubiese encomendado su madre virgen, a él, también virgen. Aquéllos se alegraban de contemplar a su reina, estos a su señora, y unos y otros se esforzaban en complacerla con sentimientos de piedad y devoción.

Y ella, situada en la altísima cumbre de sus virtudes, inundada como estaba por el mar inagotable de sus carismas divinos, derramaba en abundancia sobre el pueblo creyente y sediento el abismo de sus gracias, que superaban a las de cualquier otra creatura. Daba la salud a los cuerpos y el remedio para las almas, dotada como estaba del poder de resucitar de la muerte corporal y espiritual. Nadie se apartó jamás triste o deprimido de su lado, o ignorante de los misterios celestiales. Todos volvían contentos a sus casas, habiendo alcanzado por la madre del Señor lo que deseaban”[1].

María es Madre de todos porque su señorío es universal. Su señorío subordinado al de Cristo se extiende al cielo, a la tierra y a los mismos abismos[2].

En el Cielo reina sobre los mismos ángeles en virtud de su elevación al orden hipostático relativo. Es Señora y Reina de los ángeles. También es Señora de los bienaventurados y santos, que adquirieron la bienaventuranza por la redención de Cristo y la corredención de María. Es Reina y Señora de todos los santos.

María es Señora de las almas del purgatorio que están confirmadas en gracia y gozarán de la eterna bienaventuranza. La Santísima Virgen ejerce su señorío sobre ellas visitándolos maternalmente, consolándolos y apresurando la hora de su liberación.

En los abismos se deja sentir también su señorío, en cuanto que los demonios y condenados, reconociendo su poder, tiemblan ante ella, ya que puede desbaratar sus ataques, vencer sus tentaciones y triunfar de sus insidias sobre los hombres. Y cuando el mundo termine, perdurará eternamente el rigor de la justicia divina sobre aquellos que rechazaron definitiva y obstinadamente el señorío de amor de Jesús y de María.

María es Señora de toda la tierra por derecho natural y de conquista. La Iglesia pone en boca de María estas palabras de la Escritura que corresponden primariamente a Cristo: “Por mí reinan los reyes, y los príncipes decretan lo justo; por mí mandan los jefes, y los nobles juzgan la tierra” (Pr 8, 15-16)[3].

María es Señora de todos por su maternidad espiritual. Es Señora de los pobres y de los ricos, de los enfermos y de los sanos, de los ignorantes y de los sabios, de los pecadores y de los santos, de las ovejas del pueblo de Dios y de sus pastores.

Vemos que a su lado llegan hijos para pedir el sustento diario, el trabajo, las necesidades materiales, pero también acuden los que necesitan las cosas espirituales, el perdón de los pecados, el conocimiento de los misterios divinos y el camino para llegar a Jesús. A ella acuden todos, ricos y pobres, para pedir la salud, pues, no hay bienes materiales suficientes para conseguirla. A ella acuden los sabios de la Iglesia para crecer en el conocimiento divino porque ella es sede de la sabiduría. A ella acuden todos los cristianos para venerarla, para ofrecerle sus oraciones, sus sacrificios y su vida. A ella también acuden los pastores de la Iglesia para que ella, divina pastora, les enseñe a guiar la grey de su Hijo, en fin, todos recurren a esta Señora para que ella les colme de gracias.

María como buena Madre y señora no deja de lado a nadie, no discrimina a nadie, sino que a todos ama y los quiere conducir al cielo. Incluso los más grandes pecadores encontrarán acogida en los brazos de esta Divina Señora. Las almas santas también recurren a ella para que las sostenga porque es poderosa en el cielo, en la tierra y en los abismos. En el Cielo es poderosa intercesora, es la omnipotencia suplicante. En la tierra tiene poder absoluto sobre los enemigos de la Iglesia. Contra los herejes y sus herejías como lo muestra la historia, p.ej., la de Santo Domingo en su lucha contra los albigenses o en la lucha de los cristianos contra los musulmanes en Lepanto. Y en el abismo por su eterna enemistad con el diablo y por el poder que Dios ha concedido a esta mujer de nuestra raza.

Señora de todos y a la que todos, en consecuencia, debemos respeto y sobre todo amor, porque su señorío no es de fuerza y poder, de explotación, sino de mansedumbre, de libertad y de amor porque quiere que todos la tengan por Señora.

Tener a María por Señora es una gracia y una gracia inmensa que es concedida como don pero que impetramos por nuestra devoción sincera, por nuestro absoluto abandono en sus manos. Si le entregamos todo nuestro ser, en especial, nuestro corazón, ella lo enseñoreará y lo hará semejante a su corazón.

¡Madre de todos, queremos ser todo tuyos y darte todo lo nuestro para que toda nuestra persona te pertenezca y también todos nuestros bienes!

[1] San Amadeo de Lausana, Homilía 7: SC 72, 188.190.192.200. Cit. en la Segunda Lectura del Oficio de la Santísima Virgen María, Reina. Día 22 de agosto.

[2] Cf. Flp 2, 10-11

[3] Sigo a Royo Marín, La Virgen María, BAC Madrid 1968, 228-29