«Buscar a Dios», objeto de la vida monástica

DEBEMOS BUSCAR A DIOS

Dom Columba Marmion

 

Empero, ¿buscaremos a Dios en un lugar determinado? ¿No está acaso en todas partes? Ciertamente: Dios está en la criatura por su presencia, su esencia y su poder. La operación en Dios es inseparable del principio activo de donde se deriva, y su poder se identifica con su esencia. En todos los seres obra Dios conservándolos en la existencia[1].

De este modo está Dios en las criaturas, puesto que existen y se conservan tan sólo por el efecto de la acción divina, que supone la presencia íntima de Dios. Pero los seres racionales pueden además conocer a Dios y amarle, y así poseerlo en ellos con un título nuevo que les es peculiar.

Sin embargo, con esta especie de inmanencia, en manera alguna se satisface Dios respecto de nosotros. Hay un grado de unión más íntimo y más elevado. No se contenta Dios con ser objeto de un conocimiento y amor natural por parte de los hombres; sino que nos invita a participar de su propia vida, y gozar su misma beatitud.

Por un movimiento de amor infinito hacia nosotros, quiere ser para nuestras almas, más que un dueño soberano de todas las cosas, un amigo, un padre. Desea que lo conozcamos como es en sí, fuente de verdad y belleza, acá en el mundo bajo los velos de la fe, y allá en el cielo, en la luz de la gloria; quiere que, por el amor, le poseamos acá abajo y allá arriba como bien infinito y principio de toda bienaventuranza.

Con este fin, como sabéis, eleva nuestra naturaleza por encima de sí misma, adornándola con la gracia santificante, las virtudes infusas y los dones del Espíritu Santo. Por la comunicación de su vida infinita y eterna, Dios mismo quiere ser nuestra perfecta bienaventuranza. No consiente que hallemos nuestra dicha más quo en Sí mismo, ya que es el bien en toda su plenitud, imposible de ser reemplazado por el amor de la criatura, que es incapaz de saciar nuestro corazón: «Yo mismo seré tu recompensa grande y magnífica en extremo» (Gn 15, 1). Y el Salvador confirmó esta promesa en el momento en que iba a saldar la deuda con su cruento sacrificio. «Padre, deseo ardientemente que aquellos que tú me has dado estén conmigo allí donde yo estoy, para que den testimonio de mi gloria, y participen de nuestro gozo y sean colmados de tu amor» (Cfr., Jn 17, 24. 26).

Este es el fin único y supremo a que debemos aspirar: buscar a Dios, no al de la naturaleza, sino al Dios de la Revelación. Para los cristianos «buscar a Dios» es ir a Él, no como simples criaturas que tienden al primer principio y fin último de su existencia, sino más bien tender a Él sobrenaturalmente, es decir, como hijos que quieren permanecer habitualmente unidos a su Padre por una voluntad llena de amor, por aquella «misteriosa adhesión a la misma naturaleza divina» de que habla san Pedro (2Pe 1, 4); es tener y cultivar con la Santísima Trinidad aquella intimidad real y estrecha que llama san cuan: «sociedad del Padre con su Hijo Jesús, en el Espíritu Santo» (1 Jn 1, 3).

A ella se refiere el Salmista cuando nos exhorta a «buscar el rostro de Dios» (Ps 104, 4), es decir, buscar la amistad de Dios, asegurarse su amor, a la manera que la esposa de los Cantares, presa de las dilecciones del Amado, sorprendía a través de sus ojos toda la ternura que encerraba el fondo de su alma. Ciertamente, Dios es para nosotros un Padre lleno de bondad, que desea hallemos en Él y en sus indescriptibles perfecciones, aun acá en la tierra, nuestra felicidad.

Esta es la correspondencia de amor que san Benito quiere ver en sus monjes. Ya en el Prólogo nos advierte que, «pues Dios se ha dignado contarnos en el número de sus hijos, abstengámonos de contristar jamás a Dios con nuestras malas obras y no le obliguemos a desheredarnos algún día como a hijos rebeldes que no quisieron obedecer a tan bondadoso Padre».

«Llegar a Dios» es el punto de mira que san Benito quiere que tengamos ante la vista, Este objetivo, talmente como savia exuberante y rica, campea en todos los artículos de la Regla, dándole vida y energía.

No es, pues, a dedicarnos a las ciencias o las artes, ni a la enseñanza, a lo que hemos venido al monasterio, si bien el gran Patriarca quiere «que en todo tiempo sirvamos a Dios mediante los bienes en nosotros por Él depositados»[2]; desea que sea el monasterio «sabiamente dirigido por hombres prudentes»[3]. Si bien esta recomendación atañe, sin duda alguna, primeramente a la organización material, pero no impide que también se extienda a la vida moral e intelectual que debe reinar en la casa de Dios. San Benito no quiere que enterremos los talentos recibidos de Dios; es más, permite y manda que se ejerzan diversas artes; y una tradición gloriosamente milenaria, a que no podemos sustraernos, ha establecido entre los monjes la legitimidad de los estudios y trabajos apostólicos. El abad, como jefe del monasterio, debe fomentar las diversas actividades monásticas: ocupándose en desarrollar para el bien común, para el servicio de la Iglesia, para la salvación de las almas y para la gloria de Dios, las múltiples aptitudes que eche de ver en cada monje.

Con todo, el fin no está en eso. Todas estas actividades no son más que medios encaminados a un fin, que es algo más elevado: es Dios, buscado por sí mismo, como suprema bienaventuranza.

El mismo culto divino, como diremos más adelante, no constituye ni puede ser el objeto directo de la institución monástica organizada por la Regla. San Benito quiere que busquemos a Dios por su propia gloria, porque le amemos sobre todas las cosas; quiere que tratemos de unirnos a Él por la caridad: este es nuestro único fin y nuestra única perfección. El culto divino deriva de la virtud de la religión, la más sublime sin duda de las virtudes morales, e íntimamente relacionada con la justicia, la cual no es teologal. En cambio: la fe, la esperanza y la caridad, las tres teologales infusas, son las virtudes características de nuestra condición de hijos de Dios: estas virtudes son las que aquí en la tierra constituyen la vida sobrenatural, las que miran a Dios directamente como autor de la misma. La fe es como la raíz; la esperanza, el tallo, y la floración y el fruto de esta vida es la caridad.

Ahora bien: esta caridad, por la cual estamos y permanecemos verdaderamente unidos a Dios, es el fin señalado por san Benito, y aun es la misma esencia de la perfección: «Si de veras busca a Dios».

En este fin estriba la verdadera grandeza del estado monástico, y Él es el que forma su razón de ser, pues, en sentir el pseudo Dionisio Areopagita, se nos llama «monjes», µóvas, «solo, único», por esta vida de unidad indivisible, por la cual sustraemos nuestro espíritu a la distracción de las cosas múltiples, y nos lanzamos hacia la unidad de Dios y la perfección del amor santo[4].

 

(Fragmento del maravilloso libro “Jesucristo ideal del monje”)

[1] Santo Tomás, II, Sentent. Dist., XXXVII, q. I, a. 2.

[2] Prólogo de la Regla.

[3] Regla, cap. 53.

[4] Cfr, De Hierarchia ecclesiastica, del pseudo Dionisio.

Madre de nuestra existencia

En la persona de Juan comenzamos a ser hijos de María y ella nos da a luz, uno a uno, al pie de la cruz.

P. Gustavo Pascual, IVE.

En el principio de nuestra existencia hay tres madres, podríamos decir.

En primer lugar, nuestra madre física. Nuestra madre física o natural ha querido nuestra existencia y en común acuerdo con nuestro padre y por un acto de amor han querido que nosotros comenzáramos a existir.

Es cierto que ellos aportan nuestro cuerpo y Dios infunde el alma para que comencemos a existir en el tiempo como un nuevo ser humano, sin embargo, ellos han querido, han tenido la voluntad de que comenzáramos a existir y es nuestra madre natural la que ha gestado en su seno nuestra existencia desde el primer instante, desde la concepción, y nos ha dado a luz para la vida terrena en un tiempo determinado: año, mes, día.

Debemos nuestra existencia natural a nuestra madre natural. ¡Qué inmenso debe ser nuestro agradecimiento a ella! Por ella nosotros somos hombres, existimos, y somos capaces, con la gracia de Dios, de alcanzar nuestra existencia eterna.

La segunda madre por la cual existimos y por la cual existe nuestra madre que nos ha traído a la vida terrena es la madre de todos los vivientes, Eva. Por ella existen todos los hombres. De ella han nacido todos los hombres. Ella dio la existencia a los primeros hombres y de ella descendemos todos. Ella junto con Adán decidió voluntariamente nuestra existencia siguiendo el mandato de Dios “multiplicaos y henchid la tierra”[1]. Ella nos da la existencia. Nos dio la existencia, pero con una reliquia peculiar que también nos trasmite nuestra madre natural. Nuestra existencia comienza inficionada por una mancha en el alma, la mancha original, el pecado original. Todos comenzamos nuestra existencia teniendo esta mancha. La tenemos involuntariamente en nosotros, aunque voluntariamente en nuestros primeros padres, en la madre que da la existencia a todos los vivientes.

Por Eva comenzamos una existencia terrena enferma y sin existencia sobrenatural. Comenzamos a existir en pecado y separados de Dios. Comenzamos a existir en pecado, sin la gracia que ellos tuvieron y perdieron por su pecado. Eva nos da a luz muertos a la vida sobrenatural. Nos da a luz fuera del Edén, en tierra desierta.

La tercera madre por la cual existimos es María. Ella nos ha dado la existencia sobrenatural en la cruz. Su compasión con Cristo y sus dolores han permitido nuestra existencia sobrenatural.

Le dijo Jesús a María: “Mujer, ahí tienes a tu hijo”[2]. En la persona de Juan comenzamos a ser hijos de María y ella nos da a luz, uno a uno, al pie de la cruz.

La existencia sobrenatural que Eva, la Mujer del Génesis nos arrebató por su pecado, la Mujer Nueva, la Nueva Eva, María Santísima, nos la devuelve aplicando los méritos de su Hijo a cada una de nuestras almas, santificándolas y devolviéndoles la existencia sobrenatural.

La que dio la existencia al Verbo de Dios sin dolor en Belén nos da por gracia del Verbo Encarnado nuestra existencia sobrenatural en el Calvario con los dolores del parto, por su compasión con los dolores de su Hijo, como corredentora de la humanidad.

Eva dio la existencia terrena a nuestra madre natural, aunque no la existencia sobrenatural. Eva dio la existencia terrena a María y no le trasmitió por la gracia de Cristo la muerte sobrenatural. No pudo quitar la existencia sobrenatural a María por causa de la redención especial que preservó a María  del pecado y que la hizo comenzar su existencia natural y sobrenatural juntamente. María fue concebida sin pecado original y en gracia, con vida sobrenatural, como excepción extraordinaria de la naturaleza humana por el amor de Dios ya que iba a ser su Madre. Nuestra madre natural recibió de Eva la existencia natural más no la sobrenatural y recibió de María la existencia sobrenatural.

María recibió la existencia natural de Eva y comunicó la existencia sobrenatural a nuestra madre terrena.

La comunicación de la existencia que nos da María es mayor que la que nos da Eva y la que nos da nuestra madre natural. ¿Por qué? Porque el fundamento final de nuestra existencia es Dios y sólo cuando estamos unidos a Dios podemos decir que existimos. La existencia terrena se acaba, la sobrenatural es eterna. La existencia terrena comienza por el alma que le da vida más el alma existe por Dios. La existencia sobrenatural es mayor infinitamente que la existencia natural.

La existencia natural debemos agradecerla, sin ella no llegaríamos a la sobrenatural, pero ya al comienzo de nuestra existencia terrena hay una intervención de lo sobrenatural que es la infusión del alma por parte de Dios. Esta vida de hombre nos hace capaces de la existencia sobrenatural y esta existencia nos viene por María. Debemos agradecer a Eva que nos haya comunicado la existencia natural, aunque nos dejó, por su pecado, en desgracia.

Finalmente debemos agradecer a María porque ella nos comunica la existencia sobrenatural y nos hace hijos de Dios. Por ella comenzamos a estar unidos a Dios y podríamos decir que comenzamos la verdadera existencia que no terminará jamás.

María es Madre de nuestra existencia y de nuestra existencia sobrenatural, la que nos hace vivir vida celeste en esta existencia temporal. La existencia sobrenatural que nos comunica María eleva la existencia natural sin destruirla. María nos da una existencia nueva, la de los hombres nuevos, la de los hombres cristificados.

María no nos da la existencia y luego nos deja solos, sino que constantemente está haciéndonos crecer en la vida sobrenatural por las gracias que nos concede porque no hay gracia de Cristo que no nos venga por María. Ella es el acueducto, dice San Bernardo, por el cual Jesús derrama su infinita gracia.

Hay una cuarta Madre por la cual existimos y es la Iglesia. Iglesia que es hija de Eva, pero sobre todo hija de María. Del costado abierto de Jesús ha nacido. Ha nacido de los dolores de la pasión de Jesús y de las lágrimas de la compasión de María. Ha nacido del corazón rasgado del Hijo y del corazón traspasado de la Madre.

En la Iglesia están todas las fuentes de donde las gracias se derraman a los hombres porque uno por uno todos han nacido en ella[3]. Todos los que han querido nacer a la vida sobrenatural, los que han querido comenzar a ser hijos de Dios. La Iglesia en la fuente bautismal nos hace renacer como hijos de Dios y comenzar a pertenecer a ella. Por la existencia que nos comunica la Iglesia comenzamos a ser hijos de Dios y herederos del Cielo.

María no ha nacido de la Iglesia porque no recibió el Bautismo, pero es un miembro de la Iglesia. María pertenece a la Iglesia como un miembro eminente entre sus miembros. Es como el cuello en el Cristo total porque es la mediadora entre la Cabeza y el Cuerpo que es la Iglesia.

María es un miembro eminente del cuerpo de la Iglesia, pero ha dado la existencia al Cristo total, cabeza y miembros. Dio a luz a su Hijo en Belén y es Madre de la Cabeza del cristo total y dio a luz en el Calvario al cuerpo del Cristo total, a la Iglesia.

Si bien la Iglesia nació del costado abierto de Cristo crucificado  en Pentecostés donde la Iglesia nace propiamente cuando sus pocos miembros que formaban un pequeño cuerpo recibieron el alma que lo vivificó, el Espíritu Santo. En Pentecostés nació la Iglesia y fue María que por su oración junto con la de los Apóstoles impetraron la venida del Don de Dios. Todos fueron, con sus oraciones, causa impetratoria de la venida del Espíritu Santo, pero principalmente María que sostenía con su fe y caridad a la Iglesia naciente. La sostenía también con su fortaleza y esperanza alentando a los Apóstoles a dar testimonio, sin temor, de su Hijo Jesús. María estuvo en Pentecostés, en el nacimiento de la Iglesia y fue parte activa de ese nacimiento y fue desde el comienzo un miembro honorable del Nuevo Israel.

Pidamos a María que nos dé la fidelidad a la gracia de nuestra existencia sobrenatural y de nuestra existencia como miembros de la Iglesia.

 

[1] Gn 1, 28

[2] Jn 19, 26

[3] Cf. Sal 86, 5

La verdadera fe, la fe profunda

«Hija, ten confianza; tu fe te ha sanado.»

 La virtud que Nuestro Señor recompensa más, la que más alaba, es casi siempre la fe. Algunas veces alaba el amor, como en la Magdalena; algunas otras, la humildad; pero estos ejemplos son raros; es casi siempre la fe la que recibe de Él la recompensa y las alabanzas… ¿Por qué?… Sin duda porque la fe es la virtud, si no la más alta (la caridad va delante), al menos la más importante, pues ella es el fundamento de todas las otras, comprendida la caridad, y también porque es la más rara… Tener verdaderamente fe, la fe que inspira todas las acciones, esa fe sobrenatural que despoja al mundo de su máscara y muestra a Dios en todas las cosas; que hace desaparecer toda imposibilidad, que hace que todas estas palabras, inquietud, peligro y temor, no tengan sentido; que hace que se ande por la vida con una calma, una paz y una alegría profundas, como un niño de la mano de su madre, que establece al alma en un desasimiento tan absoluto de las cosas sensibles, en las cuales ella ve claramente la nada y la puerilidad; que da confianza en la oración, la confianza del niño, pidiendo una cosa justa a su padre; esa fe que nos muestra «que fuera de lo que es agradable a Dios, todo es mentira»; esa fe que hace ver todo como bajo otro prisma —a los hombres a imagen de Dios, que hace falta amar y venerar como retrato de nuestro Bienamado y a los que es necesario hacer todo el bien posible; a las otras criaturas como cosas que deben, sin excepción, ayudarnos a ganar el Cielo, alabando a Dios a este efecto, sirviéndole o privándonos —; esa fe, que haciéndonos entrever la grandeza de Dios, nos hace ver nuestra pequeñez; que hace emprender sin dudar, sin enrojecer, sin temor, sin retroceder jamás, todo lo que es agradable a Dios.

¡Oh, qué rara es esta fe!… ¡Dios mío, dádmela! ¡Dios mío, haced que yo crea y que ame; os lo pido en nombre de Nuestro Señor Jesucristo! Amén.

 

San Charles de Foucauld