1. ‘Creo en Dios, Padre omnipotente, creador del cielo y de la tierra.’
Dios que se ha revelado a sí mismo, el Dios de nuestra fe, es espíritu infinitamente perfecto.
Esta verdad sobre Dios como infinita plenitud ha sido afectada, en cierto sentido, por los símbolos de la fe, mediante la afirmación de que Dios es el Creador del cielo y de la tierra, de todo lo visible y lo invisible. Aunque nos ocuparemos un poco más adelante de la verdad sobre la creación, es oportuno que profundicemos, a la luz de la revelación, lo que en Dios corresponde al misterio de la creación.
2. Dios, a quien la Iglesia confiesa omnipotente (‘creo en Dios Padre omnipotente), en cuanto espíritu infinitamente perfecto es también omnisciente, es decir, que penetra todo con su conocimiento.
Este Dios omnipotente y omnisciente, tiene el poder de crear, de llamar del no-ser, de la nada, al ser. ‘Hay algo imposible para el Señor?’ – leemos en el Génesis (18, 14)-.
‘Realizar cosas grandes siempre está en tu mano, y al poder de tu brazo ¿Quién puede resistir?’, anuncia el Libro de la Sabiduría (11, 22). La misma fe profesa el Libro de Ester con las palabras ‘Señor, Rey omnipotente, en cuyo poder se hallan todas las cosas, a quien nada podrá oponerse’ (Est 4, 17). ‘Nada hay imposible para Dios’ (Lc 1, 37), dijo el Arcángel Gabriel a María de Nazaret en la Anunciación.
3. El Dios, que se revela a sí mismo por boca de los profetas es omnipotente. Esta verdad impregnan profundamente toda la revelación, a partir de las primeras palabras del Libro del Génesis: ‘Dijo Dios: ‘Hágase.'(Gen 1, 3). El acto creador se manifiesta como la omnipotente Palabra de Dios: ‘El lo dijo y existió.’ (Sal 32, 9). Al crear todo de la nada, el ser del no-ser, Dios se revela como infinita plenitud de Bien, que se difunde. El que Es, el Ser subsistente, el ser infinitamente perfecto, en cierto sentido se da en ese ‘ES’, llamando a la existencia, fuera de sí, al cosmos visible e invisible: los seres creados. Al crear las cosas, da origen a la historia del universo, al crear al hombre como varón y mujer, da comienzo la historia. ‘Hay diversidad de operaciones, pero uno mismo es Dios, que obra todas las cosas en todos’ (1 Cor 12, 6).
4. El Dios que se revela a sí mismo como Creador, y, por lo tanto, como Señor de la historia del mundo y del hombre, es el Dios omnipotente, el Dios vivo. ‘La Iglesia cree y confiesa que hay un único Dios vivo y verdadero, Creador y Señor del cielo y de la tierra, omnipotente’, afirma el Vaticano Y. Este Dios, espíritu infinitamente perfecto y omnisciente es absolutamente libre y soberano también respecto al mismo acto de la creación. Si El es el Señor de todo lo que crea ante todo es Señor de la propia Voluntad en la creación. Crea porque quiere crear. Crea porque esto corresponde a su infinita Sabiduría. Creando actúa con la inescrutable plenitud de su libertad, por impulso de amor eterno.
5. El texto de la Constitución Dei Filius del Vaticano I, tantas veces citado, pone de relieve la absoluta libertad de Dios en la creación y en cada una de sus acciones. Dios es ‘en sí y por sí felicísimo’: tiene en sí mismo y por sí la total plenitud del Bien y de la Felicidad. Si llama al mundo a la existencia, lo hace no para completar o integrar el Bien que es El, sino sólo y exclusivamente con la finalidad de dar el bien de una existencia multiforme al mundo de las criaturas invisibles y visibles. Es una participación múltiple y varia de único, infinito, eterno Bien, que coincide con el Ser mismo de Dios.
De este modo, Dios, absolutamente libre y soberano en la obra de la creación, permanece fundamentalmente independiente del universo creado. Esto no significa de ningún modo que El sea indiferente con relación a las criaturas; en cambio, El las guía como eterna Sabiduría, Amor y Providencia omnipotente.
6. La Sagrada Escritura pone de relieve el hecho de que en esta obra Dios está solo. He aquí las palabras del Profeta Isaías: ‘Yo soy el Señor, el que lo ha hecho todo, el que solo despliega los cielos y afirma la tierra. ¿Quién conmigo?’ (44, 24). En la ‘soledad’ de Dios en la obra de la creación resalta su soberana libertad y su paternal omnipotencia.
‘El Dios formó la tierra, la hizo y la afirmó. No la creó para yermo, la formó para que fuese habitada’ (Is 45, 18).
A la luz de la auto-revelación de Dios, que ‘habló por los Profetas y últimamente. por su Hijo’ (Heb 1, 1-2), la Iglesia confiesa desde el principio su fe en el ‘Padre omnipotente’, Creador del cielo y del la tierra, ‘de todo lo visible y lo invisible’. Este Dios omnipotente es también omnisciente y omnipresente. O aún mejor, habría que decir, que en cuanto espíritu infinitamente perfecto, Dios es a la vez la Omnipotencia, la Omnisciencia y la Omnipresencia misma.
7. Dios está ante todo presente a Sí: en su Divinidad Una y Trina. Está presente también en el universo que ha creado; lo está, por consiguiente, en la obra de la creación mediante el poder creador (per potentiam), en el cual se hace presente su misma Esencia transcendente (per essentiam). Esta presencia supera al mundo, lo penetra y lo mantiene en la existencia. Lo mismo puede repetirse de la presencia de Dios mediante su conocimiento, como Mirada infinita que todo lo ve (per visionem, o per scientiam). Finalmente, Dios está presente de modo particular en la historia de la humanidad, que es también la historia de la salvación. Esto es (si nos podemos expresar así) la presencia más ‘personal’ de Dios: su presencia mediante la gracia, cuya plenitud la humanidad ha recibido de Jesucristo Cfr. Jn 1, 16-17). De este último misterio hablaremos en una próxima catequesis.
8. ‘Señor, Tú me sondeas y me conocer.’ (Sal 138, 1).
Mientras repetimos las palabras inspiradas de este Salmo, confesemos juntamente con todo el Pueblo de Dios, presente en todas las partes del mundo, la fe en la omnipotencia, omnisciencia y omnipresencia de Dios, que es nuestro Creador, Padre y Providencia. ‘En El vivimos, nos movemos y existimos’ (Hech 17, 28).
“El Señor, tu Dios, es un Dios misericordioso, que no te abandonará, ni te destruirá ni se olvidará de la alianza que estableció con tus padres mediante un juramento.” (Deut 4,31)
“Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.” (Mt 5,7)
Su finalidad será vivir sólo para Dios: éste es el enérgico resumen que proclama todo el deseo que Dios puso en el corazón de cada monje.
El 22 de mayo, fiesta de la Santísima Trinidad, se celebró el día de oración por los contemplativos, con el lema -aquí en España- Contemplad el rostro de la misericordia. Todo cristiano, y mucho más el contemplativo, está llamado a redescubrir el rostro misericordioso del Padre, que se ha manifestado en Jesucristo, la misericordia encarnada, y a manifestarla en la vida diaria.
Escribe el Papa Francisco en la Bula de convocatoria al año Jubilar de la Misericordia:
“Siempre tenemos necesidad de contemplar el misterio de la misericordia. Es fuente de alegría, de serenidad y de paz. Es condición para nuestra salvación. Misericordia: es la palabra que revela el misterio de la Santísima Trinidad. Misericordia: es el acto último y supremo con el cual Dios viene a nuestro encuentro. Misericordia: es la ley fundamental que habita en el corazón de cada persona cuando mira con ojos sinceros al hermano que encuentra en el camino de la vida. Misericordia: es la vía que une Dios y el hombre, porque abre el corazón a la esperanza de ser amados para siempre no obstante el límite de nuestro pecado”.[1]
Contemplar el misterio de la misericordia divina significa, por un lado, penetrar en la enseñanza de los textos de la Sagrada Escritura sobre el tema, desarrollados y explicitados por los Padres y el Magisterio de la Iglesia, y, por otro lado, adecuar la propia vida a esa enseñanza para manifestar esa misericordia a los demás, pues no puede haber incoherencia entre lo creído y lo vívido, entre lo contemplado y lo experimentado, entre lo leído y lo practicado.
La misericordia divina aparece ante nuestros ojos de criaturas necesitadas e indigentes como el más grande atributo de Dios. Así nos lo indica San Juan Pablo II:
“Si algunos teólogos afirman que la misericordia es el más grande entre los atributos y las perfecciones de Dios, la Biblia, la Tradición y toda la vida de fe del pueblo de Dios dan testimonio exhaustivos de ello. No se trata aquí de la inescrutable esencia de Dios dentro del misterio de la misma divinidad, sino de la perfección y del atributo con que el hombre, en la vida íntima de su existencia, se encuentra particularmente cerca y no raras veces con el Dios vivo.”[2]
Dios es misericordioso, nos enseña Santo Tomás de Aquino, no porque sienta pena, dolor o tristeza en su corazón ante el mal de sus criaturas, sino porque busca remediar ese mal. En efecto, afirma el Aquinate:
“La misericordia hay que atribuirla a Dios en grado sumo. Pero como efecto, no como pasión. Para demostrarlo, hay que tener presente que misericordioso es como decir que alguien tiene miseria en el corazón, en el sentido de que le entristece la miseria ajena como si fuera propia. Por eso quiere desterrar la miseria ajena como si fuera propia. Este es el efecto de la misericordia. Entristecerse por la miseria ajena no lo hace Dios; pero sí, y en grado sumo, desterrar la miseria ajena, siempre que por miseria entendamos cualquier defecto.”[3]
La misericordia, por un lado, no está en contra de la justicia de Dios; ambas se manifiestan en sus obras (cf. Sal 24,10; 84,11).[4] La justicia distributiva de Dios se funda en la misericordia. La razón última por la que Dios confiere dones a sus criaturas y premia las buenas obras de sus criaturas racionales, es su amor y misericordia. El premio de los buenos y el castigo de los malos no es sólo obra de la justicia divina, sino también una obra de la misericordia, en cuanto premia más allá de todo mérito y castiga menos de lo merecido.[5] Por otro lado, la redención del hombre no es sólo un acto de misericordia sino que, al mismo tiempo, es un acto de la justicia divina, ya que Dios ofreció a su Hijo único como propiciación por los pecados y pide del pecador arrepentimiento y reparación.
Aún más, la misericordia es la manifestación de la omnipotencia de Dios (cf. Sab 11,23), ya que solo Él, con su infinito poder, puede remediar todo mal presente en las criaturas.[6]
Misericordia en la Sagrada Escritura
Dijimos que contemplar el misterio de la misericordia divina significa, en primer lugar, penetrar en la enseñanza de los textos de la Sagrada Escritura sobre el tema.
Nos recuerda el Papa Francisco:
“Para ser capaces de misericordia, entonces, debemos en primer lugar colocarnos a la escucha de la Palabra de Dios. Esto significa recuperar el valor del silencio para meditar la Palabra que se nos dirige. De este modo es posible contemplar la misericordia de Dios y asumirla como propio estilo de vida.”[7]
Cada página de la Sagrada Escritura nos habla de la misericordia de Dios. El estudio de todos los textos llevaría más tiempo y espacio del que pretende el presente escrito. Por tanto, indicaremos sólo algunos puntos esenciales de la Teología Bíblica sobre la misericordia.
Concepto de misericordia
El uso moderno identifica misericordia con compasión o perdón. Esta identificación, si bien válida, corre el riesgo de ocultar la riqueza que el pueblo de Israel, a la luz de sus experiencias, dio a la palabra. En efecto, el concepto de misericordia envuelve para Israel los conceptos de compasión y fidelidad.
Básicamente dos conceptos son usados en el Antiguo Testamento para expresar la misericordia[8]. La palabra hebrea hesed designa la piedad, una relación que une dos seres e implica fidelidad. Hesed evoca la idea de bondad, no en sentido genérico o como una mera disposición o espíritu de bondad, sino como una bondad con alguien en vista. Podría ser descripta como una bondad, ayuda o benevolencia que nace de la exigencia de una relación entre personas, como aquella entre los miembros de una familia, amigos, huéspedes, y entre Dios y su pueblo sobre la base de la alianza. Es, por tanto, la manifestación de la solidaridad entre las personas, y es el vínculo que mantiene viva y activa esa solidaridad, y le da su contenido. Las personas no solamente se desean el bien unos a otros sino que son fieles unos a otros en virtud de un compromiso interior, y por tanto, fieles a ellos mismos. Así, la misericordia (hesed) es una bondad que supone la fidelidad a uno mismo; es como una respuesta a un deber interior.
La segunda palabra hebrea para designar la misericordia es rahamin que expresa el apego instintivo de un ser a otro. Este sentimiento, de acuerdo con el pensamiento semítico, tiene su sitio en el seno materno (rahem: 1Re 3,26). Expresa el amor materno, gratuito, inmerecido, una exigencia del corazón.[9] Esta compasión engendra sentimientos de ternura y bondad, de paciencia y entendimiento, de disponibilidad para perdonar. En varios pasajes del Antiguo Testamento Dios aparece con estos sentimientos maternales (cf. Is 49,15; 66,13). Es basado en este amor que Dios liberará a Israel de sus enemigos y perdonará sus infidelidades.
Estas palabras hebreas son traducidas como misericordia y amor, pasando a través de una amplia gama de significados: ternura, piedad, compasión, clemencia, bondad, y aún gracia (hb. hen) que, sin embargo, tiene un sentido mucho más amplio. A pesar de esta variedad, no es imposible encontrar el significado bíblico de la misericordia. Desde el comienzo hasta el fin la manifestación de la ternura de Dios es ocasionada por la miseria humana y basada en la alianza que libremente ha establecido con los hombres.
Los términos griegos, por el contrario, no son tan ricos como los hebreos para expresar los matices propios del texto original. La palabra eleos expresa el aspecto fundamental del hesed de Dios que es la voluntad de salvar no sólo a aquellos que están en necesidad de salvación sino que son indignos de ella (cf. Rom 9,22s.; Tit 3,5). Jesús hace del eleos que uno muestra a otro la condición del eleos que puede esperar de Dios (cf. Mt 5,7; 18,33). La prueba del amor al prójimo será demostrar eleos al necesitado (cf. Lc 10,37). Entre los hombres el eleos se transforma en agape (amor).
Es importante destacar que en el Antiguo Testamento la misericordia de Dios no está ligada solamente a estos conceptos sino también a una gran variedad de imágenes: Dios protege a su pueblo como el águila a su cría (cf. Dt 32,11-12; Sal 57,1; 17,8; 36,7; 61,4; 63,7; Ex 19,4; Rut 2,12), es fiel a su amor de esposo (cf. Is 5,1-7; Ez 16,23), es una madre que ha engendrado a su pueblo (cf. Is 44,2.24; 46,3) y lo colma de ternura (cf. Sal 49,15; 66,13; 131,2; Os 11,1-8), es como un pastor que cuida el rebaño (cf. Sal 23, 1-6), es como un viñador que cuida su viña (cf. Is 5,1-4), es refugio para el que le teme (cf. Sal 27,10; 32,7; 139,5), es una roca (cf. Dt 32,15; Sal 18,3.47;), es escudo (cf. Sal 18,3; 144,2), etc.
Misericordia en el Antiguo Testamento.
2.1 Misericordia con el pueblo elegido
Podemos afirmar que el Antiguo Testamento y, por tanto, la historia de la salvación comienzan con un gran acto de la misericordia divina. En efecto, al comienzo mismo de la creación, inmediatamente después del pecado original, Dios se compadece del estado en el cual el pecado había dejado al hombre y, libremente, promete enviar un salvador para reparar por la ofensa cometida (cf. Gen 3,15). Esa promesa se hará realidad cuando, llegada la plenitud de los tiempos, el Verbo de Dios se haga carne y habite entre nosotros (cf. Jn 3,14; Gal 4,4).
En todo el Antiguo Testamento Dios se manifiesta como el “Dios de las misericordias” que siempre está dispuesto a ayudar al que se reconoce pecador y miserable (cf. Sal 4,2; 6,3; 9,14; 25,16), y que hace brotar una profunda acción de gracias: “Dad gracias a Yahveh, porque es bueno, porque su amor (hesed) es eterno” (Sal 107,1).[10]
Si bien Dios se manifiesta bondadoso con Abraham y establece libremente una alianza con él (cf. Gen 15,1-21) y se muestra compasivo con Lot (cf. Gen 19,16.19), con Isaac (cf. Gen 24,14), y con José (cf. Gen 39,21), esta firme convicción de la misericordia de Yahveh parece originarse en la experiencia de Israel durante la liberación de Egipto. Aunque el término misericordia no se encuentra en el relato del libro del Éxodo, la liberación de Egipto se describe como un acto de la misericordia divina. En efecto, Dios dice a Moisés: “He visto la miseria de mi pueblo en Egipto y he escuchado sus gritos… Conozco sus sufrimientos. Estoy decidido a liberarlos” (Ex 3,7-10,16-17). El motivo de esa liberación es el recuerdo de la alianza hecha con sus padres (cf. Ex 6,5). Dios no pudo soportar la miseria de su pueblo; estableciendo una alianza con Israel, Dios ha hecho de Israel su linaje y, por tanto, una ternura instintiva lo une a él para siempre.
La bondad (hesed) de Dios no está ligada a una reciprocidad en hesed. La presencia y acción de Dios en medio de su pueblo es totalmente gratuita, no fundadas en la rectitud o mérito del hombre. Dios libremente eligió un pueblo como suyo. La bondad de Dios no es el contenido de lo que Él hace por el hombre, sino que es lo que lo lleva a hacer una alianza con el hombre, y es lo único que mantiene la alianza cuando el hombre ha sido infiel a ella por causa del pecado (cf. 2Re 13,23; Dn 3,35). Si bien no hay una reciprocidad en hesed que antecede a la alianza de Yahveh con Israel, sí la hay después de la alianza ya que, como consecuencia de ella, Dios espera hesed de su pueblo (cf. Os 4,1; 6,4.6).[11]
Dios, habiendo afirmado su libertad para conceder misericordia a aquél que quiere (cf. Ex 33,19), proclama que su ternura puede triunfar sobre el pecado sin perjuicio de su santidad: “Yahveh es un Dios de ternura (rahum) y gracia (hanun) lento a la cólera y rico en misericordia (hesed) y fidelidad (‘emet), que muestra su bondad (hesed) por generaciones, que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado, pero no los deja impunes; que castiga la iniquidad de los padres en los hijos y en los hijos de los hijos hasta la tercera y cuarta generación” (Ex 34,6-7).
A lo largo de la historia del pueblo elegido Dios ha mostrado efectivamente que, aun cuando debe castigarlo por sus pecados, se mueve a compasión cuando claman a Él desde el fondo de sus corazones. El libro de los Jueces muestra cómo Dios se enoja repetidamente con su pueblo debido a la infidelidad del mismo, y cómo luego obra misericordiosamente enviando salvadores (cf. Jc 2,18). Los profetas, aun anunciando catástrofes sobre el pueblo, saben de la misericordia y ternura de Dios (cf. Jer 31,20; Is 49,14s; 54,7) y que el pecado es la ocasión para entrar más profundamente en el misterio de su ternura (cf. Dn 3,26-43; 9,4-19).
Si Dios no cumple las amenazas dichas y obra con paciencia es porque quiere la conversión de sus elegidos: “Deje el malo su camino, el hombre inicuo sus pensamientos, y vuélvase a Yahveh que tendrá compasión de él, a nuestro Dios que será grande en perdonar” (Is 55,7); “Desgarrad vuestro corazón y no vuestros vestidos, volved a Yahveh vuestro Dios, porque Él es clemente y compasivo, tardo a la cólera, rico en amor, y se ablanda ante la desgracia” (Jl 2,13). El pueblo elegido sabe que su cólera no dura para siempre (cf. Jer 3,12s; Ne 9,17) y que nuevamente se compadecerá de ellos y borrará sus culpas (cf. Mi 7,19; Ne 9,18-19). Con esta convicción David pudo cantar el Miserere: “Ten piedad, Oh Dios, según tu amor, por tu inmensa ternura borra mi delito, lávame a fondo de mi culpa y purifícame de mi pecado” (Sal 51,1-2). La misericordia divina no conoce otro límite que la dureza del corazón del pecador (cf. Is 9,16; Jer 16,5.13).
Esta bondad (hesed) de Yahveh salva a Israel de sus enemigos (cf. Sal 25,6; 40,11; 79,8; Jer 42,12), y pone fin al exilio, trayéndolos nuevamente a la tierra prometida (cf. Ez 39,25; Is 54,10; 63,7).
2.2 Misericordia con los paganos
Esta misericordia fue tenida por mucho tiempo como un privilegio del pueblo elegido. Sin embargo, poco a poco, Dios, por su infinita liberalidad, la va manifestando a otros pueblos. La historia de Jonás es una prueba de la estrechez del corazón humano que no acepta la inmensa compasión de Dios (cf. Jon 4,2). Dios castiga a los paganos para que se arrepientan de su mala conducta (cf. Sab 11,23-26; 12,2.8.19-20). El libro del Eclesiástico afirmará expresamente, “La misericordia del hombre sólo alcanza a su prójimo, la misericordia del Señor abarca a todo el mundo” (Si 18,13).
David, luego de su pecado, prefirió caer en las manos de Yahveh, cuya misericordia era infinita, y no en las manos de los hombres (cf. 2Sam 24,14). Dios, que es compasivo y misericordioso, irá manifestando paulatinamente que también los hombres deben practicar la misericordia.
Dios condena a los paganos que ahogan la misericordia y guardan rencor a su prójimo (cf. Am 1,11). Su voluntad es que el hombre cumpla con la ley del amor fraterno (cf. Lev 19,18) en preferencia a los sacrificios (cf. Os 6,6). Si uno desea ayunar verdaderamente, tiene que socorrer al pobre, a la viuda y al huérfano (cf. Is 58,6-7; Job 31,16-23). Si bien este horizonte del amor se extendía a aquellos de la misma raza o creencia, el mandamiento de no vengarse ni guardar rencor se irá expandiendo. Sin embargo, la idea de la misericordia con todos los hombres no aparecerá hasta los últimos libros de la sabiduría en los cuales se prefigura el mensaje de Jesús sobre el tema: el perdón debe concederse a todo hombre (cf. Si 27,30-28,7); la piedad y la limosna se ha de practicar con todos (cf. Prov 14,21.31; Si 3,30-4,10; 7,32-36; 29,8-9; 40,17).
Misericordia en el Nuevo Testamento
3.1 Jesús revela al Padre
San Pablo nos enseña que “muchas veces y de muchas maneras habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los Profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio de su Hijo” (Heb 1,1-2). Toda la misión de Cristo consistió en revelar los grandes misterios de Dios que estaban escondidos a los hombres desde la creación del mundo. Él nos revela a un Dios que, en la simplicidad de su esencia, es trino en personas; a un Dios que se anonada hasta hacerse semejante a los hombres y dar la vida para rescatarlos del pecado; Él nos revela no sólo el misterio de un Dios que es rico en misericordia, de lo cual el pueblo elegido tenía una experiencia varias veces milenarias, sino el misterio de un Dios Padre que es rico en misericordia[12]. Jesús afirma: “Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo, y a aquél a quien el Hijo se lo quiera revelar” (Mt 11,27). Y San Juan dirá: “A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, Él nos lo ha revelado” (Jn 1,18). Gracias a la Encarnación del Verbo, Dios “viene en Persona a hablar de sí al hombre y a mostrarle el camino por el cual es posible alcanzarlo.”[13]
En el Antiguo Testamento Dios era reconocido como Padre porque Yahveh había elegido libremente a Israel entre muchos otros pueblos como su herencia. De allí que muchas veces se mencione a Israel como el primogénito de Dios: “Y dirás al Faraón, ‘así dice Yahveh: Israel es mi hijo, mi primogénito” (Ex 4,22); “Porque yo soy para Israel un padre, y Efraím es mi primogénito” (Jer 31,9; cf. Os 11,1; Mal 1,6.). El israelita llamaba a Dios “Padre” porque era miembro del pueblo elegido y por la experiencia histórica que tenía de la protección por parte de Dios.[14]
Jesús llama a Dios “mi Padre” (Jn 8,19.38.54; 10,25; Mt 11,27) y “Abba” (Mc 14,36), expresiones que no eran usadas por los israelitas y que suponen una revelación por parte de Jesús.[15] Él quiso que esta íntima relación que tenía con el Padre fuera participada por aquellos a los cuales vino a salvar. También sus discípulos pueden llamar a Dios “Padre Nuestro” (Mt 6,9) y “Abba” (Rom 8,15) porque ellos han creído en Jesús (cf. Jn 1,12) y han renacido del agua y del Espíritu (cf. Jn 3,5), recibiendo la filiación adoptiva (cf. Gal 4,5; Ef 1,5).
La manifestación de la misericordia del Padre se concreta en la persona y en la obra de Jesucristo. San Juan Pablo II nos dice:
“Cristo confiere un significado definitivo a toda la tradición veterotestamentaria de la misericordia divina. No sólo habla de ella y la explica usando semejanzas y parábolas, sino que además, y ante todo, él mismo la encarna y personifica. Él mismo es, en cierto modo, la misericordia. A quien la ve y la encuentra en él, Dios se hace concretamente visible como Padre ‘rico en misericordia’.”[16]
La Encarnación de la Palabra no es sólo una obra del amor de Dios (cf. Jn 3,16), sino también la suprema revelación de la misericordia divina hecha una persona.
La misericordia del Padre será tema central de su predicación:
“Cristo pues revela a Dios que es Padre, que es amor, como dirá san Juan en su primera Carta; revela a Dios ‘rico en misericordia’, como leemos en san Pablo. Esta verdad, más que tema de enseñanza, constituye una realidad que Cristo nos ha hecho presente. Hacer presente al Padre en cuanto amor y misericordia es en la conciencia de Cristo mismo la prueba fundamental de su misión de Mesías; lo corroboran las palabras pronunciadas por Él primeramente en la sinagoga de Nazaret y más tarde ante sus discípulos y ante los enviados por Juan Bautista. En base a tal modo de manifestar la presencia de Dios que es padre, amor y misericordia, Jesús hace de la misma misericordia uno de los temas principales de su predicación.”[17]
En su persona, en sus palabras, en sus obras y en sus actitudes Jesús es el rostro misericordioso del Padre “rico en misericordia” (Ef 2,4).[18] Quien ve a Cristo ve al Padre (cf. Jn 14,9). Toda su vida, desde su nacimiento hasta su resurrección, es una asombrosa manifestación de la misericordia del Padre. En cada página de los Evangelios podemos ver su compasión por los enfermos, lisiados, ciegos, paralíticos, endemoniados, leprosos, etc. No hay miseria alguna en que Jesús no muestre el rostro misericordioso del Padre.[19] Juan Bautista reconocerá en ese actuar misericordioso de Cristo que el Mesías prometido y esperado por siglos estaba entre ellos (cf. Lc 7,22).
Si bien Cristo se mostró misericordioso con todos aquellos que padecían alguna miseria física, lo fue particularmente con los que padecían la miseria espiritual: el pecado. De allí que, tal vez, las páginas más hermosas de los Evangelios sean aquellas en las cuales Jesús trata con pecadores y revela la misericordia del Padre para con ellos. Las parábolas llamadas de la misericordia fueron dirigidas a los fariseos (cf. Lc 15,2; 7,40 18,9; Mc 2,16; Mt 21,23) hombres de corazón duro, sin misericordia, que veían con malos ojos que Jesús comiese con ellos (cf. Mt 9,11; Mc 2,16; Lc 19,7) y los perdonase (cf. Mt 9,2; Lc 7,47; Jn 8,11). La misericordia del Padre, manifestada en el Hijo hecho carne, abre las puertas del reino de los cielos a recaudadores de impuestos y prostitutas (cf. Mt 21,31), algo absolutamente impensable para los fariseos y saduceos. Sin lugar a dudas, la parábola del Hijo pródigo (cf. Lc 15,11-32) es aquella que manifiesta más tiernamente la misericordia de Dios Padre, que siempre está a la espera del hijo pecador.[20] Los pecadores arrepentidos son los que agradan a Dios y no los que se creen justos (cf. Mt 21,28-31; Lc 18,9-14).
El punto culminante de la revelación de la misericordia del Padre será el misterio pascual de Cristo:
“El mensaje mesiánico de Cristo y su actividad entre los hombres terminan con la cruz y la resurrección. Debemos penetrar hasta lo hondo de este acontecimiento final que, de modo especial en el lenguaje conciliar, es definido mysterium paschale, si queremos expresar profundamente la verdad de la misericordia, tal como ha sido hondamente revelada en la historia de nuestra salvación…El misterio pascual es el culmen de esa revelación y actuación de la misericordia, que es capaz de justificar al hombre, de restablecer la justicia en el sentido del orden salvífico querido por Dios desde el principio para el hombre y, mediante el hombre, en el mundo.”[21]
Todo esto lleva a afirmar al autor de la carta a los Hebreos que Jesús tuvo que asemejarse en todo a nosotros para ser misericordioso (cf. Heb 2,17) y mostrar así a un Dios Padre rico en misericordia. Por ello debemos acercarnos con total confianza al trono de la gracia para alcanzar misericordia, pues tenemos un Sumo Sacerdote misericordioso (cf. Heb 4,15-16) que intercede por nosotros y nos auxiliará en el momento oportuno. En efecto, Dios es el “Padre de las misericordias y Dios de toda consolación, que nos consuela en toda tribulación” (2Cor 1,3), quien mostró misericordia al Apóstol (cf. 1Cor 7,25; 2Cor 4,1; 1Tim 1,13.15-16) y quien la mostrará a todos los creyentes (cf. 1Tim 1,2.16; 2Tim 1,2; Tit 1,4; 2Jn 3).
3.2 Conversión y misericordia
Al comenzar su ministerio público Jesús dice: “Convertíos y creed en la Buena Nueva” (Mc 1,15). La Buena Nueva de Cristo es, según vimos, que Dios es un Padre rico en misericordia, que ha enviado a su Hijo como Salvador y ha abierto las puertas del reino de los cielos a todos los hombres, aún a los pecadores. La condición para ello es el cambio de conducta o, mejor dicho, del corazón. En efecto, la palabra metanoia (y su imperativo metanoiete= convertíos) significa literalmente “cambiar ideas” o “cambiar el corazón”. Jesús invita a las personas a cambiar radicalmente sus vidas.[22]
Jesucristo pidió repetidamente la conversión a sus oyentes (cf. Mt 11,20-21; 12,41; Lc 13,3.5; 15,7.10), y puso de manifiesto que el perdón de las pecados era consecuencia de la conversión, como en los casos de la mujer pecadora (cf. Lc 7, 44-48), de Zaqueo (cf. Lc 19,8-9) y el hijo menor de la parábola del hijo pródigo (cf. Lc 15,17-19). Esta relación conversión-misericordia también se daba en el Antiguo Testamento (cf. Dt 30,9-10; 2Cro 30,9; Si 17,25.29; Jl 2,13; Jon 3,5-10).
El saber que el Padre es rico en misericordia acrecienta la esperanza y la confianza por parte del pecador que será perdonado y abre el amplio horizonte de la conversión. Por otra parte, la conversión consiste en descubrir y abrirse a la misericordia de Dios Padre, quien es rico en misericordia. De allí que San Juan Pablo II nos diga:
“La misericordia en sí misma, en cuanto perfección de Dios infinito es también infinita. Infinita pues e inagotable es la prontitud del Padre en acoger a los hijos pródigos que vuelven a casa. Son infinitas la prontitud y la fuerza del perdón que brotan continuamente del valor admirable del sacrificio de su Hijo. No hay pecado alguno que prevalezca por encima de esta fuerza y ni siquiera que la limite. Por parte del hombre puede limitarla únicamente la falta de buena voluntad, la falta de prontitud en la conversión y en la penitencia, es decir, su perdurar en la obstinación, oponiéndose a la gracia y a la verdad especialmente frente al testimonio de la cruz y de la resurrección de Cristo. Por tanto la Iglesia profesa y proclama la conversión. La conversión a Dios consiste siempre en descubrir la misericordia, es decir, ese amor que es paciente y benigno a medida del Creador y Padre: el amor al que ‘Dios Padre de Nuestro Señor Jesucristo’ es fiel hasta las últimas consecuencias en la historia de la alianza con el hombre: hasta la cruz, hasta la muerte y la resurrección de su Hijo. La conversión a Dios es siempre fruto del ‘reencuentro’ con ese Padre, rico en misericordia. El auténtico conocimiento de Dios, Dios de la misericordia y del amor benigno, es una constante e inagotable fuente de conversión, no solamente como un momentáneo acto interior, sino también como disposición estable, como estado de ánimo. Quienes llegan a conocer de este modo a Dios, quienes lo ‘ven’ así, no pueden vivir sino convirtiéndose sin cesar a Él. Viven pues in statu conversionis.”[23]
3.3 Práctica de la misericordia
El Padre que ofrece misericordia al hombre en Cristo y a través de Cristo, quiere que también él muestre misericordia con los demás hombres, como enseña Jesús en la parábola del siervo sin misericordia: “¿No debías tú también compadecerte de tu compañero, del mismo modo que yo me compadecí de ti?” (Mt 18,33).
Jesús nos manda: “sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48). Esta perfección de acuerdo con Lc 6,36 se identifica con el deber de ser misericordioso “como el Padre es misericordioso”. Solamente el misericordioso recibe la misericordia de Dios (cf. Mt 5,7). Sólo aquel que se comporta como buen samaritano ama realmente a Dios y al prójimo y hereda la vida eterna (cf. Lc 10,25.37). Por el contrario, un juicio severo y sin misericordia espera a los que no practican la misericordia (cf. Mt 18,23-28; 25,41-45; St 2,13).[24]
Por otro lado, la práctica de las obras de misericordia manifiesta la credibilidad del mensaje evangélico sobre la caridad, y la bondad y providencia divina. Se dice, y con razón, que las obras hablan más elocuentemente que las palabras. A las palabras se las lleva el viento; a las obras, no. Las obras de misericordia muestran la cercanía de Dios en la necesidad. ¿Quién no ve, por ejemplo, en Santa Teresa de Calcuta, ese modelo de práctica misericordiosa que llevó a tantos hombres y mujeres necesitados a descubrir el rostro misericordioso de Dios? Así lo recordaba San Juan Pablo II:
“Buscó ser un signo del “amor, de la presencia y de la compasión de Dios”, y así recordar a todos el valor y la dignidad de cada hijo de Dios, “creado para amar y ser amado”. De este modo, la madre Teresa “llevó las almas a Dios y Dios a las almas” y sació la sed de Cristo, especialmente de aquellos más necesitados, aquellos cuya visión de Dios se había ofuscado a causa del sufrimiento y del dolor.”[25]
Sin embargo, el santo Pontífice nos advierte contra la concepción de la misericordia que tiende a ver una relación de desigualdad entre el que la practica y el que la recibe, concepción que degrada al que la recibe y ofende la dignidad del hombre. La práctica de la misericordia se basa en la común experiencia del bien que es el hombre y sobre su dignidad.[26] Tanto el que practica la misericordia como el que la recibe contribuyen al bien de la dignidad humana y a unir a las personas profundamente.[27]
Por ello,
“[es necesario] purificar también continuamente todas nuestras acciones y nuestras intenciones, allí donde la misericordia es entendida y practicada de manera unilateral, como bien hecho a los demás. Sólo entonces, en efecto, es realmente un acto de amor misericordioso: cuando, practicándola, nos convencemos profundamente de que al mismo tiempo la experimentamos por parte de quienes la aceptan de nosotros. Si falta esa bilateralidad, esa reciprocidad, entonces nuestras acciones no son aún auténticos actos de misericordia, ni se ha cumplido plenamente en nosotros la conversión, cuyo camino nos ha sido manifestado por Cristo con la palabra y con el ejemplo hasta la cruz, ni tampoco participamos completamente en la magnífica fuente del amor misericordioso que nos ha sido revelada por Él.”[28]
Vida como manifestación de la misericordia divina
Hemos indicado las ideas bíblicas que permiten penetrar en el sentido de la misericordia divina. La contemplación de esas verdades debe mover a la acción concreta, a reflejar en la propia vida el rostro misericordioso del Padre.
Escribe el Papa Francisco:
“Es mi vivo deseo que el pueblo cristiano reflexione durante el Jubileo sobre las obras de misericordia corporales y espirituales. Será un modo para despertar nuestra conciencia, muchas veces aletargada ante el drama de la pobreza, y para entrar todavía más en el corazón del Evangelio, donde los pobres son los privilegiados de la misericordia divina. La predicación de Jesús nos presenta estas obras de misericordia para que podamos darnos cuenta si vivimos o no como discípulos suyos.”[29]
Y agrega inmediatamente:
“No podemos escapar a las palabras del Señor y en base a ellas seremos juzgados: si dimos de comer al hambriento y de beber al sediento. Si acogimos al extranjero y vestimos al desnudo. Si dedicamos tiempo para acompañar al que estaba enfermo o prisionero (cfr Mt 25,31-45). Igualmente se nos preguntará si ayudamos a superar la duda, que hace caer en el miedo y en ocasiones es fuente de soledad; si fuimos capaces de vencer la ignorancia en la que viven millones de personas, sobre todo los niños privados de la ayuda necesaria para ser rescatados de la pobreza; si fuimos capaces de ser cercanos a quien estaba solo y afligido; si perdonamos a quien nos ofendió y rechazamos cualquier forma de rencor o de odio que conduce a la violencia; si tuvimos paciencia siguiendo el ejemplo de Dios que es tan paciente con nosotros; finalmente, si encomendamos al Señor en la oración nuestros hermanos y hermanas. En cada uno de estos “más pequeños” está presente Cristo mismo. Su carne se hace de nuevo visible como cuerpo martirizado, llagado, flagelado, desnutrido, en fuga… para que nosotros los reconozcamos, lo toquemos y lo asistamos con cuidado. No olvidemos las palabras de san Juan de la Cruz: «En el ocaso de nuestras vidas, seremos juzgados en el amor».”[30]
Las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos al prójimo en sus necesidades corporales y espirituales.[31] Es tradicional la enumeración de siete obras de misericordia corporales y siete espirituales. Las obras caporales son tomadas del Evangelio de San Mateo (cf. Mt 25, 34-45) y del libro de Tobías (cf. Tob 2,3-8; 12,12). Estas obras son: dar de comer al hambriento, dar de beber al sediento, dar posada al necesitado, vestir al desnudo, visitar al enfermo, socorrer a los presos y enterrar a los muertos. Las obras espirituales se toman de distintos pasajes de la Biblia, especialmente de las enseñanzas de Jesús. Estas son: enseñar al que no sabe, dar buen consejo al que lo necesita, corregir al que está en error, perdonar las injurias, consolar al triste, sufrir con paciencia los defectos de los demás y rogar a Dios por vivos y difuntos.
Es digno de destacar que al mencionar la materia sobre la que versará el juicio en el texto de Mateo antes citado, no se condena a los de la izquierda por haber hecho algo contrario a lo establecido en los mandamientos (es decir, por robar, cometer adulterio o mentir), sino por haber omitido hacer el bien a otros, por no haber obrado con misericordia. De esto se desprende que se puede pecar no solamente actuando positivamente contra los mandamientos de la ley de Dios, sino también omitiendo las acciones que conducen al bien que esos mandamientos suponen. Si hay que amar al prójimo como a uno mismo (cf. Lev 19,18) o como Jesús los ama (cf. Jn 13,34), el no dar de comer o de beber a alguien, el no visitarlo en el hospital cuando está enfermo o en la cárcel cuando está preso, el no enseñar al ignorante, no corregir al que yerra, no consolar al triste o no perdonar las injurias, son omisiones que atentan contra el bien humano y el mandamiento de la caridad.
Una idea que gusta repetir el Papa Francisco al hablar de la práctica de la misericordia es la de ser misericordiado para poder misericordiar.[32] Así, les expresaba a los sacerdotes reunidos para conmemorar el Jubileo de los sacerdotes:
“La misericordia nos permite pasar de sentirnos misericordiados a desear misericordiar.”[33]
Y agregaba:
“El corazón misericordiado no es un corazón emparchado sino un corazón nuevo, re-creado… Es un corazón que se sabe recreado gracias a la fusión de su miseria con el perdón de Dios y, por eso, «es un corazón misericordiado y misericordioso».”[34]
Es decir, que uno debe experimentar el haber sido misericordiado, debe ser consciente de ser objeto de misericordia por parte de Dios, para poder practicar la misericordia con los que están en necesidad. Sólo quien experimenta la misericordia del Padre podrá hacer experimentar esa misericordia a otros. Sólo el que se reconoce misericordiado será capaz de engendrar misericordiados.
Sin embargo, no hay que pensar que el misericordiado lo es solamente de Dios sino que lo es también de los misericordiados que ha engendrado. En efecto, como ya lo hemos mencionado, no se debe concebir el acto de misericordia como un acto unilateral, desigual, en el que el que recibe la acción misericordiosa es totalmente pasivo. El misericordiado hace también misericordia al misericordioso o misericordiante (por acuñar una nueva palabra que ni el Papa usa). De allí que, como afirma el Papa,
“Al dignificar —y esto es decisivo, no se debe olvidar: la misericordia da dignidad—, la misericordia eleva a aquel hacia el que uno se abaja y vuelve pares a los dos, al misericordioso y al misericordiado.”[35]
Ello abre el espectro visual del que practica la misericordia, y lo hace ser humilde, caritativo y agradecido.
Realizando las obras de misericordia, los cristianos continúan escribiendo “el Evangelio de la misericordia.”[36] Todos están llamados a través de las obras de misericordia corporales y espirituales a manifestar la enseñanza y el estilo de vida de Jesucristo:
“el Evangelio de la misericordia continúa siendo un libro abierto, donde se siguen escribiendo los signos de los discípulos de Cristo, gestos concretos de amor, que son el mejor testimonio de la misericordia. Todos estamos llamados a ser escritores vivos del Evangelio, portadores de la Buena Noticia a todo hombre y mujer de hoy. Lo podemos hacer realizando las obras de misericordia corporales y espirituales, que son el estilo de vida del cristiano. Por medio de estos gestos sencillos y fuertes, a veces hasta invisibles, podemos visitar a los necesitados, llevándoles la ternura y el consuelo de Dios.”[37]
A través de esas obras, los cristianos buscan crear una “cultura de la misericordia”, que no es lo mismo que una cultura de la beneficencia.[38] No basta con hacer el bien, con practicar la misericordia, aisladamente. Hay que implicarse realmente en socorrer a las necesidades de los demás, y hay que implicarse diariamente.[39]
[1] FRANCISCO, Bula Misericordiae Vultus, 2. (En adelante MV)
[2] SAN JUAN PABLO II, Carta Encíclica Dives in Misericordia, 13. (En adelante DM)
[3] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Summa Theologiae,I, q.21, a.3. (En adelante S. Th.)
[8] Para una síntesis de los términos usados en la Sagrada Escritura para expresar la misericordia puede verse DM, 4, especialmente la nota 52; McKENZIE JOHN, Dictionary of the Bible, The Bruce Publisher Company, Milwaukee 1965, 565-567; DOFOUR LEON, Vocabulario de Teología Bíblica, Herder, Barcelona 1965, 475-479.
[9] Afirma el Papa: “El Señor es “misericordioso”: esta palabra evoca una actitud de ternura como la de una madre con su hijo. De hecho, el término hebreo usado en la Biblia hace pensar a las vísceras o también en el vientre materno. Por eso, la imagen que sugiere es aquella de un Dios que se conmueve y se enternece por nosotros como una madre cuando toma en brazos a su niño, deseosa sólo de amar, proteger, ayudar, lista a donar todo, incluso a sí misma. Esa es la imagen que sugiere este término. Un amor, por lo tanto, que se puede definir en sentido bueno “visceral”.” FRANCISCO, Audiencia General, 13 de enero de 2016.
[10] Los Salmos 107, 118 y 136 cantan el amor (hesed) eterno de Dios por las maravillas que ha hecho por su pueblo.
[11] El contexto de estos pasajes sugiere que el hesed deseado se dirige a Yanveh y no a los hombres. El hesed hacia Yahveh sólo puede entenderse en el sentido de fidelidad, justicia (santidad) y amor. Cf. McKENZIE JOHN, Dictionary…, op. cit., 566.
[12] “<Dios rico en misericordia> es el que Jesucristo nos ha revelado como Padre.” DM, 1.
[13] SAN JUAN PABLO II, Carta Apostólica Tertio Millennio Adveniente, 6. (En adelante TMA)
[14] Cf. MENGELLE ERVENS, Hermosa novedad: Dios es Padre, en Diálogo 23 (1999) 138-141; Catecismo de la Iglesia Católica, n° 238.
[15] Cf. MENGELLE ERVENS, Hermosa novedad…, op. cit., 142-145; Catecismo de la Iglesia Católica, n° 240.
[16]DM, 2. Escribe el Papa Francisco: “Con la mirada fija en Jesús y en su rostro misericordioso podemos percibir el amor de la Santísima Trinidad. La misión que Jesús ha recibido del Padre ha sido la de revelar el misterio del amor divino en plenitud. « Dios es amor » (1 Jn 4,8.16), afirma por la primera y única vez en toda la Sagrada Escritura el evangelista Juan. Este amor se ha hecho ahora visible y tangible en toda la vida de Jesús. Su persona no es otra cosa sino amor. Un amor que se dona gratuitamente. Sus relaciones con las personas que se le acercan dejan ver algo único e irrepetible. Los signos que realiza, sobre todo hacia los pecadores, hacia las personas pobres, excluidas, enfermas y sufrientes llevan consigo el distintivo de la misericordia. En Él todo habla de misericordia. Nada en Él es falto de compasión.” MV, 8.
[18] Notemos cómo muchos de los milagros de Jesús fueron precedidos por súplicas ardientes por compasión y misericordia (cf. Mt 9,27; 15,22; 17,15; 20,30.31; Mc 9,22; 10, 47.48; Lc 17,13; 18,38). Tal era la actitud en sus palabras y obras que inspiraba gran confianza en aquellos que le veían y escuchaban.
[19] “El Evangelio es el libro de la misericordia de Dios, para leer y releer, porque todo lo que Jesús ha dicho y hecho es expresión de la misericordia del Padre.” FRANCISCO, Homilía con ocasión del Jubileo de las personas que se adhieren a la espiritualidad de la Divina Misericordia, 3 de abril de 2016.
[20] Cf. SAN JUAN PABLO II, Exhortación Apostólica Post Sinodal Reconciliatio et Paenitentia, 5-6 (En adelante RP); DM, 5-6.
[21]DM, 7. “De ese modo la cruz de Cristo, sobre la cual el Hijo, consubstancial al Padre, hace plena justicia a Dios, es también una expresión radical de la misericordia, es decir, del amor que sale al encuentro de lo que constituye la raíz misma del mal en la historia del hombre: al encuentro del pecado y de la muerte.” Ibidem, 8.
[23]DM, 13. Cf. RP, 31 III. Este aspecto de conversión lo indicaba San Juan Pablo II en Tertio Millennio Adveniente, enfatizando su importancia en el itinerario de preparación para el Jubileo del año 2000: “En este tercer año el sentido del ‘camino hacia el Padre’ deberá llevar a todos a emprender, en la adhesión a Cristo Redentor del hombre, un camino de auténtica conversión, que comprende tanto un aspecto ‘negativo’ de liberación del pecado, como un aspecto ‘positivo’ de elección del bien, manifestados por los valores éticos contenidos en la ley natural, confirmada y profundizada por el Evangelio. Es éste el contexto adecuado para el redescubrimiento y la intensa celebración del sacramento de la Penitencia en su significado más profundo.” TMA, 50. Cf. RP, 30-31.
[24] “El hombre alcanza el amor misericordioso de Dios, su misericordia, en cuanto él mismo interiormente se transforma en el espíritu de tal amor hacia el prójimo.” DM, 14.
[25] SAN JUAN PABLO II, Homilía con ocasión de la Beatificación de la Madre Teresa de Calcuta, 19 de octubre de 2003.
[30] Ibidem. “Delante a la Puerta Santa que estamos llamados a atravesar, nos piden ser instrumentos de misericordia, conscientes que seremos juzgados sobre esto. Quien ha sido bautizado sabe que tiene un compromiso más grande. La fe en Cristo lleva a un camino que dura toda la vida: aquel de ser misericordiosos como el Padre. La alegría de atravesar la Puerta de la Misericordia se une al compromiso de acoger y testimoniar un amor que va más allá de la justicia, un amor que no conoce confines.” FRANCISCO, Homilía con ocasión de la apertura de la Puerta Santade la Basílica San Juan de Letrán, 13 de diciembre de 2015.
[31] Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, nº 2447.
[32] Para entender esta terminología, debemos mencionar que el Papa eligió como lema episcopal (y, luego, papal) Miserando atque eligendo. Si bien no existe una palabra en español equivalente a miserando, puede traducirse por misericordiando o misericordiado. La traducción literal seria “misericordiando y eligiendo”. El lema está tomado de las Homilías de san Beda el Venerable, presbítero, (Hom. 21; CCL 122, 149-151), quien, comentando el episodio evangélico de la vocación de San Mateo, escribe:
«Jesús vio a un hombre, llamado Mateo, sentado ante la mesa de cobro de los impuestos, y le dijo: “Sígueme”. Lo vio más con la mirada interna de su amor que con los ojos corporales. Jesús vio al publicano, y lo vio con misericordia y eligiéndolo, (miserando atque eligendo), y le dijo: “Sígueme”, que quiere decir: “Imítame”. Le dijo “sígueme”, más que con tus pasos, con tu modo de obrar. Porque, quien dice que está siempre en Cristo, debe andar de continuo como él anduvo».
Debido a una experiencia juvenil de la misericordia de Dios, el Papa ha elegido esta frase para indicar que Dios lo miró con misericordia – es decir, lo misericordió– y lo eligió. De allí que use los términos misericordiado para indicar la acción de haber recibido misericordia, y misericordiar para indicar la acción de practicar la misericordia con otros.
[33] FRANCISCO, Retiro espiritual con ocasión del Jubileo de los sacerdotes, Primera meditación, Basílica de San Juan de Letrán, 2 de junio de 2016. “Como se habrán dado cuenta, al hablar de la misericordia a mí me gusta usar la forma verbal: hay que hacer misericordia (misericordiar en español, «misericordiare», tenemos que forzar la lengua) para recibir misericordia, para ser «misericordiati» (ser misericordiados). «Pero Padre, esto no es italiano». «Sí, pero es la forma que yo encuentro para ir adentro: “Misericordiare” para ser “misercordiato”». El hecho de que la misericordia ponga en contacto una miseria humana con el corazón de Dios hace que la acción surja inmediatamente. No se puede meditar sobre la misericordia sin que todo se ponga en acción.” Ibidem.
[38] FRANCISCO, Retiro espiritual con ocasión del Jubileo de los sacerdotes, Tercera meditación, Basílica de San Juan de Letrán, 2 de junio de 2016.
[39] “No me cansaré nunca de decir que la misericordia de Dios no es una idea bonita, sino una acción concreta. No hay misericordia sin obras concretas. La misericordia no es hacer un bien <de paso>, es implicarse allí donde está el mal, la enfermedad, el hambre, tanta explotación humana. Y, además, la misericordia humana no será auténtica –humana y misericordia- hasta que no se concrete en el actuar diario. La admonición del apóstol Juan sigue siendo válida: <Hijitos míos, no amemos solamente con la lengua y de palabra, sino con obras y de verdad> (1Jn 3,18). De hecho, la verdad de la misericordia se comprueba en nuestros gestos cotidianos que hacen visible la acción de Dios en medio de nosotros.” FRANCISCO, Audiencia Jubilar con ocasión del Jubileo de los operadores de la misericordia, 3 de septiembre de 2016.
1. ‘Dios es espíritu’: son las palabras que dijo nuestro Señor Jesucristo durante el coloquio con la Samaritana junto al pozo de Jacob, en Sicar.
Juan Pablo Magno
A la luz de estas palabras continuamos en esta catequesis comentando la primera verdad del símbolo de la fe: ‘Creo en Dios’. Hacemos referencia en particular a la enseñanza del Concilio Vaticano I en la Constitución Dei Filius, capítulo primero: ‘Dios creador de todas las cosas’. Este Dios que se ha revelado a sí mismo, hablando ‘por los profetas y últimamente. por su Hijo'(Heb 1, 1), siendo creador del mundo, se distingue de modo esencial del mundo, que ha creado. El es la eternidad, como quedó expuesto en la catequesis precedente, mientras que todo lo que es creado está sujeto al tiempo contingente.
2. Porque el Dios de nuestra fe es la eternidad, es Plenitud de vida, y como tal se distingue de todo lo que vive en el mundo visible. Se trata de una ‘vida’ que hay que entender en el sentido altísimo que la palabra tiene cuando se refiere a Dios que es espíritu, espíritu puro, de tal manera que, como enseña el Vaticano I, es inmenso e invisible. No encontramos en El nada mensurable según los criterios del mundo creado y visible ni del tiempo que mide el fluir de la vida del hombre, porque Dios está sobre la materia, es absolutamente ‘inmaterial’. Sin embargo, la ‘espiritualidad’ del ser divino no se limita a cuanto podemos alcanzar según la vía negativa: es decir, sólo a la inmaterialidad. Efectivamente podemos conocer, mediante la vía afirmativa, que la espiritualidad es un atributo del ser divino, cuando Jesús de Nazaret responde a la Samaritana diciendo: ‘Dios es espíritu’ (Jn 4, 24).
3. El texto conciliar del Vaticano I, a que nos referimos, afirma la doctrina sobre Dios que la Iglesia profesa y anuncia, con dos aserciones fundamentales: ‘Dios es una única substancia espiritual, totalmente simple e inmutable’; y también: ‘Dios es infinito por inteligencia, voluntad y toda perfección’.
La doctrina sobre la espiritualidad del ser divino, transmitida por la revelación, ha sido claramente formulada en este texto con la ‘terminología del ser’. Se revela en la formulación: ‘Substancia espiritual’. La palabra ‘substancia’, en efecto, pertenece al lenguaje de la filosofía de ser. El texto conciliar intenta afirmar con esta frase que Dios, el cual por su misma Esencia se distingue de todo el mundo creado, no es sólo el Ser subsistente, sino que, en cuanto tal, es también Espíritu subsistente. El Ser divino es por propia esencia absolutamente espiritual.
4. Espiritualidad significa inteligencia y voluntad libre. Dios es Inteligencia, Voluntad y Libertad en grado infinito, así como es también toda perfección en grado infinito.
Estas verdades sobre Dios tienen muchas confirmaciones en los datos de la revelación, que encontramos en la Sagrada Escritura y en la Tradición. Por ahora nos referimos sólo a algunas citas bíblicas, que ponen de relieve la Inteligencia infinitamente perfecta del Ser divino. A la Libertad y a la Voluntad infinitamente perfectas de Dios dedicaremos las catequesis sucesivas.
Viene a la mente ante todo la magnifica exclamación de San Pablo en la Carta a los Romanos: ‘”Qué abismo de generosidad, de sabiduría y de Conocimiento el de Dios!. “Qué insondables sus decisiones y qué irrastreables sus caminos!. ¿Quién no conoció la mente del Señor?’ (11, 33 ss.).
Las palabras del Apóstol resuenan como un eco potente de la doctrina de los libros sapienciales del antiguo Testamento: ‘Su sabiduría no tiene medida’, proclama el Salmo 146, 5. A la sabiduría de Dios se une su grandeza: ‘Grande es el Señor, y merece toda alabanza, es incalculable su grandeza’ (Sal 144, 3). ‘Nada hay que quitar a su obra, nada que añadir, y nadie es capaz de investigarlas maravillas del Señor. Cuando el hombre cree acabar, entonces comienza, y cuando se detiene, se ve perplejo’ (Sir 18, 5-6). De Dios, pues, puede afirmar el Sabio: ‘Es mucho más grande que todas sus obras’ (Sir 43, 28), y concluir” ‘El lo es todo’ (43, 27).
Mientras los autores ‘sapienciales’ hablan de Dios en tercera persona: ‘El’, el Profeta Isaías pasa a la primera persona: ‘Yo’. Hace decir a Dios que le inspira: ‘Como el cielo es más alto que la tierra, mis caminos son más altos que los vuestros, mis pensamiento son más altos que los vuestros’ (Is 55, 9).
5. En los ‘pensamientos’ de Dios y en su ‘ciencia y sabiduría’ se expresa la infinita perfección de su Ser: por su Inteligencia absoluta Dios supera incomparablemente todo lo que existe fuera de El. Ninguna criatura y en particular ningún hombre puede negar esta perfección. ‘”Oh hombre!. ¿Quién eres tú para pedir cuentas a Dios?. ¿Acaso dice el vaso al alfarero: ¿Por qué me has hecho así?. ¿O es que el alfarero no es dueño de la arcilla?’ -pregunta San Pablo- (Rom 9, 20). Este modo de pensar y de expresarse está heredado del Antiguo Testamento: parecidas preguntas y respuestas se encuentran en Isaías (Cfr. 29, 15; 45, 9-11) y en el Libro de Job (Cfr. 2, 9-10; 1, 21). El libro del Deuteronomio, a su vez, proclama: ‘”¡Dad gloria a nuestro Dios!. ¡El es la Roca!”. Sus obras son perfectas. Todos sus caminos son justísimos; es fidelísimo y no hay en El iniquidad; es justo y recto’ (32, 3-4). La alabanza de la infinita perfección de Dios no es sólo confesión de la Sabiduría, sino también de su justicia y rectitud, es decir, de su perfección moral.
6. En el Sermón de la Montaña Jesucristo exhorta; ‘Por tanto, sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto’ (Mt 5, 48). Esta llamada es una invitación a confesar: “Dios es perfecto!. Es ‘infinitamente perfecto’ (Dei Filius).
La infinita perfección de Dios está constantemente presente en la enseñanza de Jesucristo. El que dijo a la Samaritana: ‘Dios es espíritu, y los que le dan culto deben hacerlo en espíritu y verdad.’ (Jn 4, 23-24), se expresó de manera muy significativa cuando respondió al joven que se dirigió a El con las palabras: ‘Maestro bueno.’, diciendo ‘¿Por qué me llamas bueno?. No hay nadie bueno más que Dios.’ (Mc 10, 17-18).
7. Sólo Dios es Bueno y posee la perfección infinita de la bondad. Dios es la plenitud de todo bien. Así como El ‘Es’ toda la plenitud del ser, del mismo modo ‘Es bueno’ con toda la plenitud del Bien. Esta plenitud de bien corresponde a la infinita perfección de su Voluntad, lo mismo que a la infinita perfección de su entendimiento y de su Inteligencia corresponde la absoluta plenitud de la Verdad, subsistente en El en cuanto conocida por su entendimiento como idéntica a su Conocer y Ser. Dios es espíritu infinitamente perfecto, por lo cual quienes lo han conocido se han hecho verdaderos adoradores: Lo adoran en espíritu y verdad.
Dios, este Bien infinito que es absoluta plenitud de verdad. ‘est diffusivum sui’ (S. Th. I, q.5, a.4, ad 2). También por esto se ha revelado, a sí mismo: la Revelación es el Bien mismo que se comunica como Verdad.
Este Dios que se ha revelado a Sí mismo, desea de modo inefable e incomparable comunicarse, darse. Este es el Dios de la Alianza y de la Gracia.
Realizar lo que parece imposible. Perseverar cuando todo se ve perdido. ‘Saltar’ cuando se trata de la justicia. Decir lo que hay que decir, sabiendo que eso nos va a alejar amigos o bienhechores. Saber estar solo. Guardar inflexiblemente su línea. No sacrificar nunca la doctrina.
Hay que tener enorme obstinación, y no menos adaptabilidad. Hacer una obra grande con medios pequeños, con piedras desiguales, con piedras vivas, redondas, duras, blandas; con los hombres que están cerca de mí; con los genios, que cada día hacen problemas a propósito de todo; los hombres de rutina, que quisieran que todo fuera sobre rieles; los activos, que cada día quieren una obra más; los cansados, que encuentran que se hace demasiado; los salvajes, a quienes no interesa el trabajo en equipo. Estamos en plena guerra. No se trata de perder el tiempo. Hay que ir más a prisa que los otros. Hay que vencer.
La Cruz de Cristo en nuestra piel
De la Cruz hemos hecho un motivo de decoración, y no es inútil. Sólo mirarla nos ayuda a pensar en Cristo. Pero no basta colocarla en el muro, hay que anclarla en la piel. Cristo no quiere quedarnos exterior, quiere transformarnos en Él, el hombre de dolores (Is 53,3). La semejanza a Cristo no se adquiere sin inmensos sufrimientos: todo ha de ser renovado en nosotros por el dolor, hasta que no podamos más bajo el dolor (recuerde Santa Teresita [de Lisieux]: incomprensiones; las dudas de fe; su tisis; su afonía, en que realmente ya no podía más y decía: No me arrepiento de haberme fiado al Amor).
Un día sin dolor debería parecer un día vacío, un día triste. Cuando hay menos dolor podemos preguntarnos qué pasa, pero no hay que maravillarse, porque tal vez mañana será un poco más pesado.
Si nosotros no lo rehusamos, Dios se arregla para hacernos soportar cada día más, un poco más de incomprensión, un poco más de dificultades, un poco más de soledad, un poco más de dolor.
En la vida no hay dificultades. Sólo hay circunstancias. Dios lo conduce todo, y todo lo conduce bien. No hay más que abandonarse, y servir a cada instante en la medida de lo posible. ¿Conflictos? Son inevitables. Son necesarios. Ya se resolverán. Por nada perder la paz (lo de Santa Teresa).
Los grandes dolores
Un gran dolor, cuando se trabaja en común, es el abandono progresivo de muchos, que abandonan el equipo y abandonan el plan de Dios.
Un gran dolor es darse cuenta de la lentitud con que penetra el Mensaje, del rechazo que le oponen los hombres, de ver cómo prefieren las tinieblas a la luz (cf. Jn 3,19).
Un gran dolor, el mayor tal vez, es darse cuenta que la Iglesia tiene en sí todo cuanto puede establecer el mundo en la paz, y encontrar dormidos a la mayor parte de los mejores cristianos, y tantos sacerdotes que no han comprendido el Mensaje.
Un gran dolor es encontrar la oposición de los grupos paralelos o llamados a completarse, con quienes habría que marchar, en perfecta armonía, en la batalla.
Un inmenso dolor es encontrar tanta verdad, tanta generosidad, tanta habilidad, en aquellos que pretenden liberar al hombre, pero que, ignorando a Cristo, no hacen sino encadenarlo.
Un gran dolor es sentirse impotente ante un gran dolor.
Un gran dolor es el amor que fracasa y que no encuentra eco alguno en aquellos a quienes se dirige.
Un gran dolor, en otros momentos, es la soledad. Se puede estar rodeado y sentirse solo. Lleva uno en su interior, sus planes, sus angustias, sus certezas. Los que lo rodean, sin maldad alguna, ni siquiera se interesan por lo que para él es vital.
Y hay un dolor, ese sí que es grande, cuando Dios mismo parece haberse marchado (¡Santa Teresita!).
A veces, al hombre apostólico todo le parece perdido. No hay más que fracasos en perspectiva. Por todos lados, muros. No se ve una salida.
Los colaboradores flaquean; la salud se debilita. Se encuentra privado de su fuerza, de su confianza, de su optimismo, de su testimonio interior. El déficit crece. No entran recursos. Pero, sobre todo, tú mismo no tienes ánimo, te sientes cansado, como sin resorte…
Después de todo, ¿no te equivocaste al tomar este camino? ¿Por qué haber pretendido abarcar tanto, y cosas tan difíciles? ¿¿No quiere todo esto decir que has de echar marcha atrás?
Y aun quizás tratas de echar marcha atrás, pero estás en el tren que echaste a caminar y éste avanza. Aunque quieras frenar, sigue corriendo. Sería necesario que saltaras del carro, que desaparecieras, que abandonaras a los otros. Pero ¡no tienes el derecho de abandonarlos en el combate, después de haberlos lanzado en él! Ellos tienen conciencia clara que te necesitan. Rehusar el esfuerzo ¿no sería traicionar? Todo está perdido. “¡No, todo va bien!”, dice una voz interior.
“Demagogo”, será la palabra que oirás con frecuencia. El que se ocupa de los oprimidos es un demagogo; el que lucha por la justicia, el que afirma el derecho de quienes son incapaces de hacerse respetar es un demagogo. En este sentido, felizmente, el Evangelio todo es demagogia.
Otros, consejeros prudentes, te dirán: ¡¡Anda más despacio, abarca menos!! Pero es el objeto el que impone la rapidez de la marcha. Para quien contempla desde afuera, como espectador indiferente, nada es más fácil que tomar una actitud tranquila. Pero para el que está en la batalla, es distinto; él ve fuerzas ligadas, circunstancias que hay que aprovechar y eso le impone un ritmo.
Alegrarse en los fracasos
Esto parece paradoja o locura. Necesita explicación. Hay falsos místicos, extravagantes, para quienes esta fórmula es peligrosa. Son capaces de una alegría enfermiza en el fracaso, bajo pretexto de abnegación, de unión dolorosa a Cristo, con gran detrimento de la objetividad de su acción y de la obligación que todos tenemos de usar de la prudencia.
El fracaso no debe jamás aparecernos como un fin, y la sucesión indefinida de fracasos como una solución de la vida cristiana. El cristiano debe, más que nadie, conducirse por la razón, y el uso sano de la razón conduce normalmente al éxito. Alegrarse a priori de sus fracasos, sin reflexionar el deber que tenemos de cumplir nuestra misión, de escoger objetivos alcanzables, de adaptar los medios al fin, eso es juego de chiquillos o debilidad de espíritu (cf. Thellier, Luchar contra el mal, en Dans l’épreuve).
Quien se descuida en su acción, consolándose con su unión a Cristo doloroso, necesita detenerse y cambiar de rumbo. A veces se encuentra gente orgullosa que se encapricha en este camino; a veces por orgullo, a veces por un complejo de inferioridad buscará una compensación a su incapacidad en el fracaso. No, no es a éstos a los que decimos que tienen que alegrarse en sus fracasos.
Pero sí a tantos apóstoles que han tomado por Dios, con entusiasmo, el trabajo apostólico, y que llega un momento en que se encuentran ante dificultades insuperables que les hacen pensar en la inutilidad de sus esfuerzos, y están a punto de descorazonarse. No, ¡que aprendan a sacar provecho de sus fracasos!
El fracaso, para el hombre de acción, es su gran educador. La mayor parte de nuestros fracasos vienen por nuestra propia culpa. El objetivo estaba mal definido o mal escogido, o bien usaba medios ineptos… ¡¡o en condiciones en que por falta de realismo no supo prever el fracaso!!
La mayor parte de los hombres, sin embargo, somos inclinados a excusar nuestros fracasos. Estos han ocurrido por casualidad, o por la falta de los otros que se han opuesto, o de circunstancias imprevisibles, de colaboradores flojos o incomprensivos… Pero el testarudo en ningún caso piensa que tal vez sus enemigos tenían razón; que los acontecimientos imprevistos habrían podido ser previstos, que los colaboradores debieron ser mejor escogidos, o mejor formados, o más entrenados en la acción.
La mejor táctica en la acción es tomar para sí toda la responsabilidad del fracaso. Él podrá, reflexionando, descubrir las verdaderas razones. Un hombre prudente no se embarca en una acción sino cuando hay motivos serios; cuando está en la línea de su vocación providencial; bajo el control de la dirección [espiritual] y ayudado por las luces íntimas de la plegaria. Si se aventura a veces, él lo sabe, pero tiene bastantes razones para tentar la aventura, y el fracaso medio previsto no lo sorprenderá ni lo espantará.
Durante años y años el apóstol que comienza no será prudente sino a medias. Debe hacer sus clases en plena vida. Cada fracaso le será una lección amada. Al examinar fríamente la acción emprendida, al criticarla sin vanidad, se dará cuenta de su falta de preparación, de sus prisas desarregladas, de sus motivos pasionales. Antes de obrar habría debido saber más exactamente dónde quería ir, y por qué camino, qué obstáculos iba a encontrar. Pero partió hacia delante con la cabeza abajo, o con los ojos en el Cielo. Nada tiene pues de extraño que se golpeara contra un muro, o se cayera a un barranco.
El humilde, en cambio, saca partido de sus fracasos. El alma de buena voluntad, humilde y objetiva, se hace fuerte por el juego de esta crítica honrada de la acción. El orgulloso se empeñará a comenzar por el mismo camino, pero el humilde rectificará sus encuestas, sus fines, sus métodos: aprenderá a construir. Después de todo, con frecuencia en los fracasos no queda nada del fracaso, y el éxito permanece. Cada fracaso es un vacío: una piedra puede tapar el hueco. Los éxitos son piedras con las cuales se construye un muro, un templo.
¡Cuántos hay que no quieren construir sino catedrales! Dios quiera que los primeros fracasos les hagan comprender que en un pueblecito, basta una capilla, y que es inútil forzar su talento. Cada uno no debe emprender sino obras proporcionadas a su capacidad, y obras útiles. Bendito sea el fracaso que nos enseñó nuestro sitio verdadero.
Después de este examen leal tenemos derecho de considerar las circunstancias independientes de nuestra voluntad, o las malas voluntades que se han mezclado a nuestra acción. Este será el momento de volvernos a Cristo para alegrarnos de parecernos a Él.
Los fracasos conducen al apóstol hacia Cristo. Todos ellos son un eco del fracaso grande de la Cruz, cuando fariseos, saduceos y los poderes establecidos triunfaron visiblemente sobre Jesús. ¿No fue Él acaso vestido de blanco y de púrpura, coronado de espinas y crucificado desnudo, con el título ridículo de Rey de los Judíos? Los suyos lo habían traicionado o huido. Era el hundimiento de su obra, y en ese mismo momento Jesús comenzaba su triunfo. Aceptando la muerte, Jesús la dominaba. Al dejarse elevar sobre la Cruz, elevaba la humanidad hasta el Padre, realizaba su vocación y cumplía su oficio de Salvador. En esa línea van también nuestros fracasos…
Los fracasos de que no somos responsables son el eco de la crucifixión de Cristo en nosotros. Nos hacen semejantes, en nuestra alma espiritual y en nuestra sensibilidad, a Cristo. Los otros fracasos, los que hemos merecido por imprevisión, por precipitación, por mediocridad o por orgullo, lejos de abatirnos deben estimularnos. Y como Cristo fue objetivo, fuerte, perseverante, magnánimo, así también nosotros. Esta reflexión, prudencia, fuerza que nos faltaba, nos la enseñarán nuestros fracasos que nos harán así más semejantes a Cristo.
Feliz falta, decía Agustín. Felices fracasos, diremos nosotros, que nos conducen a nuestro Maestro.
En el estercolero de Job
Esta misma lección podemos sacar al ver los fracasos de uno de nuestros hermanos, gran fracasado: Job.
Allí está, sin poder más, sobre su estercolero. Él ha recorrido espiritualmente el mundo y su propia alma. El mundo lo ha traicionado y él se siente impotente, quebrado, reducido a la nada. Él ha medido la villanía de los hombres y su propia debilidad. Y he aquí que ofrece a todos un triste espectáculo. Sus enemigos pasan delante de él y ríen. ¡Cómo duele su triunfo! Ellos habían visto bien. Con razón le habían dicho: ¡Tú no eres más que apariencia, nada más que viento! El camino está libre ante ellos. Ellos pasan delante de él; se cuchichean. Vuelven a pasar, para gozar mejor de su triunfo… Se van. Ya no eres para ellos más que un mal recuerdo, pronto serás sepultado, ni siquiera una sombra. Los amigos llegan a su vez, predicadores de resignación. Dando consejos, jueces infalibles de sus ilusiones. Lo aplastan con sus palabras sentenciosas. Job, tú eres ahora el vencido de la vida. El que ha visto demasiado grande. A quien el fracaso condena. Uno o dos, tal vez comprenden tu dolor. Tienen el corazón amplio y lo consuelan. Dios te los ha dejado fieles, para que no te pudras completamente sobre tu estercolero… Y he aquí que el estercolero resplandece como el oro. Y he aquí que vuestras lepras se desecan. Y he aquí que vuestras fuerzas vuelven. Y estáis de nuevo plenamente en la vida. En pleno combate. Nuevos enemigos se juntan a los de ayer. Nuevos amigos os rodean. La vida vuelve a su curso. Más dura y más bella. En el amor y en la esperanza.
La continuidad, virtud varonil
Una vida fecunda es una vida continua, en la cual todo aparece ligado como en el árbol. Orientaciones aparentemente nuevas, pero que están en la línea de la elección primera. A veces, cortes dolorosos para despojarse de actividades inútiles.
Asegurar la continuidad en su vida es una de las virtudes más difíciles. Es tan tentador ir a derecha o izquierda; detenerse ante cada flor del camino. Hay tantos caminos sombreados, tantas pistas atrayentes, tanta alegría de que gozar, tanta admiración que recoger, tantas miserias individuales que consolar… Todo esto a nuestro rededor llamándonos como una invitación a vivir.
Y no hay más que un camino que podamos recorrer seriamente. Lo seguimos desde hace tanto tiempo; hemos caído tantas veces, nos hemos levantado tan doloridos que estamos cansados… Y además, hay toda esa gente que arrastrar, esos turbulentos que calmar, esos aventureros que volver a traer al grupo… La ruta es estrecha y empinada, y la vida en otros lados sería tan fácil…
Los ‘no’ indispensables
Si queremos guardar una línea de vida, hemos de aprender a decir muchos “no”: No, a dejarse absorber por los pormenores. No, a dejarse dominar por la sensibilidad, por el corazón. No, a perder su tiempo en futilezas o palabras. No, a dispersarse en todos sentidos, a mariposear. No, a quien viene a verte en la hora de tu trabajo profundo. No, a hacer el trabajo que los demás pueden hacer en lugar tuyo. No, a dejarse corromper. No, a trabajar por dinero o por la gloria. No, al deseo de querer responder inmediatamente a toda pregunta que se haga. No, a tratar los problemas a la ligera. No, a traicionar sus amigos. No, a la polémica con los enemigos. No, a la antipatía a los que te molestan. No, sobre todo, a todo pecado, a todo lo que te aparta del camino comenzado, a todo lo que te disminuye, te mutila.
Contemplar para perseverar
Y para guardar sus ideales, para permanecer fiel al llamamiento divino en medio del trabajo desbordante, de visitas y cartas y confesiones… guardar la actitud contemplativa, como San Ignacio “contemplativo en la acción”, guardar su paz en la posesión de sí y en la luz de Dios. Marchar en forma tal que permanezcamos siempre bajo el influjo divino.
1. El Dios de nuestra fe, el que de modo misterioso reveló su nombre a Moisés al pie del monte Horeb, afirmando ´Yo soy el que soy´, con relación al mundo es completamente transcendente. El . es real y esencialmente distinto del mundo. e inefablemente elevado sobre todas las cosas, que son y pueden ser concebidas fuera de El´: ´est re et essentia a mundo distinctus, et super omnia, quae praeter ipsum sunt et concipi possum ineffabiliter excelsus´ (Cons.Dei Filius, I, 1-4). Así enseña el Concilio Vaticano I, profesando la fe perenne de la Iglesia
. Efectivamente, aun cuando la existencia de Dios es concebible y demostrable y aun cuando su esencia se puede conocer de algún modo en el espejo de la creación, como ha enseñado el mismo Concilio, ningún signo, ninguna imagen creada puede desvelar al conocimiento humano la Esencia de Dios como tal. Sobrepasa todo lo que existe en el mundo creado y todo lo que la mente humana puede pensar: Dios es el ´ineffabiliter excelsus´.
2. A la pregunta: ¿quién es Dios?, si se refiere a la Esencia de Dios, no podemos responder con una ´definición´ en el sentido estricto del término. La esencia de Dios -es decir, la divinidad- está fuera de todas las categorías de género y especie, que nosotros utilizamos para nuestras definiciones, y, por lo mismo, la Esencia divina no puede ´encerrarse´ en definición alguna. Si en nuestro pensar sobre Dios con las categorías del ´ser´, hacemos uso de la analogía del ser, con esto ponemos de relieve mucho más la ´no-semejanza ´que la semejanza, mucho más la incomparabilidad que la comparabilidad de Dios con las criaturas (como recordó también el Conc. Lateranense IV, el año 1215). Esta afirmación vale para todas las criaturas, tanto las del mundo visible, como para las de orden espiritual, y también para el hombre, en cuanto creado ´a imagen y semejanza´ de Dios (Cfr. Gen 1, 26).
Así, pues, la cognoscibilidad de Dios por medio de las criaturas no remueve su esencial ´incomprensibilidad´. Dios es ´incomprensible´, como ha proclamado el Concilio Vaticano I. El entendimiento humano, aun cuando posea cierto concepto de Dios, y aunque haya sido elevado de manera significativa mediante la revelación de la Antigua y de la Nueva Alianza a un conocimiento más completo y profundo de su misterio, no puede comprender a Dios de modo adecuado y exhaustivo. Sigue siendo inefable e inescrutable para la mente creada. ´Las cosas de Dios nadie las conoce sino el Espíritu de Dios´, proclama el Apóstol Pablo (1 Cor 2, 11).
3. En el mundo moderno el pensamiento científico se ha orientado sobre todo hacia lo ´visible´ y de algún modo ´mensurable´ a la luz de la experiencia de los sentidos y con los instrumentos de observación e investigación, hoy día disponibles. En un mundo de metodologías positivistas y de aplicaciones tecnológicas, está ´incomprensibilidad´ de Dios es aún más advertida por muchos, especialmente en el ámbito de la cultura occidental. Han surgido así condiciones especiales para la expansión de actitudes agnósticas o incluso ateas, debidas a las premisas del pensamiento común a muchos hombres de hoy. Algunos juzgan que esta situación intelectual puede favorecer, a su modo, la convicción, que pertenece también a la tradición religiosa, podría decirse, universal, y que el cristianismo ha acentuado bajo ciertos aspectos, que Dios es incomprensible. Y sería un homenaje a la infinita, transcendente realidad de Dios, que no se puede catalogar entre las cosas de nuestra común experiencia y conocimiento.
4. Sí, verdaderamente, el Dios que se ha revelado a Sí mismo a los hombres, se ha manifestado como El que es incomprensible, inescrutable, inefable. ´¿Podrías tú descubrir el misterio de Dios?. ¿Llegarás a la perfección del Omnipotente?. Es más alto que los cielos. ¿Qué harás?. Es más profundo que el ´seol´. ¿Qué entenderás?´, se dice en el libro de Job (11, 7-8).
Leemos en el libro del Éxodo un suceso que pone de relieve de modo significativo esta verdad. Moisés pide a Dios ´Muéstrame tu gloria´. El Señor responde: ´Haré pasar ante ti toda mi bondad y pronunciar ante ti mi nombre (esto ya había ocurrido en la teofanía al pie del monte Horeb), pero mi faz no podrás verla, porque no puede hombre verla y vivir´ (Ex 33, 18-20).
El profeta Isaías, por su parte, confiesa: ´En verdad tú eres un Dios escondido, el Dios de Israel, Salvador´ (Is 45, 15).
5. Ese Dios, que al revelarse, habló por medio de los profetas y últimamente por medio del Hijo, sigue siendo un ´Dios escondido´. Escribe el apóstol Juan al comienzo de su Evangelio: ´A Dios nadie lo vio jamás. Dios unigénito, que está en el seno del Padre, se le ha dado a conocer´ (Jn 1, 18). Por medio del Hijo, el Dios de la revelación se ha acercado de manera única a la humanidad. El concepto de Dios que el hombre adquiere mediante la fe, alcanza su culmen en esta cercanía. Sin embargo, aun cuando Dios se ha hecho todavía más cercano al hombre con la encarnación, continúa siendo, en su Esencia, el Dios escondido. ´No que alguno -leemos en el mismo Evangelio de Juan- haya visto al Padre, sino sólo el que está en Dios se ha visto al Padre´ (Jn 6, 46).
Así, pues, Dios, que se ha revelado a Sí mismo al hombre, sigue siendo para él en esta vida un misterio inescrutable. Este es el misterio de la fe. El primer artículo del símbolo ´creo en Dios´ expresa la primera y fundamental verdad de la fe, que es al mismo tiempo, el primer y fundamental misterio de la fe. Dios, que se ha revelado a Sí mismo al hombre, continúa siendo para el entendimiento humano Alguien que simultáneamente es conocido e incomprensible. El hombre durante su vida terrena entra en contacto con el Dios de la revelación en la ´oscuridad de la fe´. Esto se explica en todo un filón clásico y moderno de la teología que insiste sobre la inefabilidad de Dios y encuentra una confirmación particularmente profunda -y a veces dolorosa- en la experiencia de los grandes místicos. Pero precisamente esta ´oscuridad de la fe´ -como afirma San Juan de la Cruz- es la luz que inefablemente conduce a Dios.
Este Dios es, según las palabras de San Pablo, ´el Rey de reyes y Señor de señores,/ el único inmortal,/ que habita en una luz inaccesible,/ a quien ningún hombre vio,/ ni podrá ver´ (1 Tim 6, 15-16).
La oscuridad de la fe acompaña indefectiblemente la peregrinación terrena del espíritu humano hacia Dios, con la espera de abrirse a la luz de la gloría sólo en la vida futura, en la eternidad. ´Ahora vemos por un espejo y oscuramente, pero entonces veremos cara a cara´ (1 Cor 13, 12).
´In lumine tuo videbimus lumen´. ´Tu luz nos hace ver la luz´ (Sal 35, 10).
Dios eterno4.09.85
1. La Iglesia profesa incesantemente la fe expresada en el primer artículo de los más antiguos símbolos cristianos: ´Creo en un solo Dios, Padre omnipotente, creador del Cielo y de la tierra´. En estas palabras se refleja de modo conciso y sintético, el testimonio que el Dios de nuestra fe, el Dios vivo y verdadero de la Revelación, ha dado de sí mismo, según la Carta a los Hebreos, hablando ´por medio de los profetas´, y últimamente ´por medio del Hijo´ (Heb 1, 1-2). La Iglesia saliendo al encuentro de las cambiantes exigencias de los tiempos, profundiza la verdad sobre Dios, como lo atestiguan los diversos Concilios. Quiero hacer referencia aquí al Concilio Vaticano Y, cuya enseñanza fue dictada por la necesidad de oponerse, de una parte, a los errores del panteísmo del siglo XIX, y de otra, a los del materialismo, que entonces comenzaba a afirmarse.
2. El Concilio Vaticano I enseña: ´La santa Iglesia cree y confiesa que existe un sólo Dios vivo y verdadero, creador y Señor del cielo y de la tierra, omnipotente, eterno, incomprensible, infinito por inteligencia, voluntad y toda perfección; el cual, siendo una única substancia espiritual, totalmente simple e inmutable, debe ser predicado real y esencialmente distinto del mundo, felicísimo en sí y por sí, e inefablemente elevado sobre toda las cosas, que hay fuera de El y puedan ser concebidas´ (Cons. Dei Filius).
3. Es fácil advertir en el texto conciliar parte de los mismos antiguos símbolos de fe que también rezamos: ´creo en Dios. omnipotente, creador del cielo y de la tierra´, pero desarrolla esta formulación fundamental según la doctrina contenida en la Sagrada Escritura, en la Tradición y en el Magisterio de la Iglesia. Gracias al desarrollo realizado por el Vaticano I, los ´atributos´ de Dios se enumeran de forma más completa que la de los antiguos símbolos.
Por ´atributos´ entendemos las propiedades del ´Ser´ divino que se manifiestan en la Revelación, como también en la mejor reflexión filosófica (Cfr. p.e. S. Th. I qq. 3 ss.). La Sagrada Escritura describe a Dios utilizando diversos adjetivos. Se trata de expresiones del lenguaje humano, que se manifiesta muy limitado, sobre todo cuando se trata de expresar la realidad totalmente transcendente que es Dios en sí mismo.
4. El pasaje del Concilio Vaticano I antes citado confirma la imposibilidad de expresar a Dios de modo adecuado. Es incomprensible e inefable. Sin embargo, la fe de la Iglesia y su enseñanza sobre Dios, aun conservando la convicción de su ´incomprensibilidad´ e ´inefabilidad´, no se contenta, como hace la llamada teología apofática, con limitarse a constataciones de carácter negativo, sosteniendo que el lenguaje humano, y, por tanto, también elteológico, puede expresar exclusivamente, o casi, sólo lo que Dios o es, al carecer de expresiones adecuadas para explicar lo que El es.
5. Así el Vaticano I no se limita a afirmaciones que hablan de Dios según la ´vía negativa´, sino que se pronuncia también según la ´vía afirmativa´. Por ejemplo, enseña que este Dios esencialmente distinto del mundo (´a mundo distinctus re et es essentia´), es un Dios Eterno. Esta verdad está expresada en la Sagrada Escritura en varios pasajes y de modos diversos. Así, por ejemplo, leemos en el libro del Sirácida: ´El que vive eternamente creó juntamente todas las cosas´ (18, 1), y en el libro del Profeta Daniel: ´El es el Dios vivo, y eternamente subsistente´ (6, 27).
Parecidas son las palabras del Salmo 101, de las que se hace eco la Carta a los Hebreos: ´al principio cimentaste la tierra, y el cielo es obra de tus manos. Ellos perecerán, Tú permaneces, se gastarán como ropa, serán como un vestido que se muda. Tú, en cambio, eres siempre el mismo, tus años no se acabarán´ (Sal 101, 26-28). Algunos siglos más tarde el autor de la Carta a los Hebreos volverá a tomar las palabras del citado Salmo: ´Tú, Señor, al principio, fundaste la tierra, y los cielos son obras de tus manos. Ellos perecerán, y como un manto los envolverás, y como un vestido se mudarán; pero Tú permaneces el mismo, y tus años no se acabarán´ (1, 10-12).
La eternidad es aquí el elemento que distingue esencialmente a Dios del mundo. Mientras que éste está sujeto a cambios y pasa, Dios permanece por encima del devenir del mundo: El es necesario e inmutable: ´Tú permaneces el mismo´.
Consciente de la fe en este Dios eterno, San Pablo escribe: ´Al Rey de los siglos, inmortal, invisible, único Dios, el honor y la gloria por los siglos de los siglos. Amén´ (1 Tim 1, 17). La misma verdad tiene en la Apocalipsis aún otra expresión: ´Yo soy el alfa y el omega, dice el Señor Dios, el que es, el que era, el que viene, el Todopoderoso´ (1, 8).
6. En estos datos de la revelación halla expresión también la convicción racional a la que se llega cuando se piensa que Dios es el Ser subsistente, y, por lo tanto, necesario, y, por lo mismo, eterno, ya que no puede tener ni principio ni fin, ni sucesión de momentos en el Acto único e infinito de su existencia. La recta razón y la revelación encuentran una admirable coincidencia sobre este punto. Siendo Dios absoluta plenitud de ser (ipsum Ens per se Subsistens) su eternidad ´grabada en la terminología del ser´ debe entenderse como ´posesión indivisible, perfecta y simultánea de una vida sin fin´ y, por lo mismo, como un atributo del ser absolutamente ´por encima del tiempo´.
La eternidad de Dios no corre con el tiempo del mundo creado, ´no corresponde a El´; no lo ´precede´ o lo ´prolonga´ hasta el infinito; sino que está más allá de él y por encima de él. La eternidad, con todo el misterio de Dios, comprende en cierto sentido ´desde más allá´ y ´por encima´ de todo lo que está ´desde dentro´ sujeto al tiempo, al cambio, a lo contingente. Viene a la mente las palabras de San Pablo en el Areópago de Atenas; ´en El. vivimos y nos movemos y existimos´ (Hech 17, 28). Decimos ´desde el exterior´ para afirmar con esta expresión metafórica la transcendencia de Dios sobre las cosas y de la eternidad sobre el tiempo, aun sabiendo y afirmando una vez más que Dios es el Ser que es interior a ser mismo de las cosas, y, por tanto, también al tiempo que pasa como un sucederse de elementos, cada uno de los cuales no está fuera de su abrazo eterno.
El texto del Vaticano I expresa la fe de la Iglesia en el Dios vivo, verdadero y eterno. Es eterno porque es la absoluta plenitud de ser que, como indican claramente los textos bíblicos citados, no puede entenderse como una suma de fragmentos o de ´partículas´ del ser que cambian con el tiempo. La absoluta plenitud del ser sólo puede entenderse como eternidad, es decir, como total e indivisible posesión de ese ser que es la vida misma de Dios. En este sentido Dios es eterno: un ´Nunc´, un ´Ahora´, subsistente e inmutable, cuyo modo de ser se distingue esencialmente del de las criaturas, que son seres ´contingentes´.
7. Así, pues, el Dios vivo que se nos ha revelado a sí mismo, es el Dios eterno. Más correctamente decimos que Dios es la eternidad misma. La perfecta simplicidad del Ser divino (´Omnino simplex´) exige esta forma de expresión.
Cuando en nuestro lenguaje humano decimos; ´Dios es eterno´, indicamos un atributo del ser divino. Y, puesto, que todo atributo no se distingue concretamente de la esencia misma de Dios (mientras que los atributos humanos se distinguen del hombre que los posee), al decir: ´Dios es eterno´, queremos afirmar: ´Dios es la eternidad´.
Esta eternidad para nosotros, sujetos al espacio y al tiempo, es incomprensible como la divina Esencia; pero ella nos hace percibir, incluso bajo este aspecto, la infinita grandeza y majestad del Ser divino, a la vez que nos colma de alegría el pensamiento de que este Ser Eternidad comprende todo lo que es creado y contingente, incluso nuestro pequeño ser, cada uno de nuestros actos, cada momento de nuestra vida.
´En El vivimos, nos movemos y existimos´.
Antes que toda práctica, que todo método, que todo ejercicio, se impone un ofrecimiento generoso y universal de todo nuestro ser…
San Alberto Hurtado S.J.
París, en noviembre de 1947.
San Alberto Hurtado
Los que se preocupan de la vida espiritual no son muchos; y, desgraciadamente, entre ésos no todos van por buen camino. ¡Cuántos, durante decenas de años, hacen meditación y lectura sin sacar gran provecho! ¡Cuántos más preocupados de seguir un método que el Espíritu Santo! ¡Cuántos quieren imitar literalmente tal o tal santo, rehacer sus prácticas, renovar sus oraciones! ¡Cuántos aspiran a estados extraordinarios, a lo maravilloso, a las gracias sensibles! ¡Cuántos olvidan que forman parte de una humanidad adolorida y se fabrican una espiritualidad egoísta que no se acuerda de sus hermanos! ¡Cuántos leen y releen los manuales, o buscan recetas, sin conocer el Evangelio, sin acordarse de San Pablo!
Para otros, la vida espiritual se confunde con los ejercicios de piedad: lectura espiritual, oración, exámenes. La vida activa viene a ser un pegote que se le agrega, pero no una prolongación, ni una preparación de su vida interior. Las preocupaciones de su vida ordinaria, las dificultades que tienen que vencer, su deber de estado, son echados fuera de la oración: les parece indigno mezclar Dios a esas banalidades.
Así llegan a forjarse una vida espiritual complicada y artificial. En lugar de buscar a Dios en las circunstancias en que nos ha puesto, en las necesidades profundas de mi persona, en las circunstancias de mi ambiente temporal y local, preferimos actuar como hombres universales o abstractos. Dios y la vida real no aparecen jamás en el mismo campo de pensamiento y de amor. Pelean para mantener en sí una sentimentalidad afectiva de orientación divina, para mantener, con esfuerzo, la mirada fija en Dios, para sublimarse intensamente; o bien se contentan con las fórmulas azucaradas de libros llamados de piedad. Esto hace pensar en el pensamiento de Pascal: el hombre no es ni ángel ni bestia, pero el que quiere hacer el ángel, obra como bestia.
Cosa más grave: Sacerdotes, hombres de estudio, que trabajan materias sobrenaturales, predicadores que preparan su predicación de mañana… no tendrán ni siquiera la idea de introducir estas materias en su vida de oración.
Seglares que dirigen obras de acción se prohibirán pensar en estas materias durante su oración. Hombres que pasan su vida sobre las miserias del prójimo, para socorrerla, apartarán el recuerdo de sus pobres mientras asisten a la misa. Apóstoles abrumados de responsabilidades con miras al Reino de Dios, considerarán casi una falta el verse acompañados por sus preocupaciones y sus inquietudes.
Como si toda nuestra vida no debiera ir orientada hacia Dios, como si pensar en todas las cosas por Dios, no fuera ya pensar en Dios; o como si pudiéramos liberarnos a nuestro arbitrio de las solicitudes que Dios mismo nos ha puesto. Es tan fácil, en cambio, tan indispensable, elevarse a Dios, perderse en Él, partiendo de nuestra miseria, de nuestros fracasos, de nuestros grandes deseos. ¿Por qué, pues, echarlos de nosotros, en lugar de servirnos de ellos como de un trampolín? Con sencillez, pues, arrojar el puente de la fe, de la esperanza, del amor, entre nuestra alma y Dios.
Una espiritualidad sana da a los métodos espirituales su importancia relativa, pero no la exagerada que algunos le atribuyen. Una espiritualidad sana es la que se acomoda a las individualidades, y respeta las personalidades. Se adapta a los temperamentos, a las educaciones, culturas, experiencias, medios, estados, circunstancias, generosidades… Toma a cada uno como él es, en plena vida humana, en plena tentación, en pleno trabajo, en pleno deber. El Espíritu que sopla siempre, sin que se sepa de dónde viene ni a donde va (cf Jn 3, 8), se sirve de cada uno para sus fines divinos, pero respetando el desarrollo personal en la construcción de la gran obra colectiva que es la Iglesia. Todos sirven en esta marcha de la humanidad hacia Dios; todos encuentran trabajo en la construcción de la Iglesia; el trabajo de cada uno, el querido por Dios, será el que a cada uno se revelará por las circunstancias en que Dios lo colocará y la luz que a él dará en cada momento.
La única espiritualidad que nos conviene es la que nos introduce en el plan divino, según mis dimensiones, para realizar ese plan en obediencia total.
Todo método demasiado rígido, toda dirección demasiado definitiva, toda sustitución de la letra al espíritu, todo olvido de nuestras realidades individuales, no consiguen sino disminuir el ímpetu de nuestra marcha hacia Dios… En todo camino espiritual recto, está siempre al principio el don de sí mismo (Principio y Fundamento y Contemplación para alcanzar amor)… Antes que toda práctica, que todo método, que todo ejercicio, se impone un ofrecimiento generoso y universal de todo nuestro ser, de nuestro haber y poseer… En este ofrecimiento pleno, acto del espíritu y de la voluntad, que nos lleva en la fe y en el amor al contacto con Dios, reside el secreto de todo progreso.
1. Al pronunciar las palabras ´Creo en Dios´, expresamos ante todo la convicción de que Dios existe. Este es un tema que hemos tratado ya en las catequesis del ciclo anterior, referentes al significado de la palabra ´creo´. Según la enseñanza de la Iglesia la verdad sobre la existencia de Dios es accesible también a la sola razón humana, si está libre de prejuicios, como testimonian los pasajes del libro de la Sabiduría (13, 1-9) y de la Carta a los Romanos (1, 19-20) citados anteriormente. Nos hablan del conocimiento de Dios como creador (o Causa primera). Esta verdad aparece también en otras páginas de la Sagrada Escritura. El Dios invisible se hace en cierto sentido ´visible´ a través de sus obras.
´Los cielos pregonan la gloria de Dios,/ y el firmamento anuncia las obras de sus manos./ El día transmite el mensaje al día,/ y la noche a la noche pasa la noticia´ (Sal 18, 2-3).
Este himno cósmico de exaltación de las criaturas es un canto de alabanza a Dios como creador. He aquí algún otro texto:
´Cuántas son tus obras, oh Yahvéh!/ “Todas las hiciste con sabiduría!/Está llena la tierra de tu riqueza´ (Sal 103, 24).
´El con su poder ha hecho la tierra,/ con su sabiduría cimentó el orbe/ y con su inteligencia tendió los cielos./ Embrutecióse el hombre sin conocimiento´ (Jer 10, 12-14).
´Todo lo hace El apropiado a su tiempo. Conocí que cuanto hace Dios es permanente y nada se le puede añadir, nada quitar´ (Qoh 3, 11-14).
2. Son sólo algunos pasajes en los que los autores inspirados expresan la verdad religiosa sobre Dios-Creador, utilizando la imagen del mundo a ellos contemporánea. Es ciertamente una imagen pre-científica, pero religiosamente verdadera y poéticamente exquisita. La imagen de que dispone el hombre de nuestro tiempo, gracias al desarrollo de la cosmología filosófica y científica, es incomparablemente más significativa y eficaz para quien procede con espíritu libre de prejuicios.
Las maravillas que las diversas ciencias específicas nos desvelan sobre el hombre y el mundo, sobre el microcosmo y el macrocosmos, sobre la estructura interna de la materia y sobre las profundidades de la psique humana son tales que confirman las palabras de los autores sagrados, induciendo a reconocer la existencia de una Inteligencia suprema creadora y ordenadora del universo.
3. Las palabras ´creo en Dios´ se refieren ante todo a aquel que se ha revelado a Sí mismo. Dios que se revela es Aquel que existe: en efecto, puede revelarse a Sí mismo sólo Uno que existe realmente. Del problema de la existencia de Dios la Revelación se ocupa en cierto sentido marginalmente y de modo indirecto. Y tampoco en el Símbolo de la fe la existencia de Dios se presenta como un interrogante o un problema en sí mismo. Como hemos dicho ya, la Sagrada Escritura, la Tradición y el Magisterio afirman la posibilidad de un conocimiento seguro de Dios mediante la sola razón. Indirectamente tal afirmación encierra el postulado de que el conocimiento de la existencia de Dios mediante la fe -que expresamos con las palabras ´creo en Dios´-, tiene un carácter racional, que la razón puede profundizar. ´Credo, ut intelligam´ como también ´intelligo, ut credam´: éste es el camino de la fe a la teología.
4. Cuando decimos ´creo en Dios´, nuestras palabras tienen un carácter preciso de ´confesión´. Confesando respondemos a Dios que se ha revelado a Sí mismo. Confesando nos hacemos partícipes de la verdad que Dios ha revelado y la expresamos como contenido de nuestra convicción. Aquel que se revela a Sí mismo no sólo nos hace posible conocer que El existe, sino que nos permite también conocer Quién es El. Así, la autorrevelación de Dios nos lleva al interrogante sobre la Esencia de Dios: ¿Quién es Dios?.
5. Hagamos referencia aquí al acontecimiento bíblico narrado en el libro del Éxodo (3, 1-14). Moisés que apacentaba la grey en las cercanías del monte Horeb advierte un fenómeno extraordinario. ´Veía Moisés que la zarza ardía y que no se consumía´ (Ex 3, 2). Se acercó y Dios ´le llamó de en medio de la zarza: “Moisés!. “Moisés!, él respondió: Heme aquí. Yahvéh le dijo: ´No te acerques. Quita las sandalias de tus pies, que el lugar en que estás es tierra santa´; y añadió: ´Yo soy el Dios de tus padres, el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac, el Dios de Jacob. Moisés se cubrió el rostro, pues temía mirar a Dios´ (Ex 3, 4-6).
El acontecimiento descrito en el libro del Éxodo se define una ´teofanía´, es decir, una manifestación de Dios en un signo extraordinario y se muestra, entre todas las teofanías del Antiguo Testamento, especialmente sugestiva como signo de la presencia de Dios. La teofanía no es una revelación directa de Dios, sino sólo la manifestación de una presencia particular suya. En nuestro caso esta presencia se hace conocer tanto mediante las palabras pronunciadas desde el interior de la zarza ardiendo, como mediante la misma zarza que arde sin consumirse.
6. Dios revela a Moisés la misión que pretende confiarle: debe liberar a los israelitas de la esclavitud egipcia y llevarlos a la tierra Prometida. Dios le promete también su poderosa ayuda en el cumplimiento de esta misión: ´Yo estaré contigo´. Entonces Moisés se dirige a Dios: ´Pero si voy a los hijos de Israel y les digo: el Dios de vuestros padres me envía a vosotros, y me pregunta cual es su nombre, ¿Qué voy a responderles?´. Dijo Dios a Moisés: ´Yo soy el que soy´. Después dijo: ´Así responderás a los hijos de Israel: Yo soy me manda a vosotros´ (Ex 3, 12-14).
Así, pues, el Dios de nuestra fe -el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob- revela su nombre. Dice así: ´Yo soy el que soy´. Según la tradición de Israel, el nombre expresa la esencia.
La Sagrada Escritura da a Dios diversos ´nombres´; entre estos: ´Señor´ (p.ej. Sab 1, 1), ´Amor´ (1 Jn 4, 16), ´Misericordioso´ (p.e. Sal 85, 15), ´Fiel´(1 Cor 1, 9), ´Santo´ (Is 6, 3). Pero el nombre que Moisés oyó procedente de lo profundo de la zarza ardiente constituye casi la raíz de todos los demás. El que es dice la esencia misma de Dios que es el Ser por sí mismo, el Ser subsistente como precisan los teólogos y los filósofos. Ante El no podemos sino postrarnos y adorar.
Dios, “el que es”7.08.85
1. ´Creemos que este Dios único absolutamente uno en su esencia infinitamente santa al igual que en todas sus perfecciones, en su omnipotencia, en su ciencia infinita, en su providencia, en su voluntad y en su amor. El es el que es, como lo ha revelado a Moisés; y El es Amor, como el Apóstol Juan nos lo enseña; de forma que estos dos nombres, Ser y Amor, expresan inefablemente la misma Realidad divina de Aquel que ha querido darse a conocer a nosotros y que habitando en una luz inaccesible está en Sí mismo por encima de todo nombre, de todas las cosas y de toda inteligencia creada´ (Pablo VI, Credo del Pueblo de Dios).
2. Estas palabras expresan de manera más extensa que los antiguos Símbolos, aunque también de forma concisa y sintética, aquella verdad sobre Dios que la Iglesia profesa ya al comienzo del Símbolo: ´Creo en Dios´: es del Dios que se ha revelado a Sí mismo, el Dios de nuestra fe. Su nombre: ´Yo soy el que soy´, revelado a Moisés, resuena, pues, todavía en el Símbolo de la fe de hoy. Pablo VI une este Nombre -el nombre ´Ser´- con el nombre ´Amor´ (según el ejemplo de la primera Carta de San Juan). Estos dos nombres expresan del modo más esencial la verdad sobre Dios. Tendremos que volver de nuevo a esto cuando, al interrogarnos sobre la Esencia de Dios, tratemos de responder a la pregunta: quién es Dios.
3. Pablo VI hace referencia al Nombre de Dios ´Yo soy el que soy´, que se halla en el libro del Éxodo. Siguiendo la tradición doctrinal y teológica de muchos siglos, ve en él la revelación de Dios como ´Ser´: el Ser subsistente, que expresa la Esencia de Dios en el lenguaje de la filosofía del ser (ontología o metafísica) utilizada por Santo Tomás de Aquino. Hay que añadir que la interpretación estrictamente lingüística de las palabras ´Yo soy el que soy´, muestran también otros significados posibles, a los cuales aludiremos más adelante. Las palabras de Pablo VI ponen suficientemente de relieve que la Iglesia, al responder al interrogante: ¿Quién es Dios?, sigue, a partir del ser (ens a se), en la línea de una tradición patrística y teológica plurisecular. No se ve de qué otro modo se podría formular una respuesta sostenible y accesible.
4. La palabra con la que Dios mismo se revela expresándose en la ´terminología del ser´, indica un acercamiento especial entre el lenguaje de la revelación y el lenguaje del conocimiento humano de la realidad, que ya desde la antigüedad se calificaba como ´filosofía primera´. El lenguaje de esta filosofía permite acercarse de algún modo al Nombre de Dios como ´Ser´. Y, sin embargo -como observa uno de los más distinguidos representantes de la escuela tomista en nuestro tiempo, haciendo eco al mismo Santo Tomás de Aquino (Cfr. C.G. I, 14; 30)-, incluso utilizando este lenguaje podemos, al máximo, ´silabear´ este Nombre revelado, que expresa la Esencia de Dios (Cfr. E. Gilson, El Tomismo). En efecto, “el lenguaje humano no basta para expresar de modo adecuado y exhaustivo ´Quien es´ Dios!, “nuestros conceptos y nuestras palabras respecto de Dios sirven más para decir lo que El no es, que lo que es! (Cfr. S. Th. I, q.12, a.12 s).
5. ´Yo soy el que soy´. El Dios que responde a Moisés con estas palabras es también ´el Creador del cielo y de la tierra´. Anticipando aquí por un momento lo que diremos en las catequesis sucesivas a propósito de la verdad revelada sobre la creación, es oportuno notar que, según la interpretación común, las palabra ´crear´ significa ´llamar al ser del no-ser´, es decir, de la ´nada´. Ser creado significa no poseer en sí mismo la fuente, la razón de la existencia, sino recibirla ´de Otro´. Esto se expresa sintéticamente en latín con la frase ´ens ab alio´. El que crea -el Creador- posee en cambio la existencia en sí y por sí mismo (´ens a se´).
El ser pertenece a su substancia: su esencia es el ser. El es el Ser subsistente (Es se subsistens). Precisamente por esto no puede no existir, es el ser ´necesario´. A diferencia de Dios, que es el ´ser necesario´, los entes que reciben la existencia de El, es decir, las criaturas, pueden no existir: el ser no constituye su esencia; son entes ´contingentes´.
6. Estas consideraciones respecto a la verdad revelada sobre la creación del mundo, ayudan a comprender a Dios como el ´Ser´. Permiten también vincular este ´Ser´ con la respuesta que recibió Moisés a la pregunta sobre el Nombre de Dios: ´Yo soy el que soy´. A la luz de estas reflexiones adquieren plena transparencia también las palabras solemnes que oyó Santa Catalina de Siena: ´Tú eres lo que no es, Yo soy El que Es´. Esta es la Esencia de Dios, el Nombre de Dios, leído en profundidad en la fe inspirada por su auto-revelación, confirmado a la luz de la verdad radical contenida en el concepto de creación. Sería oportuno cuando nos referimos a Dios escribir con letra mayúscula aquel ´soy´, el que ´es´, reservando la minúscula a las criaturas. Ello sería además un signo de un modo correcto de reflexionar sobre Dios según las categorías del ´ser´.
En cuanto ´ipsum Ens per se Subsistens´ -es decir, absoluta plenitud de Ser y por tanto de toda perfección- Dios es completamente transcendente respecto del mundo. Con su esencia, con su divinidad El ´sobrepasa´ y ´supera´ infinitamente todo lo que es creado: tanto cada criatura incluso la más perfecta como el conjunto de la creación: los seres visibles y los invisibles.
Se comprende así que el Dios de nuestra fe, EL QUE ES, es el Dios de infinita majestad. Esta majestad es la gloria del Ser divino, la gloria del Nombre de Dios, muchas veces celebrada en la Sagrada Escritura:
´Yahvéh, Señor, nuestro, “cuán magnífico es tu nombre/ en toda la tierra!´ (Sal 8, 2)
´Tú eres grande y obras maravillas/ tú eres el solo Dios´ (Sal 85, 10).
´No hay semejante a ti, oh Yahvéh.´ (Jer 10, 6).
Ante el Dios de la inmensa gloria no podemos más que doblar las rodillas en actitud de humilde y gozosa adoración repitiendo con la liturgia en el canto del Te Deum: ´Pleni sunt coeli et terra maiestatis gloriae tuae. Te per orbem terrarum sancta confitetur Ecclesia: Patrem inmensae maistatis´: ´Los cielos y la tierra están llenos de la majestad de tu gloria. A ti la Iglesia santa, extendida por toda la tierra, te proclama: Padre de inmensa majestad´.
Nosotros no podemos poner otra condición para aceptar a una persona que pida el ingreso a la Vida Contemplativa dentro de nuestra Familia Religiosa, distinto al que ponían los Santos. San Benito dice en la Santa Regla, “si verdaderamente quiere a Dios” (cf. SR 58,7) Desear a Dios. Dios ha puesto ese deseo en su alma. Y al cual una vez visto y conocido se quiere corresponder, como dice San Gregorio: “Cuando se ha visto a quien se ama, se enciende más ese amor”
Pero no nos engañemos, desde el principio debemos saber que para ver a Dios es necesario morir, como respondió Santa Teresa a su tío interrogada del por qué había huido con su primo, para morir en manos de los moros. (Cf. Libro de la Vida, 1,5) Morir al pecado, al mundo y a los deseos de la carne, morir al hombre viejo, para llegar a descubrir a Dios en todas las cosas, y amar en Dios todas las cosas.
Para alcanzar este fin, los monjes del Verbo Encarnado tomamos el camino más excelente y rápido, a saber, la profesión de los consejos evangélicos de pobreza, castidad y obediencia y para mejor imitar al Verbo que se ofrece al Padre silencioso y escondido, en el seno de María: Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo. Holocausto y sacrificios por el pecado no te agradaron. Entonces dije: ¡He aquí que vengo- pues de mí está escrito en el rollo del libro- a hacer, oh Dios tu voluntad! (Heb 10, 5-7 hacemos un cuarto voto de esclavitud de amor a María Santísima, para entregarle a Ella toda nuestra vida, pasada, presente y futura. (Cf. Directorio de Vida Contemplativa n° 3)
El modelo de consagración a Dios, no puede ser otro que el mismo Jesucristo, en el misterio de su Encarnación que llevó a su plenitud en la Cruz. De ahí que los monjes del Verbo Encarnado consagrarán sus vidas no solo a contemplar sino a vivir el misterio del Verbo Encarnado por medio de la práctica de las virtudes del anonadamiento, la humildad, la pobreza, la obediencia, sacrificio, amor oblativo, la penitencia reparadora, estará dispuesto a pasar por todas las purificaciones y conversiones que Dios le tenga preparada, hasta alcanzar la medida de Cristo. Y a la vez, se dedicará a practicar en todo lo que haga, las virtudes de la trascendencia, la fe, la esperanza y la caridad que lo unirán directamente con Dios. De este modo recordará a los hombres, no palabras, sino con su vida, la primacía del amor a Dios. ( cf. DVC n° 12)
Estarán dispuesto a vivir en sus vidas el misterio Pascual de Cristo, que es muerte y Resurrección
Llegados a este punto, en el interior de algún lector, puede haberse suscitado cierto movimiento o alguna moción, alguna inquietud. ¿Estaré yo llamado a este estilo de vida? Para ayudar a discernir la vocación, intentaré del mejor modo posible indicar algunos de los signos de vocación contemplativa dentro de nuestra Familia Religiosa del Verbo Encarnado.
Me imagino delante un joven haciéndome esta pregunta. ¿Estaré yo llamado a este estilo de vida? Un tanto nervioso, como cuando se espera la respuesta para dar un paso hacia algo grande. Cierto temor y a la vez un deseo que Dios le esté pidiendo, que imite un aspecto de la vida que su Hijo llevó al hacerse hombre. Es normal que haya temor y nervios, ansias. Es que realmente se está en un momento crucial de la vida, del cual puede depender la salvación eterna del alma y la de muchas otras, mi felicidad temporal y eterna, y la felicidad de muchos que Dios encomienda a mi cuidado. Se está ante algo grande, muy grande. Es la experiencia muy íntima de Dios que quiere tomar parte en mi vida de un modo especial. Me quiere para Él con exclusividad… ¿Puede ser que Dios pida que toda mi vida se la entregue totalmente y exclusivamente a Él? ¿Por qué a mí? Pienso que los caminos de Dios son tan diversos a los nuestros, y Dios llama a quien quiere, cómo quiere, cuándo quiere y del modo que quiere. “Los llamó para que estuvieran con Él”…dice san Marcos en su Evangelio… (Mc 3,14) ¿Estaré yo entre esos que Él llamó y llama y seguirá llamando a lo largo de la historia?
Me llama para que lo imite a Él. Toda vocación es seguimiento de Cristo, para reproducir en el tiempo un aspecto de la vida que Él llevó al hacerse hombre. En el caso de los contemplativos, estamos llamados a imitar los años de la vida oculta de Jesús, y los momentos en los que Él se retiraba al monte a orar a solas.
Creo que el primer signo es la convicción interna de que Dios me llama a estar con Él, en un trato íntimo, exclusivo y profundo. Dice nuestra Regla: “El seguimiento de Cristo en la vida monástica encierra: un deseo ardiente de conócelo y amarlo en la oración, de practicar virtudes heroicas para asemejarse más Él, que todo lo ha hecho bien (Mc 7,37) y un amor entrañable a las almas por quienes Cristo derramó su sangre” (DVC. n° 9)
La idea de Dios y su relación con Él en la soledad, apartado del mundo, “Venid vosotros a un lugar desierto” (Cf. Mc 6,31) toman una fuerza irresistible en mi vida, aun en medio de las ocupaciones diarias. Hay un deseo de alabarlo, bendecirlo, glorificarlo, darle gracias, por medio de la oración, la penitencia reparadora. Hay un deseo intenso de reparar las ofensas que se le realizan a su Hijo con los pecados que cometemos los hombres. Me doy cuenta que quiero estar entre esos consoladores que Dios busca y no encuentra. “Busqué quien me consolara y no los hallé”. (Sal 69,20) Consolar a Jesús, era el deseo del Beato Francisco Marto, vidente de Fátima.
Su finalidad será vivir sólo para Dios: éste es el enérgico resumen que proclama todo el deseo Dios puso en el corazón de cada monje. No ya sólo vivir en presencia de Dios sino para solo Dios, sin más intención que Dios, “porque es más precioso delante de él y del alma un poquito de este puro amor y más provecho hace a la Iglesia, aunque parece que no hace nada, que todas esas obras juntas” (San Juan de la Cruz, Cántico, 29,1)
En este sentido nuestro Fundador el p. Carlos Miguel Buela, decía en octubre de 1988, palabras que quedaron grabadas en nuestra Regla. “Por tanto que todos los actos de su vida suban al Señor en suave olor de santidad, quemándose como el incienso en adoración al solo Santo, en acción de gracias por tanto bien recibido, “en todo amando y reconociendo” (Cf. DVC, n° 10
Ayudar a los hombres de un modo misterioso pero no menos fecundo por medio de la oración. Poniéndome en la brecha: “Busqué entre ellos alguno que levantara un muro y se pusiera en pie en la brecha delante de mí a favor de la tierra, para que yo no la destruyera, pero no lo hallé” (Ez 22,30). Los monjes de nuestra Familia Religiosa estarán en la vanguardia de la obra misionera del Instituto, y guardianes de su espíritu. (DVC n°12)
Es cierto que cada vocación es una obra de arte de Dios, y son tan variados los modos que Él tiene para llamar… pero creo que en todos la idea de fondo es: Dios sólo en mi vida. Yo sólo para Dios.
Todo lo que he dicho, se debe hacer personal, lo debo ver proyectado en mi vida personal, saber que Dios quiere eso para mí aquí y ahora y por eso lo quiero yo. No se trata de traer a Dios a mi voluntad o capricho, sino adherir mi voluntad a la de Dios.
“Él nos amó primero” (I Jn 4,19). En la vocación a la vida contemplativa hay como siempre, un amor que nos precede. El amor de Dios. Al que yo, de algún modo quiero corresponder. Amor con amor se paga. Esto explica las renuncias y privaciones que implica la vida contemplativa, silencio, oración, penitencia, ayuno, vigilias. Esto explica el morir cada día a uno mismo, condición puesta por nuestro Señor para todo aquel que quiera ser su discípulo. “El que quiera ser mi discípulo, niéguese a sí mismo, cargue la cruz cada día y después venga y me siga”. Como vemos la renuncia a todo lo que impida el seguimiento de Cristo, está al inicio de toda vocación. Por eso, quien no esté dispuesto a morir a sí mismo, no puede ser discípulo de Cristo, y que ni siquiera intente entrar a nuestros monasterios.
Esta renuncia a todo, sólo puede exigirla Quien nos amó hasta el extremo, tomando la forma de siervo, pasando por uno de tantos, entregándose a la muerte y muerte de Cruz. Experimentamos el amor de Dios que nos amó hasta entregando a su único Hijo, y el amor de Cristo, que nos amó hasta el extremo entregando su vida por nosotros en la Cruz.
Es signo de vocación contemplativa para nuestro Instituto el amor a la Eucaristía, prolongación del misterio de la Encarnación, y a su vez, origen y culmen de toda la actividad apostólica de la Iglesia. De este modo, los monjes del Instituto del Verbo Encarnado, colaboramos en la obra de la Evangelización de la cultura, fin específico de nuestra Familia Religiosa.
1. Es opinión bastante difundida que los hombres de ciencia son generalmente agnósticos y que la ciencia aleja de Dios. ¿Qué hay de verdad en esta opinión?
Los extraordinarios progresos realizados por la ciencia, particularmente en los últimos dos siglos, han inducido a veces a creer que la ciencia sea capaz de dar respuesta por si sola a todos los interrogantes del hombre y de resolver todos los problemas. Algunos han deducido de ello que ya no habría ninguna necesidad de Dios. La confianza en la ciencia habría suplantado a la fe.
Entre ciencia y fe -se ha dicho- es necesario hacer una elección: o se cree en una o se abraza la otra. Quien persigue el esfuerzo de la investigación científica, no tiene ya necesidad de Dios; y viceversa, quien quiere creer en Dios, no puede ser un científico serio, porque entre ciencia y fe hay un contraste irreducible.
2. El Concilio Vaticano II ha expresado una condición bien diversa. En la Constitución Gaudium et Spes se afirma: ´La investigación metódica en todos los campos del saber, si está realizada de una forma auténticamente científica y conforme a las normas morales, nunca será en realidad contraria a la fe, porque las realidades profanas y las de la fe tienen su origen en un mismo Dios. Más aún, quien con perseverancia y humildad se esfuerza por penetraren los secretos de la realidad, está llevado, aun sin saberlo, como por la mano de Dios, quien, sosteniendo todas las cosas, da a todas ellas el ser´ (Gaudium et Spes, 36).
De hecho se puede observar que siempre han existido y existen todavía eminentes hombres de ciencia, que en el contexto de su humana experiencia han creído positiva y benéficamente en Dios. Una encuesta de hace cincuenta años, realizada con 398 científicos entre los más ilustres, puso de relieve que sólo 16 se declararon no creyentes, 15 agnósticos y 367 creyentes (cfr. A.Ey mieu, la part des croyants dans les progres de la science, 6ª ed., Perrin,1935, pág. 274).
3. Todavía más interesante y proficuo es darse cuenta de por qué muchos científicos de ayer y de hoy ven no sólo conciliable, sino felizmente integrante la investigación científica rigurosamente realizada con el sincero y gozoso reconocimiento de la existencia de Dios.
De las consideraciones que acompañan a menudo como un diario espiritual su empeño científico, sería fácil ver el entrecruzamiento de dos elementos: el primero es cómo la misma investigación, en lo grande y en lo pequeño, realizada con extremo rigor, deja siempre espacio a ulteriores preguntas en un proceso sin fin, que descubre en la realidad una inmensidad, una armonía, una finalidad inexplicable en términos de casualidad o mediante los solos recursos científicos. A ello se añade la insuprimible petición de sentido, de más alta racionalidad, más aún, de algo o de Alguien capaz de satisfacer necesidades interiores, que el mismo refinado progreso científico, lejos de suprimir, acrecienta.
4. Mirándolo bien, el paso a la afirmación religiosa no viene por si en fuerza del método científico experimental, sino en fuerza de principios filosóficos elementales, cuales el de causalidad, finalidad, razón suficiente, que un científico, como hombre, ejercita en el contacto diario con la vida y con la realidad que estudia. Más aún, la condición de centinela del mundo moderno, que entrevé el primero la enorme complejidad y al mismo tiempo la maravillosa armonía de la realidad, hace del científico un testigo privilegiado de la plausibilidad del dato religioso, un hombre capaz de mostrar cómo la admisión de la trascendencia, lejos de dañar la autonomía y los fines de la investigación, la estimula por el contrario a superarse continuamente, en una experiencia de autotranscendencia relativa del misterio humano.
Si luego se considera que hoy los dilatados horizontes de la investigación, sobre todo en lo que se refiere a las fuentes mismas de la vida, plantean interrogantes inquietantes acerca del uso recto de las conquistas científicas, no nos sorprende que cada vez con mayor frecuencia se manifieste en los científicos la petición de criterios morales seguros, capaces de sustraer al hombre de todo arbitrio. ¿Y quien, sino Dios, podrá fundar un orden moral en el que la dignidad del hombre, de todo hombre, sea tutelada y promovida de manera estable?
Ciertamente la religión cristiana, si no puede considerar razonables ciertas confesiones de ateísmo o de agnosticismo en nombre de la ciencia, sin embargo, es igualmente firme el no acoger afirmaciones sobre Dios que provengan de formas no rigurosamente atentas a los procesos racionales.
5. A este punto seria muy hermoso hacer escuchar de algún modo las razones por las que no pocos científicos afirman positivamente la existencia de Dios y ver qué relación personal con Dios, con el hombre y con los grandes problemas y valores supremos de la vida los sostienen. Cómo a menudo el silencio, la meditación, la imaginación creadora, el sereno despego de las cosas, el sentido social del descubrimiento, la pureza de corazón son poderosos factores que les abren un mundo de significados que no pueden ser desatendidos por quienquiera que proceda con igual lealtad y amor hacia la verdad.
Baste aquí la referencia a un científico italiano, Enrico Medi, desaparecido hace pocos años. En su intervención en el Congreso Catequístico Internacional de Roma en 1971, afirmaba: ´Cuando digo a un joven: mira, allí hay una estrella nueva, una galaxia, una estrella de neutrones, a cien millones de años luz de lejanía. Y, sin embargo, los protones, los electrones, los neutrones, los mesones que hay allí son idénticos a los que están en este micrófono. La identidad excluye la probabilidad. Lo que es idéntico no es probable. Por tanto, hay una causa, fuera del espacio, fuera del tiempo, dueña del ser, que ha dado al ser, ser así. Y esto es Dios.
´El ser, hablo científicamente, que ha dado a las cosas la causa de ser idénticas a mil millones de años-luz de distancia, existe. Y partículas idénticas en el universo tenemos 10 elevadas a la 85ª potencia… ¿Queremos entonces acoger el canto de las galaxias? Si yo fuera Francisco de Asís proclamaría: “Oh galaxias de los cielos inmensos, alabad a mi Dios porque es omnipotente y bueno! “Oh átomos, protones, electrones! “Oh canto de los pájaros, rumor de las hojas, silbar del viento, cantad a través de las manos del hombre y como plegaria, el himno que llega hasta Dios!´ (Atti del II Congreso Catechistico Internazionale, Roma, 20-25 septiembre de 1971, Roma, Studium, 1972, págs. 449-450).
El Dios de nuestra fe24.07.85
1. En las catequesis del ciclo anterior he tratado de explicar qué significa la frase ´Yo creo´; que quiere decir ´creer como cristiano´. En el ciclo que ahora comenzamos deseo concentrar la catequesis sobre el primer artículo de la fe: ´Creo en Dios´ o, más plenamente: ´Creo en Dios Padre todopoderoso, creador.´. Así suena esta primera y fundamental verdad de la fe en el Símbolo Apostólico. Y casi id idénticamente en el Símbolo Niceno-Constantinopolitano: ´Creo en un solo Dios, Padre todopoderoso, creador.´. Así el tema de las catequesis de este ciclo será Dios: el Dios de nuestra fe. Y puesto que la fe es la respuesta a la Revelación, el tema de las catequesis siguientes será ese Dios, que se ha dado a conocer al hombre, al cual ´se ha revelado a Sí mismo y ha manifestado el misterio de su voluntad´ (Cfr. Dei Verbum , 2).
2. De este Dios trata el primer artículo del ´Credo´. De el hablan indirectamente todos los artículos sucesivos de los Símbolos de la fe. En efecto, están todos unidos de modo orgánico a la primera y fundamental verdad sobre Dios, que es la fuente de la que derivan. Dios es ´el Alfa y el Omega´ (Ap 1, 8): El es también el comienzo y el término de nuestra fe. Efectivamente, podemos decir que todas las verdades sucesivas enunciadas en el ´Credo´ nos permiten conocer cada vez más plenamente al Dios de nuestra fe, del que habla el artículo primero: Nos hacen conocer mejor quién n es Dios en Sí mismo y en su vida íntima. En efecto, al conocer sus obras -la obra de la creación y de la redención-, al conocer todo su plan de salvación respecto del hombre, nos adentramos cada vez más profundamente en la verdad de Dios, tal como se revela en la Antigua y la Nueva Alianza. Se trata de una revelación progresiva, cuyo contenido ha sido formulado sintéticamente en los Símbolos de la fe. Al ir desplegándose los artículos de los Símbolos adquiere plenitud de significado la verdad expresada en las primeras palabras: ´Creo en Dios´. Naturalmente, dentro de los límites en los que el misterio de Dios es accesible a nosotros mediante la Revelación.
3. El Dios de nuestra fe. Aquel que profesamos en el ´Credo´, es el Dios de Abrahán, nuestro Padre en la fe (Cfr. Rom 4,12-16). Es ´el Dios de Isaac y el Dios de Jacob´ (Mc 12, 26), es decir, de Israel, el Dios de Moisés, y finalmente y sobre todo es ´Dios, Padre de Jesucristo´ (Rom 15, 6) Esto afirmamos cuando decimos ´Creo en Dios Padre.´. Es el único e idéntico Dios, del que nos dice la Carta a los Hebreos que ´muchas veces y en muchas maneras habló Dios en otro tiempo a nuestros padres por ministerio de los profetas; últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo.´ (1, 1-2). El, que es la fuente de la palabra que describe su progresiva auto-manifestación en la historia, se revela plenamente en el Verbo Encarnado, Hijo eterno del Padre. En este hijo -Jesucristo- el Dios de nuestra fe se confirma definitivamente como Padre. Como tal lo reconoce y glorifica Jesús que reza: ´Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra.´ (Mt 11, 25), enseñando claramente también a nosotros a descubrir en este Dios, Señor del cielo y de la tierra, a ´nuestro´ Padre (Mt 6, 9).
4. Así, el Dios de la Revelación, ´Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo´ (Rom 15, 6) se pone frente a nuestra fe como un Dios personal, como un ´Yo´ divino inescrutable ante nuestros ´yo´ humanos, ante cada uno y ante todos. Es un ´Yo´ inescrutable, sí, en su profundo misterio, pero que se ha ´abierto´ a nosotros en la Revelación, de manera que podemos dirigirnos a El como al santísimo ´Tú´ divino. Cada uno de nosotros es capaz de hacerlo porque nuestro Dios, que abraza en Sí y supera y transciende de modo infinito todo lo que existe, está muy cercano a todos, y más aún, íntimo a nuestro más íntimo ser: ´Interior intimo meo´, como escribe San Agustín (Confesiones III, VI,11).
5. Este Dios, el Dios de nuestra fe, Dios y Padre de Jesucristo, Dios y Padre nuestro, es al mismo tiempo el ´Señor del cielo y de la tierra´, como Jesús mismo lo invocó (Mt 11, 25). En efecto, El es el creador.
Cuando el Apóstol Pablo de Tarso se presenta ante los atenienses en el areópago, proclama: ´Atenienses,. al pasar y contemplar los objetos de vuestro culto (Las estatuas de los dioses venerados en la religión de la antigua Grecia), he hallado un altar en el cual está escrito: ´al Dios desconocido´ Pues ese que sin conocerle veneráis es el que yo os anuncio. El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que hay en él, ese, siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por mano de hombres, ni por las manos humanas es servido, como si necesitase algo, siendo El mismo quien da a todos la vida, el aliento y todas las cosas. El ., fijó las estaciones y los confines de las tierras por ellos habitables, para que busquen a Dios y siquiera a tientas le hallen, que no está lejos de cada uno de nosotros, porque en El vivimos, nos movemos y existimos.´ (Hech 17, 23-28).
Con estas palabras Pablo de Tarso, el Apóstol de Jesucristo, anuncia en el Areópago de Atenas la primera y fundamental verdad de la fe cristiana. Es la verdad que también nosotros confesamos con las palabras: ´Creo en Dios (en un solo Dios), Padre omnipotente, creador del cielo y de la tierra´. Este Dios -el Dios de la Revelación- hoy como entonces sigue siendo para muchos ´un Dios desconocido´. Es aquel Dios que muchos hoy como entonces ´buscan a tientas´ (Hech 17, 27). El es el Dios inescrutable e inefable. Pero es Aquel que todo lo comprende; en ´El vivimos, nos movemos y existimos´ (Hech 17, 28). A este Dios trataremos de acercarnos gradualmente en los próximos encuentros.
Los sentimientos, la imaginación, el temperamento ejercen gran influencia sobre la voluntad. No los dominamos por completo; por lo tanto, respecto a ellos la voluntad del hombre no goza de plena libertad. Has podido verlo por propia experiencia. Una mañana te despiertas con sentimientos tristes, abatidos; otro día, en cambio, saltarías continuamente de alegría; pero en vano buscarías la causa de tu tristeza primera, de tu alegría presente; tú mismo no
sabrías decir cuál sea. Lo mismo sucede con la fantasía. Un día, sin motivo especial, revive el recuerdo de acontecimientos lejanos en tu memoria; o bien, pensamientos imposibles, imágenes engañadoras se pintan en tu cabeza. ¿De dónde proceden? ¿Por qué precisamente en este momento penetran en tu mente? No sabrías decirlo. Y, ¡de cuántas desgracias es causa la imaginación humana! Pinta dificultades enormes, obstáculos invencibles ante nuestro trabajo, sólo para quitarnos el ánimo. Al tener que tapar una muela, no es la operación la mayor molestia, sino la media hora que tienes que esperar en la antesala del dentista, mientras que tu fantasía va atormentándose con las imágenes aumentadas del sufrimiento futuro.
Pues bien. Aunque no seamos completamente dueños de nuestros sentimientos y de nuestra fantasía, hemos de extender también el dominio de la voluntad y en lo posible a estos terrenos. Sé dueño de tus sentimientos y toma las riendas de tu imaginación. ¿Te has despertado de mal humor? Es igual. Esfuérzate por sonreír, canta con alegría, y ya habrás vencido en parte tus sentimientos.
¿Tienes que resolver un problema de álgebra? Tu fantasía sale con cuadros aterradores: ¡Qué terriblemente difícil es este problema! ¡Cuánto tendrás que sudar! Tú en cambio, di para tus adentros: “No es verdad. Amiguita, fantasía mía, tú me engañas. No eres tan terrible como pereces. Cuanto mayor sea la dificultad, tanto más quiero emprender el trabajo”.
Como ves, la educación de la voluntad no es sino una labor sistemática para la conquista de todas aquellas potencias espirituales: entendimiento, sentidos, memoria, imaginación, que influyen en la función de la voluntad. Por lo tanto, no basta para la educación de la voluntad que la ejercitemos, que la robustezcamos, sino que nuestro propósito principal debe ser poner con la mayor perfección posible, esta voluntad firme al servicio de elevados fines espirituales: es decir, tenemos que subordinarla por completo al dominio del alma.
Quien quiere tener carácter firme, debe esforzarse por dominar lo más posible sus sentimientos. Muchos crímenes, discordias, pensamientos de envidia, alegrías del mal ajeno, ofensas precipitadas, riñas sinnúmero, no tienen siempre por causa una voluntad depravada, sino una voluntad débil, no ejercitada en mandar, sin desmayos, a los sentimientos vehementes. Podemos vencer, por ejemplo, un leve mal humor sin ningún esfuerzo especial; y no obstante, cuántos hombres sufren por este leve mal humor, porque tienen pereza de hacer un pequeño esfuerzo.
La educación adecuada de los sentimientos es a la par, educación de la voluntad. Los sentimientos influyen en el espíritu, no sólo para movernos a querer, sino aun para querer de buen grado y con perseverancia. Y, ¿quién no ve que las obras buenas brotan con más lozanía al calor del corazón que a la fría luz del intelecto?
Por este motivo, debes cuidar también la educación de tus sentimientos: la voluntad que funciona sin sentimientos puede convertir al hombre con gran facilidad en una máquina de voluntad, sin corazón, egoísta, testaruda, lo cual es otra caricatura del “joven de carácter”.
El hombre prudente no se esfuerza tan sólo por vencer sus sentimientos desagradables y compensarlos con alegría, sino que hace cuanto está en su mano por conservar siempre la tranquilidad del alma.
Cuerpo y alma están en íntima dependencia. Si estás abatido y una tristeza sin causa se apodera de tu alma, intenta sonreír, frota con alegría tus manos, y verás que tu tristeza empieza a desaparecer. Por otra parte, si un dolor físico te tortura, ocúpate en pensamientos agradables, y llegarás a olvidar en parte tu dolor.
De cualquier desgracia que te sucediese, procura sacar algún provecho espiritual. Deficiendo discamus, “aprendamos de las propias deficiencias”. ¿Te han robado tu billetera en el bus? No pierdas la cordura, sino procura recordar cuándo estabas distraído y medita qué cuidado debes tener en adelante. ¿Te pisa alguien el pie? No saltes enfadado, sino di para tus adentros: “A costa de este dolor compraré un poco de dominio de mí mismo”.
Seguir siempre dueño de los propios sentimientos sin dejarse arrastrar por ellos, es el grado más alto de la perfección espiritual.
Mons. Tihamér Tóth, “El Joven de Carácter”
Monjes contemplativos del Instituto del Verbo Encarnado